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La educación literaria. Bases para la formación de la competencia lecto-literaria

Antonio Mendoza Fillola



«El texto literario no está acabado en sí mismo hasta que el lector lo convierte en un objeto de significado, el cual será necesariamente plural».


Roland Barthes: Le plaisir du texte. 1974                





ArribaAbajoIntroducción (extracto)

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica.


J. L. Borges, Palabras preliminares a su «Biblioteca del autor», Alianza. Madrid. 1997                


Si aún es necesario insistir en la necesidad de renovar la tradicional idea de «enseñar literatura» es debido a que los modelos didácticos no resultan eficaces ni responden a las necesidades de una formación literaria y personal. La enseñanza de la literatura aún arrastra el peso de una concepción tradicional: «se debe leer a esos grandes autores por su valor formativo (aunque no se vea muy claro qué es lo que forman) y por su función de modelos», palabras con las que García Gual (1996: 5) critica el lastre de preceptos y preconcepciones que debieran estar ya superadas.

La renovación didáctica para la formación literaria ha permanecido anclada en supuestos tradicionales, especialmente trabada en los de orden historicista, en torno a los cuales se han vinculado algunas aportaciones del estructuralismo y poco más. Esta persistencia se debe a la secuenciación cronológica de los contenidos, a las obligadas clasificaciones en géneros literarios y al estudio acumulativo de autores, obras y estilos; sobre este tipo de secuenciación se han incrustado las actividades propias del conocimiento enciclopédico y del comentario/análisis de textos y, más recientemente, actividades de «creación / manipulación / producción» de textos literarios. Desde la proyección del marco historicista, las producciones literarias en el sistema educativo han aparecido como escuetas referencias de títulos, relacionadas con datos sobre la síntesis argumental, con la correspondiente enumeración de abstractos rasgos descriptivos del estilo y con sucintas alusiones a la valoración que el autor y la obra han merecido en el contexto del sistema cultural. Hay que señalar que Todorov (1988) ha matizado la cuestión de la validez de las orientaciones historicistas y formalistas en la «enseñanza» de la literatura; también advirtió que las críticas a los planteamientos tradicionales-historicista y formal/estructural habrían de entenderse como manifestaciones que ponen en evidencia sus limitaciones -en función de la exclusividad con que se usan-, más que su misma validez.

Efectivamente, las aportaciones del formalismo y del estructuralismo así como la misma base historicista refuerzan la comprensión del hecho literario, aunque no pueden ser el único eje entorno al que se organice la formación del lector literario. Así indica Todorov (1988: 12) que «sería absurdo negar la pertinencia del estudio de la historia o de la estructura. Es muy evidente que los textos están dotados de una sutil organización de sus elementos y que estos aparecen en el interior de un contexto social e ideológico cuyo conocimiento es indispensable para la comprensión de las obras». Y aún señala que la causa de este problema suele estar en la transformación de esos saberes personales en explicaciones totalizantes que rechazan cualquier otro aspecto; porque «el análisis textual como el enfoque histórico dejan de lado la cuestión de la verdad literaria» (Todorov, 1988: 12). Según González Nieto (1992), las fases de evolución por las que ha atravesado el tratamiento didáctico, siguiendo su orden de incorporación sobre la base genérica del trazado historicista se corresponde con el siguiente orden: Historicismo > comentario > guión de lectura > animación a la lectura > taller.






ArribaAbajoSobre la necesidad de renovar el tratamiento didáctico de la literatura

En las dos últimas décadas se han revisado los factores que entorpecían la adecuada orientación didáctica de la formación literaria. El modelo para la enseñanza de la literatura que estaba en una «crisis profunda e irreversible», según había anunciado de Federicis (1985) en el Congreso celebrado en Milán sobre la necesidad de renovación ante la situación por la que estaba pasando la enseñanza de la literatura (con pocas diferencias, quizá similar a la situación actual), comienza a asentarse en nuevas orientaciones centradas en el lector y en las facetas de interacción que la recepción y la comunicación literaria necesitan.

