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La Edad de Plata: algo para recordar. Sobre Belle Époque, guión original de Rafael Azcona1

Raquel Macciuci


Universidad Nacional de La Plata


ArribaAbajoIntroducción quizás prescindible: en el principio fue el guión

En la nota introductoria a Campo francés (publicado en 1965 pero escrito en 1942) Max Aub cita el prólogo de Galdós a Casandra de 1905, subtitulada Novela en cinco jornadas. Del extenso fragmento merece destacarse:

«... en Literatura no debemos condenar ni temer el cruzamiento incestuoso, ni ver en él la ofensa más leve a la santa moral y a las buenas costumbres. De tal cruce no pueden resultar mayores vicios de la sangre común, sino antes bien depuración y afinamiento de la raza y mayor brillo y realce de las cualidades de ambos cónyuges. Casemos, pues, a los hermanos Teatro y Novela, por la Iglesia o por lo civil, detrás o delante de los desvencijados altares de la retórica, como se pueda, en fin, y aguardemos de este feliz entronque lozana y masculina sucesión»


(Aub:1965: 5).                


Mejor no entrar en las aguas turbulentas de la metáfora sexual del novelista canario. En cambio, interesa observar que Max Aub transfirió a las relaciones entre cine y literatura la propuesta galdosiana de acortar distancias entre teatro y novela, como se desprende de la arquitectura a la manera de un guión de su último Campo. El autor del Laberinto mágico, en un gesto de legitimación del propio experimento narrativo, expresa en la mencionada introducción: «Desde el ángulo de la retórica, poco tengo que añadir como explicación de la forma de leer este Campo francés si en el texto anterior se lee Cine donde Galdós escribió Teatro» (pp. 5-6). Quizás era todavía pronto para reivindicar la materia literaria del guión a secas -que ni siquiera es identificado como tal- pero el tema estaba planteado, como lo demuestra la reflexión aubiana. Con el tiempo el lugar del guión y del guionista fue adquiriendo perfil propio en el populoso mundo del cine y, paralelamente, se empezó a reconocer su rango literario2. En consecuencia, hoy ya no es obligado justificar la aparición de un nombre como el de Rafael Azcona en el campo de la crítica literaria, no solo debido a su nada desdeñable producción en el marco usual de la literatura, sino a causa del desarrollo de las aproximaciones interdisciplinarias al libreto cinematográfico, un objeto de estudio que es preciso definir como mestizo y versátil. Dado el breve espacio del que dispongo, sólo apuntaré que Josefina Aldecoa realizó una operación precursora respecto de Azcona cuando incluyó al autor de El pisito en su libro dedicado a los escritores «niños de la guerra»3.

La historia de la narrativa española de medio siglo no puede prescindir de El pisito, El cochecito, El verdugo, La prima Angélica. La literatura de Rafael Azcona está, además de en sus libros, en esas grandes películas realizadas por excelentes directores, interpretadas por excelentes actores, que Rafael ha escrito y que no son guiones ni esquemas, ni construcciones para soportar la imagen. Rafael es el gran escritor en cine. Lo saben todos los que aman la literatura, lo entienden todos los que aman su obra.


(Aldecoa, 1983:108)                


Como puede apreciarse, la compiladora y también novelista no sólo construye un canon poco frecuente, su razonamiento es aún más atrevido al prescindir de las clasificaciones por formato o por género para definir el hecho literario. Pasados veinte años esta perspectiva amplia y necesaria de la obra de Azcona desde el campo de las letras o desde un enfoque interdisciplinario, tiene importantes continuadores4. El presente trabajo aspira también a seguir su prédica.


