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Capítulo XXV

La mujer artista.-Causas de la superioridad de los grandes pintores de los siglos pasados.-Falta de tiempo que aqueja a la mujer.-Relación entre las aptitudes para el tocador y la elegancia doméstica, y las altas facultades artísticas.

     Donde más domina la prevención contra la originalidad de la mujer, es en las bellas artes propiamente dichas, puesto que, digámoslo en puridad, la opinión no se opone a que las cultiven, antes bien las impulsa, y en la educación de las señoritas se concede bastante lugar a la pintura, música, etc., sobre todo en las clases pudientes(3). En este género de producción, más que en ninguno, se han quedado las mujeres muy rezagadas y lejos de la cima. Con todo eso, la inferioridad se explica muy fácilmente, con sólo recordar el hecho conocidísimo, y más evidente aún en las bellas artes que en cualquier otro ramo, de la indiscutible inferioridad del aficionado respecto del artista de profesión. Casi todas las mujeres de las clases ilustradas cultivan más o menos asiduamente algunas de las bellas artes, pero sin intención de utilizarlas ganando su vida, o de un modo más desinteresado y puro, conquistando fama y gloria. Las mujeres artistas son todas aficionadas. Las excepciones sirven para confirmar la regla; la mujer aprende música, no para componer, sino únicamente para ejecutar: de ahí que los hombres sobrepujen en música, a título de compositores, a las mujeres.

     Para intentar una comparación equitativa, sería preciso cotejar las producciones artísticas de las mujeres con las de los hombres que no son artistas de profesión. En la composición musical, por ejemplo, las mujeres no ceden el paso a los aficionados del otro sexo. En la actualidad hay pocas mujeres, muy pocas, que pinten por oficio, y las que lo realizan comienzan a mostrar tanto talento como los émulos varones. Los pintores del sexo masculino (con permiso del Sr. Ruskin) no hicieron prodigios en estos últimos siglos, y pasará mucho tiempo antes de que aparezcan genios pictóricos. Los pintores de antaño sobrepujan a los modernos, porque antaño muchos hombres superiores, de altas cualidades, se dedicaban a la pintura. En los siglos XIV y XV, los pintores italianos eran los hombres más completos, más cultos de su generación. Los maestros poseían conocimientos enciclopédicos y sobresalían en todo género de producción, lo mismo que los grandes hombres de Grecia. En aquel entonces las bellas artes eran tenidas por oficio nobilísimo, y el artista obtenía distinciones que hoy sólo se ganan en la política o la guerra; por el arte se granjeaba la amistad de los príncipes, y el artista se colocaba al nivel de la más alta nobleza. Hoy los hombres de valía juzgan que pueden dedicarse a algo más importante para su propia fama y más en armonía con las necesidades del mundo moderno, que a la pintura, y es raro que un Reynold o un Turner (cuyo puesto entre los varones ilustres no pretendo fijar aquí), haya elegido el pincel para sostén de su fama.

     La música es otra cosa: no exige fuerza intelectual, y al parecer, el genio músico es gracia o don de la naturaleza; por eso podríamos extrañar que ninguno de los grandes compositores haya sido mujer; pero, no obstante, este don natural hay que beneficiarlo con estudios que absorben toda la vida. Los únicos países que han producido compositores de primer orden, en el sexo masculino también, son Alemania e Italia, naciones en que las mujeres se han quedado muy atrás respecto de Francia y de Inglaterra, por la cultura intelectual, así general como especial; la mayoría del sexo femenino en Alemania e Italia apenas recibe instrucción, y rara vez se cultivan las facultades superiores de su espíritu. En esos países se cuentan por centenares y aun por millares los hombres que conocen los principios de la composición musical, y sólo por decenas las mujeres que los sospechen. De suerte que, admitida la proporción, no podemos exigir que aparezca sino una mujer eminente por cada cien hombres; y los tres últimos siglos no han producido cincuenta grandes compositores del sexo masculino, tanto en Alemania como en Italia.

     Aparte de las razones que hemos alegado, hay otras que explican por qué las mujeres se quedan rezagadas en las poquísimas carreras en que tienen entrada ambos sexos. Desde luego afirmo que pocas mujeres tienen tiempo para dedicarse seriamente al estudio: esto podrá sonar a paradoja, pero es un hecho social patentísimo. Los detalles de la vida absorben imperiosamente la mayor parte del tiempo y del ingenio de las mujeres. Empecemos por el gobierno de la casa y sus gastos, quehacer inevitable a que se dedica en cada familia una mujer por lo menos, generalmente la que ya ha llegado a la edad madura y tiene experiencia, excepto cuando la familia es lo bastante rica para fiar este cuidado a un dependiente, y soportar el despilfarro y las malversaciones inherentes a esta manera de administrar. La dirección de una casa, aun cuando no exige mucho trabajo material, es extremadamente enojosa y abruma y entorpece el espíritu; reclama una vigilancia incesante, un golpe de vista infalible, y siempre dispuesto a examinar y resolver cuestiones previstas o imprevistas, que preocupan a la persona responsable, aun cuando sea mujer que pertenezca a clase muy elevada o se encuentre en tal posición que puede eximirse de esta tarea, porque siempre le quedará la dirección de todas las relaciones de la familia con lo que se llama el mundo y la sociedad.

     Cuanto menos tiempo dedica a los cuidados domésticos más la absorben los sociales; comidas, conciertos, soirées, visitas, correspondencia y todo lo que con este artificio social se relaciona. Y no descartemos el deber supremo que la sociedad impone a la mujer, el de hacerse agradable, muy agradable. Las altas clases de la sociedad concentran casi todo su ingenio en cultivar la elegancia de los modales y el arte de la conversación. Además, si miro estas obligaciones desde otro punto de vista, tengo que añadir que el esfuerzo intenso y prolongado que toda mujer que aspira a no presentarse «hecha una facha» consagra a su toilette (no hablo de las que derrochan un caudal en trapos, sino de las que visten con gusto y con el sentido de las conveniencias naturales y artificiales) y quizá también a la de sus hijas, este esfuerzo intelectual aplicado a algún estudio serio las aproximaría mucho al punto culminante en que el espíritu da de sí obras notables en artes, ciencias y literatura. Sí; el tocador como deber se traga gran parte del tiempo y del vigor mental que la mujer pudiera reservar para otros usos(4). A fin de que esta suma de pequeños intereses, que para ellas son importantes, las dejase suficiente vagar, bastante energía y libertad de espíritu para cultivar las ciencias y las artes, sería preciso que dispusiesen de mayor suma de facultades activas que la generalidad de los hombres.

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