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La duda

Drama en tres actos y en prosa

José Echegaray



PERSONAJES
 
ACTORES
 
AMPARO,   20 años. SRA. GUERRERO.
ÁNGELES,   36 años. SRTA. CANCIO.
LEOCADIA,   50 años. SRA. GUILLÉN.
RICARDO,   32 años. SR. DÍAZ DE MENDOZA.
CARMEN,   18 años. SRA. RUBIO.
DON BRAULIO. SR. CARSI.
DON LEANDRO. CIRERA.
DOÑA ANDREA. SRTA. SORIANO.
UN CRIADO. SR. MONTENEGRO.
UNA DONCELLA. SRA. GIL.





ArribaAbajoActo I

 

La escena representa un salón elegante y de lujo. Puerta en el fondo, que da a un jardín. Puertas laterales. Es de día.

 

Escena I

 

LEOCADIA, unos cincuenta años; traje oscuro; pálida, triste, dulzura siniestra. Da vueltas por la sala con la suavidad del reptil; mira por el fondo; movimientos, que no puede dominar, de recelo.

 

LEOCADIA.-  Es ya tarde; pasa la hora; hoy también sin carta. Baltasar es siempre el mismo. En América, como en España, un pobre hombre. A veces, parece una fiera; otras, tiene la mansedumbre de un bendito. Desconfiado hoy, como debe serlo toda persona prudente, y mañana creyendo que todos son «ángeles»; su esposa «Ángeles», inclusive. Pude ser que lo sea; yo nada digo. Doy aviso cuando tengo dudas, y nada más. Por lo visto mis últimas cartas le cogieron en pleno período de credulidad.  (Sonriendo.)  Y no contesta, no contesta. Pues como tarde mucho se hace la boda...  (Pausa.)  ¡Ah, esa boda! ¡Esa boda maldita! ¡Si yo pudiera sujetar con mis manos el brazo del sacerdote, ya podían esperar los novios la bendición! ¿Qué falta hace que bajen bendiciones, sobre nadie? ¿Alguien las merece? ¡Que me las pidan a mí! ¡Ya, ya bendeciría yo!... ¡Sí bendeciría, sí; pero sólo a un ser sobre la tierra! ¡A mi hija!... ¡A mi Lola!... ¡Ay Dios mío, que ella no las necesita!...  (Transición.)   Tampoco, tampoco tengo carta suya. Hace ocho días que no me escribe. ¿Estará enferma?... No, no puede ser; ya me, hubiera avisado la abadesa. Porque la madre abadesa la quiere mucho. ¡Todo el mundo la quiere mucho! ¡Todo el mundo!... Todo el mundo, menos quien más debía quererla. Sí, señor; sí, señor...; debía..., debía quererla. Ella le quiere y él debe saberlo... Pues entonces... ¡Ay mi Lola!... ¡Ah!... ¡Si yo fuera Dios!... ¡Si tuviese en mi poder un mar muy grande de lágrimas,¡con qué gusto se lo echaría encima a Amparo y Ricardo para que se ahogaran en él! ¡Ya tenéis boda alegre y lecho nupcial, y lazo eterno y lágrimas que no se acaben, como no se acaban las de mi hija!  (Se retuerce las manos crispadas. Pausa. Da unos pasos y toca un timbre.) 



Escena II

 

LEOCADIA y una DONCELLA.

 

DONCELLA.-  ¿Qué manda usted, doña Leocadia?

LEOCADIA.-  ¿Han traído las cartas?

DONCELLA.-  No, señora. Todavía es temprano.

LEOCADIA.-   (Con mal humor.)  Para lo que debe ser... nunca es temprano.

DONCELLA.-  Pues no han venido.

LEOCADIA.-  ¿Dónde está Ángeles?... Quiero decir, la señora.

DONCELLA.-  Salió hace mucho.

LEOCADIA.-  ¿Sola?

DONCELLA.-  No, señora. Salió con el señorito Ricardo.

LEOCADIA.-  ¡Ah... ya! Salieron los dos juntos. Bueno.

DONCELLA.-  Digo yo que irían de compras.

LEOCADIA.-  Ya..., ya..., para los regalos de boda; justo; es temprano.

DONCELLA.-  Se fueron los dos solos en el coche.

LEOCADIA.-  ¿Solas y en coche? Es natural. ¿Y la señorita Amparo, por dónde anda?

DONCELLA.-  Está en el jardín, con la señorita Carmen. Y están muy alegres. ¡Lo que ellas corren y lo que ellas ríen!... ¡Parecen dos niñas!

LEOCADIA.-  ¡Muy alegres! ¿Está muy alegre Amparo?

DONCELLA.-  Muchísimo; como nunca. Ya ve usted, es natural.

LEOCADIA.-  Es natural; mejor así.

DONCELLA.-  Es lo que yo digo; si una jovencita en días de boda no está alegre, ¿para cuándo deja la alegría? Además, la alegría se ha hecho para los jóvenes.

LEOCADIA.-  No para todas. Vete.

DONCELLA.-  Aquí vienen.

LEOCADIA.-  Vete.



Escena III

 

LEOCADIA, AMPARO, CARMEN. Entran alegremente.

 

AMPARO.-  ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... No han venido todavía. Nadie... Nadie...

LEOCADIA.-  Estoy yo.

AMPARO.-  Ya lo veo, tiíta; pero con usted no se cuenta.

LEOCADIA.-   (Con tono sombrío, que no en vano procura disimular.)  Haces mal, sobrinita, si no cuentas conmigo.

AMPARO.-  No se enfade. Con usted cuento siempre. Es que Carmen se empeñó en que habían venido su padre y su...  (Se detiene.) 

CARMEN.-  Y mi madre. ¡Es tan buena, que como a madre la quiero! A mi madre no la conocí.

AMPARO.-  ¡Y tan joven y tan guapa! Parece tu hermana. Pues yo le dije a Carmen que no, que no habían venido... y acerté.

CARMEN.-  ¡Es verdad, acertaste! Ya la saludé a usted. antes, doña Leocadia.

LEOCADIA.-  Sí, ya me saludaste. Y de todas maneras, ¿qué más da? Ni de mí ni de mi hija debe hacer caso nadie.


AMPARO.-  ¡Por Dios, no diga usted eso!

CARMEN.-  ¡No, eso no!...  (Se acercan las dos, cariñosas.) 

AMPARO.-  Ya lo sabe usted que todos la queremos mucho. ¿No es usted mi tía?

CARMEN.-  Eso es.

LEOCADIA.-  Un parentesco tan lejano..., tan lejano.... con tu padre.... no digo...; con tu madre, ninguno.  (A AMPARO.) 