ArribaAbajo Belle Époque5, otro drama de mujeres en los pueblos de España

Al comienzo de la película un texto breve informa que en el invierno de 1930 se produjo una sublevación militar frustrada en Jaca, Huesca, en contra de la monarquía, seguida del juicio y fusilamiento de los jefes rebeldes. La acción propiamente dicha se inicia en febrero de 1931, «en algún lugar de España» y se cierra inmediatamente después de ser proclamada la II República, por lo tanto, los acontecimientos relatados abarcan aproximadamente dos meses. Abre el relato el encuentro de uno de los personajes principales, Fernando con la Guardia Civil. Ex-seminarista y apuesto soldado de aspecto infantil, prófugo de la intentona de Cuatro Vientos, la otra fracasada revuelta contra el orden imperante, al ser descubierto en una carretera solitaria por la «pareja», yerno y suegro entre sí, da vivas a los capitanes Fermín Galán y García Hernández. Los dos guardias discuten sobre la suerte del muchacho: el más viejo quiere dejarlo libre porque no cree conveniente malquistarse con el régimen que se avecina, pero no hay acuerdo. Discuten, se desafían e inesperadamente, el más joven dispara al más viejo y lo mata. De inmediato, ofuscado por su propio acto, el agresor se quita la vida. Fernando huye y encuentra refugio en un poblado indeterminado, en la casa de Manolo, pintor retirado ya entrado en años quien, pese a vivir solo, muestra un espíritu hospitalario y sociable, unido a una sosegada vocación libertaria.

A los pocos días, el anfitrión recibe en la estación a sus cuatro bellísimas hijas, quienes llegan de Madrid buscando distancia del clima convulso de la capital. Fernando, que había decidido marcharse a buscar suerte, cautivado tras ver a las radiantes mujeres descender del tren, cambia sus planes sobre la marcha y retorna con su protector. Este adivina de inmediato la mutua atracción que se establecerá entre el grupo femenino y el galán, instalado nuevamente en su vivienda, ahora por diferentes motivos. La atmósfera afable y placentera de la casa de Manolo lleva el relato por el camino de la comedia, pero un línea argumental que implica a cuatro hermanas mujeres en una aldea España en los años treinta del pasado siglo, atraídas por el mismo hombre, se impregna de resonancias de un conflicto similar ampliamente conocido: naturalmente, La casa de Bernarda Alba.

A diferencia de la adaptación cinematográfica explícita y fiel de la tragedia lorquiana realizada por Mario Camus en 1987, Belle Époque no tiene ninguna marca de filiación evidente; el espectador bien puede no vincular la película de Fernando Trueba con la afamada obra teatral, sin embargo las afinidades son sugestivas, por semejanza y contraste.

Las cuatro protagonistas femeninas son jóvenes, bellas y casaderas. La excelente iluminación de José Luis Alcaine realza la lencería de seda y los vestidos coloridos, vaporosos, sensuales, entre los que se distinguen los avanzados pantalones de Violeta, lesbiana sin mala conciencia ni conflictos. Nada recuerda el fúnebre atuendo de las mozas en clausura de García Lorca, ni siquiera el luto, pasajero y mundano, de la primogénita, que rompe el cuadro policromo del mismo modo que el vestido verde de Adela contrasta con el negro riguroso impuesto por la despótica Bernarda.

Cuatro mujeres mejor que cinco, porque quizás una hermana mayor de treinta y nueve años, ya marchita, hubiera roto el fresco de muchachas en flor. Sus nombres, Clara, Violeta, Rocío y Luz, no pueden sino traer a la memoria que las hijas de Bernarda portan nombres que simbolizan lo contrario: Dolores, Martirio, Magdalena. En Bernarda Alba todas son doncellas, sólo una, Adela, deja de serlo públicamente al final del drama; en Belle Époque ninguna parece ser virgen, salvo la más pequeña, pero ya no lo será cuando la historia termine. La pérdida de la virginidad -y, por lo tanto, de la honra- es uno de los núcleos, sino el principal, de la tragedia del poeta granadino. En la película de Trueba, en cambio, es la conservación de la doncellez, no su pérdida, lo que produce malestar y sentimiento de inferioridad en la moza núbil. No aparece otra mujer joven en Belle Époque. En medio de ellas se instala el soldado que pese a la evocación viril de su anterior ocupación, es la antítesis de Pepe el Romano, todo un «caballo garañón» poderoso objeto de deseo de las cinco mujeres lorquianas, tanto más poderoso cuanto más son obligadas a contrariar y acallar sus instintos. Fernando se comporta menos como mílite esforzado que como el seminarista que ha sido. Tímido, sabe aprovecharse del instinto de protección despierta a su paso. Desde el primer instante se sitúa en el foco del universo femenino que empieza por devorarlo con la mirada como preludio de sucesivos cortejos. Pepe el Romano en cambio es una sombra, un nombre, un retrato, en suma, una ausencia. La lejanía y la prohibición agiganta su aura, reforzada por diferentes atributos simbólicos de lo masculino: siempre en su jaca, se lo adivina recio y temerario amante, profanador nocturno del baluarte moral de Bernarda. Por el contrario, en Belle Époque no sólo el prófugo seduce con recursos ajenos a la tradición patriarcal, sino que en el encuentro sexual con Violeta se disuelve la polaridad masculino-femenino. Amparados en el travestismo de una mascarada carnavalesca, la mujer asume la condición varonil ataviada con el uniforme Fernando, mientras este viste atuendo de fámula, superponiéndose ambos, sin anularla, a la lógica de sus respectivas identidades sexuales.

