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Acto II

Sitio rodeado de peñascos.

Escena I
TALBOT y LIONEL, jefes ingleses. -FELIPE DE BORGOÑA. -El caballero FALSTOLF y CHATILLÓN. -Junto a ellos algunos soldados con banderas.
TALBOT. Aquí, entre estas rocas, podemos acampar y hacer alto un instante, con tal que logremos replegar las fugitivas tropas que ha dispersado repentino terror. Ocupad vosotros la altura y estad alerta. La noche al menos nos libra del enemigo y no debemos temer ninguna sorpresa; porque no tienen alas que sepamos. Conviene, sin embargo, redoblar nuestra vigilancia. Es gente que no se duerme en las pajas, y no hay que olvidar que fuimos vencidos.

(El caballero Falstolf se retira y los soldados le siguen).

LIONEL. �Vencidos! general... �Ah! No repitáis esta palabra, porque todavía no he cesado de preguntarme si es realmente cierto que los franceses hayan visto huir a los ingleses a su sola presencia. �Orleans! �Orleans!, �Tumba de nuestra gloria! �En tus campiñas se hundió el honor de Inglaterra! Derrota vergonzosa y ridícula. �Quién con el tiempo querrá creerlo? Verse arrojados por una mujer, los vencedores de Poitiers, de Crecy, de Azincourt.
FELIPE. Consolémonos pensando que fuimos vencidos por el demonio, no por los hombres.
TALBOT. Sí, por el demonio de nuestra necedad. �Bueno fuera que los príncipes se dejaran amedrentar por este espantajo del vulgo! Mala capa es la superstición para encubrir vuestra cobardía; pues si no me engaño, vuestras tropas fueron las primeras en desbandarse.
FELIPE. Nadie se contuvo... Todos huyeron a la vez.
TALBOT. No, monseñor; la fuga empezó en el ala que formaba vuestra gente, y vos mismo corristeis a nosotros gritando que se había desencadenado el infierno y que Satanás combatía por los franceses. Así introdujisteis el desorden en nuestras filas.
LIONEL. Esto sí que no lo negaréis. Vuestras tropas fueron las primeras en huir.
FELIPE. Porque fueron las primeras en resistir al empuje del contrario.
TALBOT. La doncella conocía que aquel era el punto débil de nuestro campamento, y sabía dónde hallar el miedo.
FELIPE. �Es decir que pretendéis hacer responsable a Borgoña de los desastres de la jornada?
LIONEL. Si hubiésemos sido todos ingleses, sólo ingleses, no perdíamos Orleans.
FELIPE. Claro que no, porque nunca lo hubierais poseído. �Quién os abrió camino hasta el corazón del reino? �Quién os tendió la mano cuando arribasteis a la playa enemiga? �Quién coronó a Enrique en París y sometió a su obediencia a los franceses? Vive Dios, a no haberos llevado a París el esfuerzo de mi brazo, corríais el albur de no ver en la vida el humo de las chimeneas francesas.
LIONEL. Si se venciera con pomposas palabras, no dudo, duque, que os bastáis para conquistar Francia entera.
FELIPE. Como os contraría la pérdida de Orleans, queréis ahora verter sobre mí, vuestro aliado, la hiel de vuestra cólera. Mejor seria tal vez que meditarais en las causas de semejante pérdida. Orleans iba a rendírseme, y vuestra envidia lo impidió.
TALBOT. �Acaso creéis que vinimos a sitiarla por afecto a vos?
FELIPE. �Y qué sería de vosotros si os retirara mi auxilio?
LIONEL. No hablamos de pasarlo peor que en Azincourt, donde hicimos frente a vos y a Francia entera.
FELIPE. Lo cual no ha impedido que comprendierais la utilidad de nuestra alianza, y que el lugar teniente del reino la haya pagado harto cara.
TALBOT. Muy cara, harto cara, tenéis razón, tan cara que la pagamos hoy delante de Orleans con nuestro honor.
FELIPE. Doblemos la hoja, milord, que podríais arrepentiros de tales palabras. �Creéis, por ventura, que deserté la legítima bandera de mi soberano, y atraje sobre mi la nota de traidor, para soportar estos ultrajes de un extranjero? �Qué saco yo de combatir contra Francia? Si he de servir a ingratos, más me valiera servir a mi Rey.
TALBOT. Ya sabemos que estáis en tratos con el delfín, pero hemos de encontrar medio de guardarnos de la traición.
FELIPE. �Mal rayo!... �Así se me trata? Chatillón, preparaos a partir, regresaremos a nuestro campo. (Se va Chatillón).
LIONEL. Buen viaje. Nunca brilló con más esplendor la gloria de Inglaterra, que cuando la fió a su propio esfuerzo combatiendo sola, sin aliados. Obre cada cual por su cuenta y riesgo. Sigue siendo eterna verdad, que sangre francesa y sangre inglesa nunca lograron hacer buena mezcla.
 
