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La escritura epistolar de «Tristana»

Ana L. Baquero Escudero





Como suelen señalar los autores que se han aproximado al estudio de Tristana, es esta una de las novelas de Galdós que menos fortuna crítica ha tenido1. Acompañada desde su aparición primera de una polémica recepción, la valoración negativa surgida desde unos planteamientos esencialmente ideológicos, de Pardo Bazán, parece haber pesado durante gran tiempo sobre ella. Una perspectiva esta de enfoque que afortunadamente como indica Ricardo Gullón, va siendo paulatinamente superada.

Publicada por el escritor en 1892, no cabe duda de que Tristana corresponde a una nueva etapa en la evolución novelística del autor, en la que éste habiendo dejado atrás por insuficiente el método naturalista, ensayaba nuevas vías de experimentación2. Resulta bien significativo que ese claro viraje en su evolución novelesca se produzca con una obra como La incógnita (1888-89), cuya propia estructura formal suponía sin duda, una evidente novedad respecto a las novelas anteriores. La renovación buscada por Galdós parecía venir pues, anunciada ya en la misma configuración de su obra, una novela epistolar, a la que seguiría su continuación -Realidad-, en forma dialogada. Frente al predominio del tradicional narrador omnisciente en su anterior producción novelesca, Galdós opta pues, por el narrador-personaje característico del artificio epistolar; un narrador por otro lado, que no es desde luego nuevo en su trayectoria narrativa3.

Dentro de esa década de los 90 en la que surge esa nueva tendencia espiritualista que caracteriza al último Galdós, aparece Tristana, una novela que como otras del escritor anticipa en su mismo título el protagonismo femenino4. Si la presencia de dicho nombre podría recordarnos los títulos de algunas de las primeras obras del escritor, como Doña Perfecta o Gloria, no cabe duda de que dicha similitud no va más allá de tal superficial comparación, pues en su concepción nada tiene que ver esta obra de los años 90, con aquellas de los 70. De hecho si hubiésemos de destacar un rasgo constructivo esencial en Tristana, éste bien podría ser su ambigüedad. Un rasgo que la sitúa desde luego, en clara confrontación antagonista respecto a la configuración de aquellas iniciales novelas de tesis5. Precisamente tal ambigüedad ha dado lugar a la múltiple interpretación por parte de la crítica, si bien sobresalen especialmente aquellas lecturas centradas en el debate de la cuestión feminista, o en el tema de la manipulación educadora6. En mi aproximación a Tristana soslayaré tales enfoques -sin duda importantes para una visión global de la novela-, para centrarme en el aspecto formal del texto y en concreto, en la función que el artificio epistolar desempeña en el mismo7.

De acuerdo con esa tradicional dualidad, mostrar -contar, mantenida especialmente entre la crítica anglosajona, no cabe duda de que el arranque de Tristana se caracteriza por un método narrativo. El narrador con su poder omnisciente, acude fundamentalmente al resumen, para situar a sus lectores ante la historia y sus personajes. Toda la información que concierne a éstos y sus circunstancias procede así de ese narrador inicial que adopta en tal sentido, unos hábitos literarios más propios del relato tradicional. El mismo arranque podría recordarnos la vieja forma canónica del inicio de una narración, en esa habitual disposición de espacio, tiempo y personaje. «En el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de agua que de Cuatro Caminos, vivía no ha muchos años un hidalgo de buena estampa»8. Un inicio por otro lado, en el que se descubre de inmediato la huella de Cervantes, primera influencia literaria de las muchas existentes a lo largo de la novela y que los críticos han señalado y estudiado con atención, dada la singular relevancia que tendrán en el texto galdosiano9.

Si este hidalgo al que acompaña en su primera presentación -como en la de Alonso Quijano-, cierta indecisa variedad onomástica10, vive acompañado como el personaje cervantino, por dos mujeres, una de ellas su criada, el paralelismo sin embargo, se quebranta completamente en lo que a esta situación respecta, al informarnos el narrador desde su seguridad omnisciente y frente a la interpretación procedente de la colectividad indiferenciada, que la joven era realmente su manceba. Hija de un querido amigo, el personaje se compromete a proteger a la huérfana y se la lleva a vivir con él, circunstancia esta en la que su connatural donjuanismo aflora una vez más. La escabrosidad del tema en esa singular variante galdosiana también del motivo del viejo y la niña11, es salvada por el escritor en esta ocasión sin ningún problema, ya que el relato de tales hechos se ve sometido e inmerso en ese tempo narrativo muy rápido que domina los capítulos primeros de la novela12.