Así como en Bernarda hay un segundo hombre, Enrique Humanas -otra ausencia, negado y expulsado debido a su condición plebeya- también en Belle Époque ronda otro varón, Juanito. Aunque paradójicamente reúne las condiciones de un buen pretendiente pues es el único que monta a caballo, «ha nacido con posibles» y respeta las convenciones sociales del cortejo amoroso, no deja de ser un personaje entre ridículo y débil, impotente para evitar las trampas o la conmiseración de las mujeres6.

Si bien Fernando tiene un pasado militar, del que conserva, como fetiches, un uniforme y un cornetín con los que cautiva al auditorio femenino, ya se ha visto que es Violeta quien la noche de carnaval restituye al atuendo militar el mítico efecto de acentuar la virilidad. Los encantos del ex-seminarista son muy otros: sabe guisar como los dioses y cautiva con sus manos de cocinero experto no sólo al grupo familiar sino también a don Luis, el cura progresista y republicano, que espera para abrazar públicamente la causa las declaraciones de su amigo «don Miguel», naturalmente, don Miguel de Unamuno.

Un muchacho en medio de cuatro féminas jóvenes y hermosas, una de las cuales, la mayor y viuda, afirma: «las mujeres no podemos vivir sin un hombre. Sobre todo por las noches» (Belle Époque: 78). Pero si no pueden estar sin un hombre, no son mujeres sin hombre, como las de «Bernarda Alba». El varón de la casa seguirá gustosamente, ingenuo aunque cómplice, el juego seductor de las hijas de Manolo. Sin rivalidades y sin solución de continuidad, Clara, Violeta, Rocío y Luz «atrapan» con sus mejores y diferentes artes al dispuesto muchacho. En las labores propias de su sexo nuevamente se distancian de las hijas de Bernarda; en Belle Époque ninguna mujer hace encajes ni corta sábanas; todas son pésimas cocineras: «hemos salido a mi madre» se justifica Clara (Belle Époque: 91). Salvo Violeta, que gusta de la caza, del oficio de leñador y de otros menesteres impropios de su sexo, todas disfrutan de un ocio placentero y despreocupado.

Continuando con los paralelismos, la autoridad no recae en una despótica mujer dos veces viuda sino en un librepensador que ejerce un patriarcado tolerante y comprensivo, indiferente a los lances de honor y a la moral ultramontana. Si como figura paterna es la negación flagrante del prototipo calderoniano, la frontera entre Manolo y Bernarda se ahonda cuando el espectador conoce su extraño estatuto conyugal: no sólo no es viudo sino que comparte una paradójica «relación prohibida» con Amalia, su legítima pero errante esposa, quien sorpresivamente lo visita acompañada de su amante. La divisoria entre honor preservado y honor ultrajado, entre ofensor y ofendido se disuelve íntegramente; es difícil determinar si Manolo es la víctima del abandono de su mujer o el imperturbable burlador de su reemplazante. Los dos papeles se superponen y, de cualquier modo, la grandeza moral del personaje se acrecienta cuando consuela al amante por los justificados celos ante el prolongado e íntimo reencuentro marital.

En otro plano del relato, frente a la ausencia de coordenadas temporales de Bernarda Alba, Belle Époque, como se ha anticipado, proporciona una prolija ubicación cronológica. Así como el drama lorquiano carece de referencias sobre el contexto histórico, en la película de Trueba son numerosos los datos sobre la situación política inmediata que remiten a un reconocible marco histórico: sublevación de Jaca y Cuatro Vientos, declaración de José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala a favor de la república, elecciones de abril de 1931. El pulso de los acontecimientos se da a conocer bien a través de la circulación de noticias que llegan de la capital, bien a través de episodios locales de baja escala que trasuntan la atmósfera agitada de los últimos días de la monarquía: mítines, quema de la iglesia, presencia de la bandera tricolor.

