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La esfinge mironiana

Francisco Márquez Villanueva





El 28 de julio de 1879 nacía Gabriel Miró en su Alicante para una vida de absoluto compromiso con el arte y realizada casi toda ella bajo el signo adverso de la incomprensión. Esperaban a aquel ingenio luminoso todas las estrecheces, humillaciones e injusticias de que sólo es capaz la vida española cuando dice a atravesarse en el camino de sus mejores hijos. Cincuenta años después de su temprana muerte continúa Miró relegado a una incierta magnitud, con no sobrados lectores y sin la fama internacional a que tanto contribuyó la misma suntuosidad de su lengua. Duele el pensarlo, pero, ¿dónde no estaría hoy su fama si hubiera escrito en francés?

Gabriel Miró sigue, como alma en pena del firmamento literario, sin encontrar su verdadero lugar de reposo en la estimativa del presente siglo. Su nombre fue enterrado en vida bajo el lastre de infinitas gacetillas, cuyos opacos adjetivos sólo sirvieron para apresarlo en un cerco de trivialidad, para ceñirle la noción de un punto muerto, acerca del cual nada auténtico cabría decir. Sus avisados enemigos, que eran lo más negativo de la vida pública española, maniobraron por contraste con sobria eficacia en las galerías del poder para no ya negar sus méritos, sino hasta para quitarle el pan de la boca. Tampoco la investigación se ha mostrado propicia a darle todo lo suyo, que en este caso hubiera sido plantear sobre bases críticas la sensibilidad que hacia él mostraron los jóvenes poetas del Veintisiete. Entristece ver por ahí tanto negarle hasta la categoría inicial de novelista, relegado por misericordia a los desvanes de «lírico», «paisajista», «regionalista» y hasta «pintor». Y todo porque sus novelas no están hechas conforme a la fórmula elemental de Los tres mosqueteros. El posterior desarrollo político español incluso obligó a falsificar, de espaldas a la verdad, un Miró no ya inofensivo, sino a ser posible beato1. Se ha estudiado también hasta la saciedad su consabido «tema de Levante» y al pintor «impresionista» del paisaje nativo con metodología de mera catalogación. El concepto subyacente en tales empresas no va más allá que el de un palabrero rendido a la delicuescencia de un limitado repertorio de «sensaciones» y de «paisajes». Pero entonces ¿por qué habría Miró de inspirar en vida tanta repulsa? ¿Y por qué tanta asepsia de pinzas para acercarse después a su obra?

Sólo tardíamente se ha ido despertando a una realidad crítica muy distinta y comienzan a reunirse los materiales más indispensables para el trabajo de base. Hay que esperar hasta 1961 para el estudio de Jorge Guillén sobre su lenguaje «suficiente»2, ejemplo de la línea que apenas tuvo tiempo de surgir y que nunca se debió romper. Y nada más que a partir de 1975 contamos con una investigación a fondo de su rica biblioteca privada3, instrumento indispensable para reconstruir su mundo intelectual. Se nos documenta aquí un lector concienzudo, muy acorde con las tendencias filosóficas de fines de siglo (Schopenhauer, Nietzsche, Darwin), pero con despuntes personales de máximo interés, como sus aficiones a Lucrecio, a Guyau4, a los filógrafos o teóricos del amor, a Ribot, a Taine y a Binet, todos los cuales dejaron en su obra una huella importante, pero aún no estudiada. Ian R. Macdonald proclama a Miró como autor todavía desconocido5.

Pero a pesar y por encima de lagunas, es posible contemplar hoy el arranque de la obra mironiana bajo una típica constelación finisecular, determinada en lo filosófico por los nombres ya apuntados y en lo literario por una sutil fascinación con el naturalismo ultrapirenaico. Vagamente señalado o contradicho por diversos críticos, me ha correspondido la tarea de explorar este último aspecto en un terreno de préstamos y reelaboraciones concretas6. Quisiera proclamar hoy que dicho campo de encuesta dista de hallarse agotado. El joven Miró leía a Zola, especialmente en su serie de los Rougon-Macquart, con una atención profunda, que grabó a fuego en su memoria muchas páginas, situaciones y personajes. No es ahora el momento de entrar en detalles, por ejemplo, de cómo la escena final de Nuestro padre San Daniel sigue muy de cerca a otra similar de Angélica Rougon, protagonista de Le Rêve (1888), ambientada en la más lóbrega y solitaria capilla de la catedral de Beaumont. Sí hay que insistir, en cambio, acerca de la definición genérica de su ya espléndido Del vivir, que no es otra que la de la novela-reportaje, esto es, una de las categorías más obvias del naturalismo literario, definida a su vez por la trilogía Les trois villes (Lourdes-Roma-París) del propio Zola (1894-1898).

