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La doma del jaguar

Hugo Rodríguez -Alcalá



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ArribaAbajoPrólogo

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Este volumen consta de una veintena de piezas. Las primeras aspiran a ser cuentos. De estos cuentos, dos son de pura invención: El Patriarca y su anatema y Cuadros póstumos. Los relatos que tienen por protagonista al Rojo Scott, se los debo al Rojo Scott, esto es, a un viejo amigo de ascendencia escocesa, de vida azarosa y heroica (nunca exenta de buen humor) a quien atribuyo el apellido Scott aunque su verdadero apellido no sea menos escocés. Las botas del prisionero, relato de la guerra del Chaco, no es de mi invención. Mejor dicho, casi todo el cuento excepto el desenlace, evoca sucesos verídicos de aquella campaña. Este cuento se publicó en La Nación de Buenos Aires el 16 de diciembre de 1962, bajo el título de Las botas del mayor, ilustrado por Orlando Pierri.

Las piezas amparadas por el pretencioso título de En busca del tiempo perdido son todas autobiográficas. También lo son las publicadas bajo el título de Varia, excepto, claro está, el Coloquio ya entre Sombras cuyo escenario se describe en el Canto IV del Infierno. (versos 25-151). Es el Limbo.

Tanto En busca del tiempo perdido como en Varia hay una fusión de géneros. Se puede ilustrar este aserto con un par de ejemplos. En traje de marinero, allá en los años veinte... la evocación es autobiográfica. Un   —6→   niño -el autor- va a una vieja casona con su madre; allí, en un salón de la casona, se ve rodeado por unas ancianas hieráticas y siente el congruo fastidio; algunas lo besan en la mejilla y él cree sentir en ésta una humedad desagradable. Pero cuando el niño abandona el salón y en el jardín se ve rodeado de muchachas jóvenes y hermosas que bailan en corro en torno a él, entonces él descubre la Belleza. La Belleza en dramático contraste con lo experimentado poco antes. Y este descubrimiento es evocado primero en prosa y luego en verso. ¿No tiene algo de cuento esta página autobiográfica de la niñez?

Algo parejo acontece en las páginas autobiográficas relativas a la guerra del Chaco (1932-1935) y a la vida intelectual adulta, la vida universitaria.

Consideremos la que llamaremos aventura en la Universidad de Oxford. El protagonista ya no es un niño ni un escolar: es un hombre maduro, un profesor que representa en un Congreso de hispanistas a la Universidad de Washington. Ya ha publicado varios libros y ensayos en revistas de América y Europa. Es dos veces doctor y ha alcanzado ya la máxima jerarquía académica. Estos detalles, debe subrayarse, son necesarios para la cabal comprensión de la «aventura».

En Oxford, conforme a una antigua tradición, es despertado violentamente, al rayar el día, con gritos destemplados por un sirviente de la universidad, por un steward. Es que le han asignado una habitación que se cierra por fuera y que tiene, además, apariencia de calabozo gótico. El lector juzgará si en las páginas sobre Oxford, donde hay hasta un adarme de crítica literaria, no hay también algo de cuento... Podría yo aducir otros ejemplos de entre estas piezas de carácter misceláneo. Pero el lector curioso -y benévolo- los encontrará sin ayuda de nadie.

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El apéndice transcribe tres juicios críticos de Manuel Alvar, Ángel Mazzei y Elvio Romero.

Estos tres juicios versan sobre mi libro de cuentos El ojo del bosque. Manuel Alvar, lingüista y crítico eminente de la Real Academia Española, problematiza la definición de cuento en su análisis del citado libro, análisis que como es de esperarse tiene interés literario. Manuel Alvar declara hacia el final de su breve ensayo que esa mi obra narrativa le ha hecho pensar en Poe unas veces y otras en Valle-Inclán. Algo bien diferente asevera Ángel Mazzei, distinguido crítico y refinado poeta, (detector zahorí de influencias, coincidencias, confluencias), que, desde 1966 ha comentado varios libros míos, y a quien aprovecho esta oportunidad para agradecerle la generosidad y brillantez de su estimativa. Tocante a los maestros que El ojo del bosque le ha hecho recordar, son éstos muy diferentes de los nombrados por Manuel Alvar, lo cual a su vez tiene interés literario. Incluyo el mensaje de Elvio Romero en homenaje a una amistad iniciada allá por los años cuarenta...

H. R. A.

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imagen

Un corpulento Jaguar o Tigre americano.





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ArribaAbajoLa doma del jaguar

Al hacerme cargo del obraje maderero en el Alto Paraná necesitaba urgentemente un capataz. Convoqué una junta de peones la misma mañana en que desembarqué del vaporcito y subí la escarpada barranca.

-¿Quién es el más bruto de todos ustedes? -les pregunté sin ambages. Los veinticuatro forajidos se miraron entre sí como para calibrarse recíprocamente. Dos nombres oí murmurar antes de oír la respuesta categórica: los nombres de Toribio Vera y de Antenor Frutos.

-¿Quién es el más bruto de estos dos? -inquirí yo, serio. Yo observaba impasible a los veinticuatro, sentado en mi banquito de urundey que desde entonces sería mi sitial en la selva. Difícil elegir entre Vera y Frutos, si éstos eran sus verdaderos nombres. Los dos debían igual número de muertes; los dos como todos aquellos fugitivos de la justicia de uno o más de los tres países limítrofes, habían cambiado de identidad por lo menos una vez. Yo ya no era inexperto en mi trato con criminales. Casi tres años en la inmunda cárcel capitalina me habían enseñado cómo ganar la confianza de esta gente. Cada cual tiene su punto flaco. Había también aprendido a descubrir y a apreciar en renombrados asesinos cualidades nada malas. Ahora iba a comprobar que en plena jungla paranaense no faltaba una ética, una ética en algunos aspectos nada despreciable. Matar no estaba mal mirado. Se mataba por necesidad o por hombría o lo que se entendía por hombría de bien o de mal. Pero no se toleraba el robo. Existía una cierta honradez en que se podía   —12→   confiar. Por otra parte, la deslealtad, la traición eran consideradas abominables.

*  *  *

Como perseguido político me vi obligado a refugiarme en aquella selva salvaje del Alto Paraná. Yo estaba algo desconcertado. Conocía bien el río Paraná desde Corrientes hasta Posadas y Encarnación. Un río anchísimo, tranquilo, de un color azul plata y con verdísimas islas. Pero subiendo hacia el norte, hacia donde estaba mi obraje, el río se hacía angosto y oscuro entre murallones altísimos, de hasta más de cien metros por encima de las aguas. A los pies de estos murallones de basalto o arenisca, se retorcía un caudal hirviente en remolinos, ya no azul como más abajo sino de un color gris y triste. Así me pareció. Además tan retorcido es el voraginoso cauce que los ojos no pueden complacerse en la visión de un panorama extenso de agua más o menos turbulenta. En los innumerables recodos del Alto Paraná la vista se estrella contra esos gigantescos paredones sobrevolados por aves de rapiña. Porque entre recodo y recodo, entre vueltas y revueltas no se ve más espacio de agua que el que alcanza una pedrada.

-Me espera una vida perra en estas selvas -pensé- aquí jaguares y pumas no han de ser más feroces que los bandidos que las infestan.

Por esto me armé de todo el valor de que era capaz para enfrentarme con los veinticuatro individuos que serían los peones a mi mando. La cárcel, sin embargo, mi larga reclusión en una cárcel de criminales como si yo fuese uno de ellos, me permitió saber en poco tiempo que yo podía hombrearme con los ex convictos del Alto Paraná.

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Al terminar la junta con los peones les prometí comunicarles mi decisión al día siguiente. Y así lo hice. El capataz sería Toribio Vera. Toribio Vera, bizco, rengo, ladino, sonreía casi todo el tiempo. Su sonrisa, al prolongarse en la mejilla izquierda, se unía a una morada cicatriz. La puñalada que años antes le había abierto la mejilla, sólo se le había detenido detrás de la oreja, de la oreja izquierda, se entiende. Le faltaba el lóbulo. Pero la negra y apelmazada melena de Toribio Vera disimulaba bastante bien la ausencia del lóbulo.

-Señor Toribio Vera -le dije cuando estuvimos solos a la sombra de un altísimo lapacho-. He pensado en usted; soñé con usted. Cuando sueño, respeto mis sueños. Siempre dicen algo. Usted, después de mí será el amo de este monte.

Traté de hundirle la mirada en los ojos bizcos sin poder apresarle las dos pupilas marrones al mismo tiempo. Pero saqué en claro de aquel mirar torcido que Toribio Vera aceptaba con gusto el nombramiento. No preguntó nada acerca del sueldo o las condiciones del empleo; sólo quería ser un jefe; mandar. Yo, por instrucciones de gente de Buenos Aires les ofrecí una paga generosa a él y a los demás trabajadores.

Intuí que no me había equivocado en la elección. Me dijo él con su sonrisa incesante A usted le gusta también mi socio Antenor Frutos. Me di cuenta, patrón. ¿No lo va a nombrar usted mi segundo?

Yo me reí con fuerza en el aire todavía fresco de la mañana de abril.

-Usted es vivo, Toribio Vera. Vamos a entendernos bien. Yo ya había resuelto que Antenor Frutos sería nuestro guardaespaldas.

-¿Y cuál es mi obligación más importante, patrón?

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-Meter bala o cuchillo a quien quiera robar rollos.

-Aquí los nuestros no van a robar nada. Garantido. Somos leales en el obraje.

-¿Y la gente de otros obrajes?

-Allí está el problema... Los del otro lado del Monday...

-Bueno, a esos ladrones no hay que perdonar.

Antenor Frutos se presentó de golpe, salido de la maraña, ante mi banquito de urundey como si hubiera oído lo que habíamos dicho Toribio Vera y yo.

Antenor Frutos, de unos treinta años, tenía un aire inocente y era simpático. Moreno y afable, fornido, musculoso, parecía todo menos un delincuente de nada honorable foja de servicios.

-Usted, Antenor Frutos será Obrajero Segundo. Tengo ahí en mi carpa un regalo para ustedes dos ahora que somos tres la autoridad en el bosque. Entré en mi carpa y salí enseguida con un calibre 44 niquelado para cada uno. Toribio y Antenor lucirían la insignia de su autoridad.

Tuve la buena suerte de que algo pasara esa misma mañana poco después de la investidura de los dos obrajeros.

-Vamos a dar una vuelta por el monte -les dije.

-Vamos.

Y nos metimos en la maraña bajo la fronda de lapachos, cedros y otros árboles de unos treinta a cuarenta metros de altura. Tuve la buena suerte, digo, de que de pronto topáramos entre los troncos rojos de curupay, los del color ámbar de los cedros y los de color vino tinto de los urundey, con un corpulento jaguar o tigre americano. Tendría bien más de dos metros de largo incluyendo en su extensión su elástica cola. Fiera de color canela con manchas negras y rosetas de oscuro borrón en el centro. Le vi la nariz y el labio inferior   —15→   rojizo. Creí que era un leopardo, de más de cien kilos... En ese momento no pude ni debí pensar en detalles. Detrás de mí venían dos baqueanos. Alcé el winchister a la cara y disparé.

El primer impacto debió ser en la frente; el segundo en la boca rugidora. Tan rápido fue todo eso que antes de caer el animal, yo lo remataba con tres plomos de mi 44. Mis acompañantes no tuvieron tiempo de intervenir.

Fingí no darle importancia al incidente; noté sin embargo que aquella primera hombrada impresionó favorablemente a los dos veteranos monteros.

Las selvas del Alto Paraná eran terribles en aquellos tiempos, unos cincuenta años atrás. Terribles y fascinantes por su vegetación suntuosa. Había fieras como jaguares, pumas y onzas; había víboras de mordedura instantánea o casi instantáneamente mortal; había tarántulas que atrapaban pajaritos y se los comían. Urdían una red; la víctima quedaba presa en la red; la negra araña, peluda, lenta, inexorable, devoraba entonces a su presa. La tarántula era para mí un símbolo de la selva devoradora de mensús.

*  *  *

El trabajo día tras día, arduo, muy arduo, nunca era aburrido. Había que elegir los grandes árboles que serían convertidos en rollos. Había que calcular bien la trayectoria de su caída. El ruido de las hachas que hendían los troncos en el aire verde y dorado de sol, me parecía una potente música.

Yo me instalé en una buena carpa comprada en Corrientes. Mis comodidades eran un catre, una mesa, dos   —16→   sillas, las perchas para mis ropas y mis rifles, y el armario de mi despensa. Tenía un pequeño bar con varias botellas de caña y alguna de cognac.

El bizco Vera resultó excelente capataz, trabajador, respetuoso, honrado. Lo mismo nuestro guardaespaldas Antenor Frutos. Este último cuidaba de mi carpa, encendía mi lámpara a kerosén, fumigaba los mosquitos y otros bichos del bosque. Vera y Frutos me confiaron algunos episodios de su vida antes de recalar en los bosques del Alto Paraná. Riñas en bailes de pueblo. Los dos habían estado en la cárcel de la capital de donde pudieron escaparse sin otro incidente que una puñalada a un guardia, cosa que resultó indispensable. Me hablaron de gente bien conocida en la cárcel. Comprobamos los tres que teníamos amigos comunes. Poco después de la fuga de Vera y Frutos, a mí me tocó ser encerrado en el mismo establecimiento, en la celda 14. Mis amigos fueron los muy famosos hermanos de Ajos, hábiles en el manejo del hacha no para derribar árboles como allí en la selva, sino a seres humanos. Otros de mis amigos de encierro fue el notorio asesino Amancio Legal. Con ellos yo jugaba al truco y nos pegábamos buenos tragos de caña.

Nunca les dije a Vera y Frutos ni a nadie que yo conocía muy bien la cárcel y sus más conspicuos presidiarios no por haber cometido crímenes comunes sino por conspirar contra la dictadura.

*  *  *

Al cabo tres meses en el obraje me sentía a gusto en la selva. Ya era bastante experto en mi trabajo. Vera y Frutos hacían cumplir mis órdenes al pie de la letra. Yo ponía especial cuidado en lo tocante a la alimentación de los   —17→   peones y hasta en asegurar que no faltara tabaco, por ejemplo, y la caña dominical, de mejor calidad que la entonces al uso en los obrajes. Viajaba yo a menudo Paraná abajo y volvía con abundantes provistas.

Gracias a Vera y Frutos, que eran respetados por todos, las relaciones en el obraje entre peones y jefes llegaron a ser cordiales. La conducta de los peones era ejemplar. No se dio un solo caso de hurto y de riñas. Durante varios días yo abandonaba mi carpa y me iba, como dije, río abajo para traer provistas. Jamás me robaron una botella de caña o una caja de cartuchos de rifle o de revólver. Y nunca eché de menos ninguna suma de dinero.

Había en la selva un personaje importante a quien yo no conocía y que resolví conocer. Se trata de un tipo arisco y temido. Era cazador de tigres, onzas, leones y otros animales tan salvajes como él. Lo llamaban Caraí Gervasio Aguirre. Caraí significa señor; es un título señoril de que él solamente gozaba en la selva. Vivía apartado de todos los peones y sólo tenía tratos con los macateros del río que amarraban sus embarcaciones en nuestra barraca.

Caraí Gervasio Aguirre se había construido una fortaleza en pleno bosque. Gruesos troncos de urundey formaban los muros de su refugio. El techo era también de esa misma madera dura. Este cubría dos oscuras piezas. Y éstas tenían troneras abiertas a los cuatro puntos cardinales. Una empalizada protegía la fortaleza; mejor dicho era la barbacana de la fortaleza, encerrando un área circular de unos treinta metros de diámetro. También de la madera más dura, de urundey, la empalizada tenía un solo portón provisto de pesados cerrojos, un par de grandes candados aseguraba los cerrojos.

Caraí Aguirre armaba sus trampas de cazador con precisión y astucia consumadas. El tigre, la onza, el puma caían presos en las garras de acero de sus trampas mimetizadas en la maleza. Allí, en una desigualdad del   —18→   terreno del matorral verdísimo, ponía un trozo de carne cuyo olor recorría la selva con las brisas. El jaguar, la onza, el puma olían la carnada fatal y venían hacia donde Caraí Aguirre los acechaba armado de sus rifles. Cuando el animal caía en la trampa el cazador le disparaba en las fauces abiertas para no dañar sus pieles de gala. Caraí Aguirre tenía predilección por los jaguares y los pumas. Llevaba las pieles de las fieras por él mismo desolladas a un muellecito que él había construido a un costado de la barraca. Los comerciantes fluviales le dejaban dinero y provistas en trueque de las pieles. Estas llevaban escrito su precio en un cartoncito cosido al extremo de las colas vaciadas.

Era, pues, Caraí Gervasio, cazador y peletero.

Un día vino temprano el bizco Vera a matear conmigo a la entrada de mi carpa.

-Usted patrón conoció bien a los hermanos Ojeada de allá, ¿verdad? Eso de allá quería decir la Cárcel Pública, prisión entonces mucho peor que la cárcel que hoy tenemos. (Cárcel -para Vera y para Frutos- era algo así como Alma máter para un egresado de Oxford o Princeton).

-Los Ojeda, buena gente -contesté yo-. Nunca hacían trampa en el juego y la caña que conseguían era también para los amigos. Tenían mucha fama allá. Todo el mundo quería jugar con ellos. Cuando había pelea a cuchillo, los Ojeda servían de réferes. Ellos no peleaban. Si alguien se atrevía a desafiarlos sería hombre muerto al primer envite.

-Hablando de aquí, patrón. Caraí Aguirre no lo quiere a usted. Me he enterado bien. Creo que tiene envidia, que tiene celos de usted. Ha oído hablar bien de usted en el monte y en el río. A lo mejor va a provocarlo a usted.

