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La difusión del cristianismo como factor de latinización

Sebastián Mariner Bigorra






I

En 1904, Frank Cumont, al plantearse el problema de por qué el latín fue la única lengua litúrgica del cristianismo en Occidente1, atendía a una patente diversidad con respecto a las cristiandades orientales. De ella sacaba, por un lado, el reconocimiento de un motivo originante de la diferencia: la falta de vitalidad de las religiones paganas del Oeste en comparación con las del Este. Por otro lado, descubría un motivo intencional: la Iglesia misma se habría aprovechado de esta posibilidad de un idioma único, explotando las posibilidades que ello le ofrecía para el mantenimiento de la unidad en la creencia. Los dos siguientes párrafos serán lo suficientemente significativos para condensar ambos aspectos, respectivamente, de la solución de Cumont: «Le latin, avec la religion romaine, a pris la place de rites incapables de survivre; tandis qu'en Orient, où les religions non chrétiennes étaient plus solidement organisées, leurs langues ont été adoptées par le Christianisme.» «Cette diversité contribua à accentuer les divergences doctrinales. En Occident, l'emploi exclusif du latin fut pour Rome la meilleure sauvegarde de l'unité dogmatique. Au contraire en Mésopotamie on vit les communautés syriaques devenir nestoriennes ou jacobites, dans la vallée du Nil les Coptes adopter le monophysisme, sur le plateau d'Asie Mineure les Arméniens constituer l'Église grégorienne. Peu à peu la religion devint, comme elle l'est aujourd'hui en Orient, à peu près synonyme de nationalité, et l'orthodoxe finit par être l'équivalent du Grec

Después de esta su primera formulación nítida, la idea de esta vinculación religioso-lingüística se fue imponiendo casi sin encontrar obstáculos. Al fin y al cabo, no era sino una especie de «voz pasiva» -a la vuelta de los siglos- de lo que desde la cristiandad antigua había proclamado la visión providencialista agustiniana: la difusión unitaria del latín había sido instrumento de propagación del cristianismo. Ahora se completaba con el reconocimiento de su versión recíproca: la cristianización habría sido un agente más de la latinización. Su eficacia venía potenciada por el carácter intransigente de su monoteísmo, frente a la sincrética tolerancia del politeísmo romano, tan bellamente ponderada en la década siguiente por una obra, cuya reedición en nuestros días autoriza a llamarla clásica en la materia: «Les cultes païens dans l'Empire romain», de J. Toutain2. La idea, una vez hecha voz común o poco menos, persiste hasta hoy. (Hasta anteayer, al menos, en que incidentalmente y suponiéndola, el doctor Michelena aludía a la misma gran diferencia entre unidad cristiano-latina occidental y renacimiento de lenguas orientales precisamente con la cristianización)3.

Nada incidental, sino párrafo fundamental de las conclusiones de un trabajo que representa la puesta a punto de los muy variados matices que la cuestión comporta, es la afirmación del profesor Sanders: «La langue et la religion ne se sont heurtées en définitive qu'au christianisme: ce n'est non pas l'État romain, mais le christianisme, précisément, qui... a causé la perte des langues celtiques sur le continent, lui aussi qui a livré un combat séculaire contre les religions indigènes païennes de nos contrées»4. Cuán fielmente una conclusión de este tipo se alía al pensamiento que ya cabrá llamar «tradicional» de Cumont lo revela el reconocimiento de lo que para éste era el punto de partida de su construcción: una debilidad de lo indígena. Pero cuán original es a su vez la crítica de Sanders se descubre al observar cómo él sitúa esta debilidad no en las religiones mismas -como se ha leído en Cumont arriba-, sino en las propias lenguas célticas: «La langue celtique n'a pas fait d'effort, pour autant que l'on sache, pour devenir un instrument de résistance, comme ce fut le cas en Orient pour le grec... et certainement pas dans le sens qu'un Totila a voulu donner, peut-être, plus tard à la langue gothique... si la langue celtique n'a nullement assuré la relève, c'est que son status culturel n'était pas des plus brillants»5.

Desde luego, las referencias de Sanders atañen sobre todo -como las del estudio de P. Lambrechts en que basa su crítica6- a la situación en el norte de la Galia. Pero su generalización a las lenguas célticas del continente autoriza a suponer extensible su postura a la consideración de los demás países donde también unas lenguas (entre las que no falta el celta) pudieron ser arrinconadas definitivamente gracias al concurso de la cristianización.