Ahora bien, no ha de verse en todo esto una simple cuestión de modas literarias. Devorar a Zola y escribir alzándose sobre sus hombros era en sí un comprometerse con los sectores de opinión más anticonservadores e incluso políticamente activistas de principios de siglo. Y lo era mucho más en la zona levantina, toda ella muy agitada en lo social y donde el mismo Vicente Blasco Ibáñez hacía de la divulgación de obras como Germinal un mandamiento de su programa de agitación callejera7. Claro está que Miró no estaba interesado en tales extremos, pero no es menos cierto que su obra quedaba así marcada de aspectos militantes que no han sido suficientemente atendidos por la crítica. Y esto desde su misma «prehistoria», es decir, desde las novelas primerizas repudiadas en sus incompletísimas Obras completas, con La mujer de Ojeda (1901) e Hilván de escenas (1903). Comprobamos ya en la primera un claro distanciamiento de la moral burguesa, con liberación del erotismo al hilo del Cantar de los cantares, con un pueblecillo (Majuelos) podrido de conformismo y su sacerdote mandón, «de sucia sotana» y «cuyas frases tenían la pegajosa frialdad de la serpiente», que la ha de tomar, claro está, con la desdichada protagonista. Hay allí también unas fuertes páginas dedicadas a un intento de violación y a la pintura brutal del pudrirse de un cadáver. En Hilván de escenas se da entrada episódica al mismo tema de La barraca (1898) de Blasco Ibáñez8, pero en lo esencial viene a constituir una diatriba contra las Orbajosas y el caciquismo. Su novedad radica en presentar un cuadro de represión sexual como continuum del clima autoritario en la persona de doña Trinidad Bermúdez, cacique femenino del pueblo de Badaleste:

«Parecía una imagen de la castidad, pero no de la virtuosa, santa, difícil y admirable que siente el espíritu del luchador tentado y perseguido por flaquezas y voluptuosidades, sino de la que acusa imperfección, escaso desarrollo de la sensibilidad, raquitismo, aridez de peña en el alma...

Pero aquella vieja fría, egoísta, acaso no sintió nunca la lucha entre la honestidad difícil y la impureza fácil. La imaginación de amores, deseos y caricias, le produjeron siempre náuseas y exasperaron»9.



Cabe afirmar así, a modo de un primer punto cardinal, que Miró dedicó su vida literaria a llevar a una cumbre de perfección el tema de la ciudad levítica, característico y central en toda la novela postgaldosiana.

Nada de esto sirve, sin embargo, para facilitar el estudio de Miró en el sentido de hacer a éste más «clasificable». A pesar de sus obvias e inevitables concomitancias con Modernismo y Noventa y ocho, que tenía tan cerca, hemos de resignarnos a considerar a Miró como un individualista integral, que no quiso tener «ismo» ni «generación». Frente al Noventa y ocho, no quiso saber nada de regeneracionismo, ni hizo exhibición de un dolor de España causado en él por razones mucho más hondas que el desastre colonial. Contra el Modernismo, no creyó en la «estética» de la moralidad decadentista y (aunque al principio jugara con ella) no hay Bradomines en su obra. Sus personajes se debaten a cuerpo limpio por un ethos de mayor autenticidad humana. Han de ser combatidos por fuerzas harto concretas y temibles como precio para una liberación de orden individual, aunque en el fondo no deje ésta de representar también la de toda la sociedad española. El estudio de la vena naturalista muestra, a su vez, una superación sistemática del modelo ultrapirenaico, siempre a la busca de alcances más complejos y deteniéndose sólo a las puertas de las innovaciones expresivas, que hoy consideramos características de los años veinte.

Si estos otros planteamientos distan de brindarnos ninguna cómoda falsilla, sí abren, al menos, nuevas y atrayentes vías de encuesta. Buen ejemplo de ello podrían ser sus eventuales aplicaciones para una comprensión más profunda de la lengua y estilo de Miró, tan a menudo encasillados en la categoría artificial de un supuesto «impresionismo». Pero si las ideas de Ribot han llegado a ser consideradas como inspiradoras cercanas del funcionamiento de la imagen en poetas como Ezra Pound y Hulme10, ¿no podrían haberlo sido también en el caso de Gabriel Miró? En un plano menos problemático hay que volverse asimismo hacia el naturalismo francés y en particular hacia Zola, sin perder de vista que en este autor inmenso11 y a menudo nada bien entendido se da asimismo un horizonte estilístico netamente polarizado por el ideal del poema en prosa. Se impone por este camino una atención especial a su novela La Faute de l'abbé Mouret (1875), de suma importancia por centrarse sobre el tema del sacerdote enamorado, que habría de experimentar en la Península un verdadero estallido12, con Valera, Eça de Queiroz, Clarín, el mismo Miró y tanta otra «novela con cura» de que decía hallarse hastiado Manuel Azaña13. El episodio central de la obra de Zola transcurre en el Paradou, inmenso y lujurioso jardín abandonado desde el siglo XVIII. Actualiza allí el cura Serge Mouret el tema del pecado original, arrastrado por la complicidad de la naturaleza a unos amores adámicos con la joven Albine, Eva de aquel paraíso. Edén en el que no falta a su cita la serpiente, pero que en este caso es un fraile aborrecible y fanático que, al igual que el Padre Bellod, revienta de fobias hacia la mujer, el matrimonio y hasta el hecho biológico de la reproducción. Zola tensó hasta el máximo sus recursos expresivos en aquel centenar y medio de páginas dedicadas a sacar partido de la inmensa metáfora erótica del Paradou. Su descripción, concebida como la de un gran ser viviente, le exige toda suerte de alardes en materia de adaptación léxica y labilidad de la imagen. Fueron páginas muy sonadas: «Me enorgullecería ser el autor... de la descripción del jardín del Paradou»14, escribió en cierta ocasión Blasco Ibáñez. Miró no pudo disponer, ciertamente, de mejor ni más claro punto de arranque para el llamado «hilozoísmo»15 de sus descripciones, que tan a menudo lo son sólo de vegetación y pequeños accidentes geológicos. Allí surge, por ejemplo, la repetida mención de «les nudités des eaux» y de «les eaux nues»16. En aquella quintaesencial imagen mironiana de «el agua desnudita», nuestro autor no tuvo que poner, pues, más que el diminutivo.

