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ArribaAbajoLos dos príncipes

Idea de la poetisa norteamericana Helen Hunt Jackson




El palacio está de luto
Y en el trono llora el rey,
Y la reina está llorando
Donde no la pueden ver:
En pañuelos de holán fino
Lloran la reina y el rey:
Los señores del palacio
Están llorando también.
Los caballos llevan negro
El penacho y el arnés:
Los caballos no han comido,
Porque no quieren comer:
El laurel del patio grande
Quedó sin hoja esta vez:
Todo el mundo fue al entierro
Con coronas de laurel:
-¡El hijo del rey se ha muerto!
¡Se le ha muerto el hijo al rey!

En los álamos del monte
Tiene su casa el pastor:
La pastora está diciendo
«¿Por qué tiene luz el sol?»
Las ovejas, cabizbajas,
Vienen todas al portón:
¡Una caja larga y honda
Está forrando el pastor!
Entra y sale un perro triste:
Canta allá adentro una voz-
«¡Pajarito, yo estoy loca,
Llévame donde él voló!»:
El pastor coge llorando
La pala y el azadón:
Abre en la tierra una fosa:
Echa en la fosa una flor:
-¡Se quedó el pastor sin hijo!
¡Murió el hijo del pastor!




ArribaAbajoNené traviesa

¡Quién sabe si hay una niña que se parezca a Nené! Un viejito que sabe mucho dice que todas las niñas son como Nené. A Nené le gusta más jugar a «mamá», o «a tiendas», o «a hacer dulces» con sus muñecas, que dar la lección de «treses y de cuatros» con la maestra que le viene a enseñar. Porque Nené no tiene mamá: su mamá se ha muerto: y por eso tiene Nené maestra. A hacer dulces es a lo que le gusta más a Nené jugar: ¿y por qué será?: ¡quién sabe! Será porque para jugar a hacer dulces le dan azúcar de veras: por cierto que los dulces nunca le salen bien de la primera vez: ¡son unos dulces más difíciles!: siempre tiene que pedir azúcar dos veces. Y se conoce que Nené no les quiere dar trabajo a sus amigas; porque cuando juega a paseo, o a comprar, o a visitar, siempre llama a sus amiguitas; pero cuando va a hacer dulces, nunca. Y una vez le sucedió a Nené una cosa muy rara: le pidió a su papá dos centavos para comprar un lápiz nuevo, y se le olvidó en el camino, se le olvidó como si no hubiera pensado nunca en comprar el lápiz: lo que compró fue un merengue de fresa. Eso se supo, por supuesto; y desde entonces sus amiguitas no le dicen Nené, sino «Merengue de Fresa».

El padre de Nené la quería mucho. Dicen que no trabajaba bien cuando no había visto por la mañana a «la hijita». El no le decía «Nené», sino «la hijita». Cuando su papá venía del trabajo, siempre salía ella a recibirlo con los brazos abiertos, como un pajarito que abre las alas para volar; y su papá la alzaba del suelo, como quien coge de un rosal una rosa. Ella lo miraba con mucho cariño, como si le preguntase cosas: y él la miraba con los ojos tristes, como si quisiese echarse a llorar. Pero enseguida se ponía contento, se montaba a Nené en el hombro, y entraban juntos en la casa, cantando el himno nacional. Siempre traía el papá deNené algún libro nuevo, y se lo dejaba ver cuando tenía figuras; y a ella le gustaban mucho unos libros que él traía, donde estaban pintadas las estrellas, que tiene cada una su nombre y su color: y allí decía el nombre de la estrella colorada, y el de la amarilla, y el de la azul, y que la luz tiene siete colores, y que las estrellas pasean por el cielo, lo mismo que las niñas por un jardín. Pero no: lo mismo no: porque las niñas andan en los jardines de aquí para allá, como una hoja de flor que va empujando el viento, mientras que las estrellas van siempre en el cielo por un mismo camino, y no por donde quieren: ¿quién sabe?: puede ser que haya por allá arriba quien cuide a las estrellas, como los papás cuidan acá en la tierra a las niñas. Sólo que las estrellas no son niñas, por supuesto, ni flores de luz, como parece de aquí abajo, sino grandes como este mundo: y dicen que en las estrellas hay árboles, y agua, y gente como acá: y su papá dice que en un libro hablan de que uno se va a vivir a una estrella cuando se muere. «Y dime, papá», le preguntó Nené: «¿por qué ponen las casas de los muertos tan tristes? Si yo me muero, yo no quiero ver a nadie llorar, sino que me toquen la música, porque me voy a ir a vivir en la estrella azul.» «¿Pero, sola, tú sola, sin tu pobre papá?» Y Nené le dijo a su papá:-«¡Malo, que crees eso!» Esa noche no se quiso ir a dormir temprano, sino que se durmió en los brazos de su papá. ¡Los papás se quedan muy tristes, cuando se muere en la casa la madre! Las niñitas deben querer mucho, mucho a los papás cuando se les muere la madre.

Esa noche que hablaron de las estrellas trajo el papá de Nené un libro muy grande: ¡oh, cómo pesaba el libro!: Nené lo quiso cargar, y se cayó con el libro encima: no se le veía más que la cabecita rubia de un lado, y los zapaticos negros de otro. Su papá vino corriendo, y la sacó de debajo del libro, y se rió mucho de Nené, que no tenía seis años todavía y quería cargar un libro de cien años. ¡Cien años tenía el libro, y no le habían salido barbas!: Nené había visto un viejito de cien años, pero el viejito tenía una barba muy larga, que le daba por la cintura. Y lo que dice la muestra de escribir, que los libros buenos son como los viejos: «Un libro bueno es lo mismo que un amigo, viejo»: eso dice la muestra de escribir. Nené se acostó muy callada, pensando en el libro. ¿Qué libro era aquél, que su papá no quiso que ella lo tocase? Cuando se despertó, en eso no más pensaba Nené. Ella quiere saber qué libro es aquél. Ella quiere saber cómo está hecho por dentro un libro de cien años que no tiene barbas.

Su papá está lejos, lejos de la casa, trabajando para ella, para que la niña tenga casa linda y coma dulces finos los domingos, para comprarle a la niña vestiditos blancos y cintas azules, para guardar un poco de dinero, no vaya a ser que se muera el papá, y se quede sin nada en el mundo «la hijita». Lejos de la casa está el pobre papá, trabajando para «la hijita». La criada está allá adentro, preparando el baño. Nadie oye a Nené: no la está viendo nadie. Su papá deja siempre abierto el cuarto de los libros. Allí está la sillita de Nené, que se sienta de noche en la mesa de escribir, a ver trabajar a su papá. Cinco pasitos, seis, siete... ya está Nené en la puerta: ya la empujó; ya entró. ¡Las cosas que suceden! Como si la estuviera esperando estaba abierto en su silla el libro viejo, abierto de medio a medio. Pasito a pasito se le acercó Nené, muy seria, y como cuando uno piensa mucho, que camina con las manos a la espalda. Por nada en el mundo hubiera tocado Nené el libro: verlo no más, no más que verlo. Su papá le dijo que no lo tocase.

El libro no tiene barbas: le salen muchas cintas y marcas por entre las hojas, pero ésas no son barbas: ¡el que sí es barbudo es el gigante que está pintado en el libro!: y es de colores la pintura, unos colores de esmalte que lucen, como el brazalete que le regaló su papá. ¡Ahora no pintan los libros así! El gigante está sentado en el pico de un monte, con una cosa revuelta, como las nubes, del cielo, encima de la cabeza: no tiene más que un ojo, encima de la nariz: está vestido con un blusón, como los pastores, un blusón verde, lo mismo que el campo, con estrellas pintadas, de plata y de oro y la barba es muy larga, muy larga, que llega al pie del monte: y por cada mechón de la barba va subiendo un hombre, como sube la cuerda para ir al trapecio el hombre del circo. ¡Oh, eso no se puede ver de lejos! Nené tiene que bajar el libro de la silla. ¡Cómo pesa este pícaro libro! Ahora sí que se puede ver bien todo. Ya está el libro en el suelo.

Son cinco los hombres que suben: uno es un blanco, con casaca y con botas, y de barba también: ¡le gustan mucho a este pintor las barbas!: otro es como indio, sí, como indio, con una corona de plumas, y la flecha a la espalda: el otro es chino, lo mismo que el cocinero, pero va con un traje como de señora, todo lleno de flores: el otro se parece al chino, y lleva un sombrero de pico, así como una pera: el otro es negro, un negro muy bonito, pero está sin vestir: ¡eso no está bien, sin vestir! ¡por eso no quería su papá que ella tocase el libro! No: esa hoja no se ve más, para que no se enoje su papa. ¡Muy bonito que es este libro viejo! Y Nené está ya casi acostada sobre el libro, y como si quisiera hablarle con los ojos.

¡Por poco se rompe la hoja! Pero no, no se rompió. Hasta la mitad no más se rompió. El papá de Nené no ve bien. Eso no lo va a ver nadie. ¡Ahora sí que está bueno el libro este! Es mejor, mucho mejor que el arca de Noé. Aquí están pintados todos los animales del mundo. ¡Y con colores, como el gigante! Sí, ésta es, ésta es la jirafa, comiéndose la luna: éste es el elefante, el elefante, con ese sillón lleno de niñitos. ¡Oh, los perros, cómo corre, cómo corre este perro! ¡ven acá, perro! ¡te voy a pegar, perro, porque no quieres venir! Y Nené, por supuesto, arranca la hoja. ¿Y qué ve mi señora Nené? Un mundo de monos es la otra pintura. Las dos hojas del libro están llenas de monos: un mono colorado juega con un monito verde: un monazo de barba le muerde la cola a un mono tremendo, que anda como un hombre, con un palo en la mano: un mono negro está jugando en la yerba con otro amarillo: ¡aquéllos, aquellos de los árboles son los monos niños! ¡qué graciosos! ¡cómo juegan! ¡se mecen por la cola, como el columpio! ¡qué bien, qué bien saltan! ¡uno, dos, tres, cinco, ocho, dieciséis, cuarenta y nueve monos agarrados por la cola! ¡se van a tirar al río! ¡se van a tirar al río! ¡visst! ¡allá van todos! Y Nené, entusiasmada, arranca al libro las dos hojas. ¿Quién llama a Nené, quién la llama? Su papá, su papá, que está mirándola desde la puerta.

Nené no ve. Nené no oye. Le parece que su papá crece, que crece mucho, que llega hasta el techo, que es más grande que el gigante del monte, que su papá es un monte que se le viene encima. Está callada, callada, con la cabeza baja, con los ojos cerrados, con las hojas rotas en las manos caídas. Y su papá le está hablando:-«¿Nené, no te dije que no tocaras ese libro? ¿Nené, tú no sabes que ese libro no es mío, y que vale mucho dinero, mucho? ¿Nené, tú no sabes que para pagar ese libro voy a tener que trabajar un año?»-Nené, blanca como el papel, se alzó del suelo, con la cabecita caída, y se abrazó a las rodillas de su papá:-«Mi papá», dijo Nené «¡mi papá de mi corazón! ¡Enojé a mi papá bueno! ¡Soy mala niña! ¡Ya no voy a poder ir cuando me muera a la estrella azul!»




ArribaAbajoLa perla de la mora



    Una mora de Trípoli tenía
Una perla rosada, una gran perla:
Y la echó con desdén al mar un día:
-«¡Siempre la misma! ¡ya me cansa verla!»

Pocos años después, junto a la roca
De Trípoli... ¡la gente llora al verla!
Así le dice al mar la mora loca:
-«¡Oh mar! ¡oh mar! ¡devuélveme mi perla!»




ArribaAbajoLas ruinas indias

No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana. No se puede leer sin ternura, y sin ver como flores y plumas por el aire, uno de esos buenos libros viejos forrados de pergamino, que hablan de la América de los indios, de sus ciudades y de sus fiestas, del mérito de sus artes y de la gracia de sus costumbres. Unos vivían aislados y sencillos, sin vestidos y sin necesidades, como pueblos acabados de nacer; y empezaban a pintar sus figuras extrañas en las rocas de la orilla de los ríos, donde es más solo el bosque, y el hombre piensa más en las maravillas del mundo. Otros eran pueblos de más edad, y vivían en tribus, en aldeas de cañas o de adobes, comiendo lo que cazaban y pescaban, y peleando con sus vecinos. Otros eran ya pueblos hechos, con ciudades de ciento cuarenta mil casas, y palacios adornados de pinturas de oro. y gran comercio en las calles y en las plazas, y templos de mármol con estatuas gigantescas de sus dioses. Sus obras no se parecen a las de los demás pueblos, sino como se parece un hombre a otro. Ellos fueron inocentes, supersticiosos y terribles. Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía. Todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Fue una raza artística, inteligente y limpia. Se leen como una novela las historias de los nahuatles y mayas de México, de los chibchas de Colombia, de los cumanagotos de Venezuela, de los quechuas del Perú, de los aimaraes de Bolivia, de los charrúas del Uruguay, de los araucanos de Chile.

El quetzal es el pájaro hermoso de Guatemala, el pájaro de verde brillante con la larga pluma, que se muere de dolor cuando cae cautivo, o cuando se le rompe o lastima la pluma de la cola. Es un pájaro que brilla a la luz, como las cabezas de los colibríes, que parecen piedras preciosas, o joyas de tornasol, que de un lado fueran topacio, y de otro ópalo, y de otro amatista. Y cuando se lee en los viajes de Le Plongeon los cuentos de los amores de la princesa maya Ara, que no quiso querer al príncipe Aak porque por el amor de Ara mató a su hermano Chaak; cuando en la historia del indio Ixtlilxochitl se ve vivir, elegantes y ricas, a las ciudades reales de México, a Tenochtitlán y a Texcoco; cuando en la «Recordación Florida» del capitán Fuentes, o en las Crónicas de Juarros, o en la Historia del conquistador Bernal Díaz del Castillo, o en los Viajes del inglés Tomás Gage, andan como si los tuviésemos delante, en sus vestidos blancos y con sus hijos de la mano, recitando versos y levantando edificios, aquellos gentíos de las ciudades de entonces, aquellos sabios de Chichén, aquellos potentados de Uxmal, aquellos comerciantes de Tulán, aquellos artífices de Tenochitlán, aquellos sacerdotes de Cholula, aquellos maestros amorosos y niños mansos deUtatlán, aquella raza fina que vivía al sol y no cerraba sus casas de piedra, no parece que se lee un libro de hojas amarillas, donde las eses son como efes y se usan con mucha ceremonia las palabras, sino que se ve morir a un quetzal, que lanza el último grito al ver su cola rota. Con la imaginación se ven cosas que no se pueden ver con los ojos.

