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ArribaAbajoActo II

 

La escena representa un salón lujosísimo: puede ser el del acto anterior; chimenea encendida. Es de noche; el salón, iluminado como para una fiesta; flores, etc., etc.

 

Escena I

 

DON LEANDRO y DON BRAULIO, en traje de etiqueta.

 

DON LEANDRO.-  Ya ve usted, don Braulio, todo llega; y después de tantas dudas y tantas, murmuraciones, llegó el día de la boda.

DON BRAULIO.-  Don Leandro, dudas hay y se ocurren en este mísero globo aun para las cosas más insignificantes; conque es natural y lógico que acto tan decisivo y tan trascendental como el del matrimonio aparezca dudoso.

DON LEANDRO.-  Es que la boda parecía definitivamente deshecha. Si bien la familia quiso ocultarlo, yo sé, a mí me consta, que don Baltasar no sólo se negó a dar su consentimiento, sino que amenazó a Ángeles con venir a la Península, abandonando todos sus negocios, para arrojar a Ricardo de su casa y para cruzarle el pecho de una estocada.

DON BRAULIO.-  Hombre: eso es muy fuerte, muy melodramático; yo dudo...

DON LEANDRO.-  No lo dude usted. El caso es fuerte, pero don Baltasar no es blando, ¿Ve usted el carácter de Amparo? Pues un carácter parecido al de la hija es el de su padre, acentuado con todas las energías varoniles, como es natural.

DON BRAULIO.-  Pero ¿por qué es todo eso? Yo no comprendo ni la oposición de don Baltasar, ni su fiereza, ni su odio a Ricardo. ¿Y usted?

DON LEANDRO.-  Tampoco lo comprendo muy bien. Aunque algo pudiera haber. Son cosas muy delicadas, don Braulio.

DON BRAULIO.-  Ricardo es un caballero, una persona dignísima.

DON LEANDRO.-  No lo niego.

DON BRAULIO.-  Es muy rico, pero muy rico. Y aunque de dinero y santidad..., mitad de la mitad, aun así, Ricardo resulta millonario.

DON LEANDRO.-  En eso sí que no hay duda.

DON BRAULIO.-  Además, Ricardo fué siempre muy amigo de la familia.

DON LEANDRO.-  De Ángeles, ¿eh?... Distingamos. De Ángeles.

DON BRAULIO.-  Precisamente. ¡Pero muy amigo!

DON LEANDRO.-  Mucho... Muchísimo... ¡Y quién sabe!... Pero son asuntos muy delicados.

DON BRAULIO.-  ¡Pobre Amparo!... Es muy aturdida, muy «Inconsistente pero muy simpática. Y está enamoradísima.

DON LEANDRO.-  Creo que estuvo muy mala, muy en peligro, por la pena. La pobre doña Ángeles decía, llorando, «que su hija se le moría».

DON BRAULIO.-  Morirse de amor no es tan fácil..., pero acaso hubiera perdido la razón. Cuando no hay mucho aplomo.... en naturalezas desequilibradas.... la razón se pierde fácilmente.

DON LEANDRO.-  ¿Le parece a usted poco?

DON BRAULIO.-  Lo que yo no acierto a explicarme es cómo al fin, cedió don Baltasar, que tan fiero se había mostrado al principio.

DON LEANDRO.-  Don Baltasar es otro desequilibrado. Esos seres en que domina y se desborda el sistema nervioso tienen poca firmeza de opinión. Un hombre nervioso hoy le mata a usted y mañana riega de llanto su tumba de usted, don Braulio.

DON BRAULIO.-  Renuncio al regadío, don Leandro.

DON LEANDRO.-  Pues bien: las cosas han podido pasar de este modo.

DON BRAULIO.-   (Con curiosidad.)  Vamos a ver. Es decir, si no se trata de algo secreto y reservado.

DON LEANDRO.-  De ningún modo. Son apreciaciones exclusivamente mías.

DON BRAULIO.-  Pues con esa salvedad..., adelante.

DON LEANDRO.-  Amigo mío, convengamos en que la boda de Ricardo ha aguzado muchas envidias, ha desencadenado celos horribles. Y yo digo: ¿es posible que don Baltasar haya recibido avisos, consejos anónimos?

DON BRAULIO.-  No diré que es seguro, pero afirmaré que es probable.

DON LEANDRO.-  ¡Y vaya usted a adivinar qué cosas habrán inventado contra Ricardo!... ¡Qué de insinuaciones malévolas! ¡Qué de historias antiguas, malignamente retorcidas! ¿Eh?

DON BRAULIO.-  ¡Ya, ya!... ¡Qué no inventa esa sociedad neurasténica!

DON LEANDRO.-  Con lo cual, y dado el carácter de don Baltasar... ¡figúrese usted! Esto explica «su primer arranque y su actitud hostil».

DON BRAULIO.-  Es la de usted, si no la única, una de las explicaciones más racionales.

DON LEANDRO.-  Perfectamente. Pero Ángeles protesta, protesta Ricardo, Amparito declara que se muere..., todo el mundo cae sobre, don Baltasar, y, como al fin es un pobre hombre con todas sus fierezas, al telegrama de Ángeles: «Tu hija se muere», contesta con otro: «Yo no quiero que se muera mi Amparo. Haz lo que quieras.» Y la boda se prepara, y la boda llega...

DON BRAULIO.-  Pero una boda... muy triste. Digo muy triste, porque si bien las apariencias son de alegría..., hay algo.... hay algo en la atmósfera que entristece y abruma.

DON LEANDRO.-  Es verdad.

DON BRAULIO.-  Aquí viene su esposa de usted; ella nos dirá cómo está Amparo.



Escena II

 

DON BRAULIO, DON LEANDRO y DOÑA ANDREA.

 

DON BRAULIO.-  ¿Cómo deja, usted a la novia?

DOÑA ANDREA.-  No sé..., no sé...; no me parece que está muy regocijada.

DON BRAULIO.-   (A DON LEANDRO.)  Lo estábamos diciendo, ¿verdad?

DON LEANDRO.-  Decíamos que esta boda... no es lo que parece.

DOÑA ANDREA.-  Siento la misma impresión que ustedes. Salones lujosos, mucha luz, muchas flores, niñas encantadoras, que forman alrededor de Amparo un coro de ángeles, risas, felicitaciones.

DON BRAULIO.-  Y todo falso. Es decir, falso, no; pero sí forzado, convencional.