Es lo que -independientemente de Sanders, puesto que se publica prácticamente por las mismas fechas- sostuvo el doctor García y Bellido en su último trabajo sobre estas cuestiones, «La latinización de Hispania»7, que constituye también el último tratamiento -salvo error mío o falta de noticia- del problema de la latinización estricta, dentro del ámbito, más general, de la romanización. La coincidencia de parte de su penúltimo párrafo -también conclusivo- con el citado de Sanders -tanto más preciosa cuando que avalada por la independencia mutua- es significativa de un común estado de opinión: «El último y más decisivo golpe sufrido por las lenguas primitivas de la Península, el golpe que acabó definitivamente con ellas, fue la propagación del cristianismo, cuyos celosos apóstoles, empujados por su afán proselitista, lograron llegar y penetrar allí donde ni las armas, ni las letras, ni el comercio, ni la administración habían podido filtrarse nunca eficazmente.» Y también, a poco del punto de partida8, análoga distinción entre Occidente y Oriente, e idéntico reconocimiento del nivel «muy inferior» de las lenguas vernáculas: «Efectivamente, en latín se llevaba la administración de justicia, las disposiciones senatoriales, los rescriptos y sentencias de los gobernadores, los decretos de los decuriones, las leyes y disposiciones municipales y coloniales, el calendario, etc.; es decir, en menos palabras, toda la vida oficial pública y privada. En ello el Estado romano no hizo nunca la más pequeña concesión en los países de Occidente; no así en los griegos, donde la enorme corriente cultural que desde siglos antes tenía su cauce en lengua griega puso a los romanos en el trance de compartir e incluso ceder ante ella. Pero en Occidente, repito, donde las culturas vernáculas yacían en un nivel muy inferior a la latina, el dominio de ésta se impuso desde el primer momento de un modo absoluto y definitivo. No se conoce en el Occidente un solo documento oficial con texto escrito en dos lenguas o alfabetos. Es más, ni los documentos epigráficos ni los textos nos han transmitido noticia alguna de la existencia de un cargo oficial de intérprete o traductor dentro de la máquina burocrática romana.»

Ahora bien, no se le escapa al autor, antes alude a ella repetidas veces9, la singularidad que, dentro del proceso de latinización de la Península, representa la persistencia en ella del único núcleo del occidente continental europeo no latinizado ni romanceado hasta hoy: el dominio lingüístico del vascuence. Lo que no se plantea es la oposición entre una excepción tan conspicua y el papel latinizador que acabará asignando a la propagación del cristianismo. Ni siquiera para sortearlo con el recurso a un persistente paganismo del País Vasco. O para admitir que la excepción consistió precisamente en que allí el cristianismo fue dado a conocer en la propia lengua vernácula, como pondera a propósito de la noticia -que comenta ampliamente- de un apostolado rural en lengua bárbara, según aparece en el De similitudine carnis peccati, que García y Bellido reconoce como obra de Eutropio, en seguimiento del padre Madoz. Por ello parece sugestivo adentrarse nuevamente en la cuestión: ¿fue -y hasta qué punto fue- la propagación del Cristianismo un agente latinizador en la Península? En caso afirmativo, ¿cómo se explica la excepción vasca?




II

En el umbral de este adentramiento se hace particularmente sensible la ausencia del maestro. Porque ya no será posible -pues no las explicitó en su trabajo- conocer las razones que tuvo para identificar al presbítero Eutropio con el obispo de Valencia del siglo VI. Estas razones no pudieron ser tomadas del padre Madoz, ya que éste10 más bien negaba que el autor fuera obispo, dejaba en probable su origen español y lo situaba cronológicamente bastante antes que el obispo valenciano: «Dom Morin conjeturó que el autor del DSCP fuera obispo. El indicio en que tal vez se apoya... no parece decisivo... Por lo demás, poco se puede precisar ulteriormente acerca de la persona de Eutropio. ¿Sería español? La primera aparición del DSCP, entre la literatura adopcionista, pudiera ofrecer un indicio que apoyara esta conjetura. Tal vez también el ejemplo recordado en el DCH, de Paulino de Nola, oriente en esta dirección, hacia el norte de España o el sur de Francia. La alusión del DSCP a recientes catástrofes y a los bárbaros que se describen con cierto tinte de advenedizos, coincidirían también con las perturbaciones sufridas en estas tierras a los comienzos del siglo V, época del florecimiento de Eutropio, según vimos arriba.»