Se hace uno de amigos leyendo aquellos libros viejos. Allí hay héroes, y santos, y enamorados, y poetas, y apóstoles. Allí se describen pirámides mas grandes que las de Egipto; y hazañas de aquellos gigantes que vencieron a las fieras; y batallas de gigantes y hombres; y dioses que pasan por el viento echando semillas de pueblos sobre el mundo; y robos de princesas que pusieron a los pueblos a pelear hasta morir; y peleas de pecho a pecho, con bravura que no parece de hombres; y la defensa de las ciudades viciosas contra los hombres fuertes que venían de las tierras del Norte; y la vida variada, simpática y trabajadora de sus circos y templos, de sus canales y talleres, de sus tribunales y mercados. Hay reyes como el chichimeca Netzahualpilli, que matan a sus hijos porque faltaron a la ley, lo mismo que dejó matar al suyo el romano Bruto; hay oradores que se levantan llorando, como el tlascalteca Xicotencatl, a rogar a su pueblo que no dejen entrar al español, como se levantó Demóstenes a rogar a los griegos que no dejasen entrar a Filipo; hay monarcas justos como Netzahualcoyotl, el gran poeta rey de los chichimecas, que sabe, como el hebreo Salomón, levantar templos magníficos al Creador del mundo, y hacer con alma de padre justicia entre los hombres. Hay sacrificios de jóvenes hermosas a los diéses invisibles del cielo, lo mismo que los hubo en Grecia, donde eran tantos a veces los sacrificios que no fue necesario hacer altar para la nueva ceremonia, porque el montón de cenizas de la última quema era tan alto que podían tender allí a las víctimas los sacrificadores; hubo sacrificios de hombres, como el del hebreo Abraham, que ató sobre los leños a Isaac su hijo, para matarlo con sus mismas manos, porque creyó oír voces del cielo que le mandaban clavar el cuchillo al hijo, cosa de tener satisfecho con esta sangre a su Dios; hubo sacrificios en masa, como los había en la Plaza Mayor, delante de los obispos y del rey, cuando la Inquisición de España quemaba a los hombres vivos, con mucho lujo de leña y de procesión, y veían la quema las señoras madrileñas desde los balcones. La superstición y la ignorancia hacen bárbaros a los hombres en todos los pueblos. Y de los indios han dicho más de lo justo en estas cosas los españoles vencedores, que exageraban o inventaban los defectos de la raza vencida, para que la crueldad con que la trataron pareciese justa y conveniente al mundo. Hay que leer a la vez lo que dice de los sacrificios de los indios el soldado español Bernal Díaz, y lo que dice el sacerdote Bartolomé de las Casas. Ese es un nombre que se ha de llevar en el corazón, como el de un hermano. Bartolomé de las Casas era feo y flaco, de hablar confuso y precipitado, y de mucha nariz; pero se le veía en el fuego limpio de los ojos el alma sublime.

De México trataremos hoy, porque las láminas son de México. A México lo poblaron primero los toltecas bravos, que seguían, con los escudos de cañas en alto, al capitán que llevaba el escudo con rondelas de oro. Luego los toltecas se dieron al lujo; y vinieron del Norte con fuerza terrible, vestidos de pieles, los chichimecas bárbaros, que se quedaron en el país, y tuvieron reyes de gran sabiduría. Los pueblos libres de los alrededores se juntaron después, con los aztecas astutos a la cabeza, y les ganaron el gobierno a los chichimecas, que vivían ya descuidados y viciosos. Los aztecas gobernaron como comerciantes, juntando riquezas y oprimiendo al país; y cuando llegó Cortés con sus españoles, venció a los aztecas con la ayuda de los cien mil guerreros indios que se le fueron uniendo, a su paso por entre los pueblos oprimidos.

Las armas de fuego y las armaduras de hierro de los españoles no amedrentaron a los héroes indios; pero ya no quería obedecer a sus héroes el pueblo fanático, que creyó que aquéllos eran los soldados del dios, Quetzalcoatl que los sacerdotes les anunciaban que volvería del cielo a libertarlos de la tiranía. Cortés conoció las rivalidades de los indios, puso en mal a los que se tenían celos, fue separando de sus pueblos acobardados a los jefes, se ganó con regalos o aterró con amenazas a los débiles, encarceló o asesinó a los juiciosos y a los bravos; y los sacerdotes que vinieron de España después de los soldados echaron abajo el templo del dios indio, y pusieron encima el templo de su dios.

Y ¡qué hermosa era Tenochtitlán, la ciudad capital de los aztecas, cuando llegó a México Cortés! Era como una mañana todo el día, y la ciudad parecía siempre como en feria. Las calles eran de agua unas, y de tierra otras; y las plazas espaciosas y muchas; y los alrededores sembrados de una gran arboleda. Por los canales andaban las canoas, tan veloces y diestras como si tuviesen entendimiento; y había tantas a veces que-se podía andar sobre ellas como sobre la tierra firme. En unas venían frutas, y en otras flores, y en otras jarros y tazas, y demás cosas de la alfarería. En los mercados hervía la gente, saludándose con amor, yendo de puesto en puesto, celebrando al rey o diciendo mal de él, curioseando y vendiendo. Las casas eran de adobe, que es el ladrillo sin cocer, o de calicanto, si el dueño era rico. Y en su pirámide de cinco terrazas se levantaba por sobre toda la ciudad, con sus cuarenta templos menores a los pies, el templo magno de Huitzilopochtli, de ébano y jaspes, con mármol como nubes y con cedros de olor, sin apagar jamás, allá en el tope, las llamas sagradas de sus seiscientos braseros. En las calles, abajo, la gente iba y venía, en sus túnicas cortas y sin mangas, blancas o de colores, o blancas y bordadas, y unos zapatos flojos, que eran como sandalias de botín. Por una esquina salía un grupo de niños disparando con la cerbatana semillas de fruta, o tocando a compás en sus pitos de barro, de camino para la escuela, donde aprendían oficios de mano, baile y canto, con sus lecciones de lanza y flecha, y sus horas para la siembra y el cultivo: porque todo hombre ha de aprender a trabajar en el campo, a hacer las cosas con sus propias manos, y a defenderse. Pasaba un señorón con un manto largo adornado de plumas, y su secretario al lado, que le iba desdoblando el libro acabado de pintar, con todas las figuras y signos del lado de adentro, para que al cerrarse no quedara lo escrito de la parte de los dobleces. Detrás del señorón venían tres guerreros con cascos de madera, uno con forma de cabeza de serpiente, y otro de lobo, y otro de tigre, y por afuera la piel, pero con el casco de modo que se les viese encima de la oreja las tres rayas que eran entonces la señal del valor. Un criado llevaba en un jaulón de carrizos un pájaro de amarillo de oro, para la pajarera del rey, que tenía muchas aves, y muchos peces de plata y carmín en peceras de mármol, escondidos en los laberintos de sus jardines. Otro venía calle arriba dando voces, para que abrieran paso a los embajadores que salían con el escudo atado al brazo izquierdo, y la flecha de punta a la tierra a pedir cautivos a los pueblos tributarios. En el quicio de su casa cantaba un carpintero, remendando con mucha habilidad una silla en figura de águila, que tenía caída la guarnición de oro y seda de la piel de venado del asiento. Iban otros cargados de pieles pintadas, parándose a cada puerta, por si les querían comprar la colorada o la azul, que ponían entonces como los cuadros de ahora, de adorno en las salas. Venía la viuda de vuelta del mercado con el sirviente detrás, sin manos para sujetar toda la compra de jarros de Cholula y de Guatemala; de un cuchillo de obsidiana verde, fino como una hoja de papel; de un espejo de piedra bruñida, donde se veía la cara con más suavidad que en el cristal; de una tela de grano muy junto, que no perdía nunca el color; de un pez de escamas de plata y de oro que estaban como sueltas; de una cotorra de cobre esmaltado, a la que se le iban moviendo el pico y las alas. O se paraban en la calle las gentes, a ver pasar a los dos recién casados, con la túnica del novio cosida a la de la novia, como para pregonar que estaban juntos en el mundo hasta la muerte; y detrás les corría un chiquitín, arrastrando su carro de juguete. Otros hacían grupos para oír al viajero que contaba lo que venía de ver en la tierra brava de los zapotecas, donde había otro rey que mandaba en los templos y en el mismo palacio real, y no salía nunca a pie, sino en hombros de los sacerdotes, oyendo las súplicas del pueblo, que pedía por su medio los favores al que manda al mundo desde el cielo, y a los reyes en el palacio, y a los otros reyes que andan en hombros de los sacerdotes. Otros, en el grupo de al lado, decían que era bueno el discurso en que contó el sacerdote la historia del guerrero que se enterró ayer, y que fue rico el funeral, con la bandera que decía las batallas que ganó, y los criados que llevaban en bandejas de ocho metales diferentes las cosas de comer que eran del gusto del guerrero muerto. Se oía entre las conversaciones de la calle el rumor de los árboles de los patios y el ruido de las limas y el martillo. ¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo unos cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado! Tenochtitlán no existe. No existe Tulán, la ciudad de la gran feria. No existe Texcoco, el pueblo de los palacios. Los indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza, mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan atrás, no se ponen el sombrero. De ese lado de México, donde vivieron todos esos pueblos de una misma lengua y familia que se fueron ganando el poder por todo el centro de la costa del Pacífico en que estaban los nahuatles, no quedó después de la conquista una ciudad entera, ni un templo entero.

De Cholula, de aquella Cholula de los templos, que dejó asombrado a Cortés, no quedan más que los restos de la pirámide de cuatro terrazas dos veces más grande que la famosa pirámide de Cheope. En Xochicaleo sólo está en pie, en la cumbre de su eminencia llena de túneles y arcos, el templo de granito cincelado, con las piezas enormes tan juntas que no se ve la unión, y la piedra tan dura que no se sabe ni con qué instrumento la pudieron cortar, ni con qué máquina la subieron tan arriba. En Centla, revueltas por la tierra, se ven las antiguas fortificaciones. El francés Charnay acaba de desenterrar en Tula una casa de veinticuatro cuartos, con quince escaleras tan bellas y caprichosas, que dice que son «obra de arrebatador interés». En la Quemada cubren el Cerro de los Edificios las ruinas de los bastimentos y cortinas de la fortaleza, los pedazos de las colosales columnas de pórfido. Mitla era la ciudad de los zapotecas: en Mitla están aún en toda su beldad les paredes del palacio donde el príncipe que iba siempre en hombros venía a decir al rey loque mandaba hacer desde el cielo el dios que se creó a sí mismo, el Pitao-Cozaana. Sostenían el techo las columnas de vigas talladas, sin base ni capitel, que no se han caído todavía, y que parecen en aquella soledad más imponentes que las montañas que rodean el valle frondoso en que se levanta Mitla. De entre la maleza alta como los árboles, salen aquellas paredes tan hermosas, todas cubiertas de las más finas grecas y dibujos, sin curva ninguna, sino con rectas y ángulos compuestos con mucha gracia y majestad.

Pero las ruinas más bellas de México no están por allí, sino por donde vivieron los mayas, que eran gente guerrera y de mucho poder, y recibían de los pueblos del mar visitas y embajadores.De los mayas de Oaxaca es la ciudad célebre de Palenque, con su palacio de muros fuertes cubiertos de piedras talladas, que figuran hombres de cabeza de pico con la boca muy hacia afuera, vestidos de trajes de gran ornamento, y la cabeza con penachos de plumas. Es grandiosa la entrada del palacio, con las catorce puertas, y aquellos gigantes de piedra que hay entre una puerta y otra. Por dentro y fuera está el estuco que cubre la pared lleno de pinturas rojas, azules, negras y blancas. En el interior está el patio, rodeado de columnas. Y hay un templo de la Cruz, que se llama así, porque en una de las piedras están dos que parecen sacerdotes a los lados de una como cruz, tan alta como ellos; sólo que no es cruz cristiana, sino como la de los que creen en la religión de Buda, que también tiene su cruz. Pero ni el Palenque se puede comparar a las ruinas de los mayas yucatecos, que son mas extrañas y hermosas.

Por Yucatán estuvo el imperio de aquellos príncipes mayas, que eran de pómulos anchos, y frente como la del hombre blanco de ahora. En Yucatán están las ruinas de Sayil, con su Casa Grande, de tres pisos, y con su escalera de diez varas de ancho. Está Labná, con aquel edificio curioso que tiene por cerca del techo una hilera de cráneos de piedra, y aquella otra ruina donde cargan dos hombres una gran esfera, de pie uno, y el otro arrodillado. En Yucatán está Izamal, donde se encontró aquella Cara Gigantesca, una cara de piedra de dos varas y más. Y Kabah está allí también, la Kabah que conserva un arco, roto por arriba, que no se puede ver sin sentirse como lleno de gracia y nobleza. Pero las ciudades que celebran los libros del americano Stephens, de Brasseur de Bourbourg y de Charnay, de Le Plongeon y su atrevida mujer, del francés Nadaillac, son Uxmal y Chichén-Itzá, las ciudades de los palacios pintados, de las casas trabajadas lo mismo que el encaje, de los pozos profundos y los magníficos conventos. Uxmal está como a dos leguas de Mérida, que es la ciudad de ahora, celebrada por su lindo campo de henequén, y porque su gente es tan buena que recibe a los extranjeros como hermanos. En Uxmal son muchas las ruinas notables, y todas, como por todo México, están en las cumbre de las pirámides, como si fueran los edificios de más valor, que quedaron en pie cuando cayeron por tierra las habitaciones de fábrica más ligera. La casa más notable es la que llaman en los libros «del Gobernador» que es toda de piedra ruda, con más de cien varas de frente y trece de ancho, y con las puertas ceñidas de un marco de madera trabajada con muy rica labor. A otra casa le dicen de las Tortugas, y es muy curiosa por cierto, porque la piedra imita una como empalizada, con una tortuga en relieve de trecho en trecho. La Casa de las Monjas sí es bella de veras: no es una casa sola, sino cuatro, que están en lo alto de la pirámide. A una de las casas le dicen de la Culebra, porque por fuera tiene cortada en la piedra viva una serpiente enorme, que le da vuelta sobre vuelta a la casa entera: otra tiene cerca del tope de la pared una corona hecha de cabezas de ídolos, pero todas diferentes y de mucha expresión, y arregladas en grupos que son de arte verdadero, por lo mismo que parecen como puestas allí por la casualidad; y otro de los edificios tiene todavía cuatro de las diecisiete torres que en otro tiempo tuvo, y de las que se ven los arranques junto al techo, como la cáscara de una muela cariada. Y todavía tiene Uxmal la Casa del Adivino, pintada de colores diferentes, y la Casa del Enano, tan pequeña y bien tallada que es como una caja de China, de esas que tienen labradas en la madera centenares de figuras y tan graciosa que un viajero la llama «obra maestra de arte y elegancia», y otro dice que «la Casa del Enano es bonita como una joya».