-No le tengo miedo -contesté- hombre a hombre, frente a frente. No hay peligro. A traición es otra cosa -agregué. Conversamos largo rato sobre Caraí Aguirre aquella mañana. Caraí Aguirre no tenía mujer. Antes, sí había tenido una correntina buena moza. Pero la correntina se metió con   —19→   otro hombre. Caraí Aguirre despachó al macho con un tiro en la cabeza y a ella la cosió a puñaladas. Esto fue lejos de aquí, por Caaguazú. Un hijo de esa mujer lo visita de vez en cuando. Tenía también un sobrino. A este sobrino tuvo que matarlo sin muchas ganas. Resulta que Caraí Aguirre quiso hacerse fama de, de...

Yo adiviné que Vera quería decir algo como invulnerable. Y era cierto. ¿Qué hizo Caraí Aguirre para conseguir esta fama? Según Toribio Vera, a uno de sus revólveres le sacó el plomo de cuatro de las seis balas. El sobrino, un día de fiesta -había gente no se recuerda porqué- hizo la prueba que había tramado a iniciativa de su tío. Este le dejó jugar con el revólver sin los cuatro plomos. Y de repente el sobrino, a corta distancia, disparó cuatro veces al pecho de Caraí Aguirre. Después le devolvió el Smith & Wesson. Caraí Aguirre entonces disparó dos veces sobre un par de botellas que colgaban de una rama. Las botellas se hicieron añicos.

La gente estaba ya borracha pero lo mismo se quedó muy impresionada. Creció la fama de Caraí Aguirre. Desde aquel día se lo llamo Caraí.

Pero el sobrino tuvo la funesta idea de amenazar una vez a su tío diciéndole que contaría la verdad sobre la farsa de los cuatro tiros sin plomo. Y entonces un solo disparo con plomo bastó para desgraciar al imprudente.

*  *  *

Yo debía tener un enfrentamiento con el hombre de la fortaleza. Y una tarde de marzo en que el cielo estaba aborrascado, sin vacilar más fui a la fortaleza.

Al llegar al portón de urundey lancé un grito llamando a Caraí Gervasio por su nombre y apellido. Encaramándome   —20→   hasta la más alta madera, asomé la cabeza hacia la fachada de la vivienda. Casi al mismo tiempo se abrió la tronera de enfrente y salió fuera una escopeta de dos caños seguramente cargada para caza mayor.

-¡Tire el revólver hacia adentro y empuje después el portón! -El portón estaba sin tranca.

La tronera sólo dejaba ver el arma de dos caños. Yo hice pie en tierra y dejé mi calibre 44 bajo el portón.

-¡Empuje y entre! -me llegó cortante una orden brutalmente autoritaria. Cuando desarmado yo traspuse el umbral, se abrió la puerta frontal de la casa. En el vano, Caraí Gervasio con torva faz me encañonaba su arma empavonada.

-¿Qué quiere usted?

-Conocerle y tomar con usted unos tragos. Somos vecinos.

-Pase adelante.

Ya dentro y sin dejar el arma a un lado, me mostró un banco bajo seguramente obra de sus manos.

Su apariencia me sorprendió. Lo había imaginado muy diferente. Los hombros con joroba se le venían hacia adelante. Cojo de un pie, tenía la cabeza grande. Feo, feísimo, la mirada de sus ojos claros inyectados en sangre era cazurramente burlona y cruel. Vestía camisa de dril, pantalón de montar y polainas curiosamente bien lustradas. Del cinturón le pendían dos revólveres, los dos no lejos el uno del otro. Le cruzaba el pecho una canana con proyectiles de winchister y cartuchos de escopeta.

Aunque el corcovado emanaba ferocidad y grosería, yo estaba tranquilo, sereno y hasta divertido. Tuve de pronto la semiseguridad de que nada grave iba a pasar. Aunque en las dos habitaciones de la vivienda no había mucha luz natural ni artificial, no perdía detalle de lo que me rodeaba. Noté que en la pieza contigua a la en que él y yo estábamos   —21→   había una especie de bunker no subterráneo, con muros y techo de gruesos troncos, troncos del mismo color rojizo de las paredes de la fortaleza. Noté que este bunker también tenía troneras. Calculé que se levantaba un metro y medio sobre el nivel del piso.

A uno y otro lado de la habitación en que él y yo estábamos, había trofeos de caza -cabezas embalsamadas de pumas y jaguares-; cubrían el piso pieles de grandes fieras con sus respectivas cabezas que no parecían muertas. Noté que Caraí Gervasio era dueño de un verdadero arsenal: rifles y escopetas colgaban en cruz, bajo las fauces feroces de los félidos ya mencionados. Cajas de proyectiles ocupaban rincones de la habitación contigua. Esto pude ver cuando Caraí Gervasio se levantó de golpe y abrió dos de las troneras-ventanas cercanas al bunker.

-Don Gervasio, le traigo un regalito, regalo de buen vecino de estos bosques. Y le tendí una botella de caña de Piribebuy encorchada en la destilería de origen y con el lacre de esa misma procedencia.

Sabía yo que no iba a beber una gota de esa botella si ya hubiera sido abierta antes. Famoso por lo desconfiado, hombre siempre a la defensiva, si una liana del bosque le tocaba el rostro creía que una víbora lo atacaba...

Caraí Aguirre aceptó el regalo con un gracias más masticado que proferido.

-Esta caña es muy especial, Caraí Aguirre. Mucho mejor que las que llegan del Brasil y de otros lugares. Yo traigo aquí en mi caramañola otro litro de igual calidad. Le invito a que brindemos el uno por el otro y que hoy comencemos una leal amistad.

Caraí Aguirre esgrimió un punzón que por allí guardaba y, agujereado el corcho, pudo verter el líquido dorado y traicionero en un vaso de vidrio. Yo mientras tanto me servía a mí mismo en un vasito de aluminio que llevaba atado a mi   —22→   caramañola. Pero debo advertir que mi caña, mi litro de caña, era tres cuartos de agua del río y el resto aguardiente. En aquel tiempo yo me tomaba un cuarto de caña sin apenas achisparme.

Vacié casi de un trago largo todo mi vasito y volví a llenarlo enseguida para brindar, por segunda vez, con casi idénticas palabras:

-Por caraí Gervasio Aguirre.

Caraí Aguirre apreció en el acto la calidad de la caña y en media hora se despachó más de un cuarto del elixir de Piribebuy. Entonces ya comenzó a cambiar de actitud; se mostró casi amable y comunicativo. De pronto, ceremoniosamente, le comuniqué que por una razón especial yo quería conocerlo desde hacía ya tiempo. Un homónimo o tocayo suyo, le dije, el famoso explorador de la selva amazónica, Lope de Aguirre, era para mí un personaje extraordinario. Recientes lecturas me permitieron deslumbrarlo con mi erudición: unos pocos datos y algunas vagas referencias librescas. Lope de Aguirre, nacido en Ocaña en 1519, se distinguió en el Perú castigando a indios rebeldes y luego en guerras entre españoles tan anárquicos como él. En 1560 se unió a la expedición mandada por don Pedro de Ursúa en busca de El Dorado. Habiendo llegado al Amazonas, incitó a una rebelión que depuso y costó la vida a Pedro de Ursúa. Lope de Aguirre entonces asumió el mando. No le dije a Caraí Aguirre que Lope de Aguirre ordenó la muerte de todos los que se le opusieron, entre los cuales había varios sacerdotes. Le expliqué a Caraí Aguirre el mito de El Dorado. Y él me oía con admiración. Tampoco mencioné la creencia según la cual Lope de Aguirre mató a su propia hija, antes de ser capturado y ejecutado en 1561.

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Yo, segurísimo de no emborracharme con mi caña aguada, menudeaba los tragos y hablaba ya con la desenvoltura de la incipiente embriaguez. Él, para no ser menos, menudeaba los suyos con mucha mayor potencia etílica. No sé en qué momento comenzó a caer una lluvia torrencial, súbita y huracanada. No le prestamos atención. Estábamos eufóricos; él, más que yo porque su euforia era verdadera y la mía más fingida que auténtica aunque no dejara de ser del todo euforia.

Caraí Gervasio Aguirre sonreía con sonrisa que intentaba ser alegre pero que no dejaba de ser feroz. Ponderaba la riqueza de mi guaraní y me decía una y otra vez:

¡Quién hubiera dicho que usted fuera tan criollo con esa cara de gringo que tiene! Ya me habían dicho que usted es buen tirador y que es veterano de la guerra del chaco.

Y la cara de Caraí Aguirre se fue descomponiendo con la embriaguez progresiva. Sus ojos claros con algunos reflejos amarillos me recordaban el jaguar cazado días atrás.

Ya no sé a la altura de qué libación, aquel hombre jaguar, ambidiestro, quiso exhibir -como era su costumbre- la pasmosa agilidad de sus manos analfabetas. Sin ponerse de pie, desenfundó sus dos revólveres y los lanzó al aire. Uno de ellos, el de la izquierda, cayó sin dispararse sobre una piel de puma; al otro, el de la derecha, lo empuñó y con él me apuntó un largo instante. El cañón del arma, dirigido hacia mi rostro, apenas temblaba.

Cuando volvió por fin los dos revólveres a sus fundas, lanzó una risotada.

-Usted mi amigo es valiente: ni parpadeó. Pero esta vez el de la izquierda se me escapó.

Haría más de una hora que conversábamos sin un tema preciso, a base de exclamaciones, de palabrotas y de toses, cuando me fue evidente que ya no se sentía muy seguro en su asiento, una silla de cuero sin curtir.

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Masculló que él al fin se encontraba con un señor; que yo no era como los demás; yo era un hombre muy leído, muy culto, muy... Usted, usted... usted.

Yo uní mi firme vaso al suyo vacilante, y lo invité a un brindis de señores. Me confió, como quien revela un secreto, que él no quería nada más que su libertad. Nada más que ser amo de sí mismo y no tener más ley que su voluntad.

-Yo me he hecho respetar. Estoy bien aquí en este monte, en esta fortaleza. Aquí me llaman caraí.

La botella se le había vaciado. Y vi de pronto que se desmoronaba cayendo sobre una de sus pieles de jaguar.

Me agaché sobre él como quien examina el cadáver de un tigre. Le saqué los dos revólveres de su funda y se los puse sobre la mesa; junto a ellos coloqué la botella vacía. De pronto se me ocurrió que Caraí Aguirre llevaría otra arma consigo. No me equivoqué. Bajo el cinturón, cubierto por la parte posterior de la camisa de dril, escondía un revólver 38, caño corto.

La lluvia golpeaba con masas de agua el techo y las paredes de la fortaleza. La fortaleza estaba a oscuras ya. Encendí una lámpara de kerosén. Fui hacia la cama del borracho, agarré la almohada y destendí una frazada. Puse la almohada entre el piso y la cabeza dormida. Y tapé al forajido inerme porque ya hacía frío.

Cuando salí a la lluvia recuperé mi ya embarrado revólver, junto al portón que el viento abría y cerraba furiosamente.

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*  *  *

Días después Caraí Gervasio Aguirre apareció temprano, en la entrada de mi carpa.

-¡Amigo! -me dijo como saludo-. ¡Qué bien lo hemos pasado la otra tarde!

-¡Caraí Aguirre! -exclamé sonriendo cortésmente.

-No: usted no me llame Caraí Aguirre. ¡Yo soy para usted solamente Gervasio Aguirre, su vecino y servidor!

(No lejos de mi carpa, vi a Toribio Vera y a Antenor Frutos listos para entrar en acción si fuera necesario).

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ArribaAbajoEl patriarca y su anatema

Don Francisco Arias, hijo mayor de campesinos acomodados y muy devotos, y hermano de cuatro muchachas robustas y de buen parecer, prostituidas en plena adolescencia, resolvió consagrar su vida a la virtud. Sus cuatro hermanas rameras o semirrameras habían deshonrado a la familia no por necesidad sino por vergonzosa lujuria. Don Francisco creyó recibir un mensaje del cielo, más de una vez, en su primera juventud. En sueños alguien le dijo que tuviera solamente una mujer y que se cuidara de las demás. Él debía fundar una familia de Arias temerosos de Dios y de conducta impecable. Don Francisco, pues, cuando todavía era Francisco a secas, al conocer a María del Rosario Cuevas, Hija de María, no tuvo dudas de que ella era la única mujer que debería ser suya. La conoció en una procesión de Semana Santa. Como Hija de María, una medallita llevaba ella sobre el casto pecho colgada de una cinta de seda rosa.

Con timidez, con respeto, sin atreverse a mirarla a los ojos y menos aún deleitarse en la apreciación visual de un cuerpo bien formado, de firmes senos y bien torneadas piernas, Francisco le habló de su ilusión de formar una familia ejemplar. A María del Rosario Cuevas la impresionó hondamente lo que le dijo aquel buen mozo, labrador de tierras fértiles y de figura varonil nada común en aquellos pagos y acaso en muchos otros.

Él y ella sabían leer y escribir y sabían el catecismo mejor que todos los mozos y mozas del lugar. La única maestra del pueblo, Isabel Gómez, la que los había   —28→   alfabetizado, beata muy piadosa, presidenta o directora o algo así de las Hijas de María, había infundido en ambos aunque en años diferentes un parecido fervor religioso. Francisco Arias y María del Rosario Cuevas se casaron en la iglesita del pueblo un Domingo de Resurrección. La suerte quiso que un prestigioso obispo, en gira pastoral por la comarca, les diera la bendición.

El escenario rural de los amores de Francisco y María del Rosario, de los amores y de los frutos de sus amores cabe decir -porque estos fueron diecisiete hijos, diez varones y siete mujeres- se sitúa en lo que antes fuera un pueblo algo apartado de las principales rutas del país. El lugar se llamaba entonces Capiípe-ry. Los diecisiete hijos engendraron setenta y nueve nietos; y estos a su vez, treinta y nueve bisnietos.

Francisco Arias heredó de sus padres un buen número de hectáreas de bien probada fertilidad. Un hermoso campo de tierra labrantía donde, como queda insinuado, se podía sembrar y cosechar gran copia y variedad de frutos. Temprano cada mañana, excepto los domingos, Francisco iba a su trabajo, en tiempo de arada, detrás de sus bueyes y siempre seguido de un par de perdigueros. En la cocina del rancho había mateado con su mujer y esta le había hecho un desayuno de huevos fritos con cebolla. Él se llevaba al campo un par de huevos duros con su poquito de sal, para el refrigerio de media mañana; María del Rosario, casi siempre encinta, se quedaba en casa a cuidar de los chicos y del gallinero, de la huertita y el jardín en torno a la vivienda. Los dos primeros hijos fueron gemelos. No había padre más feliz en Capiípe-ry ni en leguas a la redonda que el fornido, musculoso y bronceado labriego, buen cristiano aspirante a patriarca. Porque ya antes de tener media docena de hijos, Francisco tuvo sueños proféticos. Esto ocurrió poco después de conseguir un ejemplar de la Biblia, no se sabe si de la católica o de la protestante. Francisco se limitó durante meses a leer los primeros cinco libros, el Pentateuco de   —29→   Moisés. Tan fascinado quedó con la lectura del Génesis, del Éxodo y los otros tres libros atribuidos a Moisés que él creía escuchar la voz misma del Salvado de las Aguas, no en idioma español sino el mismo idioma del Santo del Sinaí. En sueños ya aludidos como proféticos, él se creyó llamado a ser un patriarca como los del Viejo Testamento. ¿Podría llegar a asemejarse a los antiguos patriarcas, con algo de Abraham, de Isaac, de Jacob? Francisco, cristiano, no iba, no, a imitar a aquellos grandes hombres en algo que le resultaba objetable, prohibido por la Nueva Ley: la poligamia. Su puritanismo1 no se explicaba el que nada menos que Abraham, esposo de Sara, engendrara a Ismael en la esclava Agar, ni que Jacob, el de la escala por la cual los ángeles subían y bajaban, y, esposo de Lía y de Raquel engendrara hijos en esclavas de una y otra.

Él, Francisco Arias engendraría hijos solamente en su legítima esposa María del Rosario Cuevas y Dios le haría el fundador si no de una villa, de un pueblo en la comarca de Capiípe-ry. Claramente había oído en sueños que estaba llamado a un alto destino y que una mujer y nada más que una mujer debería ser suya. Otra, que en vida de María del Rosario, cohabitara con él, sería anatema.

*  *  *

Francisco sembraba maíz, porotos, mandioca, algodón, zapallos y otras cosas que se presentaran a las posibilidades agrícolas de su heredad. Tenía en su establo tres vacas lecheras y en su gallinero quince o más gallinas ponedoras. Esto, fue en los comienzos de su patriarcado. A medida que su mujer daba a luz a más y más hijos, la chacra fue creciendo en tamaño y el establo y el gallinero en número de huéspedes. Infatigable el gran Francisco Arias. ¿Y qué decir de la hija de María, cuya virginidad celosamente preservada hasta la noche del día de sus bodas, había inaugurado desde   —30→   entonces una saludable industria de humanidad, producto de una serie ininterrumpida de partos felices?

Porque en estos no había nunca contratiempos ni, entre uno y otro, pérdidas de nonatos. En madres casadas y solteras de la comarca esto de las pérdidas era suceso corriente. No así en el caso de María del Rosario. El labrador gozaba recorriendo lentamente sus plantíos, sobre todo cuando el cielo estaba muy azul y el sol encendía las mieses. A uno y otro lado de su heredad se erguían grandes árboles. Eran sus lapachos que florecían impetuosamente año tras año, y sus mangos de espesa fronda, grávidos de infinitas frutas. Cerraban el paisaje rural, en todos los rumbos de la Rosa, innumerables cocoteros que sacudían en la brisa sus lacias melenas verdes.

Al recorrer sus maizales, el enérgico perfil del labriego, bajo el sombrero de paja dorada, sujeto al mentón con un barbijo de cuero trenzado, tenía, bien antes de la vejez, una gravedad y una dignidad patriarcales.

«Esto es mío» -se decía, y se corregía enseguida-: «Esto es nuestro.»

