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La «Elisa Dido» de Cristóbal de Virués: literatura y teatro

Rinaldo Froldi





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En la Historia de la Literatura teatral del siglo XVI español hay un breve período, exactamente en los años centrales del reinado de Felipe II, en que se producen por parte de unos intelectuales de formación humanista, en distintos lugares (Galicia, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Madrid) intentos de experimentaciones trágicas que sabemos no tuvieron gran éxito pero -como hoy en día los estudiosos concordemente reconocen- influyeron en parte en el proceso formativo de la «comedia nueva».

Fueron intentos de los cuales los españoles del siglo XVII, entregados a otro tipo de concepción dramática, prácticamente se olvidaron y que los del siglo XVIII intentaron revalorizar1, creando una tragedia clasicista que tuvo cierto éxito en las escenas en la segunda mitad del siglo y a principios del XIX, no sin dejar huellas en el drama romántico.

Volviendo ahora a aquellas experimentaciones que se realizaron en el breve período 1577-1587, una de las figuras que más destacan es la del valenciano Cristóbal de Virués, cuyas cinco tragedias se han conservado en el tomo de sus obras: Obras trágicas y líricas del Capitán Cristóbal de Virués publicadas en Madrid en 1609, muchos años después de la composición de las tragedias que la mayoría de los estudiosos consideran compuestas alrededor del año 1580.

En la edición citada, la única conocida aunque se ha sospechado la existencia de una edición precedente que nunca se ha encontrado, la Elisa Dido ocupó el último lugar, lo que me parece que no nos autoriza a pensar que se trata de la última compuesta ni -como algunos investigadores han opinado- de la primera.

Quizás las palabras mismas de Virués puedan aclararnos algo sobre el asunto. Escribe en la carta «Al discreto lector» que precede la edición: «En este libro hay cinco tragedias de las cuales las cuatro primeras están compuestas habiendo procurado juntar en ellas lo mejor del arte antiguo y de la moderna costumbre, con tal concierto y tal atención a todo lo que se debe tener, que parece que llegan al punto de lo que en las obras de teatro en nuestros tiempos se debería usar».

Y añade: «La última tragedia, de Dido, va escrita toda por el estilo de griegos y latinos con cuydado y estudio».

Y concluye: «En todas ellas, aunque hechas por entretenimiento y en juventud, se muestran heroicos y graves ejemplos morales, como a un grave y heroico estilo se debe»2

Ahora bien, surgen espontáneamente unas observaciones:

Virués hace una clara distinción entre las cuatro tragedias editadas como primeras y la editada como última: Elisa Dido. Las cuatro primeras las escribió procurando «juntar en ellas lo mejor del arte antiguo y de la moderna costumbre» para llegar al punto «de lo que en obras del teatro en nuestros tiempos se debería usar», es decir, obras representables para un público contemporáneo, no sin el debido respeto a una antigua y noble tradición   —2→   que hace de la tragedia un género elevado; evidentemente un teatro moderno para un público culto.

Elisa Dido, Virués la presenta como un ensayo, un intento extraordinario, un difícil ejercicio llevado con «cuidado y estudio» fuera de la moderna costumbre, es decir del gusto contemporáneo, porque se inspira en gran parte a los modelos clásicos, en estructura y en su realización poética.

Con todo eso, las cinco tragedias tienen elementos comunes, pues la finalidad es la misma: la de enseñar moralizando, oficio fundamental de obras de «grave y heroico estilo» cuales son las tragedias.