Escena II
DICHOS. -La reina ISABEL, seguida de un paje.
ISABEL. �Qué es lo que oigo, señores? Deteneos. Qué mala estrella os saca de tino? Cuando es más necesaria que nunca la concordia para salvarnos, �vais a dividiros y a precipitar vuestra pérdida con intestinas querellas? �Por favor, noble duque!... Revocad esta orden violenta, y vos, glorioso Talbot, calmad la cólera de vuestro amigo. A ver, Lionel, a ver si entre los dos hacemos entrar en razón a estos hombres altivos... Vaya, ayudadme en la obra de reconciliarlos.
LIONEL. No contéis conmigo para eso, señora, porque me importa muy poco. Soy de parecer que cuando dos no pueden entenderse, lo mejor es separarse.
ISABEL. �Es decir que después de habernos sido tan funestos en el campo de batalla, los sortilegios del infierno seguirán perturbando los ánimos? �Cuál de vosotros inició la querella? Hablad. (A Talbot). �Fuisteis vos acaso, noble lord, quien se olvidó de sus intereses hasta el punto de ofender a tan digno aliado? �Y qué seriáis sin su auxilio? Él colocó a vuestro rey en el trono, y le sostiene en él, y le arrojará de él cuando quiera. Su ejército es vuestra fuerza, y más que su ejército su nombre. Porque habéis de saber que si el reino hubiese permanecido unido, vuestros esfuerzos se estrellarían contra él, y en vano sería que Inglaterra trajese a nuestras costas toda su gente. Sólo Francia puede vencer a Francia.
TALBOT. Sabemos honrar al amigo fiel, pero la prudencia aconseja desconfiar del falso amigo.
FELIPE. Nunca dejó de mentir con audacia, el desleal que quiso excusar la gratitud.
ISABEL. Y vos, duque, �llevaréis la indignidad, el descaro hasta el punto de tender la mano al matador de vuestro padre? �Seréis tan loco que podáis creer en la sinceridad de una alianza con el delfín, con el mismo a quien habéis puesto a dos dedos de la ruina? �En el borde del abismo a que le llevasteis pensáis detenerle, y destruir �insensato! la propia obra! Creedme: vuestros amigos son estos, y sólo hay salvación para vos en la estrecha alianza con Inglaterra.
FELIPE. �Lejos de mi ánimo el deseo de firmar la paz con el delfín! Pero tampoco he de soportar jamás los desdenes y el orgullo de la presuntuosa Inglaterra.
ISABEL. Vaya, decidíos a olvidar una frase irritante. Ya sabéis cuán crueles son para un soldado ciertos yerros, y cuán injustos nos hace la desgracia. Llegad, y abrazaos, Dejadme que borre todo vestigio de disentimiento, antes que sea inolvidable.
TALBOT. �Qué os parece de eso, duque? Un alma noble cede de buen grado a la fuerza de la razón, y la Reina acaba de hablar como mujer discreta. �Venga un abrazo! Quiero curar con él la herida que os causó mi lengua.
FELIPE. La Reina habló, es cierto, con sensatez... cede a la necesidad mi justa cólera.
ISABEL. Muy bien. Sea un beso fraternal el sello de esta nueva amistad. Llévese el viento las vanas palabras. (El duque y Talbot se abrazan).
LIONEL. (Aparte, y contemplando el grupo). �Oh nueva edad de oro de la paz, fundada por una furia.
ISABEL. Perdimos una batalla, señores, y la suerte se nos mostró adversa, más no por esto han de flaquear los ánimos. Desesperado de obtener la ayuda del cielo, invoca el delfín a Satanás con sus maleficios, pero �qué importa? Dejemos que incurra en la condenación, y el mismo infierno será impotente para salvarle. �Que una victoriosa doncella guía el ejército enemigo?...�Sea! Yo dirigiré el vuestro, y haré sus veces entre vosotros como profetisa.
LIONEL. Volveos a París, señora. Con buenas armas y no con mujeres pretendemos vencer.
TALBOT. Idos, idos... Desde que estáis con nosotros nada va a derechas, y pesa la maldición sobre nuestras armas.
FELIPE. Id con Dios; vuestra presencia no produce nada bueno, e indigna al soldado.
ISABEL. (Mirando alternativamente a los tres, sorprendida). �También vos, duque, compartis la ingratitud de estos caballeros hacia mí!