Francisco advirtió allá por el duodécimo embarazo de María del Rosario que su fertilísima consorte daba muestras de cansancio. ¿Qué ocurrirá? Pues sencillamente que ella hubiera querido vivir siquiera unos seis meses o más con su forma natural, su lindo talle, su agraciada silueta. Cosa imposible con tanto embarazo sin cuartel. María del Rosario, que ya empezaba a llamarse Ña María a fuerza de estar rodeada de Doce Vástagos, lectora apasionada de la Biblia por influjo de su marido, le dijo a este un buen día:

-Mirá, hay algo que no aprobás en los patriarcas de la Biblia. Por ejemplo, que Jacob tuviese dos esposas, Lía y Raquel y que cada una de ellas le diera a su marido mujeres de segundo orden, como Balay Celfa. Estas mujeres tuvieron hijos y claro que Lía y Raquel se tomaron un descanso. Pero yo, Francisco, no tengo como Lía y Raquel ninguna esclava que ofrecerte.

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El Señor hizo estéril a Raquel un tiempo y después la volvió fecunda. Yo en cambio siempre ando fecunda, demasiado fecunda. La juventud se me va en preñeces deformes y hasta la cara que Dios me dio se me arruga antes de tiempo. Vos, mientras tanto, vos estás cada día mejor.

-María del Rosario, ¿cómo podés decir esas cosas? Nuestros hijos son una bendición de Dios. Vos estás más chusca y más linda que nunca; tus hermosos ojos ya no son dos solamente, son muchos más en las caras de nuestros hijos. Anoche leíamos juntos que cuando Abraham tenía ya noventa y nueve años se le apareció el Señor y le dijo que le daría de su esposa, Sara, un hijo. Sara tenía noventa años...

-Sí, sí recuerdo eso -contestó María del Rosario-. Aquí en la Biblia tengo marcada la página. Oíme. -y leyó-: «Abraham se postró sobre su rostro y sonriose, diciendo en su corazón: ¿Conque a un viejo de cien años le nacerá un hijo?, ¿y Sara de noventa años ha de parir?» -Mirá: vos no sos Abraham ni yo soy Sara, felizmente; vos sos un hombre joven y yo estoy muy lejos de los noventa años de Sara. ¿A quién se le ocurre querer ser como esa gente de antes?

Francisco, con uno de sus hijos dormido en sus brazos hacía grandes esfuerzos para desvanecer esas ideas de la mente de su esposa. -Ella -repetía él- había hecho con él un pacto: crear una gran familia, acaso fundar algo más que una villa, acaso todo un pueblo. Dios proveería.

-Mirá Francisco -insistía ella- a veces pienso en que si vos querés un batallón de hijos, pues podrías tenerlos con ayuda de otras mujeres.

-¡Jesús! ¡Me estás diciendo que debo cometer adulterio! El adulterio es un pecado horrible...

-Según parece decir la Biblia, los patriarcas cometían ese pecado a cada rato y nadie se escandalizaba...

Conversaciones como estas se repetían de vez en cuando a la luz de la lámpara mbopí o de una o más velas de   —32→   sebo, después de la cena. Francisco, convertido en todo un predicador, lograba persuadir a su mujer que ellos dos eran una pareja fuera de lo común y que vivían conforme a la voluntad de Dios. Y ella se dejaba convencer no sólo por teologías más o menos ortodoxas sino porque estaba enamorada de su hombre y, claro, ella también era devota, y además muy celosa, aunque quisiera disimularlo.

El caso de un agricultor como Francisco Arias y el de su mujer María del Rosario, no era ni es corriente en los países del tercer mundo, o de cualquier mundo. Francisco sobre todo tenía una fe religiosa que debería entenderse como especialísima gracia divina. Y en cuanto a su inteligencia hay que decir algo semejante. La Biblia, en cuya lectura hallaba inspiración y fortalecimiento de su fe, le enseñó a hablar en un idioma cada vez más culto y poético. María del Rosario, primeramente por su gestión del marido y luego por propio y creciente entusiasmo, hizo como él, de los libros de la Biblia, su única biblioteca y su única fuente de cultura. Sí, de cultura, porque marido y mujer, de tanto empaparse en la literatura del libro santo superaban en sano criterio, buen hablar y dominio de una lengua hermosa a cuantos habitantes había en la comarca. Eran el asombro no ya de los campesinos más prósperos sino de la gente de la gran ciudad que conocían a ambos prolíficos esposos.

Nadie se enteró en la comarca de que Francisco Arias sufrió durante largo tiempo las más terribles tentaciones. Fue durante el decimoquinto embarazo de su esposa. ¿Terribles tentaciones? Bueno, es una manera de llamar a algo que no sería nada terrible en otros casos. Además, Francisco Arias fue cayendo poco a poco hasta que cayó del todo en la última de sus tentaciones.

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Sucedió que Selva Del Valle, muchacha virgen, todavía adolescente, de extraordinaria figura, ojos de un negror y de un brillo sin igual y de una sonrisa en la más tentadora de las bocas, pasase un día por la chacra del agricultor. Nunca había visto él mujer tan perfectamente linda, graciosa y simpática. Francisco sintió que los ojos negros, tan profundamente negros de ella y tan intensamente dulces, le penetraban el pecho y le herían el corazón. Con estas palabras, más o menos, se describió a sí mismo el embrujo de Selva Del Valle sobre su alma pecadora. La noche del día del primer encuentro con Selva, leyó él en el Cantar de los cantares: «Aparta de mí tus ojos, pues esos me han hecho salir fuera de mí, y me arroban... Tus pechos son como dos cervatillos mellizos, que están paciendo entre blancas azucenas...»

Suspendió la lectura porque se llegó a él María del Rosario dando de mamar a un bebé rosado y hambriento.

*  *  *

El Comisario Ramón Vidal, pariente de María del Rosario y amigo desde la infancia de Francisco Arias, admiraba al agricultor, aunque sus pujos de patriarca le parecieran algo ridículos. Con frecuencia visitaba a su amigo, a quien secretamente tachaba de santón. María del Rosario, prima de Ramón Vidal, convidaba a este con mbeyú, chipa u otras golosinas del rojo tatacuá u horno que ella tenía cerca de la cocina a la intemperie.

El Comisario quería siempre recorrer los sembrados.

-Vos, Francisco, más que agricultor sos un jardinero.

-Mi mujer, tu prima, es la jardinera. ¿Viste sus rosales, sus claveles, sus santarritas?   —34→  

-Sí, -solía argüir el Comisario-. He visto muchas veces el jardín que cuida tu señora. Pero vos, mirá esta obra tuya: ¡Estos regadíos, esos maizales, esos mandiocales! No sé cómo hacés para que no te ataquen las plagas.

-Yo no trabajo solo en mis chacras. Cada uno de mis hijos cultiva su parcela. Mis hijos y mis yernos.

-Vos sos un amigable componedor, como se dice, entre los miembros de tu enorme familia. La gente dice que los hijos te han salido bien. Esto es cierto pero es más cierto que vos los mantenés en paz y arreglás sus diferencias, y hoy por hoy, no existen aquí rivalidades y las cuñadas y concuñadas se llevan bien.

-Gracias. Sos muy amable. Pero no olvides que en mi cocué, yo no trabajo solo: yo trabajo con mis bueyes Tigre y Colibrí. Yo personalmente los alimento con mandioca y pomelo. Cuando los voy a uncir al yugo, bajan la cabeza y me miran amistosamente.

-Nunca he visto bueyes mejores que los tuyos. Son formidables.

-Gracias otra vez. Vos sabés que María del Rosario y yo queremos ser buenos cristianos...

-Todo el mundo lo sabe. Y todo el mundo sabe que ustedes leen la Biblia, que son los únicos que leen la Biblia.

El día que así conversaban, una tarde apacible de abril, el visitante y el labrador estaban en el sesteadero, cerca del huerto-jardín de María del Rosario.

-Voy a dar de cenar a Tigre y Colibrí -dijo de pronto el dueño de casa. Tigre y Colibrí reposaban calmosamente en la tierra endurecida con agua y escoba. Los bueyes acogieron al amo con ronquidos cariñosos. Hilillos de densa saliva les colgaban de los belfos.

-Tiene suerte este Francisco -pensó el Comisario-. Hasta los bueyes lo quieren con amor más de perro que de   —35→   buey. Conocí el otro día a Selva, su sobrina. Mañana iré a visitarla.

*  *  *

Agricultor progresista, hombre práctico deseoso de mejorar sus cultivos y diversificar los productos de las chacras, Francisco viajaba a la capital y allí compraba toda suerte de insecticidas para combatir los bichos. De la capital había traído un buen arado que fue novedad en toda la comarca circunvecina, el primer arado de su clase. Pronto sus hijos y sus yernos tuvieron cada uno su arado de marca igual.

Una de las razones de estos viajes era mantenida en secreto. A pocos kilómetros de la capital había una casita limpia y bien pintada con su huerta y jardín cuidados con esmero. Allí vivía una muchacha muy agraciada y de hermoso rostro, que ya había parido más de un hijo cuyo padre no era conocido en el contorno. La hermosa muchacha se llamaba Selva Del Valle y ella acogía cariñosamente a su tío, el apuesto Francisco Arias. Nadie dudaba de que Francisco Arias fuera su tío, hermano él de la madre de la buena moza. Este embuste se aceptaba sin malicia alguna. En cuanto a los hijos de Selva, que no nacían precisamente por generación espontánea, esto es, sin fecundación de varón, a poco de nacidos y ya destetados, iban a engrosar el patriarcado de los Arias de Capiípe-ry, presuntamente enviados desde las Misiones. Francisco y María del Rosario los acogían amorosamente, y eso que ella no era otra Lía ni otra Raquel. Francisco, sí había pactado con las prácticas de Jacob, no pareciéndole del todo perversa su unión secreta con la bellísima Selva, soltera y de buena fama.

¿Qué había pasado? Francisco en el capítulo 11 del Segundo Libro de Samuel leyó la historia del Rey David y de   —36→   Betsabé, mujer de Urías: «Entretanto, sucedió que un día, levantándose David de su cama después de la siesta, se puso a pasear por el terrado del palacio, y vio en otra casa de enfrente una mujer que se estaba bañando en su baño y era de extremada hermosura. Envió, pues, el rey a saber quién era aquella mujer, y le dijeron que era Betsabé, mujer de Urías, heteo. David la hizo venir a su palacio, habiendo enviado primero a algunos que la hablasen de su parte; y entrada que fue a su presencia, durmió con ella; la cual volvió preñada a su casa, diciendo: He concebido...»

El hijo del adulterio murió al séptimo día por voluntad del Señor, pero luego Betsabé parió otro hijo y este fue nada menos que Salomón, el sabio de los sabios. Francisco durmió con Selva Del Valle y de ella tuvo varios hijos. El primer hijo de Francisco y Selva, murió como el de Betsabé y de David, al séptimo día.

El labrador como el rey poeta, hizo también penitencia. Penitencia secreta, pero no renunció a Selva Del Valle.

Y aconteció que Selva Del Valle, pasados algunos años se enojó con su presunto tío -no se sabe por qué- y se juró nunca más yacer con él.

*  *  *

El Comisario Vidal, que descubrió por puro azar el domicilio de Selva Del Valle, la visitó más de una vez en la casita limpia con huerta y jardín. Esto sucedió mientras las relaciones de Francisco y Selva marchaban viento en popa. El Comisario Ramón Vidal quedó prendado de Selva apenas la vio en el primer encuentro.

-¿Comisario de Capiípe-ry? Allí vive mi tío Francisco Arias.   —37→  

Sí, me nombraron Comisario después que vine de Formosa. ¿Y vos sos la sobrina de mi amigo Francisco Arias? -preguntó él [a] su vez.

Selva, nada indiferente ante Vidal, creyó disimular su turbación dando un grito a su perro: -¡Fuera! ¡Déjese de hinchar, perro sobón! Francisco interpretó la turbación de Selva como causada por el examen técnico de los encantos de la moza a que él la estaba sometiendo.

Selva por su parte admiraba las manos largas, duras, insinuantes del Comisario, su rostro de hombre apuesto y ese mirar suyo mezcla de simpatía y concupiscencia; ese mirar que la acariciaba como ya palpándola; le gustaba y le disgustaba a un tiempo la manera cálida, como confidencial con que le hablaba, seguro él de que la seducción era cuestión de tiempo, de poco tiempo.

*  *  *

El plan patriarcal de Francisco y de María del Rosario se estaba llevando acabo con un éxito que hubieran envidiado acaso algunos patriarcas del Pentateuco. ¿Qué agricultor no se sentiría feliz con diecisiete hijos, setenta y nueve nietos y treinta y nueve bisnietos todos sanos y fuertes? Se diría que las diecisiete fracciones de la heredad de los Arias fueran año tras año bendecidas por el cielo porque la prosperidad era evidente en viviendas y chacras. Llegó el momento en que Francisco no distinguía bien entre nietos y bisnietos pululantes en las tierras labrantías.

Las cifras indicadas respecto a hijos, nietos y bisnietos crecían con independencia de los partos locales. Y es que don Francisco acogía a criaturas que llegaban del fondo de las Misiones. Eran hijos de primos hermanos y sin ninguna duda miembros consanguíneos de la familia de los Arias.   —38→   Todos se parecían a don Francisco y a los hijos, nietos y bisnietos del patriarca.

Este pensaba ya en dar a su pueblo un nombre bíblico bien famoso: Nuevo o Nueva Algala, (no estaba seguro en cuanto al género) Algala fue el primer campamento de los israelitas en la llanura del Jordán, después que cruzaron este río. Fue el lugar de la primera Pascua y siempre lugar sagrado de los hebreos. Allí Josué, sucesor de Moisés, y todo el pueblo comieron panes ácimos hechos de trigo del país.

Todo marchaba bien en este o esta Algala tropical de Francisco Arias y María del Rosario Cuevas.

Pero un día triste desaparecieron misteriosamente los bueyes Tigre y Colibrí. Fueron robados subrepticiamente y carneados a pocos kilómetros de las chacras de los Arias. Froilán Arias, el hijo menor del patriarca, fue quien descubrió las dos cabezas de los bueyes, los ojos de vidrio, los cuernos sin punta, en un gran charco de sangre endurecida. La cabeza con sus cuernos. Nada más.

Francisco hacía algunos días que andaba melancólico y taciturno. La pérdida ahora de sus dos pacientes bueyes, fue un golpe durísimo. Por primera vez en su vida adulta se tendió en una hamaca y allí quedó varios días, hablando a solas, en pacífico delirio. María del Rosario, estupefacta, le ofreció brebajes medicinales de yuyos del campo. Francisco, sombrío, sin decir nada se los bebía para complacerla.

-Marido -le dijo una noche después de leer en voz alta la historia de Booz y de Ruth moabita-: que no vengan más criaturas de las Misiones. Hay aquí bastantes Arias; vos te estás haciendo viejo y yo ya no soy joven como Ruth. Hemos tenido casi veinte hijos y no sé cuántos nietos. Vos sos un patriarca; yo una anciana. ¡Yo no soy una Ruth moabita!

El patriarca, algo delirante, contestó:

-Vos sos como Sara, esposa de Abraham. A Abraham el Señor le prometió: «Vendrás a ser padre de muchas naciones...»

-Vos no sos Abraham ni Booz, vos sos vos, el marido de una pobre vieja, una mujer que dio de mamar un río de leche...

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-Me han carneado los bueyes... -gimió Francisco-.Yo no soy Abraham pero sí soy Booz...

-¿Qué disparate estás diciendo?

-Yo soy Booz -repitió Francisco. Y agregó ya en pleno delirio-: Yo he perdido a mi Ruth. ¡He perdido mis bueyes! ¡Sólo me dejaron sus cuernos!

Y no dijo nada más, felizmente, porque pensaba en Selva Del Valle. En la hermosa Selva, que había roto con él y que ahora dormía con Ramón Vidal. El Comisario a instancias de Selva, había hecho carnear los bueyes Tigre y Colibrí.

El patriarca, tendido ahora en su catre de cuero trenzado, en delirio de días y noches, repetía: ¡Anatema! ¡Anatema!

1994



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ArribaAbajoEl Rojo Scott en Piré-Tú

Aislados por cuatro o cinco grandes esteros, vivían lejos de toda civilización desde hacía más de ciento cincuenta años. Para el acceso a Piré-Tú había que cruzar en bateas el estero Yacaré, el Mburicaó los esteros Las Hermanas o el Ñeembucú. Los caballos nadaban a ambos lados de las bateas por estas aguas paralelas infestadas de reptiles. Se hablaba de la estancia Piré-Tú; pero eran varias estancias las que formaban una sola, enorme y salvaje. Los puesteros no habían visto nunca una ciudad, y ni siquiera un pueblo. No sabían lo que es una escuela. Allá, no llegaban periódicos y si hubiesen llegado, nadie hubiera podido descifrarlos. Y qué decir del telégrafo, de la radio, del teléfono. Nadie sabía lo que eran estas cosas.

Para llegar de un puesto a otro se necesitaba cabalgar un día o más.

En las pocas familias, de múltiples parentescos, la endogamia resultaba inevitable. El incesto a nadie preocupaba. No había jueces de paz, ni alcaldes, ni comisarios. Allá jamás llegaba un cura; ni siquiera un cura itinerante.

Pero aquellos campesinos eran felices, más felices que todas las gentes que he conocido en este país y en el extranjero. Eran felices y pacíficos. No se recordaban peleas a cuchillo ni crímenes sangrientos tan comunes en otras regiones.

Allá vivía el hombre natural, el buen salvaje de que tanto se habló.

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Pero no eran salvajes, ni remotamente, antropófagos. Cuando conocí los cuadros de Paul Gauguin, años después, me acordé de aquella gente. Piré-Tú era otro Tahití que en vez de mar tenía esteros. Gauguin decía que la civilización nos hace sufrir; a él la barbarie lo rejuvenecía. Tenía razón. En aquel tiempo yo no necesitaba rejuvenecer; pero en Piré-Tú yo era más que yo. Allá el cielo parecía más alto, el del azul más brillante del mundo; los días lucían casi siempre celestes y dorados; las noches de pana turquí con estrellas tan bajas como al alcance de la mano. Había pocos ranchos. Distanciados de los demás por leguas y leguas, de vez en cuando se veía uno como un barquichuelo marrón cubierto de paja vieja en el mar amarillo de las praderas o en la linde verde de los bosques o en la grisácea de los esteros. Yo tuve que vivir mucho tiempo en esa estancia que pertenecía a uno de mis tíos, confinado yo por mis aventuras políticas, perseguido por civiles y uniformados infinitamente más brutos que la gente sencilla de Piré-Tú. Y me refugié en aquella propiedad de Edward Scott porque ningún otro miembro de mi familia tenía otra tierra tan vasta ni tan alejada como esta que venía del bisabuelo escocés Dugald Scott.