Parece prudente, aunque sea doloroso en este caso, volver a estas prosopografía y datación del padre Madoz, que es quien da argumentos, ante el silencio dialéctico de García y Bellido. Con ello, quedan automáticamente reducidas las dos características que a éste le llamaban poderosamente la atención: la localización y la época de los «ethnici» y «barbari» a quienes la piadosa Cerasia, destinataria probable del opúsculo, exponía en su propia lengua bárbara la hebraica doctrina: «Ethnicis uero et istis barbaris uestris non minus mente quam lingua, qui mortem putant idola non uidere, illa peculiariter exhibebas: sermone blando, et suo unicuique, dei nostri insinuare notitiam, et lingua barbara hebraicam adserere doctrinam, dictura cum apostolo: Bene quod omnium uestrum lingua loquor

En efecto, unos «bárbaros» que «eran aún paganos y creían en sus dioses, a los que se dirigían en su lengua vernácula en pleno siglo VI» «en el Levante peninsular» suscitaban perplejidad en García y Bellido, que dudaba en situarlos «quizá tierra adentro, pues la costa estaba muy romanizada y no es fácil que existiesen aún en el siglo VI grupos indígenas no latinizados por entero»11. Nada de ello es difícil si se vuelve a la idea del padre Madoz, situando a Eutropio donde él lo hace: los tales paganos de habla no latina serían sencillamente vascones. Más fácilmente, pues, que cuando el De similitudine carnis peccati se atribuía, con Dom Morin12, a San Paciano de Barcelona. Ya no hace falta ningún equilibrio de límites de diócesis, que lleve a suponer que los braceros de la devota Cerasia, hablando euskera, pudieran tener relación con el obispo de Bárcino; o bien una visión burguesamente ausentista avant la page, que supusiera a la joven domiciliada en esta ciudad, en tanto que sus propiedades se ubicarían en el Pallars: si también anteayer oíamos nuevamente canonizada la suposición de Abadal corroborada por Corominas, de una expansión vasca hasta aquella comarca, se hace difícil, sin embargo, aceptar que D. Raimundo -o Corominas o Michelena13- la supusieran efectuada ya en época del obispo barcelonés. Ninguna dificultad, en cambio, situando a la «dirigida» de Eutropio en posesiones próximas al lugar de residencia de éste «hacia el norte de España o sur de la Galia», según acabamos de leer en el padre Madoz. Ninguna dificultad en el espacio; ninguna tampoco en cuanto al tiempo: los «comienzos del siglo V» apenas presentan solución de continuidad con el dato que también anteayer ponderaba el doctor Blázquez14, de la fecha a fines del IV, precisamente en 399 -a casi veinte años del edicto de Tesalónica en que Teodosio proclamaba el cristianismo como única religión del imperio-, de la última inscripción votiva datada -a una deidad pagana, Erudino, en las proximidades de Ongayo, en la Cantabria vecina de los vascones-.




III

Fácil encaje, también, con los comienzos del siglo V (concretamente, 417) a que pertenece el otro célebre texto tradicionalmente aducido como noticia de un persistente paganismo en Hispania, esta vez, insular: la carta-encíclica del obispo Severo de Menorca.

Nada raro, sin embargo, que este texto no haya sido tenido en cuenta por García y Bellido15: tanto ha aumentado la oscuridad con respecto a lo que sería pieza clave de su capacidad probatoria después de la edición crítica que figura como apéndice del estudio de su autenticidad e integridad por el doctor Seguí Vidal16. Todo estriba, en efecto, en el breve relato de uno de los prodigios ocurridos con ocasión de la controversia con los judíos provocada a raíz de la presencia en la isla de unas reliquias del protomártir San Esteban: «Grando minutissima quam incolae insulae huius gentili sermone abbigistinum vocant non usquequaque copiosa defluxit.» La tradición textual ha sido particularmente insegura -como suele serlo en muchos casos de hápax- con el nombre que esos habitantes de la isla daban a ese granizo menudísimo. Abbigistinum supone el consenso de cuatro de los manuscritos básicos; discrepa el quinto, Palatinus, con argistinum. Baronio había editado algistinum; Migne, que publicó la obra dos veces17, editó en la primera abgistinum, que pasó al Thesaurus linguae Latinae18 en Nom. abgistinus y sin más que la referencia escueta del pasaje: parecidamente en el vol. VI 2190 s., s. u. grando. En la segunda, hizo figurar albigistinum, ¿tal vez por contaminación entre el de la anterior versión y algistinum de la de Baronio? ¿O como eco -consciente o no- del album ligustrum virgiliano19? Lo cierto es que no sólo él, sino incluso sus demás variantes, si de algo tienen aspecto, es de nombre latino, en mayor o menor grado: el menor, sin duda, el editado ahora por Seguí. Tal vez esa inseguridad explique que no le haya dedicado el más leve comentario20.