Nos hallamos huérfanos de todo estudio ni bueno ni malo de las lecturas de Miró en materias psicológicas, que entonces eran de última hora, como posibles claves parciales de su obra y, en especial, de su precoz alumbramiento de avanzadas técnicas narrativas (flashback, monólogo interior, stream of consciousness) que hoy suelen adscribirse a otros maestros de la novela contemporánea. En cuanto a Ribot y a Binet es de notar que ambos se centraron sobre el concepto de la personalidad psicológica y prestaron atención preferente a sus manifestaciones morbosas17. No deja de ser también el gran tema reconocible en la obra juvenil por la mirada más a bulto, con el protagonista de Nómada, de personalidad ligada a su cabellera romántica; el de La novela de mi amigo, que piensa de sí en términos de una anticipada carroña; la de La palma rota, casi un femenino Doctor Jekyll, con split personality ante la realidad del amor. El Félix de Las cerezas del cementerio profesa, a su vez, un fetichismo erótico-religioso moldeado por el clásico estudio de Binet18. Estamos así a la puerta de La Salpêtrière de Charcot19, y desde luego en el seno de una psicología prefreudiana centrada sobre el problema de la vida mental inconsciente. La atención de Miró a lo pequeño y casi subliminar (lo mismo que en el caso también de Azorín) me ha parecido a veces aplicación programática del principio enunciado por Binet en un libro que le era bien conocido: «Notre vie, qui paraît réglée par notre logique, dépend en réalité de ees petites impressions que nous ressentons sans nous en rendre compte»20. Al menos, tendríamos aquí base para un par de válidos corolarios. Uno es el condigno tributo a la heroicidad intelectual del joven alicantino, tan al corriente de esta novísima psicología en su rincón o huerto provinciano de una España postrada. El otro tiene que ver con su posterior eventual conocimiento de Freud21, es decir, uno de los mayores problemas relativos a su obra de madurez: quien estuvo tan atento a la psicología prefreudiana, ¿no lo estaría después a la freudiana?

Miró ha sabido lo que todavía ignoraban o no alcanzaban a entender tantos sabios oficiales a su alrededor, pero ello le sirvió para ser mejor artesano y no para sentar cátedra de nada. La diafanidad de sus miras artísticas fue en todo momento absoluta y le libró de caer en ningún didactismo vergonzante, ni de arrimar ningún ascua a la sardina de esta o aquella «tendencia». Novelistas de ideología disidente, anarquizantes, nietzscheanos, anticlericales y, desde luego, todos muy eróticos y teñidos de naturalismo, pululaban en la España de la preguerra mundial. Más aún, tenían su baluarte y hasta un seguro contra el hambre en las colecciones periódicas de novelas cortas, en las que también publicaba Gabriel Miró, tras haber conquistado en ellas su fama con el premio de «El Cuento Semanal» a Nómada en enero de 190822. La colaboración en tales series tendía a imprimir carácter (casos de Luis Antón del Olmet, Carmen de Burgos, Hoyos y Vinent, Diego de San José), pero Miró, el máximo descubrimiento de aquellas ediciones populares, fue casi el único que tuvo una carrera independiente en el campo del roman. Miró publicó en «Los Contemporáneos» La palma rota, El hijo santo y Amores de Antón Hernando, las tres en 1909. En cierto eco de esta última lanzaba la misma colección, en 1911 (3 de noviembre, n.º 114), una novela de Luis Antón del Olmet titulada La viudita soltera23. Constituye en lo esencial un ataque antijesuitico al colegio de Santo Domingo de Orihuela, escenario de una tenebrosa historia en torno a la frustración de unos limpios amores por maquiavélica y hasta terrorífica conspiración clerical. Aunque por fuerza haya de figurar en la historia genética de las novelas de Oleza, la obra de Olmet no es más que una burda prédica, en todo digna del olvido en que yace. Aunque colaborar en dichas colecciones era en realidad casi un sentar plaza en las filas de los réprobos, La viudita soltera y tantas otras de aquellas series sirven, sobre todo, para ilustrar lo que, muy adrede, no quiso ser Gabriel Miró.