Me llamaban allá el Dr. Scott o más comúnmente «El patrón». Yo no era doctor en aquel tiempo. Solamente estudiante de Derecho. En la Facultad me apodaban, a mis espaldas, se entiende, «El Rojo Scott», o «El Rijoso Scott». Y esto porque mi rostro era encarnado, mi pelo rojo y mi sangre fuego líquido. Sobre todo la mitad de mi sangre, mi sangre gringa de hacendados violentos y despóticos. No era culpa mía. Yo no podía controlar las urgencias de mi sangre en este cuerpo entonces hercúleo. No digo esto por vanidad o por jactancia sino porque es la pura verdad.

Durante años, años anteriores a mi confinamiento, solía vivir verano tras verano en estancias menos salvajes que Piré-Tú. Hijo de patrón, nieto y bisnieto de patrones, yo era una especie de señor feudal y no me abstenía de mi derecho de pernada, por llamar así al privilegio de un goce ilimitado de campesinitas púberes o adolescentes.

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El trabajo y la farra me eran inseparables. Con dos o tres amigos, que cómo primos tenían mi apellido, después de duras faenas de sol a sol -arrear, domar, faenar, enlazar- solíamos recorrer ranchos, con guitarra y abundante alcohol. ¡Incansable juventud!

El Rojo Scott se quedó de pronto callado, absorto en sus recuerdos. Volviendo a Piré-Tú, -dijo de pronto-, había allá once puestos de estancia. Y en cada uno cinco o seis familias. Ya dije bastante sobre aquella región hermosa y a veces terrible, terrible cuando los esteros se convertían en ríos torrentosos. ¿Está claro esto? Si quieren les dibujo un mapa...

Ustedes querrán saber la extensión de Piré-Tú: doce leguas cuadradas o, si prefieren, veinticuatro mil hectáreas. ¿Y en cuanto a animales, además de los ganados, vacuno, caballar, lanar? Pues carpinchos, lobopés, venados. ¡Y tantos más!

Los esteros debían llamarse allá viveros. Viveros de peces, de aves acuáticas y, como dije ya, de reptiles. A los venados se los cazaba con boleadoras; a los yacarés se los mataba a lanzazo limpio. Me olvidaba de los avestruces que corrían en manadas por los campos así como ahora me olvido de muchos otros bichos. Nadie molestaba a las avestruces. ¿Quién iba a querer su carne y menos sus plumas? ¿Plumas para hacer plumeros? Los dejaban vivir en paz. A los yacús o yacúes -no sé cómo se dice- los cazaban a flechazos. Había arqueros de increíble puntería. El yacú es como una charata grande, como ese pájaro que llaman pava del monte en la Argentina.

¿Qué nombre tenían allá los hombres y mujeres? No diré nombres de pila porque no había pilas para el bautismo. Ustedes saben lo que era y acaso sigue siendo el Almanaque Bristol. ¿Lo saben? Bueno: el bolichero, el del único boliche en todo Piré-Tú, un calabrés ladino, aseguraba que sabía leer y era dueño de un Almanaque Bristol. Del   —44→   almanaque sacaba los nombres para los recién nacidos o los que estaban gateando ya. Acaso también tuviera un libro de historia y de mitología, porque en Piré-Tú sonaban nombres raros o no comunes como Teseo, Ataúlfo, Sigerico, Ulises, Prometeo y otros muchos así. En cuanto a las mujeres había Cayetanas, Antígonas, Sabinas, Lucinas y Artemisas.

El patriarca se llamaba Paí Boró. Curandero, curaba con palabras. Y con yuyos. Conocía la virtud de todos los yuyos habidos y por haber. Pero su panacea casi universal, para asegurar el poder de sus palabras, era el azucá del campo. El azucá del campo es excremento reseco de perro. Él lo recetaba a todos los chicos y a casi todos los grandes. No sé qué valor curativo especial infundía Paí Boró a este azúcar medicinal. Lo cierto es que los puesteros veneraban a Paí Boró y veían en él un taumaturgo.

Paí Boró solía hablarme preocupado por su gente. Deploraba la ignorancia en que vivían hombres y mujeres. Él no se excluía en sus confidencias nada halagüeñas.

Lamentaba que todos y él mismo estuvieran tan alejados del amparo de Dios, decía.

Ni siquiera de paso llegaba allá un sacerdote para bendecir las parejas en matrimonio. Jamás vieron un obispo en gira pastoral. Esto solía repetir tristemente el buen viejo. Famoso por lo gran domador durante años y años, todavía impresionaba por su prestancia de jefe innato, su andar reposado con el tintineo de grandes espuelas, espuelas a las que siempre descalzo, jamás abandonaba. Todavía erguido y grave llevaba sus pilchas campesinas, desteñidas pero decentes, con la dignidad propia de su patriarcado de hecho.

«Aquí se desconoce el matrimonio» era su queja repetida una y otra vez cuando él y yo, montados en buenos caballos, nos alejábamos del puesto. Tantas veces se quejó de esto, que me sorprendió mucho cuando un día me habló de Artemisa. Y ahora les contaré sin detalles inútiles la historia de Artemisa y de cómo me convertí en misionero en Piré-Tú.

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Pero antes, para que me entiendan bien, debo contarles esto: había en Piré-Tú un toro que se llamaba Tarquino. Un toro mitad inglés mitad africano, como yo que soy mitad sudamericano y mitad escocés. Este toro, importado de los Bullrich argentinos, cruzado con vacas de Piré-tú engendraba crías fuera de serie.

El día en que Paí Boró me habló de Artemisa -fue al caer la tarde- estaba él rodeado por los hombres más notables de Piré-Tú. Paí Boró me presentó con gravedad a una chica virgen y nada fea de nombre griego. Tenía dieciséis años, se creía.

-Patrón a usted que es tan bueno y nos trae las mejores provistas le voy a dar lo mejor de mi gente; el cruce entre usted y esta hermosa muchacha será como el de Tarquino y las vacas de Piré-Tú.

Yo hubiera querido decir que no, que no faltaba más. Pero Artemisa me miró con unos ojos lindos y me flechó como aquella diosa de los griegos, Diosa de la Caza.

De mediana estatura y muy bien formada, me la llevé en la grupa de mi zaino a la antigua casa de mi tío Edward Scott.

Artemisa era un regalo. Un regalo de Paí Boró. ¿No había una contradicción entre lo que él solía decirme confidencialmente y lo que había hecho con Artemisa? Paí, en guaraní quiere decir padre, sacerdote; de aquí que una calle de Asunción se llame Paí Pérez, en memoria de un famoso capellán durante la guerra del Chaco. Pero Paí en Piré-Tú, significaba jefe, caudillo, líder. ¿Creía él estar por encima de las leyes divinas y humanas cuya transgresión habitual le mortificaba? Nunca lo supe, pero yo pensaba y pensaba en este enigma.

Vivir unos meses muy feliz con Artemisa me fue inspirando una especie de feminismo. A la sombra de los eucaliptos de la casa estancia, entre mate y mate que ella   —46→   me cebaba con gestos muy graciosos, nuestra conversación resultó reveladora, no sólo de su alma cándida de muchacha primitiva, sí, pero exquisita de varias maneras, sino de la condición de la mujer en Piré-Tú.

Aquella gente era feliz, sin ninguna duda; los hombres, sin embargo, gozaban de demasiados privilegios. Las mujeres eran siervas de los varones. Artemisa me hacía ver todo esto con ingenua naturalidad. Yo empecé a sentir profunda lástima por las mujeres de Piré-Tú. Más que lástima, ganas de hacer justicia. ¿Cómo? ¿Yo, un perseguido político con mis amigos poderosos en la cárcel o el destierro? ¿Cómo me iba a meter a redentor de la mitad de los pobladores de Piré-Tú ahora que descubría algo muy valioso en la ignorancia y en lo que se llama barbarie? El verso, un verso de un gran poeta inglés se oponía, tenaz, a mi deseo de redención. Es éste:

Where ignorance is bliss Tis folly to be wise:

«Donde la ignorancia es felicidad, es tontería ser juicioso.» Sí, el verso de Thomas Gray quería disuadirme.

Cuando yo regresaba de mis trabajos en el campo a la casa estancia, Artemisa espiaba mi regreso y corría a mi encuentro. Apenas me apeaba de mi zaino, me sacaba ella las perneras y los zapatos y las espuelas. Insistía en lavarme los pies. Yo por mi parte solía bañarla con jabón jú o jabón negro, esto es, mixtura de sebo de vaca y frutas negras. Ella me agradecía este servicio conmovedoramente. Al terminar el baño, me miraba con grandes ojos mansos como los de un perrito temeroso de castigo.

Y poco a poco, yo que como hijo del patrón en más de una estancia bárbara aunque no tan bárbara como Piré-Tú, y que me había criado más como un bárbaro que como un civilizado; yo que nunca me había cuestionado mi uso y mi abuso de muchachitas quinceañeras; yo le dije una fría mañana a Artemisa:

-Mirá Artemisa, desde hoy en adelante ya no me lavarás los pies.

  —47→  

Ese mismo día ideé un plan. Su ejecución, a los ojos de aquella gente primitiva, iba a parecer algo perfectamente legítimo para no decir sagrado.

El jefe de la Iglesia Nacional en aquel tiempo era Monseñor Juan Sinforiano Bogarín, un verdadero prócer. Bien: decidí que de él había recibido plenos poderes sacerdotales. Sin pérdida de tiempo fui a visitar a Paí Boró. Gravemente le comuniqué que el próximo domingo quería yo ver reunida frente a su rancho a la gente de Piré-Tú. Las parejas amancebadas, con sus mejores ropas formarían dos filas paralelas, dedos en dos, se entiende, sobre la explanada que rodeaba el rancho del patriarca con un suelo endurecido a agua y escoba.

*  *  *

Cuando amaneció el domingo indicado me vestí con ropa talar. Es decir, me puse una capa negra, muy amplia y larga que había en un arcón escocés venido de Aberdeen, Scotland. Una capa alcanforada, en perfecto estado, y eso que tendría casi un siglo. La capa, que me llegaba hasta los talones y me tocaba las espuelas, se cerraba en torno al cuello. Debajo de la capa me había ya abotonado una camisa blanca que dejaba ver su cuello blanco bajo el cuello negro de la capa. Todo esto bien eclesiástico. Necesitaba algo más. Allá nadie nunca había visto anteojos. En el arcón también había unos de armazón de oro que habían pertenecido no sé a cuál de mis abuelos gringos. Me probé estos anteojos haciéndolos descansar sobre la punta de la nariz.

Me miré al espejo. Idéntico a un obispo escocés. Pero no olía a incienso; olía a alcanfor. En Piré-Tú esto causaría impresión favorable.

  —48→  

A la hora señalada me apeé cerca del rancho de Paí Boró. Sobre los campos el rocío hacía más fuerte el perfume de las flores que nadie cuida. El cielo muy azul en la mañana fresca, era un cielo mansamente invernal, sin nubes.

Mi caballo zaino también estaba preparado para la ceremonia. Llevaba una especie de gualdrapa que improvisé de una colcha roja. Respetuosamente exhibía yo una biblia inglesa antigua que debía servirme de breviario, de misal, de devocionario y qué sé yo. Una biblia jacobea de 1611.

Saludé serio, ceremonioso a Paí-Boró, a la matriarca Ña Iné y a toda la concurrencia. Y de pie, ante la reverente expectativa de aquella buena gente, con los anteojos amenazándome con rodar sobre la punta de la nariz y con la antigua biblia inglesa sujeta con la mano izquierda contra el pecho, prediqué un sermón. El índice de mi diestra tuvo un ritmo de batura. Me valí de trozos de homilías de padres salesianos. Como no me entendían sino aquí una frase y allá otra, mi castellano altisonante tendría una majestad superior a la del latín sagrado. Condené las uniones detrás de la iglesia y aquí recurrí al guaraní para que no quedase duda respecto a la alta moralidad de mi prédica ya la validez de mi misión. Expliqué con rigor y severidad cómo debería ser toda familia cristiana.

Mencioné enseguida a Monseñor D. Juan Sinforiano Bogarín el cual, según afirmé con énfasis conveniente, me había conferido el poder de corregir las irregularidades domésticas de Piré-Tú. Hablé de la santidad del matrimonio, lo califiqué de gran sacramento, aun de mayor importancia que la Penitencia y Extremaunción. El auditorio estaba conmovido, consternado, edificado. Y yo también me iba emocionando, poseído ya de mi papel sacerdotal. Luego, con la biblia sostenida con ambas manos, hice señas a la pareja más cercana para que avanzara y llegara frente a mí. De repente me entró el escrúpulo inesperado de que practicaba un acto sacrílego. Perdí por un instante la solemnidad y la seguridad; las recuperé prometiéndome   —49→   traer a Piré-Tú, cuando me devolvieran la libertad, un verdadero enviado de Monseñor para que pusiera las cosas en orden verdadero. Mientras tanto reaccioné con autoaprobación porque mi misión tendría un efecto provisional, sí, pero efectivo.

Fingí leer en la biblia más de un texto sagrado y terminé la bendición de la primera pareja con un Dominus Vobiscum, un pax Vobiscum, un felix culpa. Rematé esto con un Amén, bajando la cabeza. Los anteojos casi se me cayeron al suelo apisonado y bien barrido. ¡Omnis homo mendax!

Una gran emoción estremecía a aquella buena gente. Se me aproximaban las parejas con los ojos bajos, las manos unidas, sin atinar con un rezo que nadie les había enseñado.

Dos horas después de la primera ceremonia nupcial no había una sola unión ilegítima en Piré-Tú. Hasta el patriarca Paí-Boró quiso unirse en santo matrimonio a Ña Iné, después de más de medio siglo de concubinato.

Él quiso ser el último en recibir mi bendición y lo hizo, con su pareja, muy devotamente.

*  *  *

La vida cambió mucho en Piré-Tú. Ya lo verán ustedes. La costumbre, dicen, es una segunda naturaleza. Cuando amaneció el día siguiente a aquel domingo histórico, las mujeres, como de costumbre, se levantaron muy temprano. Y como siempre tomaron un hacha, una pala o un machete dispuestas a ir a trabajar duramente en cortar leña, desherbar la capuera y en otras tareas por el estilo.

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Los hombres, ahora maridos, -esto ocurrió en forma muy similar en todos los ranchos- detuvieron en seco a sus ahora legítimas consortes:

-No Fulana. Vos te quedás en casa. Ahora ya no sos che servijá (mi sierva) ahora te llamo che rembirecó, (mi esposa). A vos no te corresponde trabajar como antes; quedate en el rancho, en la cocina, visitá el gallinero, cuidá a los chicos...

*  *  *

No mucho después me informaron que podía salir de Piré-Tú. Me devolvieron la libertad. Artemisa se vino conmigo a la capital. En la capital me enteré de que había terminado la segunda guerra mundial. Era el año 1945.

A Artemisa la casé de verdad en la iglesia de San Roque con uno de mis peones favoritos de una de nuestras estancias en Caapucú.

Tomá-í, buen muchacho no cabía en sí de tan feliz. Yo supe ser discreto. Con Artemisa fui un toro Tarquino, pero sin descendencia. Con Tomá-í ella formó una pareja prolífica y bien avenida.

¡Pero si ya se cumple medio siglo desde que renuncié a aquella humilde chica, hoy todavía estoy arrepentido!

1994



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ArribaAbajoEl tesoro de la Casa Scott

El Gran Salón de la Casa Scott estaba hacía varios lustros cerrado con llave. Una pesada llave que, más que llave parecía un arma antigua de labor artística.

Pero mi hermano Artemio y yo pudimos entrar en el salón por una de sus doce ventanas. De esto hace más de cincuenta años. Nos costó días de trabajo forzar esas maderas centenarias. Una vez dentro del salón nos felicitamos.

¡Qué muebles, qué cuadros, qué cortinados, qué tapices, qué alfombras!

Guardaban la llave del salón tres sirvientas viejísimas de mi difunta bisabuela. Ellas cuidaban bien los muebles. Aunque ya medio ciegas, los mantenían limpios, sin telarañas, sin polvo.

Lo que más nos llamó la atención a Artemio y a mí, en los primeros días, fueron los instrumentos. Sabíamos que todos los Scott de antes, hombres y mujeres, fueron músicos. Ahora lo comprobábamos. Él y yo también éramos músicos. Había un piano de cola, medio fúnebre, sí, pero muy bueno; había flautas, oboes, un violoncelo y varios violines. Artemio entonces era medio pianista; yo medio violinista. Hoy sigo siendo medio violinista.

La casa, edificada por el fundador de la familia, el barbudo Dugald Scott, estaba deshabitada desde tiempo inmemorial. Cada vez que penetrábamos en el Salón, Artemio y yo hacíamos un poco de mala música. Y después nos plantábamos frente al retrato de Dugald Scott que, según se   —52→   decía, había sido pintado por Joshua Reynolds o algún discípulo suyo. «Era más colorado que nosotros» decía yo. Ya en aquel tiempo me llamaban a mí el Rojo Scott, cosa que no me gustaba del todo.

No sé por qué mis padres y mis tíos (había en la casa lugar de sobra para varias familias) preferían no vivir en la Casa Scott. Así la llamábamos.

Mis padres y mis tíos habitaban en casas modernas o semimodernas o se pasaban la mayor parte del año en sus estancias. Artemio y yo decidimos que la casa fuera nuestra y de nadie más, ahora que ya éramos secretos dueños del Salón. En la casa nos instalaríamos para estudiar con algunos compañeros de la Facultad. Allí había, en sus largos corredores, grandes mesas antiguas con superficie para docenas de libros y jarras de tereré. Artemio y yo decidimos no contar a nadie que teníamos acceso al Salón de Mr. Dugald Scott.