Debemos esperar al capítulo 5 para que dicho método presentativo cambie y aparezcan de forma más directa ante el lector, los personajes. Un cambio posible por la presencia de la primera escena dialogada en la que éstos se muestran pues, por sí mismos y sin esa medicación única del narrador. No deja de resultar significativo a este respecto que el tema de las ansias de libertad que expresa por vez primera Tristana ante su confidente, Saturna, se vea acompañado formalmente por esta nueva disposición dialogada, a través de la cual y como el propio Galdós reconociera, los personajes cobran una mayor independencia y en definitiva, libertad, respecto a su creador. Si la presencia del diálogo ha sido destacada como un rasgo constructivo importante en la elaboración de la novela, junto con la técnica epistolar y relacionable con ésta, sin embargo, y frente a la tradicional visión mantenida en el ámbito epistolográfico13, no parece que en la presente obra, ambos puedan ser homologados. A este respecto cabría recordar la importante aportación de Demetrio en su tratado De elocutione, cuando al discrepar de la visión que asimila la carta al diálogo, escribe: «La carta debe ser algo más elaborado que el diálogo, pues mientras que éste imita a alguien que improvisa, aquella es escrita y enviada de alguna forma como regalo literario»14. Una desviación que mantiene un autor mucho más próximo a nosotros, como Pedro Salinas. En su famosa «Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar», se resiste a admitir la tradicional comparación del diálogo con la carta. Escribe a este respecto:

«Pero he aquí la carta, que aporta otra suerte de relación: un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia, en los trasuntos de la persona que llamamos, recuerdo, imagen, alma»15.


Para concluir más adelante:

«Asimilar escritura epistolar a conversación es desentenderse de la originalidad pasmosa, de la novedad absoluta, con que aumenta la carta este negocio de las relaciones entre persona y persona»16.


Como intentaré mostrar, el sentido y la función que diálogos y cartas adoptarán en Tristana, confirman de alguna forma, las ideas mantenidas por ambos autores.

Si en el capítulo 5 nos encontrábamos por vez primera ante los personajes que se presentan ante nosotros a través de sus palabras, en el capítulo 7 se produce el encuentro decisivo para la joven, con Horacio. Su imagen se apodera totalmente de la mente de Tristana quien anhela comunicarse con él ya sea a través de la palabra o de la escritura. «No me espanta la idea de escribirle» (p. 1554 b), comentará al respecto17. La idea de la relación epistolar surge pues, desde un primer momento, de manera que no es extraño que en el final de ese mismo capítulo se mencione la primera carta de él que Saturna debe traerle.

Nos encontramos pues, en esta novela en la que el proceso de literaturización resulta tan evidente, con una situación propia del ámbito literario, y más en concreto, de la ficción epistolar18: la comunicación a través de las cartas, de dos amantes quienes por los obstáculos que surgen ante su relación, tienen que recurrir al personaje del mensajero o confidente, para que lleve éstas. Una mensajera en este caso, representada por Saturna19.

Considerando que hasta el capítulo 16 no se produce la separación de ambos origen de esa forzosa comunicación epistolar en la distancia, en los anteriores el intercambio de cartas entre ambos amantes se desenvuelve paralela y simultáneamente a los encuentros de ambos. Si en la tradición anterior los serios obstáculos surgidos entre la pareja solían mantener a ambos alejados de una relación in praesentia, en este caso y aun cuando subsistan impedimentos, los personajes consiguen encontrarse y verse en numerosas ocasiones, con lo que sus cartas no hacen desde esta perspectiva, sino redundar en lo que directamente ambos se manifiestan. En tal sentido y aun cuando la distancia parezca un requisito imprescindible para el establecimiento de la relación epistolar, podríamos recordar significativos exponentes en la historia literaria, en los que dicha distancia, como aquí, no se da. Pensemos en la carta ovidiana de Fedra, o en algunos momentos de la Pamela de Richardson, entre otros conocidos ejemplos. Las circunstancias que envuelven a ambas figuras, y que motivan que acudan a la escritura epistolar en lugar de a la directa comunicación dialogada, desde luego son muy diferentes a las que hallamos en Tristana, pero en los tres casos no se produce la separación física.

