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Capítulo V

La desigualdad por el nacimiento.-Ya no existe hoy sino para la mujer.-Anomalía de las reinas.-Nada se sabe por experiencia de las aptitudes de la mujer, ni de su verdadero carácter.

     Las consideraciones expuestas en el capítulo anterior bastan para demostrar que la costumbre, por universal que sea, nada puede prejuzgar a favor de instituciones que colocan a la mujer, con respecto al hombre, en un estado de sumisión política y social. Pero aún voy más lejos, y afirmo que el curso de la historia y las tendencias de una sociedad en progreso, no sólo no suministran argumento alguno en favor de este sistema de desigualdad en los derechos, sino que ofrecen uno muy fuerte en contra: sostengo que si la marcha del perfeccionamiento de las instituciones humanas y la corriente de las tendencias modernas permiten deducir algo respecto al asunto, es que se impone la necesaria desaparición de este vestigio del pasado, que está en abierta lucha con el progreso del porvenir.

     ¿Cuál es, en realidad, el carácter peculiar del mundo moderno? ¿Qué es lo que más distingue las instituciones, las ideas sociales, la vida de los tiempos modernos, de la de los pasados y caducos? Que el hombre ya no nace en el puesto que ha de ocupar durante su vida; que no está encadenado por ningún lazo indisoluble, sino que es libre para emplear sus facultades y aprovechar las circunstancias en labrarse la suerte que considere más grata y digna. En otro tiempo la sociedad humana hallábase constituida de muy distinta manera. El individuo nacía en determinada posición social, y allí tenía que aguantarse, sin poder lidiar para salir de la zanja. Así como unos nacen negros y otros blancos, unos nacían esclavos, los otros ciudadanos y libres; unos patricios, otros plebeyos; unos nobles y terratenientes, otros pecheros y colonos. El esclavo, el siervo no podía declararse libre por sí y ante sí, ni llegaba a serlo sino mediante la voluntad de su amo. En casi todas las comarcas de Europa, a fines de la Edad Media, y con el incremento del poder real, fue cuando los pecheros pudieron mejorar de condición. Aun entre los nobles, el mayorazgo era, por derecho de nacimiento, único heredero de los dominios paternos; mucho tiempo pasó antes de que se reconociese al padre el derecho de desheredarle. En las clases industriales, los individuos que habían nacido miembros de un gremio o habían sido admitidos en él, eran los únicos que podían ejercer legalmente su profesión dentro de los límites impuestos a la corporación, y a nadie se le consentía ejercer una profesión considerada importante, de distinto modo que el fijado por la ley; algunos industriales manufactureros sufrieron pena de picota después de un proceso legal, por haber tenido el atrevimiento de emplear en su trabajo métodos perfeccionados de su invención, diferentes de los usuales.

     En la Europa moderna, y sobre todo en aquellos países que han tomado mayor parte en el progreso, reinan hoy doctrinas opuestas a estos antiguos principios. La ley no determina quién ha de dirigir una operación industrial, ni qué procedimientos son los legales para el caso. A los individuos toca escoger libremente. En Inglaterra han caído en desuso hasta las leyes que obligaban a los obreros a hacer aprendizaje, pues se cree firmemente que en toda profesión que lo exija, su misma necesidad bastará para imponerlo. La antigua costumbre quería que se restringiese todo lo posible la libre elección del individuo, que sus acciones fuesen encaminadas y dirigidas por una sabiduría superior; considerando que, entregados los obreros a sí mismos, lo echarían todo a perder. En la teoría moderna, fruto de la experiencia de miles de años, se afirma que las cosas que directamente interesan al individuo, no marchan bien sino dejándolas fiadas a su exclusiva dirección, y que la intervención de la autoridad es perjudicial, excepto en casos de protección al derecho ajeno.

     Se ha tardado mucho en llegar a esta conclusión, y no se ha adoptado sino después de que las aplicaciones de la teoría contraria produjeron desastrosos resultados; pero en la actualidad prevalece el criterio de libre iniciativa para todos en los países más adelantados, y casi omnímodamente, por lo menos en lo que se refiere a la industria y entre las naciones que tienen la pretensión de marchar a compás del progreso. Esto no quiere decir que todos los procedimientos sean igualmente buenos y todas las personas igualmente aptas para todo; pero hoy se admite que la libertad de elección inherente y lícita al individuo es el único medio racional de que se adopten los mejores procedimientos y cada cual se dedique a lo que mejor conforma con sus aptitudes. Ya nadie cree útil promulgar una ley para que todos los herreros tengan brazos vigorosos. La libertad y la concurrencia bastan para que los hombres provistos de brazos vigorosos se dediquen a la herrería, puesto que los individuos endebles pueden ganar más dedicándose a ocupaciones para que son más a propósito. En nombre de esta doctrina, negarnos a la autoridad el derecho a decidir de antemano si tal individuo sirve o no sirve para tal cosa. Está perfectamente reconocido hoy que, aun cuando existiera una presunción, no podría ser infalible. Aun cuando se fundase en el mayor número de casos, lo cual no es probable, quedaría siempre un corto número fuera del supuesto, y entonces sería injusto para el individuo y perjudicial para la sociedad el alzar barreras que prohíban a ciertos individuos sacar todo el partido posible de sus facultades en provecho suyo y ajeno. Por otra parte, si la incapacidad es real, los móviles ordinarios que rigen la conducta de los hombres bastan, en último caso, para impedir al individuo incapaz que se dedique a aquello para que no sirve.