FELIPE. En cuanto cree pelear por vuestra causa, pierde el soldado su valor.
ISABEL. �De modo que apenas os he puesto en paz, os coligáis de pronto contra mi!
TALBOT. Idos, y que Dios os asista, señora. Por lo que a nosotros toca, en cuanto habréis vuelto la espalda, nada deberemos temer del diablo.
ISABEL. �Pero no soy vuestra fiel aliada?... �Ha cesado de ser mía vuestra causa?
TALBOT. Lo ignoro. Lo que sí puedo decir, es que la vuestra no es la nuestra, empeñados como estamos en un leal y honrado combate.
FELIPE. Yo vengo el asesinato de mi padre, y la piedad filial santifica mi empresa.
TALBOT. Si he de ser franco, vuestro comportamiento con el delfín es el más propio para ofender a Dios y a los hombres juntamente.
ISABEL. Así la maldición del cielo le hiera hasta la décima generación, porque se portó conmigo como un criminal.
FELIPE. Vengaba a un padre y un esposo.
ISABEL. �Erigirse en juez de mis actos!
LIONEL. �Crimen imperdonable en un hijo!
ISABEL. �Atreverse a desterrarme!
TALBOT. Obedeció a la voz de su pueblo que se lo impuso.
ISABEL.. Pártame un rayo si jamás le perdono. Antes que verle reinar en los dominios de su padre...
TALBOT. Os sentís pronta a sacrificar el honor de su madre, �verdad?
ISABEL. �Ah!... vosotros ignoráis, �almas flacas! de qué es capaz una madre irritada, ulcerada. Yo amo a quien me hace algún bien y odio a quien me ultraja. Precisamente porque es mi hijo y le lleven mi seno, es más merecedor de mi odio. La vida que le di, esta vida quiero arrebatarle, si osa, temerario, desgarrar con mano impía las entrañas donde fue concebido. �Qué pretexto, qué derecho tenéis vosotros para despojarle, vosotros que os armáis contra él? �Qué crimen le echáis en cara? �Qué ley quebrantó contra vosotros? Os incita la ambición, os incita la baja envidia. Sólo yo tengo derecho a odiarle, porque yo, yo le di la vida.
TALBOT. Perfectamente. Por la venganza reconoce a su madre.
ISABEL. �Oh, cuánto os desprecio, miserables hipócritas, que no contentos con engañar al mundo, os engañáis a vosotros mismos! �Cuánto me complace ver a los ingleses, extendiendo la mano rapaz hacia Francia, donde no tenéis ni un palmo de tierra,... de la que no podéis reivindicar en justicia ni el estrecho espacio que ocupa una herradura! �Y qué decir del duque, que se hace llamar el Bueno, y vende su patria, la herencia de sus mayores, al extranjero, al enemigo del reino! Confesad de una vez que os importa muy poco la justicia. �Yo al menos aborrezco la hipocresía, y me muestro al mundo como soy!
FELIPE. Es verdad. �Habéis sostenido esta gloria con notable despreocupación!
ISABEL. Yo soy mujer de pasiones. Mi sangre es ardiente como cualquier otra, y vine aquí a vivir como reina y no para contentarme con la simple apariencia. �Iba a renunciar yo a los placeres de la vida, porque se le antojó a la suerte darme por esposo a un mentecato, cuando me hallaba en el vigor de mi briosa juventud? Yo amo mi libertad más que mi vida, y quien osa a ella... Más �por qué disputar aquí sobre mis derechos? �Si corre en vuestras venas sangre espesa y tarda! �Si ignoráis lo que sea gozar y no tenéis más que bilis! �Qué decir del duque, que pasó su vida vacilando, indeciso entre el bien y el mal, y así es incapaz de amar como de aborrecer con pasión! Me voy a Melun. Dadme por compañía y pasatiempo a ese caballero que es de mi agrado (designando a Lionel), y obrad después como os parezca, que yo consiento con gusto en no ocuparme en mi vida de ingleses ni borgoñones. (Hace una seña a los pajes y se dispone a retirarse).
LIONEL. Fiad en que cuidaremos de enviaros a Melun los más guapos mozos franceses de los que la guerra ponga en nuestras manos.
ISABEL. (Volviendo). Sólo sois buenos para la guerra; no hay como los franceses para galanterías. (Se va).
 