AMPARO.-  ¡Y qué importa! A las personas se las quiere porque se las quiere. Yo no tengo parentesco con...  (Se detiene avergonzada.) 

LEOCADIA.-  ¿Con quién?

AMPARO.-  Con nadie; iba a decir una tontería.

CARMEN.-   (Con malicia.)   Pues yo sé lo que ibas a decir.

AMPARO.-  ¡No lo sabes, no lo sabes!

CARMEN.-  Ibas a decir: «Yo no tengo parentesco con Ricardo, y le quiero con toda mi alma.»

AMPARO.-  ¿Quieres callarte? ¡A ver, charlatana!

CARMEN.-  Pero acércate... Di la verdad..., la verdad... ¿Acerté?

AMPARO.-  No acertaste; no señora; no acertaste..., maliciosa.

CARMEN.-  ¡Que sí..., que sí!...

AMPARO.-  ¡Que no..., que no!...

CARMEN.-  Púes ¿por qué té has puesto encarnada?

AMPARO.-  Yo no estoy encarnada.

CARMEN.-  Mírela usted, doña Leocadia. ¡A ver si no tiene la cara como una rosa!

AMPARO.-  Más encarnada estás tú.

CARMEN.-  Que lo diga doña Leocadia.

AMPARO.-  Ríñala, doña Leocadia.

CARMEN.-  Pero si pensabas en él...

AMPARO.-  Que te calles.... que te calles.

CARMEN.-  Quiero decirlo...

AMPARO.-  ¡Pues te tapo la boca!  (Se abrazan, jugando y riendo.) 

CARMEN.-   (A LEOCADIA.)  Me ha dicho al oído Amparo que la quiere a usted mucho.... y que quiere mucho a Lola.... a su hija de usted.

LEOCADIA.-  ¡Si no la conoce, cómo ha de quererla!

AMPARO.-  Pues la quiero... Ahí tiene usted. Qué remedio; la quiero. Dicen que es muy buena.

LEOCADIA.-  Mucho.

AMPARO.-  Y muy linda.

LEOCADIA.-  Más linda.... sí, muy linda. ¡Pobre Lola!

AMPARO.-  ¡Pobrecilla!... Quiere ser monja..., ¿Sabes tú?  (A CARMEN.)  ¡Qué idea! ¡No.... Jesús! ¡Qué cosas digo! ¡Una idea muy santa!... Claro..., es mejor que nosotras. ¡Pero es una lástima!

LEOCADIA.-  ¡Una lástima!

AMPARO.-  Para usted sobre todo. ¡Ah!, es una pena muy grande para usted. No verla nunca: ya ni besos, ni abrazos, ni cuidados, ni alegrías. Usted aquí, con todos nosotros sintiendo la vida; la pobre niña allá, en una celda, solita, rezando como si cada hora fuese la hora de la muerte. Para ella es una cosa muy santa; para usted, una cosa muy triste.

LEOCADIA.-  Es verdad.  (Llorando.) 

AMPARO.-  ¡Ay pobre tiíta! ¡Qué cosas digo! ¡Qué imprudente soy! Hablo y hablo sin pensar. ¡Perdóneme usted!  (Acercándose cariñosa para consolarla.) 

LEOCADIA.-  Déjame.  (Con desabrimiento. Se va hacia el fondo.) 

AMPARO.-  ¡Pero ves tú, Carmen, qué inconsiderada soy y qué torpe!

CARMEN.-  Pero no lo has hecho con mala intención...

AMPARO.-  Eso, no. Claro está. Me daba lástima de Leocadia y me da lástima de Lola..., pero ha sido una crueldad.

CARMEN.-  ¿Y es cierto que no conoces a Lola?

AMPARO.-  No la conozco. Verás.  (Como preparándose a contar algo. La lleva a un sofá y se sientan juntas. En el fondo, mirando al jardín y a veces a las jóvenes, LEOCADIA.)  Yo tenía doce años, ¡ya ves si hace tiempo!, cuando papá tuvo que ir a Chile para unos asuntos de mucho interés, ¡cosas de dinero!, ¿sabes?

CARMEN.-  Sí..., como en casa: cuando dicen cosas de interés, son cosas de dinero.

AMPARO.-  Bueno. pues papá quería llevarnos consigo a mamá y a mí; pero no pudo ser, porque el abuelito estaba muy malo, muy malo y mamá no podía abandonarlo. De modo que nos fuimos papá y yo.

CARMEN.-  ¡Cómo lo sentiría tu madre!

AMPARO.-  Mucho, hija, mucho. Todas las cartas que me escribía estaban llenas de redondeles arrugaditos, como si hubiesen caído gotas de lágrimas.

CARMEN.-  Yo los hubiera besado.

AMPARO.-  Y yo también los besé. ¡Pues no faltaba más!

CARMEN.-  Y hubiera guardado las cartas.

AMPARO.-  Guardaditas las tengo.

CARMEN.-  Sigue.

AMPARO.-  Oye. Que el abuelito se pone mejor, que casi se pone bueno, que vuelve a recaer, que vuelve a mejorar. Vamos, te digo que la vida de los viejos parece que va por la cuerda floja: «que me caigo, que no me caigo». Al fin, ¡pobre abuelito!, se murió. Y entonces mamá pensó venir con nosotros, pero también cayó enferma, muy enferma; luego mejoró, ¡pero qué convalecencia tan larga! Y con unas cosas y otras, habían pasado cinco años. Mira: yo digo que las personas que se quieren no deben separarse, porque como se separen, ¡Dios sabe cuándo se juntarán!

CARMEN.-  Dices bien. Ya lo creo. Siempre juntitos.

AMPARO.-  ¡Qué días pasé desde que supe que mamá estaba enferma, y eso que el pobre Ricardo nos escribía todos los correos! ¡Ah! Ricardo no se separó un momento de mamá.  (LEOCADIA se ha ido acercando algo y ríe fuerte al oír las últimas frases. Volviéndose.)  ¿Qué es esto? ¿Es que llora?

CARMEN.-  Puede ser.

AMPARO.-  No llore usted, tiíta.  (Acercándose.) 

LEOCADIA.-   (Rechazándola.)  No lloro, no; me toca reír. Sigue.... sigue contando tu historia. Te digo que me dejes.

AMPARO.-  Bueno. Bien está.  (Aparte, a CARMEN.)  No me quiere. Yo no sé por qué, pero no me quiere.

CARMEN.-   (Aparte, a AMPARO.)  No digas eso, mujer.

AMPARO.-   (Aparte, a CARMEN.)  Pues yo no le hice nada malo.  (Se queda triste y pensativa.) 