     Si este principio general de ciencia social y política no fuese verdadero; si el individuo, con ayuda del consejo prudente de los que le conocen, no fuese mejor juez en causa propia que la ley y el gobierno, el mundo debería renunciar, lo antes posible, a toda libertad y volver al antiguo sistema prohibitivo y a confiar a la autoridad la dirección del trabajo. Pero si el principio es firme, debemos obrar ajustándonos a él, y no decretar que el hecho de haber nacido hembra en vez de varón decide la situación de un ser humano para toda su vida, del mismo modo que antes la decidía el hecho de nacer negro en vez de blanco, o pechero en vez de noble.

     El caso fortuito del nacimiento no debe excluir a nadie de ningún puesto adonde le llamen aptitudes.

     Si admitiésemos y diésemos por bueno lo que nos objetan siempre, que los hombres son más propios para ejercer las funciones que les están reservadas en nuestros días, podríamos invocar el argumento de que hoy se prohíbe establecer categorías de aptitud para ser elegido miembro del Parlamento. Si el sistema de elección excluye, durante doce años, a una persona capaz de ejercer dignamente el cargo de diputado, hay en ello pérdida, mientras nada se gana con la exclusión de mil incapaces; y si el cuerpo electoral está constituido de modo que haya de escoger personas incapaces, encontrará siempre en abundancia candidatos de esta especie dentro del sexo masculino. Para todas las funciones difíciles e importantes, el número de gente capaz es más reducido de lo que fuera menester, aun cuando se diese completa latitud a la elección; toda restricción de la libertad de elección quita, pues, a la sociedad probabilidades de elegir a un individuo competente, que la serviría bien, sin preservarla de elegir a uno incompetente.

     En la actualidad, en los países más adelantados, las incapacidades de la mujer son, con levísimas excepciones, el único caso en que las leyes y las instituciones estigmatizan a un individuo al punto de nacer, y decretan que no estará nunca, durante toda su vida, autorizado para alcanzar ciertas posiciones. Sólo conozco una excepción: la dignidad real.

     Hay todavía personas que nacen para el trono; nadie puede subir a él a menos de pertenecer a la familia reinante, y aun dentro de esta misma familia, nadie puede llegar a reinar sino por el orden de la sucesión hereditaria. Las demás dignidades, las demás posiciones altas o lucrativas, están abiertas para el sexo masculino sin acepción de personas: cierto que algunas no pueden lograrse sino por medio de la riqueza; pero todo el mundo puede enriquecerse, y muchas personas de humilde origen consiguen granjear pingüe caudal. La mayoría encuentra, sin duda, obstáculos que no podría vencer sin ayuda de casualidades felices; pero a ningún individuo varón se le incapacita legalmente; ninguna ley, ninguna opinión añade su obstáculo artificial a los obstáculos naturales que encuentra el que quiere medrar y subir. Ya he dicho que la dignidad real es una excepción; pero todo el mundo está penetrado de que esta excepción es una anomalía en el mundo moderno, que se opone a sus costumbres y a sus principios, y no se justifica sino por motivos extraordinarios de utilidad, que en realidad existen, aunque los individuos y las naciones no lo crean. Si en esta única excepción encontramos una suprema función social sustraída a la competencia y reservada al nacimiento por altas razones, no por eso dejan las naciones de continuar adheridas en el fondo al principio que nominalmente quebrantan. En efecto, someten esta alta función a condiciones evidentemente calculadas para impedir a la persona a quien pertenece de un modo ostensible, el que positivamente la ejerza, mientras la persona que la ejerce en realidad, el ministro responsable, no la adquiere sino mediante una competencia, de que ningún ciudadano llegado a la edad viril está excluido. Por consiguiente, las incapacidades que afectan a las mujeres, por el mero hecho de su nacimiento, son el único ejemplo de exclusión que en la legislación hallamos. En ningún caso, y para nadie (excepto para el sexo que forma la mitad del género humano), están cerradas las altas funciones sociales por una fatalidad de nacimiento, que ningún esfuerzo, ningún cambio, ningún mérito puede vencer. Las incapacidades religiosas (que de hecho han dejado casi de existir en Inglaterra y en el continente) no cierran irrevocablemente una carrera; el incapacitado adquiere capacidad convirtiéndose.

