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José Marchena y sus Lecciones de filosofía moral y elocuencia (1820): el canon y su desviación

Joaquín ÁLVAREZ BARRIENTOS


CSIC (Madrid)

Entre los que contribuyeron a elaborar un canon de la literatura española en el siglo XIX se encuentra José Marchena, personaje no tan atípico como a menudo se piensa.

En 1820 publicó en Burdeos, mientras estaba exiliado, sus Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, antología en dos volúmenes precedida de un enjundioso «Discurso preliminar acerca de la historia literaria de España y de la relación de sus vicisitudes con las vicisitudes políticas». Este discurso suyo no ha pasado desapercibido a los historiadores de la literatura. El más famoso, Menéndez Pelayo, le dedicó, como es sabido, un importante estudio, en el que además reeditaba algunos de sus trabajos.33

Posteriormente distintos investigadores se han acercado a él para poner de relieve sus valores, desde Pedro Sainz Rodríguez a Rinaldo Froldi o Juan Francisco Fuentes, pasando por otros que no le han dedicado trabajos específicos.34 El modo de ser recibido y juzgado el propio autor indica ya muchas cosas en cuanto a la forma y caracteres que tiene el canon español. Los historiadores del XIX y de comienzos del XX rechazaron su ateísmo e irreligiosidad, para a renglón seguido señalar, a pesar de todo y condescendientes, su erudición, sus vislumbres geniales, su aportación a la cultura española. Ilustran esta actitud las siguientes palabras de Gaspar Bono Serrano: «El abate Marchena, por haber sido incrédulo, no pertenece al reducido número de nuestros poetas de primer orden», pero es digno de ser leído por sus valores literarios (BAE 67, p. 617).

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Marchena se encuentra, pues, en el purgatorio, a las puertas del canon, o de la canonización, porque desde los años sesenta, con los trabajos de François López35 y otros, se ha intentado hacerle pasar el umbral, sin que sin embargo se haya vencido del todo la inercia de los historiadores. Parece como si no fuera «uno de los nuestros».

Pero, ¿cómo contribuyó él a formar ese canon? ¿Se desvió de los parámetros que los historiadores anteriores habían diseñado? ¿Estuvo en la línea de los hispanistas que por entonces escribieron historias de la literatura española? ¿Cuál era su objetivo?

Según el ya citado Bono Serrano, Marchena «falsificó nuestra historia civil y literaria, para aclimatar en España, aunque inútilmente por fortuna, los funestos errores en que él estaba tan imbuido y obcecado» (p. 619). Desde mi punto de vista, la de Marchena es una historia peculiar por personal. Aunque se inserte, sobre todo en algunos aspectos estéticos, en la línea del clasicismo, su perspectiva es personal, dejándose llevar a veces por sus gustos, que, por otra parte, siempre procura justificar. Así se permitió negar valor a las novelas pastoriles porque según su criterio eran aburridas y presentó fragmentos de obras suyas en la antología. En lo que más se ajusta a los principios estéticos del clasicismo es en su negación de la literatura romántica, que sin embargo defendían historiadores contemporáneos como Sismondi y Bouterweck, porque Marchena, partidario de un absolutismo estético, consideraba que las diferencias entre las naciones y las culturas sólo eran de costumbres e índole, lo que no afectaba a las producciones literarias, que, aunque debían mostrar esas diferencias, habían de ajustarse a unas normas iguales para todos, preceptos inamovibles como lo eran las proporciones de los modelos de la escultura griega, que no debían ser olvidados por los escultores modernos (pp. 195- 196).36 Los sectarios de esa «nueva oscurísima escolástica, con nombre de estética» calificaban de «romántico o novelesco cuanto desatino» producían (p. 143).

Sin embargo, su idea de lo que era la imitación, a pesar de aceptar lo abstracto del concepto y de su rigor a la hora de hablar del canon escultórico, no era tan estricta. No sólo señala que las reglas son una ayuda para no despeñarse por las laderas de la creatividad, y que más sirven para enmendar errores que para otra cosa, sino que explicita: «a elogio ninguno es acreedor quien a no quebrantarlas se ciñe, si al mismo tiempo no le dicta su ingenio hermosos pensamientos, osadas y naturales figuras, y todo cuanto las dotes de una obra literaria constituye» (p. 196). Es lo que él llama «imitación liberal», que es en lo que consiste «el verdadero arte» (p. 247). Marchena se sitúa, a este respecto, dentro de los márgenes más anchos que la estética clasicista consiguió en la segunda mitad del siglo XVIII y dentro también de ciertas   -29-   ideas sobre la imitación que se pueden encontrar en preceptistas españoles del Siglo de Oro.

Antes de que Marchena redactara su Discurso en 1819, Luis José Velázquez había escrito sobre los orígenes y periodización de la poesía española, y los hermanos Rodríguez Mohedano, los padres Llampillas, Masdeu y Juan Andrés lo hicieron sobre la literatura española en general. José Marchena se separa del canon propuesto en varias cosas: olvida la teoría climática de la cultura, presente en varios de ellos y de uso habitual durante el siglo XVIII (que sin embargo volvió a emplearse en el Romanticismo, convenientemente adaptada); no considera españoles a los autores que nacieron en la Península en los tiempos del Imperio Romano ni tampoco a los de los tiempos visigodos, con lo que muestra un criterio de nación que tiene que ver con el de Estado y no con la extensión geográfica que pueda haber ocupado un país, y también se aleja de ellos y de otros como Pablo Mendíbil y Manuel Silvela, que publicaron su Biblioteca selecta un año antes, en su consideración general de la literatura europea. Si estos autores procuraron mostrar a Europa el valor y la riqueza de la producción nacional, arrastrando la pesada cadena de la acusación de Masson de Morvilliers y después de italianos como Tiraboschi y Bettinelli, llegando a decir Silvela que España merece un lugar destacado en la «moderna literatura española», Marchena es de opinión contraria o, al menos, muy matizada. Y lo es porque su objetivo, además de ambicioso, es nuevo: no se trata de hacer una apología, no escribe para los eruditos europeos; quiere mostrar si la literatura, expresión del grado de civilización del pueblo, puede desarrollarse en un régimen opresivo y despótico, y llega a la conclusión de que no. Su idea, un poco simplista, es que la Inquisición, el papismo, es la causa de todas las limitaciones y trabas en el desarrollo de la producción científica y literaria. «Con la fundación del santo oficio -escribe- empieza un nuevo estilo en los escritores» (p. 157), que además tiene consecuencias sobre la lengua.

También se aleja del canon anterior en su consideración de lo que es la literatura, concepto que identifica prácticamente con el de bellas y buenas letras, puesto que considera la producción en historia y creación literaria, dejando al margen otros escritos. La tendencia anterior, que ejemplifica sobre todo Juan Andrés, había sido considerar la literatura como todo lo escrito, de manera que se hacían historias reseñando información sobre matemáticas, numismática, etc.

La de José Marchena es, hasta donde yo sé y dejando a un lado el intento de los Mohedano de hacer juntas la historia literaria y la civil, la primera historia de la literatura que funde en su narración política y literatura, porque su ánimo era «entretejer en todo este discurso la historia política con la literaria» (p. 168), y explica muchos de los eventos y de las características de la segunda gracias a la primera: por ejemplo, el desarrollo y florecimiento de la literatura italiana y el crecimiento de su lengua se debió a que se habían «sacudido el yugo de la superstición» y mantenían el «sagrado fuego de la libertad política» (p. 144). En España, sin embargo, crecía «la gloria marcial de los españoles al paso que se disminuía su libertad civil y política» (p. 149). Parte de la obra de Quevedo se explica también por la situación de   -30-   represión política, mientras que la narración de la historia de España, hasta que se pensó en rescribirla ya en el siglo XVIII, además de reducirse a batallas y arengas increíbles, estaba trufada de mentiras y silencios provocados por el miedo al Santo Oficio:

Figúrese el lector con qué precauciones tenían que hablar los historiadores de España de cuanto con las usurpaciones de la potestad eclesiástica estaba conexo. Las continuas competencias del clero con la autoridad real y con los privilegios de la nobleza; la liga de unos y otros cuando de avasallar y oprimir al pueblo se ha tratado, parte tan importante de la narración de los sucesos de las naciones de Europa, en balde es buscarla en nuestros historiadores. Españoles fueron todos cuantos imaginaron y fundaron el más funesto instituto que ha afligido el linaje humano, el de los frailes jesuitas; y si Quevedo en su historia de los Monopantos, y Palafox en sus doctos y piadosos escritos se esforzaron a mostrar los males que de la existencia de esta guardia pretoria del papismo, difundida por todo el universo, redundaban, en breve la persecución embargó la lengua de estos buenos patricios y sepultó sus escritos en un hondo olvido.


(p. 158)                


Declaraciones como esta le hicieron pasar entre los historiadores posteriores por volteriano e incluso por «sátiro de las selvas» (BAE 67, p. 617), pero Marchena sólo quería hacer ver, sin desdeñar la caída en el exceso, «cómo el estado político de la nación ha influido en el literario» (p. 188), y cómo se escribe lo que permite el poder.

Hubo otros intentos de escribir historias literarias trenzadas con la política: Moratín lo hizo después en sus Orígenes del teatro, Casiano Pellicer en algún momento de su tratado sobre el histrionismo, pero creo que Marchena fue quien desempeñó el objetivo con más solidez, intención y preparación, poniendo ejemplos en todos los géneros, no sólo en el teatral.

Si su historia literaria se separa del canon en estos aspectos señalados, también se separa en cuanto que antología de las que antes compusieron López de Sedano, García de la Huerta, Capmany, Quintana y Ramón Fernández, y desde luego, en parte, de la de Mendíbil y Silvela, aunque con ésta existen ciertas coincidencias de ordenación e ideas (como el rechazo de los gobiernos despóticos), que denunció el editor de Marchena, Beaume, pues consideraba que los dos exiliados se habían aprovechado de ideas suyas expuestas en conversaciones previas. El objetivo moral, ingrediente necesario para Marchena, no está presente en las anteriores antologías, ni las estructura ni dirige el criterio de selección, aunque sí pueda orientarlas el de buen gusto. Naturalmente, el concepto de moral de José Marchena, que tiene que ver con el de moral natural, no se engarza con la idea de moral tradicional, aunque sí hay que vincularlo a los modernos avatares del concepto en los años finales del siglo XVIII.

Las peculiaridades de su obra tienen también que ver con la valoración que hace de autores cercanos a su tiempo o casi contemporáneos. De éstos incluye en la antología a Isla, Iriarte, Samaniego, Moratín y a sí mismo. Pero habla de muchos otros   -31-   en su discurso, como de Cadalso, al que elogia, aunque reconoce que no pudo desarrollar sus capacidades por tener los pies lastrados con grilletes (p. 185). Sin embargo, y en general, rechaza la producción literaria de casi todos sus contemporáneos. Por ejemplo, en el caso de la tragedia, sólo considera importantes la de Nicolás Moratín y la suya, Polixena, de la que incluye varios fragmentos.

En lo que sí está Marchena dentro del canon o de la tradición forjada por sus predecesores es en la escasa valoración que hace de la literatura medieval, en la poca atención al Poema del Cid, en considerar la Celestina como obra de teatro y, desde este punto de vista, como deficiente, en apenas atender a Gracián. Y, desde luego, en la selección y valoración de autores del Siglo de Oro, aunque tenga sus más y sus menos con fray Luis de Granada y otros. Significativamente, como Moratín, como Estala, pero también como Menéndez Pelayo después, prefiere a Lope frente a Calderón (al que había atacado desde su periódico de juventud El Observador).

El «Discurso preliminar» de José Marchena fascinó a muchos intérpretes de textos de fe católica, tanto por sus conocimientos como por la desfachatez y libertad con que el autor se expresaba. No dejaba de ser un testimonio agresivo de alguien que había pertenecido al orden correcto, al menos durante un tiempo, y que rompía los controles institucionales de interpretación de la obra literaria al proponer otras lecturas, otros autores, o los mismos pero por razones distintas. Actitud que hizo exclamar a los bien pensantes como el ya citado Bono Serrano que el «Discurso» «está escrito con saña verdaderamente volteriana», con impiedad y cinismo, cuando su objetivo debía haber sido simplemente recomendar a la juventud las joyas más preciadas de nuestra literatura, como por otra parte hizo «con mucho acierto» (BAE 67, p. 619). A casi todos los historiadores les sobra el lado político de su discurso.

Pero en realidad eso es lo que hizo el mal llamado «abate Marchena»: recomendar, desde sus principios morales, aquellos autores y fragmentos que contribuían en su opinión a mejorar al hombre, pues ese era el objetivo de la literatura y el suyo propio, claramente didáctico.

No diferenció Marchena estilos a la hora de escribir ese prólogo a sus Lecciones. Salvo en el empleo de cierto hipérbaton latino, que dificulta la lectura, el tono del sevillano es similar al de sus escritos en periódicos y polémicas. Si esto es así, se debe a que para él una obra literaria no era un adorno ocasional o algo de importancia menor: era un reflejo de la cultura y del nivel de educación y urbanidad de la nación. Por aquí se explican también sus ataques reiterados a la ignorancia de los nobles y de los poderosos que debían, sin embargo, apoyar las letras y ser ellos mismos ejemplo de educación y bien decir. Queda claro tras la lectura de su trabajo que el despotismo no favorece el desarrollo de la cultura (menos aún el de las ciencias). En sus páginas son atacados prácticamente todos los reyes y gobernantes españoles, que, si no son ignorantes, son caprichosos, supersticiosos o libertinos. Desde los Reyes Católicos, que se llevan una buena andanada, hasta Carlos IV y Godoy, todos reciben su parte. Pero también, como digo, los nobles, que a su vez son culpables: «Nuestros Grandes de España, unos viven en compañía de toreros,   -32-   carniceros y gitanas; otros entre inquisidores y frailes; figúrese el lector cuál es su urbanidad, cuál su finura de trato» (p. 175. La cursiva es mía).

De manera que la literatura española adquiere sus características, groseras y vulgares por lo general, porque se encuentra constreñida por dos fuerzas opresoras: una, la Inquisición y la Iglesia, que censura temas, propuestas, enfoques e impide la innovación y el desarrollo; otra, la grosería y ordinariez de las clases poderosas, culpables del exceso de sal gruesa (andaluza, la llama él) que sazona la producción literaria nacional y que fuerzan una forma de escritura. Difícil será, por tanto, que la literatura española se escape de esas condiciones, si quienes dirigen el país ni están civilizados ni tienen urbanidad. Como señalaron otros, como escribiría el mismo Larra poco después, la literatura era el termómetro que mostraba el grado de civilización del país. Sin embargo, a pesar de todo, ahí están esos testimonios que pueden servir al lector, que se escapan de la tónica general.

La de Marchena parece a veces una historia de nuestra cultura hecha desde la perspectiva de la leyenda negra. No participaba de las novedades románticas que otros historiadores ya asumían, pero su discurso personal y directo, sin dejar de causar interés entre los eruditos, no fue utilizado por éstos porque él mismo se encontraba más fuera que dentro del canon. Pero, si canon es hacer una lectura intencional del pasado, entonces hay que reconocer que José Marchena contribuyó a la formación de uno, que contaba con una base moral y estética muy definida, determinada por la naturaleza y el clasicismo, que al mismo tiempo otorgaba a la literatura un papel fundamental en el desarrollo del individuo y un valor nacional evidente. La cultura, sobre todo desde el siglo XVIII, era un activo que los países negociaban como cualquier otro.

Pero esa lectura del pasado era también una apuesta de futuro:

Salgan nuestros lectores más justos, más tolerantes y mejores de las escuelas de estas Lecciones, aficiónense con ellas a la libertad, a la razón, a las leyes iguales y justas, y saldrán ciertamente más instruidos en la oratoria, la cual no es otra cosa que el arte de hablar bien, junto con la práctica de bien obrar.


