Escena
I
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DON LEANDRO y
DON BRAULIO, en traje de
etiqueta.
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DON
LEANDRO.- Ya ve usted, don Braulio, todo llega; y
después de tantas dudas y tantas, murmuraciones,
llegó el día de la boda.
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DON
BRAULIO.- Don Leandro, dudas hay y se ocurren en este
mísero globo aun para las cosas más insignificantes;
conque es natural y lógico que acto tan decisivo y tan
trascendental como el del matrimonio aparezca dudoso.
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DON
LEANDRO.- Es que la boda parecía
definitivamente deshecha. Si bien la familia quiso ocultarlo, yo
sé, a mí me consta, que don Baltasar no sólo
se negó a dar su consentimiento, sino que amenazó a
Ángeles con venir a la Península, abandonando todos
sus negocios, para arrojar a Ricardo de su casa y para cruzarle el
pecho de una estocada.
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DON
BRAULIO.- Hombre: eso es muy fuerte, muy
melodramático; yo dudo...
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DON
LEANDRO.- No lo dude usted. El caso es fuerte, pero
don Baltasar no es blando, ¿Ve usted el carácter de
Amparo? Pues un carácter parecido al de la hija es el de su
padre, acentuado con todas las energías varoniles, como es
natural.
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DON
BRAULIO.- Pero ¿por qué es todo eso? Yo
no comprendo ni la oposición de don Baltasar, ni su fiereza,
ni su odio a Ricardo. ¿Y usted?
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DON
LEANDRO.- Tampoco lo comprendo muy bien. Aunque algo
pudiera haber. Son cosas muy delicadas, don Braulio.
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DON
BRAULIO.- Ricardo es un caballero, una persona
dignísima.
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DON
LEANDRO.- No lo niego.
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DON
BRAULIO.- Es muy rico, pero muy rico. Y aunque de
dinero y santidad..., mitad de la mitad, aun así, Ricardo
resulta millonario.
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DON
LEANDRO.- En eso sí que no hay duda.
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DON
BRAULIO.- Además, Ricardo fué siempre
muy amigo de la familia.
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DON
LEANDRO.- De Ángeles, ¿eh?...
Distingamos. De Ángeles.
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DON
BRAULIO.- Precisamente. ¡Pero muy amigo!
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DON
LEANDRO.- Mucho... Muchísimo... ¡Y
quién sabe!... Pero son asuntos muy delicados.
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DON
BRAULIO.- ¡Pobre Amparo!... Es muy aturdida, muy
«Inconsistente pero muy simpática. Y está
enamoradísima.
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DON
LEANDRO.- Creo que estuvo muy mala, muy en peligro,
por la pena. La pobre doña Ángeles decía,
llorando, «que su hija se le moría».
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DON
BRAULIO.- Morirse de amor no es tan fácil...,
pero acaso hubiera perdido la razón. Cuando no hay mucho
aplomo.... en naturalezas desequilibradas.... la razón se
pierde fácilmente.
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DON
LEANDRO.- ¿Le parece a usted poco?
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DON
BRAULIO.- Lo que yo no acierto a explicarme es
cómo al fin, cedió don Baltasar, que tan fiero se
había mostrado al principio.
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DON
LEANDRO.- Don Baltasar es otro desequilibrado. Esos
seres en que domina y se desborda el sistema nervioso tienen poca
firmeza de opinión. Un hombre nervioso hoy le mata a usted y
mañana riega de llanto su tumba de usted, don Braulio.
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DON
BRAULIO.- Renuncio al regadío, don Leandro.
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DON
LEANDRO.- Pues bien: las cosas han podido pasar de
este modo.
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DON
BRAULIO.- (Con
curiosidad.) Vamos a ver. Es decir, si no se trata
de algo secreto y reservado.
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DON
LEANDRO.- De ningún modo. Son apreciaciones
exclusivamente mías.
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DON
BRAULIO.- Pues con esa salvedad..., adelante.
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DON
LEANDRO.- Amigo mío, convengamos en que la boda
de Ricardo ha aguzado muchas envidias, ha desencadenado celos
horribles. Y yo digo: ¿es posible que don Baltasar haya
recibido avisos, consejos anónimos?
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DON
BRAULIO.- No diré que es seguro, pero
afirmaré que es probable.
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DON
LEANDRO.- ¡Y vaya usted a adivinar qué
cosas habrán inventado contra Ricardo!... ¡Qué
de insinuaciones malévolas! ¡Qué de historias
antiguas, malignamente retorcidas! ¿Eh?
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DON
BRAULIO.- ¡Ya, ya!... ¡Qué no
inventa esa sociedad neurasténica!
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DON
LEANDRO.- Con lo cual, y dado el carácter de
don Baltasar... ¡figúrese usted! Esto explica
«su primer arranque y su actitud hostil».
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DON
BRAULIO.- Es la de usted, si no la única, una
de las explicaciones más racionales.
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DON
LEANDRO.- Perfectamente. Pero Ángeles protesta,
protesta Ricardo, Amparito declara que se muere..., todo el mundo
cae sobre, don Baltasar, y, como al fin es un pobre hombre con
todas sus fierezas, al telegrama de Ángeles: «Tu hija
se muere», contesta con otro: «Yo no quiero que se
muera mi Amparo. Haz lo que quieras.» Y la boda se prepara, y
la boda llega...
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DON
BRAULIO.- Pero una boda... muy triste. Digo muy
triste, porque si bien las apariencias son de alegría...,
hay algo.... hay algo en la atmósfera que entristece y
abruma.
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DON
LEANDRO.- Es verdad.
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DON
BRAULIO.- Aquí viene su esposa de usted; ella
nos dirá cómo está Amparo.
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Escena
II
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DON BRAULIO,
DON LEANDRO y DOÑA ANDREA.
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DON
BRAULIO.- ¿Cómo deja, usted a la
novia?
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DOÑA
ANDREA.- No sé..., no sé...; no me
parece que está muy regocijada.
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DON
BRAULIO.- (A DON LEANDRO.) Lo
estábamos diciendo, ¿verdad?
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DON
LEANDRO.- Decíamos que esta boda... no es lo
que parece.
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DOÑA
ANDREA.- Siento la misma impresión que ustedes.
Salones lujosos, mucha luz, muchas flores, niñas
encantadoras, que forman alrededor de Amparo un coro de
ángeles, risas, felicitaciones.