Escena III
TALBOT. -El DUQUE DE BORGOÑA. -LIONEL.
TALBOT. �Qué mujer!
LIONEL. Sepamos ahora vuestra opinión, señores. �Continuamos huyendo, o retrocedemos a reparar con un golpe de mano la vergüenza de esta jornada?
FELIPE. Contamos con escasas fuerzas. Las tropas andan dispersas, y es harto reciente todavía el terror que se apoderó de ellas.
TALBOT. En ese terror ciego, en la súbita impresión de un instante, consiste el secreto de nuestra derrota, pero, en cuanto se vea de cerca, el fantasma de la imaginación sobresaltada se desvanecerá bien pronto. Por esto soy de parecer que al despuntar la aurora, pasemos el río para marchar contra el enemigo.
FELIPE. Pensad...
LIONEL. No hay que pensar nada, con vuestro permiso, si no es en reconquistar desde luego el terreno perdido. Seguidnos. De otro modo estamos deshonrados.
TALBOT. Ya está resuelto. Mañana nos batiremos... A ver si acabamos con este fantasma del terror que extravía a las tropas y paraliza su ánimo. Yo os juro que si cruzamos los aceros frente a frente con este demonio en figura de doncella, por poco que se ponga al alcance de una espada, le quitaremos las ganas de meterse con nosotros. Y en caso contrario, lo cual me parece más probable, porque eché de ver que la doncella evita un encuentro formal, en caso contrario, se habrá roto el encanto que tiene fascinado al ejército.
LIONEL. Así sea. En cuanto a mí, general, dignaos confiarme la dirección de ese torneo en que no se ha de verter sangre. Espero coger vivo al espectro, y en presencia del mismo bastardo su amante, traerla al campamento inglés para divertimiento de las tropas.
FELIPE. No os las prometáis tan felices.
TALBOT. Yo os juro que si le echo mano, no he de besarla muy suavemente. Pero vamos a reparar las gastadas fuerzas con breve sueño, y a las armas en cuanto amanezca. (Se van).
 