Al contrario de la cristalización del tiempo que impregna el espacio rural identificable como andaluz (español para algunos especialistas) en La casa de Bernarda Alba, que ha llevado a la crítica a hablar de una imprecisión de alrededor de doscientos años, en la película las marcas de época están cuidadosamente prodigadas con rigor documental: el tren, el automóvil y la gramola coexisten con el coche de tiro y el caballo; la rondalla y el pasodoble con el tango pecaminoso y cosmopolita, el «Viva Cristo Rey» con el «Abajo el clero» y «Salud y república». El poblado indefinido de Belle Époque -sólo aparece una referencia a una aldea vecina, Villabuena, topónimo que puede encontrarse en zonas muy dispares de España- está, no obstante, conectado con el resto del planeta: medios de locomoción mecánicos (un magnífico Hispano Suiza), periódicos, rumores y trascendidos, viajeros que vienen de América; todo ejerce de nexo entre el espacio exiguo de la villa con los centros del poder donde se modifica la historia. En un mismo contrapeso afable de tradición y modernidad, los hábitos aldeanos del prostíbulo y el subastado alternan con las citas de Tomas Mann en boca de Manolo y su afición a la pintura vanguardista, de la que es buena muestra un lienzo blanco, acerca del cual se informa, con suprema ironía, que «anticipó un año al del pintor ruso Malevich7».

La aldea de Bernarda Alba está cerrada al mundo contemporáneo como está cerrada la casa de los Benavídez al pueblo que la circunda; pueblo cuyo aislamiento rubrica la geografía, «maldito pueblo sin río, pueblo de pozos» con agua detenida como la existencia. En Belle Époque el río juega un papel esencial en el acontecer cotidiano, por el río pasa la muerte y la vida, allí se ahogó el marido de Clara y allí ella seduce a Fernando; junto al río los protagonistas pasean, se reúnen, comen, se aman.








ArribaAbajoLos artilugios de la memoria

Podrían hallarse otros puntos de contacto entre el texto lorquiano y Belle Époque, aunque probablemente no añadirían nada a las preguntas obligadas en una aproximación crítica que quiere trascender la simple enumeración de correspondencias. Si aceptamos la posibilidad de leer/contemplar el film como una cita-homenaje a García Lorca, y al mismo tiempo, una contraescritura contemporánea de La casa de Bernarda Alba, de inmediato se desata la indagación sobre las razones y el sentido de la glosa. ¿Qué nuevas zonas ilumina, cuál es el humus de la revisión, dónde reside el fundamento muy sólido de recreación tan libre? Por último, aunque la respuesta no afecte el resultado, ¿existió una voluntad deliberada de evocar a García Lorca?

Si la literatura no es una mera traslación de la realidad al lenguaje, sino una construcción simbólica que como tal forma parte de esa realidad, es dable pensar que el drama lorquiano ha contribuido a configurar una representación que no radica en un reflejo, ni en una fotografía, como sugiere el subtítulo «Drama de mujeres en los pueblos de España», dando lugar a incontables equívocos.

Un texto literario se caracteriza por su densidad, su disparidad de voces, su plurisemia; esto es, la lectura estética no está reñida con una lectura que busque ahondar en las relaciones del texto con lo social a partir de dimensiones generalmente veladas, no explícitas, en parte ignoradas por el propio autor. Si bien es dudosamente pertinente leer Bernarda Alba como un documento antropológico acerca del sojuzgamiento de las mujeres españolas, tampoco se trata de una abstracta obra de arte ni de una pura y atemporal simbolización del perenne conflicto entre libertad y autoridad. Sin embargo, puede ser iluminador pensar que el subtítulo Drama de mujeres en los pueblos de España remite a condiciones concretas que el autor estiliza, exagera, convierte en paradigma extremo de la pugna entre sometimiento y rebeldía, entre convención social y naturaleza. La hipérbole como recurso gravitante sacude al lector gracias a la acumulación de todo lo imaginable sobre la dureza y la intemperancia, por la concentración límite de circunstancias y costumbres que, con distintas manifestaciones y de forma independiente, podrían hallarse en muchos pueblos de la Península a comienzos de siglo.

La historia de un texto es igualmente la historia de sus lecturas y del diálogo que establece con la serie literaria en la cual se inscribe. A su vez, da cuenta de creencias e imaginarios colectivos vigentes en el momento en que vive el autor. Desde esta perspectiva, La casa de Bernarda Alba se integra en la discursividad que construyó una España «de pedernal» e intolerante; sombría y cainita8.