(p. 242)                


Quintiliano y Cicerón no lo habrían dicho mejor.



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EL Álbum de literatura isleña en el canon del romanticismo en Canarias

C. Yolanda ARENCIBIA


Universidad de las Palmas de Gran Canaria

Desde hace unos años venimos asistiendo a la reiteración del tema «canon literario» como problemática que demanda atención. Al respecto, no podemos menos que recordar la provocación en forma de libro que lanzó Harold Bloom en el 94 (El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 1995), una propuesta hacia la que llegué a sentir cierta prevención por las polémicas de todo signo que la rodearon, pero cuya lectura me interesó profundamente hasta sintonizar con el autor y el canon (o «catálogo de libros preceptivos, de todos los tiempos») que proponía, en cuanto estaba concebido desde dos supuestos: la autonomía de la estética y el placer de la lectura sobre cualesquiera otros condicionamientos literarios; y la consideración de la crítica como ejercicio derivado de un intenso amor por la lectura y la escritura. Me sentí identificada con él -repito-, pese a lamentar las limitaciones de diversos tipos de los títulos que Bloom establece como «canónicos». Como sabemos, tras la resonancia crítica de ese libro han ido proliferando cánones-catálogos, más o menos caseros, interesados o minimalistas. Y, tal vez, cierta hipersensibilidad por «cerrar asuntos», surgida ante el próximo fin de milenio, ha contribuido a sentir la necesidad de ir estableciendo cánones más o menos orientadores.

Así, aceptando como acepción del concepto «canon» la del crítico A. S. Byatt, a propósito del libro de Bloom («Forman el canon aquellos escritores que todos los demás escritores tienen que conocer y mediante los cuales deben valorarse a sí mismos») entraré en la cuestión de este trabajo. Me interesa puntualizar el tema desde el prisma de una época determinada; y a este propósito me han sido útiles unas páginas de Alda Blanco que introducen un estudio de crítica feminista37. En efecto, pienso con la investigadora que es tarea primordial de la crítica la recuperación de aquellos escritores marginados o excluidos de la historia literaria, por razones diversas; primordialmente, para lograr así la rescripción de un canon literario completo (casi cuestión de justicia literaria), y aunque suceda que ese reencuentro con el escritor   -34-   olvidado o preterido sólo sirva para comprobar desde los textos cuáles están bien situados allí en el limbo del olvido en que se encuentran.

Apuntadas las premisas para entrar de lleno en materia, voy a aportar mi grano de arena dialéctico al objetivo de este encuentro con referencia a una publicación poética prácticamente desconocida del XIX canario: la antología titulada Álbum de literatura isleña.

Casi una asignatura pendiente es el estudio de la literatura del XIX en las islas Canarias. Si podemos afirmar que no es, indudablemente, el Romanticismo español la etapa más rica en bibliografía específica sobre todo en comparación con la paralela europea, como ya señaló J. L. Alborg38 (y a pesar de muy valiosas aportaciones recientes sobre la materia39), sigue siendo una realidad evidente que la mayoría de la bibliografía general existente apunta a señalar los caracteres del movimiento y la singularidad de éste desde planteamientos globales que suelen tener a Madrid y lo que puede considerarse el centro de España (en segundo término, Barcelona) como punto de mira. Y, lógicamente, tienden a generalizar desde aquella realidad. Se trata de una actitud y una perspectiva, por otra parte, legítimas, en cuanto a que el centro de España aglutina (sobre todo, aglutinaba) lo que puede considerarse el conjunto español. Sin embargo, el estudio de la realidad del movimiento y de los hombres que lo protagonizaron en la periferia de la cultura española puede aportar interesantes datos para una mejor, más justa y, desde luego, más amplia perspectiva40.

En cuanto a la cuestión en Canarias, podemos decir que aunque la investigación especializada sobre la realidad literaria en el archipiélago se ha incrementado mucho en los últimos años, la realidad de las publicaciones indica que esa atención   -35-   investigadora ha preferido atender parcelas consideradas más atractivas. Muy pocos trabajos se han dedicado rigurosa y específicamente al siglo XIX canario, y ninguna monografía se ha publicado sobre poesía del romanticismo en Canarias. Sin duda, ha funcionado para el romanticismo canario, por extensión, el mismo estigma que Alborg41 señalara para el español: la realidad de una «muy escasa estima» de modo que «la apreciación global es, en sustancia, adversa». Adversa, en efecto, y apriorísticamente, añadimos nosotros para el caso canario. Creemos que el problema radica en aproximarse a un análisis crítico desde perspectivas equivocadas que no consideran convenientemente las circunstancias que motivan los textos y que deciden los parámetros que los mediatizan.


La época romántica en Canarias

La época romántica en Canarias no puede menos de reflejar -matizados por la lejanía y la situación social- los rasgos que caracterizan la situación en el resto de España; la situación política y la social. Y, como el resto de España, conoce también Canarias un hecho fundamental: el desarrollo de la prensa periódica, que afirmaría la difusión de la literatura. Allí como en el resto de España, el siglo XIX es, por excelencia, el de la explosión de las publicaciones periódicas: revistas y periódicos de corta vida que son empresas aglutinadoras de individuos de ideas afines nacidas al impulso de una tendencia política, de una inquietud cultural o social.

El estudio de la realidad de esa prensa nos permite afirmar que las islas despertaron al periodismo y a la conciencia de sí mismas (que ese periodismo permitió difundir y corporizar) en una etapa que coincidía con la efervescencia en España de ese fenómeno complejo que llamamos «romanticismo». Sin duda, todo va concatenado: a) la Constitución de Cádiz había permitido la formación de la Junta Provincial de Canarias, y con ello cierto reconocimiento administrativo; b) la minoría intelectual de las islas inicia una madurez que le exige voz propia y personalizada; y c) algunos de los hitos de lo que podríamos llamar «filosofía romántica» apoyan y refrendan esa inquietud: la afirmación del «yo», de lo propio, de lo cercano; la indagación en las raíces para reafirmar los cimientos desde los que la propia personalidad se asienta; el despertar de una conciencia crítica que aúna las loas patrióticas indispensables en la época con el apuntar literario de la revisión social.

Como en todos sitios, la literatura cumplió un importante papel en la prensa periódica canaria del XIX42: era materia «ilustrada e ilustradora» por excelencia que, además, abría la recepción de la publicación a un público más amplio; el femenino,   -36-   por ejemplo. Los anuncios de las novedades literarias, los comentarios ensayísticos sobre cuestiones de pensamiento o filosofía, los «remitidos» de publicaciones nacionales sobre actualidad literaria o estética, etc., son lugar común en los más destacados de los semanarios.

Aunque entre la literatura de creación que aparece en la prensa no escasea la narrativa, la expresión literaria de la época es por excelencia la poesía; que no falta en casi ninguna publicación. Por varias razones: 1) por el formato espacial característico del género, que permite la inserción fácil en las páginas de la prensa; 2) por el agrado general del público hacia él, lo que aumenta las posibles ventas; 3) por la oportunidad que la poesía ofrece de estrechar lazos entre el periódico -sus pocos redactores- y el público receptor (casi una relación cómplice), merced al reconocimiento de los temas de siempre que la lírica sabe condensar. Y sobre todo, por algo de especial interés que la realidad de los textos indica: 4) que en la sociedad reducida y cercana que era la canaria de la época, la poesía en la prensa cubre una importante parcela del diálogo social. Efectivamente, en la prensa se dan a conocer los poetas noveles, que esa sociedad celebra como propios porque son en buena medida los «voceros» cuyos motivos son los cercanos a esa sociedad, que los entiende y los demanda. Y la sociedad «paga» a ese poeta con el respeto, con el reconocimiento expreso, con la consideración hacia el que es capaz de asumir y de representar el difícil papel de portavoz espontáneo.




El Álbum de literatura isleña

El Álbum de literatura isleña es -cronológicamente- la primera antología regional que se publica en las islas. Nació con el fin de cubrir la parcela literaria del periódico eminentemente político La Reforma, tras la absorción en sus páginas de la Revista semanal, de intención cultural y literaria43. Así, a partir del 2 de octubre de 1857, una serie de textos poéticos inéditos fueron apareciendo en La Reforma, al margen de sus cuatro páginas y en entregas semanales, para conformar esta providencial antología, que llegó a tomar forma de libro. El imprevisto cierre del periódico, a finales de abril de 1858, acabó con el proyecto.

Fueron sin duda los preparadores del texto los redactores del periódico, con el discutido literato Carlos de Grandy44 a la cabeza, quien firma el texto inicial del libro.

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La publicación se abre con un texto en prosa dirigido «Á LOS LECTORES» que, en elaborada retórica de eco dieciochesco, justifica la oportunidad y las razones de la antología con motivos sociales que van más allá del mero recopilar de poemas: a) ejemplificar y emular a la sociedad, rescatando del posible olvido textos idiosincrásicos45; b) ofrecer a las publicaciones un medio más imperecedero que el periódico; y c) reunir y difundir textos propios de las islas46.

Inicia el Álbum... una laudatio en prosa del compilador Grandy (pp. 7 a 13) dirigida a un patricio canario recientemente fallecido que fue destacado militar y entusiasta defensor de lo que De Grandy llama «el bien de su país»: «Recuerdos de d. Francisco María de León y Falcón», se titula. La presencia del cuidado retrato de De León al frente del álbum no es ociosa: su personalidad y su biografía, que preside la publicación a modo de lema, añade un ejemplo humano, vivo y real, a los poéticos, puesto que éste personifica los ideales ilustrados que motivaron la publicación del libro. Para completar el homenaje, a León y Falcón se consagra la primera composición de la antología. El Álbum... como antología unitaria lleva fecha de 1857. El título alude a la realidad de compilación de composiciones poéticas que representa, y sin duda está inspirada en la extendida moda del álbum romántico, aunque se aleje del tono más generalizado de estas colecciones. Se trata de una gavilla de 17 composiciones de 14 autores diferentes (todos locales y actuales) que reflejan muy variados temas, tonos y registros, y que contienen muy desigual interés y significación. Estos autores son, por orden morfológico: Rafael Bento y Travieso, Mariano Romero, Amaranto Martínez de Escobar, José Plácido Sansón, José Manuel Marrero y Quevedo, Claudio F. Sarmiento, Ventura Aguilar, Alonso de Lara, Fernando Cubas, Juan de Melo, Ricardo Murphy y Meade, Fernanda Siliuto, José Benito Lentini, Rafael Martín Neda, y Manuel Marrero Torres. Algunos de estos autores son hoy prácticamente desconocidos porque sólo dejaron obra poética en prensa, y ésta escasa (Alonso de Lara, José Manuel Marrero y Quevedo, Fernando Cubas, Juan de Melo, Claudio F. Sarmiento); otros, aunque no llegaran a editar obra completa,   -38-   mantienen una presencia más amplia en la prensa de la época, y hasta se conserva de algunos de ellos obra manuscrita en centros de documentación (Rafael Bento, Mariano Romero, Amaranto Martínez de Escobar, Fernanda Siliuto); por fin, algunos de ellos han dejado obra publicada, lo que permite un conocimiento más cabal de su relevancia como poetas (Ventura Aguilar, Ricardo Murphy, J. B. Lentini, R. Martín Neda, J. Manuel Marrero Torres y José Plácido Sansón).




Los poemas y sus autores. A) Los menos conocidos.

«A un ombú», de Alfonso de Lara.

Poco conocemos de la creación de Alfonso de Lara salvo algún poema suyo que hemos podido recopilar en la prensa: como este que recoge el Álbum...; otro («La constancia») que aparece en El Ómnibus, (n.º 220, 16-9-1857); y un tercero que vio la luz en El eco del Comercio bajo el título de «A mi madre»47.

En «A un ombú», Alonso de Lara traza un convencional cuadro de languidez romántica para cantar el diálogo entre naturaleza y poeta (aquélla como refugio del amor), con resultados que calificaríamos de poco afortunados. Se compone el poema de 10 serventesios que armonizan el tema en dos unidades de cinco estrofas: las primeras estrofas presentan el motivo central, que ve su desarrollo en la segunda, mediante el diálogo poeta-naturaleza (árbol, en este caso) del que surge un «ella» evocado desde la nostalgia y el deseo.

«Sátira» de J. M. Romero y Quevedo.

Desconocemos la fecha cierta del nacimiento de José Manuel Romero Quevedo; pero sabemos que falleció en Cuba, en 1882. Fue poeta muy imbuido de los aires románticos que sólo publica en periódicos de la época y que estuvo especialmente ligado al primer periódico libre que apareció en Gran Canaria, el semanario El porvenir de Canarias48.

La «Sátira» de Romero y Quevedo (dedicada «Al señor Don Manuel Ponce de León. Pintor de cámara de S. M.») es uno de los poemas más interesantes de la antología. Aparece con lema de Tomás de Iriarte49, y plena del aire dieciochesco y la intención que animaba las fábulas de aquel célebre autor: ejemplificación intencionada y didactismo encubierto. En la composición de Romero el tema adquiere modernos y desenfadados tonos de sátira que contrastan con la envoltura formal en que aparecen (perfectos tercetos encadenados). A partir de dos atractivas estrofas   -39-   introductorias («¿Quieres, Fabio, pasar por un Coloso/ y lucir en las artes con más brillo/ que Febo entre su disco esplendoroso?/ Pues voy a darte un método sencillo/ que en el mundo aprendí, y al escucharlo/ no te pongas ni blanco ni amarillo»), se traza un cuadro irónico pleno de consejos de doble intención para triunfar en literatura, en música, en pintura, en escultura, en arquitectura: son consejos comunes, preferir siempre lo ajeno a lo propio, mostrarse petulante y engreído, o despreciar lo cercano y lo popular. Nos interesan ciertos atisbos críticos, tímidos y algo confusos, respecto a la nueva actitud romántica; lo que quiere significar que se la conocía, que se la comentaba y que se la cuestionaba: como el gusto por el drama complicado y la poesía agitada, o el desdén por la tragedia o por lo popular:


Y si á las Musas aplicado fueres,
abónate en el templo de Talía,
y hallarás es el drama los placeres:
Y al escuchar la dulce Poesía
en boca del Histrión que representa,
exclama que la escena es algo fría.
[...]
Manda la tragedia enhoramala,
y di que tan sólo los franceses
son de la escena el ornamento y gala.
Si el autor arrancare muchas veces
los bravos de aquel vulgo que lo admira,
tus silbidos auméntale con creces.



La composición de Romero está animada de aires más dieciochescos que románticos. La fecha de su aparición (bien tardía respecto a aquel movimiento), la variedad y el atractivo de su contenido y la singularidad del tema respecto al resto de la colección confieren especial interés a este poema de Romero y Quevedo entre el general de los del resto del Álbum...

Los poemas de Fernando Cubas.

Dos poemas registra el Álbum... de Fernando Cubas, poeta de quien muy poco sabemos. Formó parte de la redacción de La Reforma, y, por consiguiente, del Álbum... En la Revista semanal publicó tres poemas; entre ellos «La Deprecación» (n.º 4, 22-3-57), uno de los que ahora recoge la antología. El otro se titula «El lirio y la fuente». Ambos poemas, muy distintos ambos en tema y en tonos, se vierten en la misma forma métrica: sextetos agudos y plurimétricos formados con alejandrinos y heptasílabos (14A 7- 7c agudo 14A 7- 7c agudo).