DOÑA ANDREA.-   (Con misterio.)  ¿No han observado ustedes?... Ángeles y Ricardo están violentos..., así como si huyesen uno de otro.

DON LEANDRO.-  Es natural; ellos saben perfectamente la calumnia que corre por Madrid. Calumnia en que los maliciosos pretenden fundar la resistencia de don Baltasar a la boda.... y Ángeles y Ricardo no, se atreven ni a mirarse, siquiera.

DON BRAULIO.-  Hacen mal, porque los maliciosos, en ese.... ¿cómo diré yo?.... en ese alejamiento mutuo, buscarán una prueba más para la calumnia.

DOÑA ANDREA.-  Y que si Amparo lo nota.... y lo notará.

DON LEANDRO.-  Lo notará.

DOÑA ANDREA.-  En tal caso..., figúrese usted...

DON BRAULIO.-  La duda.... sólo la duda..., no digo la sospecha.... sólo la duda, ¡sería cosa horrible! Dudar de su...

DOÑA ANDREA.-  Así está ella.... pálida, nerviosa.... la mirada vaga.... ¡y con un brillo!... Dos veces la ha fijado en mí... ¡y he sentido frío!... Es una mirada que pregunta algo con angustia, que interroga con desesperación.

DON BRAULIO.-  ¿Y qué cree usted que pregunta esa mirada?

DOÑA ANDREA.-  ¡Por Dios, don Braulio! Lo que preguntamos todos: «Pero ¿será verdad? ¡Porque si fuera verdad sería repugnante, odioso, infame!

DON BRAULIO.-   (A ANDREA.)  Lo que decíamos cuando llegó usted.

DOÑA ANDREA.-  Y luego ustedes también habrán reparado en ello...

DON BRAULIO.-  ¿En qué?

DOÑA ANDREA.-  Me refiero a Leocadia.  (Bajando la voz.)  ¿No la han visto ustedes vestida de negro, con su rostro lívido, con sus ojos mortecinos, con su andar lento, deslizándose sin ruido por entre los invitados, sin hablar con ninguno, así como una mancha negra, sombra de algo mortal, que cruzase las alfombras y rayase de negro telas de colores y destellos de luz? ¿Han leído ustedes «La intrusa», de Maeterlinck? Pues yo creo que Leocadia es la «intrusa»; otra «intrusa».

DON BRAULIO.-  Señora, dice usted las cosas de un modo que siente uno escalofríos. Mire usted, mire usted...  (Pasa lentamente por el fondo LEOCADIA, vestida de negro.) 

DOÑA ANDREA.-  Yo tengo ganas de que acabe pronto la boda para dar la enhorabuena y marcharme; créanlo ustedes.

DON LEANDRO.-  Si antes no sucede algo.

DON BRAULIO.-  ¿Ya qué ha de suceder?

DOÑA ANDREA.-  ¿Quién sabe.... quién sabe?... Ustedes no pueden adivinar cómo quedaba Amparito cuando yo la dejé.



Escena III

 

DOÑA ANDREA, DON LEANDRO, DON BRAULIO. Por el fondo, AMPARO, ÁNGELES, CARMEN. Al final de la escena se presenta un momento LEOCADIA. AMPARO entra rodeada de todas, que se afanan por animarla; viste de blanco, pero sin nada a la cabeza, como si no hubiese acabado de arreglarse; viene muy pálida, en gran estado de excitación, que procura dominar; sonríe con esfuerzo, etc., etc.

 

ÁNGELES.-  Pero ¿te sientes mala, hija mía?

CARMEN.-  ¿Qué tienes, Amparo?  (Los demás personajes hablan produciendo un murmullo, que no debe oscurecer el diálogo. ANDREA, LEANDRO y BRAULIO se acercan con solicitud.) 

AMPARO.-  No tengo nada, mamá. Estoy bien, Carmencita.

DOÑA ANDREA.-  Pero,¿qué? ¿Se ha puesto, mala?

AMPARO.-  No, señora, no. Muchas gracias. Es que allá, en mi cuarto, estábamos muchos...; la habitación es pequeña..., y luego las flores..., son muy hermosas..., pero su aroma me aturdía. Además, ¡hay tantas luces! ¡Me parecía que eran ojitos brillantes fijos en mí!

CARMEN.-  La estaba abrazando su madre...

AMPARO.-  Sí, y de pronto, sin saber por qué, me arranqué de sus brazos..., y ¡huí!..., ¡huí!.... ¡huí! ¡Sentí un impulso, un ansia de dejar a todos!... ¡Separarme de todos!... ¡No ver a nadie!... Sí, ahora mismo..., ahora mismo..., quisiera todavía huir más..., alejarme..., correr..., y necesito hacer un gran esfuerzo... para contenerme.... porque si no...  (Queriendo correr y conteniéndose.)  ¡No...; huir de ti, no.... madre, madre, madre mía!  (Cae llorando en sus brazos.) 

ÁNGELES.-  ¡Amparo.... Amparo!...

DOÑA ANDREA.-  ¡Ya terminó la crisis!

DON LEANDRO.-  No ha sido más que una crisis nerviosa.

DON BRAULIO.-  En parte, la crisis...; en parte, las emociones naturales...  (Todos asienten.) 

CARMEN.-  ¿Estás mejor, monísima?

DOÑA ANDREA.-  Ahora que ha llorado y que está más tranquila..., creo que debemos dejarla un rato a solas con su madre.

DON BRAULIO.-  Será lo más prudente.  (Entre tanto, AMPARO está en brazos de su madre, que la acaricia; junto a ellas está CARMEN, de modo que formen las tres un grupo. DOÑA ANDREA, DON LEANDRO y DON BRAULIO forman otro segundo.) 

CARMEN.-   (A medía voz, a AMPARO.)  Luego..., cuando llegue.... ya sabes..., ¡el que echa la bendición!, vendré a buscarte...

DON BRAULIO.-  Pues vámonos..., vámonos...  (A ÁNGELES, riendo.)  No la deje usted salir de aquí... hasta que sea preciso.... y entonces...., ¡qué remedio!..., sin ella no hay ceremonia.

ÁNGELES.-  .Son ustedes muy buenos... y muy amables...

AMPARO.-  Gracias..., gracias...; ya estoy bien...; pasó... En seguida voy.

CARMEN.-   (Saliendo.)  ¡Pobre Amparito!... ¡Cuidado que impone el casarse!  (Se lo dice a DON BRAULIO, y todos salen riendo.) 

