Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo XXVI

La mujer obligada a soportar todo el peso de los deberes sociales.-Aspiraciones máximas de la mujer en la actualidad.-No le es permitido correr tras la gloria, intento que en el hombre se ensalza y se aprueba.-Condiciones morales de la mujer.-Lo que más se alaba en ella es virtud negativa, fruto de la esclavitud.

     Hay más todavía. Descartados los deberes cotidianos de la vida, exigimos a la mujer que tenga su tiempo y su ingenio a disposición de todo el mundo. Si un hombre ejerce una profesión que le defiende contra los entremetidos o solamente una ocupación, a nadie ofende consagrándola su tiempo; puede encastillarse en el trabajo para excusarse de no atender a las exigencias de los extraños. ¿De cuando acá las ocupaciones de una mujer, sobre todo las que voluntariamente escoge, la sirven de excusa para prescindir de los deberes sociales? A duras penas la exime de la penitencia social el tener que cumplir indispensables deberes domésticos(5). Se necesita nada menos que una enfermedad en la familia o cualquier otro suceso extraordinario para que sea lícito a la mujer preferir sus propios asuntos a las impertinencias ajenas. La mujer ha de estar siempre a las órdenes de cualquiera, y, en general, de todo el mundo. Si quiere estudiar, ya puede cazar al vuelo los ratos perdidos que al estudio dedica. Una mujer ilustre observa en un libro, que algún día se publicará, que todo cuanto hace la mujer lo hace a ratos perdidos. ¿Es, pues, de extrañar que no llegue a más alta perfección en las materias que reclaman atención constante, y que se han de tomar como fin principal de la vida? La filosofía es una de estas materias, el arte otra, y sobre todo el arte exige que le dediquemos no sólo todos nuestros pensamientos y sentimientos, sino la práctica de un ejercicio incesante para adquirir destreza superior.

     Aún he de añadir otra reflexión que me ocurre. En las diversas artes y en las varias ocupaciones del espíritu, hay un grado de fuerza que es indispensable alcanzar para vivir del arte; y hay otro, superior, a que es preciso subir para crear las obras que inmortalizan un nombre. Los que abrazan una carrera están obligados, sin excepción, a llegar al primer puesto; el otro difícilmente lo alcanzan las personas que no sienten, o no han sentido en algún momento de su vida, ardiente deseo de celebridad. De ordinario se necesita todo el picor de ese estimulante para que el hombre emprenda y lleve a cabo el arduo trabajo y la encarnizada labor que ha de imponerse el artista más rico en facultades para sobresalir en géneros ya enriquecidos con obras maestras de genios eminentísimos. Pues bien; la mujer, sea por causas artificiales, sea por naturaleza, siente rara vez el ansia de celebridad. Su ambición, generalmente, se circunscribe a límites más estrechos. La influencia a que la mujer aspira no rebasa del círculo que la rodea. Lo que anhela la mujer es agradar a quien la mira, ser amada y admirada de cerca, y se contenta casi siempre con talento, arte y conocimientos para tal efecto suficientes. Este rasgo de carácter es preciso tomarlo muy, en cuenta para juzgar a las mujeres en su ser íntimo. Yo no creo en absoluto que ese rasgo de carácter se derive de su naturaleza primordial, antes bien opino que es un resultado previsto y fatal de las circunstancias.

     El amor de la gloria en el hombre es alentado y recompensado ampliamente. Óyese decir que despreciar el placer y vivir trabajando para lograr fama universal es propio de almas nobles, quizá su última flaqueza, y el hombre alardea de buscar gloria, porque al hombre la gloria le abre las puertas de la ambición y hasta le granjea el favor de las mujeres, mientras a la mujer no sólo toda ambición le está vedada, sino que el deseo de fama se toma en la mujer por descaro y osadía. Además, ¿cómo no ha de concentrar la mujer todas las energías de su alma en los seres que la rodean, si la sociedad la impele y obliga a encerrarse en esos límites y la manda interesarse por ellos exclusivamente y hace que de ellos dependa toda su felicidad. El deseo natural de merecer la consideración de nuestros semejantes es tan fuerte en la mujer como en el hombre; pero la sociedad ha arreglado el asunto de tal manera, que la mujer no puede, por punto general, gozar de la consideración pública, a no ser por reflejo de su marido o de sus parientes del sexo masculino, y la mujer se expone a perder la consideración privada de su círculo, de sus amigos, de sus relaciones, cuando aspira a ser algo más que accesorio o apéndice del varón. Quien sea capaz de apreciar y comprender la influencia que ejerce sobre el espíritu de una persona su posición en la familia y en la sociedad y los hábitos de la vida social, se explicará fácilmente casi todas las aparentes diferencias entre la mujer y el hombre, y comprenderá dónde radica la supuesta inferioridad femenil.

     Las diferencias morales (si por diferencias morales entendemos las que provienen de las facultades afectivas para distinguirlas de las intelectuales) suponen, según la opinión general, superioridad en la mujer. Suele asegurarse que vale más que el hombre; vana fórmula de cortesía que debe hacer asomar una sonrisa amarga a los labios de toda mujer de corazón, puesto que la situación de la mujer es la única en el mundo en que está admitido y declarado natural y conveniente un orden de cosas que somete lo mejor a lo peor y esclaviza al bueno en provecho del malo. Si para algo sirven estas inocentadas, es para demostrar que los hombres reconocen la influencia corruptora del poder; esa es la única verdad que probaría la superioridad moral de las mujeres, si existiera. Convengo en que la servidumbre corrompe menos al esclavo que al amo, excepto cuando la servidumbre ha llegado hasta el embrutecimiento. Más digno juzgo de un ser moral sufrir un yugo, aunque sea el de un poder arbitrario, que ejercer el poder sin cortapisas. Afirman que la mujer incurre rara vez en sanción penal, figura menos en la estadística del crimen que el hombre. No dudo que podrá decirse otro tanto de los esclavos negros. Los que están sometidos a la autoridad ajena no pueden cometer crímenes, como no sea por orden y para servicio de sus amos. No conozco ejemplo más notable de la ceguedad con que el mundo (y no exceptúo a la mayoría de los hombres estudiosos) desdeña y desatiende la influencia de las circunstancias sociales, que el estúpido rebajamiento de las facultades intelectuales y el necio panegírico de la naturaleza moral de la mujer.

     La galantería tributada a las mujeres al adular su bondad y moralidad, puede emparejar con la acusación que se las dirige, de que ceden fácilmente a las inclinaciones de su corazón. Afírmase que la mujer no es capaz de dominar su parcialidad y apasionamiento; que en los asuntos graves sus simpatías y antipatías la falsean el juicio. Admitamos que la acusación tenga fundamento, y aún quedará por averiguar si las mujeres se extravían más a menudo por sentimientos personales que los hombres por interés. Siendo así, la principal diferencia entre el hombre y la mujer consistiría en que el hombre sacrifica el deber del bien público ante la egolatría, mientras la mujer, a quien le está vedado atenderse a sí misma, cumple su tarea de abnegación y a ella lo pospone todo. Hay que considerar atentamente cómo la educación que se da a la mujer tiende a inculcarla el sentimiento de que no tiene deberes que cumplir sino con su familia, y especialmente con los individuos varones, y que los únicos intereses a que debe sacrificarse son los del padre, del marido, del hermano, del hijo. En cuanto a los grandes intereses colectivos y los altos fines de la moral, esos diríase que no existen para la educación femenina. Si la mujer obra apasionadamente y sin anchura de miras, es que cumple con excesiva fidelidad el único deber que se la enseña a respetar, y casi el único que se la permite practicar.

Arriba