«El lirio y la fuente», es un atractivo poema estructurado en 20 sextetos agudos plurimétricos. El claro lirismo del poema se desarrolla con concesiones épicas para desarrollar en las 15 primeras estrofas una narración metafórica de amores desgraciados cuyos protagonistas son los dos elementos del título y la luna. Las últimas 5 estrofas   -40-   trasladan el contenido metafórico a la realidad amorosa del yo enunciador. Lo más atractivo de este poema de Cubas es la acertada conjunción de los tonos clásicos del relato amoroso en el marco natural, junto a un especial hálito poético patente en la expresión de sentimientos de nostalgia y de dolor, que son propias de un depurado romanticismo que podríamos calificar de becqueriano (pre-becqueriano, claro).

El segundo poema de Fernando Cubas -aparece el penúltimo en el orden de esta antología-, «Deprecación a Dios», transparenta su homenaje a José Zorrilla mediante un lema de este poeta que, casi a modo de glosa, introduce y remata el texto. Desarrolla el poema una llamada a la inspiración que permita el canto cualificado del poeta: en las siete primeras estrofas los elementos recurrentes del apóstrofe poético son los recuerdos, los fantasmas antiguos, los ensueños, etc. En las restantes seis estrofas (la última, la de Zorrilla), es Dios el término de la invocación poética.

La «Oda a Cuba» de Juan de Melo.

Juan de Melo fue político grancanario que dejó constancia en la prensa local de su vocación de poeta. Así en La asociación (periódico grancanario que se publicó con altibajos entre el 2-9-55 y el 20-7-56), en El Omnibus y en La Reforma (n.º 6- 12-4-57). El poema de Melo que recoge la antología, «Oda. Cuba en medio del Océano», descansa en un motivo patriótico y está dedicado a otro destacado político grancanario, D. Antonio López Botas. Con inspiración cercana a la más característica del poeta latino Propercio (dos de cuyos versos sirven de lema al poema) y a caballo de lo que llegará ser el tratamiento de lo mitológico entre los mejores modernistas -desde Rubén Darío al más cercano Tomás Morales-, Juan de Melo desgrana una silva de 177 versos, rica en endecasílabos50, para lanzar un canto de fervorosa sonoridad a la isla de Cuba. Dentro de la majestuosa gravedad general del tratamiento temático, las distintas unidades de contenido, permiten interesantes variaciones tonales. Comienza el poema con intención predominantemente descriptiva y de tonos épicos evidentes (una primera unidad constituida por los 77 primeros versos); en la segunda parte (que abarcaría los 100 versos restantes), la descripción adquiere tonalidades de loa fervorosa en la que la presencia del apóstrofe lírico -el «tú» poético- añade tonalidades de himno mientras consigue acercar emocionalmente el tema.

«El marino» de Claudio F. Sarmiento.

Para subrayar la variedad de los poemas contenidos en el Álbum..., valga la composición «El marino» de Claudio F. Sarmiento (1831-1905), autor dramático, poeta, novelista y actor cuya obra poética aparece dispersa en publicaciones de la época.

Como no podía dejar de ocurrir, ya quedó indicado que es Espronceda uno de los patriarcas del romanticismo canario, y «El marino» es uno de los ejemplos claros de ese magisterio. Se trata de una composición compuesta de 13 serventesios rotundos, sonoros, tan ricos en rimas agudas y en imágenes de una naturaleza agitada (especialmente marina) como en invocaciones a la libertad, a la arrogancia, al valor   -41-   del héroe: tema y tonos, pues, muy cercanos a la más que conocida canción que Espronceda dedicara al célebre pirata. Se trata, sin duda, de una imitación de Sarmiento desde la admiración al maestro. La originalidad del poeta canario consiste en la reelaboración del tema hacia la propia realidad de su yo poético dolorido en las estrofas centrales del poema, para contrastar aquélla cantada por Esproceda con su existencia mediocre y aislada:


Salud! Sigue tu sino!...quien mis lares
pudiera abandonar en mi orfandad,
por sentir á mis pies bramar los mares
Y en mi frente rugir la tempestad!
También aliento un corazón altivo
y arde en mi pecho el faro de la fé,
y la estrechez me ahoga en que yo vivo
y en tu salvaje libertad, soñé.
[...]
Yo cambiara mi estrella por tu estrella,
diera mi ser por tu robusto ser,
para dejar perdidos tras mi huella
la opresión, el orgullo y padecer.






Los poemas y sus autores. B) Los que dejaron obra más amplia o impresa

Los poemas de Rafael de Bento y Travieso.

Abre la antología un soneto «de circunstancias» de Rafael Bento y Travieso (1782-1831); del mismo autor sigue una oda en forma métrica de silva estanciada, y aún se registrará un nuevo soneto, páginas adelante. El hecho de que figuren tres composiciones de Bento en la colección -único caso- está en la línea que la Revista semanal ya citada se había propuesto de recuperación de su figura en el marco de «recuperación general» que se proponía todo el Álbum... Carlos de Grandy había insertado unos «Apuntes biográficos sobre don Rafael Bento y Travieso» en aquella publicación (n.º 19, 5-7-57); y El Ómnibus se había adelantado publicando un poema del mismo Bento precedido de un breve texto que indicaba la intención de «[dar mejor] idea del vate canario que muchos sólo conocíamos por el nombre» (n.º 54, 5-12-55, 1855).

Bento y Travieso (curiosa y desenfadada personalidad, que va de aprendiz de cura a militar liberal sin abandonar la pluma y sin soslayar algún roce con la Inquisición51) es autor que se forma en los parámetros del XVIII y escribe entre este siglo y el primer tercio del XIX.

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Es Bento autor de unos pocos poemas editados (todos «de circunstancias»), de una comedia en tres actos y verso titulada La recompensa del amor, y de una considerable cantidad de otros textos que fueron redactados entre 1872 y 1879 (se conservan en manuscrito del Museo Canario). Desde la lectura de esos textos y de los publicados en el Álbum..., podríamos indicar que la poesía de Rafael Bento oscila entre dos vertientes: un clasicismo amante de contenidos serenos y proclive a formas sobrias y tradicionales, que se deja tentar por la sátira social y anticlerical; y unos aires renovadores tan sonoros y brillantes en la forma52 como audaces en la conformación de los contenidos. El total de sus composiciones poéticas permiten considerarlo como autor enclavado en lo que podríamos llamar «primer romanticismo», aquel de formación ilustrada, que bebe en fuentes neoclásicas y que se deja imbuir de la sensualidad de las bucólicas valdesianas, tan próximas al nuevo tono y tan abiertas a la sensibilidad de las reivindicaciones socio-políticas.

Los tres poemas de Bento que el Álbum... recoge parecen demostrar lo que venimos diciendo. Se trata de tres composiciones inspiradas en otras tantas «circunstancias» extra poéticas de muy distinta significación, y recreadas desde una mayor o menor sintonía con los nuevos tonos que aporta el romanticismo. El primero es un soneto temprano (fechado en 1922) que sorprende por la rotundidad sonora de los endecasílabos y el eco romántico de los elogios al liberal y al justiciero que domina el contenido.

El poema más cercano a los moldes clásicos es la segunda de las composiciones: un soneto con una dedicatoria por título: «A la Srta. D.ª Francisca P». El poema aúna los moldes clásicos de la estrofa -el soneto- a la convención de los nombres poéticos (Fani, Tiresias), y al reflejo de los mejores versos del renacimiento español que evidencian los primeros versos: «Este, Fani ¡oh dolor! lúgubre canto/ que numen melancólico me inspira/ yo te consagro, por que fiel suspira/ mi corazón por la que amaba tanto». Para redondear la huella clásica, los últimos versos (el terceto de la conclusión) recogen el motivo de la pervivencia del amor más allá de la muerte.

La tercera de las composiciones de Bento, «Oda», está inspirada y dedicada al hecho trágico de la tempestad que asoló la isla de Gran Canaria una noche de octubre de 1925; en consonancia, se presenta bajo un lema de Virgilio, tan escueto como expresivo («...Ubique luctus...»)53. Componen el poema 21 estrofas en silva estanciada (210 versos; perfecta sucesión unidad estrófica=unidad de contenido) que, desde la perspectiva de significación más o menos romántica que ahora nos interesa,   -43-   presentan los caracteres siguientes: a) una introducción y una conclusión de inspiración, tono y significación clásicas (distintos lamentos líricos introductorios en cada una de las cinco primeras estrofas, con presencia del yo poético involucrado en las dos siguientes y conclusión final con admonición incluida en la que cierra la composición); y b) dos unidades centrales (que podríamos considerar románticas) que describen sucesivamente la tempestad y sus efectos, y la explosión del yo poético identificado expresivamente con el yo lírico. El contenido halla ajuste en los condicionantes formales para resultar no sólo la más cercana al romanticismo de las composiciones de Bento que el Álbum... registra, sino que en ella pueden rastrearse todos los ingredientes que caracterizarán al romanticismo en Canarias, con los que cerraremos este trabajo: presencia evidente de los maestros de la poesía áurea, notas de la sensualidad y sensibilidad dieciochesca, evocación del pasado aborigen, y resultado final de significación ecléctica entre romanticismo y clasicismo.

«La caída del hombre y su reparación» de Mariano Romero.

De Mariano Romero Magdaleno (1783-1840) sabemos poco más que la realidad de su autoría de himnos, décimas, fábulas, letrillas y sátiras, difundidas en prensa o en círculos minoritarios y conservadas en manuscrito del Museo Canario. Lo que más ha trascendido sobre su personalidad fue una polémica que sostuvo con Bento y Travieso en los términos poco ecuánimes con que la describe el estudioso Néstor Álamo54.

Continuador de la tradición anacreóntica del XVIII y decidido cultivador de poesía de circunstancias y de cantos fúnebres, el poema de esta antología ejemplifica un registro diferente. Se trata de un himno didáctico que se desarrolla mediante una amplia silva de 10 unidades estróficas (134 versos) cuya irregular medida, ruptura de unidad versal y abundancia de encabalgamientos abruptos, apoyan en la forma el tono enérgico de unas imprecaciones al hombre ricas en exclamaciones concebidas con intención de trascendencia. Forma y contenido confieren hálito romántico a un tema religioso tratado con severo clasicismo, y digno del lema sálmico bajo el que se desarrolla el poema55. La presencia del yo poético y algunas imágenes rotundas salvan la modernidad del tema, en un poema no especialmente afortunado.

«En el aniversario...» de Amaranto Martínez de Escobar.

Los Martínez de Escobar (el padre, don Bartolomé, y los hermanos Emiliano, Teófilo y Amaranto) hicieron de su hogar en la recoleta capital grancanaria del siglo XIX una tertulia intelectual de gran prestigio. Don Amaranto (1835-1912) fue político republicano y asiduo colaborador de prensa en su isla y en América. Más que un poeta excelso, era un aficionado tenaz que cultivó la poesía «de circunstancias»; de circunstancias históricas, pero sobre todo de hechos próximos, como es lógico en una sociedad de ámbito reducido.

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El poema de A. Martínez de Escobar que publica el Álbum..., «En el aniversario de la muerte de mi querido amigo D. Francisco Doreste y Morales», aparece bajo un lema de Meléndez Valdés56 y es uno de los poemas más clásicos de la colección: sencillez, placidez, serenidad y ecos frailuisianos son sus notas dominantes. La envoltura formal (una silva resuelta en 6 unidades de distinto número de versos; 40 versos en total) y los «ayes» que jalonan el lamento fúnebre, no aportan modernidad alguna al conjunto.

«A Dios» de Fernanda Siliuto.

Uno de los poemas más clásicos de la antología y también de los más ricos en tópicos consagrados es el titulado «A Dios», de Fernanda Siliuto. Fernanda Siliuto (1834-1859) pertenece a la joven promoción de escritores de los años cincuenta del XIX, exponentes claros de la vitalidad artística y la pluralidad temática que los caracterizó frente a la generación artística anterior. Pero, desgraciadamente, Siliuto fallecerá de forma repentina (¿o padecía tuberculosis?) a los 25 años de edad envuelta su historia en leyendas de amores desgraciados del romanticismo más tópico. En el periódico El noticioso de Canarias57 Fernanda Siliuto se dio a conocer con ocho poemas que se publican entre el 4 de septiembre de 1852 y el 29 de enero de 1853; y proseguiría su labor en otros periódicos, como El Eco del Comercio. Al parecer, dejó un manuscrito muy nutrido de sus textos, pero permanece inencontrado; por lo que conocemos de su obra apenas una veintena de poemas que hemos podido hallar esparcidos en páginas de la prensa. Pero bastan para acreditar la variedad, la fuerza y el atractivo de su pluma. Son composiciones que reflejan una personalidad fuerte, vitalista y en conflicto permanente con el mundo que la rodea.

Fernanda Siliuto debió de ser muy valorada en su época, a juzgar no sólo por la cantidad de elogios directos o en forma de dedicatorias de otros poetas que nos han llegado, sino por la circunstancia de ser la única voz femenina que figura en este Álbum de literatura isleña.

El poema de Siliuto escogido para la antología desarrolla un motivo religioso perfectamente ajustado en 18 octavas reales, un metro muy habitual en la época para temas graves o nobles. Siliuto altera algo el esquema clásico más habitual (ahora ABBAABCC) pero preserva la rima final pareada y las pausas rítmicas tras el cuarto verso. Las cinco primeras estrofas sirven de introducción al núcleo central del tema (que es la reflexión sobre los temas poéticos propios y el olvido en ellos del tema religioso). En las seis estrofas siguientes se desgrana una sentida plegaria en cuya derivación es fácil hallar ecos tradicionales de muy distinta procedencia, todos ellos consagrados por la tópica clásica del género. Por fin, las últimas siete estrofas constituyen una forma distinta de plegaria con modulaciones de himno dirigido a los poderes divinos.

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«El cólera morbo» de Ventura Aguilar.

Ventura Aguilar (1816-1858) fue colaborador destacado de El Porvenir de Canarias que vio publicados en ese medio y en cuadernillos breves algunos de sus poemas. Pero logró imprimir el conjunto de su obra bajo el título de Cantos de un canario (1855). Los versos de Aguilar demuestran la sólida formación clásica del autor, de modo que esa característica (la clasicidad, no exenta de barroquismo) es la nota dominante de la generalidad de su producción y la cualidad que lo define como poeta.

La desgraciada epidemia del cólera morbo que asoló la isla de Gran Canaria en 1851 inspiró a Ventura Aguilar una amplia oda expresada en una silva de 327 versos estructurados en 23 unidades de muy distinta extensión («El cólera morbo» -Á la memoria de mi caro sobrino el licenciado don Esteban Cambreleng). De nuevo, hallamos clasicismo imbuido de tonos románticos (o viceversa) en la composición de un poema de estructura perfecta, en que cada estrofa representa una unidad temática y la sucesión de ellas la aparición de temas coadyuvantes al central: la plaga y su difusión desoladora como verdadero azote divino. Las siete primeras estrofas, de corte clásico y reflexivas, motivan la presencia de un atractivo locus amoenus referido a las regiones del Asia menor de donde se suponía procedente la plaga. En las siete estrofas que siguen se alcanzan modulaciones de himno épico para dibujar la personificación del mal en su recorrido, avasallador como Titán sin piedad. Por fin, un nuevo locus amoenus (referido ahora a la naturaleza canaria) hace presencia en el inicio de la última parte; contrastará con la desolación que pintan las estrofas que siguen y también con un tímido ubi sunt reforzado por exclamaciones de dolor expresadas en interrogaciones retóricas. Las dos últimas estrofas se aúnan para acoger tonos dramáticos: en la primera, el yo del poeta agradeciendo las ayudas; en la segunda, la presencia de coros trágicos y gimientes logra acentuar el dramatismo.

«Amor y desengaño» de R. Murphy y Meade.

Cambian totalmente tono y tema en el siguiente poema que recoge la Antología.