Modificadas las circunstancias históricas y culturales, era previsible que se modificaran las lecturas. El horizonte simbólico español de las últimas décadas se ha transfigurado, y con él la amplitud de la mirada. En este contexto, Azcona construye una historia que por su carácter de objeto estético es igualmente densa, plurisémica, abierta a diversas interpretaciones y análisis. En ese amplio espectro de posibilidades, las coincidencias con el drama lorquiano autorizan retomar la línea crítica esbozada precedentemente. Los cambios operados en la mentalidad española después de la dictadura franquista consienten una película -una fábula- que deviene una contralectura de la fábula de García Lorca. Si el poeta granadino construyó una ficción reuniendo y condensando todos los posibles de la intolerancia y el autoritarismo encerrados entre las cuatro paredes de un infierno femenino, Rafael Azcona, José Luis García Sánchez y Fernando Trueba proponen un relato igualmente fabuloso y por lo tanto, igual de real. No es azaroso que cuando Amalia -además de esposa de Manolo, diva cantante de zarzuelas- regresa a la casa familiar después de una larga gira, en una escena entrañable despierta al esposo y a las hijas entonando «En un país de fábula», aria perteneciente a La tabernera del puerto. Así como Lorca reúne materiales de un contexto social rural que conocía muy bien y deja un alegato universal contra la intransigencia y el fanatismo, Azcona realiza la operación de invertir los dogmas de Bernarda Alba utilizando los mismos procedimientos poéticos: una hipérbole de todos los posibles de la templanza y de la convivencia de doctrinas opuestas, donde la tolerancia y la naturaleza triunfan sobre la convención y la norma, el librepensamiento sobre la moral ultramontana, la vida sobre la muerte. Para ello los tres dueños de la idea han incorporado materiales de un período de España muy señalado por lo optimista y auspicioso, eclipsado rápidamente por el tenor de los acontecimientos que se sucedieron en la década del treinta. El momento en que se enmarca el argumento no es pues secundario, en especial si se recuerda que en muchos de sus guiones, en los más notorios quizá, Azcona ha seguido paso a paso los cambios de la sociedad española reciente, y en no pocas ocasiones ha incursionado en la guerra civil, apenas anticipada pero igualmente presente en Belle Époque. En este sentido, los críticos han subrayado su capacidad para conjugar cuadros de un notorio color local con conflictos perennes y universalizables. El predominio del tono cordial de la comedia que domina por sobre los restantes registros, el brillo de los diez premios Goyas y del Oscar a la mejor película extranjera, obtenidos todos en 1992, contribuyen a empañar la gravedad y las reflexiones que se ocultan -como es habitual en las historias del creador del «repelente niño Vicente»- detrás de la risa y la distensión. Como ha afirmado el guionista en numerosas ocasiones, no se siente pertenecer a la clase de creadores que se someten a la ortodoxia de los géneros, por el contrario, sólo concibe su labor en el mestizaje y la fusión. El sopesado equilibrio de grotesco, comedia y drama, subordinados al lirismo de numerosos cuadros evita en esta ocasión tanto la solemnidad y el clímax trágico como el realismo costumbrista.

En una zona en que convergen la poética y los temas recurrentes del autor, el pasado y el presente, los recuerdos individuales y colectivos, en diálogo, como no, con la tradición literaria9, Belle Époque puede entenderse como un ejercicio de memoria signada por ciertas obsesiones del guionista, en especial, los ligados a la libertad, el erotismo y la carnavalización. El propio Azcona ha proporcionado algunas pistas para entender su credo moral y estético: los hombres son inconsecuentes, no saben decir no a tiempo y por eso quedan prisioneros de su debilidad, que en Belle Époque toma el rostro del sometimiento al yugo del matrimonio10. El sexo, la tensión entre erotismo y control, el sometimiento del macho al instinto de la procreación comandado por la mujer (Schopenhauer deja aquí su rastro misógino), constituye uno de sus motivos preferidos. Como queda dicho, la historia de Fernando es una fábula sobre los posibles de la libertad y tolerancia, una contralectura de la tradición del amor regido por normas patriarcales y alimentado por los celos y el deseo de posesión. Fernando disfruta de una idílica belle époque11, hasta que se impone el instinto de la especie y queda sometido a una de las mujeres, en lugar de disfrutar de las cuatro12.