La ciudad de Chichén-Itzá es toda como la Casa del Enano. Es como un libro de piedra. Un libro roto, con las hojas por el suelo, hundidas en la maraña del monte, manchadas de fango, despedazadas. Están por tierra las quinientas columnas; las estatuas sin cabeza, al pie de las paredes a medio caer; las calles de la yerba que ha ido creciendo en tantos siglos, están tapiadas. Pero de lo que queda en pie, de cuanto se ve o se toca, nada hay que no tenga una pintura finísima de curvas bellas, o una escultura noble, de nariz recta y barba larga. En las pinturas de los muros está el cuento famoso de la guerra de los dos hermanos locos, que se pelearon por ver quién se quedaba, con la princesa Ara: hay procesiones de sacerdotes, de guerreros, de animales que parece que miran y conocen, de barcos con dos proas, de hombres de barba negra, de negros de pelo rizado; y todo con el perfil firme, y el color tan fresco y brillante como si aún corriera sangre por las venas de los artistas que dejaron escritas en jeroglíficos y en pinturas la historia del pueblo que echó sus barcos por las costas y ríos de todo Centroaméríca, y supo de Asia por el Pacífico y de África por el Atlántico. Hay piedra en que un hombre en pie envía un rayo desde sus labios entreabiertos a otro hombre sentado. Hay grupos y símbolos que parecen contar, en una lengua que no se puede leer con el alfabeto indio incompleto del obispo Landa, los secretos del pueblo que construyó el Circo, el Castillo, el Palacio de las Monjas, el Caracol, el pozo de los sacrificios, lleno en lo hondo de una como piedra blanca, que acaso es la ceniza endurecida de los cuerpos de las vírgenes hermosas, que morían en ofrenda a su dios, sonriendo y cantando, como morían por el dios hebreo en el circo de Roma las vírgenes cristianas, como moría por el dios egipcio, coronada de flores y seguida del pueblo, la virgen más bella, sacrificada al agua del río Nilo. ¿Quién trabajó como el encaje las estatuas de Chichén-Itzá? ¿Adónde ha ido, adónde, el pueblo fuerte y gracioso que ideó la casa redonda del Caracol; la casita tallada del Enano, la culebra grandiosa de la Casa de las Monjas en Uxmal? ¡Qué novela tan linda la historia de América!




ArribaAbajoMúsicos, poetas y pintores

El mundo tiene más jóvenes que viejos. La mayoría de la humanidad es de jóvenes y niños. La juventud es la edad del crecimiento y del desarrollo, de la actividad y la viveza, de la imaginación y el ímpetu. Cuando no se ha cuidado del corazón y la mente en los años jóvenes, bien se puede temer que la ancianidad sea desolada y triste. Bien dijo el poeta Southey, que los primeros veinte años de la vida son los que tienen más poder en el carácter del hombre. Cada ser humano lleva en sí un hombre ideal, lo mismo que cada trozo de mármol contiene en bruto una estatua tan bella como la que el griego Praxiteles hizo del dios Apolo. La educación empieza con la vida, y no acaba sino con la muerte. El cuerpo es siempre el mismo, y decae con la edad; la mente cambia sin cesar, y se enriquece y perfecciona con los años. Pero las cualidades esenciales del carácter, lo original y enérgico de cada hombre, se deja ver desde la infancia en un acto, en una idea, en una mirada.

En el mismo hombre suelen ir unidos un corazón pequeño y un talento grande. Pero todo hombre tiene el deber de cultivar su inteligencia, por respeto a sí propio y al mundo. Lo general es que el hombre no logre en la vida un bienestar permanente sino después de muchos años de esperar con paciencia y de ser bueno, sin cansarse nunca. El ser bueno da gusto, y lo hace a uno fuerte y feliz. «La verdad es-dice el norteamericano Emerson-que la verdadera novela del mundo está en la vida del hombre, y no hay fábula ni romance que recree más la imaginacion que la historia de un hombre bravo que ha cumplido con su deber.»

Es notable la diferencia de edades en que llegan los hombres a la fuerza del talento. «Hay algunos-dice el inglés Bacon-que maduran mucho antes de la edad y se van como vienen», que es lo mismo que dice en su latín elegante el retórico Quintiliano. Eso se ve en muchos niños precoces, que parecen prodigios de sabiduría en sus primeros años, y quedan oscurecidos en cuanto entran en los años mayores.

Heinecken, el niño de la antigua ciudad de Lubeck, aprendió de memoria casi toda la Biblia cuando tenía dos años; a los tres años, hablaba latín y francés; a los cuatro ya lo tenían estudiando la historia de la iglesia cristiana, y murió a los cinco.De esa pobre criatura puede decirse lo de Bacon: «El carro de Faetón no anduvo másque un día.»

Hay niños que logran salvar la inteligencia de estas exaltaciones de la precocidad, y aumentan en la edad mayor las glorias de su infancia. En los músicos se ve esto con frecuencia, porque la agitación del arte es natural y sana, y el alma que la siente padece más de contenerla que de darle salida. Haendel a los diez años había compuesto un libro de sonatas. Su padre lo quería hacer abogado, y le prohibió tocar un instrumento; pero el niño se procuró a escondidas un clavicordio mudo, y pasaba las noches tocando a oscuras en las teclas sin sonido. El duque de Sajonia Weissenfels logró, a fuerza de ruegos, que el padre permitiera aprender la música a aquel genio perseverante, y a los dieciséis Haendel había puesto en música el Almira. En veintitrés días compuso su gran obra El Mesías, a los cincuenta y siete años, y cuando murió, a los sesenta y siete, todavía estaba escribiendo óperas y oratorios.

Haydn fue casi tan precoz como Haendel, y a los trece años ya había compuesto una misa; pero lo mejor de él, que es la Creación, lo escribió cuando tenía sesenta y cinco. A Sebastián Bach le fue casi tan difícil como a Haendel aprender la primera música, porque su hermano mayor, el organista Cristóbal, tenía celos de él, y le escondió el libro donde estaban las mejores piezas de los maestros del clavicordio. Pero Sebastián encontró el libro en una alacena, se lo llevó a su cuarto, y empezó a copiarlo a deshoras de la noche, a la luz del cielo, que en verano es muy claro, o a la luz de la luna. Su hermano lo descubrió, y tuvo la crueldad de llevarse el libro y la copia, lo que de nada le valió, porque a los dieciocho años ya estaba Sebastián de músico en la corte famosa de Weimar, y no tenía como organista más rival que Haendel.

Pero de todos los niños prodigiosos en el arte de la música, el más célebre es Mozart. No parecía que necesitaba de maestros para aprender. A los cuatro años cuando aún no sabía escribir, ya componía tonadas; a los seis arregló un concierto para piano, y a los doce ya no tenía igual como pianista, y compuso la Finta Semplice, que fue su primera ópera. Aquellos maestros serios no sabían cómo entender a un niño que improvisaba fugas dificilísimas sobre un tema desconocido, y se ponía enseguida a jugar a caballito con el bastón de su padre. El padre anduvo enseñándolo por las principales ciudades de Europa, vestido como un príncipe, con su casaquita color de pulga, sus polainas de terciopelo, sus zapatos de hebilla, y el pelo largo y rizado, atado por detrás como las pelucas. El padre no se cuidaba de la salud del pianista pigmeo, que no era buena, sino de sacar de él cuanto dinero podía. Pero a Mozart lo salvaba su carácter alegre; porque era un maestro en música, pero un niño en todo lo demás. A los catorce años compuso su ópera de Mitrídates, que se representó veinte noches seguidas; a los treinta y seis, en su cama de moribundo, consumido por la agítación de su vida y el trabajo desordenado, compuso el Requiem, que es una de sus obras más perfectas.

El padre de Beethoven quería hacer de él una maravilla, y le enseñó a fuerza de porrazos y penitencias tanta musica, que a los trece años el niño tocaba en público y había compuesto tres sonatas. Pero hasta los veintiuno no empezó a producir sus obras sublimes. Weber, que era un muchacho muy travieso, publicó a los doce sus seis primeras fugas, y a los catorce compuso su ópera Las Ninfas del Bosque: la famosísima del Cazador la compuso a los treinta y seis. Mendelessohn aprendió a tocar antes que a hablar, y a los doce años ya había escrito tres cuartetos para piano, violines y contrabajo: dieciséis años cumplía cuando acabó su primera ópera Las Bodas de Camacho; a los dieciocho escribió su sonata en si bemol; antes de los veinte compuso su Sueño de una Noche de Verano; a los veintidós su Sinfonía de Reforma, y no cesó de escribir obras profundas y dificilísimas hasta los treinta y ocho, que murió. Meyerbeer era a los nueve pianista excelente, y a los dieciocho puso en el teatro de Munich su primera pieza La Hija de Jephté; pero hasta los treinta y siete no ganó fama con su Roberto el Diablo.

El inglés Carlyle habla en su Vida del Poeta Schiller de un Daniel Schubart, que era poeta, músico y predicador, y a derechas no era nada. Todo lo hacía por espasmos y se cansaba de todo, de sus estudios, de su pereza y de sus desórdenes. Era hombre de mucha capacidad, notable como músico; como predicador, muy elocuente; y hábil periodista. A los cincuenta y dos años murió, y su mujer e hijo quedaron en la miseria.

Pero Franz Schubert, el niño maravilloso de Viena, vivió de otro modo, aunque no fue mucho más feliz. Tocaba el violín cuando no era más alto que él, lo mismo que el piano y el órgano. Con leer una vez una canción, tenía bastante para ponerla en música exquisita, que parece de sueño y de capricho, y como si fuera un aire de colores. Escribió más de quinientas melodías, a más de óperas, misas, sonatas, sinfonías y cuartetos. Murió pobre a los treinta y un años.

Entre los músicos de Italia se ha visto la misma precocidad. Cimarosa, hijo de un zapatero remendón, era autor a los diecinueve de La Baronesa de Stramba. A los ocho tocaba Paganini en el violín una sonata suya. El padre de Rossini tocaba el trombón en una compañía de cómicos ambulantes, en que la madre iba de cantatriz. A los diez años Rossini iba con su padre de segundo; luego cantó en los coros hasta que se quedó sin voz; y a los veintiún años era el autor famoso de la ópera Tancredo.

Entre los pintores y escultores han sido muchos los que se han revelado en la niñez. El más glorioso de todos es Miguel Ángel. Cuando nació lo mandaron al campo a criarse con la mujer de un picapedrero, por lo que decía él después que había bebido el amor de la escultura con la leche de la madre. En cuanto pudo manejar un lápiz le llenó las paredes al picapedrero de dibujos, y cuando volvió a Florencia, cubría de gigantes y leones el suelo de la casa de su padre. En la escuela no adelantaba mucho con los libros, ni dejaba el lápiz de la mano; y había que ir a sacarlo por fuerza de casa de los pintores. La pintura y la escultura eran entonces,oficios bajos, y el padre, que venía de familia noble, gastó en vano razones y golpes para convencer a su hijo de que no debía ser un miserable cortapiedras. Pero cortapiedras quería ser el hijo, y nada más. Cedió el padre al fin, y lo puso de alumno en el taller del pintor Ghirlandaio, quien halló tan adelantado al aprendiz que convino en pagarle un tanto por mes. Al poco tiempo el aprendiz pintaba mejor que el maestro; pero vio las estatuas de los jardines célebres de Lorenzo de Médicis, y cambió entusiasmado los colores por el cincel. Adelantó con tanta rapidez en la escultura que a los dieciocho años admiraba Florencia su bajorrelieve de la Batalla de los Centauros; a los veinte hizo el Amor Dormido, y poco después su colosal estatua de David. Pintó luego, uno tras otro, sus cuadros terribles y magníficos. Benvenuto Cellini, aquel genio creador en el arte de ornamentar, dice que ningún cuadro de Miguel Angel vale tanto como el que pintó a los veintinueve años, en que unos soldados de Pisa, sorprendidos en el baño por sus enemigos, salen del agua a arremeter contra ellos.

La precocidad de Rafael fue también asombrosa, aunque su padre no se le oponía, sino le celebraba su pasión por el arte. A los diecisiete años ya era pintor eminente. Cuentan que se llenó de admiración al ver las obras grandiosas de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, y que dio en voz alta gracias a Dios por haber nacido en el mismo siglo de aquel genio extraordinario. Rafael pintó su Escuela de Atenas a los veinticinco años y su Transfiguración a los treinta y siete. Estaba acabándola cuando murió, y el pueblo romano llevó la pintura al Panteón, el día de los funerales. Hay quien piensa que La Transfiguración de Rafael, incompleta como está, es el cuadro más bello del mundo.

Leonardo de Vinci sobresalió desde la niñez en las matemáticas, la música y el dibujo. En un cuadro de su maestro Verrocchio pintó un ángel de tanta hermosura que el maestro, desconsolado de verse inferior al discípulo, dejó para siempre su arte. Cuando Leonardo llegó a los años mayores era la admiración del mundo, por su poder como arquitecto e ingeniero, y como músico y pintor. Guercino a los diez años adornó con una virgen de fino dibujo la fachada de su casa. Tintoretto era un discípulo tan aventajado que su maestro Tiziano se enceló de él y lo despidió de su servicio. El desaire le dio ánimo en vez de acobardarlo, y siguió pintando tan de prisa que le decían «el furioso». Canova, el escultor, hizo a los cuatro años un león de un pan de mantequilla. El dinamarqués Thorwaldsen tallaba, a los trece, mascarones para los barcos en el taller de su padre, que era escultor en madera; y a los quince ganó la medalla en Copenhague por su bajorrelieve del Amor en Reposo.

Los poetas también suelen dar pronto muestras de su vocación, sobre todo los de alma inquieta, sensible y apasionada. Dante a los nueve años escribía versos a la niña de ocho años de que habla en su Vida Nueva. A los diez años lamentó Tasso en verso su separación de su madre y hermana, y se comparó al triste Ascanio cuando huía de Troya con su padre Eneas a cuestas; a los treinta y un años puso las últimas octavas a su poema de la Jerusalén, que empezo a los veinticinco.

De diez años andaba Metastasio improvisando por las calles de Roma; y Goldoni, que era muy revoltoso, compuso a los ocho su primera comedia. Muchas veces se escapó Goldoni de la escuela para irse detrás de los cómicos ambulantes. Su familia logró que estudiase leyes, y en pocos años ganó fama de excelente abogado, pero la vocación natural pudo más en él, y dejó la curia para hacerse el poeta famoso de los comediantes.

