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Capítulo VII

Lento advenimiento de la justicia.-Las literatas esclavistas.-Que la mujer, libre para emprender todas las carreras, no emprenderá sino las que le dicten sus facultades naturales.-Proteccionismo masculino.-Lo que es hoy el matrimonio.-Criada o bayadera.

     Este día no vendrá ni puede venir sitio muy despacio. Fue ayer, como quien dice, cuando las mujeres adquirieron por su talento literario o por consentimiento de la sociedad, el derecho de dirigirse al público. Hasta el día, pocas mujeres se han atrevido a decir lo que los hombres, de quienes depende su éxito literario, no quieren oír ni entender. Recordemos que comúnmente se ha recibido muy mal la expresión de ideas originales y pensamientos radicales y osados, aun emitidos por un hombre. Veamos cómo se reciben aún, y tendremos alguna idea de las trabas y obstáculos que cohíben a una mujer educada en la idea de que la costumbre y la opinión han de ser leyes soberanas de su conducta, cuando quiere trasladar a un libro algo de lo que palpita en su alma.

     La mujer más ilustre de cuantas han dejado obras lo bastante bellas para conquistar a su autora puesto eminente en la literatura de su país, creyó oportuno poner este epígrafe a su libro más atrevido: «El hombre puede desafiar la opinión; la mujer debe someterse a ella». La mayor parte de lo que las mujeres escriben es pura adulación para los hombres. Si la que escribe no está casada, diríase que escribe para encontrar marido. Bastantes mujeres, casadas o no, van más allá, y propalan, en favor de la esclavitud de su sexo, ideas tan serviles, que no dijera tanto ningún hombre, ni el más vulgar y estólido. Es verdad que ya hoy va desapareciendo esta ralea de literatas esclavistas. Las mujeres van adquiriendo algún aplomo, y se atreven a afirmar sus sentimientos reales.

     En Inglaterra, sobre todo, el carácter de la mujer es un producto artificial, compuesto de un corto número de observaciones e ideas personales, mezcladas con gran número de preocupaciones admitidas. Este estado de cosas se modificará de día en día, pero persistirá en gran parte mientras nuestras instituciones no autoricen a la mujer a desarrollar su originalidad tan libremente como el hombre. Cuando este tiempo llegue, pero antes no, nos entenderemos, y lo que es más, veremos cuánto hay que aprender para conocer la naturaleza femenina y saber de qué es capaz y para qué sirve.

     Si he insistido tanto en las dificultades que impiden al hombre adquirir verdadero conocimiento de la condición real de la mujer, es porque sobre este punto, como sobre tantos otros, opinio copiae inter maximas causas inopia est, y porque hay pocas probabilidades de adquirir ideas razonables acerca de este asunto, mientras los hombres se jacten de comprender perfectamente una materia de que la mayor parte no sabe nada y que por ahora es imposible que ni un hombre ni toda la colectividad viril, conozca lo bastante para tener el derecho de prescribir a las mujeres su vocación y función social propia. Por fortuna no se necesita un conocimiento tan completo para regular las cuestiones relativas a la posición de las mujeres en la sociedad, pues según los principios constitutivos de la sociedad moderna, a las mujeres toca regularla; sí, a ellas pertenece decidirla según su experiencia y con ayuda de sus propias facultades.

     No hay medio de averiguar lo que un individuo es capaz de hacer sino dejándole que pruebe, y el individuo no puede ser reemplazado por otro individuo en lo que toca a resolver sobre la propia vida, el propio destino y la felicidad propia.

     Acerca de esto, podemos estar tranquilos. Lo que repugne a las mujeres, no lo harán aunque se les conceda libertad amplia. Los hombres no saben sustituir a la naturaleza. Es completamente superfluo prohibir a las mujeres lo que su misma constitución no les permite. Basta la concurrencia para alejarlas de aquello en que no puedan competir con los hombres, sus competidores naturales, puesto que no pedimos en favor de ellas ni privilegios ni proteccionismo; todo lo que solicitamos se reduce a la abolición de los privilegios y el proteccionismo de que gozan los hombres. Si la mujer tiene una inclinación natural más fuerte hacia determinadas tareas que hacia otras, no hay necesidad de leyes para obligar a la mayoría de las mujeres a hacer esto en vez de aquello. El cargo más solicitado por la mujer, en cualquier caso, será aquel que la misma libertad de concurrencia la impulse; y, como lo indica el sentido de las palabras, pedirá aquello para que sea más a propósito, de suerte que lo que se estipule en su favor asegurará el empleo más ventajoso de las facultades colectivas de ambos sexos.