Puede señalarse, como primer intento serio para la renovación de las opciones didácticas que mejoraran la formación literaria, la realización, en 1969, del Coloquio de Cesiny, dirigido por Doubrosky y Todorov, en el que se plantearon los problemas que presenta la enseñanza de la literatura (la importancia de este coloquio ha quedado manifiesta por la reedición de sus actas en 1981). En las conclusiones T. Todorov recogía y planteaba las conclusiones, señalando como cuestiones clave: por qué enseñar, qué enseñar y cómo enseñar. A la vez indicaba que «no hay respuestas absolutas. En cambio, hay muy malas respuestas parciales» (1981: 218). A propósito de cómo enseñar literatura, Todorov señalaba que «el problema es el enfoque cronológico-histórico; centrarse en una literatura y eludir las otras; no hay métodos mejores». Señalaba también la necesidad de atender a los que él llama «aspectos internos» que se ocupan de la literalidad / categorías literarias a través de experiencias prácticas; y de las facetas externas, que se refieren a la vinculación de la obra literaria con otros hechos de civilización, cultura, artístico...

Hace tiempo que diversos autores (González Nieto, 1992; García Ribera, 1996; Bordons, 1994; Colomer, 1998; Díaz-Plaja, 2002; Mendoza, 1994, 2002) nos planteamos la necesidad de sistematizar un enfoque y que verdaderamente apunte hacia la formación del lector literario, que ofrezca una finalidad acorde con el planteamiento cognitivo del aprendizaje y con la finalidad propia de la literatura, que de modo más matizado se centre en la «formación para apreciar la literatura» a partir de la participación del aprendiz/lector. En suma se plantea un tipo de propuesta que anteponga la evidencia de que la literatura se puede leer, valorar, apreciar..., a la idea de que es un contenido de «enseñanza». Se trata de perfilar una orientación que muestre la pertinencia de la educación literaria, haciendo explícitos los valores de la obra literaria ante la vista del aprendiz, a través de sus actividades de recepción y formándole para que sepa establecer su lectura personal, o sea su interpretación y valoración de las obras literarias. Para ello hay que revisar, en muchos casos, la concepción de la materia y de la funcionalidad de la materia que tiene el docente, porque de ello depende, consecuentemente, la renovación metodológica que posibilite la formación lecto-literaria.

Un estudio sobre las perspectivas didácticas de la formación literaria habría de partir de la interrogación ¿La literatura como objeto de aprendizaje? La literatura no resulta ser una materia («asignatura») que permita un «aprendizaje» homogéneo y tipificado, a causa de la multiplicidad de variantes que se acumulan en las consideraciones respectivas al autor, a la obra o al receptor. La didáctica de la literatura ha de plantearse que el objetivo esencial y genérico de la formación y educación literaria de los alumnos de un determinado nivel escolar tiene un doble carácter integrador: aprender a interpretar y aprender a valorar y apreciar las creaciones de signo estético-literario. Para ello, las competencias esenciales que habrá desarrollar el alumno se perfilan en dos direcciones:

  1. La que atiende a las competencias que permiten comprender y reconocer las convenciones específicas de organizar y comunicar la experiencia que tiene la literatura, y, consecuentemente, dotar de una elemental poética y retórica literarias.

  2. La que se ocupa del conjunto de saberes que permiten atender a la historicidad que atraviesa el texto, como saberes necesarios y mediadores para poder descubrir y/o establecer nuestra valoración interpretativa.

La educación literaria (educación en y para la lectura literaria) es la preparación para saber participar con efectividad en el proceso de recepción y de actualización interpretativa del discurso literario, teniendo en cuenta que: a) la literatura es un conjunto de producciones artísticas que se definen por convencionalismos estético-culturales y que, en ocasiones es un reflejo del devenir del grupo cultural; b) las producciones literarias también se definen por la presencia acumulada de determinados (aunque no siempre exclusivos ni específicos) usos y recursos de expresión propios del sistema lingüístico y por su organización según estructuras de géneros; y c) el proceso de percepción del significado de un texto literario no es una actividad espontánea, ni el significado es el resultado automático de una lectura de cariz denotativo.

El estudio de la literatura no es el aprendizaje de una sucesión de movimientos, de fechas, autores y obras, ni la simple enumeración de influencias y de «rasgos de estilo». A los alumnos estos contenidos les resultan abstracciones poco evidentes y escasamente asequibles, porque los perciben como contenidos que les son poco significativos y de difícil comprensión cuando aparecen enunciados en un manual, ante esos contenidos/informaciones casi se ven obligados a realizar un acto de fe para aprender en abstracto el peculiar sucedáneo de la literatura que se les ofrece. Este sucedáneo suele estar elaborado con retazos históricos, biográficos y caracterizaciones de escuelas, épocas y géneros, aderezados con opiniones críticas, y todo junto lo perciben como muy ajeno a sus capacidades e intereses. El éxito de la obra de Daniel Pennac (1993) es un ejemplo claro de la generalización de la actitud mencionada; su crítica sobre el tratamiento de la literatura en las aulas ha puesto de manifiesto la exigencia de una reorientación metodológica y de perspectivas funcionales para el tratamiento didáctico de la literatura, que debe fomentarse desde el tratamiento escolar del hábito de la lectura.