En el inicio de la relación amorosa de los amantes y aun cuando el narrador deje bien claro que la carta se convierte desde un principio, en puente de comunicación entre ambos -«Además de cartearse a diario con verdadero ensañamiento, se veían todas las tardes» (p. 1556 b)-, no parece que conceda demasiada importancia al intercambio epistolar. Si apenas selecciona en esta ocasión, brevísimos retazos de éstas para dar una idea a sus lectores, de la exaltada pasión de ambos. Y es preciso hacer hincapié en esta última idea: la evidente manipulación y selección que desde el comienzo lleva a cabo el narrador, respecto al intercambio epistolar de ambos personajes. En su interesante estudio sobre Tristana, Hazel Gold se refiere al papel del editor-narrador en la tradición de la literatura epistolar cuya función quedaba normalmente supeditada a los criterios de precisión, objetividad y fidelidad20. En este sentido indica ella cómo el narrador-transcriptor de la ficción epistolar temprana, preocupado por la verosimilitud, solía ofrecer una detallada explicación sobre la forma en que esa correspondencia había llegado a sus manos, la cual presentaba ahora a sus lectores, en su función de editor. Una situación que no advierte esta autora en Tristana, pues lejos de ofrecer siquiera la serie completa, el narrador publica las que él selecciona y ni siquiera éstas las reproduce intactas. Si tales razonamientos no admiten discusión alguna, sin embargo no parece que en esta ocasión pueda objetársele falta de rigor al narrador galdosiano. Pensemos que a diferencia de otras obras suyas, Tristana no es una novela epistolar y por lo tanto no puede ser juzgada desde los condicionamientos característicos de dicho género. Si lo propio del mismo es la presentación directa de las voces de los personajes -en este caso a través de la escritura21-, de manera que las intervenciones del narrador quedan relegadas en su mayoría de veces, a simples apostillas en nota a pie de página22, no es éste el caso de la presenta novela, en la cual y como hemos tenido ocasión de constatar, aparece claramente destacada desde un principio la omnipresencia del narrador. Este típico narrador que domina y desenvuelve su historia puede, de la misma forma que ha recurrido a una visión panorámica en el inicio de su relato, filtrar como desee ese supuesto material que forma parte también de su obra, constituido por las cartas de sus personajes. Una selección que obviamente no deja de resultar pertinente y significativa.

En esos capítulos en los que comienza la relación amorosa entre ambos el narrador concede pues, más interés a los pensamientos e ideas de éstos -los dos «atormentados por el deseo de un más allá» (p. 1560 b)- y especialmente a sus diálogos. La continua y creciente confianza entre ambos que culminará en esa finalmente velada entrega de Tristana al pintor en su estudio, dará como resultado la aparición de una singular retórica amorosa en sus coloquios, magistralmente analizada por Gonzalo Sobejano23. Este particular y personalísimo vocabulario surgido entre ambos amantes, especialmente en esas horas de completa intimidad en la soledad del cuarto, será fundamental en el posterior desarrollo de su comunicación epistolar.

Hasta el capítulo 16 los lectores seguimos pues, con no poco asombro la exaltación amorosa de Tristana y Horacio, cuyos proyectos surgidos fundamentalmente en la mente de ella24, no sólo se despegan de forma sorprendente, de la realidad histórica del momento25, sino yendo más lejos, de la misma realidad. Una situación que viene a aturdir en definitiva, a Horacio quien siente surgir -incluso en presencia aún de la mujer amada-, los primeros indicios de flaqueza. Nos informa así, el narrador:

«Las aspiraciones de su ídolo a cosas grandes causábanle asombro; pero al querer seguirla por los caminos que ella con tenacidad graciosa señalaba, la hechicera figura se le perdía en un término nebuloso».


(p. 1577 a)                


Curiosa disposición anímica que parece anunciar la similar situación de pérdida de identidad real que se producirá finalmente en Tristana, respecto a él.