LEOCADIA.-   (Asomandose un poco, y con precauciones felinas, se acerca a ANDREA y a DON BRAULIO y les pregunta en voz muy baja, con curiosidad y misterio.)  ¿Qué ocurre?... ¿Qué es?

DOÑA ANDREA.-  Nada...; ya, nada... Que Amparo ha sentido un desvanecimiento. Pero está bien.

LEOCADIA.-  ¡Ya!...

DOÑA ANDREA.-  Lloró un poco..., y está buena.

LEOCADIA.-  El llanto alivia mucho.  (Salen todos, menos ÁNGELES y AMPARO.) 



Escena IV

 

AMPARO y ÁNGELES.

 

ÁNGELES.-  ,¿De veras? ¿Te sientes bien?

AMPARO.-  Sí, madre mía; muy bien.

ÁNGELES.-  ¡Gracias a Dios!

AMPARO.-  Es que no soy más que una niña; una niña mimosa. Todo lo que tengo, ¿sabes tú?, no son más que mimos. Sí, confiésalo, me has dado muchos mimos en este mundo.

ÁNGELES.-  Todos, los que he podido, y no me arrepiento.

AMPARO.-  Mal hecho; porque ya ves tú adónde hemos venido a parar. Voy a casarme... y. no quiero casarme.... ni conocer a Ricardo, ni quererle, ni conocer a nadie... A ti sola, y seguir siendo chiquita, y que tú me cogieses en tus brazos.... y así tan ricamente.  (La abraza.)  ¡Yo soy muy mala, muy mala!... ¡Estoy convencida!

ÁNGELES.-  ¡Tú eres un ángel!

AMPARO.-  ¡Un ángel!...  (Sonríe tristemente.)  ¡Los ángeles no tienen malos pensamientos!  (Con tono sombrío.)  Por dentro de la frente los ángeles deben de tener un cielo muy azul, y sus pensamientos serán estrellitas. Yo no soy así.... no soy así...; si tú te asomases...: no..., no..., no me mires...; déjame..., déjame..., déjame que tape mi cabeza en tu seno como cuando era niña. Con el calor de tu pecho se desvanecen las nieblas que hay aquí dentro..., y todo.... todo lo veo más claro... Así..., así..., cuanto más me tapas los ojos veo más luz... ¡Madre... madrecita!...  (Ocultando la cabeza en el seno de su madre.) 

ÁNGELES.-   (Alarmada y con voz temblorosa.)  ¡Pero, hija mía!... Amparito, ¿qué dices?... ¡Tú, hija mía.... tú malos pensamientos!... ¿Cuáles?...

AMPARO.-  ¡Calla, calla.... que no se despierten...; ahora duermen...; déjalos!

ÁNGELES.-  ¡No!  (Con arranque de energía la separa y la mira a los ojos.)  ¡No! ¡Has de contestarme qué pensamientos son ésos... tengo derecho a saberlos!

AMPARO.-  ¿Por qué me miras así? ¿Pues qué te figuras que pienso yo?

ÁNGELES.-  No lo sé...; por eso lo pregunto.

AMPARO.-  ¡Nunca me has hablado en ese tono duro y seco, madre mía!

ÁNGELES.-  ¡Nunca me has dicho tú esas cosas que ahora me dices!

AMPARO.-  ¡Me riñes por vez primera! ¿Por qué?  (Alejándose espantada o como crea conveniente la actriz.) 

ÁNGELES.-   (Siguiéndola, alcanzándola y trayéndola entre sus brazos al primer término. ÁNGELES casi llora, o llora por completo; su voz es dulce; ha abandonado el tono duro de antes.)  ¡Amparo, hija mía, no.... no huyas de mí...; ven conmigo! ¡Te hablé en tono duro y seco...; hice mal; perdóname!

AMPARO.-  ¿Tú? ¡A mí... pedirme perdón, perdón tú!... ¡No. calla.... calla!... ¡Jesús!... ¿Qué he dicho? ¿Qué hice?... ¡Qué miserable soy!... ¡Miserable!... ¡Miserable!...  (Oprimiéndose la frente.)  ¡Dios mío, castígame! ¡Rebusca entre todos los dolores y viértemelos de golpe en el corazón, que se ahogue!

ÁNGELES.-  ¡Por Dios, hija; por Dios.... cálmate..., por mí, por tu madre! ¿No dices que me quieres tanto? Pues por mí no llores..., no te exaltes.... hija mía... ¡Mira que si no, te lo pido de rodillas!

AMPARO.-  ¡No; eso, no! ¡Tú de rodillas ante mí!... ¡No!

ÁNGELES.-  ¡Pues cálmate!

AMPARO.-  Me calmaré...; sí, me calmaré... ¡Te lo juro!... Ves...: ya... ni lloro, ni me quejo, ni nada; pero no has de llorar tú.

ÁNGELES.-  ¡No, hija mía, no! Si no lloro..., tampoco lloro yo...

AMPARO.-  Bueno, así, ¡muy contentas las dos!...  (Pausa. Se miran las dos, procurando mostrar alegría.) 

ÁNGELES.-  ¡Si yo sé lo que tienes!

AMPARO.-   (Separándose algo.)  ¿Tú?

ÁNGELES.-  Sí.

AMPARO.-  ¿Qué tengo?

ÁNGELES.-  Celos.

AMPARO.-  ¿Celos?... ¿Yo? ¿Celos?  (Con tono extraño y retrocediendo.) 

ÁNGELES.-  Claro.

AMPARO.-   (Se acerca y habla en voz baja.)  ¿De quién?

ÁNGELES.-  De la pobre Lola.

AMPARO.-   (Dando una carcajada.)  ¡De Lola! ¡De la pobre criatura! ¡De la monjita! ¡No, madre.... no! ¡La pobrecilla! No inspira celos quien ya murió. ¡Si estuviese aquí! ¡Si fuese muy hermosa! ¡Si la viese yo muy encariñada con Ricardo! Acaso. Pero la palidez, el hábito, la clausura..., son sudarios de muerte sobre las pasiones humanas. No es eso... ¡Te lo juro, no es eso!

ÁNGELES.-  Pues ¿qué es?  (Vuelve a, enardecerse, a pesar suyo.) 

AMPARO.-  ¿Te lo digo?

ÁNGELES.-  ¿No soy tu madre?