Ricardo Murphy y Meade (1814-1840) cursó estudios de Humanidades en los difíciles años primeros de la Universidad de La Laguna y vivió en su isla natal y en Londres. Aunque publicó en vida algunos poemas en prensa (en ellos se muestra como poeta precoz de un decidido romanticismo), el conjunto de la obra sólo se conocerá después de su muerte, editada bajo el título de Obras póstumas (1854). A pesar de la brevedad del poemario (apenas supera los treinta poemas) en el conjunto de Obras póstumas podemos comprobar los perfiles de la personalidad de su autor: su talante humano de hombre sensible, apasionado e inquieto, casi siempre frustrado en sus ilusiones, y su personalidad intelectual de decidido romántico que gusta de las rupturas formales y de los versos sonoros y efectistas y también de los sugerentes y ligeros, en consonancia siempre con la oportunidad de los temas y sus distintos matices.

El poema de Murphy que recoge el Álbum... es una canción amorosa, de aires románticos. Se titula «Amor y desengaño», y está compuesta por dos unidades totalmente diferentes que responden a cada uno de los dos conceptos del título («Amor»   -46-   para la primera parte; «Desengaño» para la segunda) y que llevan incluso distintas fechas de redacción, 1836 y 1838 respectivamente. Aprovechando la libertad métrica característica de la retórica romántica, la primera parte se compone de cinco estrofas polimétricas, unificadas por el arte menor y por la presencia de la rima aguda en los versos que rematan estrofa y semiestrofa (una octavilla aguda; una no habitual sextilla aguda, una décima aguda ahora quebrada58 y una estrofa manriqueña, y una nueva octavilla aguda, como la primera). La forma así descrita se muestra en perfecta consonancia rítmica con la ligereza y la placidez conceptuales que brinda el tono bucólico proclive al amor en que se mueve. No falta el motivo tópico del locus amoenus; pero tampoco la presencia de algún término discordante que revela desajustes entre realidad y situación poética.

La segunda parte del poema, la del desengaño amoroso, comprende doce estrofas de cuatro versos perfectamente enlazadas por la rima aguda del último verso. Se trata de estrofas del tipo de canción-alirada, compuestas por cuatro endecasílabos y un heptasílabo: una variante más, pues, del cuarteto-lira, cercana a la estrofa sáfica que tanto utilizaron los maestros románticos (por cierto, que también muy libremente).

En el contenido del poema -todo interioridad lírica-, se suceden quejas, lamentos y decepciones para cantar la añoranza y la decepción amorosas. Hemos de señalar como dato de interés la proximidad existente -en contenido y tonos- entre los versos de Murphy y los que consagrará Espronceda en el «Canto a Teresa», cuya redacción no va a iniciarse hasta 1839 y que sólo se publicará -y parcialmente- en los dos años siguientes. Ambos poetas, Murphy y Espronceda, bebieron sin duda en los delirios de Byron.

«Hojas marchitas» de J. B. Lentini.

José Benito Lentini (1835-1862) fue interesante poeta del romanticismo canario, muy apreciado en vida por sus publicaciones en prensa pero cuya obra poética no se verá editada hasta casi treinta años después de su muerte.

El poema de Lentini que recoge esta antología marcó un tono poético novedoso en la antología. Bajo el título de «Hojas marchitas», todo el poema (una amplia silva de 116 versos, estructurada en seis unidades temáticas) se desarrolla desde la presencia poética de un interlocutor amigo, que un «Oye» inicial subraya. Esta advocación de base es un pretexto funcional muy eficaz para enfatizar la sustancia conceptual del poema, que no es otra que la expresión de los lamentos existenciales del poeta: la pérdida de la inocencia y del amor, la búsqueda imposible de la gloria y la felicidad y el enfrentamiento poeta-sociedad, temas cuya presencia sucesiva marcan el desarrollo del poema. Allí, el paso de las actitudes narrativas a las puramente líricas, el cambio del susurro al llanto y al grito, la distinción entre la voz poética que se queja o increpa y, en fin, el hálito de autenticidad que rodea los versos, logran   -47-   hacer del poema un ejemplo muy interesante de la mejor poesía romántica, parangonable sin duda con las más celebradas de ese movimiento. Presenta además todos los caracteres que a los románticos canarios caracterizan, entre ellas las raíces clásicas que Lentini no oculta en esta ocasión en que -aunque episódicamente- se cita a Garcilaso y a Benvenuto Cellini, prototipos ambos de muy distintas facetas del mejor renacentismo.

«El día de finados» de Martín Fernández Neda.

Rafael Martín Fernández Neda (1834-1905) fue poeta tinerfeño que se había dado a conocer en 1859 por la publicación del poema dramático «Leyenda diabólico-fantástica, joco-seria y agridulce histórico-caballeresca del siglo XVI», escrita en colaboración, y nacida con voluntad paródica respecto a los más característicos de los temas románticos (sin embargo protagonizó el gesto más romántico de su vida suicidándose sobre la tumba de su esposa). En 1865 agrupó sus poemas en el libro Auroras, que mereció elogiosa reseña crítica de Benito Pérez Galdós. En la antología del Álbum... que nos ocupa, aparece representado con un solemne poema titulado «El día de finados», un ejemplo de creación de circunstancias (sin duda no de las más afortunadas de su autor) estructurada en 11 octavas agudas endecasílabas ricas en apóstrofes solemnes, profusas en tópicos característicos del tema y con evidentes huellas de elaboración retórica.

«Los esposos» de J. P. Sansón y Grandy.

José Plácido Sansón y Grandy (1815-1875) es el más conocido de los poetas del romanticismo canario; especialmente después de que J. Urrutia lo incluyera en su conocida antología59. Formado en Humanidades y en Leyes, y promotor y colaborador asiduo de publicaciones periódicas, Sansón evolucionó desde un clasicismo imbuido del espíritu de los que podrían considerarse prerrománticos (Rousseau y Richardson; Quintana y el primer Martínez de la Rosa -el de la rigurosa versión de la tragedia clásica Edipo de Sófocles-) al descubrimiento de los nuevos aires que propagó El Artista, la conocida revista de Ochoa. Sus primeros escritos, casi siempre poemas, aparecieron en periódicos, especialmente en El Atlante y luego en La Aurora, la interesante revista literaria que marcó las señas del romanticismo canario y de la que Sansón fue redactor60. En 1850 se trasladó a Madrid en donde entró en contacto con los escritores de la época en tertulias y redacciones (de José Selgas fue especialmente amigo), y en donde desempeñó algunos cargos oficiales.

J. P. Sansón fue, además de poeta, dramaturgo en verso y prosa, novelista, ensayista, autor de textos de crítica literaria, refundidor de obras clásicas, traductor del inglés y del francés, autor de libretos de zarzuela y de ópera, etc. Sus obras poéticas   -48-   publicadas comprenden tres tomos de Ensayos literarios (1841), tres poemarios: La situación; Poesías patrióticas (1844), La familia (dos ediciones, 1854 y 1864) y Ecos del Teide (1871). También es autor de una novela (Herida en el corazón, 1872) y de la traducción de otra de Bulwer, Flaxland (1848). Según todos los indicios, sintió gran pasión por el teatro, pues además de varias tragedias y comedias, publicó el drama Elvira (1839) que vio estrenar con éxito en el teatro «La Marina» de Santa Cruz de Tenerife en enero del mismo año de la publicación.

Su obra está representada en el Álbum... con un poema que canta al amor de la esposa y la familia, su tema más característico. «Los esposos» es un poema en quintillas de rima irregular, que respira placidez y armonía amorosas no exentas de una sensualidad (en esta característica radica la posible nota «moderna» del poema) plenamente conjugada con la naturaleza. Comienza así:


    ¿Ves aquel campo frondoso
que en la vecina llanura
convida con su frescura,
con tanto laurel pomposo,
con tanta fruta madura?
   Allí los dos ¡vida mía!
las manos entrelazadas,
mi labio en tu labio, un día
horas pasamos preciadas
lejos de esa tierra impía.



Un poema final truncado.

El Álbum de literatura isleña está incompleto. Termina abruptamente, truncando un soneto tras los serventesios primeros y sin referencia alguna a su autor. La repentina desaparición de La Reforma dejó trunco el poema y la iniciativa de publicación completa de la antología que hemos comentado. Hoy sabemos que el poema inacabado se titula «A Emilia» y que es su autor Manuel Marrero y Torres (1823-1855), un tipógrafo tinerfeño de biografía sin relieve que llegó a adquirir sólida cultura autodidacta y que, sin pretenderlo, protagonizó con su muerte temprana uno de los hechos circunstanciales más significativos de lo que podríamos considerar «el romanticismo canario», pues, en el acto de su sepelio, los más destacados poetas del momento le recitaron sentidas elegías, hecho que admite parangón con lo sucedido en el entierro de Mariano José de Larra casi dos décadas antes. No se revela ahora ningún Zorrilla; pero sí que han quedado para la historia en las páginas de la prensa, las composiciones allí recitadas de Claudio F. Sarmiento, José B. Lentini, José Dugour, Ángela Mazzini, Victorina Bridoux, etc.

En vida del autor, los poemas de Marrero y Torres se vieron publicados en periódicos y revistas, principalmente en El noticioso de Canarias, en donde aparecen treinta y cuatro poemas suyos, en distintas fechas; de allí se recogieron para   -49-   la edición póstuma de su obra, que se tituló Poesías del malogrado joven don Manuel Marrero y Torres. El poema «A Emilia», uno de los pocos de tema amoroso de Marrero y Torres, vierte en 13 serventesios dodecasílabos sentidos tonos de melancolía de una composición armoniosa de formas y atractiva de contenidos que revela un atractivo tono romántico, susurrante y contenido; casi pre-becqueriano.

Analizando la realidad de la poesía escrita en Canarias en el XIX podríamos afirmar que podía hablarse de ella en términos estéticos de romanticismo; pero con particularidades que pasamos a exponer. En primer lugar, porque lo que se ha llamado poesía prerromántica, es decir, la poesía influida por la sensualidad, los tonos íntimos y lacrimógenos, y el locus bucólico que en el XVIII consagrara como modelo Meléndez Valdés -sin olvidar los acentos doloridos de Cadalso o los fulgores de Cienfuegos- contó con esmerados cultivadores entre los poetas canarios de principio del XIX (la especial lejanía y apartamiento de las islas se encargará de propiciar que se hallen representantes de este primer romanticismo hasta muy avanzado el siglo, más allá de su primera mitad). Por otra parte -y en segundo lugar- porque las circunstancias sociopolíticas de las islas en la época -no precisamente favorables ni favorecedoras- propiciaron que los poetas isleños, hombres cultos y especialmente sensibles a una realidad social cuyos problemas experimentaban en carne propia,61 insuflaron a la extrema sensibilidad heredada del XVIII tonos de descontento y atisbos de rebeldía que influyen en los motivos poéticos que se adoptan y en el tratamiento que a éstos se da; desde principios de la centuria y muy avanzada ésta. En tercer lugar, porque la recepción de los románticos ingleses y franceses -Byron y Víctor Hugo a la cabeza- fue muy temprana, de modo que podamos hallar tonos esproncedianos anteriores a Espronceda y acentos de Zorrilla -aislados, eso sí- en fechas en principio sorprendentes por tempranas. En cuarto lugar, porque si bien es fácil hallar ecos prebecquerianos en los poemas más depuradamente líricos del XIX, mucho tuvieron que ver en ello los mismos «suspirillos germánicos» que movieron al poeta sevillano y cuyos ecos tempranos resuenan en la lírica canaria que estudiamos. La presencia de Bécquer, bien clara y directa además -como tenía que ser-, sólo hallará su reflejo en la poesía que se escribe en Canarias a partir del siglo XX. En último lugar, porque el tema característico, y casi tópico en el romanticismo, de la vuelta a lo autóctono, de la indagación en las propias raíces (apoyado en la relevancia que adquiere lo popular y tradicional) hace su presencia en el siglo XIX en los motivos de «la tradición insular» que se hereda de Viera y Clavijo y que luego fomenta Graciliano Afonso en los albores del romanticismo. Años después, son los románticos del segundo tercio del siglo los que cimientan lo que podríamos llamar «una conciencia regional» en una línea que continuará bajo el patrón del indigenismo hasta la primera década del siglo XX, cultivada por los llamados poetas regionalistas, un grupo coherente en el que algunos -el crítico Pérez   -50-   Minik, el primero62- han querido ver coherencia de escuela ligada a la ciudad de La Laguna. Y, añadiendo ahora algunos argumentos que apoyan aquella «homogeneidad poética» secular que apuntábamos, también (y esta es la última de nuestras consideraciones), porque el tradicional y probado conservadurismo isleño -de nuevo entran en juego las razones de lejanía o periferia cultural- motiva que a lo largo de todo el siglo se sigan escribiendo poemas de tonos, tema y modos totalmente clásicos -ahora Garcilaso, Fray Luis o Calderón a la cabeza-; y poesía clásica escrita, paralelamente -y por los mismos autores- a aquella más tópicamente romántica, la muy abundante que adopta acentos de Zorrilla, de Espronceda, de Selgas, etc.

Pero no diríamos que esta realidad poética canaria sea diferente a la del resto de España. Recordemos que, aceptando que el esplendor del Romanticismo en España se dio a mediados de la década de los años treinta, el ocaso fue muy temprano, pudiendo afirmarse que ya en el decenio cincuenta/sesenta asistimos a un romanticismo moderado. Recordemos también las cuatro corrientes que para el citado decenio apunta Salvador García (1971) y que recoge Jorge Urrutia en la introducción a su antología63: a) una herencia neoclásica mantenida a causa de la influencia de Lista y de Quintana; b) un fondo romántico que sostiene, entre otras, la presencia de Espronceda, de Gil y Carrasco o de Zorrilla; c) un eclecticismo con simpatías neoclásicas, debido a autores como José Joaquín de Mora o J. E. Hartzenbusch; y d) un deseo de nuevas vías de expresión manifestadas en las novelas de Izco, el teatro de Rodríguez Rubí y la poesía de Campoamor. Afirmaríamos que estos caracteres se mantienen muy avanzada la centuria, especialmente en poetas de segunda fila, y que no mueren a lo largo del siglo las baladas, las fábulas, los cantares y los poemas lírico-narrativos en la línea de Zorrilla. Como ocurre en la lírica de las islas Canarias, en donde se mantiene durante gran parte del siglo un romanticismo cuya especial moderación y cuyo contagio «realista» no logran ocultar el sustrato del movimiento. Se trata de un romanticismo más que moderado, ecléctico; característicamente impersonal.

El análisis de los poemas del Álbum... nos muestra que en efecto éstos reflejan todas las notas que podemos considerar como características de la expresión del Romanticismo en Canarias. El Álbum de literatura isleña expresa el momento literario de las islas. Y la realidad de los textos indica que ese momento literario se perfila signado por lo romántico, en estrecha convivencia con gestos dieciochescos muy del gusto de los lectores y muy en la línea de la formación de los autores.

Así, el Álbum de literatura isleña puede ser considerado como el primer aldabonazo de la poesía romántica canaria; sin duda es el primer hecho editorial que le da constancia, pues en el ámbito de ese particular romanticismo que hemos señalado se mueven las composiciones que lo integran.