Teniendo presente estas observaciones notaremos que desde el punto de vista de la estructura formal la diferencia de Elisa Dido respecto a las demás tragedias resulta evidente; Virués la escribe en cinco actos mientras las otras están compuestas por tres (no hay que olvidar que en la época esto se consideró una novedad). Lope de Vega en el Arte Nuevo le atribuyó el mérito de la innovación:


«El Capitán Virués, insigne ingenio
puso en tres actos la tragedia».3



Además introduce el coro -ausente en las otras- no sólo en función del comentario moral al final de cada acto sino como personaje que dialoga con otros personajes; respeta la unidad de tiempo y de lugar -y relativamente la de acción, como veremos-, adopta un ritmo narrativo pausado y calmo -en cierto sentido «griego»-, utiliza figuras típicas del teatro clásico: el mensajero, los sacerdotes, el aya fiel, el fantasma que aparece en sueño...

¿Cuáles fueron los modelos en que se inspiró Virués?

Los principales estudiosos de su teatro no han encontrado fuentes clásicas directas y generalmente opinan que, sea en el plan teórico o en el práctico, los modelos fueron italianos; serían conocidos por el valenciano, considerando sus largas estancias en Italia desde joven, cuando se alistó a la armada que combatió a los turcos (intervino bajo don Juan de Austria en la batalla de Lepanto en 1571 y en la de Tunís 1573) y más tarde, después de una breve temporada pasada en los Países Bajos, vivió en Italia con mayor continuidad, en el Sur y en Milán. Son los años en que, como dirá Lope de Vega,


«tomando ya la espada, ya la pluma»,4



compuso sus tragedias.

Viviendo en Italia pudo, por lo tanto, darse cuenta del gran debate que se había originado sobre el concepto mismo de tragedia, influido por las distintas interpretaciones de la Poética de Aristóteles, de la Ars poetica de Horacio, y por los comentarios al teatro senequista. Pudo darse cuenta también de la evolución que se había realizado no sólo en el campo teórico sino también en la praxis escénica, desde el inicial intento de reconstrucción del teatro griego que se concretó en una obra maestra: la Sofonisba de Giovan Giorgio Trissino, compuesta en los años 1514-1515 y publicada en 1524. Se   —3→   inspiraron en esta tragedia que se ha definido como la primera tragedia moderna de imitación clásica en un idioma vulgar, textos como los de Giovanni Rucellai (Oreste y Rosmunda, publicados póstumos, en 1525, pero compuestos bastantes años antes) o la tragedia Antígone de Luigi Alamanni escrita alrededor de 1525, la Tullia de Lodovico di Lorenzo Martelli, de 1533 o, en fin, aquella Dido in Cartagine que Alessandro Pazzi de' Medici compuso en 1524, difundida sólo manuscrita, inspirada por la Eneida virgiliana y que pudo ver la luz únicamente en el siglo pasado.

Pazzi de' Medici solamente escribió esta obra original, aunque había traducido al italiano dos tragedias de Eurípides y una de Sófocles5 y, sobre todo conquistó fama en Europa por la versión al latín de la Poética de Aristóteles (la segunda después de la de Lorenzo Valla) que es de 1524, contemporánea por lo tanto a la redacción de la Dido in Cartagine, pero que se publicó póstumamente en 1537 en Basilea.

Todas las obras que acabamos de citar pertenecen al pleno Renacimiento italiano y son directa expresión de los ideales de aquella época, en que se quisieron resucitar los paradigmas clásicos, en una concepción de la vida eminentemente estética.

La estancia en Italia de Virués no coincide con este momento de plenitud del Renacimiento; coincide con el período que los estudiosos reconocen como el de la crisis del Renacimiento, una edad que cada vez se aleja más de los grandes ideales humanísticos y se abre a una sufrida, insegura y angustiada cosmovisión.

Por lo que se refiere al teatro trágico, ya alrededor de los años cuarenta, se había superado el aristotelismo trisiniano y el culto a la tragedia griega por medio de la producción teatral muy extensa de Giovan Battista Giraldi Cinzio y de Ludovico Dolce, evolución sustentada por un amplio conjunto de argumentaciones teóricas.6

Los dos cuidaron siempre de la representación de sus obras, preocupados de corresponder al gusto de un público exigente que los dramaturgos querían hacer partícipe de sus mismas inquietudes ideológicas y estéticas.