Pero me interesa ahondar en otro nivel de la significación, en una lectura que surge de la clara localización témporo-espacial otorgando una perspectiva política a la ilusión libertaria. Se ha visto que no hay indicios de que el diálogo con García Lorca sea deliberado, cuestión que el propio Azcona rubrica en la entrevista que cierra este trabajo. También queda dicho visto que el guionista riojano no es amigo de apelar al testimonio ni de intervenir políticamente con sus guiones. A pesar de su programa, es igualmente cierto que como hombre corriente, está forjado por una historia y una memoria que conforman su identidad, pero como artista, su particular visión no puede desvincularse de la condición de Homo agens, un portador de memoria (Luengo, 2004: 27). Durante muchos años, la figuración de la II República estuvo conculcada por la memoria oficial de la dictadura franquista, aunque larvadamente los vencidos alimentaran un imaginario que se resistía a la demonización del período republicano. Si la memoria es una conjunción de los recuerdos públicos y privados, Belle Époque es, entre otras cosas, un ejercicio de inmersión en el pasado individual y colectivo: desde esta perspectiva, las elecciones de abril de 1931 no pueden sino operar como un Lieu de mémoire según el concepto de Pierre Nora (1984). Azcona inserta sus simpatías y preocupaciones recurrentes en el marco del advenimiento de la República a la luz de la recuperación y revalorización posibles en la España de los años noventa. El autor realiza un esbozo de las esperanzas que alentaron los partidarios de un nuevo régimen infundido de la fuerza moral, intelectual y política para romper moldes de país arcaico. Mas no se trata de una vindicación clásica, políticamente correcta; en consonancia con su estética atravesada por el carnaval, satiriza y se distancia de los sectores hostiles sin juzgar con altanería ni dictaminar con suficiencia. Puede molestar a algún espectador la risa y la convivencia horizontal de comedia, grotesco y drama, pero Azcona tiene también el talento para manejar el fiel de la balanza, que en Belle Époque pasa por la magnífica estatura del personaje de Manolo, interpretado magistralmente por Fernando Fernán Gómez, en cuya sabiduría, prudencia y disposición libertaria se encarna un contramodelo de los anatemas antirrepublicanos del discurso franquista.




ArribaAbajoEl alba de la república

Decir 1931 significa evocar la culminación de una época de profundas transformaciones científicas e ideológicas gestadas en Europa desde finales del ochocientos. El impulso no se podía doblegar ni siquiera en el seno de sociedades como la española, rezagas en sus procesos de modernización. A pesar de la dictadura de Primo de Rivera, en la década del veinte continuó la acomodación al ritmo de las naciones modernizadas. Según José Carlos Mainer, pese al contraste entre tradición y modernidad que sorprendía a los visitantes extranjeros, nunca España fue más Europa que entre 1918 y 1939 (Mainer, 1981: 180).

En estrecha vinculación con la situación descripta, las fuerzas renovadoras buscaron concretar el proyecto de una sociedad moderna unido a las utopías revolucionarias que marcaron a fuego el siglo XX. La proclamación de la II República simboliza el cruce de ese Rubicón. El relato de Azcona se sitúa en aquellos días de expectación e inquietud, de esperanzas y presentimientos. La acción concluye en ese grado cero de la historia española de este siglo, y las mozas enamoradas no se suicidan, ni el «loco amor» es castigado. Ninguna pareja de novios necesita ya la bendición para casarse porque España ha sido proclamada una república laica.

Las secuencias luctuosas de «Bernarda Alba», en Belle Époque recaen en otros actores y pierden el carácter trágico, modificando así su peso en la producción de significado: central en Lorca, marginal en Belle Époque. El cainismo que asoma en la violencia moral de Martirio contra su hermana Adela cuando le hace creer que Pepe el Romano ha muerto, en la película se desplaza fuera de la acción principal, hacia la grotesca muerte de los guardias civiles, suegro y yerno, que se enfrentan por un «quítame de allí estas pajas». La vindicación violenta del honor familiar mancillado por el salteador nocturno se resuelve con un tiro al aire dado por Violeta, en un pasaje que remeda irónicamente los tópicos de la patria potestad. La figura de la joven lesbiana, esencialmente libre y vital, empuñando la escopeta para bromear fraternalmente a costa de los dos enamorados -en esta ocasión, Fernando y Luz, la hermana menor- recuerda, y otra vez reescribe, la escena en que la viuda de Benavídez, consumando el papel patriarcal, apunta, con intención de no errar, contra el profanador de la honra de su familia.