Escena IV
JUANA, llevando el estandarte, cubierta con el yelmo y revestida de una armadura sobre el traje de mujer. -DUNOIS. -LA HIRE. -Caballeros y soldados.

(Parecen primero en la altura, desfilan en silencio, e invaden luego el escenario).

JUANA. (A los caballeros que la rodean y mientras continua el desfile). Hemos franqueado el muro: estamos ya en el campamento. A fuera, pues, toda precaución propia para ocultarnos. Anunciad vuestra presencia al enemigo al grito de �Dios y la doncella!
TODOS. (Gritando, y haciendo ruido con las armas). �Dios y la doncella! (Tambores y cornetas).
C ENTINELAS. (Dentro). �El enemigo! �el enemigo!
JUANA. Ahora vengan las antorchas. Pegad fuego a las tiendas. Crezca el espanto con el furor de las llamas, véanse acorralados por la muerte.

(Los soldados se precipitan a ejecutar sus órdenes, y ella se dispone a seguirles).

DUNOIS. (Deteniéndola). Cumpliste tu deber, Juana. Nos has conducido al campamento y entregado al enemigo. Ahora te toca retirarte del campo de batalla, y a nosotros acabar la empresa.
LA HIRE Indica al ejército el camino de la victoria y tremola el estandarte al frente de nosotros, pero renuncia a empuñar la espada. No tientes al dios de la guerra, que es ciego y no perdona a nadie.
JUANA. �Quién osará detener mis pasos y dictar leyes al espíritu que me conduce?... Fuerza es que el dardo obedezca al arquero. Donde está el peligro, allí debe estar Juana. Tranquilizaos. No debo sucumbir hoy, ni en este sitio. Antes he de coronar a mi Rey, y nadie me quitará la vida, hasta tanto que se hayan consumado los decretos de Dios. (Se va).
LA HIRE. Dunois, sigamos a la heroína, y escudémosla con nuestros pechos. (Se van).
 
Escena V
SOLDADOS ingleses, atraviesan huyendo la escena. -Luego TALBOT.
SOLDADO 1.� �La doncella en el campamento!
SOLDADO 2.� �Imposible! �Jamás! �Cómo hubiera venido!
SOLDADO 3.� �Volando!... �Tiene al demonio de su parte!
SOLDADOS 4.� Y 5.� �Huid! �huid!... Estamos todos perdidos! (Se van).
TALBOT. �No me escuchan!... �Es imposible detenerlos!... Se han roto los lazos de la obediencia. �Como si vomitara el infierno sus legiones, echan a huir, así los cobardes como los valientes, arrebatados del mismo vértigo. �Y no me queda una sola compañía que oponer al torrente de enemigos que nos invade! �Soy, pues, el único que conserva su sangre fría en medio de esta gente, víctima de la fiebre? �Huir a la vista de aquellos zorros, de los franceses que derrotamos en cien batallas! �Quién es esta mujer invencible, diosa del terror, que así muda de golpe la fortuna y convierte en leones el tímido ejército de cobardes gamos? �Cómo pudo causar espanto en verdaderos héroes, una farsante disfrazada de heroína? �Habrá de arrebatarme una mujer mi fama de gran capitán?
UN SOLDADO. �La doncella! �Huid, general, huid!
TALBOT.

(Derribándole de una estocada). Huye tú al infierno, miserable, y caiga al golpe de mi espada quien ose hablarme de la fuga y de cobarde terror. (Se va).
 
Escena VI

Se corre el telón del foro, y aparece ardiendo el campamento inglés. -Tambores. -Fuga y persecución- Sale MONTGOMERY.

MONTGOMERY. �A dónde huir? �Donde quiera enemigos, en todas partes la muerte! Aquí el jefe enfurecido que nos cierra el paso con amenazadora espada y nos entrega a la muerte; allí la formidable guerrera portadora, como el incendio, del estrago, �Sin tener un arbusto ni una caverna donde guarecerse! �Desdichado de mí! �Ojalá no hubiese atravesado el mar! �Oh vana ilusión, que me llevó a la guerra contra la Francia en busca de renombre! �Oh destino fatal, que ahora me arrastra a través de la matanza! Quien se viese lejos de aquí... en las sonrientes orillas del Saverna,... en el tranquilo hogar de mis padres... donde dejé a mi madre desconsolada, y a la dulce prometida mía! (Parece Juana en el fondo). �Ay de mí! �qué veo? Es ella, la temible guerrera. En medio del incendio se eleva su figura llameando con sombrío fulgor, como espectro de la noche en la boca del infierno! �A dónde huir?... �Ay! que ya me envuelve su mirada de fuego; a su irresistible influjo siento paralizarse mis miembros, y los pies se niegan a huir. (Juana da algunos pasos hacia él y se detiene). Ya se acerca. Yo no aguardo a que me ataque. Me arrojaré suplicante a sus plantas, le pediré la vida... �Es mujer! Tal vez la enternezcan mis lágrimas.