AMPARO.-  Madre... ¿Por qué mi padre que es tan bueno, tan noble, que me quiere tanto.... por... qué se opuso a mi boda con tan tenaz empeño? ¿Por qué?... ¿Lo sabes tú? ¡La verdad!

ÁNGELES.-  No.

AMPARO.-  Lo dices dudando.

ÁNGELES.-  No lo sé.

AMPARO.-  En aquella carta, ¿no decía el motivo?

ÁNGELES.-  No. ¡Te lo juro! Imponía su voluntad; no decía la causa.

AMPARO.-  En la carta de Leocadia la decía; ella lo afirma.  (Todo esto con recelo, con mirada investigadora; otra vez va poniéndose nerviosa.) 

ÁNGELES.-  Eso dice; pero no ha querido enseñarme la carta que Baltasar le dirigió a ella..., y en que, según parece, daba explicaciones.

AMPARO.-  Ni a mí tampoco.

ÁNGELES.-  Tu padre es muy bueno, pero tiene un carácter muy exaltado. Cualquier calumnia hace en él una impresión horrible.

AMPARO.-  ¡Luego hay calumnia!

ÁNGELES.-  No lo sé: lo suponía.

AMPARO.-  Oye...

ÁNGELES.-  Hija mía, no hablemos de esto.

AMPARO.-  Sí..., de esto..., de esto... ¡Si esto es lo que me está torturando!... ¡Si esto es lo que me llena de sombras muy negras el pensamiento! Tú ves lleno de nubes el cielo; no sabes lo que esas nubes son, ni qué figuras extrañas toman, ni qué monstruos fingen; pero todo eso te da miedo. Pues así..., así..., aquí dentro...  (Oprimiéndose la frente.)  ¡Veo y no veo..., veo y no comprendo.... veo y me espanto y no sé por qué!... Pero ¡ay madre mía, qué tormento! Yo creo.... sí, lo oreo... ¡Yo creo que me voy a volver loca!

ÁNGELES.-  ¡Amparo!

AMPARO.-   (Con acento trágico.)  ¡Ojalá!... ¡Ojalá me volviese loca!

ÁNGELES.-   (Abrazándola.)  ¡No.... no..., Amparo!

AMPARO.-   (Desprendiéndose.)  ¡Madre!

ÁNGELES.-  ¡Hija mía!

AMPARO.-  ¿Quieres verme tranquila?

ÁNGELES.-  ¿Qué he de hacer?

AMPARO.-  Una cosa muy sencilla.

ÁNGELES.-  Di.

AMPARO.-  Escucha: vas a jurarme por lo más sagrado, no sólo que no sabes, sino que no sospechas..., que no sospecha Ricardo, cuál es la calumnia... Ya sabemos que fué calumnia... Si yo sé que es calumnia... Pero, en fin, ¿cuál fué la calumnia infame que sorprendió a mi padre de mi alma y le obligó a oponerse a mi boda? ¿Entiendes mi idea?

ÁNGELES.-  Sí; yo te aseguro...  (Con angustia.) 

AMPARO.-  No has de asegurarlo; porque me quieres mucho, y con ser tan buena, precisamente por ser tan buena, eres capaz de asegurar lo que no es... ¡Perdona.... perdona.... madre...; por mí eres capaz de eso y de todo! No; asegurar, no. Has de jurar con un juramento horrible.... yo lo inventaré..., yo te lo iré diciendo... «¡Juro que no sospecho qué calumnia es..., y si juro en falso, que Dios Nuestro Señor me castigue en mi hija; y que mi hija sea muy desgraciada, muy desgraciada; que sufra tormentos, dudas, martirios, y de que tanto sufrir se haga pedazos su razón, y muera desesperada, y demente, y maldiciendo!» Esto, esto has de jurar.... y te creeré. ¡A ver, a ver, madre, si juras!

ÁNGELES.-   (Con exaltación.)  ¡No.... no...; ese juramento, no!...

AMPARO.-  ¡Ah!... ¡Entonces lo sabes.... lo sabes!... ¡O porque te lo ha dicho mi padre... o porque ya lo sabías!...

ÁNGELES.-  ¡Amparo!

AMPARO.-  ¡Madre!...  (Dos gritos supremos.) 

ÁNGELES.-  ¡Calla..., Ricardo!

AMPARO.-  ¡Sí!... ¡Ah!... ¡Y Leocadia!...



Escena V

 

AMPARO, ÁNGELES, RICARDO y LEOCADIA.

 

LEOCADIA.-  No te engaño, no. Allí la tienes.

RICARDO.-  ¡Amparo!

AMPARO.-   (Separándose.)  No..., déjame... ¿Te han dicho que no me sentía bien?... Pues ya pasó.,., tranquilízate. Quédate aquí con mi madre.  (Haciendo ademán de salir.) 

RICARDO.-  ¿Huyes de mí?

AMPARO.-  ¡Qué te admira!... Antes huía de mi madre... ¡Que te cuente ella!  (Fingiendo alegría y con un tono aparentemente ligero, en que hay amargura.) 

RICARDO.-   (Sin poder contenerse.)   ¿Por qué huiste de ella? ¿Por qué huyes de mí?

AMPARO.-  ¡Pobre Ricardo!... ¡No comprendes que bromeo!... Sentí una de esas excitaciones nerviosas que tanto asustan a mamá y que al fin no son nada: un estremecimiento, la vista que se enturbia, el corazón que late más aprisa.... unos gritos.... unas lagrimitas... y se acabó la terrible enfermedad de la niña mimada.

RICARDO.-  ¿De modo que ya estás bien?

AMPARO.-  Muy bien.

RICARDO.-  Entonces no te separes de mí.

AMPARO.-   (Con pasión que no puede dominar, y acercándose a RICARDO.)  ¡No! ¡Ricardo! ¡No!

RICARDO.-  Así.... los tres juntos...; tú entre los dos.

AMPARO.-   (Con violencia contenida.)  ¡No!

ÁNGELES.-  ¿Por qué, Amparo?

RICARDO.-  ¿Por qué?

AMPARO.-  ¡Ah!... ¡Qué tono solemne! Porque entre vosotros dos..., viéndoos a la par.... mi situación es muy difícil..., ¡muy difícil!... Pregúntaselo si no a Leocadia, que está ahí helada, impasible, sombría, contemplándonos a los tres. ¿Verdad, tiíta?  (Con ironía cruel.) 

LEOCADIA.-  No sé, no te comprendo.