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DON
BRAULIO.- Y todo falso. Es decir, falso, no; pero
sí forzado, convencional.
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DOÑA
ANDREA.- (Con misterio.)
¿No han observado ustedes?... Ángeles y Ricardo
están violentos..., así como si huyesen uno de
otro.
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DON
LEANDRO.- Es natural; ellos saben perfectamente la
calumnia que corre por Madrid. Calumnia en que los maliciosos
pretenden fundar la resistencia de don Baltasar a la boda.... y
Ángeles y Ricardo no, se atreven ni a mirarse, siquiera.
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DON
BRAULIO.- Hacen mal, porque los maliciosos, en ese....
¿cómo diré yo?.... en ese alejamiento mutuo,
buscarán una prueba más para la calumnia.
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DOÑA
ANDREA.- Y que si Amparo lo nota.... y lo
notará.
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DON
LEANDRO.- Lo notará.
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DOÑA
ANDREA.- En tal caso..., figúrese usted...
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DON
BRAULIO.- La duda.... sólo la duda..., no digo
la sospecha.... sólo la duda, ¡sería cosa
horrible! Dudar de su...
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DOÑA
ANDREA.- Así está ella....
pálida, nerviosa.... la mirada vaga.... ¡y con un
brillo!... Dos veces la ha fijado en mí... ¡y he
sentido frío!... Es una mirada que pregunta algo con
angustia, que interroga con desesperación.
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DON
BRAULIO.- ¿Y qué cree usted que pregunta
esa mirada?
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DOÑA
ANDREA.- ¡Por Dios, don Braulio! Lo que
preguntamos todos: «Pero ¿será verdad?
¡Porque si fuera verdad sería repugnante, odioso,
infame!
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DON
BRAULIO.- (A ANDREA.) Lo que
decíamos cuando llegó usted.
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DOÑA
ANDREA.- Y luego ustedes también habrán
reparado en ello...
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DON
BRAULIO.- ¿En qué?
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DOÑA
ANDREA.- Me refiero a Leocadia. (Bajando
la voz.) ¿No la han visto ustedes vestida de
negro, con su rostro lívido, con sus ojos mortecinos, con su
andar lento, deslizándose sin ruido por entre los invitados,
sin hablar con ninguno, así como una mancha negra, sombra de
algo mortal, que cruzase las alfombras y rayase de negro telas de
colores y destellos de luz? ¿Han leído ustedes
«La intrusa», de Maeterlinck? Pues yo creo que Leocadia
es la «intrusa»; otra «intrusa».
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DON
BRAULIO.- Señora, dice usted las cosas de un
modo que siente uno escalofríos. Mire usted, mire usted...
(Pasa lentamente por el fondo LEOCADIA, vestida de
negro.)
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DOÑA
ANDREA.- Yo tengo ganas de que acabe pronto la boda
para dar la enhorabuena y marcharme; créanlo ustedes.
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DON
LEANDRO.- Si antes no sucede algo.
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DON
BRAULIO.- ¿Ya qué ha de suceder?
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DOÑA
ANDREA.- ¿Quién sabe.... quién
sabe?... Ustedes no pueden adivinar cómo quedaba Amparito
cuando yo la dejé.
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Escena
III
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DOÑA
ANDREA, DON
LEANDRO, DON
BRAULIO. Por el fondo, AMPARO, ÁNGELES, CARMEN. Al final de la escena se
presenta un momento LEOCADIA. AMPARO entra rodeada de todas, que se
afanan por animarla; viste de blanco, pero sin nada a la cabeza,
como si no hubiese acabado de arreglarse; viene muy pálida,
en gran estado de excitación, que procura dominar;
sonríe con esfuerzo, etc., etc.
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ÁNGELES.- Pero ¿te sientes mala,
hija mía?
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CARMEN.- ¿Qué tienes, Amparo?
(Los demás personajes hablan produciendo un
murmullo, que no debe oscurecer el diálogo. ANDREA, LEANDRO y BRAULIO se acercan con
solicitud.)
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AMPARO.- No tengo nada, mamá. Estoy bien,
Carmencita.
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DOÑA
ANDREA.- Pero,¿qué? ¿Se ha
puesto, mala?
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AMPARO.- No, señora, no. Muchas gracias.
Es que allá, en mi cuarto, estábamos muchos...; la
habitación es pequeña..., y luego las flores..., son
muy hermosas..., pero su aroma me aturdía. Además,
¡hay tantas luces! ¡Me parecía que eran ojitos
brillantes fijos en mí!
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CARMEN.- La estaba abrazando su madre...
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AMPARO.- Sí, y de pronto, sin saber por
qué, me arranqué de sus brazos..., y
¡huí!..., ¡huí!.... ¡huí!
¡Sentí un impulso, un ansia de dejar a todos!...
¡Separarme de todos!... ¡No ver a nadie!... Sí,
ahora mismo..., ahora mismo..., quisiera todavía huir
más..., alejarme..., correr..., y necesito hacer un gran
esfuerzo... para contenerme.... porque si no...
(Queriendo correr y
conteniéndose.) ¡No...; huir de ti,
no.... madre, madre, madre mía! (Cae llorando
en sus brazos.)
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ÁNGELES.- ¡Amparo....
Amparo!...
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DOÑA
ANDREA.- ¡Ya terminó la crisis!
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DON
LEANDRO.- No ha sido más que una crisis
nerviosa.
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DON
BRAULIO.- En parte, la crisis...; en parte, las
emociones naturales... (Todos
asienten.)
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CARMEN.- ¿Estás mejor,
monísima?
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DOÑA
ANDREA.- Ahora que ha llorado y que está
más tranquila..., creo que debemos dejarla un rato a solas
con su madre.
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DON
BRAULIO.- Será lo más prudente.
(Entre tanto, AMPARO está en brazos de su
madre, que la acaricia; junto a ellas está CARMEN, de modo que formen las tres un
grupo. DOÑA ANDREA,
DON LEANDRO y DON BRAULIO forman otro
segundo.)
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CARMEN.- (A medía voz, a
AMPARO.)
Luego..., cuando llegue.... ya sabes..., ¡el que echa la
bendición!, vendré a buscarte...
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DON
BRAULIO.- Pues vámonos..., vámonos...