CARMEN.-  ¿No acabas tu historia?

AMPARO.-  ¡Ah!... Sí. Al fin, mamá se puso buena y vino con nosotros, Yo había estado más de seis años separada de mamá. Así es que al principio me sentía muy alegre.... sí; pero, vamos, no tenía confianza... ¡Ni me atrevía a desobedecerla!  (Riendo.) 

CARMEN.-  ¡Pero hoy ya la desobedecerás con toda franqueza!  (Riendo.) 

AMPARO.-  ¡Tampoco, porque la quiero muchísimo! ¡Y es tan buena, tan buena! ¡Un ángel! ¡Cuando la miro me parece que veo dos alas blancas por encima de sus hombros! ¡Y tan hermosa! ¡Y tan joven! ¡Parecemos hermanas! ¡Preciosa, divina, mi madre de mi alma!  (Algo conmovida.) 

CARMEN.-   (Abrazándola.)  Así.... así...

AMPARO.-  Déjame acabar. Al fin, vinimos a Europa, y en París pasamos un año. Allá fué también Ricardo y allí le conocí...

CARMEN.-  Y allí os enamorasteis.  (En voz baja.)  Y allí se concertó el matrimonio. Eso ya lo sé.

AMPARO.-  ¡Cállate.... cállate, Carmencita! De eso no se habla. Sí... sí...; nos enamoramos..., nos casaremos..., chitón. No se, habla, no se habla de esas cosas. Nos casaremos en seguida. Silencio, silencio, niña curiosa. Tú no puedes hablar de esas cosas, que eres una niña soltera.... y yo tampoco.... otra niña soltera. Conque juicio y formalidad y gravedad.  (Se ríen y se abrazan y se besan.)  ¡Ah!  (Habla con ligereza.)  Pues mientras mamá estuvo enferma vinieron a cuidarla doña Leocadia y su hija... ¡Toma!..., como que yo vi cartas en que doña Leocadia le manifestaba a papá... así como que tenía esperanzas de que Ricardo se casase con Lola.  (Pausa.)  ¡Ah!... ¡Calla!... ¡Nunca había pensado en esto! ¿Crees tú que Ricardo...? ¡Dios mío!... ¡Si Ricardo se enamoró de Lola ya no le quiero.... y me moriré..., me moriré!...  (A CARMEN, con pasión y en voz baja.) 

CARMEN.-  ¡Qué disparate!

AMPARO.-  ¡Hay que pensar.... hay que pensar en esto!... ¡Yo soy muy desconfiada..., muy recelosa!... ¡Yo soy así!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Esta idea!... Cuando tengo una idea mala, de duda o de desengaño..., me parece que se me ha deslizado aquí dentro  (Oprimiéndose la cabeza.)  un reptil y que me muerde... ¡Que me vuelvo loca Carmencita, me vuelvo loca!  (Se pasea. La observa desde lejos LEOCADIA.) 

CARMEN.-  ¡Sí que eres loca, sí!... ¡Ave María Purísima, qué chiquilla!

AMPARO.-  ¡Sí.... es un desatino! ¡Pero no puedo.... no puedo!  (Acercándose a CARMEN, y al oído.)  Oye, tú.... ¿serán celos? ¡Celos! ¡Yo, celosa, y de mi Ricardo! ¡Jesús, que locura!...  (Rompe a carcajadas.) 

LEOCADIA.-   (Desde lejos.)  ¿Qué tiene esa muñeca?

CARMEN.-  ¡Gracias a Dios que te conoces!... ¡Sí, loca.... loca..., reteloca!...  (Las dos ríen y bromean.) 

LEOCADIA.-   (Mirando afuera.)  Ya vienen, Carmencita.

CARMEN.-  ¿Mis padres?

LEOCADIA.-  Sí. Y también don Braulio.

AMPARO.-  ¡Don Braulio!... ¡Qué horror!... ¡Vámonos.... vámonos!...

CARMEN.-  ¡Pero Amparito!...

AMPARO.-  Que no me quedo. ¡Buena estoy yo para oírle! ¡El hombre de las vacilaciones, de las eternas dudas! ¡Me pone fuera de mí, me desata los nervios ese hombre! ¡Muy buen señor, no lo niego; pero irresistible, hija, irresistible! Nunca se sabe lo que piensa ni lo que opina: «El tiempo no es malo, pero tampoco es bueno.»  (Imitándole con burla.)  «Eso, tiene sus ventaja, pero no deja de tener sus inconvenientes.» «Ayer estuve a punto de caerme hacia la derecha, pero luego me caí hacia la izquierda.» Vente conmigo, Carmencita; no le sufro. A mí, la vacilación, la duda, me matan; quiero saber cómo son las cosas. ¿Buenas?.... pues buenas. ¿Malas?.... pues malas. ¿Debo querer?.... quiero. ¿No debo querer?..., no quiero, y se acabó. Don Braulio, ¿es usted necio, es usted tonto? No lo sé; ¡pero es usted intolerable! Vamos, vamos, chiquilla.

CARMEN.-  ¡Ay, qué Amparo!

AMPARO.-  Soy como soy, yo soy así.  (Salen riendo.) 



Escena IV

 

LEOCADIA; luego, DON BRAULIO, DON LEANDRO y DOÑA ANDREA.

 

LEOCADIA.-  ¡Ah, qué niña, qué niña! ¡Insustancial, caprichosa, hasta insolente! ¡Buena educación le dió Baltasar en América! Y de una mujer así se enamora Ricardo..., y mi pobre hija.... ¡Paciencia, paciencia!... Veremos. Cuando Dios se retrasa en hacer justicia.... hay que ayudarle.  (Se retira a un lado y toma aspecto humilde.) 

DON BRAULIO.-  Ahora veremos si está Ángeles o no está. Dice el criado que la vió salir..., pero no la vió volver... ¿Quién sabe?... Pudo volver sin que. la viesen. Digo.... me parece...

DOÑA ANDREA.-  Dice usted bien, don Braulio. ¡Hola, doña Leocadia!  (La saluda.)  ¿Cómo está usted?

LEOCADIA.-  Siempre para servirla.

DON LEANDRO.-  Doña Leocadia...

LEOCADIA.-  Don Leandro...

DON BRAULIO.-  Señora....  (Le da la mano.)  Tiene usted mejor cara que otros días.... aunque siempre pálida...; pero eso no importa. ¿La salud, buena?

LEOCADIA.-  Muchas gracias, don Braulio. La salud no es mala.  (Les indica que se sienten.) 

DOÑA ANDREA.-  ¿Tiene usted noticias de Lola?

LEOCADIA.-  No, señora.

DON LEANDRO.-  Buena señal. Ya sabe usted el refrán.