En estas tragedias de la mitad de siglo, el planteamiento temático y formal ya no es el de la tradición griega, y los autores quieren diferenciarse abiertamente. Es así que a los modelos griegos se prefiere el modelo latino de Séneca, penetrado de una moral estoica que se acoge, no sin reminiscencias de interpretaciones medievales, a una acepción cristianizada. De aquí una sentenciosidad retórica fuertemente moralizante que llega a utilizar el elemento agresivo y violentamente provocativo del terror y hasta del horror.

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A este tipo de tragedia se adhiere Virués en las cuatro suyas que se han considerado siempre las más originales, las compuestas -según sus palabras- «habiendo procurado juntar en ellas lo mejor del arte antiguo y de la moderna costumbre».

Parece esto corresponder a lo que propuso Giraldi Cinzio que -como sostiene aquel óptimo estudioso de la tragedia italiana del siglo XVI que responde al nombre de Renzo Cremante- «la strategia letteraria giraldiana sembra dominata da una tenace e laboriosa ricerca di compromesso, di mediazione, di contemperamento fra l'antico e il moderno»7.

En efecto, Giraldi muchas veces afirma el carácter novedoso de su tragedia, correspondiendo al gusto del público, que muda con el paso de los tiempos, de un teatro que debe


«...servire a l'età, agli spettatori»8



conceptos por lo demás muy claramente manifiestos en el plan teórico en su Discorso intorno al comporre delle commedie e delle tragedie que se remonta al año 1543.

Bastante evidente resulta la coincidencia de las ideas entre el italiano y Virués. Pero en este nuevo «moderno» tipo de tragedia se inspira Virués tan sólo en las primeras cuatro de su edición o, ¿también en Elisa Dido?.Y esta última, ¿hay que considerarla la inicial de su producción dramática, como han sostenido algunos críticos, o asimilarla a La infelice Marcela en la etapa final de su producción, como opinó Leandro Fernández de Moratín? ¿O es -como sostuve en otra ocasión9- un texto de carácter excepcional, una empresa extraña a sus intereses habituales, un atrevido ensayo, casi un intelectual desafío a sí mismo que, como tal, puede pertenecer a cualquier momento de su actividad teatral?

Lo que me parece cierto es que Elisa Dido no se puede considerar tout-court un intento de tragedia renacentista, de molde griego y trisiniano, porque si el ritmo de la composición, lento y pausado, se inspira en el ritmo griego de Trissino, hay otros elementos que detectan más bien la influencia giraldiana; por ejemplo, la división en cinco actos constantemente adoptada por Giraldi, mientras que Trissino no usa la división en actos y escenas, siguiendo la morfología de la tragedia griega. Pero hay algo más: creo que Virués, refiriéndose al estilo «de los griegos y de los latinos» piensa sobre todo en las imitaciones italianas de los clásicos como imprescindibles modelos que seguramente conocía. Los mismos originales griegos de la época se conocían a través de las traducciones al latín y hasta al italiano, y el teatro de Séneca fue enteramente traducido al italiano por Lodovico Dolce en 1560.

Un ideal ecléctico presidía la elaboración de los textos de Giraldi y de sus contemporáneos, y una experimentación que aúna «antiguo y moderno» parece ser la de Elisa Dido. Porque si en el aspecto estructural y formal domina lo «antiguo», no se puede dudar que en el plano temático e ideológico el concepto de fondo es «moderno».

