Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo VI

Obstáculos al progreso de las ideas.-El hombre no conoce a la mujer, y menos que nadie la conocen los galanteadores de oficio.-La mujer disimula, por culpa de su situación de esclava.

     De cuantas dificultades son obstáculo al progreso de las ideas y a la formación de opiniones justas sobre la vida e instituciones sociales, la mayor es hoy la indecible ignorancia y punible indiferencia reinantes en la comprensión de las influencias que forman el carácter del hombre. Desde que parte de la humanidad está o parece estar constituida según cierto patrón, así sea el más imperfecto e irracional, damos en creer que ha llegado a ese estado en virtud de tendencias naturales, aun cuando resalten claramente las circunstancias extrínsecas que produjeron el estado social y que ya han cesado de imponerlo. Porque un colono irlandés, atrasado en el pago de sus arriendos, no se muestre diligente para el trabajo, hay gente que cree que los irlandeses son por naturaleza holgazanes. Porque en Francia las Constituciones pueden ser violadas y subvertidas cuando las autoridades nombradas para hacerlas respetar se vuelven contra ellas, hay quien cree que los franceses no nacieron para tener un gobierno libre. Porque los griegos engañan a los turcos, a quienes roban los griegos sin vergüenza, hay gente que cree que los turcos son por naturaleza más bonachones que los griegos. Porque se dice con frecuencia que las mujeres, en política, sólo prestan atención a los personajes y no a las ideas, se supone que por disposición natural se interesan menos que los hombres por el bien general y los principios.

     La historia, mejor comprendida hoy que en otro tiempo, nos ofrece muy distintas enseñanzas, nos descubre la exquisita receptividad de la naturaleza humana para admitir la influencia de las causas exteriores y su excesiva variabilidad en las materias mismas en que más constante e igual a sí misma parece. Pero en la historia, como en los viajes, los hombres no ven de ordinario sino lo que ya llevan en la imaginación, y en general desacierta en historia quien antes de estudiarla no era ya un sabio.

     Resulta que acerca de esta difícil cuestión de saber cuál es la diferencia natural de los dos sexos, problema que, en el estado actual de la sociedad, es imposible resolver discretamente, casi todo el mundo dogmatiza, sin recurrir a la luz que puede iluminar el problema, al estudio analítico del capítulo más importante de la psicología: las leyes que regulan la influencia de las circunstancias sobre el carácter. En efecto: por grandes, y en apariencia imborrables, que fuesen las diferencias morales e intelectuales entre el hombre y la mujer, la prueba de que estas diferencias son naturales, hoy no existe; no se encontrará aunque la busquen con un candil. No hemos de considerar naturales sino aquellas diferencias que en absoluto no puedan ser artificiales, las que persistan cuando hayamos descartado toda singularidad que en uno u otro sexo pueda explicarse por la educación o por las circunstancias exteriores. Es preciso conocer a fondo el carácter sexual para tener derecho a afirmar que hay semejantes diferencias, y con más razón para decidir cuál es la diferencia que distingue a los dos sexos desde el punto de vista moral e intelectual. Nadie posee hasta ahora esa ciencia, porque no se ha estudiado; por eso niego el derecho de profesar opiniones terminantes. A lo sumo podremos hacer conjeturas más o menos probables, más o menos legítimas, según el conocimiento que tengamos de las aplicaciones de la psicología a la formación del carácter.

     Si prescindiendo de los orígenes de las diferencias preguntamos en qué consisten, es muy poco lo que lograremos averiguar.