(A ÁNGELES,
riendo.) No la deje usted salir de aquí...
hasta que sea preciso.... y entonces...., ¡qué
remedio!..., sin ella no hay ceremonia.
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ÁNGELES.- .Son ustedes muy buenos... y
muy amables...
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AMPARO.- Gracias..., gracias...; ya estoy
bien...; pasó... En seguida voy.
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CARMEN.-
(Saliendo.) ¡Pobre Amparito!...
¡Cuidado que impone el casarse! (Se lo dice a
DON BRAULIO, y todos salen
riendo.)
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LEOCADIA.- (Asomandose un poco, y
con precauciones felinas, se acerca a ANDREA y a DON BRAULIO y les pregunta en voz muy
baja, con curiosidad y misterio.) ¿Qué
ocurre?... ¿Qué es?
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DOÑA
ANDREA.- Nada...; ya, nada... Que Amparo ha sentido un
desvanecimiento. Pero está bien.
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LEOCADIA.- ¡Ya!...
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DOÑA
ANDREA.- Lloró un poco..., y está
buena.
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LEOCADIA.- El llanto alivia mucho.
(Salen todos, menos ÁNGELES y AMPARO.)
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Escena
IV
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AMPARO y
ÁNGELES.
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ÁNGELES.- ,¿De veras? ¿Te
sientes bien?
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AMPARO.- Sí, madre mía; muy
bien.
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ÁNGELES.- ¡Gracias a Dios!
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AMPARO.- Es que no soy más que una
niña; una niña mimosa. Todo lo que tengo,
¿sabes tú?, no son más que mimos. Sí,
confiésalo, me has dado muchos mimos en este mundo.
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ÁNGELES.- Todos, los que he podido, y no
me arrepiento.
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AMPARO.- Mal hecho; porque ya ves tú
adónde hemos venido a parar. Voy a casarme... y. no quiero
casarme.... ni conocer a Ricardo, ni quererle, ni conocer a
nadie... A ti sola, y seguir siendo chiquita, y que tú me
cogieses en tus brazos.... y así tan ricamente.
(La abraza.) ¡Yo soy muy mala,
muy mala!... ¡Estoy convencida!
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ÁNGELES.- ¡Tú eres un
ángel!
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AMPARO.- ¡Un ángel!...
(Sonríe tristemente.)
¡Los ángeles no tienen malos pensamientos!
(Con tono sombrío.) Por dentro
de la frente los ángeles deben de tener un cielo muy azul, y
sus pensamientos serán estrellitas. Yo no soy así....
no soy así...; si tú te asomases...: no..., no..., no
me mires...; déjame..., déjame..., déjame que
tape mi cabeza en tu seno como cuando era niña. Con el calor
de tu pecho se desvanecen las nieblas que hay aquí
dentro..., y todo.... todo lo veo más claro...
Así..., así..., cuanto más me tapas los ojos
veo más luz... ¡Madre... madrecita!...
(Ocultando la cabeza en el seno de su
madre.)
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ÁNGELES.- (Alarmada y con
voz temblorosa.) ¡Pero, hija mía!...
Amparito, ¿qué dices?... ¡Tú, hija
mía.... tú malos pensamientos!...
¿Cuáles?...
|
AMPARO.- ¡Calla, calla.... que no se
despierten...; ahora duermen...; déjalos!
|
ÁNGELES.- ¡No! (Con
arranque de energía la separa y la mira a los
ojos.) ¡No! ¡Has de contestarme
qué pensamientos son ésos... tengo derecho a
saberlos!
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AMPARO.- ¿Por qué me miras
así? ¿Pues qué te figuras que pienso yo?
|
ÁNGELES.- No lo sé...; por eso lo
pregunto.
|
AMPARO.- ¡Nunca me has hablado en ese tono
duro y seco, madre mía!
|
ÁNGELES.- ¡Nunca me has dicho
tú esas cosas que ahora me dices!
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AMPARO.- ¡Me riñes por vez primera!
¿Por qué? (Alejándose espantada
o como crea conveniente la actriz.)
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ÁNGELES.-
(Siguiéndola, alcanzándola y
trayéndola entre sus brazos al primer término.
ÁNGELES casi llora,
o llora por completo; su voz es dulce; ha abandonado el tono duro
de antes.) ¡Amparo, hija mía, no.... no
huyas de mí...; ven conmigo! ¡Te hablé en tono
duro y seco...; hice mal; perdóname!
|
AMPARO.- ¿Tú? ¡A
mí... pedirme perdón, perdón tú!...
¡No. calla.... calla!... ¡Jesús!...
¿Qué he dicho? ¿Qué hice?...
¡Qué miserable soy!... ¡Miserable!...
¡Miserable!... (Oprimiéndose la
frente.) ¡Dios mío, castígame!
¡Rebusca entre todos los dolores y viértemelos de
golpe en el corazón, que se ahogue!
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ÁNGELES.- ¡Por Dios, hija; por
Dios.... cálmate..., por mí, por tu madre! ¿No
dices que me quieres tanto? Pues por mí no llores..., no te
exaltes.... hija mía... ¡Mira que si no, te lo pido de
rodillas!
|
AMPARO.- ¡No; eso, no! ¡Tú de
rodillas ante mí!... ¡No!
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ÁNGELES.- ¡Pues cálmate!
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AMPARO.- Me calmaré...; sí, me
calmaré... ¡Te lo juro!... Ves...: ya... ni lloro, ni
me quejo, ni nada; pero no has de llorar tú.
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ÁNGELES.- ¡No, hija mía, no!
Si no lloro..., tampoco lloro yo...
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AMPARO.- Bueno, así, ¡muy contentas
las dos!... (Pausa. Se miran las dos, procurando
mostrar alegría.)
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ÁNGELES.- ¡Si yo sé lo que
tienes!
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AMPARO.- (Separándose
algo.) ¿Tú?
|
ÁNGELES.- Sí.
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AMPARO.- ¿Qué tengo?
|
ÁNGELES.- Celos.
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AMPARO.- ¿Celos?... ¿Yo?
¿Celos? (Con tono extraño y
retrocediendo.)
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ÁNGELES.- Claro.
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AMPARO.- (Se acerca y habla en voz
baja.) ¿De quién?
|
ÁNGELES.- De la pobre Lola.
