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La España de Cervantes


Joseph Pérez


Director Científico de la Monarquía Hispánica



Cervantes vive y escribe en la España de Felipe II (1556-1598) y Felipe III (1598-1621), es decir, en una España que pretende la hegemonía en Europa, pero que encuentra más y más dificultades para realizar este objetivo. El cambio de reinado y de centuria coincide con una serie de problemas que son otros tantos síntomas de que se está entrando en una época nueva. Los últimos años del siglo XVI han sido malos para España. Los corsarios ingleses atacan Lisboa y La Coruña, en 1589, Las Palmas en 1595 y saquean Cádiz el mismo año. El rey Católico no ha podido impedir que un ex-hugonote se siente en el trono de Francia. La paz de Vervins (1598) permite medir el terreno perdido desde 1556. En la Península, las Cortes de Madrid protestan contra una política exterior agotadora; Felipe II es obligado a declarar una nueva suspensión de pagos. Por las mismas fechas, una epidemia de peste que se prolonga hasta bien entrado el siglo XVII causa en total la muerte de medio millón de personas.

Dos textos parecen representativos de la situación española de fin de siglo: el discurso que pronuncia Monzón, procurador de Madrid, en las Cortes de Madrid el 19 de mayo de 1593, y el Memorial de Cellórigo, impreso en 1600.

En el discurso de Monzón, aparte de consideraciones sobre política económica, encontramos tres temas sustanciales: una constatación, una propuesta y un concepto de la Monarquía Hispánica. El procurador constata primero que Castilla se está agotando al pretender asumir sola la defensa del catolicismo en Europa. Recomienda Monzón que el rey se desentienda de los negocios de Flandes y de Francia y se dedique exclusivamente a defender la Península y las relaciones con Indias. Termina pidiendo que Castilla deje de contribuir con sus recursos financieros a los gastos que puedan ofrecerse en otros territorios de la Monarquía, con alusiones claras a la guerra de sucesión de 1580 en Portugal y a las alteraciones de Aragón de 1591. Del discurso de Monzón se desprende la idea de que los intereses del reino no coinciden forzosamente con los del rey. El procurador sugiere que Castilla no tenía ningún motivo para intervenir en Portugal, en Flandes y en Francia. O sea, que lo que se está censurando en realidad es la política seguida desde el advenimiento de la Casa de Austria, en 1516, una política que los comuneros denunciaron ya en su tiempo como dinástica y contraria al interés del reino; era una política exterior de signo marcadamente dinástico y no nacional: de lo que se trataba no era de sostener los intereses del reino de Castilla, menos aún los de España, sino los derechos patrimoniales del monarca. En el discurso de Monzón cabe ver pues una nostalgia de la época en la que Castilla podía desarrollar una política exterior conforme a sus intereses como nación, sin tener que sacrificarse a las ambiciones de un monarca que no quería ceder ni un ápice de sus derechos patrimoniales, aunque fuera a costa de la hacienda del reino. En este sentido, Monzón se nos aparece como representativo de aquellos políticos -los que se suelen llamar la «Escuela de Toledo»- que, en el reinado de Felipe III, se resisten a confundir España con la Monarquía, con el Imperio.

A aquellas inquietudes se dio en parte satisfacción a finales del reinado de Felipe II y durante el de su hijo y sucesor Felipe III. El Rey Prudente cedió los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia, casada con el archiduque Alberto de Austria. Era una forma de salir con elegancia del avispero flamenco. Flandes ya no estaba sometida oficialmente a la tutela de la Monarquía Hispánica, pero seguía contando con la solidaridad y la ayuda de España. Las paces con Francia y con Inglaterra, firmadas respectivamente en 1598 y 1604, permitían una mayor concentración contra los rebeldes calvinistas; la victoria de Spínola en Ostende (1604) constituía una promesa en este sentido, pero pronto se acumularon las dificultades. En 1609, el duque de Lerma, privado de Felipe III, dio su aprobación a una tregua de doce años, tregua que equivalía a reconocer de hecho la independencia de las provincias protestantes del norte de los Países Bajos, pero que supuso un alivio notable para una España más y más preocupada por la situación crítica de su economía.