Alfieri demostró cualidades extraordinarias desde la juventud. De niño era muy endeble, como muchos poetas precoces, y en extremo meditabundo y sensible. A los ocho años se quiso envenenar, en un arrebato de tristeza, con unas yerbas que le parecían de cicuta; pero las yerbas sólo le sirvieron de purgante. Lo encerraron en su cuarto y lo hicieron ir a la iglesia en penitencia, con su gorro de dormir. Cuando vio el mar por primera vez, tuvo deseos misteriosos, y conoció que era poeta. Sus padres ricos no se habían cuidado de educarlo bien, y no pudo poner en palabras las ideas que le hervían en la mente. Estudió, viajó, vivió sin orden, se enamoró con frenesí. Su amada no lo quiso y él resolvió morir, pero un criado le salvó la vida. Se curó, se volvió a enamorar, volvió la novia a desdeñarlo, se encerró en su cuarto, se cortó el pelo de raíz y en su soledad forzosa empezó a escribir versos. Tenía veintiséis años cuando se representó su tragedia Cleopatra: en siete años compuso catorce tragedias.

Cervantes empezó a escribir en verso, y no tenía todo el bigote cuando ya había escrito sus pastorales y canciones a la moda italiana. Wieland, el poeta alemán, leía de corrido a los tres años, a los siete traducía del latín a Cornelio Nepote, y a los dieciséis escribió su primer poema didáctico de El Mundo Perfecto. Klopstock, que desde niño fue impetuoso y apasionado, comenzó a escribir su poema de la Mesíada a los veinte años.

Schiller nació con la pasión por la poesía. Cuentan que un día de tempestad lo encontraron encaramado en un árbol adonde se había subido «para ver de dónde venia el rayo, ¡porque era tan hermoso!» Schiller leyó la Mesíada a los catorce años, y se puso a componer un poema sacro sobre Moisés. De Goethe se dice que antes de cumplir los ocho años escribía en alemán, en francés, en italiano, en latín y en griego, y pensaba tanto en las cosas de la religión que imaginó un gran «Dios de la naturaleza», y le encendía hogares en señal de adoración. Con el mismo afán estudiaba la música y el dibujo, y toda especie de ciencias. El bravo poeta Koerner murió a los veinte años como quería él morir, defendiendo a su patria. Era enfermizo de niño, pero nada contuvo su amor por las ideas nobles que se celebran en los versos. Dos horas antes de morir escribió El Canto de la Espada.

Tomás Moore, el poeta de las Melodías Irlandesas, dice que casi todas las comedias buenas y muchas de las tragedias famosas han sido obras de la juventud. Lope de Vega y Calderón, que son los que más han escrito para el teatro, empezaron muy temprano, uno a los doce años y otro a los trece. Lope cambiaba sus versos con sus condiscípulos por juguetes y láminas, y a los doce años ya había compuesto dramas y comedias. A los dieciocho publicó su poema de la Arcadia, con pastores por héroes. A los veintiséis iba en un barco de la armada española, cuando el asalto a Inglaterra, y en el viaje escribió varios poemas. Pero los centenares de comedias que lo han hecho célebre los escribió después de su vuelta a España, siendo ya sacerdote. Calderón no escribió menos de cuatrocientos dramas. A los trece años compuso su primera obra El Carro del Cielo. A los cincuenta se hizo sacerdote, como Lope, y ya no escribió más que piezas sagradas.

Estos poetas españoles escribieron sus obras principales antes de llegar a los años de la madurez. Entre los poetas de las tierras del Norte la inteligencia anda mucho más despacio. Molière tuvo que educarse por sí mismo; pero a los treinta y un años ya había escrito El Atolondrado. Voltaire a los doce escribía sátiras contra los padres jesuitas del colegio en que se estaba educando: su padre quería que estudiase leyes, y se desesperó cuando supo que el hijo andaba recitando versos entre la gente alegre de París: a los veinte años estaba Voltaire preso en la Bastilla por sus versos burlescos contra el rey vicioso que gobernaba en Francia: en la prisión corrigió su tragedia de Edipo, y comenzó su poema la Henriada.

El alemán Kotzebue fue otro genio dramático precoz. A los siete años escribió una comedia en verso, de una página. Entraba como podía en el teatro de Weimar, y cuando no tenía con qué pagar se escondía detrás del bombo hasta que empezaba la representación. Su mayor gusto era andar con teatros de juguete y mover a los muñecos en la escena. A los dieciocho años se representó su primera tragedia en un teatro de amigos.

Víctor Hugo no tenía más que quince años cuando escribió su tragedia Irtamene. Ganó tres premios seguidos en los juegos florales; a los veinte escribió Bug Jargal, y un año después su novela Han de Islandia, y sus primeras Odas y Baladas. Casi todos los poetas franceses de su tiempo eran muy jóvenes. «En Francia», decía en burla el crítico Moreau, «ya no hay quien respete a un escritor si tiene más de dieciocho años.»

El inglés Congreve escribió a los diecinueve su novela Incógnita, y todas sus comedias antes de los veinticinco. A Sheridan lo llamaba su maestro «burro incorregible»; pero a los veintiséis años había escrito su Escuela del Escándalo. Entre los poetas ingleses de la antigüedad hubo muy pocos precoces. Se sabe poco de Chaucer, Shakespeare y Spencer. El mismo Shakespeare llama «primogénito de su invención»al poema Venus y Adonis, que compuso a los veintiocho años. Milton tendría veintiséis años cuando escribió su Comus. Pero Cowley escribía versos mitológicos a los doce años. Pope «empezó a hablar en versos»: su salud era mísera y su cuerpo deforme, pero por más que le doliera la cabeza, los versos le salían muchos y buenos. El que había de idear La Borricada volvió un día a su casa echado de la escuela por una sátira que escribió contra el maestro. Samuel Johnson dice que Pope escribió su oda a La Soledad a los doce años, y sus Pastorales a los dieciséis: de los veinticinco a los treinta, tradujo la llíada. El infeliz Chatterton logró engañar con una maravillosa falsificación literaria a los eruditos más famosos de su tiempo: rebosan genio la oda de Chatterton a la Libertad y su Canto del Bardo. Pero era fiero y arrogante, de carácter descompuesto y defectuoso, y rebelde contra las leyes de la vida. Murió antes de haber comenzado a vivir.

Robert Burns, el poeta escocés, escribía ya a los dieciséis años sus encantadoras canciones montañesas. El irlandés Moore componía a los trece, versos buenos a su Celia famosa. y a los catorce había empezado a traducir del griego a Anacreonte. En su casa no sabían qué significaban aquellas ninfas, aquellos placeres alados, y aquellas canciones al vino. Moore se libró pronto de estos modelos peligrosos, y alcanzó fama mejor con los versos ricos de su Lalla Rookh y la prosa ejemplar de su Vida de Byron.

Keats, el más grande de los poetas jóvenes de Inglaterra, murió a los veinticuatro años, ya célebre. Pero nadie hubiera podido decir en su niñez que había de ser ilustre por su genio poético aquel estudiantuelo feroz que andaba siempre de peleas y puñetazos. Es verdad que leía sin cesar; aunque no pareció revelársele la vocación hasta que leyó a los dieciséis años la Reina Encantada de Spencer: desde entonces sólo vivió para los versos.

Shelley sí fue precocísimo. Cuando estudiaba en Eton, a los quince años, publicó una novela y dio un banquete a sus amigos con la ganancia de la venta. Era tan original y rebelde que todos le decían «el ateo Shelley», o «el loco Shelley». A los dieciocho publicó su poema de la Reina Mab, a los diecinueve lo echaron del colegio por el atrevimiento con que defendió sus doctrinas religiosas; a los treinta años murió ahogado, con un tomo de versos de Keats en el bolsillo. Maravillosa es la poesía de Shelley por la música del verso, la elegancia de la construcción y la profundidad de las ideas. Era un manojo de nervios siempre vibrantes, y tenía tales ilusiones y rarezas que sus condiscípulos lo tenían por destornillado; pero su inteligencia fue vivísima y sutil, su cuerpo frágil se estremecía con las más delicadas emociones, y sus versos son de incomparable hermosura.

Byron fue otro genio extraordinario y errante de la misma época de Shelley y de Keats. Desde la escuela se le conoció el carácter turbulento y arrebatado. De los libros se cuidaba poco; pero antes de los ocho años ya sufría de penas de hombre. Tenía una pierna más corta que la otra, aunque eso no le quitaba los bríos, y se hizo el dueño de la escuela a fuerza de puños, como Keats: él mismo cuenta que de siete batallas perdía una. Cuando estaba en Cambridge de estudiante, tenía en su casa un oso y varios perros de presa, y cada día contaban de él una historia escandalosa: aquél era sin embargo el niño sensible que a los doce años había celebrado en versos sentidos a una prima suya. Leía con afán todos los libros de literatura, y a los dieciocho años publicó para sus amigos su primer libro de versos: Horas de Ocio. La Revista de Edimburgo habló del libro con desdén, y Byron contestó con su célebre sátira sobre los Poetas Ingleses y los Críticos de Escocia. Cumplía los veinticuatro cuando salió al público el primer canto de su poema Childe Harold. «A los veinticinco años», dice Macaulay, «se vio Byron en la cima de la gloria literaria, con todos los ingleses famosos de la época a sus pies. Byron era ya más célebre que Scott, Wordsworth, y Southey. Apenas hay ejemplo de un ascenso tan rápido a tan vertiginosa eminencia.» Murió a los treinta y siete años, edad fatal para tantos hombres de genio.

Coleridge, escribió a los veinticinco su himno del Amanecer, donde se ven en unión completa la sublimidad y la energía. Bulwer Lytton tenía hecho a los quince su Ismael. A los diecisiete había publicado su primer tomo la poetisa Barrett Browning, que desde los diez escribía en verso y prosa. Robert Browning, su marido, publicó el Paracelso a los veintitrés. A los veinte había escrito Tennyson algunas de las poesías melodiosas que han hecho ilustre su nombre. Se ve, pues, que en el fuego tumultuoso de la juventud han nacido muchas de las obras más nobles de la música, la pintura y la poesía. Suele el genio poético decaer con los años, aunque Goethe dice que con la edad se va haciendo mejor el poeta. Es seguro que si no hubieran muerto tan temprano los poetas precoces, habrían imaginado después obras más perfectas que las de su juventud. La fuerza del genio no se acaba con la juventud.

Pero las dotes especiales que hacen más tarde ilustres a los hombres se revelan casi siempre entre los diecisiete y veintitrés años. Puede irse desarrollando poco a poco el talento poético; pero el que es poeta de veras, siempre lo mostrará de algún modo. Crabbe y Wordsworth, que descubrieron el genio tarde, escribían versos desde la niñez. Crabbe llenó de versos toda una gaveta, cuando estaba de aprendiz de cirujano; y Wordsworth, que era agrio y melancólico de niño, empezó a hacer cuartetas heroicas a los catorce. Shelley dice de Wordsworth que «no tenía más imaginación que un cacharro», lo que no quita que sea Wordsworth un poeta inmortal. No fue precoz como Shelley; pero creció despacio y con firmeza, como un roble, hasta que llegó a su majestuosa altura.

Walter Scott tampoco fue precoz de niño. Su maestro dijo que no tenía cabeza para el griego, y él mismo cuenta que fue de muchacho muy travieso y holgazán; pero gozaba de mucha salud, y era gran amigo de los juegos de su edad. En lo primero en que se le vio el genio fue en su gusto por las baladas antiguas, y en su facilidad extraordinaria para inventar historias. Cuando su padre supo que había estado vagando por el país con su camarada Clark, metiéndose por todas partes, y posando en las casas de los campesinos, le dijo:-«¡Dudo mucho, señor, de que sirva Ud. más que para cola de caballo!» De su facilidad para los cuentos, el mismo Scott dice que en las horas de ocio de los inviernos, cuando no tenían modo de estar al aire libre, mantenía muchas horas maravillados con sus narraciones a sus compañeros de escuela, que se peleaban por sentarse cerca del que les decía aquellas historias lindas que no acababan nunca.

Dice Carlyle que en una clase de la escuela de gramática de Edimburgo había dos muchachos: «John, siempre, hecho un brinquillo, correcto y ducal; Walter, siempre desarreglado, borrico y tartamudo. Con el correr de los años, John llegó a ser el Regidor John, de un barrio infeliz, y Walter fue Sir Walter Scott, de todo el universo.» Dice Carlyle, con mucho seso, que la legumbre más precoz y completa es la col. A los treinta años no se podía decir de seguro que Scott tuviera genio para la literatura. A los treinta y uno publicó su primer tomo del Cancionero de Escocia, y no imprimió su novela Waverley hasta los cuarenta y tres, aunque la tenía escrita nueve años antes.




ArribaAbajoLa última página

Hay un cuento muy lindo de una niña que estaba enamorada de la luna, y no la podían sacar al jardín cuando había luna en el cielo, porque le tendía los bracitos como si la quisiera coger, y se desmayaba de la desesperación porque la luna no venía; hasta que un día, de tanto llorar, la niña se murió, en una noche de luna llena.

La Edad de Oro no se quiere morir, porque nadie debe morirse mientras pueda servir para algo, y la vida es como todas las cosas, que no debe deshacerlas sino el que puede volverlas a hacer. Es como robar, deshacer lo que no se puede volver a hacer. El que se mata, es un ladrón. Pero La Edad de Oro se parece a la niñita del cuento, porque siempre quiere escribir para sus amigos los niños más de lo que cabe en el papel, que es como querer coger la luna. ¿No les ofreció la Historia de la Cuchara, el Tenedor y el Cuchillo para este número? Pues no cupo. Ni otras muchas cosas más que les tenía escritas. Así es la vida, que no cabe en ella todo el bien que pudiera uno hacer. Los niños debían juntarse una vez por lo menos a la semana, para ver a quien podían hacerle algún bien, todos juntos.

Y ahora nos juntaremos, el hombre de La Edad de Oro y sus amiguitos, y todos en coro, cogidos de la mano, les daremos gracias con el corazón, gracias como de hermano, a las hermosas señoras y nobles caballeros que han tenido el cariño de decir que La Edad de Oro es buena.