Con el plan de doña Trini de arrastrar fuera de Madrid a su sobrino y su marcha a Villajoyosa, se produce la despedida entre los personajes a quienes sin embargo, «la separación no los asustaba» (p. 1578 a). En este mismo capítulo 16 en que asistimos a la marcha de Horacio, el narrador comienza a reproducir fragmentos más extensos de cartas de ambos, en las que se deja ver bien pronto, ese peculiar lenguaje acuñado por ambos y propio de su relación amorosa. Aun cuando habían convenido dos cartitas por semana, el narrador nos informa de que se escribían a diario, «las de él ardían, las de ella quemaban» (p. 1578 b).

En dicha correspondencia -esta vez sí concebida desde la distancia-, encontramos algunos de los rasgos más característicos de esta especie. La consideración tradicional de que la carta refleja el alma de quien escribe, la inmediatez propia de la escritura epistolar motivo principal de que los sentimientos permanezcan vivos y latentes en el personaje, al estar refiriéndose a su presente mismo26 y las referencias frecuentes a la situación de la enunciación, todo ello puede ser fácilmente comprobado en las cartas de Tristana. El personaje femenino concluye así el final de una de las suyas:

«Por cierto que... No, no te lo digo. Otro día será. Es muy tarde: he velado por escribirte; la "pálida antorcha" se extingue, bien mío. Oigo el canto del gallo, "nuncio" del nuevo día, y ya el plácido beleño por mis venas se derrama».


(p. 1584 a-b)                


Y junto a ello otro rasgo que también podría ser anotado en ciertas ocasiones, respecto a este género: su ahistoricidad. En este sentido compara Gold las cartas de esta novela con otros ejemplos de la técnica epistolar galdosiana, y apunta que aquéllas se caracterizan por su abstracción anecdótica, por la falta de pormenorización referente a las particularidades sociales e históricas, de forma que esta correspondencia contiene sólo vagas alusiones a la condición de madrileños de clase media de ambos personajes27. En general y aunque en Tristana como señala esta autora, se acentúe esta situación si la comparamos con la escritura de cartas de otros textos galdosianos, podría decirse que la misma es característica en sí de ese intercambio epistolar concebido desde una relación de intimidad que vincula a remitente y destinatario. Al considerar que los dos personajes que se escriben comparten un mismo mundo y circunstancias bien conocidas por ambos, no se hace precisa ningún tipo de referencia descriptiva o informativa respecto a las condiciones históricas o sociales28. En este sentido resulta curioso constatar los problemas que un escritor como Balzac debió enfrentar para justificar la minuciosidad descriptiva en una novela como Memoires de deux jeunes mariées29. Tan sólo la distancia y el desconocimiento del lugar al que ha marchado Horacio, pueden justificar en Tristana la presencia de descripciones de aquel sitio por parte de este personaje30.

En cualquier caso no deja de resultar significativo ese elevado grado de abstracción detectado por Gold, especialmente en las cartas de ella, completamente despojadas de cualquier anécdota ligada al acontecer histórico y social. Y es aquí donde precisamente comenzamos a advertir la singularidad de la escritura epistolar del personaje.

Alejado Horacio en Villajoyosa, si en un principio no puede soportar la ausencia de su amada, progresivamente se va operando en él una transformación que lo impulsa a la aceptación gozosa de este nuevo tipo de vida. El intercambio epistolar de ambos viene marcado en principio, por esa fogosidad desbordada, motivo de la ironía del autor e incluso de los propios personajes. Escribe al final del capítulo 16 el narrador:

«¡Y cuando el tren traía y llevaba todo este cargamento de sentimentalismo, no se inflamaban los ejes del coche-correo, ni se disparaba la locomotora, como corcel en cuyos ijares aplicaran espuelas calentadas al rojo!».


(p. 1579 b)                


Pero también en las cartas mismas encontramos claros guiños irónicos, respecto a toda una serie de tópicos bien conocidos en la tradición epistolográfica. Escribe Tristana: «Este papel te lleva un botiquín de lágrimas» (p. 1580 b); o más adelante, en clara exageración humorística que no deja de traer a la mente una significativa referencia literaria: «Me he bebido tus cartas de los días anteriores» (p. 1582 a).

La intromisiones narrativas sin embargo, se reducen notablemente a partir del capítulo 17, de manera que en el 18 únicamente precisa el papel de emisor y destinatario de cada una de las cartas, para en el 19 anotar sólo el día de la semana en que se escribe.