     Créese que es opinión general de los hombres que la vocación natural de la mujer reside en el matrimonio y la maternidad. Y digo créese, porque a juzgar por los hechos y por el conjunto de la constitución actual, deducirse podría que la opinión dominante es justamente la contraria. Bien mirado, diríase que los hombres comprenden que la supuesta vocación de las mujeres es aquello mismo que más repugna a su naturaleza, y que si las mujeres tuviesen libertad para hacer otra cosa muy diferente, si se las dejase un resquicio, por pequeño que fuera, para emplear de distinto modo su tiempo y sus facultades, sólo un corto número aceptaría la condición que llaman natural. Si así piensa la mayor parte de los hombres, convendría declararlo. Esta teoría late, sin duda alguna, en el fondo de cuanto se ha escrito acerca de la materia; pero me gustaría que alguien lo confesase con franqueza y viniese a decirnos: «Es necesario que las mujeres se casen y tengan hijos, pero no lo harán sino por fuerza. Luego es preciso forzarlas.» Entonces veríamos el intríngulis de la cuestión. Este lenguaje franco se parecería al de los defensores de la esclavitud en la Carolina del Sur y la Luisiana. «Es preciso, decían, cultivar el algodón y el azúcar. El hombre blanco no puede, el negro no quiere por el precio que le queremos pagar, Ergo, es preciso obligarle.» Otro ejemplo más concluyente. Juzgábase absolutamente necesaria la leva de marinos para la defensa del país. «Sucede a menudo, decían, que no quieren engancharse voluntariamente, luego es preciso que tengamos poder para obligarles a ello.»

     ¡Cuántas veces se razona de esta suerte! Y si no se resintiese este razonamiento de vicios originarios, triunfaría hasta hoy. Pero podemos replicar así: «Pues empezad por pagar a los marineros el valor de su trabajo, y cuando lo hayáis hecho tan lucrativo como el de los demás contratistas, tendréis las mismas facilidades que éstos para obtener lo que deseáis.» El argumento no tiene otra contestación lógica sino «no nos da la gana»; y como hoy se avergüenzan de robar al trabajador su salario, la leva de los marineros no encuentra ya defensores.

     Los que pretenden obligar a la mujer al matrimonio cerrándola las demás salidas, se exponen a igual réplica. Si piensan lo que dicen, su opinión significa que el hombre no hace el matrimonio lo bastante apetecible para la mujer, a fin de tentarla por las ventajas que reúne. No parece que se tiene muy alta idea de lo que se va a ofrecer, cuando decimos: «Tomad esto, o si no, no tendréis nada.» En mi concepto, así se explica el sentimiento de los hombres que muestran antipatía a la libertad y la igualdad de la mujer. Esos esclavistas temen, no que las mujeres no quieran casarse, pues no creo que ninguno abrigue realmente tal aprensión, sino que exijan en el matrimonio condiciones de igualdad: temen que toda mujer de talento y de carácter prefiera otra cosa que no te parezca tan degradante como el casarse, si al casarse no hace más que tomar un amo, entregándole cuanto posee en la tierra. En realidad, si esta consecuencia fuese un accesorio obligado del matrimonio, creo que el temor tendría fundamento. Yo lo comparto, y juzgo muy probable que bien pocas mujeres capaces de emplearse mejor, escogiesen, a menos de sentir una pasión irresistible y ciega, suerte tan indigna, teniendo a su disposición otros medios para ocupar en la sociedad puesto honroso. Si los hombres están dispuestos a sostener que la ley del matrimonio debe ser el despotismo, tienen razón y miran a su conveniencia no dejando más camino a la mujer. Pero entonces, todo cuanto hace el mundo moderno para aligerar las cadenas que pesan sobre el espíritu de la mujer, es un desatino, un contrasentido absurdo. Nunca debimos dar a la mujer pizca de educación literaria. Las mujeres que leen, y con más razón las que escriben, son, en el estado actual, una contradicción y un elemento perturbador: ha sido funesto el enseñar a la mujer cosa distinta de lo que incumbe a su papel de bayadera o de criada.

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