ArribaAbajoLa exposición de París

Los pueblos todos del mundo se han juntado este verano de 1889 en París. Hasta hace cien años, los hombres vivían como esclavos de los reyes, que no los dejaban pensar, y les quitaban mucho de lo que ganaban en sus oficios, para pagar tropas con que pelear con otros reyes, y vivir en palacios de mármol y de oro, con criados vestidos de seda, y señoras y caballeros de pluma blanca, mientras los caballeros de veras, los que trabajaban en el campo y en la ciudad, no podían vestirse más que de pana, ni ponerle pluma al sombrero: y si decían que no era justo que los holgazanes viviesen de lo que ganaban los trabajadores, si decían que un país entero no debía quedarse sin pan para que un hombre solo y sus amigos tuvieran coches, y ropas de tisú y encaje, y cenas con quince vinos, el rey los mandaba apalear, o los encerraba vivos en la prisión de la Bastilla, hasta que se morían, locos y mudos: y a uno le puso una mascara de hierro, y lo tuvo preso toda la vida, sin levantarle nunca la máscara. En todos los pueblos vivían los hombres así, con el rey y los nobles como los amos, y la gente de trabajo como animales de carga, sin poder hablar, ni pensar, ni creer, ni tener nada suyo, porque a sus hijos se los quitaba el rey para soldados, y su dinero se lo quitaba el rey en contribuciones, y las tierras, se las daba todas a los nobles el rey. Francia fue el pueblo bravo, el pueblo que se levantó en defensa de los hombres, el pueblo que le quitó al rey el poder.

Eso era hace cien años, en 1789. Fue como si se acabase un mundo, y empezara otro. Los reyes todos se juntaron contra Francia. Los nobles de Francia ayudaban a los reyes de afuera. La gente de trabajo, sola contra todos, peleó contra todos, y contra los nobles, y los mató en la guerra y con la cuchilla de la guillotina. Sangró Francia entonces, como cuando abren un animal vivo y le arrancan las entrañas. Los hombres de trabajo se enfurecieron, se acusaron unos a otros, y se gobernaron mal, porque no estaban acostumbrados a gobernar. Vino a París un hombre atrevido y ambicioso, vio que los franceses vivían sin unión, y cuando llegó de ganarles todas las batallas a los enemigos, mandó que lo llamasen emperador, y gobernó a Francia como un tirano. Pero los nobles ya no volvieron a sus tierras. Aquel rey del oro y la seda, ya no volvió nunca. La gente de trabajo se repartió las tierras de los nobles y las del rey. Ni en Francia, ni en ningún otro país han vuelto los hombres a ser tan esclavos como antes. Eso es lo que Francia quiso celebrar después de cien años con la Exposición de París. Para eso llamó Francia a París, en verano, cuando brilla más el sol, a todos los pueblos del mundo.

Y eso vamos a ver ahora, como si lo tuviésemos delante de los ojos. Vamos a la Exposición, a esta visita que se están haciendo las razas humanas. Vamos a ver en un mismo jardín los árboles de todos los pueblos de la tierra. A la orilla del río Sena, vamos a ver la historia de las casas, desde la cueva del hombre troglodita, en una grieta de la roca, hasta el palacio de granito y ónix. Vamos a subir, con los noruegos de barba colorada, con los negros senegaleses de cabello lanudo, con los anamitas de moño y turbante, con los árabes de babuchas y albornoz, con el inglés callado, con el yanqui celoso, con el italiano fino, con el francés elegante, con el español alegre, vamos a subir por encima de las catedrales más altas, a la cúpula de la torre de hierro. Vamos a ver en sus palacios extraños y magníficos a nuestros pueblos queridos de América. Veremos, entre lagos y jardines, en monumentos de hierro y porcelana, la vida del hombre entera, y cuanto ha descubierto y hecho desde que andaba por los bosques desnudo hasta que navega por lo alto del aire y lo hondo de la mar. En un templo de hierro, tan ancho y hermoso que se parece a un cielo dorado, veremos trabajando a la vez todas las máquinas y ruedas del mundo. De debajo de la tierra, como de un volcán de joyas, vamos a ver salir, en lluvias que parecen de piedras finas, trescientas fuentes de colores, que caen chispeando en un lago encendido. Vamos a ver vivir, como viven en sus países de luz, al javanés en su casa de cañas, al egipcio cantando detrás de su burro, al argelino que borda la lana a la sombra del palmar, al siamés que trabaja la madera con los pies y las manos, al negro del Sudán, que sale ojeando, con la lanza de punta, de su conuco de tierra, al árabe que corre a caballo, disparando la espingarda, por la calle de dátiles, con el albornoz blanco al viento. Bailan en un café moro. Pasan las bailarinas de Java, con su casco de plumas. Salen de su teatro, vestidos de tigres, los cómicos cochinchinos. Hombres de todos los pueblos andan asombrados por las calles morunas, por las aldeas negras, por el caserío de bambú javanés, por los puentes de junco de los malayos pescadores, por el jardín criollo de plátanos y naranjos, por el rincón donde, de su techo labrado como un mueble rico, levanta su torre ceñida de serpientes la pagoda. Y para nosotros, los niños, hay un palacio de juguetes, y un teatro donde están como vivos el pícaro Barba Azul y la linda Caperucita Roja. Se le ve al pícaro la barba como el fuego, y los ojos de león. Se le ve a la Caperucita el gorro colorado, y el delantal de lana. Cien mil visitantes entran cada día en la Exposición. En lo alto de la torre flota al viento la bandera de tres colores de la República Francesa.

Por veintidós puertas se puede entrar a la Exposición. La entrada hermosa es por el palacio del Trocadero, de forma de herradura, que quedó de una Exposición de antes, y está ahora lleno de aquellos trabajos exquisitos que hacían con plata para las iglesias y las mesas de los príncipes los joyeros del tiempo de capa y espadón, cuando los platos de comer eran de oro, y las copas de beber eran como los cálices. Y del palacio se sale al jardín, que es la primera maravilla. De rosas nada más, hay cuatro mil quinientas diferentes: hay una rosa casi azul. En una tienda de listas blancas y rojas venden unas mujeres jóvenes las podaderas afiladas, los rastrillos de acero pulido, las regaderas como de juguete con que se trabaja en los jardines. La tierra está en canteros, rodeados de acequias, por donde corre el agua clara, haciendo a los canteros como islotes. Uno está lleno de pensamientos negros; y otro de fresas como corales, escondidas entre las hojas verdes; y otro de chícharos, y de espárragos, que dan la hoja muy linda. Hay un cantero rojo y amarillo, que es de tulipanes. Un rincón es de enredaderas, y el de al lado de helechos gigantescos, con hojas como plumas. En un laberinto flotan sobre el agua la ninfea, y el nelumbio rosado del Indostán, y el loto del río Nilo, que parece una lira. Un bosque es de árboles de copa de pico: pino, abeto. Otro es de árboles desfigurados, que dan la fruta pobre, porque les quitan a las ramas su libertad natural. Dentro de un cercado de cañas están los lirios y los cerezos del Japón, en sus tibores de porcelana blanca y azul. Al pie de un palmar, con las paredes de cuanto tronco hay, está el pabellón de Aguas y Bosques, donde se ve cómo se ha de cuidar a los árboles, que dan hermosura y felicidad a la tierra. A la sombra de un arce del Japón, están, en tazas rústicas, la wellingtonia del Norte, que es el pino más alto, y la araucaria, el pino de Chile.

Por sobre un puente se pasa el río de París, el Sena famoso, y ya se ven por todas partes los grupos de gente asombrada, que vienen de los edificios de orillas del río, donde está la Galería del Trabajo, en que cuecen los bizcochos en un horno enorme, y destilan licor del alambique de bronce rojo, y en la máquina de cilindro están moliendo chocolate con el cacao y el azúcar, y en las bandejas calientes están los dulceros de gorro blanco haciendo caramelos y yemas: todo lo de comer se ve en la Galería, una montaña de azúcar, un árbol de ciruelas pasas, una columna de jamones: y en la sala de vinos, un tonel donde cabrían quince convidados a la mesa, y un mapa de relieve, que todos quieren ver a un tiempo, donde está todo el arte del vino,-la cepa con los racimos, los hombres cogiendo en cestos la uva en el mes de la vendimia, la artesa donde fermenta la vid machucada, la cueva fría donde ponen el mosto a reposar, y luego el vino puro, como topacio deshecho, y la botella de donde salta con su espuma olorosa el champaña. Cerca está la historia entera del cultivo del campo, en modelos de realce, y en cuadros y libros; y un pabellón de arados de acero relucientes; y una colmena de abejas de miel, junto al moral de hoja velluda en que se cría el gusano de seda; y los semilleros de peces, que nacen de los huevos presos en cajones de agua, y luego salen a crecer a miles por la mar y los ríos Los más admirados son los que vienen de ver las cuarenta y tres Habitaciones del Hombre. La vida del hombre está allí desde que apareció por primera vez en la tierra, peleando con el oso y el rengífero, para abrigarse de la helada terrible con la piel, acurrucado en su cueva. Así nacen los pueblos hoy mismo. El salvaje imita las grutas de los bosques o los agujeros de la roca: luego ve el mundo hermoso, y siente con el cariño deseo de regalar, y se mira el cuerpo en el agua del río, y va imitando en la madera y la piedra de sus casas todo lo que le parece hermosura, su cuerpo de hombre, los pájaros, una flor, el tronco y la copa de los árboles. Y cada pueblo crece imitando lo que ve a su alrededor, haciendo sus casas como las hacen sus vecinos, enseñándose en sus casas como es, si de clima frío o de tierra caliente, si pacífico o amigo de pelear, si artístico y natural, o vano y ostentoso. Allí están las chozas de piedra bruta, y luego pulida, de los primeros hombres: la ciudad lacustre del tiempo en que levantaban las casas en el lago sobre pilares, para que no las atacasen las fieras; las casas altas, cuadradas y ligeras, de mirador corrido, de los pueblos de sol que eran antes las grandes naciones, el Egipto sabio, la Fenicia comerciante, la Asiria guerreadora. La casa del Indostán es alta como ellas. La de Persia es ya un castillo, de rica loza azul, porque allí saltan del suelo las piedras preciosas, y las flores y las aves son de mucho color. Parece una familia de casas la de los hebreos, los griegos y los romanos, todas de piedra, y bajas, con tejado o azotea; y se ve, por lo semejantes, que eran del país la casa etrusca y la bizantina. Por el norte de Europa vivían entonces los hunos bárbaros como allí se ve, en su tienda de andar; y el germano y el galo en sus primeras casas de madera, con el techo de paja. Y cuando con las guerras se juntaron los pueblos, tuvo Rusia esa casa de adornos y colorines, como la casa hindú, y los bárbaros pusieron en sus caserones la piedra labrada y graciosa de los italianos y los griegos. Luego, al fin de la edad que medió entre aquella pelea y el descubrimiento de América, volvieron los gustos de antes, de Grecia y de Roma, en las casas graciosas y ricas del Renacimiento. En América vivían los indios en palacios de piedra con adornos de oro, como ese de los aztecas de México, y ese de los incas del Perú. Al moro de África se le ve, por su casa de piedra bordada, que conoció a los hebreos, y vivió en bosques de palmeras, defendiéndose de sus enemigos desde la torre, viendo en el jardín a la gacela entre las rosas, y en la arena de la orilla los caprichos de espuma de la mar. El negro del Sudán, con su casa blanca de techo rodeado de campanillas, parece moro. El chino ligero, que vive de pescado y arroz, hace su casa de tabla y de bambú. El japonés vive tallando el marfil, en sus casas de estera y tabloncillo. Allí se ve donde habitan ahora los pueblos salvajes, el esquimal en su casa redonda de hielo, en su tienda de pieles pintadas el indio norteamericano: pintadas de animales raros y hombres de cara redonda, como los que pintan los niños.

Pero adonde va el gentío con un silencio como de respeto es a la torre Eiffel, el más alto y atrevido de los monumentos humanos. Es como el portal de la Exposición. Arrancan de la tierra, rodeados de palacios, sus cuatro pies de hierro: se juntan en arco, y van ya casi unidos hasta el segundo estrado de la torre, alto como la pirámide de Cheops: de allí fina como un encaje, valiente como un héroe, delgada como una flecha, sube más arriba que el monumento de Washington, que era la altura mayor entre las obras humanas, y se hunde, donde no alcanzan los ojos, en lo azul, con la campanilla, como la cabeza de los montes, coronado de nubes.-Y todo, de la raíz al tope, es un tejido de hierro. Sin apoyo apenas se levantó por el aire. Los cuatro pies muerden, como raíces enormes, en el suelo de arena. Hacia el río, por donde caen dos de los pies, el suelo era movedizo, le hundieron dos cajones, les sacaron de adentro la arena floja, y los llenaron de cimiento seguro. De las cuatro esquinas arrancaron, como para juntarse en lo alto, los cuatro pies recios: con un andamio fueron sosteniendo las piezas más altas, que se caían por la mucha inclinación: sobre cuatro pilares de tablones habían levantado el primer estrado, que como una corona lleva alrededor los nombres de los grandes ingenieros franceses: allá en el aire, una mañana hermosa, encajaron los cuatro pies en el estrado, como una espada en una vaina, y se sostuvo sin parales la torre: de allí, como lanzas que apuntaban al cielo, salieron las vergas delicadas: de cada una colgaba una grúa: allá arriba subían, danzando por el aire, los pedazos nuevos: los obreros, agarrados a la verga con las piernas como el marinero al cordaje del barco, clavaban el ribete, como quien pone el pabellón de la patria en el asta enemiga: así, acostados de espalda, puestos de cara el vacío, sujetos a la verga que el viento sacudía como una rama, los obreros, con blusa y gorro de pieles, ajustaban en invierno, en el remolino del vendabal y de la nieve, las piezas de esquina, los cruceros, los sostenes, y se elevaba por sobre el universo, como si fuera a colgarse del cielo, aquella blonda calada: en su navecilla de cuerdas se balanceaban, con la brocha del rojo en las manos, los pintores. ¡El mundo entero va ahora como moviéndose en la mar, con todos los pueblos humanos a bordo, y del barco del mundo, la torre en el mástil! Los vientos se echan sobre la torre, como para derribar a la que los desafía, y huyen por el espacio azul, vencidos y despedazados.-Allá abajo la gente entra, como las abejas en el colmenar: por los pies de la torre suben y bajan, por la escalera de caracol, por los ascensores inclinados, dos mil visitantes a la vez; los hombres, como gusanos, hormiguean entre las mallas de hierro; el cielo se ve por entre el tejido como en grandes triángulos azules de cabeza cortada, de picos agudos. Del Primer estrado abierto, con sus cuatro hoteles curiosos, se sube, por la escalinata de hélice, al descanso segundo, donde se escribe y se imprime un diario, a la altura de la cúpula de San Pedro. El cilindro de la prensa da vueltas: los diarios salen húmedos: al visitante le dan una medalla de plata. Al estrado tercero suben los valientes, a trescientos metros sobre la tierra y el mar, donde no se oye el ruido de la vida, y el aire, allá en la altura, parece que limpia y besa: abajo la ciudad se tiende, muda y desierta, como un mapa de relieve: veinte leguas de ríos que chispean, de valles iluminados, de montes de verde negruzco, se ven con el anteojo; sobre el estrado se levanta la campanilla, donde dos hombres, en su casa de cristal, estudian los animales del aire, la carrera de las estrellas, y el camino de los vientos. De una de las raíces de la torre sube culebreando por el alambre vibrante la electricidad, que enciende en el cielo negro el faro que derrama sobre París sus ríos de luz blanca, roja y azul, como la bandera de la patria. En lo alto de la cúpula, ha hecho su nido una golondrina.