Circulaban varias leyendas sobre la casa Scott. Se decía que estaba embrujada, hechizada, encantada. ¿Qué quería decir esto? Sencillamente que en la casa había Poras, Fantasmas o acaso un solo espectro más temible que otros muchos. Se aseguraba que dentro de la casa o en su amplio solar de unas dieciocho manzanas, en cuyo centro mismo se levantaba el edificio, había entierros. Los Scott de antes tenían fama de opulentos. Durante o después de la Guerra Grande deberían de haber enterrado grandes tesoros.

Lo que en guaraní se llama plata ivivy.

La creencia en tesoros enterrados en este país es ya manía de varias generaciones. En este país se ha cavado la tierra más en busca de tesoros que para sembrarla o para abonarla.

Los Scott, mejor dicho, Dugald Scott y su esposa habían tenido mucho que ver en la historia de la terrible Guerra Grande.

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Habían conocido de cerca a todos los grandes dignatarios, a todos los generales que habían muerto en batalla o que fueran fusilados por traición a la patria, traición supuesta o verdadera. ¡Vaya uno a saber!

Y como nadie ignora que donde hay tesoros enterrados hay fantasmas o poras, el caserón antiguo de los Scott debía de parecer a los ojos de ignorantes y de no ignorantes, una verdadera residencia de fantasmas. Una haunted house. De noche, allá en el centro del silencioso solar profusamente arbolado, la casa blanca tenía en verdad un blancor fosforescente.

Todo en ella aludía a un pasado romántico y, más que romántico, trágico.

En esa antigua casa se habían celebrado fiestas a la luz de arañas de infinitos caireles de cristal. Señores y señoras habían lucido disfraces lujosos en danzas con figuras de ceremoniosa distinción. Y no mucho después, ¡cuántos de aquellos graves bailarines habían sido llevados a prisión y cuántos fusilados por la espalda como se debía fusilar a los traidores!

Si esto que cuento es cierto sólo a medias, nada importa. Me atengo a lo que la gente creía a piejuntillas. Ya verán ustedes cómo Artemio y yo íbamos a explotar la credulidad de la gente o, por lo menos de algunos amigos.

Un Amo Absoluto había comandado nuestros ejércitos de la Guerra Grande. Este Amo Absoluto, el que había ordenado la ejecución de personajes históricos o imaginarios que habían asistido a las fiestas de la Casa Scott, pereció él también, al final de la guerra de exterminio que fue la Guerra Grande.

Se creía que aquel Amo, el Mariscal de Hierro, cuya imagen había crecido gigantescamente en la fantasía del país en la época de la Reconstrucción, había hecho enterrar tesoros a lo largo de una vasta extensión de la república, a   —54→   medida que el invasor se iba apoderando a sangre y fuego de su territorio desde Cerro León, Piribebuy, Barrero Grande, San Isidro de Curuguaty, hasta Igatimí.

Cada vez que Artemio y yo entrábamos en el Salón de Dugald Scott, hablábamos largamente sobre cómo hacer más impresionantes las leyendas de los Scott y sus tesoros enterrados. Artemio es un tipo reticente y con la malicia de los reservados. Cuando yo le hacía ver un Pora, le hacía ver un Pora, digo, porque yo también casi lo veía mientras lo imaginaba, los ojos verdes de Artemio brillaban llenos de picardía. Una tarde histórica resolvimos que el Pora, el Pora con mayúscula, residiera en el Salón de las Fiestas Antiguas. Este sería desde entonces el nombre del Salón. Desde allí enviaría mensajes a los vivos. Nuestros amigos escucharían de nosotros las más espeluznantes historias sobre este Pora.

*  *  *

Junto al Salón de las Fiestas Antiguas había un cuarto bastante amplio. Una especie de biblioteca porque unos estantes casi vacíos de libros cubrían dos de sus paredes. Una alfombra muy parecida a las del Salón había sobre el piso de este cuarto. Tuve la idea de instalar dentro del Salón una campanita, creo que más de cobre que de bronce. Esa campanita, vieja, cubierta de cardenillo, tenía un dispositivo provisto de dos tornillos con sus respectivas tuercas. Gracias a este dispositivo se la podía fijar a una barra de metal o de madera. O a la pata de un mueble.

La pata del mueble que elegí fue una de las gruesas patas traseras de un sofá. Este sofá estaba adosado a una de las paredes cubiertas de tapices. Allí, bajo el sofá, bien disimulada, la campanita podía sonar con un son más o menos lúgubre si un cable la sacudía ex profeso. Este cable   —55→   tenía que ser colocado sin que lo descubrieran las viejas sirvientas de mi bisabuela. Artemio y yo hicimos un trabajo de alta ingeniería o, mejor, de baja ingeniería: ¿Por qué de baja ingeniería? Porque un resbaladizo cordón, si así puede decirse, fue asido al cable. El cable medía medio metro. Bien: el cordón debía ser puesto bajo la alfombra del cuarto biblioteca; el cordón asomaría junto a un sillón en bastante buen estado. Este sillón era de mi propiedad exclusiva como todo el mundo sabía.

Desde este sillón, podía yo hacer accionar la campanita de bronce del Salón de las Fiestas Antiguas.

Ahora, gracias a la campanita, era posible una comunicación directa con el Pora. Artemio y yo ensayamos durante varios días unos diálogos con el fantasma. Nuestro Pora debía ser lacónico por razones obvias: -Señor Pora, ¿hay plata enterrada en esta casa? Por favor, conteste que sí con un toque de campana; o si no con dos toques. O no diga nada si no quiere contestar.

Yo perfeccioné el sistema de comunicación de manera convincente. La campanita sonaba sin vibración demasiado viva; logré que el cordón bajo la alfombra del Salón primero y luego bajo la del cuarto-biblioteca, se moviera con soltura. Tuvimos que construir pequeños túneles no subterráneos sino subalfómbricos que permitían un deslizamiento adecuado.

-Señor Pora, ¿está usted todas las noches en el salón de los Scott?

Una respuesta clara aunque asordinada llegaba desde bajo el sofá del Salón: ¡Tin!

Esto confirmaba la creencia extendida acerca de la antigua casa. El mismo Pora en persona daba fe ahora de su residencia espectral entre las vetustas paredes.

-Señor Pora, ¿también está usted allí durante el día? En seguida la campanita contestaba: ¡Tin!

  —56→  

Estos ensayos de comunicación con el ser de ultratumba ocurrían a la luz del día. Los diálogos con el fantasma familiar, sin embargo, cuando hubiera huéspedes, serían en la oscuridad más tenebrosa.

Un amigo nuestro, que se llamaba Crispín y que no vivía lejos de la casa Scott, fue invitado a participar en nuestra conjuración. ¿Conjuración contra qué o contra quién? «La conjura del terror» bauticé yo a la larga broma que maquinábamos. Pronto comenzarían los cursos universitarios y sería necesario estudiar en el corredor frontal de la casa Scott. Entonces vendrían primero sólo por las tardes y después, también de madrugada, cinco compañeros nuestros.

Prepararíamos bien la cosa. Al principio les hablaríamos de entierros que sin duda había en el solar o bajo los mismos pisos de la casona. Después les contaríamos que en el Salón de las Fiestas Antiguas había noches, noches terribles. En el Salón sonaban instrumentos musicales, se oían voces de hombres y mujeres. Durante otras noches, aseguramos Artemio, Crispín y yo, se oían otras cosas. Gritos, lamentos, maldiciones. Esto era sin embargo, lo menos común. Lo habitual era el ruido de pasos apagados sobre la gran alfombra del gran Salón y un llanto convulsivo que no se sabía si era de hombre o mujer.

Nuestros cinco compañeros ya sabían desde hacía tiempo que la casa estaba embrujada, que había entierros en sus alrededores o bajo los mismos pisos de sus habitaciones. Rolón, Campito, Mario Pérez, Franco-í y Centú eran muchachos estudiosos y algo noveleros.

¿Sería difícil hacerlos participar en coloquios nocturnos con el Pora? Todos habían oído de entierros descubiertos en la capital y en la campaña. Habían leído también cuentos de piratas que enterraban tesoros en Islas o en tierra firme y que luego liquidaban a los que habían manejado los picos y las palas. La práctica de los piratas de siglos antes se había   —57→   adoptado en nuestro país. Así se decía y se repetía como artículo de fe. Otra forma de creencia era esta: muerto el que había hecho un entierro, su espectro vigilaba este entierro, lo cuidaba, lo protegía, ¡vaya uno a saber!

Rolón, Campito, Mario Pérez y compañía, en rueda de tereré, se fueron enterando por menudo de la historia de la casa Scott. Historia no del todo inventada pero en su mayor parte apócrifa. Día tras día Artemio, Crispín y yo agregábamos algún embuste impresionante.

No sólo Dugald Scott y miembros de su familia aparecían fosforescentes alrededor de la Casa y se reunían después en el Salón de las Fiestas Antiguas. Se habían visto generales de uniforme ensangrentado dirigirse al Salón y penetrar a través de sus puertas herméticamente cerradas. Una muchacha hermosísima, famosa belleza de los tiempos idos, alanceada por orden del Amo o de la amante de este, había sido vista gimiendo desconsoladamente por unos de los corredores y luego desaparecer en la tiniebla.

Una mañana en que «los conjurados» -así nos llamábamos Artemio, Crispín y yo, mateábamos en el corredor frontal entre las 6 y 7 a.m. tuve yo una idea genial:

-Miren, -les dije- esa ventana, la última hacia la derecha, no está lejos de la pared del retrato. Me refiero al retrato de Dugald Scott. Debajo del retrato hay un gran sillón que parece un trono. Voy a conseguir un taladro de grueso calibre y a hacer un agujero que atraviese la ventana de soslayo. Durante el día hay suficiente luz para poder ver el cuadro y, debajo, el sillón dorado. ¿Qué les parece si les decimos a Rolón, Campito, Centú, etc. que hay noches en que Dugald Scott se sienta en el sillón como si fuera el Papa de los Poras y que lo rodean los espectros luminosos de José Berges, el obispo Palacios, Juliana Ynsfrán, Wencelao Robles y otros generales en un cónclave de fantasmas?

-¡Formidable! -dijeron los conjurados. Y ese mismo día leyeron en libros de historia los fusilamientos más   —58→   sensacionales de la Guerra Grande, además de cosas épicas como el asalto de los acorazados brasileños por los lanchones del General Genes.

El taladro de grueso calibre hizo un agujero al sesgo en la gruesa madera de la última ventana de la derecha, y, cuando había mucho sol, especialmente a mediodía, se podía ver, al fondo del Salón de las Fiestas Antiguas, el retrato del Primer Scott, admirablemente pintado por Reynolds o por alguien de su escuela. Barba, bigote, patillas y cabellos rojos, el rostro encarnado, una mirada entre azul y verde y vestido como Lord Chathan, el bisabuelo tenía una postura intimidante. Nadie dudó entre nuestros amigos -Rolón, Campito, Mario Pérez, Franco-í, Centú- nuestras más osadas mentiras. Les contamos que un viernes de noche, justo a las doce en punto, vimos sentado en su sillón dorado a Dugald Scott. Dugald Scott había descendido del cuadro: el cuadro estaba vacío de su figura: sólo conservaba este el grueso marco y un fondo de paisaje escocés. Alrededor del sillón dorado se movían lentamente unas sombras, pero unas sombras con fosfórica luz sepulcral...

-Vimos -dije yo- un general de charreteras de oro a quien le faltaba una pierna y se apoyaba en un fantasma joven.

-¡El General Díaz! -gritó Mario Pérez.

-¡El héroe de Curupayty! -coreó Franco-í

-De pronto -agregué yo- una dama hermosa se acercó a Dugald Scott y le dijo algo, indignada, que no pude oír...

-¡Madama Lynch! -exclamó emocionado Rolón.

*  *  *

Ya bien sugestionados nuestros amigos, los consideramos listos para las sesiones nocturnas con el Señor Pora. Al filo de medianoche nos reunimos por primera   —59→   vez solemnemente para formularle preguntas. Rolón, calvo, delgado, nervioso, propuso que todos nos pusiéramos de rodillas y rezáramos un padrenuestro. Artemio, Crispín y yo nos negamos a hacer esto porque nos pareció incorrecto; pero todos los otros estuvieron de acuerdo con Rolón: había que postrarse formando un círculo en la pieza adjunta al Salón, santiguarse y rezar la oración enseñada por el Evangelio.

-Padre nuestro que estás en el cielo...

Yo, arrodillado junto a mi sillón hurgué en la oscuridad y agarré el extremo del cordón.

La voz de Centú sonó, después del rezo, con emoción profunda, con respeto y temor:

-Señor Pora: ¿Hay un tesoro enterrado en esta posesión de los Scott?

Si la respuesta es afirmativa, dé por favor un toque de campana. Yo apenas podía ver en la oscuridad. El gran Centú, tenía, seguramente, las manos unidas porque era muy devoto. Hablaba un castellano bien timbrado que ahora la emoción volvía algo vacilante.

-Si la respuesta, Señor Pora, es afirmativa -repitió Centú, un son de la campanita bastará...

Yo entonces supe que había llegado el momento más solemne: di un tirón al cordón y desde allá dentro del Salón llegó claramente un ¡Tin! que sobrecogió de susto a casi todos nosotros. La hora, la oscuridad, el silencio de pronto herido por el mensaje de ultratumba del bronce, eran suficientes para erizar los pelos al más pintado.

¡Había un tesoro cerca; se imponía ahora saber dónde, si bajo el mismo piso de la casa Scott o en algún lugar reconocible por señas del enterrador o los enterradores: por ejemplo, bajo el árbol más alto y más frondoso del parque Scott, o entre algunas piedras grandes!   —60→  

Preguntado sobre la ubicación del entierro, el Pora se mantuvo en silencio. (Es decir, yo no hice sonar la campanita). Pero argüí muy razonablemente, en opinión de Franco-í, que era modoso, melifluo y afectado, que faltaba algo esencial.

-Señores -dije- primero vamos a preguntarle al Pora si quiere o no quiere que busquemos el tesoro.

El señor Pora afirmó no oponerse a nuestros planes. A una pregunta que yo mismo formulé con debido respeto, agregó que nos ayudaría.

Mario Pérez con su carota ingenua llena de pecas y ahora no visible, urgió que tuviéramos en cuenta los cuatro puntos cardinales. -El señor Pora está dispuesto a entregar el tesoro; según lo que ya oímos el tesoro no está debajo de estos pisos. Debe de estar en una de las dieciocho manzanas, acaso en una de la más próxima. Preguntemos, pues, si encontraremos el entierro al norte, al sur al este o, al oeste, del punto en que nos encontramos.

No sé yo si Crispín o Artemio empujó una silla y esta cayó hacia atrás, respaldo abajo, creo, haciendo un ruido terrible para ese momento.

Hubo una reacción de terror entre los circunstantes; yo mismo me asusté porque estaba pensando que por qué no sería cierto que hubiese un Pora de verdad, que se valiera de mí, de Artemio y Crispín para sus fines inescrutables.

Restablecida la no segura calma entre nosotros, y después de unos buenos rezos, el Señor Pora, hábilmente interrogado, manifestó en forma inequívoca que el entierro se encontraba hacia el norte, a unos cincuenta metros del lugar donde estábamos. No recuerdo bi en si esta información se produjo aquella misma noche o en otras posteriores. Lo cierto es que Campito, que era medio agrimensor, se ofreció a trazar, sobre el terreno al norte de la Casa, una raya blanca, raya pintada luego a la cal con una gruesa brocha que había   —61→   en el garaje, La raya -exigió el Señor Pora-, debía ser trazada y luego pintada de noche, y nada más que de noche.

La angustia, la excitación, el miedo y la codicia estaban exacerbando los ánimos. Fue necesario recurrir a algo religioso para sosegarlos un tanto. Uno del grupo, Mario Pérez, si mal no recuerdo, prometió conseguir un litro de agua bendita.

Y un sábado de noche nos trajo una transparente botella llena del líquido santificado. Creo que el santo Paí Saubate, del Colegio San José, en la capilla llena de colorines de aquel tiempo, fue quien bendijo el agua no lejos del altar del beato Miguel Garicoits.

Ese mismo sábado de noche comenzó la sesión con nueva solemnidad.

Cada cual vertió un poco de agua bendita sobre la mano derecha convenientemente preparada para retener ese poco y utilizarlo para una santiguada más perfecta.

Rolón, que era calvo como ya dije, se empapó el cráneo pelado con buena cantidad del agua preciosa.

Rolón era unos quince años más viejo que nosotros; nosotros andábamos por los veinte; él por los treinta y cinco. No por esto era menos crédulo y menos inocente. Esa noche hubo más fervor en la oración. Noches después ya fue necesario abandonar la pieza junto al Salón y acompañar a Campos a quien le tocaba trazar la dicha raya con cal. Campos se las arregló para colocar un hilo tenso, como hacen los albañiles, entre el corredor posterior de la casa y el lugar a los cincuenta metros hacia el norte.

Yo, que era una especie de médium, debía recibir las revelaciones de la campanita; por eso tuve que quedarme en la casa, en el cuarto junto al Salón, para hacerla funcionar. Crispín iba y venía del grupo a mí y transmitía los mensajes que yo le daba. Todas estas cosas pasaban durante la noche, he dicho.

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Durante el día, en las horas de estudio (ya casi no estudiábamos) todo era tomar tereré, hablar de la Guerra Grande, de los asaltos de la caballería de uno y otro bando y, sobre todo, de entierros en Piribebuy, en Luque, en la proximidades del Aquidabán, en los viejos patios de Asunción.

En Areguá, aseguraba Crispín, se había descubierto un colosal entierro; una noche habían llegado no sólo carretas sin bueyes al lugar del entierro sino caballos sin cabeza y un ejército de espíritus. Pero al día siguiente, en el patio de una casona abandonada, cavaron y las palas chocaron con cajones llenos de chafalonía. La noche de un martes trece nada menos, les anuncié que el Señor Pora ordenaba ahora cavar un metro a la izquierda de donde terminaba la raya de cal ya del todo pintada por Campos.