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AMPARO.- (Dando una
carcajada.) ¡De Lola! ¡De la pobre
criatura! ¡De la monjita! ¡No, madre.... no! ¡La
pobrecilla! No inspira celos quien ya murió. ¡Si
estuviese aquí! ¡Si fuese muy hermosa! ¡Si la
viese yo muy encariñada con Ricardo! Acaso. Pero la palidez,
el hábito, la clausura..., son sudarios de muerte sobre las
pasiones humanas. No es eso... ¡Te lo juro, no es eso!
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ÁNGELES.- Pues ¿qué es?
(Vuelve a, enardecerse, a pesar
suyo.)
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AMPARO.- ¿Te lo digo?
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ÁNGELES.- ¿No soy tu madre?
|
AMPARO.- Madre... ¿Por qué mi
padre que es tan bueno, tan noble, que me quiere tanto.... por...
qué se opuso a mi boda con tan tenaz empeño?
¿Por qué?... ¿Lo sabes tú? ¡La
verdad!
|
ÁNGELES.- No.
|
AMPARO.- Lo dices dudando.
|
ÁNGELES.- No lo sé.
|
AMPARO.- En aquella carta, ¿no
decía el motivo?
|
ÁNGELES.- No. ¡Te lo juro!
Imponía su voluntad; no decía la causa.
|
AMPARO.- En la carta de Leocadia la
decía; ella lo afirma. (Todo esto con recelo,
con mirada investigadora; otra vez va poniéndose
nerviosa.)
|
ÁNGELES.- Eso dice; pero no ha querido
enseñarme la carta que Baltasar le dirigió a ella...,
y en que, según parece, daba explicaciones.
|
AMPARO.- Ni a mí tampoco.
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ÁNGELES.- Tu padre es muy bueno, pero
tiene un carácter muy exaltado. Cualquier calumnia hace en
él una impresión horrible.
|
AMPARO.- ¡Luego hay calumnia!
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ÁNGELES.- No lo sé: lo
suponía.
|
AMPARO.- Oye...
|
ÁNGELES.- Hija mía, no hablemos de
esto.
|
AMPARO.- Sí..., de esto..., de esto...
¡Si esto es lo que me está torturando!... ¡Si
esto es lo que me llena de sombras muy negras el pensamiento!
Tú ves lleno de nubes el cielo; no sabes lo que esas nubes
son, ni qué figuras extrañas toman, ni qué
monstruos fingen; pero todo eso te da miedo. Pues así...,
así..., aquí dentro...
(Oprimiéndose la frente.)
¡Veo y no veo..., veo y no comprendo.... veo y me espanto y
no sé por qué!... Pero ¡ay madre mía,
qué tormento! Yo creo.... sí, lo oreo... ¡Yo
creo que me voy a volver loca!
|
ÁNGELES.- ¡Amparo!
|
AMPARO.- (Con acento
trágico.) ¡Ojalá!...
¡Ojalá me volviese loca!
|
ÁNGELES.-
(Abrazándola.) ¡No....
no..., Amparo!
|
AMPARO.-
(Desprendiéndose.)
¡Madre!
|
ÁNGELES.- ¡Hija mía!
|
AMPARO.- ¿Quieres verme tranquila?
|
ÁNGELES.- ¿Qué he de
hacer?
|
AMPARO.- Una cosa muy sencilla.
|
ÁNGELES.- Di.
|
AMPARO.- Escucha: vas a jurarme por lo
más sagrado, no sólo que no sabes, sino que no
sospechas..., que no sospecha Ricardo, cuál es la
calumnia... Ya sabemos que fué calumnia... Si yo sé
que es calumnia... Pero, en fin, ¿cuál fué la
calumnia infame que sorprendió a mi padre de mi alma y le
obligó a oponerse a mi boda? ¿Entiendes mi idea?
|
ÁNGELES.- Sí; yo te aseguro...
(Con angustia.)
|
AMPARO.- No has de asegurarlo; porque me quieres
mucho, y con ser tan buena, precisamente por ser tan buena, eres
capaz de asegurar lo que no es... ¡Perdona.... perdona....
madre...; por mí eres capaz de eso y de todo! No; asegurar,
no. Has de jurar con un juramento horrible.... yo lo
inventaré..., yo te lo iré diciendo...
«¡Juro que no sospecho qué calumnia es..., y si
juro en falso, que Dios Nuestro Señor me castigue en mi
hija; y que mi hija sea muy desgraciada, muy desgraciada; que sufra
tormentos, dudas, martirios, y de que tanto sufrir se haga pedazos
su razón, y muera desesperada, y demente, y
maldiciendo!» Esto, esto has de jurar.... y te creeré.
¡A ver, a ver, madre, si juras!
|
ÁNGELES.- (Con
exaltación.) ¡No.... no...; ese
juramento, no!...
|
AMPARO.- ¡Ah!... ¡Entonces lo
sabes.... lo sabes!... ¡O porque te lo ha dicho mi padre... o
porque ya lo sabías!...
|
ÁNGELES.- ¡Amparo!
|
AMPARO.- ¡Madre!... (Dos
gritos supremos.)
|
ÁNGELES.- ¡Calla..., Ricardo!
|
AMPARO.- ¡Sí!... ¡Ah!...
¡Y Leocadia!...
|
Escena
V
|
|
AMPARO,
ÁNGELES,
RICARDO y LEOCADIA.
|
LEOCADIA.- No te engaño, no. Allí
la tienes.
|
RICARDO.- ¡Amparo!
|
AMPARO.-
(Separándose.) No...,
déjame... ¿Te han dicho que no me sentía
bien?... Pues ya pasó.,., tranquilízate.
Quédate aquí con mi madre. (Haciendo
ademán de salir.)
|
RICARDO.- ¿Huyes de mí?
|
AMPARO.- ¡Qué te admira!... Antes
huía de mi madre... ¡Que te cuente ella!
(Fingiendo alegría y con un tono aparentemente
ligero, en que hay amargura.)
|
RICARDO.- (Sin poder contenerse.)