Por debajo de la torre se va, sin poder hablar del asombro, a lo jardines llenos de fuentes, y rodeados de palacios, y el más grande de todos al fondo, donde caben las muestras de cuanto se trabaja en la humanidad, con la puerta de hierro bordado y lleno de guirnaldas, como se labraba antes el oro de los ricos; y sobre el portón, imitando la bóveda del cielo, la cúpula de porcelanas relucientes; y en la corona, abriendo las alas como para volar, una mujer que lleva en la mano una rama de oliva: a la entrada del pórtico está, con una mano en la cabeza de un león, la Libertad, en bronce. Y delante de la gran fuente, donde van por el agua los hombres y mujeres que los poetas de antes dicen que hubo en la mar, las nereidas y los tritones, llevando en hombros, como si fueran en triunfo, la barca donde, en figuras de héroes y heroínas, el progreso, la ciencia, y el arte dan vivas a la república, sentada más alta que todos, que levanta la antorcha encendida sobre sus alas. A cada lado del jardín desde el palacio grande hasta la torre, hay otro palacio de oros y esmaltes, uno para las estatuas y los cuadros, donde están los paisajes ingleses de montes y animales, las pinturas graciosas de los italianos, con campesinos y con niños, los cuadros españoles de muertes y de guerra, con sus figuras que parecen vivas, y la historia elegante del mundo en los cuadros de Francia. De las Bellas Artes le llaman a ése, y al del otro lado, el palacio de las Artes Liberales, que son las de los trabajos de utilidad, y todas las que no sirven para mero adorno. La historia de todo se ve allí: del grabado, la pintura, la escultura, las escuelas, la imprenta. Parece que se anda, por lo perfecto y fino de todo, entre agujas y ruedas de reloj. Allí se ve, en miniatura de cera, a los chinos observando en su torre los astros del cielo; allí está el químico Lavoisier, de medias de seda y chupa azul, soplando en su retorta, para ver como está hecho el pedrusco que cayó a la tierra de una estrella rota y fría; allí, entre las figuras de las diferentes razas del hombre, están sentados por tierra, trabajando el pedernal, como los que desenterraron en Dinamarca hace poco, cabezudos y fuertes, los hombres de la edad de bronce.

Y ya estamos al pie de la torre: un bosque tiene a un lado, y otro bosque al otro. Uno tiene más verde, y es como una selva de recreo, con su casa sueca de pino, llenas de flores las ventanas, a la orilla de un lago; y la isba de puerta bordada y techo de picos en que vive el labrador ruso; y la casa linda de madera, con ventanas de triángulo, en que pasa los meses de nevada el finlandés, enseñando a sus hijos a pintar y a pensar, a amar a los poetas de Finlandia, y a componer el arpón de la pesca y el trineo de la cacería, mientras talla el abuelo el granito como ópalo, o saca botes y figuras de una rama seca, y las mujeres de gorro alto y delantal tejen su encaje fino, junto a la chimenea de madera labrada. Hay teatro allí, y lecherías, y una casa de anchos comedores, y criados de chaqueta negra, que pasan con las botellas de vino en cestos a la hora de comer, cuando los pájaros cantan en los árboles. Pero al otro lado es donde se nos va el corazón, porque allí están, al pie de la torre, como los retoños del plátano alrededor del tronco, los pabellones famosos de nuestras tierras de América, elegantes y ligeros como un guerrero indio: el de Bolivia como el casco, el de México como el cinturón, el de la Argentina como el penacho de colores: ¡parece que la miran como los hijos al gigante! ¡Es bueno tener sangre nueva, sangre de pueblos que trabajan! El de Brasil está allí también, como una iglesia de domingo en un palmar, con todo lo que se da en sus selvas tupidas, y vasos y urnas raras de los indios marajos del Amazonas, y en una fuente una victoria regia en que puede navegar un niño, y orquídeas de extraña flor, y sacos de café, y montes de diamantes. Brilla un sol de oro allí por sobre los árboles y sobre los pabellones, y es el sol argentino, puesto en lo alto de la cúpula, blanca y azul como la bandera del país, que entre otras cuatro cúpulas corona, con grupos de estatuas en las esquinas del techo, el palacio de hierro dorado y cristales de color en que la patria del hombre nuevo de América convida al mundo lleno de asombro, a ver lo que puede hacer en pocos años un pueblo recién nacido que habla español, con la pasión por el trabajo y la libertad ¡con la pasión por el trabajo!: ¡mejor es morir abrasado por el sol que ir por el mundo, como una piedra viva, con los brazos cruzados! Una estatua señala a la puerta un mapa donde se ve de realce la república, con el río por donde entran al país los vapores repletos de gente que va a trabajar; con las montañas que crían sus metales, y las pampas extensas, cubiertas de ganados. De relieve está allí la ciudad modelo de La Plata, que apareció de pronto en el llano silvestre, con ferrocarriles, y puerto, y cuarenta mil habitantes, y escuelas como palacios Y cuanto dan la oveja y el buey se ve allí, y todo lo que el hombre atrevido puede hacer de la bestia: mil cueros, mil lanas, mil tejidos, mil industrias: la carne fresca en la sala de enfriar: crines, cuernos, capullos, plumas, paños. Cuanto el hombre ha hecho, el argentino lo intenta hacer. De noche, cuando el gentío llama a la puerta, se encienden a la vez, en sus globos de cristal blanco y azul, y rojo y verde, las mil luces eléctricas del palacio.

Como con un cinto de dioses y de héroes está el templo de acero de México, con la escalinata solemne que lleva al portón, y en lo alto de él el sol Tonatiuh, viendo como crece con su calor la diosa Cipactli, que es la tierra: y los dioses todos de la poesía de los indios, los de la caza y el campo, los de las artes y el comercio, están en los dos muros que tiene la puerta a los lados, como dos alas; y los últimos valientes, Cacama, Cuitláhuac y Cuauhtémoc, que murieron en la pelea, o quemados en las parrillas, defendiendo de los conquistadores la independencia de su patria: dentro, en las pinturas ricas de las paredes, se ve como eran los mexicanos de entonces, en sus trabajos y en sus fiestas, la madre viuda dando su parecer entre los regidores de la ciudad, los campesinos sacando el aguamiel del tronco del agave, los reyes haciéndose visitas en el lago, en sus canoas adornadas de flores. ¡Y ese templo de acero lo levantaron, al pie de la torre, dos mexicanos, como para que no les tocasen su historia, que es como madre de un país, los que no la tocaran como hijos!: ¡así se debe querer a la tierra en que uno nace: con fiereza, con ternura! Las cortinas hermosas, las vidrieras de caoba en que están las filigranas de plata, los tejidos de fibras, las esencias de olor, los platos de esmalte y las jarras de barniz, los ópalos, los vinos, los arneses, los azúcares; todo tiene por adorno letras y figuras indias. Vivos parecen, con sus trajes de cuero de flecos y galones, y sus sombreros anchos con trenzado de plata y oro, y su zarape al hombro, de seda de color, vivos como si fueran a montar a caballo, los maniquíes del estanciero rico, del joven elegante que cuida de su hacienda, y sabe «voltear» un toro. A la puerta, a un lado, troncos colosales de madera fina repulida; y al otro, de color de rosa y verdemar, la pirámide del mármol transparente de la tierra, del ónix que parece nube cuajada de la puesta de sol. Del techo cuelga, verde y blanca y roja, la bandera del águila.

Y juntos como hermanos, están otros pabellones más: el de Bolivia, la hija de Bolívar, con sus cuatro torres graciosas de cúpula dorada, lleno de cuarzos de mineral riquísimo, de restos del hombre salvaje y los animales como montes que hubo antes en América, y de hojas de coca, que dan fuerza al cansado para seguir andando: el del Ecuador, que es un templo inca, con dibujos y adornos como los que los indios de antes ponían en los templos del Sol, y adentro los metales y cacaos famosos, y tejidos y bordados de mucha finura, en mostradores de cristal y de oro: el pabellón de Venezuela, con su fachada como de catedral, y en la sala espaciosa tanta muestra de café, y pilones de su panela dulce, y libros de versos y de ingeniería, y zapatos ligeros y finos: el pabellón de Nicaragua con su tejado rojo, como los de las casas del país, y sus salones de los lados, con los cacaos y vainillas de aroma y aves de plumas de oro y esmeralda, y piedras de metal con luces de arco iris, y maderos que dan sangre de olor; y en la sala del centro, el mapa del canal que van a abrir de un mar a otro de América, entre los restos de las ruinas. Tiene ventanas anchas como las casas salvadoreñas, y un balcón de madera muy hermoso, el pabellón del Salvador, que es país obrero, que inventa y trabaja fino, y en el campo cultiva la caña y el café, y hace muebles como los de París, y sedas como las de Lyon, y bordados como los de Burano, y lanas de tinte alegre, tan buenas como las inglesas, y tallados de mucha gracia en la madera y en el oro. Por un pórtico grandioso se entra, entre sacos de trigo y muestras de mineral, al palacio de hierro de Chile: allí la madera fuerte de los bosques del indio araucano, los vinos topacios y rojos, las barras de plata y oro mate, las artes todas de un pueblo que no se quiere quedar atrás, la sal y el arbusto colorado del desierto: al fondo hay como un jardín: las paredes están llenas de cuadros de números.

Y allí, al lado de Chile, entraríamos ahora al Palacio de los Niños, donde juegan los chiquitines al caballito y al columpio, y ven hacer barcos de cristal de Venecia, y las muñecas que hace el japonés, envolviendo con el palitroque alrededor de una varita las pastas blandas de colores diferentes: y hace un daimio con su sable, y un Mikado de ahora, con su levita a la francesa: ¡oh, el teatro! ¡oh, el hombre que está haciendo los confites! ¡oh, el perro que sabe multiplicar! ¡oh, el gimnasta que anda a caballo en una rueda! ¡y el palacio es de juguetes todo por afuera, desde el quicio hasta los banderines del techo! Pero, si no tenemos tiempo, ¿cómo hemos de pararnos a jugar, nosotros, niños de América, si todavía hay tanto que ver, si no hemos visto todos los pabellones de nuestras tierras americanas? ¿Y esta casa de madera tan franca y tan amiga, que convida a la gente a entrar a ver todo lo que da la tierra volcánica de su país, uva y café, enredaderas y tigres, cocos y pájaros, y los lleva a su colgadizo con cortinas, a tomar en jícaras labradas su chocolate de espuma?: es el de Guatemala ese pabellón generoso. Y ese otro elegante, con tantas maderas, es el de la tierra donde se saben defender con ramas de árboles de los que vienen de afuera a quitarles el país: de Santo Domingo. Ese otro es del Paraguay, ese de la torre de mirador, con las ventanas y puertas como de nación de mucho bosque, que imita en sus casas las grutas y los arcos de los árboles. Y ese otro suntuoso que tiene torres como lanzas y alegría como de salón; ese que ha dado una parte de sus salas a dos pueblos de nuestra familia,-a Colombia, que tiene ahora mucho que hacer, al Perú, que está triste después de una guerra que tuvo,-ése es el pueblo bravo y cordial de Uruguay, que trabaja con arte y placer, como el de Francia, y peleó nueve años contra un mal hombre que lo quería gobernar, y tiene un poeta de América que se llama Magariños: vive de sus ganados el Uruguay, y no hay pueblo en el mundo que haya inventado tantos modos de conservar la carne buena, en el tasajo seco, en caldos que parecen vino, en la pasta negra de Liebig, y en bizcochos sabrosos: y en la torre, que se parece a una lanza, flota, como llamando a los hombres buenos, la bandera del sol, de listas blancas y azules.

¡Y tener que pasar tan de prisa por los palacios de una tierra enana como Holanda, donde no hay holandés que no sea feliz, y viva como en pueblo grande, por su trabajo de marino, de ingeniero, de impresor, de tejedor de encajes, de tallador de diamantes; de un pueblo como Bélgica, que sabe tanto de cultivos, y de hacer carruajes, y casas, y armas, y lozas, y tapices, y ladrillos! No podemos ver el pabellón de Suiza, con su escuela modelo, sus quesos como ruedas y su taller de relojes; ni el de Hawai, que es país donde todos saben leer, y trabaja el hombre de la isla, al pie del volcán de fuego, la lava y la pluma; ni el de la República de San Marino-¿quién sabe dónde está San Marino?-con sus cristales pintados famosos y sus familias de escultores. Esa de la puerta tallada de colores es Servia, de cerca de Rusia, donde hacen tapicería fina y mosaicos, y ese comedor, con su techo de aleros, es de Rumania, donde el más pobre viste de paños bordados, y comen la carne casi cruda con mucha pimienta en platos de madera, y beben leche de búfalo. Está llena de sedas con recamos de flores y pájaros, llena de palanquines y colmillos de elefante, esa casa de dos techos de Siam, el pueblo de la ceremonia y del arroz. ¿Y a China quién no la conoce, con su pabellón de tres torres, donde no caben las cortinas con árboles y demonios de oro, ni las cajas de marfil con dibujos de relieve, ni el tapiz donde están, con los siete colores de la luz, los pájaros que van de corte por el aire, cuando llega el mes de mayo, a saludar al rey y la reina, que son dos ruiseñores que fueron al cielo a ver quién se sienta en las nubes, y se trajeron un nido de rayos de sol? ¡Oh, cuánto hay que ver! ¿Y el palacio hindú, de rojo oscuro con los ornamentos blancos, como los bordados de trencilla en un vestido de mujer, y tan tallado todo, las ventanas menudas y la torre, como la fuente de mármol, las columnas de pórfido, los leones de bronce que adornan la sala, colgada de tapicerías? ¿Y el Japón, que es como la China, con más gracia y delicadeza, y unos jardineros viejos que quieren mucho a los niños? ¿Y Grecia, esa de la puerta baja con un muro a cada lado, con la historia de antes en uno, antes de que los romanos la vencieran cuando fue viciosa, y la vida del trabajo de hoy, en antigüedades, en mármoles rojos, en sedas finas, en vinos olorosos, desde que resucitó con la vuelta a la libertad, y tiene ciudades como Pireo, Siracusa, Corfú y Patras, que valen ya por lo trabajadoras tanto como las cuatro famosas de la Grecia vieja: Atenas, Esparta, Tebas y Corinto? ¿Y Persia, con su entrada religiosa de mezquita, de techo de azul vivo, y adentro, entre colgaduras verdes y amarillas, las cazoletas cinceladas de quemar los olores, los chales de seda que caben por una sortija, los alfanjes de puño enjoyado que cortan el hierro, las violetas azucaradas y las conservas de hojas de rosa? ¿Y el bazar de los marroquíes, con su arquería blanca que reluce al sol, y sus moros de turbante y babucha, bruñendo cuchillos, tiñendo el cuero blando, trenzando la paja, labrando a martillazos el cobre, bordando de hilo de oro el terciopelo? ¿Y la calle del Cairo, que es una calle egipcia como en Egipto, unos comprando albornoces, otros tejiendo la lana en el telar, unos pregonando sus confites, y otros trabajando de joyeros, de torneros, de alfareros, de jugueteros, y por todas partes, alquilando el pollino, los burreros burlones, y allá arriba, envuelta en velos, la mora hermosa, que mira desde su balcón de persianas caladas?