En el capítulo 17 inicio propiamente de la correspondencia de los amantes separados, comienza a advertirse ese gradual distanciamiento entre ambos; Horacio acomodado a su nueva vida campestre incita a Tristana a que lo acompañe a ella -«Dime que te gustará esta vida oscura y deliciosa; que amarás esta paz campestre; que aquí te curarás de las locas efervescencias que turban tu espíritu» (p. 1581 b)-. Una distancia reconocida por la propia Tristana quien aun manteniendo su exaltado estado anímico -«Pregúntales (a las palomitas) por qué tengo esta ambición loca que no me deja vivir; por qué aspiro a lo imposible, y aspiraré siempre» (p. 1582 a)-, admite la posibilidad de una convivencia, pese a la diferencia que percibe ya en sus caracteres -«Sea cada cual como Dios lo ha hecho, siendo distintos, se amarán más» (p. 1583 b)-. En el capítulo 18 constatamos además la atención preferente que el narrador dedica a la escritura femenina, ya que frente a las tres cartas de Tristana, únicamente reproduce una de Horacio. Una voz, la de este personaje, que desaparece completamente ya en el capítulo siguiente. A este respecto cabe recordar la reflexión de Gonzalo Sobejano al referirse a la diferencia entre la epistolografía bilateral y la unilateral, esta última más propia según él, de la novela epistolar moderna. El caso de Tristana como bien indica este crítico, sería un curioso ejemplo de transición entre una y otra, ya que si en un primer momento el narrador reproduce fragmentos de las cartas de ambos, después concentra su atención exclusivamente en las de ella31.

Habiéndose encontrado a sí mismo, en esa prosaica y desprovista de toda aspiración superior, vida campestre, hay que imaginar las cartas de Horacio como mera reduplicación de lo ya conocido, con lo que el narrador opta con su poder omnisciente, por silenciar su voz. Es la escritura epistolar de Tristana, singular reflejo de su atormentada vida interior, lo que realmente le interesa. En ese proceso de autoconocimiento que supone la revelación de sí a través de la escritura de cartas, detecta Roses un creciente desorden en ellas, claro indicio de su ansiedad y desasosiego íntimo. Señala así, las cada vez más frecuentes interrupciones en su discurso epistolar, y sus continuos titubeos, marcados gráficamente por la presencia clara de los puntos suspensivos. Un estado de excitación que evidentemente va en aumento, con el progreso de esa enfermedad que parece anulará todos sus esfuerzos para llevar a cabo sus proyectos. Véase por ejemplo, este pasaje incluido en el capítulo 21.

«te quiero grande hombre y me saldré con la mía. Lo siento, lo veo... no puede ser de otra manera. Mi voz interior se entretiene describiéndome las perfecciones de tu ser... No me niegues que eres como te sueño. Déjame a mí que te fabrique..., no, no es ésa la palabra; que te componga... tampoco; que te reconstruya... tampoco... Déjame que te piense conforme a mi real gana. Soy feliz así»32.


(p. 1591 a)                


La discontinuidad, el desorden, pero sobre todo la espontaneidad libre, sin traba alguna, rigen la construcción del presente fragmento. Unos rasgos éstos que se han podido atribuir a la escritura de cartas amorosas, y más en concreto, a las cartas escritas por mujeres. Recordemos lo que Choderlos de Lacios, por boca de Valmont, escribe:

«He cuidado mucho mi carta, y he tratado de reflejar en ella ese desorden que es el único capaz de pintar la pasión. En fin, que he desvariado cuanto he podido: pues sin desvarío no hay amor; y creo que esta es la razón por la cual las mujeres son tan superiores a nosotros en las cartas de amor?»33.


Como Guilleragues supo apropiarse de la voz de una mujer, hasta el punto de que durante mucho tiempo su superchería no fue reconocida como tal34, también Galdós hace funcionar perfectamente esta singular ventriloquia, al hacer expresarse como lo hace, a su personaje femenino35.