(Apenas se adelanta, Juana se lanza sobre él).

 
Escena VII
JUANA. -MONTGOMERY.
JUANA. Muere, hijo de Inglaterra.
MONTGOMERY. (Cae a sus pies). Detente; no hieras a un indefenso. Solté la espada y el escudo, y me prosterno desarmado a tus plantas. Deja que viva, acepta mi rescate. Mi padre que mora en el país de Gales, regado por el Saverna, es rico y señor de cincuenta lugares. Ya puedes figurarte si rescatará a buen precio a su querido hijo, en cuanto sepa que vivo todavía prisionero de los franceses.
JUANA. �Insensato! �Basta de ilusiones! �Todo acabó para ti!... Caíste en manos de la doncella, manos terribles de las que no puedes redimirte ni salvarte. Si hubieras caído en poder del cocodrilo, en las garras del tigre, si hubieras robado a la leona sus cachorros, tal vez aún podrías implorar misericordia, más encontrarse con la doncella, es encontrarse con la muerte. Porque me liga al implacable cielo un pacto inviolable, espantoso, que me ordena matar a todo ser a quien ponga el combate en mi camino.
MONTGOMERY. Amenazadoras frases son las tuyas, pero tierna tu mirada y tu aspecto no inspira pavor a quien logra verte de cerca. �Cómo me siento atraído hacia ti! �Por piedad... por la piedad natural en tu sexo, perdóname!
JUANA. No invoques mi sexo; no me llames mujer. Como el espíritu inmaterial, sin lazo alguno con la tierra, no tengo sexo; bajo esta armadura no late un corazón.
MONTGOMERY. �Oh! yo te invoco por la sagrada ley del amor, que recibe universal homenaje. Dejé en mi patria a mi tierna prometida, bella como tú, en la flor de su edad y de sus hechizos. �Llora la infeliz aguardando al amado! �Si tú esperas amar y ser dichosa algún día, �ah! no separes cruelmente dos corazones unidos con el sagrado lazo del amor!
JUANA. Cesa de invocar en tu ayuda a estos dioses terrestres que me son extraños, y no tienen derecho alguno ni a mi culto ni a mi devoción. Ignoro el amor que invocas, jamás reconoceré sus vanas leyes. Defiende tu vida; la muerte te reclama.
MONTGOMERY. Ten piedad al menos de mis infortunados padres que dejé en mi hogar. Sin duda tú los tienes también y están inquietos por tu suerte.
JUANA. �Desdichado! �Así me recuerdas a cuantas madres privastéis de sus hijos! �Cuántos niños dejastéis huérfanos en la cuna!... �cuántas esposas viudas! A vuestras madres toca ahora probar la amargura de la desesperación y del llanto vertido en Francia.
MONTGOMERY. �Oh! �Es tan triste morir en suelo extranjero, sin ser llorado!
JUANA. �Y quién os llamaba a ese suelo extranjero para asolar nuestras floridas campiñas y arrojarnos del hogar, y traer el incendio de la guerra al pacífico santuario de nuestras ciudades? Soñabais en vuestro delirio esclavizar la libre Francia... amarrar ese noble país como un esquife, a vuestro soberbio navío. �Insensatos! El escudo real de Francia cuelga del mismo trono de Dios, y antes arrancaréis del cielo una estrella, que un solo pueblo de este reino, indivisible y eternamente unido. Llegó el día de la venganza y no habéis de pasar con vida este mar sagrado que Dios tendió entre ambas naciones para fijar sus límites, este mar que vosotros osasteis cruzar.
MONTGOMERY. (Soltando la mano de Juana que había cogido). �Bien veo que me es fuerza morir! �La horrible muerte se apodera de mí!
JUANA. Muere, amigo. �Por qué vacilar ante la muerte, ante el inevitable destino? Mira; yo misma no era más que una simple doncella, una pastora; mi mano, habituada al inocente cayado, desconocía el manejo de las armas, y me veo arrebatada al suelo natal, arrancada de los cariñosos brazos de mi padre y de mis hermanas. La voluntad de Dios, no mi propio corazón, me fuerza por vuestra desgracia, no por dicha mía, a llevar donde quiera la muerte, como espectro de desolación y pavor, para caer mañana sin victoria. Porque no ha de llegar para mí el jubiloso día de mi vuelta al techo paterno. �A cuántos entre vosotros será todavía mortal mi presencia! �Cuántas mujeres condenaré a la viudez! Más llegará un día en que sucumbiré también para que mi suerte se cumpla. �Cúmplase también la tuya! Empuña con valor tu espada, y luchemos por el precioso bien de la vida.
MONTGOMERY. (Irguiéndose). Sea. Si como yo eres mortal y vulnerable, �quién sabe si está reservado a mi brazo enviarte al infierno y acabar con los desastres de Inglaterra! En Dios confío; tú, maldita, invoca al demonio y defiende tu vida. (Toma espada y escudo, y arremete contra ella. Suenan clarines a lo lejos. Después de breve combate, cae muerto Montgomery).
 