Esta situación es la que forma el telón de fondo en el que se inscribe el Memorial de Cellórigo1. No carece de interés apuntar la fecha de publicación: 1600, es decir, en medio de la gran epidemia de peste de 1598-1602 que iba a causar la muerte de medio millón de personas. El hecho, de por sí, bastaría para justificar el pesimismo de la exposición. Sin embargo, conviene tener en cuenta el aspecto circunstancial del memorial dedicado a Felipe III: estamos a principios de un nuevo reinado y muchos esperan que el joven soberano dé soluciones adecuadas y nuevas a los problemas que su padre había dejado pendientes. El autor exagera al presentarnos «el reino acabado, las rentas reales caídas, los vasallos perdidos y la república consumida». Cellórigo inaugura así un tema que tanta resonancia va a tener en los años posteriores, el de la decadencia, una decadencia que se caracterizaría principalmente por el crecimiento de la deuda pública, por un bajón de la industria castellana, desbordada por la afluencia de productos extranjeros, por la depauperación de un campesinado sobrecargado de impuestos, por el descenso de la población, atribuido no sólo a los efectos de la peste de 1599-1600, sino también al sistema tributario, a los atractivos relativos de la carrera eclesiástica y a la emigración a Indias, etc.

El aspecto más significativo y espectacular de la crisis de aquellos años es tal vez la cuestión monetaria. En 1599 se autorizó por primera vez la acuñación de vellón de cobre puro en grandes cantidades y éste volvió a las cecas en 1603 para ser acuñado nuevamente al doble de su valor oficial. En 1617, se reanudó la acuñación y sólo se suspendió en 1626 cuando ya Castilla estaba inundada de monedas sin valor. Además, a partir de 1606, Castilla sufrió una invasión de vellón falsificado, producido en Holanda y Alemania; las cantidades introducidas superaron, entre 1606 y 1620, los 39 millones de ducados, representando, por un lado, un grave quebranto para la economía del país, y, por otro, un lucrativo negocio en el que participaron amplias capas de la sociedad castellana... Hacia 1640, el 92 % de la moneda que circulaba en Castilla era vellón -cobre puro o calderilla, es decir, cobre mezclado con plata.

Tal vez para desviar la atención de los males que padecía España decidió el duque de Lerma, en 1609, expulsar a los moriscos, descendientes de los musulmanes que la sociedad cristiana fue incapaz de asimilar. Los moriscos, blanco del odio de clase y de raza, fueron sacrificados a los prejuicios populares, como si su expulsión sirviera para mitigar los efectos de la peste, el subdesarrollo, el parasitismo y la pobreza. En la obra de Cervantes, encontramos en varias ocasiones ecos de las opiniones corrientes en la época sobre la «morisca canalla». «Todo su intento -leemos en El Coloquio de los perros- es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirlo trabajan y no comen [...] de modo que, ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España». «Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos ni ellas; todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. No los consume la guerra [...]; róbannos a pie quedo y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos [...]. No gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que la del robarnos [...]. España cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos». En el Persiles (III, ch. XI), los moriscos son comparados a una serpiente que roe las entrañas del reino: «No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan; todos o los más engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable». El Ricote de la Segunda parte del Quijote es el único morisco simpático; los que, como él, se han asimilado totalmente sienten perpetua nostalgia de la patria perdida: «Doquiera que estamos, lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural».

Muchos contemporáneos de Cervantes tuvieron la impresión de un cambio brutal de coyuntura y de una Monarquía que «se va acabando por la posta», como escribe el conde de Gondomar en 1619, o que «va bajando», en palabras de Barrionuevo. A esta obsesión responde la marea del arbitrismo. El primer arbitrista de la literatura es probablemente aquel pobre hombre que se muere de hambre en un hospital, tal como viene retratado en la novela El Coloquio de los Perros (1613), un personaje ridículo, un mentecato. No todos los que han sido motejados de arbitristas merecen sin embargo ser censurados como locos. Algunos de ellos -el mismo Cellórigo, por ejemplo- son auténticos economistas que analizan seriamente la situación y sugieren soluciones no siempre descabelladas. Por aquellas fechas, el arbitrista parecía anacrónico, y tal vez lo era por venir antes de tiempo, lo mismo que Don Quijote soñaba con un mundo pasado y por lo tanto también anacrónico. Al fin y al cabo, exclamará unos años después Saavedra Fajardo, «si los Reyes Católicos no hubieran prestado oídos a los proyectos de un arbitrista llamado Colón, España nunca hubiera conquistado las Indias...»