Otro punto de importante referencia lo constituye también Felipe Trigo (1865-1916), pontífice de la novela erótica hacia los mismos años iniciales de Miró. Trigo fue miembro (con Valle Inclán y Baroja) del jurado que en 1908 adjudicó el premio a Nómada, e incluso ciertos indicios apuntan a convencer de que tuvo en ello un papel decisivo24. Pronunció también uno de los discursos en el banquete de homenaje a Miró, días después de su triunfo. Y es preciso recordarle hic et nunc porque, aun a riesgo de causar cierto escándalo, llega también la hora de proclamar a Miró como novelista erótico, si bien lo fuera en el plano más exquisito25. Desde luego, no podía menos de hallarse familiarizado con la obra de Trigo, que (a pesar de sus bajos quilates) hacía un esfuerzo por dignificar el tema erótico, tratado con pretensiones de seriedad científica (Trigo había sido médico militar) y visto como palanca de redención social. Halagado en demasía por el éxito de público, Trigo terminaba por creerse, en grado patético, un gran sociólogo, comprometiéndose con las teorías más desaforadas, como una según la cual las parejas enamoradas deberían dormir en cuartos separados. Todo ello y mucho más anda revuelto en su buena nueva socio-sexual, expuesta en libro peregrinamente titulado Socialismo individualista (1905)26.

Pero en lo erótico era capaz de llegar Miró donde llegara Felipe Trigo, como prueba Dentro del cercado (1916)27: novela cuya audacia exenta de una «tesis» o, al menos, de escapatoria a un problema de claustrofobia erótica, irrita a no pocos estudiosos y recuerda desde ciertos ángulos a Felipe Trigo (salvo por lo bien trazada y mejor escrita). En Miró el tema erótico se independiza en un plano de la más alta dignidad literaria, sin tener que ponerle hojas de parra de ciencia ni de sociología, como en la desdichada fórmula de Felipe Trigo. Por otra parte, lo erótico asume en su obra un carácter básico y funcional, pues Miró diagnostica el morbo de la vida a su alrededor precisamente como una «falta de amor» (no una «decadencia»). Y amor es para él una confusión muy deliberada de lo divino y lo profano, de Eros y Ágape. La mirada del novelista da fe de una ausencia de caridad evangélica que termina por revelarse también como ausencia de pura y verdadera sensualidad. Una y otra son no sólo las cosas más difíciles de encontrar entre los seres humanos, sino también las más falsificadas por éstos. Las categorías de religiosidad y erotismo se le superponen no como desplante decadentista a lo D'Annunzio o Valle Inclán, sino por efecto de su profunda intelección de la literatura mística. Gran conocedor del genuino fenómeno religioso, fue tal vez el primero en comprender que una neurosis de represión sexual era componente clave de las actitudes mentales de la España retrógrada, y con ello brindó uno de sus grandes temas a Federico García Lorca. Las dos novelas de Oleza tienen por foco la desintegración de una gran Casa de Bernarda Alba. Y ésta, a su vez, es una minúscula Oleza, sólo que regida por el Padre Bellod y no por El obispo leproso.

El reato legado por la vieja mentalidad inquisitorial sabe por instinto que una disidencia de este orden es mucho más peligrosa (en cuanto puro pecado del intelecto) que la mera acción política o la protesta callejera. Miró tuvo, pues, que «pagar» por su obra un precio muy alto. Si éste se halló un escalón por debajo del satisfecho por el poeta granadino, fue sólo porque el nivel represivo de los años veinte no había alcanzado aún la cota de la bala, detenido en la campaña difamatoria y en la negación del fruto del trabajo. Por este camino sus dificultades comenzaron antes de lo que se cree, con su participación en el gran proyecto de Enciclopedia sagrada de la editorial barcelonesa de Vecchi y Ramos, en 1914-1915. Los datos hasta ahora disponibles daban la disrupción del mercado de libros acarreada por la guerra europea como causa del fracaso y retirada del proyecto. Declarábase éste «interesante para el sacerdote y el seglar, para el católico más severo y más mitigado, pero, repetimos, que dentro siempre del recinto de las ideas de la Iglesia»28. Pero, desde el primer momento, no dejaba de resultar incongruo el ver a su timón un triunfador de «El Cuento Semanal». La verdad es que el proyecto se hallaba mediatizado por la mitra barcelonesa y las diferencias de criterio surgían por doquier, como atestigua la correspondencia privada con su gran amigo Francisco Figueras Pacheco. Aun habiéndose advertido a éste que sus papeletas sobre derecho canónico deberían mostrar el debido redondeamiento «sacro», tuvo gran dificultad para hacérselas aceptar a una «Teocracia» que pretendía rechazarlas por el mero hecho de no haber sido redactadas por un sacerdote. Miró se encontró al final atrapado en una red de «asesoramientos» tras los cuales alentaba la más obvia desconfianza hacia su labor: «Algunos religiosos y señores de la clerecía son de un incansable prurito polémico, y me fatigan exigiéndome garantías de ortodoxia»29. Pocas semanas después se desfondaba del todo el proyecto editorial de la Enciclopedia sagrada, que no trajo a Miró más provecho que el legarle una universal competencia en materia de ciencias eclesiásticas.