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El costumbrismo visto por los escritores costumbristas: definiciones

M.ª de los Ángeles AYALA


Universidad de Alicante

La revisión y caracterización del artículo de costumbres como género literario, como tal lo concibió y calificó el propio Larra, no es tarea fácil si tenemos en cuenta, por un lado, el número tan considerablemente elevado de escritores que contribuyeron a su difusión y auge durante el pasado siglo; por otro, la variedad de enfoques y contenidos que el propio artículo de costumbres admite entorpece aún más si cabe su propia definición. A estas dificultades propias de una práctica literaria que gozó de una gran popularidad entre los lectores del momento, hay que sumarle un nuevo obstáculo: la ausencia de monografías que recojan el quehacer de estos escritores de costumbres, pues si los artículos de Larra, Mesonero y Estébanez han concitado la atención de la crítica especializada, una amplísima producción costumbrista se halla diseminada entre las páginas de publicaciones periódicas o en olvidados volúmenes que vieron la luz a mediados de siglo y en el último tercio del mismo. No olvidemos que el artículo de costumbres no sólo alcanza su momento álgido durante el Romanticismo, sino que también durante los años setenta y ochenta, coincidiendo con la aparición de la gran novela del Realismo-Naturalismo, el artículo de costumbres es un género sumamente apreciado al proliferar la publicación de los mismos en periódicos64, colecciones65 o volúmenes debidos a un único autor66. Sólo cuando   -52-   esta producción haya sido rescatada del olvido en el que yace su mayor parte, podremos definir el género y trazar su evolución. Éste es el objetivo que persigue el trabajo que ahora presentamos, no tanto elaborar una poética, sino atender a las manifestaciones que los propios escritores de costumbres incorporaron en prólogos o en los preámbulos con que suelen dar comienzo a sus colaboraciones.

Aunque el término «costumbrismo» no aparece registrado en el Diccionario de la Real Academia de 1899, ni en los manuales de literatura española publicados durante el pasado siglo se presta gran atención al artículo de costumbres como género literario -Galería de la Literatura Española67, Manual de Literatura68 o la conocida Literatura española en el siglo XIX69, entre otras-, los maestros del género, Larra y Mesonero, especialmente, y algunos de los innumerables escritores que a lo largo del siglo continuaron su peculiar cruzada a favor del realismo literario, ofrecieron a sus lectores algunas reflexiones y comentarios sobre su propio quehacer artístico. Así, Larra desde su conocida reseña crítica dedicada al Panorama Matritense. Cuadros de costumbres de la capital observados y descritos por un Curioso Parlante70 y Mesonero en los sucesivos prólogos que acompañan las distintas ediciones de sus   -53-   escenas y tipos ofrecen todo un corolario de manifestaciones en torno al costumbrismo y a los escritores que lo practican. En estos textos tanto Larra como Mesonero ponderan la novedad del género en nuestro país, vinculando dicha novedad al vehículo en el que se difunde. Mesonero en el «Prólogo» a su Panorama Matritense y en la «Nota» que acompaña a su artículo «Las costumbres de Madrid» subraya estas cuestiones al afirmar lo siguiente:

[...] Entre nosotros, aunque la pintura festiva de las costumbres había sido hecha en los siglos XVI y XVII por tales ingenios, como Cervantes, Vélez de Guevara y Fernando de Rojas, sin embargo, ni el Quijote, ni las novelas del primero, ni la Tragicomedia del último, ni los Sueños de Quevedo, ni el Diablo Cojuelo de Guevara, podían para este caso ser otra cosa que admirables modelos de estilo, pero no de forma, siendo éstas como eran excelentes novelas, libros ingeniosos en que se despliega una complicada acción, y aquéllos haber de reducirse a ligeros bosquejos, cuadros «de caballete» para encontrar colocación en la parte amena de un periódico71.



Larra en los dos artículos que constituyen la reseña dedicada al «Panorama Matritense» señala, igualmente, la importancia que para la configuración del artículo de costumbres desempeña el periódico:

No hubiera, pues, llegado nunca el género a entronizarse, sino ayudado del gran movimiento literario que la perfección de las artes traía consigo: tales producciones no hubieran tenido oportunidad ni verdad, no contando con el auxilio de la rapidez de la publicación. Los periódicos fueron, pues, los que dieron la mano a los escritores de estos ligeros cuadros de costumbres, cuyo mérito principal debía de consistir en la gracia del estilo72.



Actualidad del tema, precisión y brevedad en la exposición, gracia en el estilo e independencia de una unidad literaria mayor son, pues, algunas de las condiciones que impone el medio de difusión a los escritores de costumbres. No obstante para Larra la novedad del género no estriba únicamente en la vinculación del género con la prensa, sino que ésta fundamentalmente radica en el paso del estudio del hombre «en general, tal cual le da la Naturaleza» al estudio del hombre «tal como está», aspecto convenientemente estudiado por José Escobar73 y que nos remite a una nueva mimesis artística en la que se renuncia a la representación del hombre abstracto y general para convertirse en objeto de estudio el «hombre en combinación,   -54-   en juego con las nuevas y especiales formas de la sociedad»74. Mesonero de diferente forma también subraya la relación tan estrecha entre el artículo de costumbres y el momento presente. Así en la «Advertencia Preliminar» a sus Obras jocosas y satíricas, tomo III del Panorama Matritense (1862), afirma que «estas obrillas suelen ser hijas de las influencias del momento en que se publican [...] por eso es preciso que los lectores tomen en cuenta la fecha de cada cuadro, y se trasladen, si es posible, con la mente, al punto de vista en que les colocó el pintor». La sociedad cambia tan rápidamente que escenas y tipos aparecen y desaparecen a tenor de los acontecimientos políticos y sociales que se suceden, tal como señala Fígaro en la citada reseña al «Panorama Matritense»75. Aspecto resaltado por costumbristas posteriores, como en el caso de Manuel Matoses que al presentarnos a «La conspiradora» señala que su tipo «no es constante, no es cotidiano, sino periódico [...] para vivir, digámoslo así, necesita un grado de calor en la atmósfera política»76. Las referencias que apuntan hacia la idea de que el costumbrismo es el género idóneo para la pintura de una sociedad en transición las hallamos tanto en Larra y Mesonero como en escritores costumbristas posteriores, sobresaliendo las manifestaciones de los responsables de algunas de las colecciones aparecidas entre 1870 y 1885, pues tanto Roberto Robert -Las Españolas pintadas por los españoles- como Nicolás Díaz de Benjumea -Los Hombres Españoles, Americanos y Lusitanos pintados por sí mismos- señalan la necesidad y urgencia de fijar la fisonomía española en un momento de confusión y de cambio. No olvidemos que el género alcanza su máxima difusión coincidiendo, precisamente, con dos momentos históricos en los que se abre a los demócratas españoles la perspectiva de alcanzar mayores cotas de libertad y progreso en la atrasada España decimonónica, pues tanto el fallecimiento de Fernando VII como el derrocamiento de Isabel II facilitaron el inicio de sendos periodos de libertades constitucionales. Momentos en los que las fuerzas progresistas y las reaccionarias pugnan entre sí tratando de acelerar o atrasar, respectivamente, el curso de los acontecimientos. De ahí que los escritores de costumbres oscilen entre la nostálgica pintura de una forma de vida que tiende a desaparecer arrastrada por los cambios que inexorablemente se registran y aquéllos que mediante el análisis, la reflexión, la sátira y la ironía pretenden potenciar el propio cambio social.

Esa coincidencia temporal entre escritura y realidad descrita a la que hemos aludido se subraya en muchos casos mediante la referencia a un supuesto modelo real que inspira la literatura de costumbres. Así, por ejemplo, sucede en «La niña casadera»,   -55-   «La militara», «La mujer casera», «La pollita», «La que va a todas partes», «La elegante», «La tertuliana de café», «La bailarina», «La conspiradora», «La que va a caer», artículos que pertenecen a la colección Las Españolas pintadas por los españoles. El prólogo de Los Españoles de ogaño también es significativo al respecto, pues además de recordar la condición de periodistas en activo de los colaboradores de la colección, se señala que los tipos ofrecidos a los lectores «pululan en la actualidad»77. Asimismo Fernando Martín Redondo en «La mujer sin tacha» ofrece un nuevo testimonio harto elocuente: «Así, pues, declaro solemnemente que el trabajo que voy a presentarles no es original, sino copia más o menos perfecta de la realidad. No es un tipo novelesco, una creación artística; es un personaje [...] Tengo, pues, el honor de ofrecer a Vds. un artículo de carne y hueso, que es el que ven Vds. colgando de mi brazo»78.

Como ya ha señalado la crítica79 es frecuente desde el inicio del artículo de costumbres que los escritores utilicen los términos «pintura», «retrato», «dibujo», «boceto», «cuadro», «fotografía», «daguerrotipo» para subrayar ese intento de plasmar la realidad cotidiana, trivial, sin relieve que se convierte en materia artística gracias a estos autores. Recordemos, entre otros, el testimonio del propio Mesonero que utiliza el término «boceto», para referirse al artículo de costumbres, descripción de una parcela de la realidad, y «cuadro» con el significado de panorama general de la sociedad alcanzada tras la lectura de esos bocetos sueltos. Antonio Flores en Doce españoles de brocha se vale del «daguerrotipo», «espejo claro y franco, ante el cual no sirven embozos ni caretas»80, para subrayar su intencionalidad de esbozar el retrato auténtico de los tipos descritos: «Aquí no somos consejeros de la corona, que sacrifiquemos el bien general al servicio de los particulares. El que tenga joroba, saldrá torcido, y aquí no se dará colorete al que se retrate con tercianas»81. En párrafos posteriores del «Prólogo» insiste en la imparcialidad y verdad de sus retratos al afirmar lo siguiente:

Doce son las familias sociales que a mi juicio no están presentes entre los tipos anteriores, y un individuo por cada una de ellas te ofrezco cazar, daguerrotipo mío, para que tú me lo dibujes con imparcialidad y buen tino; sin dejarte llevar de sus palabras y menos aún de su   -56-   traje. Arráncalos a todos la corteza exterior, preséntalos al público tal cual son, no tal como aparentan ser, y habremos cumplido nuestra misión sobre la tierra82.



Igualmente, los escritores costumbristas del último tercio de siglo siguen recurriendo a estos mismos términos para describir su actividad literaria. Así, por ejemplo, Ángel Avilés inicia el artículo «La niña casadera» de la siguiente forma:

Quisiera yo que ahora mismo me trajeses una coleccioncita de media docena o una, que por mucho trigo nunca es mal año, de niñas casaderas, a fin de examinarlas y estudiarlas, para luego describirlas exactamente. Algo de lo que hacen los pintores con los modelos. Tomar de ésta un rasgo, de la otra una facción [...]83.



Es frecuente que estos términos aparezcan entremezclados en un mismo artículo y con idéntico significado. Galdós, por ejemplo, denomina su colaboración «La mujer del filósofo», inserta en la colección costumbrista Las Españolas pintadas por los españoles, de «fabulilla», «retrato», «cuadro de costumbres» e «historia». Asimismo Eduardo de Cortázar en «El aspirante a ministro» -Los españoles de ogaño- emplea como sinónimos los términos «artículo de costumbres», «retrato fotográfico», «dibujo a pluma», «boceto a tinta». Sin embargo, en algunos casos, el empleo de un vocablo u otro sirve para matizar la peculiar manera del costumbrista de acercarse a esa realidad que pretende captar. Así, se confirma que la utilización de la palabra «retrato» implica un deseo de máximo verismo por parte de los costumbristas, llegando, en ocasiones, a rechazar cualquier tipo de influencias de modelos literarios anteriores -«La siempreviva»84-, o aludiendo, en otros casos, a la necesidad de someter la imaginación ante el modelo real que brinda la sociedad -«El mozo de café»85-. El término «cuadro» es utilizado, igualmente, con acepciones diferentes; en ocasiones se juega con las palabras «cuadro» y «galería», el primero con el significado de artículo suelto; el segundo, como conjunto de artículos publicados en una colección86; igualmente, «cuadro» aparece como sinónimo de «cuento», es decir, para referirse a un artículo de costumbres dotado de una peripecia argumental y en el que aparecen personajes con rasgos individualizados -«La niñera»87, «Los caballeros de industria»88-. «Boceto», ocasionalmente, es utilizado para referirse a un artículo que no agota el tema tratado y en el que el autor no hará   -57-   gala de gran erudición, ni incluye profundas reflexiones de ninguna índole -«La celosa»89-.

En lo que respecta a la definición de «tipo» cabe señalar que la mayoría de las referencias halladas nos conducen a la descripción que del mismo nos brindó José María de Andueza en «La doncella de labor», artículo publicado en el Semanario Pintoresco Español en 1845: «individuo de la sociedad que representa una clase a la cual convienen costumbres propias que de ningún modo pertenecen a otra»90, es decir, modelo en el que se acumulan cualidades genéricas representativas de una clase social, oficio, profesión o comportamiento ético. En algunos casos la palabra «tipo» se acerca a la acepción relacionada con la zoología y la botánica. Así este término vendría a aludir a cada uno de los grandes grupos taxonómicos en que se divide la especie humana; grupos que, a su vez, se subdividen en clases o variedades. En este sentido los ejemplos son numerosos y son muchos los escritores que seguirán las pautas marcadas por Larra en «El calavera» para llevar a cabo su colaboración. Recordemos, entre otros, artículos como «El cacique», «El ciego», «El ayuda de cámara» y «El anticuario» pertenecientes a Los Hombres Españoles, Americanos y Lusitanos pintados por sí mismos; «El zarzuelero», «El calesero», «El maestro de escuela», «El petardista», «El pianista», «La parroquiana de café», «El estudiante de Medicina», «El catalán», «El del orden público», «El...de comercio», «El editor» -Los Españoles de ogaño- «La modelo», «La pensionista», «La fea», «La viuda» -Las Españolas pintadas por los españoles-. En este último artículo Antonio María Segovia subdivide su tipo en variedades distintas: «viuda verde», «viuda seca», «viuda reincidente» y «viuda fantástica».

Nicolás Díaz de Benjumea, en el «Prólogo» de Los Hombres Españoles, Americanos y Lusitanos pintados por sí mismos, se plantea la clase de «tipo» es digno de esbozarse en una colección costumbrista. El autor distingue entre «tipos nacionales», es decir, ciertos oficios o profesiones que han creado una manera de ser original y análoga entre un número suficiente de personas; por otro, aquellos tipos creados por las necesidades de la civilización modernas que tienen unos contornos menos acentuados y que fuera del ejercicio de la profesión o del oficio determinado, sus costumbres, hábitos, inclinaciones se acomodan y se ajustan al nivel común. Lógicamente, son los primeros los que deben convertirse en objeto de estudio. Sin embargo, Nicolás Díaz de Benjumea reconoce que en la descripción del tipo no sólo interviene la necesaria observación de la realidad, sino que también están presentes las representaciones mentales que del mismo tienen los lectores, de ahí que señale lo siguiente:

[...] estos tipos son en parte realidad y en parte creación de la poesía, porque el arte se apodera de todo aquello que por sus manifestaciones constantes, llega a constituir entidades   -58-   sociales características y la poesía llega a su turno hasta a prestarles apariencia personal típica y uniforme. Así, por ejemplo, puede haber y hay canónigos flacos y frugales en sus alimentos; pero la poesía los ha presentado de modo, que la imaginación popular no los concibe sino gruesos y aficionados a la buena mesa91.