Pero con ello, con no poder decir cómo era este nombre y, a partir de ello, a qué lengua puede atribuirse, queda en el aire la caracterización del gentilis sermo de los Minoricenses a que, según Severo, pertenecía. No figura en ninguna de sus versiones en la lista de palabras de ascendencia hispánica que de los textos de escritores latinos constituyó -con criterio más bien inclusivo- Hübner en sus Monumenta linguae ibericae21. Así aquel gentilis sermo resulta interpretable según criterios muy variados. Si se tratara de un término con clara ascendencia no latina, o, al menos, de aspecto suficientemente discrepante de lo normal en esta lengua, daría lugar a una interpretación maximalista de la expresión discutida: habría que admitir, como mínimo, que Severo atestigua el empleo de un término extranjero, con un uso de gentilis equivalente a barbarus -documentado para aquella palabra, cf. el tomo últimamente indicado del Thesaurus, s. v.- en boca de los habitantes de la isla. Pero no sería difícil llegar a más, suponiendo la pervivencia de no sólo un término, sino de un idioma no latino para ellos; e, incluso, vista la resonancia religiosa del adjetivo escogido para designarlo, cabría tomar el testimonio severiano como un notable apoyo de la connivencia paganismo -lengua vernácula, término negativo en su oposición a la de cristianismo- latinidad de que aquí se trata. Todo para en agua de borrajas mientras el término pueda ser latino -rústico o tal vez meramente incorrecto, quizás, deformado por etimología popular-. En esta consideración no faltarán interpretaciones minimalistas también en diferentes grados, hasta llegar al ínfimo de suponer a gentili sermone nada más que el sentido de «con una expresión dialectal propia de los habitantes de dicha isla». Con ello, la connivencia indicada se hace muy hipotética.

Tanto más cuanto que, a lo largo del opúsculo, sería la única referencia a una persistencia de paganismo en Menorca. Efectivamente, todo el ambiente descrito gravita, en materia de religión, sólo en la oposición entre judaísmo y cristianismo. Hasta tal punto, que el citado editor y comentarista ha podido escribir varias páginas22 exegéticas de esta situación que se desprende del relato, atribuyendo las primicias del cristianismo menorquín precisamente a aldeanos y pastores, y la resistencia a la evangelización a las «aljamas» de acaudalados en los dos únicos núcleos urbanos existentes, de nombre helenizado o romanizado casi todos, apenas se exceptúa un Rubén entre los mencionados explícitamente.

No que sea imposible, pues, sostener a base del texto de Severo una pervivencia post-teodosiana del paganismo en lugar tan auténticamente remoto como es Menorca, y una persistencia de lengua prelatina en un área tan naturalmente «isolata». Pero no está nada claro, sencillamente. La posición contraria, negativa, es tan posible, y tal vez más.




IV

Afortunadamente, el texto de Eutropio es bastante más claro. En particular, la comparación elogiosa con la actitud paulina de hacerse todo a todos, hablándoles en su lengua -actitud «oriental», dentro de la polarización de posturas de que ha arrancado el presente replanteamiento- debe de haber determinado que «barbara lingua» no se haya tomado, comúnmente, como referencia a un latín más o menos incorrecto o dialectal, sino a una lengua auténticamente distinta de la latina. Por otro lado, la referencia a un ambiente de idolatría es también muy explícita. Globalmente, pues, se trata de evangelización de unos todavía idólatras y todavía hablantes de lengua prelatina.