Si estos tristes destinos de Gabriel Miró se entienden humana e históricamente en un clima de preguerra civil30, hemos también de guardarnos contra las explicaciones demasiado sencillas, que nunca valen con él. La gran campaña adversa se le desató, como es bien sabido, a raíz de publicarse las Figuras de la Pasión del Señor en 1916-1917 y no puede darse por clausurada hasta el hosco artículo necrológico que le dedicó Ramiro de Maeztu31. Pero no hay que perder de vista que en 1917 es sólo don Antonio Maura32, un político de la derecha histórica de la Restauración, quien de un modo tajante y en él desacostumbrado (por su cargo de director de la Real Academia) sale claramente en su defensa. Aunque cierta derecha de entonces y cierta izquierda de ahora33 pudieran acusar a uno y otro de contubernio, tenemos aquí la mejor prueba de que la disidencia de Gabriel Miró iba contra muy determinados órdenes vitales, pero era de inmediato apolítica en el más sano sentido de la palabra. Maura no sólo rompe su lanza por la pureza de intenciones de las Figuras, sino que hasta proporciona a Miró un empleo ministerial en Madrid34 (aunque ínfimo, porque no permitía otra cosa la fama de «integérrimo» que aureolaba a don Antonio). Pero quedaba por delante lo peor y aun las verdaderas heces del cáliz, pues al tiempo que arrecian los ataques, a lo largo de los años veinte, Miró se ve repudiar por Ortega y Gasset35 y por Juan Ramón Jiménez36. Lo más duro del sino aciago de Miró no fue así la incomprensión de los que no podían comprenderle, sino la de quienes hubiera sido lógico esperar otro calor humano. Miró vive, de hecho, en olvido y abandono. «¡Cuál no debió ser la soledad de Miró! Soledad completa, total», ha dicho Joaquín Casalduero37.

Pero también por este lado le tocaba a Miró el sino de «pagar», ahora no por sus convicciones, sino pro vita sua. Pagaba por su independencia de carácter, como había de pagar a otros por su independencia ideológica. Pagaba Miró por lo que él llamaba su «no ejercer» de escritor38; es decir, su deliberado alejamiento del mundo literario, de sus grupos, rituales y compromisos, que se le antojaban como el peor enemigo del alma. Se negó, incluso, a hacer las visitas esperadas de un candidato a la Academia39. De modestia tan diamantina como su dignidad, y tenaz como buen tímido, Miró de veras esperaba que fama y honores le vinieran, si querían, a buscarlo a su casa. Prefería ignorar que el ambiente español es el más reacio a ese tipo de reconocimiento platónico del valor, pues como dijo a Zorrilla el infame González Brabo, «en España no tiene nunca importancia más que el que se la da»40. Y su Sigüenza vivía precisamente del placer de no dársela.

Todo venía de este modo a trabajar contra Miró. Primoroso cultivador de la amistad, no gustaba de hacerlo en cuanto relaciones «literarias», y hasta se le notó cierta predilección por gentes que no eran del oficio41, en especial médicos u hombres de ciencia (Ramón Turró, Augusto Pí Suñer) y políticos. A su joven amigo Juan Gil Albert le hizo al final de su vida una confidencia terrible: «No recuerdo haber dicho nunca que siento admiración por alguien»42. Como medio de vida aborreció la profesión del periódico, entonces casi obligada, y desde el primer momento puso las miras en la burocracia que también odiaba, pero que sólo le sustraía un número limitado de horas. Para ello buscó la sombra de políticos de altura (Prat de la Riba primero, Francos Rodríguez y Maura después) a los que se acercaba de modo muy distinto al de Azorín con La Cierva. No quiso entrar en la vida madrileña de la pluma cuando se presentó la ocasión dorada de hacerlo, a raíz del éxito de Nómada y del banquete-homenaje de que entonces fue objeto (15 de febrero de 1908). A pesar de la brillante concurrencia (Benavente, Valle-Inclán, Martínez Sierra, los Álvarez Quintero, Baroja, Cansinos, Villaespesa, Felipe Trigo) y de tantos discursos laudatorios, no se le ve allí verdaderamente complacido y sus palabras de agradecimiento son sólo para decir «yo me vuelvo a mi rincón provinciano»43 y profetizar su rápido olvido. No sería la primera vez que un gran poeta alcanzaba a contar nada más que como «medio fraile». Eugenio D'Ors comentó bien aquel acto algo forzado, cuya figura central se antojaba algo desvaída y sin mucho interés, pues, para colmo, «no era tan solamente un pederasta»44.