¡Oh, no hay tiempo! Tenemos que ir a ver la maravilla mayor, y el atrevimiento que ablanda al verlo el corazón, y hace sentir como deseo de abrazar a los hombres y de llamarlos hermanos. Volvamos al jardín. Entremos por el pórtico del Palacio de las Industrias. Pasemos, con los ojos cerrados, por la galería de las catorce puertas, donde cada palo exhibe sus trabajos mejores, y cada industria compuso la puerta de su departamento, la platería con platas y oros y dos columnas de piedra azul, la locería con porcelana y azulejos, la de muebles con madera esculpida como hojas de flor, y la de hierro con picos y martillos, y la de armas con ruedas, cureñas, balas y cañones, y así todas. Por un corredor que hace pensar en cosas grandes, se va a la escalera que lleva al balcón del monumento: se alzan los ojos: y se ve, llena de luz de sol, una sala de hierro en que podrían moverse a la vez dos mil caballos, en que podrían dormir treinta mil hombres. ¡Y toda está cubierta de máquinas, que dan vueltas, que aplastan, que silban, que echan luz, que atraviesan el aire calladas, que corren temblando por debajo de la tierra! En cuatro hileras están en el centro las máquinas mayores. De un horno rojo les viene la fuerza. Viene por correas, que no se ven de lo ligeras que andan. De cuatro filas de postes cuelgan las ruedas de las correas. Alrededor, unidas, están todas las máquinas del mundo, las que hacen polvo de acero, las que afilan las agujas. Unas mujeres de delantal colorado trabajan el papel holandés. Un cilindro, que parece un elefante que se mueve, está cortando sobres. Un mortero separa el grano de trigo de la cáscara. Un anillo de hierro está en el aire por la electricidad, sin nada que lo sujete. Allí se funden los metales con que se hacen las letras de imprimir, allí se hace el papel de tela o de madera, allí la prensa imprime el diario, lo echa del otro lado, lo devuelve, húmedo. Una máquina echa aire en el pozo de una mina, para que no se ahoguen los mineros. Otra aplasta la caña, y echa un chorro de miel. ¡Pues da ganas de llorar, el ver las máquinas desde el balcón! Rugen, susurran, es como la mar: el sol entra a torrentes. De noche, un hombre toca un botón, los dos alambres de la luz se juntan, y por sobre las máquinas, que parecen arrodilladas en la tiniebla, derrama la claridad, colgado de la bóveda, el ciclo eléctrico. Lejos, donde tiene Edison sus invenciones, se encienden de un chispazo veinte mil luces, como una corona.

Hay panoramas de París, y de Nápoles con su volcán, y del Mont Blanc, que da frío verlo, y de la rada de Río Janeiro. Hay otro que es en el centro como un puente de un buque, y parece por la pintura que está allí el buque entero, y el cielo y el mar. Hay el palacio de las pinturas finas de los acuarelistas, y otro, con adornos como de espejo, de los que pintan al pastel. Hay los dos pabellones de París, donde se aprende a cuidar una ciudad grande. Hay talleres por los arrabales de la Exposición, donde se ve, ¡para que el egoísta aprenda a ser bueno!, el trabajo del hombre en las minas de hulla, en el fondo del agua, en los tanques donde hierve, como fango, el oro. Hay, allá lejos, negras y feas, las hornallas donde echan el carbón para el vapor los hombres tiznados. Pero adonde todos van es al campo que tiene delante el palacio donde los soldados mancos y cojos cuidan la sepultura de piedra de Napoleón, rodeada de banderas rotas: ¡y en lo alto del palacio, la cúpula dorada! Todos van, a ver los pueblos extraños, a la Explanada de los Inválidos. De paso no más veremos el palacio donde está todo lo de pelear: el globo que va por el aire a ver por donde viene el enemigo: las palomas que saben volar con el recado tan arriba que no las alcanzan las balas: ¡y alguna les suele alcanzar, y la paloma blanca cae llena de sangre en la tierra! De paso veremos, en el pabellón de la República del África del Sur, el diamante imperial, que sacaron allá de la tierra, y es el más grande del mundo. Aquí están las tiendas de los soldados, con los fusiles a la puerta. Allí están, graciosas, las casas que los hombres buenos quieren hacer a los trabajadores, para que vean luz los domingos, y descansen en su casita limpia, cuando vienen cansados. Allí, con su torre como la flor de la magnolia, está la pagoda de Cambodia, la tierra donde ya no viven, porque murieron por la libertad, aquellos Kmers que hacían templos más altos que los montes. Allí está, con sus columnas de madera, el palacio de Cochinchina, y en el patio su estanque de peces dorados, y los marcos de las puertas labrados a punta de cuchillo, y, en el fondo, en la escalinata, dos dragones, con la boca abierta, de loza reluciente. Parece chino el palacio de Anam, con sus maderas pintadas de rojo y azul, y en el patio un dios gigante del bronce de ellos, que es como cera muy fina de color de avellana, y los techos y las columnas y las puertas talladas a hilos, como los nidos, o a hojas menudas, como la copa de los árboles. Y por sobre los templos hindús, con sus torres de colores y su monte de dioses de bronce a la puerta, dioses de vientre de oro y de ojos de esmalte, está, lleno de sedas y marfiles, de paños de plata bordados de zafiros, el Palacio Central de todas las tierras que tiene Francia en Asia: en una sala, al levantar una colgadura azul, ofrece una pipa de opio un elefante. Allá, entre las palmeras, brilla, blanco y como de encaje, el minarete del palacio de arquerías de Argel, por donde andan, como reyes presos, los árabes hermosos y callados. Con sus puertas de clavos y sus azoteas, lleno de moros tunecinos y hebreos de barba negra, bebiendo vino de oro en el café, comprando puñales con letras del Corán en la hoja, está, entre bosques de dátiles, el caserío de Túnez, hecho con piedras viejas y lozas rotas de Cartago. Un anamita solo, sentado en cuclillas, mira, con los ojos a medio cerrar, la pagoda de Angkor, la de la torre como la flor de magnolia, con el dios Buda arriba, el Buda de cuatro cabezas.

Y entre los palacios hay pueblos enteros de barro y de paja: el negro canaco en su choza redonda, el de Futa-Jalón cociendo el hierro en su horno de tierra, el de Kedugú, con su calzón de plumas, en la torre redonda en que se defiende del blanco: y al lado, de piedra y con ventanas de pelear, ¡la torre cuadrada en que veintiséis franceses echaron atrás a veinte mil negros, que no podían clavar su lanza de madera en la piedra dura! En la aldea de Anam, con las casas ligeras de techo de picos y corredores, se ve al cochinchino, sentado en la estera leyendo en su libro, que es una hoja larga, enrollada en un palo; y a otro, un actor, que se pinta la cara de bermellón y de negro; y al bonzo rezando, con la capucha por la cabeza y las manos en la falda. Los javaneses, de blusa y calzón ancho, viven felices, con tanto aire y claridad, en su kampong de casas de bambú: de bambú la cerca del pueblo, las casas y las sillas, el granero donde guardan el arroz, y el tendido en que se juntan los viejos a mandar en las cosas de la aldea, y las músicas con que van a buscar a las bailarinas descalzas, de casco de plumas y brazaletes de oro. El kabila, con su albornoz blanco, se pasea a la puerta de su casa de barro, baja y oscura para que el extranjero atrevido no entre a ver las mujeres de la casa, sentadas en el suelo, tejiendo en el telar, con la frente pintada de colores. Detrás está la tienda del kabila, que lleva a los viajes: el pollino se revuelca en el polvo: el hermano echa en un rincón la silla de cuero bordado de oro puro: el viejito a la puerta está montando en el camello a su nieto, que le hala la barba.

Y afuera, al aire libre, es como una locura. Parecen joyas que andan, aquellas gentes de traje de colores. Unos van al café moro, a ver a las moros bailar, con sus velos de gasa y su traje violeta, moviendo despacio los brazos, como si estuvieran dormidas. Otros van al teatro del kampong donde están en hileras unos muñecos de cucurucho, viendo con sus ojos de porcelana a las bayaderas javanesas, que bailan como si no pisasen, y vienen con los brazos abiertos, como mariposas. En un café de mesas coloradas, con letras moras en las paredes, los aissauas, que son como unos locos de religión, se sacan los ojos y se los dejan colgando, y mascan cristal, y comen alacranes vivos, porque dicen que su dios les habla de noche desde el cielo, y se los manda comer. Y en el teatro de los anamitas, los cómicos vestidos de panteras y de generales, cuentan, saltando y aullando, tirándose las plumas de la cabeza y dando vueltas, la historia del príncipe que fue de visita al palacio de un ambicioso, y bebió una taza de té envenenado. Pero ya es de noche, y hora de irse a pensar, y los clarines, con su corneta de bronce, tocan a retirada. Los camellos se echan a correr. El argelino sube al minarete, a llamar a la oración. El anamita saluda tres veces, delante de la pagoda. El negro canaco alza su lanza al cielo. Pasan, comiendo dulces, las bailarinas moras. Y el cielo, de repente, como en una llamarada, se enciende de rojo: ya es como la sangre: ya es como cuando el sol se pone: ya es del color del mar a la hora del amanecer: ya es de un azul como si se entrara por el pensamiento el cielo: ahora blanco, como plata: ahora violeta, como un ramo de lilas: ahora, con el amarillo de la luz, resplandecen las cúpulas de los palacios, como coronas de oro: allá abajo, en lo de adentro de las fuentes, están poniendo cristales de color entre la luz y el agua, que cae en raudales del color del cristal, y echa al cielo encendido sus florones de chispas. La torre, en la claridad, luce en el cielo negro como un encaje rojo, mientras pasan debajo de sus arcos los pueblos del mundo.




ArribaAbajoEl camarón encantado

Cuento de magia del francés Laboulaye.


Allá por un pueblo del mar Báltico, del lado de Rusia, vivía el pobre Loppi, en un casuco viejo, sin más compañía que su hacha y su mujer. El hacha ¡bueno!; pero la mujer se llamaba Masicas, que quiere decir «fresa agria». Y era agria Masicas de veras, como la fresa silvestre. ¡Vaya un nombre: Masicas! Ella nunca se enojaba, por supuesto, cuando le hacían el gusto, o no la contradecían; pero si se quedaba sin el capricho, era de irse a los bosques por no oírla. Se estaba callada de la mañana a la noche, preparando el regaño, mientras Loppi andaba afuera con el hacha, corta que corta, buscando el pan: y en cuanto entraba Loppi, no paraba de regañarlo, de la noche a la mañana. Porque estaban muy pobres, y cuando la gente no es buena, la pobreza los pone de mal humor. De veras que era pobre la casa de Loppi: las arañas no hacían telas en sus rincones porque no había allí moscas que coger, y dos ratones que entraron extraviados, se murieron de hambre.

Un día estuvo Masicas más buscapleitos que de costumbre, y el buen leñador salió de la casa suspirando, con el morral vacío al hombro: el morral de cuero, donde echaba el pico de pan, o la col, o las papas que le daban de limosna. Era muy de mañanita, y al pasar cerca de un charco vio en la yerba húmeda uno que le pareció animal raro y negruzco, de muchas bocas, como muerto o dormido. Era grande por cierto: era un enorme camarón. «¡Al saco el camarón!: con esta cena le vuelve el juicio a esa hambrona de Masicas; ¿quién sabe lo que dice cuando tiene hambre?»Y echó el camarón en el saco.

Pero ¿qué tiene Loppi, que da un salto atrás, que le tiembla la barba, que se pone pálido? Del fondo del saco salió una voz tristísima: el camarón le estaba hablando:

-Párate, amigo, párate, y déjame ir. Yo soy el más viejo de los camarones: más de un siglo tengo yo: ¿qué vas a hacer con este carapacho duro? Sé bueno conmigo, como tú quieres que sean buenos contigo.

-Perdóname, camaroncito, que yo te dejaría ir; pero mi mujer está esperando su cena, y si le digo que encontré el camarón mayor del mundo, y que lo dejé escapar, esta noche sé yo a lo que suena un palo de escoba cuando se lo rompe su mujer a uno en las costillas.

-Y ¿por qué se lo has de decir a tu mujer?

-¡Ay, camaroncito!: eso me dices tú porque no sabes quién es Masicas. Masicas es una gran persona, que lo lleva a uno por la nariz, y uno se deja llevar: Masicas me vuelve del revés, y me saca todo lo que tengo en el corazón: Masicas sabe mucho.

-Pues mira, leñador, que yo no soy camarón como parezco, sino una maga de mucho poder, y si me oyes, tu mujer se contentará, y si no me oyes, toda la vida te has de arrepentir.

-Tú contenta a Masicas, y yo te dejaré ir, que por gusto a nadie le hago daño.

-Dime qué pescado le gusta más a tu mujer.

-Pues el que haya, camarón, que los pobres no escogen: lo que has de hacer es que no vuelva yo con el morral vacío.

-Pues ponme en la yerba, mete en el charco tu morral abierto, y di: «¡Peces, al morral!»

Y tantos peces entraron en el morral que casi se le iba Loppi de las manos. Las manos le bailaban a Loppi del asombro.

-Ya ves, leñador-le dijo el camarón,-que no soy desagradecido. Ven acá todas las mañanas, y en cuanto digas: «¡Al morral, peces!» tendrás el morral lleno, de los peces colorados, de los peces de plata, de los peces amarillos. Y si quieres algo más, ven y dime así:


    «Camaroncito duro,
Sácame del apuro»:

y yo saldré, y veré lo que puedo hacer por ti. Pero mira, ten juicio, y no le digas a tu mujer lo que ha sucedido hoy.