En su obra, Pennac establece el decálogo de derechos irrenunciables e imprescriptibles del lector: derecho de leer y el de no leer, el derecho a saltarse páginas, a no acabar un libro, a releer, a leer cualquier cosa, en cualquier sitio, en voz alta o picotear entre sus páginas, para concluir con el derecho de no hacer comentarios. En realidad el decálogo de D. Pennac recoge las facetas habituales y la actividad propia de todo lector ante una obra concreta; pero, por nuestra parte, tienen interés por su alusión para revisar el tratamiento de la lectura escolar. La cuestión está en cómo se da cabida a estos derechos en un proceso de educación literaria, es decir en un contexto escolar. El tratamiento didáctico requiere establecer el planteamiento metodológico para que esos derechos, que fuera del contexto escolar son de espontánea y obvia aplicación, sean comprendidos por cada alumno desde el inicio de su formación lectora.




ArribaAbajo Sobre la función del profesor de literatura

La dificultad definitoria que conlleva la literatura es un hecho que afecta de modo compartido a los teóricos, a los críticos y a los docentes. Los estudios de Teoría Literaria se ocupan de señalar los aspectos genéricos y comunes de la creación artística, que se manifiestan renovadamente en cada producción, en cada muestra surgida de la actividad cultural y estética del hombre y del poeta. Los estudios de la crítica funcionan como pautas y como referencias aptas para ayudar a la aproximación interpretativa. En esta cuestión, es esencial dirimir la disyuntiva didáctica que pueda surgir entre el enfoque, la metodología y el tratamiento didáctico de las obras literarias respecto a la cuestión de si la formación literaria ha de buscar la coincidencia entre los objetivos del lector competente -disfrutar, apreciar, interpretar, valorar- y las bases de la teoría literaria. Es decir, si el objeto de la formación busca la máxima proximidad a las finalidades de la crítica filológica (analizar, sistematizar, justificar...) o si, realmente, el objetivo esencial en los niveles de enseñanza obligatoria y de manera definitiva en los ciclos de Secundaria y de Bachillerato, se concreta en la formación de lectores que comprendan y gocen con el texto -sin que necesariamente haya que formarles como analistas textuales o diseccionadores de textos que buscaran exclusivamente las peculiaridades textuales-. La comprensión del texto ya lleva implícita la aplicación de los conocimientos que intervienen en la práctica del análisis.

En general, el profesor de literatura se ha visto obligado a seguir la línea de cierto eclecticismo metodológico, en ocasiones recurriendo a soportes intuitivos, lo que no siempre resulta totalmente efectivo. El profesorado, ha utilizado las aportaciones de la crítica literaria como soporte de sus planteamientos de enseñanza, de estudio, e, incluso, como referencia para el establecimiento de los objetivos. Por ello, la actividad didáctica ha estado supeditada al influjo y al condicionante de tales aportaciones, de modo que, el profesor de literatura se ha apoyado (explícita o implícitamente) en la exposición descriptiva y en el comentario analítico y valorativo de la crítica, llegando a transformar estas referencias en contenido de aprendizaje, porque se han considerado como criterios de autoridad en la explicación de las obras y en la justificación de estilos, épocas, etc.

Las cuestiones que el docente se plantea ante cómo desarrollar el tratamiento didáctico de la literatura, posiblemente estén en relación con interrogaciones tales como: ¿Los alumnos han de adquirir un nivel básico de competencia lectora? ¿Se ha de pretender formarlos para que sean el modelo de lector implícito que corresponde a la diversidad y a cada una de las producciones literarias? ¿Se les ha de formar para que sean lectores implícitos de las obras de un determinado y concreto corpus literario escolar o de formación? Estos interrogantes surgen ante la diversidad de los saberes que requiere la comprensión, la valoración y la interpretación de determinadas obras, cuya amplitud remite, incluso, a referencias ajenas al sistema literario. Barthes ha señalado esta cuestión, llevándola, incluso, a extremos de valoración. Es cierto que un texto literario puede presuponer (o, en su caso, aportar) conocimientos de amplia y diversificada procedencia, aspecto por el que la lectura literaria resulta especialmente formativa:

«La literatura asume muchos saberes. En una novela como Robinson Crusoe hay un saber histórico, geográfico, social (colonial), técnico, botánico, antropológico (Robinson pasa de la naturaleza a la cultura). Si, por no sé qué exceso de socialismo o de barbarie, todas nuestras disciplinas debieran ser expulsadas de la enseñanza, excepto una, sería la disciplina literaria la que debería ser salvada, porque todas las ciencias están presentes en el monumento literario».