Lo que ya no está claro, y mucho menos explícito, es si esa actitud paulina de Cerasia es excepcional o no, cosa de suma importancia para la valoración del testimonio a los efectos aquí perseguidos. Difícil parece excluir todo criterio subjetivo a la hora de esta valoración. Lo objetivamente seguro es que la devota es alabada. Pero que lo sea en general por su apostolado, o particularmente por la forma del mismo, podrá, a buen seguro, ser defendido según diferentes criterios preconcebidos. Quien tienda a admitir la imbricación cristianismo-latinidad se sentirá lógicamente inclinado a sospechar que se trata de un caso elogiado precisamente por lo excepcional. Quien se sienta reacio a dicha imbricación podrá sostener que la alabanza que se tributa a Cerasia va dedicada al acto en sí, digno de elogio en cada caso, por muy generalizado que esté.

Prudentemente, parece, por tanto, oportuno dejar de momento la pelota en el tejado, no sin algunas precisiones:

En principio, cabría una proposición del cristianismo, una catequesis, en lengua bárbara, acompañada de un culto, una liturgia, en lengua latina; sin embargo, esta posibilidad lógica depende de la validez de sus premisas, particularmente, en este caso, de una de ellas: la existencia efectiva de una liturgia, es decir, de unos cultos con ritual fijo, establecido en comunidad ajena lingüísticamente, transmitido con carácter obligatorio a la comunidad catequizada.



Apenas hace falta observar que el texto de Eutropio no permite saber cuál era a este respecto la situación de los prosélitos ganados al cristianismo por el apostolado de su «dirigida». ¿Supondría Cumont esta imposición obligatoria de una liturgia latina a estos conversos? Indudablemente, su afirmación es de alcance general, sin contemplar excepciones. Ahora bien, si pudo formularla así, una de dos: o fue porque no conoció ninguna excepción a la unidad latina de propagación cristiana o catequesis, o porque, aun conociéndola o pudiendo imaginarla, no creyó que pudiera alterar la unidad latina de liturgia cristiana. En el primer supuesto, su idea unitaria latino-litúrgica no sería de aplicación a nuestro caso, de pluralismo lingüístico de catequesis cristiana. En el segundo, todo pasa a depender de si existía ya en Occidente esta liturgia latina, con carácter preferentemente fijo, y establecido, capaz de ser impuesto o propagado sin alteración lingüística a los conversos, aun de otras lenguas.




V

Con ello, ante el silencio de la fuente y -nótese bien- en el supuesto de que esta catequesis en lengua vernácula pudiera versar efectivamente sobre unos vascones, según ha quedado sugerido antes, abocamos al problema de la cronología de su cristianización, «tema, como se sabe, debatido no sin pasión», en frase del doctor Michelena23.

Desapasionadamente, como corresponde a un profano que se asoma a la cuestión y sin ánimo de terciar y mucho menos arbitrar entre retardatarios y anticipadores (entre cuyas posturas extremas fácilmente podría afirmarse que media la friolera de un milenio: ¡siglos II y XI, no respectivamente!), una contemplación de los materiales de introducción cristiana entre los latinismos del vascuence allegados sobre todo por Caro Baroja24 y el propio Michelena25 (56 términos entre los más seguros)26 permite formular modestamente algunas sugerencias que podrán hasta parecerse a una toma de posición:

1.ª Con razón ha señalado Michelena27 la presencia de uno de los más típicos rasgos arcaicos de los latinismos en vascuence (c y g oclusivas ante vocales palatales e, i) en términos típicamente cristianos, p. ej. aingeru < ANGELVM, Binkenti < VINCENTIVM. Este último es particularmente significativo, dado que coincide con uno de los más antiguos ejemplos datables de la alteración que convirtió aquellas oclusivas en africadas, la célebre grafía BINTCENTE, datada por Battisti28 en el siglo V. A su vez, aingeru tendría su sorprendente -i- (según explicación de Gavel29 comunicada por el propio Michelena) como indicio de la incipiente palatalización de la -g- (que habría influido sobre la -n- precedente, acercándola también al paladar). Todo ello supondría el arraigo de estas palabras en vascuence -y de otras semejantes- alrededor del indicado siglo V, y difícilmente más tarde.

Sin embargo, contra una aceptación simple de estos hechos apunta la hipótesis de Lausberg30 «de que el vasco haya estado hasta bastante tarde en contacto con un romance sumamente conservador... del cual no han quedado más que escasos rastros. Uno de estos sería el alto aragonés marguin, marguen, que coincide con el vasc. margin "tablar en huertas y sembrados, según Añíbarro"».