-Probaré, señora maga, probaré-dijo el leñador; y puso en la yerba con mucho cuidado el camarón milagroso, que se metió de un salto en el agua.

Iba como la pluma Loppi, de vuelta a su casa. El morral no le pesaba, pero lo puso en el suelo antes de llegar a la puerta, porque ya no podía más de la curiosidad. Y empezaron los peces a saltar, primero un lucio como de una vara, luego una carpa, radiante como el oro, luego dos truchas, y un mundo de meros. Masicas abrazó a Loppi, y lo volvió a abrazar, y le dijo: «¡leñadorcito mío!»

-Ya ves, ya ves, Loppi, lo que nos sucede por haber oído a tu mujer y salir temprano a buscar fortuna. Anda a la huerta, anda, y tráeme unos ajos y cebollas, y tráeme unas setas: anda, anda al monte, leñadorcito, que te voy a hacer una sopa que no la come el rey. Y la carpa la asaremos: ni un regidor va a comer mejor que nosotros.

Y fue muy buena por cierto la comida, porque Masicas no hacía sino lo que quería Loppi, y Loppi estaba pensando en cuando la conoció, que era como una rosa fina, y no le hablaba del miedo. Pero al otro día no le hizo Masicas tantas fiestas al morral de pescados. Y al otro, se puso a hablar sola. Y el sábado, le sacó la lengua en cuanto lo vio venir. Y el domingo, se le fue encima a Loppi, que volvía con su morral a cuestas.

-¡Mal marido, mal hombre, mal compañero! ¡que me vas a matar a pescado! ¡que de verte el morral me da el alma vueltas!

-Y ¿qué quieres que te traiga, pues?-dijo el pobre Loppi.

-Pues lo que comen todas las mujeres de los leñadores honrados: una sopa buena y un trozo de tocino.

«Con tal-pensó Loppi-que la maga me quiera hacer este favor.»

Y al otro día a la mañanita fue al charco, y se puso a dar voces:


    Camaroncito duro,
Sácame del apuro:

y el agua se movió, y salió una boca negra, y luego otra boca, y luego la cabeza, con dos ojos grandes que resplandecían.

-¿Qué quiere el leñador?

-Para mí, nada; nada para mí, camaroncito: ¿qué he de querer yo? Pero ya mi mujer se cansó del pescado, y quiere ahora sopa y un trozo de tocino.

-Pues tendrá lo que quiere tu mujer-respondió el camarón.-Al sentarte esta noche a la mesa, dale tres golpes con el dedo meñique, y di a cada golpe: «¡Sopa, aparece: aparece, tocino!»Y verás que aparecen. Pero ten cuidado, leñador, que si tu mujer empieza a pedir, no va a acabar nunca.

-Probaré, señora maga, probaré-dijo Loppi, suspirando.

Como una ardilla, como una paloma, como un cordero estuvo al otro día en la mesa Masicas, que comió sopa dos veces, y tocino tres, y luego abrazó a Loppi, y lo llamó: «Loppi de mi corazón».

Pero a la semana justa, en cuanto vio en la mesa el tocino y la sopa, se puso colorada de la ira, y le dijo a Loppi con los puños alzados:

-¿Hasta cuándo me has de atormentar, mal marido, mal compañero, mal hombre? ¿que una mujer como yo ha de vivir con caldo y manteca?

-Pero ¿qué quieres, amor mío, qué quieres?

-Pues quiero una buena comida, mal marido: un ganso asado, y unos pasteles para postres.

En toda la noche no cerró Loppi los ojos, pensando en el amanecer, y en los puños alzados de Masicas, que le parecieron un ganso cada uno. Y a paso de moribundo se fue arrimando al charco a los claros del día. Y las voces que daba parecían hilos, por lo tristes, por lo delgadas:


    Camaroncito duro,
Sácame del apuro.

-¿Qué quiere el leñador?

-Para mí, nada: ¿qué he de querer yo? Pero ya mi mujer se está cansando del tocino y la sopa. Yo no, yo no me canso, señora maga. Pero mi mujer se ha cansado, y quiere algo ligero, así como un gansito asado, así como unos pastelitos.

-Pues vuélvete a tu casa, leñador, y no tienes que venir cuando tu mujer quiera cambiar de comida, sino pedírselo a la mesa, que yo le mandaré a la mesa que se lo sirva.

En un salto llegó Loppi a su casa, e iba riendo por el camino, y tirando por el aire el sombrero. Llena estaba ya la mem de platos, cuando él llegó, con cucharas de hierro, y tenedores de tres puntas, y una jarra de estaño: y el ganso con papas, y un pudín de ciruelas. Hasta un frasco de anisete había en la mesa, con su forro de paja.

Pero Masicas estaba pensativa. Y a Loppi ¿quién le daba todo aquello? Ella quería saber: «¡Dímelo, Loppi!»Y Loppi se lo dijo, cuando ya no quedaba del anisete más que el forro de paja, y estaba Masicas más dulce que el anís. Pero ella prometió no decírselo a nadie: no había una vecina en doce leguas a la redonda.

A los pocos días, una tarde que Masicas había estado muy melosa, le contó a Loppi muchos cuentos y le acabó así el discurso:

-Pero, Loppi mío, ya tú no piensas en tu mujercita: comer, es verdad, come mejor que la reina; pero tu mujercita anda en trapos, Loppi, como la mujer de un pordiosero. Anda, Loppi, anda, que la maga no te tendrá a mal que quieras vestir bien a tu mujercita.

A Loppi le pareció que Masicas tenía mucha razón, y que no estaba bien sentarse a aquella mesa de lujo con el vestido tan pobre. Pero la voz se le resistía cuando a la mañanita llamó al camarón encantado:


    Camaroncito duro,
Sácame del apuro.

El camarón entero sacó el cuerpo del agua.

-¿Qué quiere el leñador?

-Para mí, nada; ¿qué puedo yo querer? Pero mi mujer está triste, señora maga, porque se ve tan mal vestida, y quiere que su señoría me dé poder para tenerla con traje de señora.

El camarón se echó a reír, y estuvo riendo un rato, y luego dijo a Loppi: «Vuélvete a casa, leñador, que tu mujer tendrá lo que desea.»

-¡Oh, señor camarón! ¡oh. señora maga! ¡déjeme que le bese la patica izquierda, la que está del lado del corazón! ¡déjeme que se la bese!

Y se fue cantando un canto que le había oído a un pájaro dorado que le daba vueltas a una rosa: y cuando entró a su casa vio a una bella señora, y la saludó hasta los pies; y la señora se echó a reír, porque era Masicas, su linda Masicas, que estaba como un sol de la hermosura. Y se tomaron los dos de la mano, y bailaron en redondo, y se pusieron a dar brincos.

A los pocos días Masicas estaba pálida, como quien no duerme, y con los ojos colorados, como de mucho llorar. «Y dime, Loppi», le decía una tarde, con un pañuelo de encaje en la mano: «¿de qué me sirve tener tan buen vestido sin un espejo donde mirarme, ni una vecina que me pueda ver, ni más casa que este casuco? Loppi, dile a la maga que esto no puede ser.»Y lloraba Masicas, y se secaba los ojos colorados con su pañuelo de encaje: «Dile, Loppi, a la maga que me dé un castillo hermoso, y no le pediré nada más.»

-¡Masicas, tú estás loca! Tira de la cuerda y se reventará. Conténtate, mujer, con lo que tienes, que si no, la maga te castigará por ambiciosa.

-¡Loppi, nunca serás más que un zascandil! ¡El que habla con miedo se queda sin lo que desea! Háblale a la maga como un hombre. Háblale, que yo estoy aquí para lo que suceda.

Y el pobre Loppi volvió al charco, como con piernas postizas. Iba temblando todo él. ¿Y si el camarón se cansaba de tanto pedirle, y le quitaba cuanto le dio? ¿Y si Masicas lo dejaba sin pelo si volvía sin el castillo? Llamó muy quedito:


    Camaroncito duro,
Sácame del apuro.

-¿Qué quiere el leñador?-dijo el camarón, saliendo del agua poco a poco.

-Nada para mí: ¿qué más podría yo querer? Pero mi mujer no está contenta y me tiene en tortura, señora maga, con tantos deseos.

-¿Y qué quiere la señora, que ya no va a parar de querer?

-Pues una casa, señora maga, un castillito, un castillo. Quiere ser princesa del castillo, y no volverá a pedir nada más.

-Leñador-dijo el camarón, con una voz que Loppi no le conocía:-tu mujer tendrá lo que desea.-Y desapareció en el agua de repente.

A Loppi le costó mucho trabajo llegar a su casa, porque estaba cambiado todo el país, y en vez de matorrales había ganados y siembras hermosas, y en medio de todo una casa muy rica con un jardín lleno de flores. Una princesa bajó a saludarlo a la puerta del jardín, con un vestido de plata. Y la princesa le dio la mano. Era Masicas: «Ahora sí, Loppi, que soy dichosa. Eres muy bueno, Loppi. La maga es muy buena.»Y Loppi se echó a llorar de alegría.

Vivía Masicas con todo el lujo de su señorío. Los barones y las baronesas se disputaban el honor de visitarla: el gobernador no daba orden sin saber si le parecía bien: no había en todo el país quien tuviera un castillo más opulento, ni coches con más oro, ni caballos más finos. Sus vacas eran inglesas, sus perros de San Bernardo, sus gallinas de Guinea, sus faisanes de Terán, sus cabras eran suizas. ¿Qué le faltaba a Masicas, que estaba siempre tan llena de pesar? Se lo dijo a Loppi, apoyando en su hombro la cabeza. Masicas quería algo más. Quería ser reina Masicas:«¿No ves que para reina he nacido yo? ¿No ves, Loppi mío, que tú mismo me das siempre la razón, aunque eres más terco que una mula? Ya no puedo esperar, Loppi. Dile a la maga que quiero ser reina.»

Loppi no quería ser rey. Almorzaba bien, comía mejor; ¿a qué los trabajos de mandar a los hombres? Pero cuando Masicas decía a querer, no había más remedio que ir al charco. Y al charco fue al salir el sol, limpiándose los sudores, y con la sangre a medio helar. Llegó. Llamó.


    Camaroncito duro,
Sácame del apuro.

Vio salir del agua las dos bocas negras. Oyó que le decían «¿qué quiere el leñador?»pero no tenía fuerzas para dar su recado. Al fin dijo tartamudeando:

-Para mí, nada: ¿qué pudiera yo pedir? Pero se ha cansado mi mujer de ser princesa.

-¿Y qué quiere ahora ser la mujer del leñador?

-¡Ay, señora maga!: reina quiere ser.

-¿Reina no más? Me salvaste la vida, y tu mujer tendrá lo que desea. ¡Salud, marido de la reina!

Y cuando Loppi volvió a su casa, el castillo era un palacio, y Masica tenía puesta la corona. Los lacayos, los pajes, los chambelanes, con sus medias de seda y sus casaquines, iban detrás de la reina Masicas, cargándole la cola.

Y Loppi almorzó contento, y bebió en copa tallada su anisete más fino, seguro de que Masicas tenía ya cuanto podía tener. Y dos meses estuvo almorzando pechugas de faisán con vinos olorosos, y paseando por el jardín con su capa de armiño y su sombrero de plumas, hasta que un día vino un chambelán de casaca carmesí con botones de topacio, a decirle que la reina lo quería ver, sentada en su trono de oro.

-Estoy cansada de ser reina, Loppi. Estoy cansada de que todos estos hombres me mientan y me adulen. Quiero gobernar a hombres libres. Ve a ver a la maga por última vez. Ve: dile lo que quiero.

-Pero ¿qué quieres entonces, infeliz? ¿Quieres reinar en el cielo donde están los soles y las estrellas, y ser dueña del mundo?

-Que vayas te digo, y le digas a la maga que quiero reinar en el cielo, y ser dueña del mundo.

-Que no voy, te digo, a pedirle a la maga semejante locura.

-Soy tu reina, Loppi, y vas a ver a la maga, o mando que te corten la cabeza.

-Voy, mi reina, voy.-Y se echó al brazo el manto de armiño, y salió corriendo por aquellos jardines, con su sombrero de plumas. Iba como si le corrieran detrás, alzando los brazos, arrodillándose en el suelo, golpeándose la casaca bordada de colores: «¡Tal vez-pensaba Loppi-tal vez el camarón tenga piedad de mí!» Y lo llamó desde la orilla, con voz como un gemido:


    ¡Camaroncito duro,
Sácame del apuro!

Nadie respondió. Ni una hoja se movió. Volvió a llamar, con la voz como un soplo.

-¿Qué quiere el leñador?-respondió otra voz terrible.

-Para mí, nada: ¿qué he de querer para mí? Pero la reina, mi mujer, quiere que le diga a la señora maga su último deseo: el último, señora maga.

-¿Qué quiere ahora la mujer del leñador?

Loppi, espantado, cayó de rodillas.

-¡Perdón, señora, perdón! ¡Quiere reinar en el cielo, y ser dueña del mundo!

El camarón dio una vuelta en redondo, que le sacó al agua espuma, y se fue sobre Loppi, con las bocas abiertas:

-¡A tu rincón, imbécil, a tu rincón! ¡los maridos cobardes hacen a las mujeres locas! ¡abajo el palacio, abajo el castillo, abajo la corona! ¡A tu casuca con tu mujer, marido cobarde! ¡A tu casuca con el morral vacío!

Y se hundió en el agua, que silbó como cuando mojan un hierro caliente.

Loppi se tendió en la yerba, como herido de un rayo. Cuando se levantó, no tenía en la cabeza el sombrero de plumas, ni llevaba al brazo el manto de armiño, ni vestía la casaca bordada de colores. El camino era oscuro, y matorral, como antes. Membrillos empolvados y pinos enfermos eran la única arboleda. El suelo era, como antes, de pozos y pantanos. Cargaba a la espalda su morral vacío. Iba, sin saber que iba, mirando a la tierra.

Y de pronto sintió que le apretaban el cuello dos manos feroces.

-¿Estás aquí, monstruo? ¿Estás aquí, mal marido? ¡Me has arruinado, mal compañero! ¡Muere a mis manos, mal hombre!

-¡Masicas, que te lastimas! ¡Oye a tu Loppi, Masicas!

Pero las venas de la garganta de la mujer se hincharon, y reventaron, y cayó muerta, muerta de la furia. Loppi se sentó a sus pies, le compuso los harapos sobre el cuerpo, y le puso de almohada el morral vacío. Por la mañana, cuando salió el sol, Loppi estaba tendido junto a Masicas, muerto.