Esa fue una noche terrible. Debo contarles que yo había enterrado días antes una lata grande llena de piedras. Y que Centú, Rolón, Crispín y yo, con ayuda de Artemio, futuro notario público habíamos redactado un contrato o como quiera llamarse al documento...

Bien: a cada uno de nosotros le tocaría una cantidad de oro y plata igual a la de los otros. Dos del grupo -Rolón y Centú- debían viajar a Buenos Aires para vender allá, al mejor precio la chafalonía de los Scott.

El documento, en riguroso lenguaje notarial, una vez desenterrado el tesoro, debía llevarse a la escribanía de Livieres y ser protocolizado a los efectos legales.

Volviendo a la que aludí como noche terrible, a la de un martes 13, les cuento que el primero en asustarse fui yo porque fui yo el primero en ver lo que ocurrió. Vi en la oscuridad venir hacia nosotros una alta figura blanca.

Venía con cierta lentitud, vacilante al principio pero cuando estuvo cerca de nosotros se nos abalanzó furiosamente. Quedé inmóvil de espanto. Aquella alta, extraña figura debía de ser un fantasma, pero un fantasma   —63→   de verdad. Este fantasma no estaba programado. Se nos aparecía con toda su espantosa blancura sepulcral.

-¡Miren! -grité yo en el escalofrío del miedo. Casi al mismo tiempo sonó un furioso alarido de dolor. Era Rolón. Rolón, inclinado sobre la porción de tierra en que ya había hundido por primera vez la pala, recibió una estocada -dijo después- en la parte posterior.

¿Qué había sucedido? Crispín, por su cuenta y riesgo, sin avisar a nadie, había inventado y ejecutado su jugarreta.

La alta figura blanca en la oscuridad apenas esclarecida por algunas estrellas parpadeantes, había sido un mosquitero traído por Crispín y sostenido por una tacuara. Crispín, al llegar al sitio en que estaba Rolón de espaldas, le había dado «un bote de lanza» en los fondillos.

Crispín desapareció enseguida en la oscuridad llevándose el mosquitero y la tacuara. Esa noche abandonamos el trabajo, porque apenas desapareció el alto fantasma, el mismo Crispín espantó a uno de los caballos que los Scott tenían en la finca.

El caballo se vino al galope hacia nosotros y al grito de: ¡La caballería del Mariscal López! todos corrimos hacia la luz lejana de la casa Scott.

*  *  *

Esta historia rigurosamente verídica que estoy contándoles se está haciendo un poco larga. Muchas cosas debería yo agregar. Por ejemplo, que lo que hoy puede parecer imposible, absurdo, no era nada increíble en los años de mi juventud. Nosotros éramos mucho más inocentes que los muchachos de hoy.

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Quisiera, sí, agregar algo para ser fiel a la verdadera historia del entierro. Yo cometí el error de enterrar en el sitio en que podía hallarse el tesoro, según datos proporcionados por el Pora, una gran lata llena de piedras. ¿Recuerdan?

Cuando vimos Artemio, Crispín y yo que la sonda que ahora manejaban Centú y Rolón podía dar con el lugar exacto de la lata y su contenido, desenterramos la lata, una siesta caliente, y tapamos con tierra y hojas el lugar. Ese mismo día vinieron cayendo dos personas de profesión muy diferente.

Una de ellas un hombre joven y algo ordinario, ofreció sus servicios de cateador de metales y exhibió sus instrumentos. La otra persona era un periodista de Buenos Aires. A sus oídos había llegado la fama del tesoro y quería informes para un artículo... No recuerdo en qué quedó el asunto de los visitantes.

¡De esto hace unos cincuenta años! Pero me deshice de ellos con alguna diplomacia.

No obstante, el suceso grave no fue la intromisión de estos dos extraños en nuestra aventura de muchachos alocados. Nuestros amigos, y me refiero especialmente a Rolón, Centú y Franco-í, en la negra oscuridad de una noche de marzo, dieron con el lugar donde habíamos enterrado y luego desenterrado la lata. La sonda entró verticalmente y no dio con nada más que tierra removida y hojas secas.

¡Alguien se había anticipado a los estudiantes buscadores del tesoro! ¿Quién sería el ladrón?

El padre de uno de nuestros amigos, hombre de muchos años de tribunal y por tanto no ajeno a acciones civiles y criminales, era un Procurador renombrado por su honradez. Pero furioso por lo que según su hijo era grave delito, y poseedor como era de una copia del contrato que habíamos firmado los ocho estudiantes en la Casa Scott, fue a visitar a mi padre.

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Mi padre, hombre chapado a la antigua, acogió al Procurador con su cortesía algo seca pero auténtica y lo despachó con muy buenas razones. Mi padre nada sabía del entierro ni de las sesiones nocturnas en sus dominios.

-Señor, estas son bromas de muchachos. ¿Cómo usted los ha podido tomar en serio?

*  *  *

El día en que se esclareció la patraña del tesoro sentí un gran alivio. Ya me estaba cansando la broma; además había que estudiar y no se podía estudiar con la obsesión de un fantasma que nos favorecía con fabulosas riquezas. Resolvimos suspender nuestros encuentros durante una semana para reanudarlos luego con otro espíritu.

La noche de aquel día me acosté en una cama que había yo hecho colocar en el cuarto-biblioteca. Cerrada la única ventana podría yo dormir hasta bien avanzado el día siguiente.

Y apenas me dormí cuando tuve un sueño terrible. Mr. Dugald Scott vistiendo la rica indumentaria con que lo pintaron en el lienzo del Salón, se me apareció patente, aterrador, en la oscuridad, envuelto todo él en una luminiscencia propia de un fantasma de su categoría.

-Usted -me dijo en inglés apuntándome con el índice de la diestra con el puño adornado de encajes- usted va a encontrar un tesoro en esta propiedad de sus mayores. Pero esto no acontecerá antes que usted cumpla los ochenta años.

Su rostro, naturalmente encarnado, estaba pálido de ira. Su pelo, su barba, sus patillas y sus bigotes estaban más   —66→   rojos que de ordinario. Su mirada era en él lo más terrible dos chispas de verdoso fuego que traspasaban la oscuridad como estoques.

-Este será el castigo de los Scott por su conducta reciente. Usted será rico, muy rico, pero cuando la riqueza no le sirva para nada.

*  *  *

No falta mucho para mis ochenta años. Lamento que todos los buscadores del tesoro, excepto dos, hayan fallecido. A ellos la riqueza los hubiera hecho felices, a mí, no.

1994



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ArribaAbajoLas botas del prisionero

El mayor Bermúdez se levantó bruscamente de su silla de campaña. Tan brusco fue su movimiento que la silla cayó hacia atrás. Sobre su mesa destartalada, cubierta por un mapa militar, brillaba intensamente una lámpara Petromax. La mesa, sacudida por el sobresalto del jefe, hizo vacilar la Petromax, cuya luz, al moverse, proyectó sombras violentas dentro del refugio subterráneo. Hasta ese refugio, zanja rectangular con techumbre de quebracho en que el mayor tenía su puesto de comando, volvía ahora a llegar, como en las tres noches anteriores, un estruendo cercanísimo de armas y un rumor de agitación, de desorden, de desbandada.

-¡Otra vez, otra vez gritó con furia el mayor. Un morterazo estalló en ese instante a pocos metros de distancia. La zanja toda se estremeció. Del techo de quebracho cayó un puñado de tierra negra y seca que se esparció sobre el mapa. El mayor, tosiendo convulsivamente, se arrojó sobre su catre de campaña y hurgó bajo la almohada y entre las revueltas mantas en busca de su linterna. Luego, en cuatro zancadas, estuvo fuera de la zanja. Era un hombre alto, cenceño, bien plantado. El rostro blanco, de nariz aguileña y mentón voluntarioso, amarilleaba de fatiga y de sueño. Era esta la cuarta noche que pasaba sin dormir, la cuarta noche (y el cuarto día) de lucha desesperada en que   —68→   un enemigo incansable y al parecer mucho más numeroso súbitamente rebasaba una de las alas de su frente de batalla y le obligaba a combatir a ciegas, en las tinieblas, entre montes taimados que de pronto estallaban en llamas en todas direcciones. Y él había tenido que huir una y otra vez y cavar nuevas trincheras para cerrar aquel largo camino que le habían ordenado defender costara lo que costara.

Fuera de la zanja la noche en la selva lo envolvió como un poncho negro. Sus ojos, habituados a la luz cegadora de la Petromax, no vieron nada al principio. Pero esto duró sólo un momento porque hacia el Sur, allá, a unos cien metros, la oscuridad fue acribillada por fogonazos ubicuos.

La linterna no obedecía a la presión urgente de su pulgar. Bermúdez lanzó un juramento. Desarmó la linterna, destornillando el extremo posterior del tubo de metal. Sacudió las gastadas pilas y atornilló de nuevo la pieza con el resorte que las empujaba hacia el pequeño foco. La linterna se encendió ahora.

A la izquierda primero y luego a la derecha oyó el mayor carreras frenéticas. No había duda: sus tropas huían desbandadas. Un ladrar furioso de ametralladoras retumbaba a sus espaldas. Era el estampido inconfundible de las pesadas emplazadas en los nidos de la trinchera opuesta. Esto era previsible. Lo desconcertante era la infiltración de fuego detrás de su propias posiciones, fuego de armas livianas que se desplegaba en este momento en infinitas chispas veloces, insistentes, entre las islas de montes y las cañadas, en la noche tenebrosa.

Y ahora, los morteros: las granadas venían del noroeste; distinguía bien, entre innumerables estallidos, el disparo de salida, y luego, próximas, las explosiones de las granadas en los montes brevemente claros en fulgurantes lumbaradas.

-¡Alto, a parar todo el mundo, cuerpo en tierra! -comenzó a gritar el mayor con todas sus fuerzas, blandiendo en la diestra la pistola. Con la linterna de pilas gastadas   —69→   trataba en tanto de alumbrar a los que pasaban corriendo, a pocos metros, en un sálvese quien pueda. La luz mortecina quedaba presa en los follajes ralos. Nadie le oía ni quería oírle. Una larga serpiente de fuego espeso avanzaba arrastrándose de allende el extremo izquierdo de su trinchera y en torno suyo troncos, ramas, cactos, arbustos, todo ya empezaba a hacerse fragmentos al impacto de una granizada horizontal de acero y plomo asesinos.

El mayor no cejó en su empeño: corrió hacia la derecha llamando a voces a sus oficiales, a sus comandantes de batallón, a sus camaradas. Una noche de sombras lamidas por lenguas de fuego se burlaba de sus gritos; el mayor tropezaba con arbolillos espinosos; sus botas chocaban contra la pulpa de los cactos; filosas ramitas erizadas de alfileres negros le flagelaban la cara, le desgarraban el uniforme.

-¡El tercer batallón debe de estar en la trinchera! -pensó recordando el rostro moreno y serio del capitán Herrera, su oficial de mayor confianza, y se encontró de pronto bien cerca de la trinchera; distinguió, habituado ahora a la oscuridad, el perfil de los cubrecabezas: ¡Nadie estaba en la trinchera! Vio una ametralladora pesada abandonada; vio docenas de fusiles tirados dentro y fuera de la trinchera, vio un cadáver cobrizo con la espalda encostrada de sangre.

-¡Herrera! -rugió más que gritó.

Y esta vez su llamada fue contestada en el acto: seis soldados enemigos lo rodearon apuntándolo con sus rifles. Un oficial bajito le encendió una linterna potente en la cara y con voz cortante le dijo: -¡Ríndanse!

Al mismo tiempo el machete de un soldado cayó de plano sobre el brazo armado de Bermúdez. La pistola del jefe, apenas dio en tierra ya estuvo en manos de su enemigo.

El mayor prisionero fue conducido a la tienda del jefe vencedor. Este, sentado a su mesa de trabajo, redactaba el parte de la victoria reciente. Cuando el mayor Bermúdez   —70→   entró en la tienda, el mayor Otero se puso de pie. El mayor Cristian Otero tendría unos treinta años. Las correas del catalejo y de la cantimplora le cruzaban el pecho. Vestía un uniforme verde desteñido, con botones negros. Un cinturón con pesada pistola le ceñía el talle. Su rostro, lleno de lozanía y juventud, era plácido y amable, sin huella de fatiga.

-¡Buenas noches! -dijo el prisionero-. ¡Donde está el comandante del Destacamento!

-Habla usted con el comandante del Destacamento.

-Un comandante debe ser de más alta graduación.

-Soy mayor -contestó Cristian Otero.

La fisonomía del prisionero manifestó una amarga sorpresa, su boca fina, sombreada de negro bigote se volvió un tajo sin relieve.

-¿Cuántos hombres tiene usted?

-El mismo número que usted tenía hace cuatro o cinco días.

-¡Imposible! Usted ha tenido desde el comienzo fuerzas tres veces superiores.

-No, mayor. Empezamos la partida con las mismas... piezas.

El jefe sonrió con más ironía que orgullo y, al hacerlo, dejó ver unos dientes grandes, blanquísimos. En ese instante pareció casi un adolescente, un tenientito recién salido del colegio militar. Luego agregó:

-Usted no creyó nunca que nosotros pudiéramos aguantar tantas noches seguidas de combate y ataque. Esa fue mi carta de triunfo: insistir, insistir. La cosa fue sencilla. Esperaba a que fuera bien de noche, dejaba las ametralladoras pesadas en la trinchera, y le echaba a usted el grueso de mis tropas sobre el ala izquierda. La tercera, la cuarta vez, la maniobra resultó muy fácil; todo el mundo sabía   —71→   perfectamente lo que debía hacer. Hoy hice que me despertaran media hora antes del ataque.

Y diciendo esto el mayor Otero tomó de sobre su mesa una petaca llena de cigarrillos e invitó a fumar al prisionero.

*  *  *

El pequeño ejército vencedor siguió su marcha sin que nadie lo detuviera hasta las estribaciones de los Andes. Los prisioneros fueron evacuados a retaguardia en camiones sin más centinela que un soldadito soñoliento. No había peligro de que nadie se escapase. ¿Hacia dónde, en aquel desierto inmenso?

El día en que el mayor Bermúdez iba a ser evacuado se encontró solo, de pronto, entre un grupo de soldados enemigos, bajo un cobertizo de paja. Serían las dos de la tarde. El mayor tenía una expresión avinagrada y estaba sombríamente taciturno. Sobre el cuerpo alto y delgado no le quedaban más que el uniforme y sus altas botas de caña roja. Todo lo demás, reloj, cartera, pistola, brújula, había sido secuestrado o, para emplear la palabra dialectal, «requechado». Conservaba en su continente, sin embargo la dignidad del hombre orgulloso, acostumbrado a mandar. Cruzados los brazos sobre el pecho, Bermúdez miraba hacia el norte, hacia donde se había deshecho su poder y aniquilado su Destacamento.

Un gigantesco soldado vestido con sucio uniforme verdoso, altísimas perneras de cuero que le cubrían las extremidades desde los talones hasta el fin de los muslos, y con el machete colgándole del cinturón en ancha vaina oscura, lo contemplaba con sus negros ojos aindiados. El soldado echó una larga mirada sobre las botas rojas y luego   —72→   apartando a dos camaradas que le cerraban el paso y que junto a él parecían muy bajos, avanzó hacia el prisionero:

-Dame tu bota -le dijo plantándosele enfrente, con voz lenta. El gigante había puesto los brazos en jarras y lo miraba a los ojos. No tenía prisa ni hacía ningún gesto amenazador. Quería las botas y las tendría.

El mayor no movió los labios pero le sostuvo la mirada sin pestañear.

-Dame tu bota, te dije -insistió el soldadazo y, entonces, con el índice de la dura diestra cobriza, le señaló las prendas rojas que despertaban su codicia.

Hasta ese momento, en plena siesta canicular, todo parecía dormir y la violencia de los combates recientes había cedido lugar al perezoso bochorno del descanso en la siesta abrasadora. Pero ahora el grupo de hombres reunidos bajo el cobertizo se animó. Otros soldados que yacían adormilados no lejos levantaron la cabeza. Alguien silbó. Hubo una tensa expectativa. Una exclamación en guaraní hizo reír a todo el grupo. Sólo el mayor y el soldadote permanecían mudos, mirándose.

Transcurrió un minuto de silencio. Por fin habló el prisionero. Su voz fue dura como un golpe de fusta:

-No me las sacarás estando yo vivo...

A unos doscientos metros más o menos a la sombra de los únicos árboles frondosos que había en el fortín desolado, un capitán de infantería, el famoso Ezequiel Quintana, conversaba con dos señoras de la Cruz Roja que a la sazón visitaban el frente en gira de inspección.

Yo, que había llegado hasta el cobertizo minutos antes, tuve una súbita idea para dar fin inesperado a aquella escena que ya anunciaba un estallido de violencia.

-Mi mayor -mentí-. El capitán Quintana quiere hablar con usted urgentemente. Venga conmigo.

  —73→  

Al oír el nombre del capitán Quintana, todos los presentes se dieron vuelta hacia mí, dando por terminado el espectáculo.

El capitán Quintana estaba sentado sobre un cajón vacío de proyectiles de fusil; las dos señoras sobre el tronco de un árbol derribado. Una de las señoras, de tipo extranjero, era una mujer madura, alta y delgada, de cabello claro, de ojos azules. La otra, de edad más o menos igual, era casi obesa, y muy morena. El capitán Quintana tendría más de cuarenta años. Rechoncho, de ademanes sosegados, era un hombre a quien gustaba escucharse, seguro siempre de un auditorio atento. Se advertía en él la autocomplacencia del valiente profesional. Entre hombres, hablaba interminablemente de mujeres y de riñas. Ante las dos señoras evocaba ahora sus últimas hazañas:

-Mi batallón estaba completamente cercado. Más de dos regimientos formaban el cerco. Mandé diez hombres al mando del sargento Ruiz para que me trajeran un prisionero. Ruiz se trajo un oficial, pero le mataron seis hombres y le hirieron un brazo. Casi detrás de cada árbol había una automática. Al prisionero lo hice declarar agarrándolo del cuello hasta casi estrangularlo. Contó que tenían dos regimientos reforzados; contó que nos habían tercado para aniquilarnos a morterazos y que ya estaban llegando nuevas baterías de morteros para empezar la fiesta lo antes posible. Contó que sabían que yo estaba en el cerco, que yo tenía el mando. Aseguró que el coronel ya anunciaba por radio mi inminente exterminio.