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Tenemos que recordar que después de la Dido in Cartagine compuesta por Alessandro Pazzi de' Medici en 1524 siguiendo las huellas del poema virgiliano y las modalidades estructurales y estéticas de Trissino, el mismo tema de Dido, suicida por amor, es tratado en sendas obras de los trágicos reformadores: la Didone de Giraldi Cinzio de 1541 ejecutada en Ferrara y luego publicada en 1543, y poco después, la Didone de Lodovico Dolce, representada en Venecia en el Carnaval de 1546. Estas dos tragedias están también modeladas sobre el relato virgiliano aunque revelan una fuerte acentuación moralizante que en la de Giraldi denota una evidente inspiración cristiana. Se esfuma el motivo de la inexorabilidad del Fato y Eneas, reconduciéndose a la razón


«...ch'occupata era dal senso»;10



o tanto seguirá la voluntad de Júpiter sino


«.......................................ad ubidire
si disporrà al Signor che regge il Cielo».11



El poeta estima su deber enseñar. Su obra, proponiéndose la utilidad moral para los espectadores, no puede pretender sino inducir a aquel amor honesto como el único que puede alcanzar la verdadera felicidad.

El tema que el autor


«ad útil común conduce in scena,
cosí mai siempre a ben amar v'induca
con ben felice fine, honesto Amore».12



De aquí la constante reflexión sobre el falso y el verdadero bien, sobre las cosa terrenas y las celestiales, los engaños del mundo y las certezas eternas:


«............................chi gioir desía
come di proprio e vero bien, d'alcuna
de le cose che il tempo e sorte solve,
ferma il pensier su il vento e su la polve»,13



pues se trata de bienes


«.............................a cui vano disío ne invoglia
e vanno e vengon come in arbor foglia»,14



de aspiraciones y anhelos ciegos:

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«cose in ch'il desío cieco si riposa,
in quella tenebrosa
vita che con lusinghe e inganni sui
ci adombra ed appanna sì la mente altrui
che dal conoscimento il tragge fuori,
onde perder gli fa per gli mortali
quegli, a cui nati siam, beni immortali».15



Y, meditando sobre la vanidad de las aspiraciones humanas el autor llega a amonestar explícitamente al público para que se guarde de los inciertos bienes mundanos, sobre todo del amor insano como el que ha conducido a Dido a un mísero fin:


«....................a noi non tien fede
né ria fortuna, né fallace Amore
e di chi si fida in lor misero more»,16



pues


«amor, che al cominciar dolce si mostra
si scopre nel fin poi cotanto amaro
che ben proviam, che in questa mortal chiostra
egli è la morte nostra,
quando vuol di noi fare acerbo scempio,
e ce ne dà Didon misero essempio.
Dunque chi questo vede
per ischifare e l'uno e l'altro errore,
volga al verace ben subito il core».17



Una Dido, por lo tanto, muy lejana de la heroica epicidad virgiliana, una Dido culpable, que sirve como modelo negativo para una finalidad positiva en un marco de incertidumbre y angustia, que parece negar una posible felicidad a los mortales en esta vida.

En cuanto a Lodovico Dolce, en su Didone, con base en un eclecticismo más académico del de Giraldi, hay mayor fidelidad al aparato mitológico y a la tradición clásica pero, como en Giraldi, hay una visión pesimista del amor. Así habla el dios del amor en el prólogo:


Nell'una mano io porto
dubbia speme, fallace e breve gioia;
nell'altra affanno e noia,
pene, sospir e morte».18



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El mismo protagonista, Eneas, constatando su error, en el acto segundo afirma:


«O quanto son diversi i pensier nostri
dal voler di colui ch'el tutto regge!
Quanti disegni se ne porta il vento!
O fallaci speranze, o vita incerta,
lieve e mutabil più che al vento foglia!»19



También para él Dido es víctima de la pasión amorosa que obscurece la razón y quita capacidad de recto juicio:


«..............quell'amor che l'intelletto adombra
né lascia far altrui giudizio sano».20



Y aún escribe más contra el amor:


«Ahi, dannosa vaghezza
ahi, d'amor fiamma: ben se tu cagione
d'ogni mal, d'ogni danno
in che cade sovente
la meschinella gente».21