Escena VIII
JUANA, sola.
JUANA. Tus pies te trajeron a morir. Se acabó. (Se aparta de él, y permanece un instante pensativa). �Oh! �Virgen santa, cómo se muestra en mi tu poder y comunicas fuerza a mi brazo, e inflexibilidad a mi corazón! Me siento enternecida, tiembla mi mano como si fuera a cometer un sacrilegio, y empiezo a espantarme al fulgor de las armas. Y no obstante, en cuanto lo quiere la necesidad, reside en mí la fortaleza, y nunca yerra el golpe mi espada en la temblorosa mano. Hiere por sí sola cual si fuera un ser animado.
 
Escena IX
Un CABALLERO, con la visera baja. -JUANA.
EL CABALLERO. �Maldita! Ha sonado tu hora. �Funesta ilusión de los sentidos, crucé en tu busca el campo de batalla, y al fin te encuentro para mandarte de nuevo al infierno de donde saliste!
JUANA. �Y quién eres tú, cuyos pasos guía hasta aquí tu ángel malo? Tu aspecto es el de un príncipe; y bien dice tu divisa de Borgoña, ante la cual se embota mi espada, que no perteneces al ejército inglés.
CABALLERO. �Miserable! No eres digna de caer en manos de un príncipe. �El hacha del verdugo, no la espada del duque de Borgoña, debía cortarte la cabeza!
JUANA. �Eres tú, el duque?
CABALLERO. (Alzando la visera). Yo soy. Tiembla y desespera, �desdichada! Ya no te valen los artificios de Satán. Hasta ahora te la hubiste sólo con cobardes; tienes un hombre delante de ti.
 