DON BRAULIO.-  En la vida claustral, la salud generalmente es, buena... La calma, la paz, ayudan mucho. Pero siempre conviene un poquito de actividad.... no mucho...; alguna, sí... ¡No sé si estarán ustedes conformes!

DOÑA ANDREA.-  ¿Y mi Carmencita?

LEOCADIA.-   (Tocando el timbre.)  En el jardín está con Amparo... Ahora vendrán.

DON LEANDRO.-  Déjelas usted que se explayen.

LEOCADIA.-  Ya se explayaron bastante; sobre todo, Amparo; Carmencita es más tranquila.  (Aparece un CRIADO.)  Que vengan las señoritas; en el jardín están.  (Sale el CRIADO.) 

DOÑA ANDREA.-  A todas nos ha gustado, correr y reír.

DON BRAULIO.-  Esa es la vida, y por eso lo contrario es la muerte. Aunque, en rigor, ¿quién sabe?

DON LEANDRO.-  ¿Y la vocación de Lola?

LEOCADIA.-  Es decidida... Ruego, suplico, lloro..., ¡nada consigo!

DOÑA ANDREA.-  ¡Pobre doña Leocadia!

DON LEANDRO.-  Pues antes no parecía sentir esa vacación... Conocimos a Lola hace años.... y no parecía...

DON BRAULIO.-  ¡Ah! ¡Los temperamentos cambian!..., y el espíritu es móvil de suyo. Mire usted, don Leandro: yo, cuando niño, odiaba las lentejas, y ahora me encantan..., no digo siempre.... pero cuando se presenta la ocasión.... ¡tomo unos platos!..., no tiene usted idea... ¡Y gracias a que me contengo, que si no..., Dios sabe!...

DOÑA ANDREA.-   (Riendo.)  Don Braulio.... no es lo mismo comer lentejas que hacerse monja...

DON BRAULIO.-   (Riendo.)  Es verdad. Sin embargo.... no deja de haber cierta analogía..., ¿eh?... ¡Me parece!...



Escena V

 

LEOCADIA, DON BRAULIO, DON LEANDRO, DOÑA ANDREA, AMPARO y CARMEN. CARMEN trae casi a la fuerza a AMPARO; viene riendo.

 

AMPARO.-   (Saludando afectuosa.)  Andrea... Don Leandro...  (Saludándole con precipitación y retirándose.)  Don Braulio...

DOÑA ANDREA.-  Bien se conoce que habéis estado en el jardín, que traéis rosas en las mejillas...

DON LEANDRO.-  Es verdad...

DON BRAULIO.-  De todo hay, de todo hay: rosas en las mejillas y nieve en la frente.

CARMEN.-  Es usted muy amable.

AMPARO.-  Mucho.

DOÑA ANDREA.-  ¿Y tu madre, Amparito?

AMPARO.-  No sé...

LEOCADIA.-  Se fué con Ricardo.

AMPARO.-  ¿Con Ricardo? ¿Pero Ricardo vino?

LEOCADIA.-  Sí; y Ángeles y él se fueron en seguida solitos en el coche.

AMPARO.-  ¿Sin decirme nada?

LEOCADIA.-  Se fueron a hurtadillas.

AMPARO.-  ¿A hurtadillas?

CARMEN.-   (Al oído.)  ¡Tonta, retonta!... Habrán ido a compra galas para la boda.

AMPARO.-  ¡Ah, ya!  (Riendo.)  ¡Ya les diré yo.... ya les diré!...

LEOCADIA.-   (Con sonrisa dudosa.)  ¿Tienes celos de tu mamá?

AMPARO.-   (Riendo.)  ¡Qué tontería!...

LEOCADIA.-  ¡Ah! Es que de Ángeles puede tener celos todo el mundo, porque es hermosa como un sol.

DOÑA ANDREA.-  Es verdad; tiene usted razón.

DON LEANDRO.-  Como un sol.

DON BRAULIO.-  Distingo. Si es como un sol de Andalucía..., afirmo. Si es como un sol de Londres.... niego. No hay que confundirse.

LEOCADIA.-  ¡Pues si ustedes la hubieran conocido en otro tiempo! ¡Ah! Era un asombro. Cuando Baltasar se fué con Amparo a América..., en aquella época Ángeles era una divinidad. Todavía se acordará Ricardo... Pregúntale..., pregúntale.

AMPARO.-  No tengo necesidad de preguntar nada a nadie, porque mamá ha sido siempre... lo que dice su nombre: un ángel por hermosa y un ángel por buena...; por eso se llama Ángeles. Ahí tiene usted.

DOÑA ANDREA.-  Así me gusta: que quieras mucho a tu madre.

DON LEANDRO.-  Y que la admires.

AMPARO.-  Y en esto, ¿no hay nada que distinguir, don Braulio?

DON BRAULIO.-  En eso estaba pensando.... pero cada encuentro. A una madre se la quiere siempre, siempre. Sea buena, sea mala. Claro es que hablo en general.

AMPARO.-  ¡Milagro sería!

LEOCADIA.-  Y siempre fué lo mismo, desde niña. Ricardo,, que era casi de su edad.... algunos años menos, no muchos.... lloraba cuando no le llevaban a jugar con la mamá pequeñita. Así decía.

AMPARO.-   (Riendo, a CARMEN, pero en voz alta.)  Ya la llamaba «mamá». ¡Qué gracia tiene eso!...

CARMEN.-  Sí. ¡Muy gracioso! «Mamá».

DOÑA ANDREA.-   (Riendo.)  Un presentimiento.

DON LEANDRO.-  ¡Y quién duda que hay presentimientos!

DON BRAULIO.-  Algunos lo dudan, si bien hay personas que creen en ellos. ¡Vaya usted a saber la verdad!

AMPARO.¿De modo que la verdad no puede saberse nunca?

DON BRAULIO.-  Nunca.... es mucho decir...; pero pocas veces.

AMPARO.-   (Nerviosa.)  Vamos, que ni se puede saber lo que se sabe.

DON BRAULIO.-  Ni aun eso, Amparito.

AMPARO.-  Pues yo sé que quiero mucho a mi madre. Lo sé, lo sé y lo sé.

DON BRAULIO.-  Será una de las pocas cosas que no tenga usted dudas.

CARMEN.-  No sigan ustedes, que es un mareo. Lo que hay de cierto es que desde niño le llamaba Ricardo a doña Ángeles «mamá», y eso es..., vamos, eso...

LEOCADIA.-  Y no porque pareciese su madre.  (Riendo con risa dulce y traidora.)  Más bien parecían hermanos. Y como siempre jugaban juntos, que eran hermanos creía mucha gente. Tienes suerte, Amparito; no es de creer que la suegra y el yerno riñan.