Es inexorable su condena del amor profano, cuyas dañinas consecuencias pueden ser catastróficas: en efecto, Dolce concluye la tragedia, después del atroz suicidio de Dido, con la tremenda visión de la destrucción de Cartago. Su idea de la divinidad parece negar la posibilidad de la libertad humana. Ineluctablemente trágica es su concepción del humano destino:


«Quel dì, che'l miser uomo
veste qua giuso l'alma
di questo corporal caduco velo,
là su con lettre salde e adamantine
è discritto il suo fine.
Però ai fati cedete
voi che felici o sventurati sete:
ch'ogni cosa mortal governa il Cielo».22



Decíamos anteriormente que lo «moderno» parece caracterizar a la Elisa Dido de Virués, a parte de la ecléctica «antigua» estructura clasicista. Explico mi opinión.

Todos los textos italianos examinados se remontan al poema virgiliano, aceptando la versión del legendario infausto enamoramiento de Dido por Eneas.

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A estos textos, de los cuales con toda probabilidad Virués, viviendo en Italia, tuvo conocimiento, siendo por lo demás, argumento de acalorados debates entre los literatos, podemos añadir un texto español: La tragedia de los amores de Eneas y de la reina Dido de Juan Cirne.

Crawford y Gillet, editores modernos de la obra conservada en único ejemplar (edición de Lisboa, repleta de lusitanismos, fechada en 1536,23 basándose en unas consideraciones sobre la impresión de la portada, donde la fecha no está impresa sino grabada, opinan que debió de editarse alrededor de la mitad del siglo XVI. Difícilmente Virués la conoció: de todos modos también ésta acepta la tradición virgiliana.

Ahora bien, Virués recusando la «clásica» leyenda, quiso polémicamente oponerse a ella, acogiendo, por contra, la tradición histórica que se remontaba a las Historiae Philippicae de Justino,24 versión que triunfó en la Edad Media y que sintetizó bien Petrarca cuando en sólo dos versos quiso subrayar que la muerte de Dido se debía al devoto amoroso recuerdo de su esposo, y no al amor por Eneas, como de opinión común:


«.............................Dido
ch'amor pio del suo sposo a morte spinse,
non quel d'Enea, com'è pubblico grido».25



Virués, como Petrarca, rechaza la tradición virgiliana que considera una injusta calumnia: en mi opinión la suya es una clara muestra de oposición al conformismo ideológico clasicista.

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Para él, Dido no es la mujer víctima de la pasión amorosa, la que pudo faltar a la memoria de su esposo, la mujer que alguien con impropio anacronismo ha definido como «romántica», sino la heroína de la fidelidad, la que se sacrifica para guardar su honor y, al mismo tiempo, su pueblo.

Así, al final de la tragedia asistimos a su glorificación, hasta a su divinización por boca del mismo Yarbas, aspirante a su mano, conmovido por la nobleza de su gesto, y mutado de enemigo a protector de Cartago.

De tal manera Dido es elevada a hermoso ejemplo de amor al verdadero bien y de rechazo del amor profano. Es un tema que recuerda los desvelos y las amonestaciones giraldianas. Virués pone en boca del personaje de Ismeria estas exclamaciones:


«¡Ay, de quien fía en cosas de la tierra!
¡Ay, de quien pone fe en cosas del suelo!
¡Todo es engaño este caduco mundo!
¡Toda es dolor esta caduca vida!».26



Y consigna al coro que cierra la tragedia la invitación a meditar sobre la falacia de las cosas humanas y sobre la vanidad de las mundanas, ilusorias esperanzas:


«¡Ay, esperanza humana,
falsa, mudable, ciega, injusta y vana!».27



La mayor de las ilusiones es la del amor terreno: sólo verdadero amor es el del Cielo, de la divina Providencia que debemos invocar para que nos proteja:


«Tú, santa Providencia,
que miras en su infierno
estas mortales míseras pasiones,
con tu dulce clemencia,
toma en tu fiel gobierno
los frágiles humanos corazones,
y corrige y enfrena
su brava furia destas furias llena;
que si piedad no tiene al hombre el cielo,
sin remedio está el hombre y sin consuelo».28



Una visión por lo tanto, amarga de la vida que no tiene nada que ver con la renacentista y que corresponde a la que encontramos en las demás tragedias de Virués,   —10→   centradas en los temas de las locas ambiciones humanas, de la corrupción de las cortes, de la tiranía, de las deletéreas aficiones terrenas, de las pasiones desaforadas.29

Pero en la Elisa Dido contrasta con esta sufrida visión de la existencia la figura noble de la reina de Cartago, ejemplo excepcional de virtud que nos amonesta, en definitiva, de que la virtud en este mundo se consigue sólo con el sacrificio, cuando se tiene austera confianza en los superiores valores.

La preocupación ética me parece el tema fundamental de la inspiración de Virués: esto es así en las tragedias, también en la gran narrativa épica, de hondo sentido religioso, del Monserrate y en las mismas poesías líricas.

Se pueden notar en el texto de la Elisa Dido unos motivos que nos hacen recordar otros presentes en las demás tragedias como, por ejemplo, los que rozan la temática política. José Luis Sirera, profundo conocedor del teatro valenciano, y en particular de Virués, convencido de que Dido opera sobre todo «por orgullo personal», llega hasta el punto de considerar que el verdadero dilema al que se enfrenta la protagonista está entre el mantener su ambición personal (la de la consolidación política de su proyecto) o el renunciar en aras de otra opción política: la de ceder el reino a Yarbas30. Para mí el dilema trágico está por el contrarío (y me parece que Virués insiste reiteradamente sobre este punto) entre el preservar el futuro de Cartago (responsable actitud de un buen soberano) y el conservar la fe jurada a Siqueo. Virués hace que Dido, con su inteligencia, consiga lo uno y lo otro, resultando de tal manera una gran reina y una casta mujer. Pero esto lo consigue con el sacrificio de su vida, única solución posible, aunque terriblemente trágica.

Desde el punto de vista político es significativa la carta que Dido escribe a Yarbas antes de suicidarse en la que se manifiesta su astuta prudencia. Respetando al enamorado y reconociendo la «noble causa» que lo ha animado, lo induce a hacer a favor de Cartago lo que ella misma habría hecho viviendo. Evocando su matrimonio con Siqueo, celebra el


«................casto Amor, divino y santo,
que recíproco en ambos fue igualmente,
fue sin igual en todo el ancho mundo».31



Y revela que:

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«...............................yo a Siqueo
prometí castidad........................
la cual con fe firmísima he guardado».32



Y si hoy, en presencia del contraste entre la fuerza del amor de Yarbas y la del Cielo, no hay otra vía para salvar la castidad que la muerte, llega a declararse firmemente convencida de que va a:


«................alcanzar la gran victoria
que con la muerte alcanzo».33



No pienso que la ponderada astucia de Dido al fingir su disposición a casarse con Yarbas para luego preparar el suicidio secreto, permita definirla como «un personaje doblado a la vez de rasgos positivos y negativos»34; por lo menos creo que así no la juzgó e imaginó Virués que quiso representarla como un personaje positivo. Excesivo también me parece extraer del texto la conclusión de que la obra sea «un ejemplo político de los riesgos que comporta la ambición del poder y su mismo ejercicio»35. Opino que Virués quiso proponer con Dido un ejemplo principalmente de virtud moral y al mismo tiempo un ejemplo de prudente conducta política. Dido va contra la triste realidad del mundo y triunfa como reina y como mujer.