Hoy en día, la tendencia es más bien de matizar el concepto de declive. La decadencia no es una situación objetiva, sino un fenómeno psicológico: los castellanos de principios del siglo XVII tenían la impresión de vivir en una nación que ya no era la que fue, que había entrado en decadencia. ¿Era exacta esta impresión? Desde luego, no cabe duda de que la situación de la economía había empeorado desde mediados del siglo pasado: muchos campesinos habían abandonado sus tierras y sus hogares para buscar refugio en las ciudades; de esta forma iba la producción disminuyendo mientras crecía el número de desocupados, mendigos y marginados... Ahora bien, esta situación es más bien característica del centro de Castilla, de aquellas zonas, entre Burgos y Toledo, que desde mediados del siglo XV hasta finales del XVI, habían constituido el riñón del reino, las zonas más pobladas, más dinámicas, más ricas. Allí sí que se nota la crisis: descenso de la población, reducción de la superficie cultivada, recesión comercial, hundimiento de la manufactura, abandono de la burguesía y reacción señorial. En cambio, en las regiones periféricas, la situación no es tan alarmante, ni mucho menos; se está produciendo un reequilibrio que les es favorable.

Carece pues de sentido decir sin matices que España -o más exactamente Castilla- entró en decadencia en los años finales del reinado de Felipe II. En realidad, Castilla todavía dispuso durante casi medio siglo de recursos y fuerzas suficientes que le permitieron sostener guerras en toda Europa y conservar lo que el Conde-Duque de Olivares llamaba su «reputación». Hasta Rocroi (1643), los tercios siguen siendo el instrumento militar de la hegemonía española y sólo con los tratados de Westfalia (1648) se inicia verdaderamente el declive o el repliegue de la diplomacia española. Para una nación que estaría en decadencia son muchos años de respiro...

Donde Cellórigo acierta es en el análisis del parasitismo castellano -«el abuso y depravada costumbre que se ha introducido en estos reinos de que el no vivir de rentas no es trato de nobles»; «no es tenido por honrado ni principal sino es el que sigue la holgura y el paseo, a que todos aspiran por ser estimados y más respetados del vulgo»; el dinero fácil lo ha corrompido todo, «pervirtiendo el orden natural, por el cual es muy cierto y sin duda que unos nacieron para servir y obedecer y otros para mandar y gobernar»-. El parasitismo es el terreno donde florece el pícaro, el caldo de cultivo de la picaresca. Por algo son contemporáneos Cellórigo y Mateo Alemán. Los dos autores se complementan. El uno, como observador, describe los condicionamientos que han convertido en rentistas a muchos productores y obligado a muchos otros a vivir en la miseria. El otro, como novelista, nos sitúa en un mundo imaginario pero que no carece de fundamentos, el del hampa. El pícaro no es un burgués fracasado. Mateo Alemán no está inspirado por una especie de puritanismo burgués; el mundo en el que vive el pícaro no es el producto de una supuesta mentalidad conservadora o hidalguista. Todos los historiadores coinciden en un punto: hasta bien entrado el siglo XVI, los castellanos supieron aprovecharse de una coyuntura favorable2. El cambio de coyuntura se inicia a raíz de la suspensión de pagos decidida por Felipe II en 1556. No se trata exactamente de una bancarrota, sino de una conversión de la deuda flotante en deuda consolidada: los banqueros y prestamistas reciben juros en reembolso de las cantidades que les debía el rey; y estos juros los ponen en el mercado y los venden a particulares -burgueses, funcionarios, eclesiásticos, conventos, campesinos, ganaderos...- El éxito es inmediato y rápido ya que los juros representan rentas seguras, con un interés del 7%. De esta forma, se inmoviliza gran parte del ahorro de Castilla, que se aparta de la producción. En 1560, había 1.600.000 ducados de juros en Castilla; en 1598 esta cantidad se ha triplicado casi para llegar a un total de unos 4.600.000. Esta medida fue la que animó a muchos a abandonar la producción para convertirse en rentistas.