AMPARO.-   (Un poco nerviosa.)  De todas maneras, mamá no hubiese reñido, y Ricardo...

DOÑA ANDREA.-  ¿Qué? ¿Ricardo es capaz de reñir con alguien?

AMPARO.-  No sé... ¡Qué sé yo! ¡Doña Leocadia me obliga a decir unas cosas!...  (A CARMEN.)  Siempre está con mamá.... y mamá.... y mamá... ¿Ves tú, mujer, qué tema?

CARMEN.-   (A AMPARO.)  No hagas caso.

AMPARO.-   (A CARMEN.)  Es que entre Leocadia y don Braulio me ponen fuera de mí.  (Se lleva a CARMEN al segundo término.) 

DON BRAULIO.-   (A LEOCADIA.)  ¿Se ha enfadado Amparito?

LEOCADIA.-  No sé; es una chica tan extraña, tan nerviosa; muy buena en el fondo, pero muy rara.

DOÑA ANDREA.-  A mí me gustaba más el carácter de su hija de usted.

DON LEANDRO.-  No hay comparación entre las dos.  (Los cuatro hablan en voz baja y con cierto misterio.) 

DON BRAULIO.-  Amparo es muy simpática, pero...

DOÑA ANDREA.-  De ser yo Ricardo..., ¡la verdad, ea, con franqueza!, otra hubiera sido mi elección.

DON LEANDRO.-  No es por adularla a usted, pero otra hubiera sido nuestra elección.

LEOCADIA.-  ¡Qué quiere usted, don Leandro, hay que resignarse en esta vida! Como Ricardo ha sido siempre tan amigo de la familia..., es decir, de la familia de Ángeles, y de la misma Ángeles..., porque con Baltasar nunca tuvo gran intimidad, pues por eso.

DOÑA ANDREA.-   (Riendo.)  Que si no llega a tiempo la hija, se casa con la madre.

DON LEANDRO.-  ¡Mujer, por Dios!... La madre ya estaba casada.

DON BRAULIO.-  ¿Y usted qué dice de esa idea?

LEOCADIA.-  Nunca se me había ocurrido. ¡Qué cosas dice usted!  (A ANDREA.)  ¡Por Dios, que no la oiga a usted Amparo!...Con esa fantasía que tiene... ¡Jesús! La niña poco necesita para que se le desboque la imaginación.  (Ríe con risa contenida y como recatándose de AMPARO.) 

AMPARO.-   (A CARMEN.)  Están hablando en voz baja y se ríen. ¿De qué se reirán? ¿Por qué miran hacia mí?

CARMEN.-  ¡Qué sé yo! Mujer, no seas recelosa.

AMPARO.-  Tienes razón. Son tonterías de chiquilla. Hoy no estoy buena. Me levanté muy alegre, y ahora me siento triste. Hay en el aire, en lo que me rodea, algo que me oprime. La frente me arde.

CARMEN.-  ¡No seas aprensiva, Amparito!

AMPARO.-  ¡Tengo unas ganas de llorar!

CARMEN.-  ¡Por Dios, hija!...  (Un CRIADO entra con una carta, se adelanta y se la entrega a DOÑA LEOCADIA.) 

AMPARO.-  Llegaron las cartas. ¿Tendré carta de papá?  (Al CRIADO.)  ¿Hay carta para mí?

CRIADO.-  No, señorita; sólo para doña Leocadia.

AMPARO.-  ¡Otra tristeza!  (LEOCADIA mira el sobre y contiene una exclamación de alegría. Después mira a todos, en especial a AMPARO.) 

LEOCADIA.-  Dispensen ustedes..., ¿ustedes me permiten? Acaso es de mi hija.

DOÑA ANDREA.-  ¡No, faltaba más!

DON LEANDRO.-  ¡Lea usted, lea usted, amiga mía!  (LEOCADIA rompe el sobre. Dentro vienen dos cartas.) 

LEOCADIA.-   (Lee una y la otra después.)  ¡Ah!... ¡Por fin!... ¡Así!...

DOÑA ANDREA.-  Me da lástima esa pobre mujer. ¡Si nuestra Carmencita se nos retirase a un convento!

DON LEANDRO.-  ¡Calla, por Dios!

DON BRAULIO.-  Gran pena sería para ustedes. Pero ustedes, que son buenos cristianos, convendrán conmigo en que hay otras penas mayores.

CARMEN.-  Pero ¿qué ha de ocurrir?

AMPARO.-  No sé..., no sé...; si tienes razón..., son manías... Pero tengo muchas ganas de llorar. ¡Cuándo vendrá mi madre!

CARMEN.-   (Mirando por el foro.)  Ya la tienes aquí, con Ricardo.



Escena VI

 

AMPARO, CARMEN, LEOCADIA, DOÑA ANDREA, DON LEANDRO y DON BRAULIO; por el fondo, ÁNGELES y RICARDO; después, cuando se indique, dos lacayos con estuches, cajas y envoltorios, que pasan por la escena y entran por una de las puertas de la derecha.

 

AMPARO.-   (Corriendo, hacia ÁNGELES, besándola y abrazándola con afán y llorosa.)  ¡Madre!... ¡Mamá!... ¡Madrecita mía!...

ÁNGELES.-  ¿Qué tienes, hija mía? Parece que vuelvo de un viaje al otro mundo. ¡Si creo que estás llorando, Amparito!

RICARDO.-  ¿Qué tiene usted, Amparo?

AMPARO.-  Nada... ¿Qué he de tener? Alegría de ver a mamita. Siento alegría... porque sí. Y siento tristeza... porque sí. Estaba triste, me he puesto alegre.... se acabó... ¡Ahora todos muy contentos!...

RICARDO.-  ¡Amparo!...

AMPARO.-   (En voz baja y rabiosa.)  Menos usted.  (Alto, a su madre.)  Anda, anda..., saluda a esos señores y besa a Carmencita.... que si te entretengo van a decir que soy una niña mal educada.  (ÁNGELES, riendo, se acerca a los demás y los saluda cariñosamente.) 

RICARDO.-   (A AMPARO.)  ¿Estás enfadada conmigo?

AMPARO.-   (A RICARDO.)  ¡Luego ajustaremos cuentas!  (Este es el momento en que pasan los criados con los estuches, etc.) 

DOÑA ANDREA.-  ¿Estuvieron de compras?

DON LEANDRO.-   (Riendo.)  Preparativos.

DON BRAULIO.-  No diré que no haya algunos; pero pocos momentos hay más solemnes en la vida.

