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Capítulo XXXVI

Necesidad de empleo para la actividad de la mujer.-La religión y la beneficencia, únicos cauces abiertos a la mujer.-Los chocarreros.-La acción política de la mujer.-Errar la vocación.-El gran error social.

     Ni es solamente el sentimiento de la dignidad personal el que nos lleva a encontrar en la libre disposición y libre dirección de nuestras facultades inagotable fuente de ventura, y en el servilismo un manantial de amarguras y humillaciones, lo mismo para el hombre que para la mujer. Excepto la enfermedad, la indigencia y el remordimiento, no hay mayor enemigo de la felicidad de la vida que la falta de un camino honroso, de un desahogado cauce por donde se derrame nuestra actividad.

     Las mujeres que tienen familia que cuidar, encuentran, mientras el cuidado dura, campo abierto a su actividad, y generalmente les basta: pero ¿qué salida hay para las mujeres, cada día más numerosas, que no encontraron ocasión favorable para ejercer la vocación maternal, llamada, sin duda irónicamente, vocación especial de la mujer? ¿Qué salida tiene la mujer que perdió a sus hijos, arrebatados por la muerte, alejados por sus negocios, o que se casaron y fundaron nueva familia? Hay mil ejemplos de hombres que después de una vida dedicada completamente a los negocios, se retiran con una fortuna que les permite gozar de lo que ellos consideran el reposo; pero que, incapaces de buscarse nuevos intereses y nuevos móviles en reemplazo de los antiguos, no encuentran en el cambio de vida más que fastidio y una muerte prematura. Nadie comprenderá que esperan análoga suerte muchísimas mujeres dignas y nobles, que han pagado lo que se dice que deben a la sociedad, educado a su familia de un modo intachable, dirigido su casa mientras han tenido casa que dirigir, y que, dejada esta ocupación única a que estaban ya avezadas, permanecen en lo sucesivo sin empleo para su actividad, a menos que una hija o una nuera quiera abdicar en ellas el gobierno de un nuevo hogar. Triste vejez para las mujeres que tan dignamente cumplieron lo que el mundo llama su único deber social.

     Para estas mujeres y para aquellas que languidecen toda su vida en la penosa convicción de una educación frustrada y de una actividad que no ha podido manifestarse y tener condigno empleo, no hay otro recurso en los últimos años sino la religión y la beneficencia. ¡Ay! su religión, sentimental y formulista, no consiente la acción sino bajo forma de caridad. Muchas mujeres son por naturaleza aptísimas para la beneficencia; pero ya sabemos que para practicarla útilmente sin que produzca malos efectos en el mismo socorrido, se requiere la educación, la preparación hábil, los conocimientos y las facultades intelectuales de un sabio administrador. Hay pocas funciones administrativas o gubernamentales para las cuales no sirva la persona capaz de entender la beneficencia. En este caso y en otros (y principalmente en lo tocante a la educación de los hijos), las mujeres no pueden cumplir perfectamente ni los mismos deberes que les hemos impuesto, a no haber sido educadas de modo que también podrían llenar los demás que la ley les veda y prohíbe.

     Séame permitido recordar aquí el caprichoso cuadro que pintan, al tratar de la incapacidad de las mujeres, los que, en vez de contestar a nuestros argumentos, todo lo arreglan con cuatro bufonadas insulsas. Cuando decimos que el talento de la mujer para el gobierno y la prudencia de sus consejos serían útiles en los asuntos de Estado, nuestros jocosos adversarios nos convidan a que hagamos coro a las carcajadas que resonarían ante el espectáculo de un parlamento y un ministerio compuestos de muchachas de diez y ocho y diez y nueve años. Olvidan estos payasos que el hombre tampoco es llamado a esa edad a sentarse en el parlamento ni a desempeñar funciones responsables. El mero buen sentido debiera dictarles que si tales funciones se confiasen a las mujeres, sería a las que no teniendo vocación especial para el matrimonio o pudiendo conciliar con el matrimonio la vida política (lo mismo que hoy concilian muchas mujeres el matrimonio y las letras, el matrimonio y el canto, el matrimonio y la declamación, y hasta el matrimonio y la disipación mundana) hubiesen gastado los mejores años de su juventud en prepararse para el camino que aspiraban a seguir. En la vida política entrarían generalmente viudas o casadas de cuarenta a cincuenta años, que pudiesen, con preparación de convenientes estudios, utilizar en un campo más amplio la experiencia, las dotes de gobierno que hubiesen adquirido en la familia. No hay país en Europa donde el hombre no haya probado y estimado el valor de los consejos y de la ayuda de la mujer inteligente y experta. Hay también cuestiones importantes de administración para las cuales pocos hombres tienen tanta capacidad como ciertas mujeres, entre otras, la dirección económica, la crematística, la hacienda.

     Pero ahora tratamos, no de lo necesarios que son a la sociedad los servicios de la mujer en los asuntos públicos, sino de la vida sin objeto ni finalidad a que se las condena prohibiéndolas emplear las aptitudes que muchas reúnen para los negocios políticos en terreno más amplio que el de hoy, terreno vedado para casi todas, si exceptuamos a las que por azar de nacimiento pisan las gradas del solio.

     Si algo hay de importancia vital para la dicha humana, es sentir inclinación a la carrera en que entramos. Esta condición de una vida feliz no la llenan todos: hay centenares de hombres que erraron la vocación, y son desdichados y andan desorbitados durante su existencia entera: seres dignos de compasión, aunque no se les vea la llaga. Si este género de error no lo puedo evitar ni prevenir la sociedad, por lo menos está obligada a no imponerlo, ni provocarlo. Padres irreflexivos, la inexperiencia de la juventud, la falta de ocasión para conocer la vocación natural, y en suma, el conjunto de ocasiones que meten de cabeza al hombre en una profesión antipática, pueden condenarle a pasar la vida entregado a quehaceres que no entiende y le repugnan, mientras otro los desempeñaría a maravilla y a gusto.

     Este género de horrible penitencia es el que pesa sobre la mujer y la abruma y la aniquila. Lo que son para el hombre (en sociedades donde no ha penetrado la ilustración) el color, la raza, la religión o la nacionalidad en los países conquistados, es el sexo para todas las mujeres en todo país; una exclusión radical de casi todas las ocupaciones honrosas. Los sufrimientos que se engendran de estas causas despiertan de ordinario tan poca simpatía, que casi nadie se ha fijado en la suma de dolores y amarguras que puede causar a la mujer el convencimiento de una existencia fallida y ahogada; estos sufrimientos llegarán a ser mayores y más comunes a medida que el incremento de la instrucción cree desproporción mayor entre las ideas y las facultades de las mujeres y el límite que la sociedad impone a su actividad. Cuando considero el daño positivo causado a la mitad de la especie humana por la incapacidad que la hiere, la pérdida de sus facultades más nobles y de su felicidad posible, y el dolor, la decepción y el descontento de su vida, comprendo que, de lo mucho que falta al hombre por luchar para vencer y disminuir las miserias inseparables de su destino sobre la tierra, lo más urgente es que aprenda a no recargar, a no agravar los males que la naturaleza le impone, con egoísmos, injusticias y celosas preocupaciones que restringen mutuamente su libertad y la de su compañera. Nuestros vanos recelos no hacen más que sustituir males que tememos sin razón, con otros positivos; mientras al restringir la libertad de nuestros semejantes por motivos que no abona el derecho y la libertad de los demás seres humanos, agotamos el más puro manantial donde el hombre puede beber la ventura, y empobrecemos a la humanidad arrebatándola inestimables bienes, los únicos que hermosean la vida y dignifican el alma.

FIN

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