Tal hipótesis parece impugnable desde varios puntos metodológicos. No, desde luego, porque suponga la creación de un «ente de razón» en este romance tan pronto desaparecido: su existencia sería efímera, pero no fantasmal, puesto que se le atribuyen rastros observables. Ni porque complique las cosas: la realidad es, muchas veces, compleja, más de lo que parece a primera vista. Ni porque parece que se le postula ad hoc, es decir, para explicar una serie de arcaísmos del vascuence y uno del alto aragonés, que bien pudo ser a su vez préstamo tomado del vascuence: es cierto desde Saroïhandy31 que hay características arcaizantes en zona románica colindante con el vascuence, concretamente, el mantenimiento de sordas intervocálicas en bearnés y alto aragonés, sino porque se revela, a la larga, elemento inútil para explicar lo que con su suposición se trataba de probar. Porque su comportamiento escaparía a la normalidad en la evolución lingüística de los «cristianismos». Y al comportamiento corriente de los préstamos en general.

En efecto, es natural y está ampliamente atestiguado que un término prestado se mantenga tal cual entró en la lengua prestataria, en tanto que continúe evolucionando dentro de la lengua prestamista. Por ejemplo: cast. joya, cat. joia, it. gioia mantienen la pronunciación de una palabra francesa (del lat. GAVDIA) según se emitía en el fr. medieval de donde fue tomada, como refleja todavía hoy la grafía: joie. Pero esta palabra ha seguido en francés la evolución normal en tantas otras, en las que el diptongo -oi > -wa-. Según esto, es mucho más fácil que se haya conservado la oclusiva de aingeru y Binkenti dentro del vasco, en tanto que préstamos, que en un romance donde serían palabras normales. A menos que, además de conservador, se le considere aislado, como el sardo. Pero, entonces, ¿de dónde le habrían llegado al vascuence latinismos cristianos donde la africación está cumplida, como zeru < CAELVM, o gurutze < CRVCEM? Habría que suponer que se han tomado no de aquél, sino de otro romance32. ¡Con lo fácil que es admitir que han llegado sencillamente también del latín, pero en época algo más tardía! ¿Y qué tipo de aislamiento sería éste, que permitiera a una lengua no románica participar de cristianismos ya con africación, en tanto que una románica contigua estaría inmunizada contra ella? Es más: no sólo cristianismos distintos documentan el cambio de pronunciación en vascuence, sino variantes dialectales de una misma palabra. Así, p. ej., frente a las casi venerables formas arcaicas de los marginales salacenco y roncalés para «diezmo», dekuma y tekuma -con vocalismo que se diría precesariano-, Michelena33 documenta un central detxema, con vocalismo que cabría llamar románico y consiguiente alteración -documentada en su primera fase, todavía palatal, frente a las ya sibilantes vistas en zeru y gurutze- de la antigua oclusiva precedente.

2.ª Nada tiene que extrañar que, en cambio, no se encuentre entre los indicados términos latino-cristianos del vascuence ninguno que documente de modo claro y seguro el rasgo más arcaizante -coincidente también con el sardo- de unificación de i breve y larga en i, u breve y larga en u, en lugar de confundir -como los romances circundantes- las indicadas breves, respectivamente, con e y o cerradas, rasgo presente en latinismos «profanos» en cualquier posición, cf., p. ej., pike < PICEM, goru < COLVM. Frente a ellos, cf. meza < MISSAM, el ya citado detxema, etc. Casos que podrían equipararse a pike, etc., como, p. ej., ipizpiku < EPISCOPVM o el mencionado gurutze son sospechosos de no presentar una evolución típicamente hablada «popular»: así, frente al primero existe otra forma con paso de la i a e, apezpiku, y también en romances como cast. obispo y cat. bisbe se presenta dicha -i- semicultista frente a la -e- «regular» de evêque y vescovo; o la -u- de cruz frente a la -o- de croce.

Y nada tiene que extrañar, porque el cambio en el latín se suele datar -por lo que hace a la i, por lo menos- con dos siglos de anterioridad a la fecha de africación de las oclusivas ante e, i, como es sabido. ¿Qué tiene de particular que los vascos ya no hayan llegado a oír un cristianismo como «missa» sustantivado, sino ya «messa», si el cambio vocálico pudo ser anterior incluso a la fijación del término como liturgicismo en el latín cristiano en general?