¿Por qué huiste de ella? ¿Por
qué huyes de mí?
|
AMPARO.- ¡Pobre Ricardo!... ¡No
comprendes que bromeo!... Sentí una de esas excitaciones
nerviosas que tanto asustan a mamá y que al fin no son nada:
un estremecimiento, la vista que se enturbia, el corazón que
late más aprisa.... unos gritos.... unas lagrimitas... y se
acabó la terrible enfermedad de la niña mimada.
|
RICARDO.- ¿De modo que ya estás
bien?
|
AMPARO.- Muy bien.
|
RICARDO.- Entonces no te separes de
mí.
|
AMPARO.- (Con pasión que no
puede dominar, y acercándose a RICARDO.) ¡No!
¡Ricardo! ¡No!
|
RICARDO.- Así.... los tres juntos...;
tú entre los dos.
|
AMPARO.- (Con violencia
contenida.) ¡No!
|
ÁNGELES.- ¿Por qué,
Amparo?
|
RICARDO.- ¿Por qué?
|
AMPARO.- ¡Ah!... ¡Qué tono
solemne! Porque entre vosotros dos..., viéndoos a la par....
mi situación es muy difícil..., ¡muy
difícil!... Pregúntaselo si no a Leocadia, que
está ahí helada, impasible, sombría,
contemplándonos a los tres. ¿Verdad, tiíta?
(Con ironía cruel.)
|
LEOCADIA.- No sé, no te comprendo.
|
ÁNGELES.- Ni yo tampoco.
|
RICARDO.- Tampoco yo.
|
AMPARO.- ¡Oh... Dios mío!
¡Pues si es muy sencillo, si es la cosa más natural!
Mira, Ricardo..., si yo le demuestro a mi madre delante de ti todo
el cariño que le tengo, si la beso, si la abrazo, si le
recuerdo, otros tiempos..., parece que te estoy diciendo:
«¡Este, éste es el verdadero cariño, el
amor eterno, no el que te tengo a ti; a ella la quise siempre; a
ti, desde ayer!»
|
RICARDO.- ¡Amparo!
|
AMPARO.- Pues pon lo contrario. Pon que yo me
acerco a ti y te digo.... ¡qué sé yo!...,
cualquier tontería en tono cariñoso; pues entonces mi
madre sería la que tendría celos, ¿verdad,
Leocadia? Porque sería como decir a mi madre: «Ya no
pienso en ti; le quiero a él más; por él te
dejo; por un hombre a quien conocí hace un
año.» Y me parece que esta ingratitud de su hija debe
dolerle muchísimo a mi madre. Y yo no quiero, no quiero...,
no...; eso, no, que mi madre sufra por su Amparo. No, madre
mía...; no pienses esas cosas...; yo las digo por decir...;
pero tú... no las pienses.... no, los malos pensamientos
hacen mucho daño. (Se acerca a ella y la
acaricia.) Lo veis.... ya la hice llorar.
|
ÁNGELES.- ¡No sé qué
decirte, hija mía!
|
AMPARO.- Pues yo sí. Que no puedo estar
entre vosotros dos y que me voy con Leocadia a otra parte.... a
respirar..., concluir de arreglarme unos instantes..., sólo
unos instantes.
|
ÁNGELES.- ¡No me dejes!
|
AMPARO.- Si volveré pronto, muy pronto.
¿Vamos, tiíta?
|
LEOCADIA.- Como tú quieras.
|
ÁNGELES.-
(Levantándose con
ímpetu.) ¡No vayas con ella!
|
AMPARO.- ¿Por qué, madre
mía? ¿Qué temes?
|
ÁNGELES.- Nada. (Se deja
caer en el sofá.)
|
LEOCADIA.- Si yo la quiero mucho. Así,
vestida de blanco, me,recuerda a mi hija.
|
AMPARO.- (A LEOCADIA.)
¿Vamos?
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LEOCADIA.- Cuando quieras. (Sale
lentamente. AMPARO,
apoyada en LEOCADIA.
ÁNGELES, echada en
un sofá o en una butaca, muestra gran abatimiento.
RICARDO ve alejarse al
grupo que forman AMPARO y
LEOCADIA, en que se
mezclan por manera extraña el vestido blanco de
aquélla con el vestido negro de
ésta.)
|
AMPARO.- (En voz
baja.) Contigo no tengo que fingir.
|
LEOCADIA.- ¡Fingir!
¿Qué?
|
AMPARO.- A ti... no temo hacerte llorar.
|
LEOCADIA.- ¡Lloré tanto!
|
AMPARO.- Contigo estoy tan sola... como si
estuviese a solas con mi pensamiento.
|
LEOCADIA.- ¿Tan negro es?
|
AMPARO.- ¿No lo sabes?
|
LEOCADIA.- No.
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AMPARO.- ¡Sí, lo sabes!...
¡No mientas!... ¡Hipócrita, no finjas!...
¡Lo sabes, lo sabes! (Salen las
dos.)
|
Escena
VI
|
|
ÁNGELES y
RICARDO.
|
RICARDO.- ¡Pobre Amparo!
|
ÁNGELES.- ¡Pobre hija
mía!
|
RICARDO.- ¡Oh, qué infamia,
qué infamia!
|
ÁNGELES.- ¿Pero quién?
¿Quién fué el primero que cometió esa
infamia?
|
RICARDO.- El primero... no sé.... acaso
Leocadia... Después, todos. Arroja semilla de calumnia en la
masa humana, ¡y verás qué cosecha!
|
ÁNGELES.- ¡Es verdad!
|
RICARDO.- Calumniarme a mí... es una
maldad; porque yo, aunque no soy un santo ni un ser perfecto....
soy un hombre de honor. Pero calumniarte a ti, que siempre has sido
buena como un ángel del cielo, con un alma más blanca
que el armiño y una voluntad más recta que un rayo de
sol... ¡Oh!... ¡Eso.... eso clama a Dios!... Y
envenenar el alma de Amparo como la han envenenado... Para eso no
hay calma; resignación no se diga; y paciencia... ¡la
mía se acabó!
|
ÁNGELES.- ¡Amparo!...
¡Amparo!... ¡Por ella es mi pena!... Yo estoy
acostumbrada a sufrir, bien lo sabes. Yo quería a Baltasar y
le quiero, porque en el fondo es muy noble, pero ¡qué
carácter el suyo! ¡Cuánto me ha hecho llorar en
este mundo! ¡Qué celos tan insensatos!
¡Qué celos tan tercos! ¡Qué celos!...
¡Si no encuentro la palabra! ¡Qué celos tan
insustanciales! ¡La duda! ¡Eterna, constante, tenaz!