ÁNGELES.-   (Bromeando, en voz alta.)  Cuidado..., que Amparito no debe enterarse.

AMPARO.-  No oigo nada. ¿Verdad, Carmen, que no oímos nada?

CARMEN.-  Absolutamente nada.

ÁNGELES.-  Pues acompáñenme ustedes allí dentro y verán con toda reserva lo que hemos comprado, y me darán ustedes con el mayor sigilo algunos consejos.

DOÑA ANDREA.-  Con mucho gusto.

DON LEANDRO.-  Vamos allá.

DON BRAULIO.-   (A ÁNGELES.)  ¿Yo también?

ÁNGELES.-  ¡Quién lo duda! Si es usted tan amable...

DON BRAULIO.-  Pues me tienen ustedes a sus órdenes.

ÁNGELES.-   (A ANDREA.)  Vamos, venga usted.  (A LEOCADIA.)  Ven tú.

LEOCADIA.-   (Aparte.)  ¡Cuánta alegría! Pero las alegrías ¡qué poco duran!  (Hablando en voz baja y riendo van entrando por la misma puerta por donde entraron los criados. AMPARO y CARMEN van a entrar. ÁNGELES las detiene.) 

ÁNGELES.-  Carmen puede venir...; pero tú, Amparito, no..., no puedes ver nada... ni oír nada... Asunto reservadísimo...  (Le da un beso.) 

AMPARO.-  Me resigno..., obedezco..., y me quedo.  (El último que va a entrar es RICARDO. AMPARO le detiene, tirándole de la levita.)   Usted, no. Usted se queda conmigo, que tenemos que hablar.



Escena VII

 

AMPARO y RICARDO.

 

RICARDO.-  ¿Qué tienes, Amparo? ¡Qué mal me has recibido! Fué broma, ¿verdad?

AMPARO.-  No fueron bromas, no. Fueron penas muy grandes. ¡Al fin le, sé todo! ¡Sé que no me quieres!

RICARDO.-  Pero ¿qué estás diciendo, niña mía? ¡Que yo no te quiero! ¿Y cómo has llegado a descubrir ese misterio? ¡Le tenía yo tan guardadito! «¡No quiero a Amparo, no la quiero!», me decía yo a mí mismo en voz baja, muy baja..., y nada, al fin lo supiste.

AMPARO.-  ¡Sí..., sí..., échalo a juego! Es una manera de disimular tu traición.

RICARDO.-  ¿Conque también has descubierto mi traición? Entonces ya no hay salvación para mí.

AMPARO.-  ¡Nada!... ¡Qué hombre este! Empeñado en tratarme como a una niña. Pues soy una mujer..., toda una mujer: que puede ser...

RICARDO.-  ¡Que es adorable!

AMPARO.-  ¡Que puede ser terrible!

RICARDO.-  ¡Qué espanto!

AMPARO.-  ¡Ya lo creo!... Ya puedes echarte a temblar.

RICARDO.-  ¿Cuándo?

AMPARO.-  Cuando esta niña.... esta mujer... o esta locuela o lo que tú quieras..., sienta...  (Oprimiéndose el pecho.)  aquí... aquí...

RICARDO.-  ¿Qué?

AMPARO.-  ¡Celos!

RICARDO.-  ¡Celosa mi Amparito!

AMPARO.-  Sí.

RICARDO.-  ¿Desde cuándo?

AMPARO.-  Desde hace poco. Poco antes de venir tú se me ocurrió estar celosa.

RICARDO.-  ¿Y quién es ella?... ¡Dímelo, dímelo en secreto!

AMPARO.-  Te lo diré: ¡ya lo creo que te lo diré!

RICARDO.-  ¿Quién es, quién?

AMPARO.-  ¡Una monja!

RICARDO.-   (Riéndose a carcajadas.)  ¡Ave María Purísima!

AMPARO.-  ¡No finjas!... Si ya sabes quién es. Si lo sabes. Niégalo.

RICARDO.-  ¿Qué yo niegue que estoy enamorado de un monja? Y cómo he de atreverme a negar cosa tan evidente y tan racional! ¿Conque soy un nuevo don Juan Tenorio? ¿Y quién es la preciosa monjita?

AMPARO.-  Monja no lo es todavía, pero es novicia.

RICARDO.-  Entonces ya se averiguó: es doña Inés.

AMPARO.-  Es doña Lola; no, Lolita; la preciosa, la prudente, la simpática Lolita, que es más linda que yo, y más juiciosa que yo, y más antigua que yo en la historia poética de tus amores.

RICARDO.-   (Con asombro.)  ¡La hija de doña Leocadia!

AMPARO.-  ¡Ah, ya caíste en la cuenta!

RICARDO.-  ¡Pero tú estás delirando, Amparito! Si la pobre Lola está en un convento.

AMPARO.-  ¡Eso es! ¡Amparo, una loca que delira! ¡Lolita, una pobrecilla que sufre!

RICARDO.-  ¡Pero si apenas la conozco!

AMPARO.-  ¡Virgen Santísima, cómo miente este hombre!

RICARDO.-  No.... he dicho mal. Conocerla.... la conozco mucho.... pero nunca me fijé en ella.

AMPARO.-  ¡Vamos! ¡Ya vas recordando! Durante la enfermedad del abuelito..., y durante la enfermedad de mamá...,y después durante tres o cuatro años..., todos los días venías a casa..., eso...

RICARDO.-  Sí es verdad; es verdad, pero te digo...

AMPARO.-  No digas nada: quien tiene que decir soy yo. ¿Por quien eran tus visitas? ¡A ver! Por mí no fueron, porque yo era una niña casi, y estaba en América, y no me conocías. ¿Qué contestas?

RICARDO.-  Que tienes razón.

AMPARO.-  Por doña Leocadia no sería tampoco.... ni por mamá..., digo...  (Se detiene.) 

RICARDO.-  Amparito, ¡por Dios!, que estás disparatando.

AMPARO.-   (Con tono triunfal.)  Luego era por Lola.

RICARDO.-  Pero, señor, ¿es que no se puede visitar una casa por amistad, por afecto, por parentesco, o es preciso que esté uno enamorado de toda la familia?

AMPARO.-  Sí.... es verdad...; pero tus visitas.... esa asiduidad de que habla doña Leocadia, son síntomas muy sospechosos.... muy sospechosos...

RICARDO.-  ¡Vamos, Amparo, ten juicio! Ten confianza en mí. Pregúntale a tu madre... Tu madre no te ha de engañar.

AMPARO.-  ¿Y si me engaña?

RICARDO.-  ¡Amparo!

AMPARO.-  Por mi bien, para evitarme una pena, ya lo sé. Por evitarme un disgusto, bien puede engañarme.