No hay en todo esto base para ensalzar ni para condenar a Miró, en cuanto no había para éste ningún género de opción. Miró era un ser sin latitud, que no podía vivir más que de una manera, igual que sólo podía crear de una manera: con infinito trabajo y con infinito amor. Su renuncia al profesionalismo activo, e incluso a la defensa propia, no era, como dijo ya al final de su vida, «por humilde ni por orgulloso, sino probablemente por carecer de aptitudes»45. Es uno de los pocos autores españoles que ni siquiera se sintió tentado a probar fortuna en el teatro46. Su vocación era integralmente la de novelista y permaneció fiel a ella con cariño de buen esposo, porque en aquel mismo texto encarecía satisfecho: «Nunca escribí un verso ni una comedia» (aunque lo primero no fuera del todo así, pues su prosa abunda en metricismos y hasta series irregulares). Si la necesidad acuciaba en su casa, prefería recurrir a la traducción confesadamente mercenaria, que se imprimía sin su nombre47. Y no da en toda su vida sino una sola conferencia pública, el 5 de abril de 1925, para responder en el Ateneo Obrero de Gijón al atropello judicial cometido ocho años atrás con el director del Noroeste, por haberse atrevido a insertar en el periódico un fragmento de Figuras de la Pasión del Señor48.

Fue así como Miró se rodeaba de la quietud necesaria para ir destilando su obra, página a página. El precio no era sino el gozoso e integral sacrificio con que el místico de todos los tiempos se hace merecedor de la visión metahumana de la realidad. Sin duda late aquí el sentido de su profunda afinidad con nuestros grandes autores ascético-místicos, mucho más allá de la simple asimilación de estilo que es lugar común reconocerle. No en vano (por ejemplo) paladea a menudo el término desasimiento, clave teresiana de una liberación del espíritu para darse sólo a las cosas que de veras importan. Gregorio Marañón le recordaba como «una persona que sonreía a cosas que, por más que buscábamos, no veíamos los demás»49. Gabriel Miró llevaba consigo un aura de misterio (mística y misterio, formas derivadas del griego múo «cerrar») que era de inmediato captada por cuantos llegaban a tratarle de cerca. Salvador Rueda encarecía en 1908 cómo «nuestro Gabriel es un hombre que raya en lo divino: un alma hecha con la de un niño, con la de un filósofo y con la de un poeta»50. Ricardo Baeza da fe de su intenso poder sugestivo: «La personalidad de Miró [...] era tan singularmente noble y hermosa, que nadie pudo cruzar su vida, por pasajera o superficialmente que fuese, que no conservase ya un recuerdo perdurable»51. Pocos de cuantos le conocieron pudieron refrenarse de añorar en el papel su genio y figura, de modo que vino a ser Miró el personaje más retratado del siglo en prosopografías, etopeyas y semblanzas de muy larga catalogación. Género ya hasta cuajado en una preceptiva que pide evocar la transparencia enigmática de su mirada y la comunicación inasible de una inmensa bondad.

Miró: santo laico sin saberlo. Lo que sabía muy bien, y mejor que nadie, era el alcance de sus dotes y el valor exacto de la propia obra. A la crítica, es decir, aquella actividad gacetillera que en el mejor de los casos acogía a sus novelas, podía perdonarla acompañándose de un gesto de resignación ante lo irremediable: «La crítica puede convenir al autor y al público; pero lo malo de la crítica es que siempre repita hasta los mismos adjetivos, encallecidos en la pluma por desgana, por pereza, por prisa»52. En 1918 escribía a una amiga y admiradora cómo, por el contrario, no tiene el artista apelación ni escapatoria ante su propio juicio: «Precisamente el misterio de la propia creación es el más grande y doloroso tormento que nos inquieta»; y ni el público ni los críticos son en esto de gran ayuda: «Por eso conviene que nos veamos a nosotros mismos, a solas»53. Miró tuvo, sí, un problema inicial consigo mismo, debatiéndose entre la tentación narcisista y las crisis de fe en el propio valor. Pero es un problema que resolvió armoniosamente, hasta el punto de poder enjuiciar su tarea con una absoluta objetividad: «Creo en la honestidad y fuerza literaria de lo que hago»54, afirmaba con tranquila conciencia. Desautorizaba, a la vez, a quienes pretendieran auparle al pedestal de maestro o jefe de tribu, que se le antojaba demasiado incómodo: «Y no por humildad -que gracias a Nuestro Señor no padezco esta flaqueza- sino porque ni soy maestro ni me conviene serlo»55. Tan buen lector de Santa Teresa no ignoraba que la humildad auténtica constituye la virtud más difícil de practicar para el místico. Miró sabía que en ella no cabe transacción y sin ella no hay ver a Dios. Como eco de su limpio dejar atrás esa tentación a vida o muerte, nos ha dejado una frase genial en cierta carta dirigida a Carmen Conde: «Se ha de evitar también la actitud violenta de la humildad»56.