Hoy muere, mañana retoña, ¡y así
siempre!
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RICARDO.- ¡Triste herencia! En Amparo
vuelve a retoñar.
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ÁNGELES.- ¡Eso, eso es lo que me
vuelve loca! ¡Un ser tan puro, que ayer, como quien dice,
jugaba en mis rodillas! ¡Que cuando aprendía a
escribir, si al hacer una plana me traía en uno de sus
deditos, tan monos, unas mancha de tinta, me apuraba de veras!...
¡Y a darle limón, y a lavarla mucho, hasta que quedaba
el dedito blanco como la, nieve y sonrosado como una hoja de rosa!
Y ahora.... ahora no es en un dedito, ¡es en el
corazón, en el pensamiento, en el alma;!,.. No es una gota
de tinta, sino la mancha más repugnante, la que no puede
limpiarse ni borrarse nunca, tinte amoratado de cáncer
horrible, ¡la duda contra su madre! ¡No; esto no!...
¡No debe ser! ¡Dios mío!, esto no puedes
Tú consentirlo, porque si hay algo sagrado en este mundo
después de Ti..., pero ¡qué sé yo!...,
acercándose a Ti..., ¡es una madre! (Con
energía desesperada.)
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RICARDO.- ¡Pues a salvar a Amparo!
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ÁNGELES.- ¡Si creo que no es
posible! Aunque se convenza, aunque deje de dudar....
¡habrá dudado de mí!... Eso ya no tiene
remedio.
|
RICARDO.- ¡Ángeles! ¡Por
primera vez en tu vida eres injusta! ¡Qué culpa tiene
la pobre Amparo! ¿Depende de ella? Si al ser más
noble y más puro, si a un niño le muerde un perro
rabioso, ¿qué culpa tiene la pobre criatura de que el
veneno circule por su sangre? A su sangre lo llevó la
dentellada. ¡Pues cuenta, si puedes, las dentelladas de esas
gentes!... ¡Ah! Tienes que pensar en esto, o quieres a Amparo
menos que yo.
|
ÁNGELES.- Más que yo,
¡nadie! Pero comprende tú que me duele mucho, mucho,
mucho, ¡que piense de nosotros!... ¡De ti, menos malo,
después de todo!... (Con inocente
egoísmo.) ¡Pero de mí.... de mi!
¡No, no..., no tiene derceho a dudar! ¡No lo tiene!...
¡Que dude de todo! ¡Pero de mí, no!...
¡No!... ¡Y no!
|
RICARDO.- ¡Valor!
¡Valor!...,¿Por qué no le dices esto mismo que
me dices a mí?
|
ÁNGELES.- ,No...; a ella, no.
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RICARDO.- ¡Sí..., sí....
dices bien!... Hay que ir con calma y con prudencia, y poco a poco.
Ella.... ella por sí misma se convencerá.
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ÁNGELES.- Eso he pensado yo.
|
RICARDO.- ¡Hay que pensar en ella! Mucho
sufrimos nosotros, pero ella sufre más. Nosotros... tenemos
un consuelo..., ¡hay que confesarlo!...
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ÁNGELES.- ¡Yo, ninguno!
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RICARDO.- ¡Sí; un consuelo muy
grande! Sabemos que no merecemos lo que sufrimos; nuestra
conciencia es nuestro consuelo. (Con
energía.) Podernos decir: somos honrados y
ésos son calumniadores. Y la pobre Amparo, ni distingue
nada, ni ve, ni adivina: todo es duda para ella. Tú, una
pena muy grande, pero a la luz del sol; y la luz anima. Ella, un
dolor más horrible y entre sombras: y en las sombras los
dolores son mayores.
|
ÁNGELES.- ¡Sí.... eso!...;
eres muy bueno, muy justo; así debemos pensar los dos.
¡A salvarla!
|
RICARDO.- ¡A salvarla! (Se
acercan, se estrechan la mano, casi se abrazan,
conmovidos.)
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Escena
VII
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ÁNGELES,
RICARDO y CARMEN.
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CARMEN.- ¡Ah!
(Deteniéndose.) Perdonen
ustedes..., pensé que estaba Amparito... y venía a
ver... si estaba mejor.... si había pasado el mal...
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ÁNGELES.- Sí; está mejor...
y ha ido con Leocadia a acabar de arreglarse.
|
CARMEN.- ¡Vamos..., eso me tranquiliza....
porque yo pensé que estaba mala de veras!...
¡Qué palidez!... ¡Qué ojos tan
extraviados!...; ¡me dió un buen susto, y a todos!....
¡todos están muy alarmados!
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RICARDO.- Pues no hay motivo, Carmencita.
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CARMEN.- Mejor es así. Pero ¿por
qué habrá sido?... (Se ha ido acercando
a ÁNGELES y le
habla en voz baja.) ¿Le ha dado algún
disgusto Ricardo?
|
ÁNGELES.-
(Aparte.) ¡Por Dios, hija!...
No; no creas eso. Ricardo es muy bueno.
|
CARMEN.- (Aparte.)
Pues mamá y papá dicen que no es muy bueno... Pero yo
le defiendo..., ¡ya lo creo!
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ÁNGELES.- Haces bien... Pero ¿de
qué le acusan tus padres? (En voz
baja.)
|
CARMEN.- (Aparte.)
No; está distraído. (RICARDO se ha separado un
poco.)
|
CARMEN.- (Aparte.)
No sé..., son frases sueltas que yo cojo... así, al
pasar. Pero hace usted bien en defenderle; debe de ser muy
caballero. ¿Y quién le ha de conocer mejor que usted?
(Todo con mucha inocencia.)
|
ÁNGELES.-
(Aparte.) ¡Yo!..., ¿por
qué?... Como todos..., le conozco corno todos.
(Está algo violenta.)
|
CARMEN.- (Aparte.)
Eso sí que no; usted mejor que nadie. Ahora mismo lo
decían unas señoras.
|
ÁNGELES.- ¿Qué
decían?... (En voz alta y sin poder
contenerse. RICARDO le oye
estas palabras y se acerca.)
|
CARMEN.- Pues lo que le he dicho a usted.
(Un poco asustada.) Las palabras no
las recuerdo. Pero eso venían a decir. ¿Es que se ha
enfadado usted?
|
ÁNGELES.- No, hija, no. Tú eres
toda inocencia y bondad.