(Barthes, 1978:18)                


La función del profesor de literatura se organiza entre su rol de mediador en el acceso a las producciones literarias, su función de intérprete crítico de los textos, su función de mediador en la exposición de metodologías de análisis y las funciones docentes, que se consideran esenciales, de formador y de estimulador o animador de lectores (Mendoza, 2002). De entre estas funciones, con frecuencia han prevalecido la de presentador del panorama historicista y la de explicitador o comentarista de las reducciones que requerían las desviaciones expresivas y las connotaciones del texto, haciéndolas claras y patentes en el comentario y análisis de textos. Las funciones del profesor de literatura -mediador, formador, crítico, animador, motivador y dinamizador- dependen y se establecen en relación con la misma concepción que el profesor tenga sobre el hecho literario, su valoración formativa de las aportaciones de las distintas tendencias/perspectivas teóricas y, en especial, de los fines que se propone como objeto de su actividad respecto al tipo de formación que considera como más pertinente para sus alumnos. Todo ello está en función de las opciones metodológicas que adopta. El esquema siguiente representa los distintos espacios que enmarcan la concreción de esas funciones.

Esquema de las funciones del profesor de literatura

La función del docente ante los fines de formación literaria y ante los contenidos literarios tiene, esencialmente, los rasgos de formador, estimulador y animador de lectores y de crítico literario. El profesor de literatura estimula los aprendizajes del alumno haciendo que los lectores observen los rasgos específicos, los estímulos que presenta el texto concreto y los efectos que motivan en el receptor. Es decir, su función de agente motivador es la que permite aproximar la función lúdica y estética de las producciones literarias al adecuado grado de conocimiento analítico que prevé la proyección curricular y encaminándolo hacia la faceta de la educación literaria. El ejercicio de estas funciones permite que el profesor equilibre las aportaciones interpretativas de los alumnos suscitadas por la lectura con los conocimientos crítico-teóricos que el profesor aplica con criterios pedagógicos.

La función de la crítica no es sólo la de elaborar un mero juicio, reseña o comentario de las obras, sino esencialmente la de justificar y analizar los conceptos, las ideas directrices o los convencionalismos de época o tendencia literaria que aportan criterios para una interpretación coherente, adecuada, aclaradora. La función del profesor como crítico es la de potenciar una comunicación más inteligente y, sobre todo, significativa con la obra literaria, abriendo nuevos enfoques, sugerencias o perspectivas que incidan en los diversos aspectos de este ámbito de comunicación.

Como crítico, el docente abre líneas de acceso y de aprehensión de la obra a través de procedimientos para acceder, a través del reconocimiento y a la identificación de las cualidades del discurso literario, al terreno del goce estético, que es personalísimo. Cuando el profesor de literatura asume el carácter de crítico-mediador, la información que aporta ayuda a sus alumnos a valorar las creaciones literarias. Desde esa postura también pueden considerarse las aportaciones de los alumnos, como críticos noveles.




ArribaConsideraciones generales

1. Para plantear adecuadamente la problemática de la formación literaria no debiera olvidarse, en ningún momento, que «una obra literaria es un acto (de habla) en cuya definición entran muchas otras cosas, además de su texto, y que este punto nos devuelve a la distinción entre inmanencia y transcendencia» (Genette, 1997: 31). La inmanencia y la transcendencia apuntan a modos de concebir y valorar la producción literaria y, por las mismas razones, pueden determinar un tipo u otro de opciones metodológicas. Cuando se acepta que la «comunicación literaria» es el peculiar efecto de la recepción que el destinatario establece y no sólo de las características discursivas, se plantea la cuestión de perfilar un enfoque para la educación literaria que atienda adecuadamente a construir ese efecto de recepción.