Tampoco aquella bondad casi palpable que exhalaba Gabriel Miró era de ninguna casta trivial y al uso. Lo explicó inmejorablemente un hombre joven, Juan Gil Albert, que lo trató en circunstancias algo especiales (de alicantino a alicantino) en sus últimos años:

«En España, sobre todo entre la burguesía y las clases conservadoras, ser bueno es aceptarlo todo, pasar por todo y no permitirse uno la menor crítica a lo alto, a lo establecido. Para algunos hasta el tener ideas propias es un síntoma de orgullo y hasta de maldad. No necesito decir que en este caso Gabriel Miró no tenía ninguna afinidad posible con esta bondad muerta, que únicamente pueden permitirse los poco inteligentes o aquellos que por algún motivo viven al margen de su conciencia, de su época y de la Historia. No era hombre de lucha... y sin embargo... en su intimidad se debatían las crisis agudas de nuestro siglo. No era Miró de estos hombres que no hablan por no ofender, ni por ofender tampoco, sino que para él entre el ofender y el no ofender estaba la verdad»57.



Miró tuvo, por ejemplo, definidas ideas políticas que, como dice su primer biógrafo Guardiola Ortiz58, no dio a conocer ni a sus amigos más cercanos. Sintió sin duda un respeto lindante con entusiasmo por la figura de Canalejas, y sorprende verle llorar todavía su muerte en 1917, lamentando el silencio nacional que la siguió en patéticos términos: «Silencio de la muchedumbre, silencio de ciudad como silencio de la casa en que está el padre muerto. Padre nuestro al que acude el alma española en sus postraciones, en sus inquietudes y angustias, suspirando: ¡Si estuviera ahora él!». Y en la misma ocasión exhortaba a que ocupara su puesto vacío «su mismo primogénito y discípulo amado en quien se complacía, porque le crió a su imagen y semejanza»59, y que no era otro que el también algo escritor José Francos Rodríguez (1862-1931). Gil Albert le oyó decir una vez que a cierto ministro de la Dictadura se le debía de asesinar60. La bondad de Gabriel Miró claro está que no podía ser una bondad emasculada, sino esa tensión de riesgo y peligrosidad de que siempre se rodea el heroísmo moral de los místicos.

No es de extrañar por lo mismo que el acercamiento a Miró venga a acentuar, por paradoja, la conciencia de su básico e inicial enigma. Las semblanzas escritas por tantos «íntimos» que, a su vez, eran también plumas ilustres, ofrecen si se va a ver pocas confidencias transcendentales para el esclarecimiento de su vida, obra y filosofía. Cuando se piensa en la tremenda vida interior de que han tenido que surgir aquellos libros, hay que preguntarse si amigos y familiares llegaron de veras a penetrar alguna vez en tan ardiente sancta sanctorum. Y también, si no lo ocultaba Miró (o pudoroso o angustiado) incluso a estas personas que se llamaban Miguel de Unamuno, Jorge Guillén, Dámaso Alonso o su misma hija Clemencia. De un modo paralelo, tampoco las veinticinco carpetas de la correspondencia privada (procedentes del archivo de Juan Guerrero Ruiz, en la sala «Zenobia y Juan Ramón Jiménez» de la Universidad de Puerto Rico) ofrecen ningún decisivo hallazgo, aunque sí los útiles elementos de matización que vengo citando. Nada, ciertamente, de una Correspondance de Flaubert. Lo característico de Miró en su trato amistoso era un tono de zumba melancólica de sí mismo, enteramente acorde con el juego literario de su alter ego Sigüenza y que no era, en el fondo, sino un mecanismo defensivo. ¿Es que conoció alguien entonces a Gabriel Miró? Nótese aquí que el problema no es sino el típicamente planteado por los místicos, que la verdadera vida de Miró era su vida contemplativa en el arte y, por último, que no hay pudor humano como el que resguarda esa clase de experiencia incomunicable. Para nosotros, simplemente, no puede haber atajo ni llave maestra, sino un volvernos, con renovado ahínco, al testimonio de esos libros, único espacio donde vive y se deja interrogar Gabriel Miró.

Si tales son los puntos cardinales que delimitan la obra entera del escritor, hay todavía una postrera lección en comprender cómo tendieron a una inversión polar en los dos o tres años finales de su vida. Y es que, a pesar de las incomprensiones y de las injusticias, Miró no fue nunca un hombre perdido en el desierto. Año tras año, terminó por labrarse un alto prestigio y justo cuando llovían sobre él los fracasos, rechazado de tirios y troyanos, empezaba también a amanecerle una nueva jornada. Sin necesidad de campanarios ni de manifiestos, la joven generación de los años veinte viene espontáneamente a ponerse a su lado. Roto por fin el maleficio, se da entre ellos una comprensión instintiva. Hoy sabemos hasta qué punto fue decisivo para pasarles el estandarte de Góngora, nunca ausente de su estilo, y cuán oportuno vino a ser para ello el modesto cargo de organizador de concursos que Miró desempeñaba en el Ministerio de Educación61. No dejaba de ser un desarrollo lógico, a la vez que cordial. Si la que iba a llamarse generación del Veintisiete veía en él un padre o, tal vez mejor, un hermano espiritual, es porque estaba allí plantado, como un puro y sólido ejemplo, en medio de las Letras españolas. Miró era un olor de santidad y una bandera de libertad creadora, que no les imponía ningún credo ni ningún «ismo», es decir, porque en este sentido la esfinge mironiana no tenía secreto y se alimentaba de la propia sustancia. Miró podía reinar sobre los jóvenes porque éstos sabían que nunca iba a desear gobernarlos, ni existía tampoco una fórmula o manera de ser «mironiano». «Nuestra generación no era solemne... No queríamos santones», ha dicho con justeza Rafael Alberti62. También porque, asomado al medio siglo, no había dejado nunca de ser «joven» (Niño y grande, como tituló a una de sus obras). Un maestro que todavía luchaba por abrirse paso y ganar aceptación en sus propios términos, como cualquiera de aquellos muchachos de talento. A tales alturas, la humildad mironiana seguía hablando de encontrarse a sí mismo y de encauzar definitivamente su obra63, que se le aparecía incompleta y en antesala de sus mayores logros.