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CARMEN.- Yo la quiero mucho: a Amparo... y a
usted también... Y a Ricardo no le quiero mal.
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RICARDO.- Sería usted injusta.
|
CARMEN.- Y si es usted muy bueno con Amparo,
aún le querré más. ¡Entonces sí
que seremos amigos!
|
RICARDO.- Pues lo seremos.
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CARMEN.- Pues ahora hay que llamar a Amparo y
hay que prepararse.... porque se acerca el momento.... ¡el
momento solemne, como dice don Braulio! Toda la gente está
ya en el salón.... y la puerta de la capilla está
entornada, ¡que bonita está la capilla! ¡En una
capilla así debe de dar mucho gusto casarse!... Y va a
verrir en seguida su ilustrísima. Yo quiero estar
allí para hesarle el anillo. Y voy a ver si tiene buena
memoria. Él me confirmó, ¿se acordará
de mí?
|
ÁNGELES.- ¡Ya lo creo!
|
CARMEN.- Pues llamen a Amparo y vamos.
(Se dirigen al fondo, y CARMEN, mirando por una puerta
lateral, empieza a palmotear alegremente.) ¡Ya
está ahí..., ya está ahí su
ilustrísima! Venga usted, venga usted a recibirle..., a
usted le toca. (Llevándose del brazo a
ÁNGELES.) Y
usted también. (A RICARDO.) Venga usted
pronto.... bobalicón...
|
ÁNGELES.- Sí..., vamos,
Ricardo.
|
RICARDO.- Vamos.... ¿pero Amparo?
|
ÁNGELES.- ¡Ya lo creo!
|
CARMEN.- ¡Ea!..., que va a pasar sin que
le bese el anillo. (Sale.)
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Escena
VIII
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AMPARO y
LEOCADIA. En este momento
entran AMPARO y
LEOCADIA. AMPARO, como huyendo, y se desploma en
un sofá. LEOCADIA
se acerca a ella lentamente.
|
AMPARO.- ¡Ay.... que me faltan las
fuerzas!...; ¡mi cabeza vacila!... lo veo todo a
través de una neblina... Tenga usted lástima de
mí.
|
LEOCADIA.- ¡Yo!... ¿Pues yo te
atormento?
|
AMPARO.- No sé. Creo que sí.
|
LEOCADIA.- No te busqué yo; hace
días que no me acerco a ti.
|
AMPARO.- Pero ¿y antes?
|
LEOCADIA.- Antes, algunas veces; no muchas. Te
decía cualquier cosa para consolarte..., muy pocas
palabras.
|
AMPARO.- Pero esas palabras..., esas
palabras..., ¡despertaban en mí unas ideas!... Ideas
que yo quisiera desechar... ¡y es imposible!
|
LEOCADIA.- ¿Y yo qué culpa tengo?
¡Ea!... Si tanto mal te hago..., me voy. (Hace
un movimiento.)
|
AMPARO.- (Saltando sobre ella y
cogiéndola por un brazo.) No, aquí,
conmigo.
|
LEOCADIA.-
(Sonriendo.) ¿Lo ves?. No es
que yo te busco, es que tú no quieres separarte de
mí. Pues como tú quieras. ¡Siempre juntas!
(Abrazándola.)
¿Cómo negarte mis consuelos?
|
AMPARO.- ¡No! ¡Suélteme!
¡Suélteme! (Se separan y la mira
trágicamente.) Yo quiero huir de usted.
¡Pero no puedo! ¡No puedo! (Toda la
escena simboliza la «duda», la negra
«duda». AMPARO
la rechaza; pero la duda la atrae y la domina.)
|
LEOCADIA.- Pues, criatura, di qué quieres
que haga. Me rechazas si me acerco. Me llamas si me separo. Me
odias, y no puedes vivir sin mí. De día, desatinada y
colérica, casi me arrojas de esta casa, y de noche vienes a
buscarme a mi cama con los pies desnudos para que no te oigan; y te
sientas a la cabecera y lloras y lloras... y no me dejas dormir,
sin pensar que yo también tengo penas y necesito
descanso.
|
AMPARO.- Pero ¿a qué voy?
¿Por qué lloro? ¿Por qué estoy
suplicando hasta el alba? ¿Por qué cuando me alejo
aterida y desesperada de junto a tu lecho no veo más que tus
ojillos por encima del embozo de las sábanas, que me siguen
burlones, sin que los empañe ni una lágrima?
¿Por qué? ¿Por qué, Leocadia?
|
LEOCADIA.- Y yo, ¿qué quieres que
te conteste?
|
AMPARO.- Quiero que me contestes a lo que te
pregunto.
|
LEOCADIA.- ¡Me preguntas tantas cosas!...
Unas veces sobre Ricardo.... otras veces sobre tu madre...
|
AMPARO.- ¡Mentira! ¡De mi madre,
nunca! ¡No hables de ella!
|
LEOCADIA.-
(Retrocediendo.) ¡Amparo!
|
AMPARO.- Así.... así... Te
aconsejo, por tu bien, que me tengas miedo.
|
LEOCADIA.- Pues me voy, ya que no logro aliviar
tus penas.
|
AMPARO.- ¡No, eso no!... Si has dicho
bien: no puedo vivir sin ti. (Empieza a desvariar
algo.)
|
LEOCADIA.- Pues me quedo. Como tú
mandes.
|
AMPARO.- (Al
oído.) Tanto como te odio te querría
si fueras buena conmigo. Si contestaras cariñosamente,
lealmente, a. mi pregunta.
|
LEOCADIA.- ¿A cuál?
|
AMPARO.- A la de siempre: si sabes cuál
es.
|
LEOCADIA.- Pues repítela, para que yo no
me equivoque.
|
AMPARO.- No es para eso, es para que yo sufra
repitiéndola. ¡Oh, te conozco! Te daré gusto,
Leocadia: ¿por qué mi padre se oponía a mi
boda? ¿Lo sabes? Yo sé que lo sabes.
|
LEOCADIA.- Es verdad.
|
AMPARO.- Pues dime por qué.
|
LEOCADIA.- ¿Para que luego digas que gozo
atormentándote?
|
AMPARO.- Luego ¿es algo muy cruel?
|
LEOCADIA.- Es... lo que es. Yo..., la verdad....
no sabría decírtelo. No encontraría palabras.