ÁNGELES.-  Ni yo tampoco.

RICARDO.-  Tampoco yo.

AMPARO.-  ¡Oh... Dios mío! ¡Pues si es muy sencillo, si es la cosa más natural! Mira, Ricardo..., si yo le demuestro a mi madre delante de ti todo el cariño que le tengo, si la beso, si la abrazo, si le recuerdo, otros tiempos..., parece que te estoy diciendo: «¡Este, éste es el verdadero cariño, el amor eterno, no el que te tengo a ti; a ella la quise siempre; a ti, desde ayer!»

RICARDO.-  ¡Amparo!

AMPARO.-  Pues pon lo contrario. Pon que yo me acerco a ti y te digo.... ¡qué sé yo!..., cualquier tontería en tono cariñoso; pues entonces mi madre sería la que tendría celos, ¿verdad, Leocadia? Porque sería como decir a mi madre: «Ya no pienso en ti; le quiero a él más; por él te dejo; por un hombre a quien conocí hace un año.» Y me parece que esta ingratitud de su hija debe dolerle muchísimo a mi madre. Y yo no quiero, no quiero..., no...; eso, no, que mi madre sufra por su Amparo. No, madre mía...; no pienses esas cosas...; yo las digo por decir...; pero tú... no las pienses.... no, los malos pensamientos hacen mucho daño.  (Se acerca a ella y la acaricia.)   Lo veis.... ya la hice llorar.

ÁNGELES.-  ¡No sé qué decirte, hija mía!

AMPARO.-  Pues yo sí. Que no puedo estar entre vosotros dos y que me voy con Leocadia a otra parte.... a respirar..., concluir de arreglarme unos instantes..., sólo unos instantes.

ÁNGELES.-  ¡No me dejes!

AMPARO.-  Si volveré pronto, muy pronto. ¿Vamos, tiíta?

LEOCADIA.-  Como tú quieras.

ÁNGELES.-   (Levantándose con ímpetu.)  ¡No vayas con ella!

AMPARO.-  ¿Por qué, madre mía? ¿Qué temes?

ÁNGELES.-  Nada.  (Se deja caer en el sofá.) 

LEOCADIA.-  Si yo la quiero mucho. Así, vestida de blanco, me,recuerda a mi hija.

AMPARO.-   (A LEOCADIA.)  ¿Vamos?

LEOCADIA.-  Cuando quieras.  (Sale lentamente. AMPARO, apoyada en LEOCADIA. ÁNGELES, echada en un sofá o en una butaca, muestra gran abatimiento. RICARDO ve alejarse al grupo que forman AMPARO y LEOCADIA, en que se mezclan por manera extraña el vestido blanco de aquélla con el vestido negro de ésta.) 

AMPARO.-   (En voz baja.)  Contigo no tengo que fingir.

LEOCADIA.-  ¡Fingir! ¿Qué?

AMPARO.-  A ti... no temo hacerte llorar.

LEOCADIA.-  ¡Lloré tanto!

AMPARO.-  Contigo estoy tan sola... como si estuviese a solas con mi pensamiento.

LEOCADIA.-  ¿Tan negro es?

AMPARO.-  ¿No lo sabes?

LEOCADIA.-  No.

AMPARO.-  ¡Sí, lo sabes!... ¡No mientas!... ¡Hipócrita, no finjas!... ¡Lo sabes, lo sabes!  (Salen las dos.) 



Escena VI

 

ÁNGELES y RICARDO.

 

RICARDO.-  ¡Pobre Amparo!

ÁNGELES.-  ¡Pobre hija mía!

RICARDO.-  ¡Oh, qué infamia, qué infamia!

ÁNGELES.-  ¿Pero quién? ¿Quién fué el primero que cometió esa infamia?

RICARDO.-  El primero... no sé.... acaso Leocadia... Después, todos. Arroja semilla de calumnia en la masa humana, ¡y verás qué cosecha!

ÁNGELES.-  ¡Es verdad!

RICARDO.-  Calumniarme a mí... es una maldad; porque yo, aunque no soy un santo ni un ser perfecto.... soy un hombre de honor. Pero calumniarte a ti, que siempre has sido buena como un ángel del cielo, con un alma más blanca que el armiño y una voluntad más recta que un rayo de sol... ¡Oh!... ¡Eso.... eso clama a Dios!... Y envenenar el alma de Amparo como la han envenenado... Para eso no hay calma; resignación no se diga; y paciencia... ¡la mía se acabó!

ÁNGELES.-  ¡Amparo!... ¡Amparo!... ¡Por ella es mi pena!... Yo estoy acostumbrada a sufrir, bien lo sabes. Yo quería a Baltasar y le quiero, porque en el fondo es muy noble, pero ¡qué carácter el suyo! ¡Cuánto me ha hecho llorar en este mundo! ¡Qué celos tan insensatos! ¡Qué celos tan tercos! ¡Qué celos!... ¡Si no encuentro la palabra! ¡Qué celos tan insustanciales! ¡La duda! ¡Eterna, constante, tenaz! Hoy muere, mañana retoña, ¡y así siempre!

RICARDO.-  ¡Triste herencia! En Amparo vuelve a retoñar.

ÁNGELES.-  ¡Eso, eso es lo que me vuelve loca! ¡Un ser tan puro, que ayer, como quien dice, jugaba en mis rodillas! ¡Que cuando aprendía a escribir, si al hacer una plana me traía en uno de sus deditos, tan monos, unas mancha de tinta, me apuraba de veras!... ¡Y a darle limón, y a lavarla mucho, hasta que quedaba el dedito blanco como la, nieve y sonrosado como una hoja de rosa! Y ahora.... ahora no es en un dedito, ¡es en el corazón, en el pensamiento, en el alma;!,.. No es una gota de tinta, sino la mancha más repugnante, la que no puede limpiarse ni borrarse nunca, tinte amoratado de cáncer horrible, ¡la duda contra su madre! ¡No; esto no!... ¡No debe ser! ¡Dios mío!, esto no puedes Tú consentirlo, porque si hay algo sagrado en este mundo después de Ti..., pero ¡qué sé yo!..., acercándose a Ti..., ¡es una madre!  (Con energía desesperada.) 

RICARDO.-  ¡Pues a salvar a Amparo!

ÁNGELES.-  ¡Si creo que no es posible! Aunque se convenza, aunque deje de dudar.... ¡habrá dudado de mí!... Eso ya no tiene remedio.