     La subordinación de la mujer surge como un hecho aislado y anómalo en medio de las instituciones sociales modernas: es la única solución de continuidad de los principios fundamentales en que éstas reposan; el único vestigio de un viejo mundo intelectual y moral, destruido en los demás órdenes, pero conservado en un solo punto, y punto de interés universal, punto esencialísimo. Figuraos un dolmen gigantesco o un vasto templo de Júpiter olímpico en el lugar que ocupa San Pablo, sirviendo para el culto diario, mientras a su alrededor las iglesias cristianas no se abriesen más que los días de fiesta. Esta disonancia entre un hecho social singularísimo y los demás hechos que le rodean y acompañan, y la contradicción que este hecho opone al movimiento progresivo, orgullo del mundo moderno, que ha barrido una tras otra las instituciones señaladas con el mismo carácter de desigualdad e injusticia, ofrece ancha margen a las reflexiones de un observador serio de las tendencias de la humanidad. De ahí una opinión prima facie contra la desigualdad de los sexos, mucho más fuerte que la que el uso y la costumbre pueden crear en su favor en las actuales circunstancias, y que ella sola bastaría para dejar indecisa la cuestión, como en la contienda entre la república y la moderna monarquía.

     Lo menos que se puede pedir, es que la cuestión no se prejuzgue por el hecho consumado y la opinión reinante, sino que quede libre, que la discusión se apodere de ella y la ventile desde el doble punto de vista de la justicia y la utilidad: pues en esta como en las demás instituciones, la solución debiera depender de las mayores ventajas que, previa una apreciación ilustrada, pudiese obtener la humanidad sin distinción de sexos. La discusión tiene que ser honda, seria; es preciso que llegue hasta la entraña y no se contente con líneas generales y vaguedades retóricas. Por ejemplo: no se debe sentar el principio de que la experiencia se ha declarado en favor del sistema existente. La experiencia no ha podido elegir entre dos sistemas, mientras no se haya puesto en práctica sino uno de ellos. Dicen que la idea de la igualdad de los sexos no descansa más que en teorías, pero recordemos que no tiene otro fundamento la idea opuesta. Todo cuanto se puede alegar en su favor, en nombre de la experiencia, es que la humanidad ha podido vivir bajo este régimen, y adquirir el grado de desarrollo y de prosperidad en que hoy la vemos. Pero la experiencia no dice si se habría llegado más pronto a esta misma prosperidad, o a otra mayor y más completa, caso que la humanidad hubiese vivido bajo el régimen de la igualdad sexual. Por otro lado, la experiencia nos enseña que cada paso en el camino del progreso va infaliblemente acompañado de un ascenso en la posición social de la mujer, lo cual induce a historiadores y filósofos a considerar la elevación o rebajamiento de las mujeres como el criterio mejor y mas seguro, la medida más cierta de la civilización de un pueblo o de un siglo.

     Durante todo el período de progreso, la historia demuestra que la condición de la mujer ha ido siempre aproximándose a igualarse con la del hombre. No significa esto que la asimilación deba llegar hasta igualdad completa: otros argumentos lo probarían mejor; pero éste de cierto suministra en favor de la igualdad un dato sólido.

     Tampoco sirve de nada decir que la naturaleza de cada sexo le señala su posición, y para ella le condiciona. En nombre del sentido común, y fundándome en la índole del entendimiento humano, niego que se pueda saber cuál es la verdadera naturaleza de los dos sexos, mientras no se les observe sino en las recíprocas relaciones actuales. Si se hubiesen encontrado sociedades compuestas de hombres sin mujeres, o de mujeres sin hombres, o de hombres y mujeres sin que éstas estuviesen sujetas a los hombres, podría saberse algo positivo acerca de las diferencias intelectuales o morales que puede haber en la constitución de ambos sexos. Lo que se llama hoy la naturaleza de la mujer, es un producto eminentemente artificial; es el fruto de una compresión forzada en un sentido, y de una excitación preternatural en otro. Puede afirmarse que nunca el carácter de un súbdito ha sido tan completamente adulterado por sus relaciones con los amos, como el de la mujer por su dependencia del hombre; puesto que, si las razas de esclavos o los pueblos sometidos por la conquista estaban en cierto modo comprimidos más enérgicamente, aquellas tendencias suyas que un yugo de hierro no aniquiló, siguieron su evolución natural en cuanto encontraron ciertas condiciones favorables a su desarrollo. Pero con las mujeres se ha empleado siempre, para desarrollar ciertas aptitudes de su naturaleza, un cultivo de estufa caliente, propicio a los intereses y placeres de sus amos. Después, viendo que ciertos productos de sus fuerzas vitales germinan y se desarrollan rápidamente en esta caliente atmósfera,-en la cual no se economiza ningún refinamiento de cultura, mientras otras derivaciones de la misma raíz, abandonadas a la intemperie y rodeadas de intento de hielo, nada producen, se secan y desaparecen,-los hombres, con esa ineptitud para reconocer su propia obra que caracteriza a los entendimientos superficiales y poco analíticos, se figuran sin más ni más que la planta crece espontáneamente del modo que ellos artificiosamente la cultivaron, y que moriría si no permaneciese sumergida mitad en un baño de vapor y en nieve la otra mitad.

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