Finalmente, queremos cerrar esta breve relación sobre reflexiones ofrecidas por los propios costumbristas con las palabras de Carlos Fernández Shaw, quien en 1897 y a propósito de glosar la obra costumbrista de Enrique Sepúlveda, ofrece una amplia descripción teórica sobre características, cualidades y aciertos que el costumbrismo aportó a la literatura del siglo XIX:

Y son éstas [las cualidades], si no me engaño, un golpe de vista, rápido y extenso, para abarcar, en un instante determinado, los varios y diversos asuntos que en una sola semana o en un solo día «pone sobre el tapete» la pícara actualidad, tan fecunda a veces; un verdadero don de la oportunidad para escoger, entre tan variados temas, bien el más pintoresco, bien el más artístico, bien el menos vulgar, bien el más sugestivo, el que se avenga, en suma, de modo más completo, a las personales y características cualidades del escritor, el que más se relacione con las «necesidades del momento», o el que responda, más acertadamente, a la curiosidad o el interés del público; una facilidad, verdaderamente envidiable, para sorprender, en pocos minutos, las varias fases del asunto mismo, y «para componérselas», según suele decirse, de tal suerte, que todas vayan apareciendo en sucesión divertida [...] un ingenio tan flexible y sutil, que sugiera de continuo, luego de apuntado el hecho, el comentario sabroso, la consecuencia lógica, el chiste agudo, la observación pertinente, cuando no la sana moraleja [...] un acierto extraordinario para que puedan caber muchas y muy distintas cosas en pocas líneas; arte para describir, para narrar, para «pintar», en frases breves y con estilo propio, con ligeros trazos y con vivos colores, entreteniendo siempre y nunca fatigando92.





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Las ideas literarias del XIX en torno a la novela: algunas aproximaciones

Ana L. BAQUERO ESCUDERO


Universidad de Murcia

Aceptando la idea tradicionalmente establecida de que el siglo XIX fue sin duda el siglo de la novela, no puede extrañar demasiado que durante estos años se sucedan diferentes manifestaciones sobre el género. Unas reflexiones que muestran obviamente muy varia procedencia, ya provengan de la preceptiva, de las frecuentes discusiones y polémicas sobre cuestiones literarias, o de trabajos publicados en la prensa periódica, ya aparezcan en los prólogos de muchas obras93, o incluso se den dentro de la propia ficción novelesca.

En la presente aproximación a un tema que consideramos crucial en esta época tendremos en cuenta tan sólo un corpus muy reducido de reflexiones teóricas que, no obstante, nos parece suficiente como botón de muestra indicador de los problemas que la consideración de la novela como género literario presenta en este siglo.

Como punto de partida podemos destacar dos cuestiones básicas que complican sin duda la consideración genérica de la novela en estas fechas. En primer lugar, la falta de una tradición teórica respecto a esta especie, la ausencia de la misma en la preceptiva, lo que llevó fundamentalmente a aquéllos que quisieron introducirla en el ámbito de la teoría literaria, a alinearla junto a otras especies, como la épica o la historia. Todavía en fechas tan avanzadas como 1887 encontramos la singular versión clariniana de dicho debate en su Apolo en Pafos, si bien la postura del escritor dista mucho, desde luego, de los argumentos tradicionalmente esgrimidos94. El segundo gran problema al que habremos de referirnos concierne a la confusión e imprecisión terminológica visible en los géneros narrativos que parece acentuarse aún más, en español. Considerando la particular evolución terminológica en nuestra lengua de las principales formas narrativas será común la indeterminación en nuestros   -60-   autores, especialmente evidente en la relación novela -novela corta; asimismo y todavía presente en la época decimonónica, encontraremos la dualidad novela- romance, esencial en relación con las ideas literarias de este siglo95.

Para entender la situación del género novela en las preceptivas decimonónicas no podemos dejar de remontarnos al lugar que el mismo ha ocupado en la anterior tradición teórica. O mejor dicho, no ha ocupado. Como indica Checa Beltrán para explicar el vacío en la poética dieciochesca sobre este género, esta especie literaria fue desde siempre despreciada por los teóricos, al considerarla indigna de figurar entre los otros grandes géneros96. Tan sólo cabría destacar como excepción, la reflexión de Pinciano en su Philosophía Antigua Poética (1596), si bien las ideas de este autor adolecen de la imprecisión que, por otro lado, suele ser característica de las reflexiones teóricas sobre dicha especie, también en la tradición posterior. Los tratadistas del dieciocho que se ocuparon del género, lo contemplaron en relación de supeditación a otras formas como la épica, historia o comedia, negándole valor ya por su falta de dignidad literaria al estar escrito en prosa, ya por una cuestión que se repetirá hasta la saciedad en toda una larga tradición literaria, como es la relativa a la necesaria finalidad instructiva o moral que también se le negaba.

Sin embargo será el XVIII el siglo en el que aparezcan las primeras manifestaciones teóricas sobre el género novelesco. Señala Álvarez Barrientos97 como el primer autor que se ocupa de la novela desde la teoría literaria, a Mayans y Siscar, tanto en su Vida de Cervantes de 1737, como en su Retórica de 1757. Especial influencia en la tradición posterior tuvo la primera en la que la voz novela, tal como la maneja este autor tiene un sentido mucho más amplio que el que hoy le damos, en tanto la utiliza como sinónimo de fábula o ficción. Como señala Álvarez Barrientos, cuando Mayans se refiere a lo que actualmente llamamos novela, utiliza los términos «narración fingida» o «historia fingida», voz ésta que volveremos a encontrar con frecuencia en autores posteriores. En la obra de Mayans advertimos, por otro lado, el uso de un libro que adquirirá una enorme repercusión en muchas aproximaciones al género novelesco. Nos referimos al Tratado sobre el origen de las novelas del francés Huet, revisión histórica que tendrá una gran proyección. Desde las antiguas fábulas milesias que merecen sin duda las críticas de Mayans, el autor llegará a los libros de caballería y a la picaresca, géneros de novela sin duda perniciosos y repudiables98. Especialmente significativos para entender el Quijote y objeto de la crítica del autor son los libros de caballería, contra los que Mayans aduce muy diversos testimonios de condena. Tal actitud contraria a estas especies novelescas   -61-   será habitual en muchos autores del siglo posterior; recordemos, por ejemplo, y desde su formación neoclásica, la rígida condena de Clemencín de los libros de caballería en su famoso Comentario del Quijote99. Una condena que sin duda contrasta con la valoración que de esta especie hicieron los románticos.

Pese a la imprecisiones y vaguedades del acercamiento de Mayans a la novela -novelas son denominadas tanto las ejemplares, como la Galatea y el Quijote; novela es confrontada pero a la vez identificada con cuento100; novela es también romance, considerando el término francés101-, la obra de este autor debe ser considerada, pues, como el punto de arranque del interés de la teoría literaria por un género tradicionalmente menospreciado.

Serán sin embargo dos obras extranjeras, los Principios de literatura del abad Batteux de 1763 y la Retórica de Hugo Blair de 1783, las que se conviertan en el modelo de las preceptivas literarias del XIX102, introducidas en España a través de las traducciones de García de Arrieta y Munárriz. Especial repercusión tendrá la obra de Blair, traducida por José Luis Munárriz quien a su vez la amplía con el estudio de textos literarios españoles103.

En el tomo tercero, lección XXXIII104, Munárriz estudia dentro de lo que llama «Historia ficticia» una clase de escritos «poco importante» (p. 289), que se conoce con el nombre de romances y novelas. Una especie literaria de la que ofrece en principio como único rasgo caracterizador, el estar escrita en prosa. Tras justificar su inclusión en una obra de esta índole y señalar que la finalidad provechosa no es ajena a esta especie105, se ocupa el autor del origen de la misma, que como es frecuente, arranca de las antiguas naciones orientales, pasando por Grecia y Roma, hasta llegar a la edad media en que aparecen los romances de «caballería andantesca». Estos, y siguiendo una vez mas a Huet, fueron las primeras composiciones que recibieron el nombre de romances, que «aplicamos ahora á todas las composiciones ficticias» (p. 293). Después de trazar las distintas etapas evolutivas del género desde   -62-   una perspectiva europea106, aparece la ejemplificación con textos literarios españoles, en la cual significativamente desaparece el vocablo «romance» para imponerse de manera exclusiva el de «novela», un término este que como sabemos, tras una paulatina transformación de sentido, acabará manejándose en nuestra lengua en el ámbito del relato largo107. Es precisamente la presencia en lengua española de la voz «novela», en lugar de «romance», como ocurre en otras lenguas108 la que pudo provocar la tardía aparición del término «Romanticismo» y sus derivados en nuestra literatura, así como ha podido oscurecer en general, la influencia decisiva que en relación con este nuevo movimiento tuvo dicho género narrativo, advertida no obstante, por autores como Lista109. Y es que como ha analizado en un reciente estudio D'Angelo, la teoría literaria del primer romanticismo nació con Frederic Schlegel como teoría de la novela110. Munárriz, pues, si establece la dualidad romance-novela en su obra, lo hace siguiendo desde luego a Blair111, para olvidarse de la misma en su recorrido histórico que, cómo no, tiene en cuenta la novela caballeresca, pastoril y la picaresca112.

Finalmente la lección concluye con una queja que se convertirá en un verdadero leit motiv entre los autores del XIX: la de la ausencia de novelas en esos momentos, en nuestras letras, y como consecuencia de ello, la irrupción de una verdadera oleada de traducciones, fenómeno este iniciado ya en el XVIII113.

De principios de siglo es una obra asimismo importante dentro de la preceptiva, en la cual aparecen también algunas reflexiones sobre la novela. Se trata de los Principios de retórica y poética de Sánchez Barbero114, cuya lección XVI incluida   -63-   en la retórica, está dedicada a los romances y novelas. A diferencia de la obra anterior la voz «novela» aparece vinculada, conforme a su etimología primera, al dominio del relato breve -«los cuentos y novelas se diferencian de los romances únicamente por su menor estension» (p. 135)-. El romance se define en este tratado por su relación de oposición a la historia, enfrentando Sánchez Barbero la verdad de ésta, a lo verosímil de aquél. La finalidad de ambos parece ser no obstante, similar, ya que los dos tienden a la instrucción -«los romances consiguen estos fines valiéndose de la ficcion» (p. 135)-. Tras referirse a esta constante del fin de la obra literaria, Sánchez Barbero desarrolla sucintamente la genealogía de dicha especie. Un recorrido histórico iniciado una vez más en Oriente y que a través de Blair hay que remontar nuevamente a Huet, autor este último que si bien se propuso en su mencionado tratado trazar el origen de esta especie literaria, fue más preciso y minucioso que muchos otros autores posteriores, a la hora de intentar su delimitación genérica115.

Los tipos de romances destacados por Sánchez Barbero coinciden con la mayoría de los mencionados por los autores decimonónicos: caballerescos -y aquí sitúa el Quijote-, de pastores y picarescos116. Unos géneros que a diferencia de otros tratadistas, no serán atacados por este autor117.

Dando un gran salto en el tiempo nos referiremos finalmente dentro de la preceptiva a un tratado de un autor decimonónico que abordaría asimismo, en algún momento, la creación literaria. Nos referimos a la Retórica y poética de Narciso Campillo de 1872, según Spang una obra que anuncia la decadencia definitiva de la enseñanza de la retórica118. A diferencia de otros tratados de la época, incluso publicados el mismo año como la Retórica y poética de González Barbín, Campillo dedica mucho espacio a una forma narrativa que a estas alturas de siglo estaba adquiriendo sin duda una enorme importancia. La definición inicial de novela es la de «narración ordenada y completa de sucesos ficticios, pero verosímiles, dirigida á deleitar por medio de la belleza»119, una finalidad ésta defendida por otros autores de la época, que se aparta de la tradición dominante sobre la necesaria instrucción moral que debe buscar el escritor.

Campillo va desarrollando cada uno de los elementos de la definición para detenerse especialmente en el tradicional concepto de verosimilitud, que él precisa.   -64-   Escribe: «no entendiéndose sólo por verosímil lo que comunmente acontece en la sociedad, mas tambien cuanto se concibe en el mundo de la fantasía, siempre que se halle motivado por los antecedentes y justificado por las consecuencias» (p. 221). El ejemplo literario elegido al respecto es la actuación de la estatua del Comendador, del Tenorio.

Como suele ser habitual encontramos en la obra de Campillo la tradicional genealogía que arranca de esos primitivos cuentos y en cuyo origen serán esenciales las naciones de Oriente. La aproximación globalizadora a la novela en un intento de estudio diacrónico que hace aún más difusa su propia identidad genérica, se sigue advirtiendo, pues, en los últimos años del siglo. La vinculación del género con esos supuestos primeros orígenes cuentísticos, se mantiene incluso en autores como Galdós, Valera o Pardo Bazán120. Quizá el testimonio más representativo al respecto sea la importante contribución de Menéndez Pelayo, Orígenes de la novela121. El tratamiento de otras especies narrativas en una obra así presentada, no puede extrañar demasiado a tenor de toda esa larga tradición anterior en la que fue frecuente, como estamos viendo, la consideración conjunta de las distintas formas narrativas122.

Si Campillo, como tantos otros autores, establece el tradicional recorrido histórico del género -caballeresco, pastoril y de costumbres-, no deja de tener en cuenta en estas fechas, la producción novelesca de su época. Dedicará así bastante espacio a la novela histórica, de la que considera iniciador a Walter Scott, para referirse finalmente a distintos tipos novelescos de entonces123.

Quizá uno de los hechos más curiosos para ser destacado de las ideas de Campillo estribe en la coincidencia que presenta con algunas de Valera sobre dicho género, un autor que sin duda mantenía estrechos vínculos de contacto con Campillo y a quien éste bien pudo seguir en la presente ocasión. El caso de Valera como el de otros escritores de la época124, es el de un autor que llegó a la novela desde sus prevenciones antinovelescas. Considerado por él mismo en alguna ocasión género de «segundo   -65-   orden»125, el ejemplo del escritor andaluz es un claro exponente de la visión contraria a dicha especie, visible todavía en esta época tan sólo en los frecuentes matices peyorativos que acompañan a los términos «novelero», «novelesco» o «romancesco»126.

Los prejuicios de don Juan Valera todavía son más acusados si se considera su formación clásica. Sólo desde dicha formación puede entenderse la definición inicial de novela, en una de sus obras más tempranas sobre la especie. Publicada en 1860, De la naturaleza y carácter de la novela parte de la afirmación de que pese a su condición de obra escrita en prosa, la novela es un género de poesía. Esta, y siguiendo a Aristóteles, se diferencia de la Historia por pintar las cosas no como son sino como debieran ser. Tal como ya indicamos en Campillo, Valera cuestiona aquí ampliamente el concepto de lo verosímil propio de la poesía, dando cabida a uno de los grandes debates de toda una larga tradición: el tratamiento de lo fantástico en la obra literaria127. Las reflexiones del autor sobre dicho concepto crucial en el ámbito de la poética, resultan sumamente interesantes al hacerlo depender finalmente de una concepción historicista íntimamente ligada al ámbito de la recepción. El ejemplo de la estatua del Comendador, sucintamente citado por Campillo, será con otros, uno de los testimonios aducidos por Valera, desarrollado mucho más ampliamente.

Si el autor andaluz al defender la presencia de la fantasía en la novela se acoge fundamentalmente a toda una tradición anterior -en la que se advierte una vez más la indiscriminación genérica-, cuando se centra en ese otro tipo de novela caracterizada por la presentación no de hechos extraordinarios, sino próximos y cotidianos, ejemplifica con autores mucho más cercanos. Fundamentalmente y teniendo en cuenta las fechas de redacción de esta obra, su interés se concentra en la novela histórica a la que dedica -siempre desde su peculiar óptica-, gran espacio128.