RICARDO.-  ¡Ángeles! ¡Por primera vez en tu vida eres injusta! ¡Qué culpa tiene la pobre Amparo! ¿Depende de ella? Si al ser más noble y más puro, si a un niño le muerde un perro rabioso, ¿qué culpa tiene la pobre criatura de que el veneno circule por su sangre? A su sangre lo llevó la dentellada. ¡Pues cuenta, si puedes, las dentelladas de esas gentes!... ¡Ah! Tienes que pensar en esto, o quieres a Amparo menos que yo.

ÁNGELES.-  Más que yo, ¡nadie! Pero comprende tú que me duele mucho, mucho, mucho, ¡que piense de nosotros!... ¡De ti, menos malo, después de todo!...  (Con inocente egoísmo.)  ¡Pero de mí.... de mi! ¡No, no..., no tiene derceho a dudar! ¡No lo tiene!... ¡Que dude de todo! ¡Pero de mí, no!... ¡No!... ¡Y no!

RICARDO.-  ¡Valor! ¡Valor!...,¿Por qué no le dices esto mismo que me dices a mí?

ÁNGELES.-  ,No...; a ella, no.

RICARDO.-  ¡Sí..., sí.... dices bien!... Hay que ir con calma y con prudencia, y poco a poco. Ella.... ella por sí misma se convencerá.

ÁNGELES.-  Eso he pensado yo.

RICARDO.-  ¡Hay que pensar en ella! Mucho sufrimos nosotros, pero ella sufre más. Nosotros... tenemos un consuelo..., ¡hay que confesarlo!...

ÁNGELES.-  ¡Yo, ninguno!

RICARDO.-  ¡Sí; un consuelo muy grande! Sabemos que no merecemos lo que sufrimos; nuestra conciencia es nuestro consuelo.  (Con energía.)  Podernos decir: somos honrados y ésos son calumniadores. Y la pobre Amparo, ni distingue nada, ni ve, ni adivina: todo es duda para ella. Tú, una pena muy grande, pero a la luz del sol; y la luz anima. Ella, un dolor más horrible y entre sombras: y en las sombras los dolores son mayores.

ÁNGELES.-  ¡Sí.... eso!...; eres muy bueno, muy justo; así debemos pensar los dos. ¡A salvarla!

RICARDO.-  ¡A salvarla!  (Se acercan, se estrechan la mano, casi se abrazan, conmovidos.) 



Escena VII

 

ÁNGELES, RICARDO y CARMEN.

 

CARMEN.-  ¡Ah!  (Deteniéndose.)  Perdonen ustedes..., pensé que estaba Amparito... y venía a ver... si estaba mejor.... si había pasado el mal...

ÁNGELES.-  Sí; está mejor... y ha ido con Leocadia a acabar de arreglarse.

CARMEN.-  ¡Vamos..., eso me tranquiliza.... porque yo pensé que estaba mala de veras!... ¡Qué palidez!... ¡Qué ojos tan extraviados!...; ¡me dió un buen susto, y a todos!.... ¡todos están muy alarmados!

RICARDO.-  Pues no hay motivo, Carmencita.

CARMEN.-  Mejor es así. Pero ¿por qué habrá sido?...  (Se ha ido acercando a ÁNGELES y le habla en voz baja.)  ¿Le ha dado algún disgusto Ricardo?

ÁNGELES.-   (Aparte.)  ¡Por Dios, hija!... No; no creas eso. Ricardo es muy bueno.

CARMEN.-   (Aparte.)  Pues mamá y papá dicen que no es muy bueno... Pero yo le defiendo..., ¡ya lo creo!

ÁNGELES.-  Haces bien... Pero ¿de qué le acusan tus padres?  (En voz baja.) 

CARMEN.-   (Aparte.)  No; está distraído.  (RICARDO se ha separado un poco.) 

CARMEN.-   (Aparte.)  No sé..., son frases sueltas que yo cojo... así, al pasar. Pero hace usted bien en defenderle; debe de ser muy caballero. ¿Y quién le ha de conocer mejor que usted?  (Todo con mucha inocencia.) 

ÁNGELES.-   (Aparte.)  ¡Yo!..., ¿por qué?... Como todos..., le conozco corno todos.  (Está algo violenta.) 

CARMEN.-   (Aparte.)  Eso sí que no; usted mejor que nadie. Ahora mismo lo decían unas señoras.

ÁNGELES.-  ¿Qué decían?...  (En voz alta y sin poder contenerse. RICARDO le oye estas palabras y se acerca.) 

CARMEN.-  Pues lo que le he dicho a usted.  (Un poco asustada.)  Las palabras no las recuerdo. Pero eso venían a decir. ¿Es que se ha enfadado usted?

ÁNGELES.-  No, hija, no. Tú eres toda inocencia y bondad.

CARMEN.-  Yo la quiero mucho: a Amparo... y a usted también... Y a Ricardo no le quiero mal.

RICARDO.-  Sería usted injusta.

CARMEN.-  Y si es usted muy bueno con Amparo, aún le querré más. ¡Entonces sí que seremos amigos!

RICARDO.-  Pues lo seremos.

CARMEN.-  Pues ahora hay que llamar a Amparo y hay que prepararse.... porque se acerca el momento.... ¡el momento solemne, como dice don Braulio! Toda la gente está ya en el salón.... y la puerta de la capilla está entornada, ¡que bonita está la capilla! ¡En una capilla así debe de dar mucho gusto casarse!... Y va a verrir en seguida su ilustrísima. Yo quiero estar allí para hesarle el anillo. Y voy a ver si tiene buena memoria. Él me confirmó, ¿se acordará de mí?

ÁNGELES.-  ¡Ya lo creo!

CARMEN.-  Pues llamen a Amparo y vamos.  (Se dirigen al fondo, y CARMEN, mirando por una puerta lateral, empieza a palmotear alegremente.)  ¡Ya está ahí..., ya está ahí su ilustrísima! Venga usted, venga usted a recibirle..., a usted le toca.  (Llevándose del brazo a ÁNGELES.)  Y usted también.  (A RICARDO.)  Venga usted pronto.... bobalicón...

ÁNGELES.-  Sí..., vamos, Ricardo.

RICARDO.-  Vamos.... ¿pero Amparo?

ÁNGELES.-  ¡Ya lo creo!

CARMEN.-  ¡Ea!..., que va a pasar sin que le bese el anillo.  (Sale.) 