Tú dices bien: a una madire hay que respetarla.
|
AMPARO.- (Se estremece y la mira
espantada.) ¡Ya empiezas!
|
LEOCADIA.- ¡Yo, Dios mío, no puedo
decir nada!
|
AMPARO.- Dices que no encuentras palabras... y
encuentras las más infames.
|
LEOCADIA.- No he de pronunciar una
más.
|
AMPARO.- No hables, no. Pero dame la carta que
té escribió mi padre, y en la que está la
causa.... la causa de oponerse a mi boda.
|
LEOCADIA.- Eso sí que no. ¡Oh,
qué dirías de mí! Además,
¿qué te importa? (Con tono de
desprecio.) Al fin ha cedido.
|
AMPARO.- ¡Porque supo que me
moría!... ¡Y mi padre me quiere mucho y tiene mucho
corazón!...
|
LEOCADIA.- (Con ironía
fría.) Es muy blando de corazón, es
cierto.
|
AMPARO.- Pues dame su carta, dámela;
porque una duda cruel, duda que mancha..., duda que ahoga.... me
está martirizando de tal modo, que yo creo que me voy a
volver loca. (Cae en un sofá y se cubre el
rostro con las manos. LEOCADIA se acerca, se sienta a su
lado o se pone detrás y la acaricia; es como la duda, que
toma cuerpo y asedia y se apodera y atormenta implacable a la pobre
niña.)
|
LEOCADIA.- No seas niña, no te apures; si
no hay motivo. ¿Amas a Ricardo? Sí. ¿Puedes
unirte a él para siempre? Sí. Allá dentro te
esperan. ¡Pues a la boda! Todo lo que pasó,
¿qué importa? ¡Pasan tantas cosas en el
mundo!... ¡Y el tiempo las borra! (Cada vez se
acerca más a AMPARO
y la fascina cada vez más.)
|
AMPARO.- ¡No sabe usted cómo
sufro!... Lo pasado... dice usted... ¡lo pasado!
|
LEOCADIA.- Lo pasado.... pasó; ya no es;
como si no hubiese sido. Y después de todo.
¿qué?; niñadas.... dos niños que se
crían juntos...; ¡vaya un motivo de celos!
|
AMPARO.- (Repitiendo
maquinalmente.) ¡Celos!
|
LEOCADIA.- Que crecen juntos..., que se quieren
mucho... ¡Hoy mismo se quieren mucho! ¿Y esto
qué prueba? ¡Calumnias hija, calumnias!
|
AMPARO.- ¡Calumnias!
|
LEOCADIA.- ¡Calumnias infames!... Pero el
mundo es así. ¡Y tu padre fué muy receloso!...
Siempre.vió mal esas intimidades de...
|
AMPARO.- ¡Silencio..., no nombre usted a
nadie!
|
LEOCADIA.- ¿Para qué, si tú
me comprendes?
|
AMPARO.- ¡Yo no comprendo nada!
(Tapándose los ojos y
encogiéndose.)
|
LEOCADIA.- Entonces no hablo más.
|
AMPARO.- ¡Ah... Dios mío! Las
palabras de usted parecen cariñosas, ¿no es
verdad?
|
LEOCADIA.- ¿Lo ves? ¡Tú
misma lo confiesas, Amparo!...
(Acariciándola.)
|
AMPARO.- Pues cada palabra es como una gota de
plomo derretido..., y la lluvia cae sobre mi corazón y lo
taladra todo él por cien partes. Clava usted en mí su
mirada, y me parece como que engendra usted una nube de
pensamientos con alas muy negras, que me llenan la cabeza de
zumbidos y revoloteos repugnantes. Me acaricia usted, y me crispo
al contacto de sus dedos fríos y descarnados. Se ha
propuesto usted que pierda el juicio; pues lo va usted a conseguir.
¡Usted..., usted..., usted!... ¡Encarnación
maldita de la duda!... Pues sea. ¡Duda, vence! De todas
maneras, quiero la carta; si no, no me sosiego, ni la dejo a usted,
ni voy allá dentro...; ¡la carta!
|
LEOCADIA.- Pero si no dice nada;
¡exageraciones de tu padre! ¡Si casi sería mejor
que la leyeses! ¡Acabar..., acabar de una vez!...
|
AMPARO.- ¡Eso es..., acabe usted conmigo;
pero acabe yo con este intolerable tormento!... ¡La carta de
mi padre!
|
LEOCADIA.- ¡Pues vas a verla... y
después yo te probaré que nada prueba!
|
AMPARO.- ¡Bueno..., venga!...
|
LEOCADIA.- Pero juicio..., mucho juicio... Todo
es mejor que ese estado en que te encuentras... ¡Oh....
perderías la razón!
|
AMPARO.- ¡La perdería!
|
LEOCADIA.- Toma, (Le da la carta;
una de las dos que recibió en el primer
acto.)
|
AMPARO.- ¡A ver! (Leyendo
febrilmente.) «Leocadia, me tienen loco,
¡qué anónimos, qué cartas, qué
avisos recibo!» Sí..., sí... «Leocadia,
¿es verdad que soy la burla de Madrid? ¡Ah!...,
él... «Sí; lo soy; lo he sido siempre; ahora lo
veo claro...» ¡Dios mío.... Dios mío!
«No; esa boda no se efectuará; sería
infame.» ¡Infame dice! «¡Sería
repugnante!» ¡Repugnante dice! «No
mancharán a mi hija de mi alma entre ese Ricardo y su
manceba...» (Da un grito
terrible.) ¡Ah!... (Vacilando,
avanzando y retrocediendo llorando, haciendo lo que la actriz crea
oportuno.) ¡Ella! ¡No!... ¡Miente
mi padre!... ¡Mienten todos y... ¡Miento!...
¡Quita.... quita!... ¡Todos fuera!... ¡Sola!...
¡Pero sola, no!... ¡Sola tengo miedo!...
(Extendiendo los brazos.)
¡Alguien a quien abrazarme!... ¡A ti, Dios
mío!... ¡Pero no te veo, no te veo!... ¡Ay
Virgen Santísima, ampárame.... ampárame!...
(Se acerca a la chimenea. LEOCADIA se aleja de ella al otra
extremo.)
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