RICARDO.-  No digas esas cosas ni en broma. ¡Mira, Amparito, yo soy un hombre leal, un hombre de honor, y yo te juro que te quiero con toda mi alma! Yo soy muy formal, ¿no es cierto? Pues por ti soy capaz de todas las locuras. Yo te juro por lo más sagrado, por la memoria de mis padres, que jamás, jamás, tuve amores con Lola, ni pensé en Lola, ni recuerdo haberle dicho una sola vez que era bonita.

AMPARO.-  Si lo juras de ese modo habrá que creerte. No me engañes, Ricardo; no me engañes. Hablas de locuras; yo sí que soy capaz de hacerlas si me engañas. Cuando siento la sangre en la cabeza... soy feroz; créeme: soy feroz. No te rías.

RICARDO.-  ¡Que me da miedo!

AMPARO.-   (Fingiendo tono trágico.)  Y debe darte. A veces soy terrible... Yo he salido de caza con mi padre..., no a caza de pajaritos o de liebres... Yo he matado...

RICARDO.-  ¡Un gorrión!

AMPARO.-  ¡Un jabalí!... Un jabalí más grande que don Braulio. Y sin temblar. Venía el animalote... como un terremoto.... ¡chas!.., ¡chas!.... cortando ramas a un lado y a otro.... y abriéndose camino por entre la maleza: una masa negra, ¡que daba unos gruñidos!... Allí no se distinguía nada.... ni cabeza, ni orejas, ni cuerpo, ni patas...: una bola enorme, y dos puntitos de fuego o de sangre.... dos puntitos enrojecidos..., eran los ojos... Y yo, ¡quieta, firme!..., entre los dos ojos le planté una bala. ¿Qué tal?

RICARDO.-   (Riendo.)  ¡Pues vaya una mujer que voy a tener!

AMPARO.-  Te lo aviso para que no te fíes de mí cuando me veas dulce y aniñada.

RICARDO.-  Pierde cuidado; no me fiaré.

AMPARO.-   (Cambiando rápidamente.)  Sí; fíate.... fíate de mí... Yo seré una locuela, una chiquilla, una cabeza descompuesta...; pero tengo corazón, y mi corazón es todo tuyo; para ti no tengo más que ternura, una ternura infinita. Porque te quiero, te quiero, y sólo sé reír por ti si me das alegrías, llorar por ti si te complaces en darme penas, morir por ti se te empeñas en matar a tu Amparo.  (Se echa a llorar.) 

RICARDO.-  ¡No, mi Amparo! Por mí ni una lágrima ni una pena. ¡Mi vida entera no vale una lágrima tuya! Seca, seca tus ojos divinos, que se me acaba el mundo cuanto te veo llorar.

AMPARO.-  ¿De veras?

RICARDO.-  ¡Siempre dudando!

AMPARO.-  No; ya no dudo.

RICARDO.-  Pues seca tus ojos hermosísimos.

AMPARO.-  No quiero.... no quiero... No estás amable sino cuando los ves cuajaditos de llanto.

RICARDO.-  ¡Seca el llanto, vida mía, que viene gente!

AMPARO.-  Sí.... vienen... Pues me voy al jardín a que seque el sol estas lágrimas, ¿te parece? Quiero que el sol vea lo mal que me tratas. ¡Adiós.... adiós..., adiós!...



Escena VIII

 

RICARDO, ÁNGELES, que ve huir por el jardín a AMPARO.

 

ÁNGELES.-  ¿Qué es eso? ¿Por qué huye Amparo? ¿Habéis reñido?

RICARDO.-  Huye para ocultar unas lagrimitas.

ÁNGELES.-   (Alarmada.)  ¿La hiciste llorar? ¿Has hecho llorar a mi Amparo? ¡Mira que no te lo perdono! Te quise como a un hermano; más que amigo, hermano has sido para mí. Y dispuesta estoy a acrecentar mi cariño y a trocar el cariño de hermana por cariño de madre. Pero con una condición: «que has de hacer muy feliz a mi niña». De lo contrario..., de lo contrario..., Ricardo, no vas a tener en mí una madre, sino una «suegra». ¡Suegra! ¿No te asustas?

RICARDO.-  Tú la quieres mucho, ¿no es verdad?

ÁNGELES.-  ¡Si la quiero!...

RICARDO.-  Pues yo la quiero más.

ÁNGELES.-  ¡Ya es fácil!

RICARDO.-  Es seguro.

ÁNGELES.-  ¡Mucho la quieres, y la hiciste llorar! ¿Cuándo la hice llorar yo? ¡Nunca!... ¡Nunca!... Dirán que la crié mal, que la mimé demasiado... ¡Qué me importa, lo que digan! Si yo la hubiese hecho derramar una lágrima, una sola.... ¡me hubiera muerto de pena!... ¡Mi pobre Amparito de mis entrañas!

RICARDO.-  Es que yo no la hice llorar tampoco.

ÁNGELES.-  Si lo has confesado.

RICARDO.-  Que lloró, sí. Que lloró por mi culpa, no.

ÁNGELES.-  Pues ¿por qué lloró?

RICARDO.-  ¡Pásmate! ¡Porque está celosa!

ÁNGELES.-   (Entre bromas y veras.)  ¡Infame! ¿Tú has dado celos a mi hija?

RICARDO.-   (En broma.)  Mamá suegra, ¡tengamos la fiesta en paz! Que yo no le di celos.

ÁNGELES.-  ¿Pues de quién los tomó?

RICARDO.-  ¡¿A que no lo adivinas?

ÁNGELES.-  ¡Cómo he de adivinar yo tus picardías!

RICARDO.-  ¡De Lola!

ÁNGELES.-  ¿De la hija de Leocadia?

RICARDO.-  Justamente.

ÁNGELES.-  Esas son maldades o imprudencias de Leocadia.

RICARDO.-  Eso creo. Pero ¡si yo jamás pensé en Lola!

ÁNGELES.-  ¿Y Amparito qué sabe? Más te digo: es natural que tenga celos a poco que los estimulen.

RICARDO.-   (Con desesperación cómica.)  ¿También tú? ¿Tú, que me conoces? ¿Tú, que sabes que adoro a Amparo? ¡Señor! ¡Señor! ¡Que la madre y la hija han perdido el juicio!

ÁNGELES.-  No digo que tengas tú la culpa. Porque te conozco desde niño, porque he sido tu amiga, tu hermana, te entrego mi hija. Porque sé que eres bueno y que la quieres con el alma.

RICARDO.-  ¡Gracias a Dios!