Escena VIII

 

AMPARO y LEOCADIA. En este momento entran AMPARO y LEOCADIA. AMPARO, como huyendo, y se desploma en un sofá. LEOCADIA se acerca a ella lentamente.

 

AMPARO.-  ¡Ay.... que me faltan las fuerzas!...; ¡mi cabeza vacila!... lo veo todo a través de una neblina... Tenga usted lástima de mí.

LEOCADIA.-  ¡Yo!... ¿Pues yo te atormento?

AMPARO.-  No sé. Creo que sí.

LEOCADIA.-  No te busqué yo; hace días que no me acerco a ti.

AMPARO.-  Pero ¿y antes?

LEOCADIA.-  Antes, algunas veces; no muchas. Te decía cualquier cosa para consolarte..., muy pocas palabras.

AMPARO.-  Pero esas palabras..., esas palabras..., ¡despertaban en mí unas ideas!... Ideas que yo quisiera desechar... ¡y es imposible!

LEOCADIA.-  ¿Y yo qué culpa tengo? ¡Ea!... Si tanto mal te hago..., me voy.  (Hace un movimiento.) 

AMPARO.-   (Saltando sobre ella y cogiéndola por un brazo.)  No, aquí, conmigo.

LEOCADIA.-   (Sonriendo.)  ¿Lo ves?. No es que yo te busco, es que tú no quieres separarte de mí. Pues como tú quieras. ¡Siempre juntas!  (Abrazándola.)  ¿Cómo negarte mis consuelos?

AMPARO.-  ¡No! ¡Suélteme! ¡Suélteme!  (Se separan y la mira trágicamente.)  Yo quiero huir de usted. ¡Pero no puedo! ¡No puedo!  (Toda la escena simboliza la «duda», la negra «duda». AMPARO la rechaza; pero la duda la atrae y la domina.) 

LEOCADIA.-  Pues, criatura, di qué quieres que haga. Me rechazas si me acerco. Me llamas si me separo. Me odias, y no puedes vivir sin mí. De día, desatinada y colérica, casi me arrojas de esta casa, y de noche vienes a buscarme a mi cama con los pies desnudos para que no te oigan; y te sientas a la cabecera y lloras y lloras... y no me dejas dormir, sin pensar que yo también tengo penas y necesito descanso.

AMPARO.-  Pero ¿a qué voy? ¿Por qué lloro? ¿Por qué estoy suplicando hasta el alba? ¿Por qué cuando me alejo aterida y desesperada de junto a tu lecho no veo más que tus ojillos por encima del embozo de las sábanas, que me siguen burlones, sin que los empañe ni una lágrima? ¿Por qué? ¿Por qué, Leocadia?

LEOCADIA.-  Y yo, ¿qué quieres que te conteste?

AMPARO.-  Quiero que me contestes a lo que te pregunto.

LEOCADIA.-  ¡Me preguntas tantas cosas!... Unas veces sobre Ricardo.... otras veces sobre tu madre...

AMPARO.-  ¡Mentira! ¡De mi madre, nunca! ¡No hables de ella!

LEOCADIA.-   (Retrocediendo.)  ¡Amparo!

AMPARO.-  Así.... así... Te aconsejo, por tu bien, que me tengas miedo.

LEOCADIA.-  Pues me voy, ya que no logro aliviar tus penas.

AMPARO.-  ¡No, eso no!... Si has dicho bien: no puedo vivir sin ti.  (Empieza a desvariar algo.) 

LEOCADIA.-  Pues me quedo. Como tú mandes.

AMPARO.-   (Al oído.)  Tanto como te odio te querría si fueras buena conmigo. Si contestaras cariñosamente, lealmente, a. mi pregunta.

LEOCADIA.-  ¿A cuál?

AMPARO.-  A la de siempre: si sabes cuál es.

LEOCADIA.-  Pues repítela, para que yo no me equivoque.

AMPARO.-  No es para eso, es para que yo sufra repitiéndola. ¡Oh, te conozco! Te daré gusto, Leocadia: ¿por qué mi padre se oponía a mi boda? ¿Lo sabes? Yo sé que lo sabes.

LEOCADIA.-  Es verdad.

AMPARO.-  Pues dime por qué.

LEOCADIA.-  ¿Para que luego digas que gozo atormentándote?

AMPARO.-  Luego ¿es algo muy cruel?

LEOCADIA.-  Es... lo que es. Yo..., la verdad.... no sabría decírtelo. No encontraría palabras. Tú dices bien: a una madire hay que respetarla.

AMPARO.-   (Se estremece y la mira espantada.)  ¡Ya empiezas!

LEOCADIA.-  ¡Yo, Dios mío, no puedo decir nada!

AMPARO.-  Dices que no encuentras palabras... y encuentras las más infames.

LEOCADIA.-  No he de pronunciar una más.

AMPARO.-  No hables, no. Pero dame la carta que té escribió mi padre, y en la que está la causa.... la causa de oponerse a mi boda.

LEOCADIA.-  Eso sí que no. ¡Oh, qué dirías de mí! Además, ¿qué te importa?  (Con tono de desprecio.)  Al fin ha cedido.

AMPARO.-  ¡Porque supo que me moría!... ¡Y mi padre me quiere mucho y tiene mucho corazón!...

LEOCADIA.-   (Con ironía fría.)  Es muy blando de corazón, es cierto.

AMPARO.-  Pues dame su carta, dámela; porque una duda cruel, duda que mancha..., duda que ahoga.... me está martirizando de tal modo, que yo creo que me voy a volver loca.  (Cae en un sofá y se cubre el rostro con las manos. LEOCADIA se acerca, se sienta a su lado o se pone detrás y la acaricia; es como la duda, que toma cuerpo y asedia y se apodera y atormenta implacable a la pobre niña.) 

LEOCADIA.-  No seas niña, no te apures; si no hay motivo. ¿Amas a Ricardo? Sí. ¿Puedes unirte a él para siempre? Sí. Allá dentro te esperan. ¡Pues a la boda! Todo lo que pasó, ¿qué importa? ¡Pasan tantas cosas en el mundo!... ¡Y el tiempo las borra!  (Cada vez se acerca más a AMPARO y la fascina cada vez más.) 

AMPARO.-  ¡No sabe usted cómo sufro!... Lo pasado... dice usted... ¡lo pasado!

LEOCADIA.-  Lo pasado.... pasó; ya no es; como si no hubiese sido. Y después de todo. ¿qué?; niñadas.... dos niños que se crían juntos...; ¡vaya un motivo de celos!