-Entonces yo no dudé un minuto. No había más remedio. Además, la cosa no falla nunca. Llamé a todos los comandantes de compañía y de pelotón. Y sin preámbulos les dije: «Vamos a romper el cerco al amanecer. Yo iré en punta, por allí, de frente. Cada pelotón va a abandonar su puesto y formar una columna. Seremos una sola columna,   —74→   de cuatro en fondo. Todo el mundo con machete. Oficiales y tropa. Nada de armas de fuego. Cuando dé la orden, me siguen.»

El capitán hizo una pausa para encender el cigarro que se había apagado. Luego continuó:

-Mi gente está bien fogueada y me responde en forma. No hace falta dar explicaciones largas. Esa noche llovieron los morterazos hasta las once, más o menos. Poco antes del amanecer pasé una rápida revista a mi gente. Todo estaba listo. Di la orden y me lancé al ataque, machete en mano. Había dormido bien y me sentía fuerte. Corrí a toda velocidad abriéndome camino entre árboles y cactos a machetazo limpio. Nos oyeron venir: y hubo entonces más plomo que hojas en el monte. Detrás de mí caían mis hombres como moscas, pero siempre había otros pisándome los talones. Un balerío feroz me abanicaba la cara. Frente a nosotros parecía amanecer de tan espeso que era el fuego. Y estuvimos ya sobre el enemigo, sobre las pesadas. Nuestros machetes, con la rabia sonaban como hachas sobre las cabezas de indio. Hice arremangar a los dos lados. Y todo mi batallón salió del cerco.

-Mi capitán, le presento al mayor Bermúdez...

El mayor había oído la mitad de la historia antes que Quintana advirtiera nuestra presencia. Nunca sabré si nos había oído llegar o no. Lo que sé es que tanto Bermúdez como yo habíamos escuchado al terrible oficial con atención no menos intensa que las dos señoras. Estas nos habían echado una rápida ojeada para al instante seguir absortas en el relato.

-Capitán Ezequiel Quintana, comandante del 1er. Batallón de Regimiento X de Infantería...

Se dieron la mano mirándose gravemente a los ojos. Las dos señoras permanecieron en silencio, hasta que el capitán hizo las presentaciones:

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-La señora Isabel Schulz de Velázquez, de la Cruz Roja. La señora Raquel González de Ortega, también de la Cruz Roja...

Vi que el mayor juntaba los talones y se inclinaba al saludar a las señoras. Sus botas coloradas hicieron un ruido opaco sobre la arena tibia de aquel paraje. Debió de producir Bermúdez una impresión muy favorable, la misma que había producido en mí: respeto, lástima, simpatía. El mismo capitán le hizo preguntas de sincero interés humano y mandó al ordenanza que le sirviera mate caliente o frío, según su preferencia. El mayor declinó el ofrecimiento con urbanidad. Luego oí que las señoras le prometían la ayuda de la Cruz Roja para facilitarle noticias de su familia. El capitán parecía ignorar mi presencia como negándome cualquier posible intervención en el grupo en que él era centro de atracción y foco de condescendencia. Yo ni mentalmente insinué un reproche, ni aun el más secreto, pues lo admiraba igual que el más ignorante de sus macheteros. Él era el que era. No había más. Sintiéndome ya inútil y enteramente insignificante, pedí permiso y me retiré. A los veinte pasos volví la cabeza con disimulo. Alguien había dicho algo y todos reían espontáneamente.

-¡Lo que le espera! -pensé-. ¡Lástima no poder hacer nada...!

Pasó el tiempo. Nuestras armas treparon por las quebradas de los Andes; había planes de nuevas batallas para asegurar la victoria definitiva, pero en junio de 1935 se firmó el armisticio. Días antes del fin fui herido levemente en el brazo izquierdo y pude abandonar el frente antes que nadie entre los oficiales de mi unidad.

Y un día, en Asunción por la Avenida Colombia, toda decorada con arcos de triunfo y banderas, desfilaron las tropas victoriosas del Chaco. Yo, restablecido de mi herida, vestido de civil, contemplaba el silencioso desfile de aquellos soldados de bronce que parecían insensibles al hambre, a la sed, a la fatiga, e indiferentes ante la gloria.

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De pronto una mujer de cara conocida que estaba a mi lado pronunció mi nombre: -¿Es usted el teniente fulano de tal?

-Servidor -dije.

-¡Qué casualidad y qué gusto de verle! ¿Recuerda usted al mayor Bermúdez, el prisionero?...

-Sí, señora. ¿El de las botas coloradas?

-¡El mismo! ¿Puede usted venirse esta tarde a mi casa a tomar el té, a eso de las cinco? Tengo algo que decirle, importante.

-¿Dónde vive usted, señora?

-Ahora en la vieja casa de mi madre, que usted conoce bien porque queda cerca de la suya.

-Muy bien, gracias. A las cinco en punto estaré allá.

En ese momento pasó por la ancha avenida, montando en poderoso caballo y saludando con la espada desnuda, el comandante del Segundo Cuerpo de Ejército. La multitud estalló en una salva de aplausos y una lluvia de rosas y claveles cayó en torno del jinete. Yo también grité, como todo el mundo gritó, vitoreando a mi jefe.

Antes de sentarnos a la mesa del té, la señora de Velázquez me entregó una carta. Era del mayor Bermúdez. Salto fecha, nombre, tratamiento. La recuerdo de memoria. Decía:

Usted me ha salvado la vida. Bajo el cobertizo de paja, al día siguiente de mi derrota. Jamás iba a permitir que aquel bárbaro me despojara de las botas. Al menos, estando yo con vida. Durante días y noches pensé en usted, en usted que se habrá olvidado de mí enseguida. Resolví que tenía que hacer algo para demostrarle mi gratitud, antes de abandonar su país. Me dieron por prisión, en esta ciudad, un caserón colonial. Allí he pensado en usted, día tras día. Y he pensado también en cosas absurdas. La gratitud me atacó   —77→   como una fiebre. Pensé, por ejemplo, en hacer fundir en plata un par de botas de forma y tamaño idénticos a los de las que llevaba puestas cuando usted me rescató de la humillación y la muerte, y hacérselas enviar desde Potosí. Rechacé esta idea, como otras cien ideas parecidas. Las botas, las botas... Pensé que debía quitármelas antes de volver a verle a usted, de hablar con usted. Psicosis de prisionero.

«Desde Potosí, gracias a la Cruz Roja, ha llegado a mis manos algo que he pedido para usted. Acepte la sortija que la señora de Velázquez le va a entregar en mi nombre: estuvo cuatro siglos en mi familia y me la dio mi padre el día que obtuve mi despacho de teniente.»

Cuando terminé de leer la carta, la señora de Velázquez me entregó una cajita de gastado terciopelo. Al abrirla, chispeó ante mis ojos un gran diamante.

-Eso vale más que una condecoración -dijo sonriendo la señora-. Y viene de un enemigo.

-¿Y las botas? -pregunté-. ¿Se las llevó el mayor?

-Bermúdez fue de los primeros en volver a su país. El día en que vino a despedirse, el mayor se sentó en el mismo sillón en que usted está sentado. Sus botas brillaban tanto que parecían de metal.

1962



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ArribaAbajoCuadros póstumos

Vivieron muchos años en un caserón colonial que ella heredó de sus padres y que él, arquitecto, embelleció sin desvirtuarle el carácter de prestigiosa antigüedad. Tenía el caserón unas doce habitaciones de anchas paredes que daban, todas, a un extenso patio cuadrangular. Allí crecían altos árboles que, en sucesivos meses, como por turno, se cubrían de flores amarillas, rosadas, blancas, según la especie de cada uno. Si Noemí heredó el caserón colonial, él, Adolfo, heredó a doña Gertrudis, más conocida como Ña Gertrú. Ña Gertrú fue traída a la casa grande acompañada de un pariente ya viejo aunque todavía fuerte, Froilán Ramírez, jardinero de oficio.

Noemí toleraba a Ña Gertrú porque Ña Gertrú resultó indispensable. Ex nodriza de Adolfo, luego ama de llaves y encargada del gobierno y economía de la familia venida a menos de Adolfo, era de una laboriosidad infatigable. Demasiado adicta a Adolfo, inspiraba a Noemí un mal disimulado despecho. Se decía que era médium, que había actuado de médium en séances de unos espiritistas ingleses, prestada a estos por los padres de Adolfo, años atrás. Ña Gertrú, devota, rezaba todos los días su rosario. Pero se comunicaba con los espíritus. Se decía también que el viejo Froilán, aunque semiesclerótico, era activo espiritista formado por aquellos ingleses. El jardinero -nadie, ni él mismo sabía su edad- vivía absorto en su trabajo, gracias al cual el gran patio cuadrangular se había convertido en una serie de jardines paralelos de estilos diferentes.

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Noemí se preciaba de pintora, de «pintora de oído» -decía- porque nunca había estudiado pintura. Los dos, marido y mujer, no sólo ella, eran «pintores de oído». Pero Adolfo tenía verdadero talento al paso que Noemí sólo comenzaría a pintar pasablemente y a veces bastante bien después de veinticinco años de matrimonio y con dos hijos mozos. Un francés bohemio, excelente pintor algo borrachín dio a Noemí no se sabe cuántas lecciones y le hizo ver cosas que ella ni sospechaba tocante a técnicas de composición y al uso de los colores. Adolfo, cariñoso, indulgente, estimulaba a su mujer, el gran amor de su juventud. -Cada vez pintará mejor -aseguraba a parientes y amigos-. Tiene un maestro muy bueno que en un año le ha enseñado mucho y que le enseñará más.

El pintor, Jean Lousteau, hombre excéntrico, extravagante, ocultista, trabó amistad con Ña Gertrú y con Froilán el jardinero. Y ocultamente, secretamente, pusieron en práctica sus misteriosos ritos en muchas noches, sin testigos, en una pieza del fondo del caserón colonial.

Y Noemí pintaba y pintaba mientras Adolfo, muy atareado en sus trabajos de arquitectura, sólo de vez en cuando se sentaba ante su caballete junto a la ventana que daba al gran patio cuadrangular. Adolfo pintaba los árboles de flores amarillas y los de flores blancas y rosadas; pintaba sobre ellos cielos muy azules o cielos dorados. Noemí, que ya se sometía a las leyes de la perspectiva y sabía mezclar colores según técnicas consagradas, criticaba a su marido por sus cuadros primitivos. Él no sabía dar relieve a la sustancia de sus colores; ella sí; ella había aprendido a pintar flores de los varios jardines que en la heredad cultivaba Froilán. Y lo hacía de tal manera que si uno pasaba sobre esas flores la yema de los dedos, sentía la substancia pictórica en áspero relieve sobre el lienzo o la tabla.

-Estimada señora -le decía Adolfo afablemente y tratándola de usted-, ¿me llama usted primitivo para alabarme o para vituperarme? Mire usted, el Douanier, como llaman   —81→   al francés Henri Rousseau, es pintor famosísimo en todo el mundo. ¿Y quién es más ingenuo, más primitivo que el Aduanero Rousseau? Lo admiran Matisse, Pablo Picasso, Guillaume Apollinaire... -¿Qué sabe usted arquitecto de segunda sobre cosas de pintores? -respondía ella más de veras que de broma. Noemí ignoraba lo que significa sadismo, aunque lo practicaba en más de una manera.

Su atelier era menos grande que el cuarto que Adolfo había convertido en su biblioteca y, esporádicamente en su taller de pintor aficionado o amateur como Noemí prefería llamarlo. Ella aseguraba saber francés y venir de una familia ilustre del norte de Francia. Una estirpe de antiguos blasones nobiliarios, blasones que ella se complacía en copiar pintándolos en varios tamaños. En cuanto a él, él era un Don Nadie, un... No llegaba a decir pobre diablo pero el sentido de su reticencia era muy claro. Durante años fue ella perfeccionando su arte sádico con no menor asiduidad que el arte pictórico.

A menudo, cuando el arquitecto estaba ausente, iba ella a su estudio. La ventana del estudio ofrecía una vista soberbia. Esta ventana, según las variaciones de la luz del sol o de la luna, hacía como de marco a un hermoso cuadro cambiante aunque en muchos aspectos invariable. Y Noemí descubrió un día, detrás de un estante repleto de pesados libros, unos lienzos de pintura al parecer reciente. Adolfo tenía más de una docena de cuadros de la ventana «Cuadros de la ventana» tenían por título según comprobó en un rótulo pegado al borde de uno de ellos. Así fue cómo advirtió que su marido el amateur había realizado extraordinarios progresos.

Este descubrimiento le produjo una oscura rabia. Celosa, recelosa, suspicaz, intuyó que tras la no sospechada maestría de su cónyuge había un secreto que él no quería compartir con ella.

Noemí no dijo nada a nadie, ni siquiera a Adolfo a quien día tras día tachaba de cada vez más variados defectos y   —82→   deficiencias: él no sabía ganar dinero, él era en el fondo un haragán, un abúlico, no como Fulano y Mengano, dueños de lujosos automóviles y espléndidas mansiones. Adolfo se contentaba con aquel caserón heredado (de los padres de ella) donde cada día resultaba más evidente que el dinero no abundaba porque ¿dónde estaba la piscina para el gran patio cuadrangular en que ella y Froilán habían hecho, con escasos medios, varios jardines, y dónde el quincho para los asados de fin de semana? A él le bastaba el viejo coche brasileño que era una vergüenza; no, él no echaba de menos nada porque como nunca había tenido nada, lo poco que tenía le parecía más que suficiente. Así explicaba Noemí la indiferencia de Adolfo tocante a los lujos de moda.

El descubrimiento de los escondidos cuadros de Adolfo equivalía a algo mucho más que la evidencia de vivir con un verdadero artista, un artista que a ella le ocultaba lo mejor de sí. ¿Por qué no le había mostrado los «cuadros de la ventana»? ¿Cuándo, cuándo los había pintado? Recordó entonces que un tiempo atrás, acaso más de un año, él había instalado un catre de campaña en su estudio y que allí dormía cuando sus trabajos de arquitecto, según él, se lo exigían. ¡Entonces él se encerraba de noche en su estudio para pintar en secreto! ¡Ahora se explicaban los potentes focos eléctricos, los spotlights fijados a las vigas del techo para iluminar no sólo la mesa de arquitecto sino el caballete de amateur! Tragó saliva acerca de esto; pero la mordacidad de sus críticas se hizo más amarga. De un modo insidioso y tenaz Noemí atribuía los defectos y las deficiencias reales o imaginarias de su marido al supuesto plebeyismo de este.

Él no descendía como ella de gente aristocrática; él era hijo de padres pobres y humildes, no como ella. Ella había nacido en la abundancia, y, en cuanto a aristocracia allí estaban los blasones de su familia colgados en el comedor y en el living.

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Adolfo la soportaba con calma filosófica. Hombre culto, había comprendido años atrás que en su mujer había un desorden psicosexual; el erotismo en ella se gratificaba infligiendo dolor a su pareja; dolor físico en la oscuridad, dolor moral a la luz del día.

A Noemí se le había convertido Adolfo en un personaje que la intrigaba profundamente. Su marido, su víctima, ¡era un gran pintor! Su envidia de pintora inferior -sí, ella no podía menos de darse cuenta con absoluta lucidez de que él podría hacerse de un gran nombre- su envidia daba paso a una curiosidad malsana. ¿Por qué el secreto? ¿Cómo había aprendido él a pintar de esa manera impresionante y con una técnica -ella se vanagloriaba de su técnica- consumada? Las reproducciones que ella admiraba en gruesos libros sobre grandes pintores contemporáneos no asumían a sus ojos ninguna superioridad sobre los méritos artísticos de Adolfo. Parecía que él hubiera asimilado todo cuanto en casi un siglo había logrado la pintura moderna tocante a métodos, a procedimientos de expresión plástica, a ilusionismo cromático.

¡Esos retratos de modelos desconocidos pintados con pincel y espátula! ¡Y los árboles del patio rectangular, tan repetidamente pintados a varias luces y con distintas perspectivas, vivían, respiraban, crecían, florecían en telas y tablas de Adolfo!

Una noche en que marido y mujer habían ido a una comida, Ña Gertrú, ya en buenas relaciones ocultistas con el bohemio francés, llevó a Monsieur Lousteau al estudio de Adolfo.

-Que no sepa la señora nada de esto -rogó la médium al pintor-. Usted debe ver los cuadros del señor Adolfo.

Monsieur Lousteau contempló lentamente cada uno de los cuadros.

-Notable, extraordinario, -sentenció después de un largo silencio-. Ahora sé quién es el Adolfo a quien pondera   —84→   tanto una belga. No diga nada de esto - rogó a su vez el francés-. Ella le está dando lecciones al señor Adolfo y esto es un secreto...

*  *  *

Cuando el arquitecto no dormía en la alcoba conyugal más de tres noches seguidas, Noemí en las dos últimas no podía conciliar el sueño, sola, en la cama grande. Cavilaba insomne, celosa y furiosa, y ya de mañana, apenas salía él en el viejo coche para ir al trabajo, corría al atelier de Adolfo. Dejó de ir allí más de un mes cuando cesaron las novedades; pero una mañana de agosto tuvo el pálpito de que algo especial descubriría en el estudio. Y no se equivocó: había un cuadro nuevo, un retrato al óleo de Gertrudis, de Ña Gertrú. El empaste era admirable. La expresión de los grandes ojos brillantes en las órbitas profundas la llenó de asombro. Y aquella sonrisa toda misterio de los labios hundidos por la edad le pareció insólitamente burlona en el rostro de la anciana de ordinario apacible y respetuoso.