2. Con frecuencia, parte de los contenidos del currículo de literatura se centran en el estudio de las peculiaridades formales del discurso literario y de los rasgos que confieren la cualidad literaria al texto. Aunque la obra literaria no debiera ser entendida simplemente como la hermosa vestidura con que se expresa lo sentimental -subjetivo -y a pesar de la equívoca simplicidad que encierra la idea de que la literatura es el conjunto de texto caracterizados por la hermosa cobertura del mensaje, como Croce había mencionado a principios de siglo- esta sigue siendo, para algunos, una forma esquemática y simple de «identificarla». Obviamente no es aceptable esta idea como punto de arranque de los planteamientos didácticos, porque se sitúa en la faceta más superficial del texto literario. Por otra parte, el concepto de literariedad, con el que los estudios formalistas aludieron al conjunto de características que convierten un texto literario. La búsqueda de esa clave -la literariedad, como una nueva piedra filosofal de la teoría literaria de la primera mitad del presente siglo- no alcanzó el final deseado; fue preciso admitir que no podían aislarse los recursos específicos que confieren la calidad y cualidad de «literario» a un texto.

Es sabido que los recursos literarios del lenguaje figurado, aspecto más llamativo del discurso literario no resultaron ser específicos, sino compartidos con otros usos no literarios del sistema de lengua; como señala Pozuelo Yvancos: «la literariedad fue imposible encontrarla en las figuras literarias de la elocutio; todas ellas tenían su frecuente aparición en mensajes no literarios y había mensajes como el de la publicidad o el del chiste que ponían en juego semejantes estructuras de recurrencia paradigmática en la cadena sintagmática a las que el estructuralismo describiera en la famosa función poética del lenguaje». (Pozuelo, 1995: 55)

3. El análisis explicativo de las peculiaridades del discurso literario es una cuestión que presenta una notoria complejidad didáctica. Ciertamente, si de entre las diversas teorías literarias se hubiera obtenido ya una respuesta definitiva a preguntas del tipo ¿qué es la literatura? ¿qué confiere la cualidad literaria a un texto? o ¿por qué un texto es literario?, el objetivo del tratamiento didáctico de la literatura tendría una orientación más definida de la que actualmente se le atribuye. Pero lamentablemente, como señala J. M. Pozuelo (1995: 55), en el nivel textual no hay propiedades intrínsecas que por sí solas puedan decidir y distinguir la clase de textos literarios de otra clase de textos. Además, ni la intencionalidad del autor ni la del lector individual bastan para conferir la cualidad literaria a las producciones escritas o percibidas. La condición literaria del discurso viene determinada por las pautas de valoración que el colectivo cultural predetermina y establece; sus criterios confirman el valor de producción estética del discurso literario.

4. Sin duda, muchos profesores somos conscientes de la falta de motivación que el alumno, en general, siente por la literatura a causa de su presentación como materia de estudio, con frecuencia aislada de coordenadas e intereses culturales, y, acaso, por una falta de matizaciones sobre la afirmación de que leer literatura es una forma de adquirir cultura. El problema de la desmotivación ante el «estudio de la literatura» no es reciente; las siguientes palabras de G. Torrente Ballester, docente de larga experiencia en esta materia en el nivel de bachillerato, lo muestran. Las referencias al interés particular que puede suscitar alguna invención moderna remiten a una reflexión sobre la pertinencia didáctica del canon establecido y los métodos didácticos:

«La enseñanza de la Literatura, de acuerdo con los programas, fue más difícil y más trabajosa. Era fácil convencerlos (a los alumnos) de la utilidad de la Sintaxis, no así de la Literatura. Tuve que recurrir muchas veces a procedimientos folletinescos para mantener su atención. Ni las aventuras de Ulises ni los problemas de Hamlet les importaban gran cosa. Si acaso algún personaje, algún título, alguna invención moderna lograron conmoverles. Sin embargo, siempre creí en la necesidad y en la utilidad del conocimiento de los clásicos y los expliqué cabalmente ante treinta o cuarenta muchachos y muchachas que pensaban en sus cosas, no en Eneas. Habría que encontrar un procedimiento para que estas historias y estos viejos textos mereciesen la atención y el estudio de las generaciones jóvenes. No de uno sólo entre cuarenta, porque eso sólo se encuentra siempre».