AMPARO.-   (Repitiendo maquinalmente.)  ¡Celos!

LEOCADIA.-  Que crecen juntos..., que se quieren mucho... ¡Hoy mismo se quieren mucho! ¿Y esto qué prueba? ¡Calumnias hija, calumnias!

AMPARO.-  ¡Calumnias!

LEOCADIA.-  ¡Calumnias infames!... Pero el mundo es así. ¡Y tu padre fué muy receloso!... Siempre.vió mal esas intimidades de...

AMPARO.-  ¡Silencio..., no nombre usted a nadie!

LEOCADIA.-  ¿Para qué, si tú me comprendes?

AMPARO.-  ¡Yo no comprendo nada!  (Tapándose los ojos y encogiéndose.) 

LEOCADIA.-  Entonces no hablo más.

AMPARO.-  ¡Ah... Dios mío! Las palabras de usted parecen cariñosas, ¿no es verdad?

LEOCADIA.-  ¿Lo ves? ¡Tú misma lo confiesas, Amparo!...  (Acariciándola.) 

AMPARO.-  Pues cada palabra es como una gota de plomo derretido..., y la lluvia cae sobre mi corazón y lo taladra todo él por cien partes. Clava usted en mí su mirada, y me parece como que engendra usted una nube de pensamientos con alas muy negras, que me llenan la cabeza de zumbidos y revoloteos repugnantes. Me acaricia usted, y me crispo al contacto de sus dedos fríos y descarnados. Se ha propuesto usted que pierda el juicio; pues lo va usted a conseguir. ¡Usted..., usted..., usted!... ¡Encarnación maldita de la duda!... Pues sea. ¡Duda, vence! De todas maneras, quiero la carta; si no, no me sosiego, ni la dejo a usted, ni voy allá dentro...; ¡la carta!

LEOCADIA.-  Pero si no dice nada; ¡exageraciones de tu padre! ¡Si casi sería mejor que la leyeses! ¡Acabar..., acabar de una vez!...

AMPARO.-  ¡Eso es..., acabe usted conmigo; pero acabe yo con este intolerable tormento!... ¡La carta de mi padre!

LEOCADIA.-  ¡Pues vas a verla... y después yo te probaré que nada prueba!

AMPARO.-  ¡Bueno..., venga!...

LEOCADIA.-  Pero juicio..., mucho juicio... Todo es mejor que ese estado en que te encuentras... ¡Oh.... perderías la razón!

AMPARO.-  ¡La perdería!

LEOCADIA.-  Toma,  (Le da la carta; una de las dos que recibió en el primer acto.) 

AMPARO.-  ¡A ver!  (Leyendo febrilmente.)  «Leocadia, me tienen loco, ¡qué anónimos, qué cartas, qué avisos recibo!» Sí..., sí... «Leocadia, ¿es verdad que soy la burla de Madrid? ¡Ah!..., él... «Sí; lo soy; lo he sido siempre; ahora lo veo claro...» ¡Dios mío.... Dios mío! «No; esa boda no se efectuará; sería infame.» ¡Infame dice! «¡Sería repugnante!» ¡Repugnante dice! «No mancharán a mi hija de mi alma entre ese Ricardo y su manceba...»  (Da un grito terrible.)  ¡Ah!...  (Vacilando, avanzando y retrocediendo llorando, haciendo lo que la actriz crea oportuno.)  ¡Ella! ¡No!... ¡Miente mi padre!... ¡Mienten todos y... ¡Miento!... ¡Quita.... quita!... ¡Todos fuera!... ¡Sola!... ¡Pero sola, no!... ¡Sola tengo miedo!...  (Extendiendo los brazos.)  ¡Alguien a quien abrazarme!... ¡A ti, Dios mío!... ¡Pero no te veo, no te veo!... ¡Ay Virgen Santísima, ampárame.... ampárame!...  (Se acerca a la chimenea. LEOCADIA se aleja de ella al otra extremo.) 



Escena IX

 

AMPARO y LEOCADIA. Entrando, por el foro, sucesivamente, ÁNGELES, CARMEN, RICARDO, DOÑA ANDREA, DON BRAULIO y DON LEANDRO.

 

CARMEN.-  Ven, Amparo.

ÁNGELES.-  ¡Hija mía!...

AMPARO.-  ¿Quién me llama?

ÁNGELES.-  Soy yo...

CARMEN.-  Somos nosotras...

AMPARO.-   (Rechazándolos.)   No os acerquéis...

RICARDO.-  ¡Amparo!...

AMPARO.-   (A RICARDO.)  Tú, tampoco...

ÁNGELES.-  Pero ¿qué tienes, hija mía?  (AMPARO retrocede.) 

RICARDO.-  ¡Amparo!

AMPARO.-  No..., ¡nadie!... ¿Queréis quitarme esto?  (Enseñando la carta.)  ¡Lo haré pedazos!... ¡No!.. ¡Los conozco a todos ésos!...  (Señalando a todos los que han entrado.)  Irán recogiendo trozo por trozo, pedazo por pedazo, añico por añico, para reconstruir la calumnia... y arrojarla...; yo sé..., yo sé sobre qué frente la arrojarían. ¡Antes devoraré como fiera este papel maldito!  (Queriendo morderlo.)  Sus átomos correrían por mis venas proclamando la infamia... Pero ¡qué importa si ya toda mi sangre está envenenada!... Desgarraré mis venas para echarla fuera.

ÁNGELES.-  ¡Hija mía!...

RICARDO.-  ¡Por Dios, Amparo!...

AMPARO.-  ¡Silencio!... ¡Ah!... ¿Y si yo me desgarro las venas, y con mi sangre la calumnia brota..., y se derrama..., y se esparce?... No..., tampoco...

ÁNGELES.-  ¡Amparo!

AMPARO.-  ¡Quietos.... no os acerquéis!... ¡Ah!... ¡Esperad!... Eso sí...  (Mirando a la chimenea.)   ¡Al fuego..., al fuego!...  (Se precipita a la chimenea y arroja el papel a las llamas.)  ¡Triunfé..., llama..., ceniza..., nada!  (Se queda en pie; todos la rodean con asombro; ella aleja a todos con el ademán. AMPARO rompe en una «carcajada horrible»; se ha vuelto loca. Puede suponerse que es delirio histérico.) 



 
 
TELÓN
 
 


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