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Capítulo XXXI

Actual diminución de la influencia femenina.-Hasta qué punto es benéfica.-Por qué no puede la mujer apreciar ni fomentar las virtudes sociales.-La mujer y la beneficencia.

     Hoy en día sigue siendo muy real y positiva la influencia moral de la mujer, pero es menos concreta, peor definida, y sin duda pesa poquísimo en la opinión pública. La simpatía, la comunicación y el deseo que tienen los hombres de brillar ante la mujer, dan a los sentimientos femeninos gran influencia, en que aparecen residuos del ideal caballeresco cultivando los sentimientos levantados y generosos y continuando aquella tradición nobilísima. El ideal de la mujer es quizá, en este respecto, superior al del hombre; en el de la justicia es, sin género de duda, inferior.

     En cuanto a las relaciones de la vida privada, decirse puede en tesis general que la mujer fomenta la humanidad y la ternura, y ataca la austeridad y el cumplimiento del deber, admitiendo yo que esta proposición se atenúa con todas las excepciones que da de sí la variedad y complejidad de los caracteres. En los mayores conflictos con que batalla la virtud en este mundo, los choques del interés con los principios, la influencia de la mujer es incierta y variable. Si el principio que lucha con el interés está incluido en el corto número de los que la educación moral y religiosa grabó en la conciencia femenina, la mujer es auxiliar poderoso de la virtud y suele impulsar al marido y al hijo a actos de abnegación que ellos solos no cumplirían jamás. Pero dada la actual educación de la mujer y su posición social, los principios morales que se les inculcan no abarcan sino una porción relativamente mínima de los dominios de la virtud; además, los principios que se enseñan a la mujer son en su mayor parte negativos; prohíben esto, aquello o lo de más allá, pero no se meten en imprimir dirección general a los pensamientos y a las acciones de la mujer. Con dolor lo confieso: el desinterés de la conducta, la consagración de nuestras fuerzas a fines que no reportan a la familia ninguna especial ventaja, rara vez encuentran aprobación en las mujeres. Mas ¿qué derecho tenemos a censurarlas porque no estiman ciertos fines cuya trascendencia ignoran, y que para ellas no tienen más trascendencia que sacar de casa a sus maridos y relegar a segundo término los intereses caseros y familiares? En suma, la influencia de las mujeres dista mucho de fomentar las virtudes políticas.

     Alguna influencia ejerce, no obstante, la mujer en la moralidad política, desde que su esfera de acción se ha ensanchado un poco. Su influencia se manifiesta de realce en dos rasgos de los más admirables y simpáticos de la vida moderna en Europa: la aversión a la guerra y el amor a la filantropía. ¡Excelente manifestación del influjo femenil! Por desgracia, si el ascendiente de las mujeres merece elogios en cuanto propaga tales sentimientos, no siempre acierta en dirigir su marcha y desarrollo. En las cuestiones filantrópicas, los ramos que cultiva la mujer con mayor celo son el proselitismo religioso y la beneficencia. El proselitismo religioso no es más que soplar sobre el fuego de la intolerancia y del fanatismo, y camina en línea recta, sin advertir los efectos funestos que hasta en la misma religión causan los medios que emplea. En cuanto a la beneficencia, ya sabemos que están en abierta contradicción sus efectos inmediatos sobre las personas socorridas y sus consecuencias para el bien general.

     La educación que se da a las mujeres y que obra sobre el corazón más que sobre la inteligencia y la costumbre, fruto de todas las circunstancias de su vida, de considerar los efectos inmediatos en el individuo y no los efectos generales en la sociedad, estorban a la mujer para que vea y reconozca las tendencias, en el fondo perniciosas, de una forma benéfica que lisonjea el sentimiento y dilata y recrea el corazón. La masa enorme y siempre creciente de sentimientos ciegos, dirigidos por gentes miopes que sólo aspiran a hacer papel de Providencia, tomando a su cargo la vida y las acciones del pobre, mina los verdaderos fundamentos de las tres reglas morales, que consisten en respetarse a sí mismo, en contar consigo mismo y en ejercer imperio sobre sí mismo, condiciones esenciales de la prosperidad del individuo y de la virtud social. La acción directa de las mujeres y su cooperación agravan sin tino ese despilfarro de recursos y de benevolencia que produce males, proponiéndose engendrar bienes. No es mi ánimo acusar a las señoras que dirigen instituciones de beneficencia, ni presentarlas subyugadas por este error. Suele suceder que las mujeres, al llevar a la administración de la beneficencia pública su peculiar observación de los hechos inmediatos, y sobre todo de alma y sentimientos de aquellos con quienes están en contacto frecuente (observación en que las mujeres son generalmente superiores a los hombres), reconocen sin vacilar la acción desmoralizadora de la limosna y de los socorros; y al reconocerla, se muestran más linces que muchos economistas del sexo fuerte. Pero la mujer que se limita a repartir socorros y no se para a examinar los efectos que producen, ¿cómo ha de precaverlos? Una mujer nacida en la actual situación femenina y que no aspira a más, ¿cómo ha de poder estimar el valor moral de la independencia? Ni es independiente ni aprendió a serlo; su destino es esperarlo todo de los demás; ¿por qué, pues, lo que es bueno para ella no lo ha de ser para los pobres? A la mujer se la aparece el bien bajo una sola forma, la de un beneficio que otorga un superior. Ella olvida que no es libre y que los pobres lo son; que si se les da lo que necesitan sin que lo ganen, no están obligados a ganarlo; que todos no pueden ser objeto de los cuidados de todos, antes es preciso que las gentes cuiden de sí mismas, y que sólo una caridad es caridad de veras y es digna por sus resultados de este nombre sublime: la que ayuda a las gentes a ayudarse ellas, si no están físicamente impedidas para valerse y salir del atolladero.

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