La coyuntura permite pues comprender cómo cundió en Castilla, no precisamente una mentalidad hidalguista, sino una mentalidad rentista, aunque las dos cosas acabaran confundiéndose, como era lógico: lo mismo que el hidalgo, el pícaro lleva una vida de ocio, apartada del negocio. Disfrutar de semejante género de vida se convirtió en una meta y un ideal social. En la sociedad de finales del XVI y principios del XVII, muchos eran los que se dedicaban a vivir o de rentas, cuando podían comprar juros, o de tráfagos o fraudes; esta situación creó una desmoralización general: ya no se confiaba en nada ni en nadie; no merecía la pena envilecerse con un trabajo manual cuando el holgazán medraba y el trabajador no obtenía ninguna recompensa. El pícaro de la novela comparte este ideal. José Antonio Maravall ha sabido captar sus motivaciones: «El drama de Guzmán no es el de un perezoso u holgazán, es el de un ocioso que lo que quiere es llegar a más»; pretende ser caballero, o por lo menos engañar haciendo creer que lo es y para conseguirlo no duda en utilizar cualquier medio, incluso los más fraudulentos porque está convencido de que todos hacen lo mismo y que sólo cuenta el resultado3. No sería descabellado comparar dicha situación con lo que está ocurriendo en nuestras sociedades contemporáneas en las que el afán de lucro no es menos intenso que en el tiempo del Guzmán. Ahora también sabemos lo que es el paro, la marginación de sectores enteros y los problemas de seguridad y orden público que semejante sociedad lleva consigo.

En este sentido no deja de llamar la atención la comparación entre dos fenómenos casi rigurosamente contemporáneos: el bandolerismo catalán y la picaresca castellana. Tal como lo presentan Cervantes4 o Lope de Vega5, el bandolero catalán no tiene la mala fama del pícaro. Ambos tipos sociales son contemporáneos y son producto de una misma problemática, el hambre, la miseria y el desempleo. El pícaro, lo mismo que el bandolero, siente preocupación por la honra, el primero para alcanzarla por medios ilícitos, el segundo para mantenerla y defenderla, ya que, muchas veces, es su concepto del honor el que le ha empujado a ponerse fuera de la ley, a huir al monte y a llevar una vida de forajido. En la literatura de la época, sin embargo, la censura del pícaro es total; se le ve como un peligro social. En cambio, el bandolero es casi siempre presentado como un individuo dispuesto a defender una causa noble y a proteger a los pobres y a los desamparados. Caballerosidad, generosidad, galantería son los rasgos con los que Lope de Vega y Cervantes caracterizan a los bandoleros catalanes. Lejos estamos de las tintas negras con las que Mateo Alemán pinta a los pícaros de Castilla. Desde luego, es improcedente considerar la literatura como un documento de historia social, pero el distinto tratamiento del bandolero y del pícaro apunta a una diferenciación económica y social: Cataluña no es todavía la comarca mercantil e industriosa que será en la segunda mitad del siglo XVIII; sigue siendo una tierra áspera y dura, mientras Castilla sufre las consecuencias sociales y morales de un desarrollo económico que está pasando por una crisis aguda de crecimiento. A pesar de todo, el tiempo del Guzmán y del Quijote es el de cierta modernidad, no necesariamente de una sociedad atrasada.

Resulta admirable que, a pesar de todo, la España de principios del siglo XVII alcanzara una posición sobresaliente en Europa. Puede que España fuera odiada, pero había que contar con ella, con sus diplomáticos, sus militares, sus hombres de negocios, sus artistas y sus escritores. Los franceses, por ejemplo, que tanto protestaban contra la España imperialista, estaban sin embargo sometidos a la influencia «de un pueblo fuerte, de un imperio inmenso..., de una civilización más refinada» (F. Braudel). A principios del XVII, la moda llegaba de Madrid: blanco de España, bermellón de España, perfumes, artículos de cuero (guantes, botas, zapatos)… Lo mismo se puede decir de la lengua y de la literatura. La lengua francesa estaba plagada de hispanismos, como sucede hoy con los anglicismos, señal inconfundible de una influencia cultural profunda. Se publicaron entonces en Francia tratados para aprender rápida y fácilmente el castellano, antologías, diccionarios, traducciones de obras literarias. César Oudin tradujo Cervantes, primero unas novelas ejemplares, luego, en 1611, la Galatea y, en 1614, la primera parte del Quijote. Era tal la afición por el español en Francia que el propio Cervantes escribió: «en Francia, ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana». Es una exageración, por supuesto, pero la frase define bien un momento excepcional en la historia de las relaciones culturales entre ambos países. A pesar de todo, la España de Cervantes era una nación que seguía ocupando en Europa una posición destacada, no sólo en el terreno de la geopolítica, sino también y sobre todo en el campo de la cultura.





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