     Los médicos y los fisiólogos han señalado diferencias, hasta cierto punto, en la constitución del cuerpo, y es un hecho que no debe olvidar el psicólogo; pero es raro encontrar un médico que sea psicólogo. Las observaciones de un médico acerca de los caracteres mentales de la mujer no tienen más valor que las de otro observador cualquiera. Es punto este sobre el cual no se sabrá nada definitivo, mientras las únicas personas que pueden conocerle, las mujeres mismas, no den sino insignificantes noticias, y, lo que es aún peor, noticias interesadas. Es fácil conocer a una mujer estúpida; la estupidez es igual para todos. Se pueden deducir los sentimientos y las ideas de una mujer estúpida cuando se conocen los sentimientos e ideas que reinan en el círculo donde vive. No pasa lo mismo con las personas cuyas ideas y sentimientos son producto de sus propias facultades. A lo sumo encontraremos algún hombre que conozca relativamente el carácter de las mujeres de su familia, sin saber nada de las demás. No hablo de sus aptitudes; esas nadie las conoce, ni ellas mismas, porque la mayor parte no han sido puestas nunca en juego; no hablo sino de sus ideas y sentimientos actuales. Hay hombres que creen conocer perfectamente a las mujeres, porque han sostenido comercio de galantería con algunas, tal vez con muchas o muchísimas. Si son buenos observadores, y si su experiencia une la calidad a la cantidad, han podido aprender algo de un aspecto del carácter de la mujer, que no deja de tener importancia. Pero en cuanto al resto, son los más ignorantes de todos los hombres, porque son aquellos ante quienes mejor ha disimulado la mujer. El sujeto más adecuado para que un hombre estudie el carácter de las mujeres, es su mujer propia; las ocasiones son favorables y reiteradas, y no dejan de encontrarse ejemplos de perfecta simpatía entre esposos. En efecto, esa es la fuente de donde creo que brotará cuanto valga la pena de ser conocido. Pero la inmensa mayoría de los hombres no han tenido ocasión de estudiar así más que a una mujer; y es chistoso lo fácil que resulta el adivinar el carácter de una mujer, sólo con oír las opiniones que emite su marido sobre el sexo en general. Para sacar de este caso único algo en limpio, es preciso que la mujer valga la pena de ser conocida y que no sólo el hombre sea juez competente, sino que también posea un carácter tan simpático y tan adaptado al de su mujer, que pueda leer en su espíritu por medio de una especie de intuición, o que su mujer no sienta empacho alguno al mostrarle el fondo de sus sentimientos. Y este caso sí que es una mosca blanca. A menudo existe entre esposa y esposo unidad completa de sentimientos y comunidad de puntos de vista en cuanto a las cosas exteriores, y, sin embargo, en cuanto a las ideas íntimas y profundas, no se entienden ni como amigos; son dos conocidos, dos extraños. Aun cuando les una verdadero afecto, la autoridad por una parte y la subordinación por otra impiden que florezca la confianza.

     Puede que la mujer no tenga intención de disimular, pero hay muchas cosas que no deja entrever a su marido. El mismo fenómeno se observa entre padres e hijos. A pesar de la recíproca ternura que realmente une al padre con su hijo, ocurre con frecuencia que el padre ignora y ni llega a sospechar ciertos detalles del carácter de su hijo, que conocen a las mil maravillas los compañeros e iguales de éste. La verdad es que, desde el momento en que un ser humano está bajo nuestro dominio y autoridad, mal podríamos pedirle sinceridad y franqueza absoluta. El temor de perder la buena opinión o el afecto del superior es tan fuerte, que, aun teniendo un carácter muy recto, se deja uno llevar, sin notarlo, a no mostrar si no el lado más bello, o siquiera el más agradable a sus ojos; puede decirse con seguridad que dos personas no se conocen íntima y realmente sino a condición de ser, no solamente prójimos, sino iguales.

     Y todavía juzgo más imposible llegar a conocer a una mujer sometida a la autoridad conyugal, a quien hemos enseñado que su deber consiste en subordinarlo todo al bienestar y al placer de su marido y a no dejarle ver ni sentir en su casa más que lo agradable y halagüeño. Todas estas dificultades impiden que el hombre adquiera un conocimiento completo de la única mujer a quien más a menudo estudia seriamente. Y, por lo demás, si consideramos que comprender a una mujer no es necesariamente comprender a otra; que aunque pudiésemos estudiar las mujeres de cierta clase y de determinado país no entenderíamos por eso a las de otro país y de otra clase; que aunque llegásemos a lograr este objeto no conoceríamos sino a las mujeres de un solo período de la historia, tenemos el derecho de afirmar que el hombre no ha podido adquirir acerca de la mujer, tal cual fue o tal cual es, dejando aparte lo que podrá ser, más que un conocimiento sobrado incompleto y superficial, y que no adquirirá otro más profundo mientras las mismas mujeres no hayan dicho todo lo que hoy se callan, todo lo que disimulan por natural defensa.

Arriba