El suicidio de la hija menor de Bernarda se traslada al indulgente cura Luis, quien esperó inútilmente que Unamuno se manifestara sin ambigüedades sobre los nuevos tiempos que comenzaban, y eligió morir con Del sentimiento trágico de la vida en las manos. Un sentimiento trágico completamente ausente en la película: ni las pasiones desbordadas ni los sentimientos extremos rigen a los personajes; la circunspección domina la única escena amarga del film. Azcona saca La casa de Bernarda Alba de su imprecisión temporal y de su parquedad contextual, invierte sus dogmas, la rodea de referencias reconocibles. Destruye la atmósfera agobiante de la casa de los Benavídez y re-crea el clima auspicioso del que dispuso y aún dispondría Lorca para explorar nuevas zonas del arte y ampliar el territorio moral. Sin embargo, contar en 1992 la historia de un pater familiae, cuatro mujeres casaderas y un joven apetecido por todas ellas, ambientada en 1931, no supone necesariamente la voluntad de actualizar el drama de García Lorca. Por otro lado, sólo una nueva escritura podría contar en los noventa una tragedia como la de Bernarda, y para esto, (¿Borges/Menard diría?) mejor no alterar ni una coma. Pero escribir una historia de mujeres solas en la España de principios de siglo olvidando el cerco opresivo de las convenciones sería una empresa imposible justamente porque existe La casa de Bernarda Alba. Belle Époque sólo puede escribirse sobrescribiéndose sobre el texto lorquiano, mediante un doble movimiento de afirmación y negación; proponiendo otro mundo, a la par que evoca y desmorona al primero. Una forma de citar en las postrimerías del siglo XX al escritor fusilado en el barranco de Viznar es pensar una fábula en espejo, en la cual los valores se invierten y la risa y el goce son incorporados con efectos revulsivos y, finalmente, críticos. El diálogo entre las dos historias las enriquece mutuamente.

La obra de García Lorca comienza y termina con una mujer triunfante que encierra a sus hijas entre cuatro paredes. El relato de Azcona comienza y termina con un hombre solitario, que se resiste a la propia melancolía después de haber lanzado a sus hijas a la vida. Dos estéticas diferentes pero dialogantes y una similar condena de autoridad y el poder. Hoy me sería difícil aconsejar a mis alumnos la lectura de Bernarda Alba sin acompañarla de la proyección de Belle Époque.




ArribaAbajoDiálogo con Rafael Azcona

Una serie de gratas casualidades y buenos amigos me acercaron a Rafael Azcona. Siempre le agradeceré su cordial sencillez y el generoso tiempo que me dedicó.

El comentario inicial de Azcona se dirigió a deslindar taxativamente la función del guionista de la del director: -Para mí los directores son siempre los autores de sus películas- me dijo, para luego recomendarme que me pusiera en comunicación con Fernando Trueba, aunque accedió a charlar sobre Belle Époque después de leer mi trabajo.

Raquel Macciuci [RM].- Jugó el drama lorquiano un papel activo y explícito en el momento de inventar la historia de Manolo y sus cuatro hijas?

Rafael Azcona [RA].- Tu trabajo me ha deslumbrado. Pero la verdad es que ni en ese guión ni en ningún otro me ha pasado por la cabeza la idea de intelectualizar nada. Yo sólo soy un narrador que cuando se pone petulante dice que es un novelista frustrado.

RM.- Deslumbrado. ¿En el sentido de echar luz sobre algo que no se veía pero que estaba ahí?

RA.- No hay otra palabra que exprese mejor el efecto que en mi causó tu texto. Aclaro, si es necesario, que me vi muy favorecido en tu espejo.

RM.- Hablemos de la génesis, del pasaje de una idea concebida por tres cineastas al guión de su autoría. Quizás para usted sea un procedimiento más o menos rutinario, pero en nuestro ámbito el proceso que culmina en un texto escrito suele ser más individual y solitario. ¿Cómo se arma una historia como Belle Époque?.