ÁNGELES.-  Pero si le han ido con el cuento de que, cuando Lola vivía conmigo, tú estabas siempre en casa, figúrate tú qué vueltas le habrá dado en su cabecita exaltada la pobre criatura a esa idea traidora.

RICARDO.-  Mira: eso es verdad.

ÁNGELES.-  Ya lo creo que es verdad. Porque Amparo tiene una imaginación que da miedo. No; con aquella cabecita no se puede jugar. Cuidámela mucho, Ricardo; mímala como yo; que no llore; que no se exalte; que no dude nunca de ti. Hazla muy feliz, y te querré..., te querré como una madre verdadera. ¡Por Dios, Ricardo!... ¡Amparo vale mucho!... ¡Lo es todo para mí! No, Ricardo, tú no puedes comprender esto. No puedes, no...; por mucho que la quieras.

RICARDO.-  ¡Será feliz!

ÁNGELES.-  ¡Gracias.... gracias..., hijo mío!  (Se acerca a él llorando. RICARDO la sostiene cariñosamente.)   Eres bueno, sí... siempre lo has sido.  (En este momento aparece AMPARO.) 



Escena IX

 

ÁNGELES, RICARDO y AMPARO.

 

AMPARO.-  ¿Qué es eso?  (Con cierta sorpresa.)  ¿También lloras tú?  (A su madre.)  Hoy todos lloramos.

ÁNGELES.-   (Llamándola y abrazándola.)  Amparo... Me dijo Ricardo que habías llorado..., y me afligí.

AMPARO.-  ¡Qué charlatán es Ricardo!

ÁNGELES.-  Me juraba, cuando llegaste.... que, ya nunca más ha de hacerte llorar.

AMPARO.-  Bueno; pero, que no te haga llorar a ti tampoco.  (A RICARDO.)  Cuando nos casemos, como seré tu mujer, podrás hacerme llorar... alguna vez, ¡por excepción!...; pero a mi madre, no.  (Acariciándola.)  Porque a mi madre no tienes derecho para hacerla llorar, ¿verdad, mamita?

RICARDO.-  Resulta que soy un infame, ¡que hace llorar a todo el mundo!

AMPARO.-   (Riendo.)  ¿Es un infame?

ÁNGELES.-  No, hija, no; es muy bueno. Le conozco muy bien, mejor que. tú, y es muy bueno, muy bueno.

AMPARO.-  Si tú te fías.... ya estoy tranquila.

RICARDO.-  ¿No les parece a ustedes que debemos ir allá dentro? Tenernos abandonados a aquellas señoras y caballeros.

ÁNGELES.-  Están muy entretenidos viendo galas.... pero vamos.

AMPARO.-  Sí.... vamos, que yo no las he visto todavía.  (Se dirigen los tres hacia la derecha; les cierra el paso LEOCADIA.) 



Escena X

 

AMPARO, ÁNGELES, RICARDO y LEOCADIA.

 

LEOCADIA.-  Perdonad: un momento. Supongo. que hablaréis con esas señoras y esos caballeros de la boda; que acaso les anunciaréis el día ¡y antes conviene que me oigáis a mí! Por poco que yo valga, conviene que me oigáis.

ÁNGELES.-  No te comprendo, ¿Comprendéis esto?

RICARDO.-  No.

AMPARO.-  Yo tampoco... Ella..., ella... pero ella, ¿qué?

LEOCADIA.-   (A ÁNGELES.)  ¿Has recibido carta de Baltasar?

ÁNGELES.-  No.

AMPARO.-   (Con alarma y exaltación.)  ¿De mi padre? Yo tampoco. ¿Acaso qué? ¿Pasa algo? ¿Está enfermo?

LEOCADIA.-  No. Está bueno, muy bueno, y con todas las energías de su honrado carácter muy despiertas.

AMPARO.-  ¡Ah! Gracias a Dios.

ÁNGELES.-  Me habías asustado.

RICARDO.-  A todos.

AMPARO.-  Se goza en asustar a todo el mundo.

LEOCADIA.-  No es eso.

AMPARO.-  ¿Pues qué es?

LEOCADIA.-  He tenido carta de Baltasar.

ÁNGELES.-  ¿Tú?

LEOCADIA.-   (A ÁNGELES.)  Sí; y me manda otra carta para ti.

ÁNGELES.-  Es extraño; pero dámela.

AMPARO.-  ¿Escribe a mi madre y le manda a usted la carta?  (A RICARDO.)  ¿Tú comprendes esto?

RICARDO.-  No, la verdad; no lo comprendo.

ÁNGELES.-  Pero ¿esa carta?

LEOCADIA.-  Tómala.  (Le da la carta.) 

AMPARO.-  ¿A ver? ¿Qué dice?

RICARDO.-  Sí pronto.  (ÁNGELES lee para sí; AMPARO y RICARDO la observan con curiosidad y de cerca. LEOCADIA, fríamente y a distancia.) 

ÁNGELES.-  ¡Ah! ¡No, imposible! ¿Qué es esto? Pero ¿qué es esto?

AMPARO.-  ¿Qué es? Dame la carta.  (Quiere cogerla.) 

ÁNGELES.-  ¡No tú, imposible! ¡Mira!  (Le da la carta a RICARDO.) 

AMPARO.-  Pero ¿yo no puedo leerla? ¡Si es de mi padre!

RICARDO.-   (Leyendo.)  ¡Ah..., no! ¡No puede ser! ¡Será alguna infamia!

AMPARO.-  Pero ¿qué dice?

RICARDO.-  ¡No...; a ella, no!...  (Para no dar la carta a AMPARO.) 

ÁNGELES.-  ¡A ella, no!  (Lo mismo.) 

AMPARO.-  ¿Por qué?... ¿Por qué?... ¡Quiero leerla! ¡Es de mi padre!... ¡Quiero! ¡Quiero!

ÁNGELES.-  ¡Luego!

RICARDO.-  ¡Más tarde! ¡Cuando todo se aclare!

AMPARO.-  ¡No!... ¡No!... ¡Ahora!  (A LEOCADIA.)  ¡Usted, que tendrá el gusto de desgarrarme el corazón.... gócese..., gócese!... ¿Qué dice esa carta?...

LEOCADIA.-  ¡Tu padre te prohíbe casarte con Ricardo!

AMPARO.-  ¡No!... ¡No!... ¡Mentira!... ¡Mi padre no dice eso!... ¡No lo dice!... ¡No!... ¡No, Dios mío!... ¡No lo dice!... ¡Ah!... ¡Dios mío!... ¡Díos mío!... ¡Madre mía!...  (Cae sin sentido, y llorando, en los brazos de su madre.) 



 
 
TELÓN
 
 


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