Otra consideración de carácter político es la que propone Alfredo Hermenegildo cuando subraya las reacciones de los cortesanos Carquedonio y Seleuco que al conocer la declarada intención de Elisa de aceptar la propuesta de nupcias deYarbas, intentan contrastarla y se lanzan a una infeliz salida contra el ejercicio númida que los lleva miserablemente a la muerte. Indudablemente esto significa una «desarticulación del sistema de relaciones entre súbditos y soberano» como juzga acertadamente Hermenegildo36, algo que corresponde al tema de las luchas cortesanas repetidamente afrontado por Virués en su teatro aunque hay que notar que en esta tragedia el tema no tiene ulterior desarrollo: la acción secundaria se extingue rápidamente. De este modo el autor prácticamente consigue la unidad de acción. También se puede observar que Virués se preocupa por presentar esa acción de los cortesanos, digamos subversiva, más bien como fruto de un amor insensato (y como tal la juzga Dido y los demás personajes), consecuencia de unos celos furiosos:


«No hay en amor dulzura,
—12→
no hay en amor regalo,
no hay estado en amor de amor tan lleno,
que en horrible amargura,
que en forte azote y palo,
que en rencor bravo, que en mortal veneno,
en el más sano seno
no le convierta esta furiosa rabia».37



En la angustiada visión de la vida humana en que se amolda el teatro trágico de Virués, Elisa Dido representa un momento relativamente positivo, como ya dijimos, que se configura en la contemplación -mediante la artística recreación de un episodio de una leyendaria historia antigua- de una ideal figura de perfección, casi una trasposición en formas teatrales de un poético apólogo moral, de un solemne y monumental panegírico.

A propósito de esta tragedia, María Rosa Lida de Malkiel habló de un «escenario único y grandioso»38, y Alfredo Hermenegildo habla de unas «escenas grandiosas de amplio contacto con el público»39, afirmaciones ambas perfectamente apropiadas y pertinentes, considerando que Virués consigue montar un espectáculo de solemne implantación escenográfica, lo cual deducimos no tanto de las acotaciones que faltan (sólo hay, al principio, la de «El teatro es un templo de Júpiter, audiencia pública de Dido en Cartago»), sino del mismo texto poético. En este espacio se mueven, con los protagonistas, los ministros del templo (que componen el coro), la guardia real y unos miembros del Consejo de Ministros. En el mismo espacio la reina recibe con solemnidad al enviado de Yarbas, Abenamida, y en este espacio, en el fondo, está colocada una puerta que introduce al palacio real, abierta la cual aparecerá en la escena final de la tragedia el gabinete de la reina con el tálamo donde yace el cuerpo de la suicida, que se ha herido mortalmente con la espada que le había mandado en dádiva Yarbas, y con los otros dones, cetro y corona, arrojados por el suelo. Escena, sin duda, de gran efectismo, elemento que al lado de la amonestación moral descubre claramente su origen senequista.

Pero en Virués se denota también el propósito constante de perseguir aquella gravedad y majestad que Giraldi reconocía como prerrogativa del teatro romano de Séneca. Virués no sólo las realiza en la conducta y en lenguaje de la protagonista, sino que también se esfuerza en aplicarlas a los demás personajes. Los mismos cortesanos, Seleuco -el gobernador- y Carquedonio -el capitán general- víctimas de sus ambiciones pero, sobre todo, de un imposible amor y de insanos celos, actúan y hablan de forma sosegada y comedida, reconociendo además sus culpas; y sus enamoradas son mayor ejemplo de decoro y compostura. Ismeria, la camarera fiada de la reina, afectuosamente devota y sincera, recatadamente enamorada de Seleuco, cuando comprende que Seleuco la había estado engañando fingiendo un amor que secretamente destinaba a Elisa, sufre con dignidad el desengaño, no insulta al desleal y sólo amargamente expresa su desconfianza en las falsedades del mundo.