En realidad y en relación con ese proceso de asentamiento de las bases teóricas del género en España, en el siglo XIX, un primer estadio estaría constituido por las reflexiones sobre este género narrativo, el más característico sin duda, del Romanticismo. Antes de los años 60 cabe rastrear, pues, una gran cantidad de testimonios sobre la novela por parte de los autores románticos, en los que se destaca el papel de la narrativa histórica. Mesonero Romanos, por ejemplo, en uno de los artículos del Semanario Pintoresco Español sobre la novela, de 1839129, tras una brevísima definición del género en la que no profundiza -«composición que, desde los principios   -66-   de la literatura, tuvo por objeto reproducir en un cuadro de invención los diversos matices del humano carácter y las vicisitudes de la vida social»-, establece la tradicional diferenciación por etapas del género y distingue así la novela fantástica o maravillosa, que viene a identificar con la caballeresca, de la novela de costumbres y la histórica. De análoga manera a otros autores también el género picaresco será seriamente condenado por Mesonero, de forma que podemos advertir curiosamente, al respecto, una actitud cambiante a lo largo de este siglo, entre esa fuerte aversión a dicha forma narrativa autóctona, y esa muy distinta postura mantenida por tantos autores que consideraban la gloriosa tradición picaresca española como los orígenes del realismo novelesco actual130. En lo que coincide Mesonero con muchos escritores tanto del momento como posteriores, es en la postura de rechazo a la invasión novelesca extranjera y en la reclamación de un proyecto que dé lugar a una novela nacional. La patria del Quijote, indica, no puede consentir tal dependencia de unos modelos fundamentalmente franceses, valorados por Mesonero, por otro lado, como altamente perniciosos y contrarios a la moral.

Precisamente la inmoralidad que ha acompañado como vieja acusación desde siempre a la novela, es el tema sobre el que construye su Discurso de contestación a Nocedal, en su entrada a la Real Academia Española, el duque de Rivas131. Si en la tradición anterior y en defensa de la novela Munárriz declaraba que el mal no estaba en el género, sino en su defectuosa ejecución, el duque de Rivas va más allá y declara que la novela en sí no es buena ni mala. «Es -escribe- una poderosa palanca, que según las manos que la empleen puede empujar a la sociedad al cielo de la dicha o al abismo de la desgracia» (p. 276). El discurso concluye con el ya conocido lamento sobre la carencia de novela en España. Escribe el duque de Rivas que en nuestro país el género fue cultivado por grandes ingenios, aunque «no sé por qué casi todos se dedicaron desde muy antiguo al género picaresco; y acaso esto le ha cortado el vuelo, envileciéndola desde su origen» (p. 280). De nuevo pues, una postura hostil a la tradición picaresca española.

Independientemente, no obstante, de la valoración que merece dicha tradición -y frente a la picaresca, Cervantes será unánimemente elogiado-, los autores decimonónicos coinciden en sus insistentes quejas por el vacío novelesco en nuestra lengua. Resulta al respecto cuando menos curiosa la manifestación de algún destacado folletinista de la época, como el célebre Ayguals, al presentarse como el instaurador en España de un género que subsistía vergonzosamente, en situación de dependencia de modelos extranjeros132.

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Reparar esta carencia parecía tarea mucho más inminente y necesaria a los novelistas de la época, que dilucidar teóricamente sobre la naturaleza y características del género. Con todo, y sobre todo a partir de ese artículo clave de Galdós publicado en 1870, «Observaciones sobre la novela contemporánea», los grandes artífices y renovadores de esta especie sentirán la necesidad de ocuparse de una forma narrativa que sin duda y por estas fechas, estaba adquiriendo perfiles nuevos e iba camino de convertirse en el más importante de los géneros literarios133. Una reflexiones que desde luego tienen poco que ver con las directrices teóricas marcadas por la preceptiva tradicional, y en las que se tiene en cuenta fundamentalmente, el desarrollo del género en Europa y su influencia en nuestra literatura134.

Pese al alejamiento de unos planteamientos tradicionales totalmente obsoletos y a las nuevas incursiones desde muy diferentes ópticas de los mismos, estos autores no pueden evitar, no obstante, estar situados de lleno dentro de un clima y coordenadas ideológicas cuya influencia cabe percibir en sus reflexiones sobre esta especie. Ya tuvimos ocasión de señalar esa concepción globalizadora de las distintas formas narrativas que provoca la consideración indiscriminada de cuento, novela corta y novela. O la frecuente revisión diacrónica que parece ser una constante en todo tipo de manifestación teórica sobre esta especie, y que establece singulares conexiones y dependencias entre distintos géneros y épocas -quizá sea en tal sentido significativo, que Pardo Bazán en La cuestión palpitante no defina prácticamente en ningún momento qué es la novela y, sin embargo, dedique extensos capítulos a su genealogía-. La confusión e imprecisión que acompaña desde sus inicios a la teoría de la novela, se prolonga y percibe con claridad pues, todavía en esos años finales del XIX en los que el género está consiguiendo sin duda grandes logros. Que los autores duden a la hora de dar nombre a sus propios textos135, que se sientan todavía a fines de siglo, en la necesidad de defender sus creaciones especialmente del tradicional reproche de inmoralidad136, puede ser entendido como el resultado del complicado y peculiar panorama que presentan las ideas literarias del XIX sobre la novela del que únicamente hemos mostrado muy breves e insuficientes trazos, y cuya compleja globalidad, quizá sea merecedora de una mayor atención.



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Contribución al canon literario del siglo XIX desde algunas instituciones literarias y personalidades académicas de la Cataluña decimonónica

Carles BASTONS i VIVANCO


I. B. Jaume Balmes (Barcelona)

De entrada debo confesar que me costó encontrar un título más o menos preciso que recogiera todo o, por lo menos, gran parte de lo que deseo expresar en esta mi comunicación al II Coloquio de la Sociedad de Literatura Española del siglo XIX, a cuya comisión organizadora agradezco muy de veras la aceptación de mi trabajo.

Mi intención es apuntar a modo de sugerencias para ulteriores investigaciones mucho más monográficas las aportaciones, en unos casos evidentes, en otros más modestas de algunas instituciones y personalidades de la Cataluña del siglo XIX. Y cuando hablo de instituciones me referiré sobre todo y lo adelanto ya, a la Universidad, al Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, a la Academia de Buenas Letras y als Jocs Florals. En cuanto a las personas, muchas de ellas, por supuesto vinculadas a las instituciones citadas, son de obligada mención Manuel Milà i Fontanals, Víctor Balaguer, Pau Piferrer, Josep Coll i Vehí, Joan Cortada y Josep Pons i Gallarza, entre otros. En este caso queda pendiente para un estudio más profundo su conexión con el período de la Renaixença o su coincidencia con la época del Romanticismo, del Realismo y del Naturalismo.

He aquí, pues, la procedencia de las aportaciones, pero no hay que olvidar una cuestión previa: el tema del canon literario, cuyos orígenes arrancan, sin duda, de la cultura clásica y que en estos últimos años ha suscitado renovado interés en distintos lugares y ambientes137. Para centrar el tema acaso sea conveniente recoger las definiciones que da el Diccionario de la Real Academia. De las quince acepciones interesa la primera muy escueta por cierto: canon significa «regla» o «precepto». A la vista está pues que el canon literario es un conjunto de reglas o preceptos marcados desde la literatura y para la literatura. Dicho en otras palabras y centrado en el siglo XIX, es el conjunto de reglas o preceptos por los que se rige la literatura del siglo XIX, en   -70-   nuestro caso concreto la española en sentido amplio. Por lo tanto, el canon se mueve siempre en un doble plano: el teórico y el práctico. El teórico conduce necesariamente a la Preceptiva, a la Retórica, a la Poética y el práctico se mueve en la creación literaria. En el primer caso, desde Aristóteles siempre se han producido tratados de teoría literaria y desde la India siempre ha habido producción literaria, sobre todo de los géneros mayores: épica, lírica y teatro, a los que se han ido incorporando otros como historia, periodismo, novela, epistolaridad, memorias, biografías, etc.

De esta manera y aplicándolo al siglo XIX mi intención es entrar más en el aspecto teórico, pues la producción literaria figura en mayor o menor grado en todos los manuales de todos los niveles: educativos: enseñanza primaria, secundaria y superior.

Antes de seguir por esta línea conviene añadir que la palabra «canon» también se aproxima al concepto de «moda», «gusto», «estilo» y muchas veces sale de lo más estrictamente literario para abarcar también otros campos como el sociológico, el artístico, etc.

Decía más arriba que últimamente se ha replanteado la cuestión del canon. Precisamente me pueden servir como segunda aproximación -dado el carácter tan poco explícito de la definición académica- tres preguntas planteadas en un Congreso celebrado en Lleida138:

A) ¿Qué es el canon, es decir, su naturaleza?

B) ¿Cuál es su origen, o sea, quién lo establece?

C) ¿Cual es su finalidad y a quién se dirige?139

Algunas respuestas, sin darme cuenta, han quedado apuntadas más arriba. Sin embargo, precisando más -se esté de acuerdo o no- el canon, tal como se entiende en literatura es una lista paradigmática de grandes maestros o una selección de textos con finalidad didáctica. Ello conduce inexorablemente a la segunda pregunta, ¿quién elabora esta lista o quién tiene autoridad para confeccionarla? Dos respuestas de escritores actuales se mueven en extremos radicales. Javier Marías afirma que el canon lo establece sobre todo el tiempo, de una forma relativamente natural, y Félix de Azúa afirma que el canon es un capricho, un juego, un modo frívolo pero divertido de presentar los gustos personales, incluso si se disfrazan de juicio literario. Y el tercer interrogante encuentra respuesta en su carácter normativo: no sólo proviene de la autoridad sino que quiere imponerse como autoridad.

Bien, sea lo que sea y con otras muchas posibles matizaciones, creo que se está en condiciones de entrar de lleno en las aportaciones. En primer lugar, por prestigio y por rigor científico es necesario aludir a la Universidad de Barcelona, recuperada oficial y definitivamente el año 1837 y al Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, nacido en 1845 a la sombra de la Universidad, ambos, en sus orígenes, de corte   -71-   muy humanístico. Y con ello las figuras importantes de catedráticos y profesores que desde la docencia y desde sus estudios y publicaciones colaboraron a forjar un canon. Dejaré bastante de lado la figura de Manuel Milà i Fontanals y su magisterio sobre Marcelino Menéndez Pelayo, persona muy vinculada a la Universidad de Barcelona140. En cambio, prefiero detenerme en figuras menos conocidas y menos estudiadas, más adscritas al Instituto Provincial que en el siglo XIX contó con grandes intelectuales. Afortunadamente se dispone de una obrita muy útil del profesor Guillermo Díaz-Plaja que es su discurso de ingreso en la Academia de Bones Lletres, titulada una «Cátedra de Retórica»141. En este opúsculo se repasan los distintos catedráticos que ocuparon la cátedra de Poética y Retórica del Instituto y que, por supuesto, proporcionaron material para establecer de forma teórica el canon. Tres destacan, según se verá, Pons i Gallarça, Josep Coll i Vehí i Pau Piferrer sin olvidar Joan Cortada que se mueve en otras coordenadas y otros que el orden cronológico impone ir primeros.

He aquí, pues, un breve estudio de estos «teóricos del canon» por riguroso orden de año nacimiento.

El barcelonés Manuel Casamada (1792-1841) fue pedagogo, autor de un Curso elemental de poesía (1828), Curso elemental de elocuencia (1836) y Diferencias que hay entre lo bello y lo sublime (1837). Aunque los títulos son bastante expresivos no creo que su producción sirviera de mucho en la configuración del canon decimonónico dado que se movió en ambientes eclesiásticos. Sí que interesa, en cambio, según nos dice Guillermo Díaz Plaja, como persona que profesaba la «Literatura e Historia» asignatura «de nuevo establecimiento» en la recién instaurada Universidad inaugurada solemnemente, pero sólo de forma efímera el 16 de febrero de 1822, según aparece en el opúsculo Estado de las cátedras de segunda y tercera enseñanza142.

Del barcelonés Joan Cortada (1805-1868)143, primer catedrático de Geografía e Historia del Instituto Provincial no destacan sus aportaciones en el campo de la retórica y de la poética porque lógicamente no eran su especialidad, pero sí que vale la pena subrayar que cultivó y dignificó el género periodístico, y cultivó con maestría la técnica de la traducción144. En definitiva fue una de las figuras clave de la Renaixença. Sin embargo, hay que agradecerle también su opúsculo Compendio dialogístico de los principios de Retórica para uso de las Escuelas.

El también barcelonés Pere Felip Monlau145 (1808-1871), al restaurarse definitivamente la Universidad de Barcelona en 1837, se convertirá en 1849 en catedrático   -72-   de Literatura e Historia. Persona polifacética, de una gran formación humanística y científica desempeñó más tarde, a partir de 1844 la docencia en Madrid como catedrático de Filosofía en el instituto S. Isidro y en la Escuela Normal además de Director del Museo Arqueológico. Con todo, sus Elementos o arte de componer en prosa y en verso para uso de Universidades e institutos (1842) están redactados con un amplio sentido didáctico y destacan también por la buena selección de ejemplos146.

Aunque la figura del vicense Jaume Balmes (1810-1848) escapa bastante de la literatura y prácticamente no aparece citado en los manuales de Teoría y Preceptiva Literaria creo que su incidencia en el pensamiento y pedagogía del siglo XIX fue muy importante. Por ello aquí lo cito, con ciertas reservas, pero baste ojear algunos capítulos de su obra capital -El Criterio- para encontrar temas directa o indirectamente relacionados con el canon. Así dedica unas páginas al periodismo, a las relaciones de viajes, la invención. Me quedo con un párrafo del capítulo dedicado al periodismo147:

Cuando se escribe en público hay siempre algunas formalidades que cubrir y muchas consideraciones que guardar; no pocos dicen lo contrario de lo que piensan, y hasta los más rígidos en materia de veracidad se hallan a veces precisados, ya que a no decir lo que no piensan, al menos a decir mucho menos de lo que piensan. Conviene no olvidar estas advertencias si se quiere saber algo más en política de lo que anda por ese mundo como moneda falsa, de muchos reconocida148.



Manuel Milà i Fontanals149 (1818-1884), natural de Vilafranca del Penedés, es una de las figuras capitales de la teoría literaria. El sólo merece un estudio especial.   -73-   Ante la imposibilidad de poderlo hacer por los objetivos y naturaleza de esta comunicación voy a reseñar lo más interesante en relación con el canon literario. Sin tener aún 30 años, publica en El Vapor un estudio titulado Clásicos y románticos, primera exposición critica de la doctrina -del canon- romántica. Un año más tarde publica Algunos estudios literarios en los que reconoce la autoridad canónica de lord Byron, Lamartine y Chateaubriand, de cuyo magisterio, por cierto, más tarde apostatará. Sigue un año más tarde, Moral literaria a contraste entre la escuela escéptica y Walter Scott, obra en la que «canoniza» la novela histórica. En 1844 publica Compendio de arte poética, obra decisiva por su carácter preceptivo y por el reconocimiento del valor compartido de los poemas homéricos, los cantares de gesta, Horacio, Fray Luis de León, La Eneida, etc. Y ya como catedrático de literatura prodiga, como es sabido, sus estudios sobre el Romancero y el mundo de los trovadores y los hace compatibles con su magnífica actividad traductora gracias a la cual vertió al castellano a maestros del canon como son Goethe, Shakespeare, Horacio, Dante, Manzoni, entre otros. Como botón de muestra, dadas las limitaciones de toda comunicación científica, valga un comentario que hace sobre la poesía: «La poesía ha roto últimamente los estrechos valles que limitaban su carrera y recorriendo el campo de la historia se ha encontrad con nuevos manantiales y maravillosos espectáculos»150.