¿Cómo no lo había visto así o era que el pintor transformaba a su modelo? ¿O a esta Gertrudis, a la auténtica, le habían arrancado una máscara? No había duda de que en este retrato de extraordinario parecido, la mujer misteriosa, intermediaria de los espíritus, se sobreponía a la humilde anciana habitual.

-Más que criada siempre se ha comportado como madrina de Adolfo. Yo he sido firme: desde el día en que la vi por primera vez la puse en su lugar. En esta casa mandaría yo y nadie más.

Pasaron unas semanas durante las cuales Noemí vivió recluida en su taller pintando afanosamente. Cuando salía   —85→   de su encierro paseaba muda por el patio cuadrangular. A veces se detenía junto a algunos de los muchos canteros cultivados por Froilán y se hacía de un ramillete de rosas de vivos colores para llevarlo a su refugio. A la hora de las comidas, Adolfo, sereno y amable, le preguntaba acerca de su trabajo. Noemí contestaba con monosílabos y apenas terminaba el almuerzo o la cena se volvía a encerrar en su taller. Parecía no sentir la curiosidad de antes con respecto a la secreta actividad artística de su marido. Había dejado de ser la espía del amateur como ella se había dicho a sí misma en más de una ocasión.

*  *  *

Un día de lluvia resolvió visitar el estudio de Adolfo. Algo nuevo tenía que haber allí. Y, en efecto, en el centro del amplio cuarto vio un caballete que no conocía y, en éste, una pintura de tamaño mayor que el de todas las demás: el retrato de una mujer joven, de acaso menos de veinticinco años. La rubia melena larga, hasta los hombros, sedosa, fulgurante. Los ojos azules de mirada franca, inocente, y una semisonrisa en labios de perfecto dibujo. Su blusa de tela celeste dejaba ver el nacimiento de unos senos henchidos, voluptuosos.

¿Quién sería la intrusa bajo su propio techo? Noemí, a quien el maltrato que infligía a Adolfo por oscuras razones, había acabado por convencerla de que lo despreciaba, comprendió de pronto ante la imagen deslumbradora de la mujer rubia que su propia sevicia había sido acaso una manera de humillarlo, de empequeñecerlo para hacerlo más dócil, más indefenso, más suyo.

Y también comprendió el despego de él en los últimos tiempos, su falta de ardor en un lecho conyugal ahora frío y antes caldeado de pasión.

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Y ella que había vivido a lo gran señora, algo distante y desdeñosa, sin concurrir a los tes, bautizos y otras reuniones sociales a que eran tan afectas las señoras de su edad, quiso de pronto saber todos los chismes y especialmente alguno que circulara sobre la mujer rubia. Depuso entonces su aristocrático desdén y comenzó a averiguar con astucia, en tes y bautizos, todo lo referente a aventuras de hombres casados. Fingió interesarse por muchas parejas que le traían sin cuidado y, de este modo, yendo de un chisme a otro, oír el que le interesaba y afligía. No le llevó mucho tiempo lograr su propósito. Adolfo y la hermosa belga, sí, esa muchacha rubia de ojos azules, se daban citas en reservados de Lambaré.

-¿Belga?

Belga, sí, nacida en Amberes, había venido al país con una beca o algo así de la Unesco. Era pintora y de familia de pintores de renombre. En Areguá tenía ahora alquilada una casita donde su taller de pintora atraía a artistas jóvenes como ella.

-¿Jóvenes? ¿Y ella qué edad ha de tener?

-Algunos más arriba de los veinte...

¡Ahora sabía Noemí qué trabajos de arquitectura llevaban a Adolfo a Areguá y hasta le obligaban a pasar la noche en un hotel cercano al lago!

*  *  *

Noemí determinó hablar con Ña Gertrú. Para sorpresa de ésta, Noemí se mostró inusitadamente amable al preguntarle a qué hora había posado ella y, cuántas veces, para ser retratada. Ponderó a Gertrú el retrato, le dijo que era espléndido. -¿Sabe usted si está estudiando pintura a   —87→   escondidas para darme a mí y a toda la familia una alegría inesperada? ¡Pinta maravillosamente desde hace más de un año y a mí misma me guarda el secreto!

Ntilde;a Gertrú respondió reposadamente que el señor Adolfo desde muy chico había sido buen dibujante y pintor precoz. Sus muchos quehaceres no le han dado tiempo para la pintura... Cuando era chico usaba aceite de cocina para sus cuadritos al óleo. Pero como ahora, por ser arquitecto, ha de conocer a muchos artistas... Yo también, señora, noté que el señor ha progresado mucho. Hace tiempo me dijo que me pintaría un retrato. Pero cuando él estaba en casa yo tenía mucho trabajo y no podía posar en su estudio. Eso le dije. Y entonces él me contestó que él podría retratarme de noche.

-De noche le va a gustar más a usted -me dijo en broma- porque usted, Ña Gertrú, es espiritista.

Noemí se armó de valor para ir a Areguá un día de aquellos y enfrentarse con la belga. Iría a Areguá apenas terminara una exposición que había preparado a pedido de una galería de arte recién fundada cerca de su casa.

La exposición fue todo un éxito artístico y social. Durante unos quince días se sirvieron vinos y bocadillos en los tres salones de la galería mientras los concurrentes contemplaban los cuadros de Noemí. Más de una docena fueron vendidos en los primeros tres días.

-Se ha convertido en una buena pintora -se oía comentar a gente más o menos entendida.

Adolfo asistió a la inauguración pero al día siguiente de la clausura amaneció enfermo y no pudo levantarse. Hizo llamar a Noemí. Y le dijo: -Sé que voy a morir pronto; hace tiempo lo presentía. Yo te perdono ahora lo que he tratado de perdonarte durante mucho tiempo.

Y horas después falleció mientras dormía. Noemí vivió aquella muerte sin inmutarse. Nadie la vio llorar ni hacer demostraciones de luto. Habló muy poco con la gente que   —88→   fue a darle el pésame. Doña Gertrudis no se movió de junto al féretro hasta que se lo llevaron. Lloraba convulsivamente.

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Terminadas las misas de difuntos, Noemí extremó el rigor de su reclusión voluntaria. Pocos días después tuvo una inesperada alegría. Recibió un legado en dólares de una tía fallecida meses atrás en Washington. Noemí se compró un automóvil de buena marca y reservó el resto del dinero para dar mayor lucimiento a una nueva exposición de pintura. Porque ahora iba a pintar nuevas vistas del gran patio. Y azaleas, rosales y buganvillas protagonizarían óleos de su nuevo estilo. Pero antes de ensayar el nuevo estilo tomó posesión del estudio del difunto y, al hacerlo, determinó apropiarse todo lo hecho por él sobre lienzos y tablas y firmar con su ya conocida firma, la de ella, se entiende, cada una de esas obras. Esta tarea resultaría fácil porque Adolfo nunca había firmado sus cuadros, como tampoco había firmado unos treinta dibujos a pluma y tinta china que Noemí halló en no muy limpias carpetas de arquitecto.

Noemí entonces firmó los dibujos a pluma con gran satisfacción. Ahora óleos y dibujos de Adolfo constituirían el mayor contingente de su nuevo estilo, el de su viudez.

Pero hizo una excepción con el retrato de la hermosa belga. Empapado en aguarrás, el cuadro ardió en un rincón encubierto por malezas del patio cuadrangular. Fue un auto de fe sin público a quien amonestar o escarmentar. Sólo Ña Gertrú, escondida detrás de un seto vivo de jóvenes cipreses, no se perdió el espectáculo de la secreta venganza. La anciana apenas podía dominar su cólera, testigo como era de los repetidos latrocinios pictóricos de Noemí y, ahora, testigo de la destrucción de una obra admirable. Pero   —89→   ¿podría vituperarse a Noemí por quemar aquel cuadro, lo más perfecto que había pintado el extinto? Ña Gertrú creía que sí.

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La exposición de cuadros y dibujos de «La distinguida pintora de los que ella misma llama su nuevo estilo», fue anunciada por la televisión, la radio y la prensa como un acontecimiento artístico de la temporada. Noemí creía ser la única en saber que la mayoría de las obras no eran de su autoría. Tan absorta estuvo en su ardid de engaño -de su justificable mistificación, pensaba ella- que nunca cayó en la cuenta de que Ña Gertrú había asistido a escondidas a todos y cada uno de sus hurtos.

La víspera de la apertura de la exposición Noemí pasó todo el día en salones de belleza. Si salía de uno insatisfecha, entraba en otro. Se había sometido durante semanas a severas disciplinas de adelgazamiento y a un no menos severo tratamiento del cutis. Quería ser otra como mujer así como iba a ser otra como artista ante el anticipable estupor del público. Segura del éxito, se había desentendido días atrás de los cuadros. Ña Gertrú debía encargarse de envolverlos en grueso papel madera y, llegado el día de la apertura, colgarlos en paredes de la galería o colocarlos en caballetes distribuidos aquí y allí ex profeso. La ayudarían peones adiestrados en estos menesteres.

El lugar de cada cuadro había sido determinado previamente por Noemí conforme a una numeración rigurosa: un lugar preciso -decía- para cada cuadro.»

¿Qué sucedió en el ex estudio y taller de Adolfo la noche antes del embalaje de los óleos y dibujos para ser conducidos a la galería? Si alguien en la alta noche, al pie de la ventana y por un postigo entreabierto hubiese espiado la oscura habitación hubiera visto vagamente una extraña   —90→   ceremonia en torno a una mesa en el centro de la cual ardía una candela.

Hubiera también percibido un confuso rumor de voces.

*  *  *

Noemí llegó elegantísima a la galería de arte, vestida de terciopelo negro. Un alto peinado hecho y rehecho más de una vez en el curso de la mañana y de la tarde del día de la inauguración, le sentaba admirablemente.

Largos pendientes de diamantes resplandecían a uno y otro lado de su rostro distinguido maquillado con excepcional esmero.

Un precioso camafeo antiguo llevaba sobre el seno.

Lo que el público vio aquella noche inaugural que fue también la primera y la última de la exposición -no puede resumirse en pocas líneas. Noemí causó asombro por su belleza y una como recobrada juventud, debidas en parte considerable a peinadores, a maquilladores, y a ese modelo de negra felpa, velludo terciopelo expresamente encargado de París. Ella siempre había sido hermosa; hoy no lo era menos que en el día de sus ya lejanas bodas; pero hoy, erguida en la altivez de su orgullo de artista que acudía al lugar de su triunfo, una gravedad majestuosa la favorecía.

Ahora bien, en cuanto a los cuadros, a los cuadros pintados por ella, se veían extrañamente maleados, afeados, como caricaturas de sí mismos.

Por el contrario, las obras que había pintado o dibujado Adolfo, lucían tal cual salieron de sus manos. Tenían además algo nuevo: la firma de su autor verdadero, no la de Noemí.

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La exposición resultó por eso un triunfo póstumo del arquitecto y pintor Adolfo Peñafiel. Ña Gertrú desapareció de la ciudad poco antes de la apertura de la exposición. Y nunca más se supo de ella ni de Froilán Ramírez, el jardinero.

1994



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ArribaAbajoLa mujer blanca

Su madre se negó a criarla. Se la dio a una mujer desgreñada, de pelo gris, que resultó ser su abuela. La abuela vivía en una casa desmantelada. Un largo corredor de gruesos pilares era lo mejor de la casa. Allí había suficiente espacio entre la pared y los pilares para colgar hamacas en que dormían unas mujeres enjutas, ni jóvenes ni viejas, que rara vez hablaban entre sí.

La abuela a ella no le hacía caso; primero la dejó gatear a su gusto por el corredor de baldosas quebradas y el patio de tierra. Alguien, alguna sirvientita, quizás hija natural de un varón ausente de la familia, la ponía en una hamaca y se olvidaba de ella. Ya podía llegar hasta la hamaca el sol y calentar su tejido sucio hasta hacer irrespirable el aire allí en el fondo donde estaba la criatura. Se acostumbró a no llorar porque llorando no conseguía nada, ni comida, ni atención, ni sombra. Así fue creciendo sin que se pudiera saber si era linda o fea porque la suciedad la cubría como otra piel encima de su piel, oscura y cuarteada. Sus cabellos eran una masa mugriente de color indefinido.

De vez en cuando la abuela la llevaba a casa de su madre; allí había una vieja, acaso una parienta, que no era mala. Solía bañarla y dejarla apenas limpia porque para quedar limpia del todo el baño debía ser largo y lento. La abuela, impaciente, se la llevaba de vuelta a la casa del corredor cruzado de hamacas. En ese tiempo ya tendría unos cinco años.

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Su verdadero nombre, Otilia, se lo cambiaron, por huraña y salvaje, y la llamaron Ortiga. Un día encontró en la calle un espejito ovalado, ordinario, con marco de hojalata, sucio de tierra. Lo limpió y se miró en él. Le pareció que sus ojos, de un verde brillante, eran los más grandes que había visto. Entonces fue cuando aprendió a sacar agua del pozo para lavarse la cara, los brazos y todo el cuerpo. Su pelo no resultó ser negro o castaño oscuro, sino rubio con algunos mechones achocolatados. A escondidas se bañaba y a escondidas se lavaba la poca ropa que tenía.

No recuerda cómo consiguieron que un colegio religioso la aceptara. Pero lo cierto es que a la huraña, a la salvaje Ortiga, ya había gente que la ponderaba por lo linda. El edificio era viejo y destartalado. De noche, cuando hacía calor, calor de verdad, se sacaban las camas de hierro al patio. El patio estaba embaldosado a medias, y era a medias de tierra roja apisonada. Las camas no eran ni grandes ni pesadas. Por eso las pupilas, de a dos en dos, las alzaban y sacaban del gran dormitorio con cruces negras en las paredes.

-¿Otilia, te ayudo? -Le dijo una vez una pupila. Ya sabía que su verdadero nombre era Otilia. Con ella sacaba su cama al patio. Un árbol, un ybapobó de sombra tupida y de follaje verde muy claro lleno de nidos, cubría buena parte del patio. Ella ponía su cama cerca del árbol, pero cerca no más, no a su sombra, porque quería mirar el cielo; porque sobre ese colegio, aunque feo y medio cárcel, el cielo era mejor que en ninguna parte. Así pensaba ella.

-Acostada boca arriba, prefería mirar las estrellas a dormir como las otras chicas.

-Fijando la vista más en algunas que en otras, yo podía dibujar figuras en el cielo. Una noche más clara que ninguna vi de pronto a la Mujer Blanca, toda de blanco. Eso debió de ser hacia el alba y mi visión no duró mucho. No supe entonces si estaba despierta o dormida. Pero a la noche   —95→   siguiente volví a ver a la mujer blanca, ahora con una flor blanca, más blanca que ella, que le brillaba sobre las manos. Esa flor que brillaba debería ser una rosa blanca y con luz adentro, como la mujer de allá arriba.

La noche aquella cuando al fin quedó dormida tenía ella los ojos llenos de lágrimas. Era feliz por primera vez. Durmió más hondamente que nunca con un sueño muy dulce.

-Así habré dormido dos o más horas cuando al despertar, sentada en un costado de mi cama de hierro, la Mujer Blanca me dijo que iba a decir algo importante. Me habló tan suavemente que me pareció que me haría dormir de nuevo para que en el sueño la escuchara mejor. Me dijo que una flor hermosa, una flor con luz que ahora ella ponía sobre mi pecho, me dijo que yo tenía que llevársela a una mujer, blanca como esa flor, que vivía aquí abajo, en la ciudad, y no lejos.

-Yo te ayudaré desde arriba. No te será difícil encontrar la casa. La puerta de la calle estará entreabierta. A ver, a levantarse...

No había nadie en las calles llenas de luna. Yo sabía adonde ir; me lo habían indicado muy bien: a pocas cuadras del colegio, yendo hacia el río, doblar a la izquierda. No lejos de un baldío habría una casa de seis balcones bajos. Llegué a la casa y vi el zaguán; mejor dicho vi la puerta del zaguán, alta y labrada. Estaba entreabierta. La empujé y se abrió del todo. El zaguán no estaba oscuro. Avancé y vi un patio cubierto por una parra. La parra estaba toda iluminada por la luna. Yo llevaba la flor; aspiré su perfume una vez más porque tenía que entregarla pronto. Al final de la parra una mujer blanca como la otra, me esperaba.

Entonces me desperté y yo estaba sola en la cama de hierro cerca del árbol verde claro donde se agitaba un pájaro amarillo.

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Comprendí que no había ido yo a la casa de los seis balcones, la de la puerta entreabierta y la parra con luna. Comprendí que mi cuerpo no se había movido de la cama de hierro. Yo sí; una parte de mí. Yo no tenía ninguna flor blanca; acaso la había entregado.

El domingo siguiente, después de la misa de nueve, resolví visitar la casa a la luz del sol y llevar una rosa blanca a la mujer de mi sueño. A una de ellas, a la de aquí abajo.

El sacristán no quiso darle la rosa blanca que le pedía Otilia. Otilia insistió mirándolo a los ojos con esos sus ojos grandes y brillantes que sólo se veían en su cara.

El sacristán le dio la mejor rosa del altar mayor. Ella siguió las instrucciones que le dieron. Ya conocía el camino. Llegué al baldío y, a pocos metros, estaba la casa. Empujé la puerta de calle. Cedió y quedó del todo abierta. El zaguán, idéntico al del sueño, terminaba en el patio de la parra. Los racimos, maduros todos, empapados de sol.

Caminé a lo largo de la parra hasta llegar en un cantero redondo, de altos lirios.

-¿Me trajiste, Otilia, la rosa? Creí que era la misma mujer de allá arriba.

Cuando le di la rosa, me besó en la frente y me dijo que había llegado al Camino de la Bienaventuranza.

Yo entonces no vi ningún camino. Tampoco sabía entonces lo que es Bienaventuranza.

*  *  *


Y si, lector dijeres ser comento,
como me lo contaron te lo cuento.





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