Como Ismeria, Debora, la «señora cautiva», como reza el reparto, hija de un rey vencido por Carquedonio y que reside en la Corte porque éste le concedió vida y honor, enamorada de él sin que éste le corresponda, cuando se da cuenta de la imposibilidad de   —13→   realizar su sueño, sufre llorando su triste destino de esclava y rechazada, aunque, al mismo tiempo, no puede sino evocar con delicadeza y patéticamente


«..................la presencia bella
del afligido Carquedonio amado».40



El mismo Yarbas, rey de Numidia, que al inicio de la tragedia aparecía en las palabras de los cortesanos de Cartago como un terrible tirano, adquiere dignidad y se comporta magnánimamente ante el sacrificio de Elisa: promete la libertad al pueblo de Cartago y termina reconociendo que la muerte de Dido ha permitido que fuera:


«a mayor grado que de reina alzada
la ecelsa, heroica y grande Elisa Dido».41



Virués ha conseguido dar una solemne caracterización a los personajes, nobles y dignos como conviene a los protagonistas del género trágico, por lo demás cada uno bien definido psicológicamente. Se mueven poco en el escenario y confían a las palabras más que a los gestos sus sentimientos y pasiones. Inevitablemente, este procedimiento favorece el énfasis oratorio, aunque hay que reconocer que Virués no excede en este punto y sabe conducir con soltura también los diálogos; excede quizás, a veces, en muletillas o juegos de palabras inoportunos respecto a la gravedad del contexto trágico. Pero, en general, el dictado poético es excelente, sea en el ritmo sosegado de los endecasílabos sueltos, sea en las ágiles silvas de intensa entonación lírica a que se amoldan los coros.

Los relatos de Ismeria sobre las vicisitudes de Dido desde la partida de Tiro y la llegada de Cartago (cuatro largos trozos que un moderno espectador desearía de más corta extensión) obedecen al intento de informar al público sobre los antecedentes del drama, pero al mismo tiempo a dar mayor realce a la figura humana y política de Dido; por eso resultan congruentes con la economía de la tragedia; no son monótonos sino fluidos, y preanuncian la notable capacidad narrativa en versos que caracterizará el Monserrate.

Si notables son las cualidades literarias del texto, también digna de nota es la habilidad del metteur en scène: en la óptica de las reglas clásicas es innegable que la tragedia tiene coherencia interior. Además Virués sabe definir sus personajes, montar un enredo sencillo, pero atractivo para el público debido a la situación de suspense sobre la decisión de la protagonista, que se resuelve tan sólo en el final, cuando en el escenario aparece el espectáculo conmovedor del trágico suicidio de la reina, y por el aliento lírico de los coros que rematan apropiadamente los actos.

La obra es algo más de lo que tradicionalmente se ha considerado, es decir, un mero intento de reconstrucción arqueológica, por lo demás, fracasado.

Para mí, Elisa Dido, es una tentativa de montar un espectáculo con el respeto a las normas clásicas, pero de contenido anticlásico, como se manifiesta en el repudio al culto clasicista de Virgilio y en la constante presencia de una idea pesimista acerca de la condición humana, de la visión angustiada de la realidad mundana a la cual Virués   —14→   propone un ideal de perfección moral que sólo con el sacrificio personal alcanza un verdadero valor.

No creo que en la producción de Virués Elisa Dido sea literaria y dramáticamente inferior a las demás tragedias, pero no hay que olvidar que todas se dirigían a un público selecto: todas obedecían al intento de dar una superior forma literaria al teatro de la época.

Seguramente Elisa Dido, experimentación en cierto sentido anómala, es la menos apta para comprender la futura evolución hacia la comedia barroca, pero queda como un importante documento de una tentativa de teatro culto, seguramente no popular y que, desde el punto de vista del contenido, testimonia la presencia de Virués en el abierto debate europeo sobre la dramática de su tiempo, así como su participación en un conflictivo debate ideológico más amplio que, rechazando los ideales de fondo del Renacimiento, se encaminaba hacia una nueva concepción de la realidad y del arte.





 
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