Si tras el capítulo 19 en el que el personaje empieza a dar cuenta de su enfermedad, en el 20 se nos presenta una escena dialogada entre don Lope y su pupila -éste ahora ofreciendo pluma y tintero para que pueda escribir sus cartas-, en el 21 el narrador se refiere por si su lector no lo hubiese percibido, al elevado grado de exaltación al que ha llegado la enferma, y que se refleja en la escritura de sus cartas. Comentando éstas, escribe:

«Siguieron a esta carta, otras en que la imaginación de la pobre enferma se lanzaba sin freno a los espacios de lo ideal, recorriéndolos como corcel desbocado, buscando el imposible fin de lo infinito sin sentir fatiga en su loca y gallarda carrera».


(p. 1591 a)                


Ese espolear desenfrenado al que somete a su imaginación tiene su más claro indicio revelador, en la metamorfosis que Horacio experimenta dentro de su mente. Si Tristana se había referido con anterioridad a la pérdida de la imagen física de su enamorado, ahora los lectores constatamos cómo la figura de su destinatario cobra unos perfiles y configuración, que son producto exclusivo de sus pensamientos -«Mi señor, ¿cómo eres? Mientras más te adoro, más olvido tu fisonomía; pero te invento otra a mi gusto, según mis ideas, según las perfecciones de que quiero ver adornada tu sublime persona» (p. 1591 a)36-. El vocabulario manejado por el personaje ya no es el íntimo y personal ligado a su anterior relación amorosa, como también nos recuerda el narrador. Tristana es o va siendo otra, y ello queda claramente reflejado en su escritura epistolar.

El proceso de sustitución de lo real por lo ideal, en ese cambio relacionable con Horacio, refleja en la novela una variante singular de lo que ha sido denominado la ficcionalización propia de la escritura epistolar37. Si el escribir, como indicaba Salinas, es cobrar conciencia de nosotros, si el primer destinatario de una carta es inicialmente uno mismo, de forma que ésta se ofrece ante nosotros como singular desahogo personal o espejo en el que mirarnos, puede ocurrir que esa imagen que se refleja en ella, no siempre nos guste. Y aquí es cuando puede surgir esa tendencia más o menos latente en el género epistolar, a la ficcionalización. Como escribe Guillén: «La carta es a muchos niveles una liberación. El escritor puede ir configurando una voz diferente, una imagen preferida de sí mismo, unos sucesos deseables y deseados, y en suma, imaginados»38. Una situación que parece, puede ser percibida en Tristana. Pues si sus cartas descubren como los críticos han señalado, ese proceso de adentramiento del personaje en sí mismo, a la vez y aun cuando parezca paradójico, son un indicio revelador de esa capacidad de transmutación de lo real en lo deseado que obsesiona al personaje. Algo que obviamente, cobra plena realidad en la transformación de Horacio, amante hecho a la medida de quien lo piensa y desea.

En este sentido no resulta extraño que el al que va dirigida dicha correspondencia, acabe dudando sobre su propia identidad. Pues como indica el narrador en el inicio del capítulo 22, Horacio convertido en el ser ideal imaginado por Tristana, se pregunta si es él o no, como le pinta su amada, debate que se zanja desde su perspectiva ya plenamente prosaica, en la conclusión de la posible enajenación mental de su remitente.

A estas alturas de la novela la obra está llegando a su final. Transtornada completamente por la noticia de la necesaria amputación de su pierna, Tristana si apenas escribe. Hasta tal punto se están produciendo grandes cambios que no sólo don Lope se convierte en posible mediador de su correspondencia amorosa, sino que llega también a erigirse en lector intruso de una de sus cartas. Aquella precisamente en la que la infeliz comunica a su amante la noticia terrible de la amputación de su pierna. Una carta en la que se refleja con toda claridad esa inmediatez propia de lo epistolar, al referirse a esa situación que acaba de conocer y cuyo efecto pesa con toda fuerza en el personaje que escribe en medio de una gran conmoción. Los sentimientos de Tristana se reflejan en la misma materialidad de la carta, pues como comenta el narrador, las últimas líneas si apenas se entendían por el temblor de la escritura. En este caso pues, el aspecto material del enunciado intensifica el significado del mismo39.