3.ª Pero esta diferencia incita a su vez a un aprovechamiento para afinar la fecha de penetración de los más antiguos cristianismos en vascuence: así como no convenía retrasarlos más acá del siglo V, no parece en modo alguno descabellado procurar no adelantarlos, de momento, más allá del siglo III.

Todo ocurre, pues, como si entre esas fechas hubiera llegado al dominio lingüístico de los vascones noticia suficiente del cristianismo como para que términos bastante técnicos de la nueva religión fuesen conocidos lo suficiente como para arraigar entre los adeptos -y transmitirse ininterrumpidamente- con una fisonomía más arcaica que la que fueron adquiriendo en la evolución del propio latín hispano y de los romances derivados, hasta el punto de que algunos de ellos ya no fueron sustituidos por otros más evolucionados ni siquiera en la época de la total cristianización.

4.ª Parece sensata, en efecto, la distinción a propósito de este término: su ambigüedad puede tener parte de culpa de la gran discrepancia de fechas que antes se ponderó: para los anticipadores, puede haber comportado sobre todo la noción de «evangelización, noticia del cristianismo»; para los retardatarios, el predominio de las de «conversión, eliminación del paganismo». Nada sólido parece oponerse a la idea de un lapso de tiempo bastante grande entre un momento y otro. Con ello se explicaría lo mismo el arcaísmo de algunos cristianismos vascuences, que la serie de argumentos históricos en pro de una persistencia de elementos paganos, que llegan hasta los árabes y la primitiva Reconquista. Una cosa es pensar que no había cristianos en Vasconia hasta esa época, y otra muy distinta es pensar que había no cristianos en ella, y, sobre todo, elementos no cristianos. Como los hay actualmente en comunidades indias hispanoamericanas, cristianizadas, sin embargo, en lo fundamental. Como los había -según el De correctione rusticorum, de San Martín de Braga34- en Gallaecia, a pesar de que allí, a diferencia del País Vasco, había diócesis con obispos, epigrafía cristiana, etc. Todo ello aparte de la propensión -patente en esa obra- de atribuir a paganismo e idolatría cualquier vestigio de superstición. Y aparte de que la falta de epigrafía cristiana romanotardía y visigótica, mientras no la haya pagana coetánea35, mal puede atestiguar una pervivencia o una reviviscencia del paganismo. Lo único que perogrullescamente atestigua es la falta de escritura, o la desaparición de lo escrito.




VI

Falta de escritura, mucho más general, para el vasco: es sabido que no hay textos seguidos hasta el XVI, y que incluso los testimonios escritos aislados son ya posteriores a los siglos de cristianización aquí discutida36. Aun en el supuesto, pues, de una catequización oral en lengua bárbara, se presenta muy difícil la posibilidad de una liturgia cristiana en ella compitiendo con la en latín, que sí dispone de este poderoso elemento de fijación de fórmulas rituales canónicas desde los comienzos de la nueva religión.

Parece aconsejable, por tanto, no exagerar el papel del cristianismo occidental como agente latinizador (lo que es distinto de «romanizador» en cuanto a creencia y culto, es decir, eliminador activo -por su monoteísmo- de religiones indígenas que, en cambio, habían podido convivir con el politeísmo romano y aun con el culto imperial). Aunque importante, no hace falta considerarlo como elemento decisivo, por más que su implantación coincida cronológicamente con el silencio de varias lenguas prelatinas. Por lo menos en Hispania, la mayoría se habían callado ya. Las lápidas coleccionadas en la citada obra del doctor Blázquez lo proclaman: la mayoría de las dedicadas en latín frente a las en otras lenguas (aunque se incluyeran todas las ibéricas, tomándolas como votivas mientras no se sepa que no lo son) resulta abrumadora, apabullante37. No hubo liturgia cristiana en celtíbero ni en lusitano, fundamentalmente porque ya ni uno ni otro servían ni siquiera para el paganismo que aquélla venía a sustituir.

Y no hubo liturgia cristiana en vascuence -pese a la evidente permanencia de la lengua- por aquella razón tan general de la utilidad de la escritura para la fijación de textos, fijación probablemente esencial para el cristianismo litúrgico desde que los vascones entraron en contacto con él. Razón que, en último término, nos impediría conocer incluso -a falta de noticias indirectas- si acaso hubo intentos de crearla o no. Si la serie de hipótesis aquí ensartadas fuera viable, no habría «excepción, vasca»: se nos habría deshecho entre las manos, como una pompa de jabón.





 
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