El barcelonés Pau Piferrer151 (1818-1848) ocupó el cargo primero de profesor sustituto de la cátedra de Retórica de La Universidad de Barcelona y a partir de febrero de 1848 el de catedrático de Retórica del instituto de Barcelona, tuvo una atracción especial por el romanticismo alemán y un interés también por la obra de Walter Scott. Escribió siempre en lengua castellana y a él se le debe una antología escolar, con notas biográficas titulada Clásicos españoles de 1846, cuyo título es ya suficientemente expresivo para reconocer, en definitiva, su canon clásico y romántico a la vez. Era tal su prestigio que, cuando murió a los 30 años el Diario de Barcelona, en un estilo muy decimonónico le dedicó el siguiente comentario: «llorando la pérdida de un joven talento, en cuya producción original, llena de fuego, de tino y   -74-   de erudición profunda, brillaban aquel estilo peculiar suyo, aquel lenguaje castizo y severo, constante y enérgico.»152

Al margen de las obras bastante conocidas de este intelectual fallecido prematuramente, hay que tener muy en cuenta comentarios vertidos en su correspondencia epistolar. Así en dos cartas suyas de los años 30 aparecen estas precisiones muy aprovechables para definir cánones:

El que pinta sin reflexionar ó sin ecsaltarse á vista de los objetos de su pintura gustará por un rato; pero si perdura en las mismas descripciones cansará indubitablemente á cuantos le lean.

No te parece que uno que escucha en un bosque y no oye nada está entonces escuchando solamente silencio? Podríamos decir que el sentido de aquellas palabras es y tan quieto que la única cosa que se oye, si es que pueda oírse, es el silencio. De este modo se enlazan dos ideas las más contrarias como son escuchar y silencio153.



El ampurdanés Josep Coll i Vehí154 (1823-1876) estudió Letras y Derecho en la Universidad de Barcelona. En 1848, sólo tres años más tarde de haberse creado los institutos de enseñanza media y la figura del catedrático por la ley Pidal, ganó la cátedra de Retórica y Poética del Instituto Provincial de Madrid y en 1861, por traslado, ocupó la del instituto de Barcelona, en donde fue director. Nos interesan aquí sus publicaciones en torno a la materia que nos ocupa. Su primera obra -Elementos de literatura publicada todavía en Madrid-, reflejan los gustos y conceptos del canon romántico y se refundieron poco más tarde en otra obra con el título de Diálogos literarios que apareció en 1866. Otras obras interesantes son: La sátira provenzal (1861), Compendio de Retórica y Poética (1862) Modelos de poesía castellana (1871), Cuentos, leyendas y baladas y Los refranes del Quijote (1874), y Modelos de latinidad entresacados de las obras de Virgilio y Horacio.

De todos estos títulos los que tienen más relación con la cuestión del canon son los dos primeros y el cuarto. El primero -y por una vez vale la pena reconocer la importancia de las dedicatorias- está dedicado a los maestros Pau Piferrer, Manuel Milà i Fontanals y Ramón Martí de Aixalà. El libro está dividido en dos partes precedidos de una introducción. En la primera se exponen aspectos centrados n la elocuencia y en la segunda se tratan los diversos géneros de composiciones literarias. Como quiera que toda esta teoría se refundió en la obra siguiente, de ésta me ha parecido útil y significativo entresacar un párrafo, cuyo contenido permite asociarlo directamente al cabo romántico y al canon realista, en una muestra evidente de compatibilidad. Acaso los románticos no observan la naturaleza y los realistas no captan la realidad que los rodea?:

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-Sabes que no doy mucha importancia á los tratados de Retórica y Poética. El poner bien la pluma no es cosa que se aprenda con unas cuantas reglas más o menos acertadas. La observación de la naturaleza, el estudio profundo del hombre y la historia, tengo para mí que son los mejores maestros de la literatura. Más te enseñará el magnífico espectáculo que nos rodea, si atentamente lo consideras que una docena de disertaciones literarias155.



Y de otro libro -Elementos de Literatura- simplemente reproduzco un párrafo en letra pequeña, pero que, sin duda, tiene su trascendencia: «La elocuencia, como la poesía, penetra sin excepción en todas las regiones del pensamiento. La poesía es la luz que hermosea; la elocuencia el calor que vivifica ó la centella que destruye»156.

No se olvide tampoco La sátira provenzal de 1861, su discurso leído al claustro de la Universidad Central al recibir la investidura de Doctor en la Facultad de Filosofía y Letras y que puede servir para comprobar también como una de las manifestaciones del canon decimonónico se basa en la literatura medieval.

En definitiva, por los títulos de sus obras y por las frecuentes alusiones a clásicos latinos y castellanos es evidente su referente al clasicismo como norma. Y todavía dos apuntes más.

1. No se olvide que cultivó el periodismo y con su pluma aparecieron firmados interesantes artículos en el Diario de Barcelona.

2. Hay que destacar su preocupación por el avance de la técnica en detrimento de los estudios humanísticos, incluso pensando en la incidencia que ello podía tener en el tratamiento del canon. He aquí algunas de sus observaciones de extraordinaria vigencia en la actualidad y valga la digresión:

[...] En los países que tan sólo en lo malo imitamos, cerrando completamente los ojos a lo bueno, la educación clásica va forzando las puertas de la escuela especial, y hasta el reaccionario latín se impone al artista, al militar, al industrial, al comerciante. Aquí en España hemos inventado el bachillerato sin latín (digo mal, creo que es gloria portuguesa) y nos parece que nos vamos empinando a la altura del siglo desterrando el sentido filosófico y el frecuente trato con los grandes pensadores157.



El tarraconense Joan Mañé i Flaquer158 (1823-1901) sustituyó en 1847 a Pau Piferrer y se convirtió así en regente de la cátedra de Retórica en el instituto y el mismo Piferrer lo introdujo en el Diario de Barcelona al cual perteneció en dos etapas con un paréntesis madrileño como director de La Época. Su inclusión en esta   -76-   nómina se justifica primero por haber desempeñado efímera y provisionalmente la cátedra de Retórica, por su dedicación al periodismo como poder influyente y por haber cultivado de forma discreta el género epistolar Cartas provinciales (1875) y la literatura de viajes Oasis. Viaje al país de los fueros en 3 volúmenes aparecidos entre 1879-1880, pero que a efectos de situar su figura en las coordenadas del canon nos atrae.

El barcelonés Josep Lluís Pons i Gallarza159 (1823-1894) es otro de los catedráticos de instituto que merece una atención especial no sólo por el cultivo de la oda y como poeta de naturaleza y de paisaje, sino que, como responsable de la cátedra de Poética y Retórica escribió una Introducción al estudio de los autores clásicos latinos y castellanos.

Saliendo del ambiente universitario y entrando en otro terreno es obligado citar al vilanovés Víctor Balaguer (1824-1901), que cultivó diversos géneros literarios, pero que a efectos de situar su aportación al canon decimonónico nos atrevemos modestamente y sin menoscabo del resto, a reducir al periodístico y al epistolar. Así, aparte de haber creado diversas publicaciones -El Catalán, La Violeta de Oro, La Corona de Aragón-, lo cual tiene su trascendencia-, fue corresponsal en Italia del prestigioso diario El Telégrafo. En cuanto a la epistolaridad remito al monumental corpus editado por el profesor Enrique Miralles160.

Hasta aquí la alusión, siempre sucinta obligado por las circunstancias, a personalidades, la inmensa mayoría ligadas al ámbito académico en estrecha relación con la Universidad de Barcelona -Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, hoy instituto de enseñanza secundaria «Jaume Balmes»161. Muchas de estas figuras, además, fueron miembros de la Academia de Bones Lletres, institución que a fuer de ser sinceros poco contribuyó a la forja de cánones estéticos del siglo XIX. Sin embargo merece recoger la información aportada por Martí de Riquer a propósito de algunas iniciativas de la institución162:

El resurgimiento de la Real Academia a finales de 1833 coincidió con la realización de otro gran anhelo de los barceloneses: la restauración de la Universidad. Nuestra entidad intervino en ello muy decididamente no sólo porque eran académicos la mayoría de los nuevos catedráticos de la Universidad sino también porque en el seno de la Real Academia se iniciaron algunas de sus primeras tareas docentes. En la sesión del 7 de octubre de 1835, en la que se hallaba presente el académico doctor don Alberto Pujol, que tenía que ser el primer rector de la nueva Universidad se acordó que la Real Academia abriera tres cátedras, una de   -77-   Historia de España, otra de Lengua Castellana y otra de Literatura Castellana [...]. Pronto se agregaron una cátedra de Oratoria y otra de Lengua Griega [...] Reorganizada la Universidad, la Real Academia cesó en este cometido[...]

Dieciocho años antes de la instauración de «Los jochs florals» la Real Academia de Buenas Letras convocó un certamen literario con dos temas: el primero había de ser una memoria sobre el Compromiso de Caspe y el segundo una poesía épica que tuviera por lo menos seiscientos versos, relativa a la expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos «quedando al gusto del autor la elección del primero y del idioma castellano o catalán en que quiera escribirlo»163.



Por otra parte, también hay que señalar lo que supuso para el canon literario la restauración de los Juegos Florales164, entre otras cosas la presencia de escritores castellanos en Cataluña y el tono encomiástico con que reconocen la cultura catalana. Ello comportó, entre otras, dos consecuencias importantes.

1. El intercambio basado en mutuo respeto y reconocimiento entre intelectuales castellanos e intelectuales catalanes, en muchos casos convertido en amistades bilaterales interesantes no ya en las respectivas biografías sino por lo que pudieron tener de repercusión en el quehacer literario de ambas culturas. Sólo apunto algunas de estas relaciones, en muchos casos ya estudiadas: Marcelino Menéndez Pelayo y Manuel Milà i Fontanals165; Benito Pérez Galdós y Narcís Oller166, Benito Pérez Galdós y Josep Yxart167 y un poco tarde, ya en el umbral del siglo XX Joan Maragall y Miguel de Unamuno168; Joan Maragall y Azorín.169

2. La plena consolidación de la Renaixença catalana, un siglo de oro de la lengua y de la literatura catalana reconocido por muchos escritores y críticos de dentro y fuera de nuestras fronteras. Baste recordar cómo se elogiaron las letras catalanas en su pasado y en su presente en algunos de los discursos de los Juegos Florales.

Como muestra de esta presencia y participación de escritores castellanos en los Juegos Florales basta recordar que en diversas ediciones de los mismos intervinieron   -78-   José María de Pereda que lo hizo en el discurso de gracias del año 1892, del que extraigo las siguientes palabras:

La llengua nacional se modula d'igual manera en totas las comarcas espanyolas; que, entre ellas, no n'hi ha ab un dialecte peculiar y alguna com la vostra, ab rica llengua propia, de coneguda y antiga avior y una literatura espendent y de cada dia més vigorosa, filla llegítima d'aquesta llengua....

Permeteume tots que utilitzi la favorable ocasió ab qui la sort me brinda en aquest instant, per primera y potser única volta de ma vida, pera satisfer un del mes vius dalés del meu cor:

Lo de saludar fraternal i carinyosament en vosaltres y en nom també de les Lletres montanyesas y de tots mos coterranis noblement envejosos de vostra prosperitat, lo renaixement gloriós de vostra literatura riquísima [...]



el propio Marcelino Menéndez Pelayo el año 1888 y don José de Echegaray que participó en 1896, ambos también en un discurso de acción de gracias.

Es hora, a estas alturas de retomar algunas de las preguntas planteadas más arriba y acaso introducir otra. De las tres ya citadas quedémonos con la segunda, ¿quién establece el canon? y, con la tercera, ¿cuál es su finalidad y a quién se dirige? y añádanse dos más: en definitiva, ¿cómo inciden todas estos autores, instituciones y obras en el canon decimonónico?, ¿qué conclusiones se pueden extraer? Intentaré dar respuesta a cada una de ellas.

Creo honestamente que se puede establecer un circuito cerrado entre lo que he llamado «teóricos del canon» y los escritores que por una vez me permito llamarles «teórico-practicantes del canon».Ambos establecen el canon. No creo, sin embargo, que los segundos, sobre todo los escritores del siglo XIX, al componer sus obras, estén pensando en codificar, en normativizar, sino más bien en producir por gusto, por necesidad, por vocación, por sentido profesional, por motivos económicos, etc.

Sigo pensando también que todos los autores mencionados con sus respectivas obras influyeron desde su prestigio, desde su reconocimiento intelectual, desde la cátedra a la formación de un canon, tal vez no específico en muchos casos del siglo XIX sino más clásico, más permanente. Tampoco hay que olvidar que introdujeron facetas importantes que permitieron ser imitadas. Me refiero a que muchos de ellos practicaron, entre otras, la técnica de la traducción y con ello dieron a conocer aquí modelos, «cánones extranjeros», así como la actividad periodística, manifestación literaria que no hay que olvidar cuando se habla del canon literario del siglo XIX, y la correspondencia epistolar con su desarrollo pasado, presente y futuro.

Y ya en el espacio y tiempo que me queda quisiera reiterar el objetivo principal de esta comunicación y apuntar algunas conclusiones provisionales. Mi intención ha sido triple:

1. Rescatar del olvido algunas figuras catalanas que para algunos pueden ser mediocres, no dignas de figurar en un estudio profundo o en un tratado de los   -79-   teóricos de la literatura decimonónica. De este olvido se han salvado ya desde hace tiempo, claro está, Manuel Milà i Fontanals y Víctor Balaguer, a los que habría que añadir, la contribución de los Rubió170, a los que no presto atención ya por la falta de espacio y de tiempo

2. Al coincidir estas figuras con su situación académica -profesores de la Universidad de Barcelona y catedráticos del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza- aprovechar esta circunstancia para reivindicar una vez más la aportación científica e intelectual de este colectivo de docentes hoy totalmente desprestigiado desde la altas esferas políticas y desde la sociedad, a la vez que agradecer públicamente y en el ámbito de la que fue su casa profesional, a esta Universidad de Barcelona, sus aportaciones tan valiosas y vigentes todavía en la actualidad.

3. Concebir mi comunicación desde una perspectiva sugeridora, aperturista, generalista en el sentido de apuntar ideas, abrir caminos de investigación, introducir centros de interés investigador en las nuevas generaciones y sucesivas promociones universitarias. que puedan desembocar en rigurosos trabajos monográficos o, incluso, en tesis doctorales.

Y en cuanto a las conclusiones siempre provisionales, apunto las siguientes:

1. El tema del canon es complejo, aleatorio y se presta a mil y una interpretación. Según parece últimamente está despertando inusitado interés y la prueba es que aquí en Cataluña en dos años ha generado ya dos Coloquios de altura científica y rigor académico: el de Lleida en 1996 y el de la Universidad de Barcelona en 1999.

2. Tal vez está llegando la hora, en los albores del siglo XXI y en los albores del III milenio, de revisar los clichés estereotipados de la periodización histórica aplicada al canon literario. Me atrevo a decir, no con cierta osadía, que la división clásica de Romanticismo, Realismo y Naturalismo, sobre todo desde la perspectiva de la más estricta cronología, puede resultar un tanto frívola a la vista de los muchos tratados de Poética y de Retórica que apuntan hacia la edad media, hacia el clasicismo, cuando siempre se ha afirmado que el Romanticismo es la antítesis del clasicismo. Acaso también los Juegos Florales reinstaurados en 1862, año que según el canon más ortodoxo, pertenece ya a la época realista, ¿no dimanan espíritu romántico? Y así se podría seguir replanteando revisiones terminológicas o canónicas, a la vista de muchos títulos de obras.

3. Como cierre de esta comunicación sugiero, como ya he apuntado al inicio, investigar a fondo las aportaciones de estos teóricos del canon a través de toda su producción y cada una de sus obras, y me atrevo a afirmar dos cosas que me sirven para acabar:

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a) con ello se obtendrá un corpus canónico importante hasta ahora poco conocido, a veces marginado, que puede ser muy útil para revisar conceptos, replantear cuestiones, canonizar desde la solidez textual, etc.

b) cuando se historie el canon desde una perspectiva diacrónica y más concretamente el del siglo XIX hay que contar con todas estas aportaciones de todas y cada una de las personalidades aludidas, fruto de una magnífica preparación intelectual y una sólida predisposición a comunicarlas, sobre todo, desde la docencia universitaria y muchos de ellos también desde las aulas de un instituto.



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