La última que se transcribe de Tristana es aquella que escribe tras la operación, y en la cual le pide explícitamente a Horacio que no venga a verla. Como funesto presagio de lo que habría de ocurrir, ese deseo de no ver a su amante, no se ve sin embargo, cumplido, pues vuelto a Madrid y tras una entrevista con don Lope, Horacio acude a visitarla. En esa inesperada amistad que surge entre los antes odiados rivales, el lector comienza a sentir el principio de ese movimiento de inversión que domina todo el final de la novela. La desilusión de Tristana ante la presencia directa de Horacio no se hace esperar. Una distancia infranqueable se abre ahora entre ambos, reconocida por el personaje masculino quien ante don Lope se califica como «terrestre y práctico», frente a Tristana «muy soñadora, con unas alas de extraordinaria fuerza para subirse a los espacios sin fin» (p. 1606 b). Cualquier relación entre ambos resulta por tanto, forzada e inútil y la única salida posible llega con la progresiva retirada del antiguo pretendiente.

Una nueva situación que ambos aceptan sin angustia ni dolor40. Uno y otro escribe el narrador, «parecían acordes en dar por fenecida y rematada definitivamente aquella novela» (p. 1608 a). Una novela, una ficción en definitiva, que iniciada en la experiencia real, adquiere sin embargo, su pleno desarrollo en la distancia y ausencia de ambos, a través de la escritura epistolar. Es Tristana en sus cartas -medio liberador de sus angustias y anhelos íntimos-, quien inconsciente de su papel, crea esa imaginada relación con un ser producto de su mente. Es la carta la que incrementa sus ansias de liberación y posibilita el vuelo de su mente desbordada, ante la misma carencia, propia de la correspondencia epistolar, de un tú presente que la desdiga o rechace. Ya no es Tristana quien habla con Saturna, don Lope o el propio Horacio, personajes que desde su realidad física puedan interrumpir, contradecir o retener el vuelo de sus pensamientos. La ausencia del destinatario, la soledad única de quien escribe una carta41 posibilita ese desahogo libre de la conciencia imposible en el diálogo. Hablar con no es lo mismo que escribir a la carta no es sustituía del diálogo, y la diferencia parece palpable en Tristana.

¿Qué habría sucedido si Horacio no se hubiese marchado de Madrid? ¿Habría alcanzado la mente de Tristana los extremos a los que llega, sin esa separación? Aunque evidentemente esto supondría escribir otra novela, como también lo sería el imaginar la suerte del personaje sin esa amputación de la pierna -suceso este que muchos críticos censuran al escritor-, parece sin embargo, que la presencia de la escritura epistolar tal como dispone las cosas Galdós, resulta cuidadosamente pertinente.

En la escritura de cartas encuentra Tristana el mejor modo de explayar su angustia interna y anhelos de libertad, de buscar salidas a su conflicto íntimo, dado que otras le están negadas. Y si en esa búsqueda el personaje no hace sino despegarse cada vez más de la realidad, ello no parece importarle. Es sólo cuando esa realidad desmiente y destruye totalmente sus esperanzas, cuando ella decide no escribir más42. Las cartas pues, que Tristana dirige tras su ruptura, a Horacio las escribe de prisa y corriendo sin poner más que frases convencionales43. Y tras la boda de su antiguo amante será don Lope el único encargado de mantener la correspondencia con Horacio.

Nuevamente desde su distanciamiento panorámico, el narrador nos presenta al final de la novela a una Tristana cada vez más huidiza y desdibujada. Aun cuando con su omnisciencia nos refiera los cambios y continuas metamorfosis que en la joven se van operando, no cabe duda de que su imagen antes tan cercana, se va diluyendo. Un efecto este que alcanza su máxima intensidad en el final mismo de la novela, cuando en esa gran inversión última44, Tristana acabe convirtiéndose en mujer de don Lope. En ese «Tal vez» concluyente con que responde el narrador a la tradicional pregunta sobre la felicidad final de los personajes, cabe ver el máximo efecto de la ambigüedad que cierra el texto galdosiano. Tristana, tan próxima antes al lector a través de ese fluir desatado de su escritura epistolar, abandona la pluma y se vuelve inaccesible45. Su silencio epistolar la aleja de nosotros y nos mueve en definitiva, a recomponer su imagen última a través únicamente de nuestras propias hipótesis. Y si esta imagen no se corresponde con la real que Galdós pudo concebir, es algo que nunca llegaremos a saber.





 
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