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Capítulo XXIV

La época de la gran originalidad ha pasado también para el hombre.-Valor de las ideas originales de los ingenios legos.-Condiciones que tendrán que darse para que la mujer posea literatura original.

     Creo que fue Mauricio quien notó que, hoy por hoy, los pensadores más originales son los que conocen más a fondo las ideas de sus predecesores; y ya en lo sucesivo no fallará esta regla. Sube tan alto el edificio, que el que quiera a su vez colocar una piedra sobre las otras tiene que elevar penosamente su sillar hasta la altura que alcanza la obra común. ¿Cuántas mujeres existen que hayan realizado esta tarea? ¿A cuántas se les ha permitido adquirir la alta cultura que necesita hoy un filósofo? Sólo Madama de Sommerville conoce tal vez todo cuanto es preciso saber hoy en matemáticas para estar a la altura de realizar un descubrimiento notable. ¿Será por eso Madama de Sommerville una prueba de la inferioridad de la mujer, si no consigue la dicha de contarse en el número de las dos o tres personas que durante el tiempo que ella viva asocien su nombre a cualquier adelanto notorio de las matemáticas? Desde que la economía política se ha elevado a ciencia, dos mujeres han sabido de ella lo bastante para escribir páginas muy útiles sobre esta materia. ¿Existe algún hombre, entre la innumerable cantidad de autores que han escrito de economía política durante este período, de quien pueda decirse en conciencia que hizo más? Si todavía ninguna mujer ha llegado a ser un gran historiador, tampoco ninguna ha podido reunir el lastre de erudición que el historiador necesita. Si ninguna mujer ha sido un gran filólogo, tampoco sé de ninguna que haya estudiado el sanscrito, el eslavo, el gótico de Ulphilas, el zendo del Avesta; y en las mismas cuestiones prácticas ya sabemos a dónde llega la originalidad de los ingenios legos, que inventan nuevamente, en forma rudimentaria, lo ya inventado y perfeccionado por una larga serie de precursores. Cuando la mujer haya acumulado la suma de conocimientos que necesita el hombre para sobresalir en un terreno original, será ocasión de juzgar por experiencia si puede o no ser original la mujer.

     Sucede con frecuencia que quien no ha estudiado con atención y a fondo las ideas ya emitidas sobre un asunto tiene, por efecto de sagacidad natural, una intuición feliz de esas que la sagacidad puede sugerir, pero que no alcanza a probar, y que, sin embargo, llegada a madurez, traería considerable incremento a la ciencia. En casos tales la intuición se esteriliza, y no apreciamos su verdadero valor hasta que los más doctos la hacen suya, la comprueban, la dan forma práctica o teórica y la colocan en el lugar que le corresponde: entre las verdades de la filosofía y de la ciencia. Nadie supondrá que la mujer carezca de esas ocurrencias y oportunidades científicas. Una mujer inteligente las derrama a granel. Lo más frecuente es que se pierdan por falta del compañero o del amigo que, poseyendo caudal de conocimientos, tase las ocurrencias en todo su valor y las propague en público; y aun cuando tan feliz casualidad se diese, y allí estuviese el eco, el amigo, el esposo de la inventora, la idea se atribuye antes al que la publica que a su verdadero autor. ¿Quién es capaz de contar las ideas originales que, dadas a luz por escritores del sexo masculino, pertenecen realmente a una mujer que se las sugirió, sin que el hombre les preste más que la tasación y el engarce. Si yo hablase por experiencia propia, diría que el caso es frecuentísimo.

     Si de la especulación pura regresamos a la literatura en el sentido más estricto de la palabra, hay una razón general que nos explica por qué la literatura femenina suele ser una imitación de la masculina en su ideal general y en sus rasgos más salientes. ¿Por qué la literatura latina (según nos enseña reiteradamente la crítica moderna) en vez de ser original es una imitación de la literatura griega clásica? Ni más ni menos que porque los griegos se anticiparon a los romanos. Fantaseemos que las mujeres hubiesen vivido en un país donde no existiesen hombres, y que no hubiesen leído nunca ni un solo escrito de autor masculino; a buen seguro que tendrían su literatura propia. No han creado literatura original, porque se encontraron con una creada del todo y ya muy adelantada. A no producirse nunca solución de continuidad en el conocimiento de los clásicos: si el Renacimiento brillase antes de la construcción de las catedrales góticas, no llegaría a construirse ninguna. Observemos cómo, en Francia y en Italia, la imitación de la literatura antigua paralizó el desarrollo de un arte original. Toda mujer que escribe es discípula de grandes escritores del otro sexo. Las primeras obras de un pintor, aunque el pintor se llame Rafael, descubren la misma manera de su maestro. El propio Mozart no desplegó originalidad en sus primeras composiciones.

     Lo que un individuo apto realiza en muchos años, sólo lo realizan las multitudes en el transcurso de varias generaciones. Si la literatura femenina ha de llegar a poseer en conjunto un carácter diferente del de la masculina, en armonía con las diferencias sexuales y las tendencias naturales de su sexo, el fenómeno pide mayor espacio y tiempo del que ha transcurrido, y sólo en muchos años podría la literatura femenina sacudir el yugo de los modelos y obedecer a su propio impulso. Pero si, como creo en conciencia, no existe en la mujer ninguna tendencia natural que diferencie su genio del masculino, no por eso puede negarse que toda escritora tiene sus tendencias peculiares, y que hoy por hoy sufren inevitablemente la influencia del precedente y del ejemplo, habiendo de sucederse muchas generaciones antes de que la individualidad femenina tenga el desarrollo necesario para desligarse de este lazo y sustraerse a este ascendiente.

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