(G. Torrente Ballester, 1994)                


5. La educación literaria forma parte de la formación cultural del individuo. Esta consideración enlaza con el planteamiento didáctico que actualmente se presenta para el tratamiento de la formación literaria, que toma como eje principal la actividad del lector en el proceso de recepción, integrando en él las relaciones entre los sistemas sociales y culturales, los sistemas retóricos y las estrategias del discurso y los sistemas de ritualización y simbolización de lo imaginario que incluye la creación literaria. Es bien sabido que la literatura resulta ser un hecho social y cultural concebido y desarrollado por una individualidad, dentro de un momento histórico, en un contexto socio-cultural determinado. En este sentido, conviene recordar las palabras de U. Weisstein (1975: 33): «Es en un mismo círculo cultural donde hay que buscar aquellos puntos de contacto que la tradición, consciente o inconscientemente, ha conservado en el pensamiento, en el sentir y en las facultades creadoras de sus gentes y que al aparecer casi simultáneamente podríamos denominar courants communs».

6. La activación de los conocimientos de la competencia literaria depende de las características del texto objeto de recepción. Según el tipo de texto, el género, el estilo, la intencionalidad, el tipo de elaboración del uso literario de la lengua, etc., el lector puede aportar en mayor o menor cantidad y calidad sus conocimientos previos. Cuando su competencia literaria es muy limitada se halla en inferioridad de condiciones para interactuar con el texto. Por eso, la libertad del lector depende de la autonomía lectora que alcanza el individuo en la formación específica de su competencia lecto-literaria. Esta cuestión se relaciona necesariamente con la definición que se dé para el lector ideal, entre otras posibles tipología de lector.

7. La idea general que supone un planteamiento para la formación lecto-literaria es la de preparar al alumno para que sea un lector autosuficiente, autónomo, que active y relacione sus conocimientos. Cada obra requiere, apela y precisa la presencia de unos conocimientos específicos en el lector. La presencia de referencias de otras obras en un texto literario ha de hacer considerar el hecho ineludible de que «el texto literario no ha de comprenderse en función del objeto exterior (el mundo, la sociedad, el autor), sino como elemento de un vasto sistema textual [...] La intertextualidad permite pensar la literatura como un sistema que escapa de una simple lógica causal: los textos se incluyen los unos a los otros y cada nuevo texto que entra en ese sistema lo modifica, pero no es el simple resultado de los textos precedentes; es, a la vez, su pasado y su futuro». (Rabau, 2002: 15)

8. Ya sea por los saberes previos, ya sea por el dominio de habilidades y estrategias, la lectura literaria requiere una formación específica. Cuando se destaca la importancia similar que tienen tanto las fuentes literarias procedentes de la propia cultura como las conexiones que se establecen con otras creaciones y con otros códigos artísticos, es necesario que se entienda la sucesión de conexiones interculturales que se dan entre las obras de creación literaria. En los textos literarios se hace patente la contigüidad de relaciones culturales, metaliterarias, artísticas. Y, a la vez, el texto literario se presenta como una unidad semiótica, es decir como un exponente cultural que está condicionado, en su creación y en su recepción, por factores de la cultura en que se inscribe. De ahí la complejidad que confluye en el tratamiento didáctico de la literatura para poder transmitir a los alumnos ideas y conocimientos tan complejos y entrelazados como los que se sugieren en palabras de T. S. Eliot (1962: 173): «Cada literatura tiene unas fuentes que le son propias, profundamente arraigadas en su historia, pero también hay otras fuentes, al menos de la misma importancia, que se comparten con otras literaturas».

9. La recepción se ha convertido en el centro de la atención didáctica, para hacer sentir la literatura como una de las formas en que se organiza y se representa lo imaginario antropológico y cultural y como uno de los espacios en los que las culturas se forman y se encuentran unas con otras. En este proceso participa el lector con su apreciación valorativa de la configuración de un código específico (lenguaje de la obra literaria) y con su identificación de las peculiaridades del discurso literario. En este sentido, T. Eagleton ha expuesto con meticulosa apreciación, los aspectos que inciden en la recepción literaria en el apartado dedicado a «Fenomenología, hermenéutica, teoría de la recepción», en su obra Literary Theory. An introduction (1983).