Escena X
DICHOS. -DUNOIS. -LA HIRE.
DUNOIS. Vuélvete, Borgoñón, y combate con hombres, no con mujeres.
LA HIRE. Defendemos la sagrada vida de la profetisa, y antes tu espada deberá atravesar nuestros pechos.
FELIPE. Ni a ella, Circe encantadora, ni a vosotros que corrompió indignamente, a nadie temo. �Córrete de vergüenza, bastardo! �Vergüenza, La Hire! �Haber rebajado el antiguo valor al nivel de la superchería! �Convertirte en vil lacayo de una ramera del infierno! �A todos os desafío... llegad! �Fíen al demonio su salvación los que desesperen de Dios! (Van a batirse cuando Juana acude a separarlos).
JUANA. Deteneos.
FELIPE. �Acaso temes por tu amante? Yo haré que a tus ojos... (Arremete contra Dunois).
JUANA. Deteneos; separadlos, La Hire. No debe verterse aquí sangre francesa, ni han de resolver el conflicto las espadas. Otros son los designios del cielo. Oíd, y reverenciad a Aquel que me inspira y habla por mi boca.
DUNOIS. �Por qué detienes mi brazo, pronto a herir? �Por qué te opones a la sentencia de las armas? Desnuda está mi espada, y próximo el golpe que ha de vengar y reconciliar a Francia.
JUANA. (Colocándose entre ambos combatientes). (A Dunois). Pasa a este lado. (A La Hire). No te muevas; tengo que hablar al duque. (Después de haber restablecido la calma). �Qué es lo que pretendes, Borgoñón? �Buscas al enemigo entre nosotros, ávido como estás de sangre? �Pero acaso nuestro noble príncipe no es, como tú, hijo de Francia, tu compañero de armas, tu compatriota? �No soy yo misma, hija de tu patria? �No son de los tuyos los que pretendes aniquilar? Sí. �Nuestros brazos se abren para recibirte y se hincan nuestras rodillas para prestarte homenaje! Se embotan nuestras espadas a tu vista. Aun bajo el casco del enemigo, sabemos respetar tu rostro que nos recuerda a nuestro Rey amado.
FELIPE. �Cómo intentas fascinar a tus víctimas, sirena, con el hechizo de tu habla melosa! Más conmigo pierdes el tiempo en vanas artimañas. Nada puede en mi oído tu mágico lenguaje, y se embotan en mi armadura los rayos de tus ojos. �En guardia, Dunois! Luchemos a estocadas y no con inútiles frases.
DUNOIS. Discutamos primero y nos batiremos después. �Os intimidan las razones por ventura? Pensad que también esto es cobardía, y la traición una mala causa.
JUANA. No será sin duda la suprema ley de la necesidad la que nos trae a tus pies, ni venimos a ti humildes y rendidos. Mira en torno tuyo, y verás reducido a cenizas el campamento inglés y cubierta la llanura de cadáveres. Oye cómo resuenan nuestros clarines. Dios quiso concedernos la victoria. �Pero si lo que más ansiamos es compartir con nuestro amigo el reciente laurel! Ven, noble tránsfuga, ven a ponerte de parte del vencedor y de la justicia. Yo misma, la enviada de Dios, te tiendo la mano de hermana, y ansío traerte para tu salvación a nuestra santa causa. Dios está con nosotros. �No viste a los ángeles combatir por el Rey, a los ángeles hermosos, ornados de azucenas? �Pura y sin mancha, como esta bandera, es nuestra causa, y tiene por símbolo de pureza la inmaculada María!
FELIPE. Abunda en capciosos sortilegios el lenguaje de la mentira, y sin embargo, paréceme oír la voz de un niño. Fuerza es confesar que, si el demonio le dicta estas palabras, imita la inocencia de modo que engañaría a cualquiera. No quiero oír más. �En guardia! Siento que mi oído es más débil que mi brazo.
JUANA. Me acusas de sortilegio y me llamas cómplice del infierno. �Como si fuese empresa infernal la de restablecer la paz y conciliar rencores! �Como si surgiese la concordia del eterno abismo! �Qué habrá que sea más sagrado e inocente y mejor entre los hombres, que defender la patria? �De cuándo acá la naturaleza se contradice hasta el punto de fiar al infierno una causa justa, y abandonarla el cielo? �Y de quién, si no de él, recibiría yo la inspiración, si cuanto digo es bueno? �Quién pudo acompañarse conmigo, cuando vivía guardando ganados, e iniciar a la adolescente pastora en los consejos de los reyes? Ni me acerqué nunca a los príncipes, ni conozco el arte de persuadir, y en este instante en que trato de conmoverte, se revela a mi la ciencia de las cosas superiores. A mis ojos centellea el porvenir de mi país y de los reyes, y es mi voz la del trueno.
FELIPE. (Hondamente conmovido, alza a ella los ojos y la contemplación sorpresa y emoción). �Qué es lo que siento, Dios mío! �Eres tú, quien conmueve tan hondamente mi corazón? �No, no sabría mentir así esta conmovedora criatura! No, no; si cedo a algún hechizo, sin duda viene del cielo. Me lo dice el corazón: esta mujer es enviada de Dios.
JUANA. �Se enternece! No he suplicado en vano. Va a deshacerse en rocío de lágrimas el nublado de cólera que amenazó su frente. En sus ojos brilla el sol de la emoción y sonríe la paz. �Envainad las espadas! �Corred a abrazarle!... Llora; está vencido; ya es nuestro.

(Caen de sus manos la espada y la bandera, corre hacia él con los brazos abiertos y le abraza con apasionado ardor. La Hire y Dunois sueltan también las armas y se lanzan en brazos del duque).

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