RA.- Supongo que mi respuesta sólo sirve para el caso que nos ocupa. Y ahí va: Fernando Trueba, José Luis García Sánchez y yo mismo almorzábamos juntos una vez por semana. En uno de esos almuerzos Fernando manifestó su deseo de hacer una película basada en las relaciones de unas hermanas con un muchacho. No recuerdo el proceso que seguimos -porque además de comer, bebíamos, y no tomábamos notas- pero hablando, hablando fue urdiéndose la historia; cuando juzgamos que teníamos el argumento, escribí el guión.

RM.- Si mis extrapolaciones del texto literario a la película no le parecieron peregrinas, ¿encuentra alguna explicación, a partir de sus vivencias, lecturas, imaginario colectivo...? ¿Cree en las casualidades?

RF.- En ningún momento de esas comidas hablamos o nos referimos o aludimos o recordamos a Bernarda, a sus hijas o a García Lorca. En lo que a mí respecta y en cuanto a lecturas, siempre he consumido la literatura -y el teatro y el cine- como consumo la comida: hay obras y alimentos que no me gustan, sin que eso signifique que no los respete -puedo recomendárselo a los otros- y la tragedia a palo seco no es uno de mis platos favoritos.

RM.- De don Luis me ocupo demasiado brevemente y merece más atención. Quizás representa la imposibilidad de los sacerdotes como él de tener un lugar, ni fuera ni dentro de la iglesia, de ahí su decisión final. O porque tenía dos inclinaciones inconciliables, Unamuno y la vida amable y al fin, prefirió la muerte, como Unamuno, que no se suicidó pero hizo suicidar o morir jóvenes varias de sus criaturas.

RA.- El cura, unamuniamo o no, era -esperemos que no lo vuelva a ser- un personaje ineludible en la vida española, y don Luis impuso su presencia. Ahí, en ese personaje, sí se puede rastrear un antecedente: el San Manuel Bueno de don Miguel.

RM.- Mucho no se parecen Manuel Bueno y don Luis. San Manuel nunca come, y don Luis nunca se atormenta por problemas de fe, sí por cuestiones políticas. ¿Cómo funcionó ese antecedente?

RA.- No dije que don Luis fuera San Manuel. Para empezar, en ningún momento de nuestras comidas -ni después, mientras escribía el guión- salió a relucir el San Manuel; dije que, rastreando, podía ser un antecedente del cura de Belle Époque. ¿En que sentido? En el elemental: don Luis cree que la República traerá la justicia a España; por tanto ya no será necesario que los curas -los buenos- consuelen a los oprimidos con la prédica de otra vida mejor. (Quede claro que esto lo digo yo; es posible que Trueba y / o García Sánchez lo interpreten de otra manera).

RM.- Esta pregunta final queda fuera del relato: ¿se salva Manolo del «paseo» en 1936?

RA.- Ni idea. Quizá se muriera antes.






ArribaObras citadas

  • Aguilar, Andrea, 2005. «Ayala habla hoy sobre su biblioteca en la sede de la Nacional», El País digital, 19-1-2005.
  • Aldecoa, Josefina (Selección, Prólogo, Semblanzas, Biografías y Comentarios), 1983, Los niños de la guerra, Madrid: Anaya.
  • Aub, Max, 1965. Campo francés, París, Ruedo Ibérico, 1965.
  • Azcona, Rafael, Belle Époque. Escrita por Rafael Azcona sobre una historia de Rafael Azcona, José Luis García Sánchez y Fernando Trueba, Madrid, Alma-Plot Ediciones, 1992.
  • Gamerro, Carlos y Salomon, Pablo (compilación y pról.). Antes que en el cine. Entre la letra y la imagen: el lugar del guión, Buenos Aires: La Marca Editora, 1993.
  • García Lorca, Federico, La casa de Bernarda Alba, Ed. de Allen Josephs y Juan Caballero, Madrid, Cátedra, 1981.
  • Luengo, Ana. La encrucijada de la memoria. La memoria colectiva de la Guerra Civil Española en la novela contemporánea, Berlín, Tranvía, 2004.
  • Macciuci, Raquel, «La casa de Bernarda Alba: una relectura cinematográfica. Sobre Belle Époque de Fernando Trueba» en Actas Jornadas de Homenaje Dos Centenarios. Generación del 98-Federico García Lorca. Academia del Sur, Buenos Aires, 1999, pp. 181-190.
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