Este capítulo o recodo final no va a conducir, sin embargo, a ningún happy ending. Dámaso Alonso64 ha escrito de su última visita a Miró, poco después de salir El obispo leproso, y del ímpetu juvenil con que trazaba la magna estrategia de su futura obra: una docena de libros sobre figuras bíblicas, hagiografía y temas litúrgicos, además de su novela La hija de aquel hombre. Pero hay serios motivos para poner en tela de juicio el grado de realidad de tales entusiasmos, pues otros datos más a ras de tierra documentan una disposición muy opuesta. Miró, por el contrario, rechaza con horror las invitaciones editoriales para libros o colaboraciones, declarándose saturado y exhausto65. Tomada en sí misma, la idea de tan interminable desfile de Biblia, hagiografía y liturgia parece reñida con un verdadero progreso de su obra e incluso apunta, más bien, a un movimiento regresivo hacia el abortado proyecto de la Enciclopedia sagrada de Vecchi y Ramos. Cuando se está en presencia de obras como Figuras, las novelas de Oleza y Años y leguas, el lector queda ganado de una persuasión de finalidad, de absoluto agotamiento de un ideal artístico y de las técnicas a su servicio. Pero una perspectiva de este orden puede ser también un abismo de desesperación para cualquier poeta con un tercio de vida por delante.

Aunque también resulte de rigor en toda semblanza mironiana el llanto por su muerte en edad que para otros trae consigo la madurez, el caso de Miró era peculiar, porque ésta le había venido muy pronto (casi demasiado pronto), en 1903. Por ello, lo que en realidad veía abrírsele delante era el panorama desalentador de una prematura ancianidad creadora. No es sino harto comprensible que el gran novelista se encontrara agotado tras una década de magno esfuerzo, iniciada con las Figuras de la Pasión del Señor. Su reacción instintiva era pedir nuevas savias a su maternal suelo levantino, abrazándose desesperadamente con él a través del acariciado sueño de construirse, con las propias manos si hiciera falta, una casita en Polop, idea obsesiva del último año de su vida que comentó Pedro Salinas66. Veía llegar el final implacable de la obra en que trabajaba desde hacía un cuarto de siglo, v ello le intimaba la obsesión de la propia mortalidad: «En sus últimos tiempos me hablaba con insistencia de la muerte», relata el compositor Óscar Esplá67. Con sus cincuenta años, con su recién estrenado platónico magisterio del talento joven, con los cambios políticos que ya se perfilaban en el horizonte, venían a trastornarse los parámetros vitales que de un modo u otro determinaron su obra, nutrida hasta entonces de soledad contemplativa. Meses antes de morir escribía desde Polop a su amigo José Ruiz Castillo de su desaliento ante la tarea de «principiar a ser viejo», tras un medio siglo que «me ha postrado, me ha desgarrado, dejándome desde que se me acercaba en un silencio literario y humano, sin interesarme en nada. Todo en mí, todo, yermo, desasimiento»68.

Eran muchas, demasiadas cosas. Sigüenza vuelto ahora inviable, «porque sin un poco de juventud no es posible Sigüenza...»; frase final de Años y leguas (1928) que es todo un desahucio para el propio Miró, atrapado en el problema metafísico de retener su «juventud» creadora y de perfeccionar lo ya perfecto. Sobre su vida un coro de fama bien ganada, pero que rompía el maravilloso silencio del que brotaban hasta entonces sus libros. Responsabilidades artísticas en aumento, que tarde o temprano le habrían obligado a gobernar, además de reinar. O peligro de esterilidad, de quedar reducido a fetiche, santón o sombra de un pasado. ¿Un destino a lo Ramón Pérez de Ayala? Pero sobre todo, una esfinge que ahora dialogaba con iguales y hasta abría su pecho para mostrar su secreto, que no era más que un corazón lacerado. ¿Una crisis natural y pasajera? ¿Estaban allí las energías para repetir el milagro de otro Gabriel Miró? No lo sabemos, pero sí que al morir dejaba tras sí una vida bien hecha y una obra totalmente cerrada, sin posibilidades de continuidad, imitación o escuela. Y por eso podía muy de veras descansar en paz el 27 de mayo de 1930.





 
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