«Según la teoría de la recepción, el proceso de lectura es siempre dinámico [...]. La obra literaria, en sí misma, sólo existe en la forma que el teórico polaco Roman Ingarden llama conjunto de "esquemas" o direcciones generales que el lector debe actualizar. Para hacerlo, el lector aportará a la lectura ciertas "precomprensiones", un tenue contexto de creencias y expectativas a partir del cual se evaluarán las diversas características de la obra. Al proceder a la lectura, estas expectativas se ven modificadas por lo que nos vamos enterando, de manera que el círculo hermenéutico -el movimiento de la parte al todo y viceversa- comienza a girar. Al esforzarse por extraer del texto un sentido coherente, el lector elige y organiza sus elementos en bloques consistentes, para lo cual excluye unos y anticipa otros más y "concretiza" ciertos elementos en una determinada forma. El lector procurará unir diversas perspectivas dentro de la obra, o pasar de perspectiva en perspectiva para construir una "ilusión" integrada [...] La lectura no constituye un movimiento rectilíneo, no es una serie meramente acumulativa: nuestras especulaciones iniciales generan un marco de referencias dentro del cual se interpreta lo que viene a continuación; lo cual, restrospectivamente, puede transformar lo que en un principio entendimos, subrayando ciertos elementos y atenuando otros. Al seguir leyendo, abandonamos suposiciones, examinamos lo que habíamos creído, inferimos y suponemos en forma más y más compleja; cada nueva frase u oración abre nuevos horizontes, a los que confirma, reta o socava lo que viene después. Simultáneamente leemos hacia atrás y hacia delante».


Eagleton (1983/88: 98-99)                


Cada una de las facetas y aspectos que se mencionan en esta cita tienen interés para ser valorados en una proyección didáctica y formativa que atienda a la actividad del lector, porque en realidad, la formación literaria pasa por la fase básica de la formación del lector, del receptor.

10. Las características de un texto prefiguran las ideales reacciones de un receptor/lector implícito cuyas aportaciones, idealmente, habrían de ser equivalentes en su amplitud a las que ofrece el texto. En este sentido, cuando se pretende la formación de un lector competente -lo que constituye el objetivo de la formación literaria-, se ha tener bien presente la idea que R. Barthes (Le plaisir du texte, 1974: 9-10) precisó sobre la importancia de «la libertad del lector, capaz de soportar la falta de lógica de los textos, de aceptar un lenguaje que no es el suyo, de tolerar la incoherencia de las ideas ajenas y [...] sin embargo denodadamente capaz de obtener satisfacción de ese reiterado viaje a la sinrazón que es penetrar en un texto ajeno».

Desde la teoría de la recepción se ha insistido en que la lectura literaria supone una transformación del lector; explícitamente U. Eco (1983) afirma que «un texto quiere ser una experiencia de transformación para el lector», de modo que tras la lectura sea ya un lector con nuevas experiencias, con nuevos conocimientos. Esta idea puede enlazar con la afirmación de J. Dewey (Art as experience, 1934), «lo estético es considerado como la experiencia básica de todas las funciones más altas en el desarrollo de la vida humana» y, por lo tanto, «la experiencia del arte es la más universal forma del lenguaje y el modo más libre de comunicación». En todo el planteamiento didáctico, quizá conviniera tener muy presentes estas ideas, para enlazarlas con el supuesto de que el texto enseña a leer al lector, para hacer de cada lectura un acto de formación.

11. El placer de la lectura es, precisamente, la consecuencia resultante de la satisfacción de comprender e interpretar lo leído. Comprender es un proceso complejo de asociaciones en el que intervienen factores muy diversos. En la actualidad, aún parece una paradoja el contraste entre nuestra intención de formar lectores competentes y los medios que se utilizan en la enseñanza de la literatura. Quizá, la causa de esta confusión radique en que la literatura exige, además del aprendizaje de ciertos datos y conocimientos externos, la educación de la sensibilidad estética -expresión compleja y difícil de precisar y matizar, soy consciente de ello-; es decir, requiere una formación específica para que el lector sepa establecer su interpretación y su valoración personal del texto. En ello se junta su ineludible actividad subjetiva para apropiarse del significado, de la intencionalidad a través del fondo y de la forma de expresión. En esta doble interacción -apreciación subjetiva y aportaciones de conocimientos-, se diferencia la literatura de las restantes materias del currículum escolar.

12. La formación literaria es la capacitación para la interacción que supone el pacto de lectura que le sugieren el texto y el autor. Los objetivos de la formación/educación literaria se orientan a enseñar a valorar con matices diversos las producciones de cada época; como efecto de esta educación resulta el matizado concepto de lector, como receptor activo, que participa, coopera e interactúa con el texto; en ello está la base didáctica para la educación literaria.





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