Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La españolía de don Ramón Menéndez Pidal

Antonio Rodríguez Huéscar





Para tres generaciones de españoles por lo menos, y en orden creciente, la figura de Menéndez Pidal ha estado permanentemente al fondo de su paisaje intelectual, como una garantía de que España, la España positiva, creadora, la España capaz de vivir «a su nivel histórico» aún seguía existiendo. No digo que esa garantía y esa seguridad radicasen sólo en la figura de don Ramón; otros hombres meritorios en todos los sectores de la vida intelectual o artística formaban parte esencial de ella -pues es bien cierto que una golondrina no hace verano-. Pero don Ramón Menéndez Pidal era como la encarnación tutelar y casi paradigmática de toda esa ilustre cohorte. Por su edad, por la especie de serenidad imperturbable que emanaba tanto de su persona como del sentido entero de su obra -obra de tan decantada claridad y perfección-, por ese clima de alta cumbre que le rodeaba, don Ramón parecía estar siempre au dessus de la mêlée. Era considerado como patrimonio común por tirios y troyanos. La evidencia de su valor y significación en el campo de la creación científica y literaria se imponía a todos con tal fuerza y sobreabundancia, que a nadie -salvo alguna desgraciada, y desdeñable, excepción- se le ocurría vincular su nombre en serio a los vaivenes y contingencias de la lucha política. Su prestigio se cernía sobre ella como algo que no ha de entrar en discusión, por constituir parte integrante -y en verdad principalísima- del conjunto de los bienes nacionales y de los títulos del crédito histórico de España.

Estas palabras traducen, en efecto, la vivencia que yo tuve de don Ramón -y que, según he podido comprobar, era compartida por la mayor parte de mis compañeros universitarios- desde mis primeros tiempos de estudiante, incluso antes de haberlo leído (y comencé a leerlo muy joven, en la primera edición de Poesía juglaresca y juglares).

Y esto es lo primero que hay que señalar, creo, acerca de don Ramón Menéndez Pidal como español. Al menos, es lo primero que, como dato testimonial, se le ocurre señalar a un español de mi generación. Puede resumirse así: Menéndez Pidal ha formado parte esencial de la figura espiritual de España, de la mejor España, para los españoles de por lo menos cuatro generaciones, desde que abrieron los ojos a la vida. Para estos españoles, don Ramón constituyó, pues, a nativitate, una enorme circunstancia española, consagrada y enteriza, inamovible, con la fuerza de un hecho histórico-cultural de primera magnitud. Era algo que pertenecía a la vez al pasado y al más vivo y actual presente, algo así como una «gesta de descubrimientos» en marcha hacia siempre nuevas promisoras perspectivas. Y el protagonista de esa gesta, don Ramón, estaba ahí -en el Centro de Estudios Históricos, en la Academia, en su residencia de Chamartín-, visible y abordable, trabajando y produciendo sin pausa nuevos y cada vez más frescos frutos, a los 60, a los 70, a los 80, a los 90, casi a los 100 años. Parecía increíble y, al mismo tiempo, nos habíamos acostumbrado de tal manera a esa larga presencia creadora que ya la considerábamos casi tan natural como el giro de los astros. Ahora bien, lo que esa gesta viviente de descubrimientos descubría día a día, ante los maravillados ojos de los españoles y aun de los extranjeros, era... España, una nueva y desconocida España.

Es don Ramón Menéndez Pidal, en muchos sentidos -y esto creo que es lo segundo que hay que decir-, un español «de excepción». Son muy pocos los españoles que han realizado en forma tan cabal el tipo del sabio a la moderna, del investigador, que requiere, como se sabe, el cultivo empeñoso de virtudes tan infrecuentes en el mundo hispánico como son la disciplina intelectual más rigurosa, la constancia del esfuerzo inquisitivo, el gusto por el dato preciso, la organización cerradamente económica del trabajo, la adquisición paciente y tenaz de todos los medios auxiliares -incluso su invento- requeridos para la investigación y el dominio de las correspondientes técnicas, la información al día del estado de los conocimientos en el campo que se cultiva. Y... en fin -y sobre todo-, el no conformarse con los datos, con la erudición muerta (por rica y abundante que ésta sea), sino tener la voluntad y la capacidad de usar esos datos como lo que son, como medios al servicio de un pensamiento constructivo. Así fue como don Ramón, con sin igual fortuna y tesón, labró su predio para el cultivo -uno y trino- de la filología, la lingüística y la historia, estrechamente mancomunadas para alcanzar un solo fin: el desentrañamiento de España. Esta era la meta: lo demás tuvo siempre para don Ramón un valor instrumental. «Menéndez Pidal -escribe Marías a raíz de su muerte- ha poseído inverosímilmente a España; cuando se lee con algún detenimiento asombra lo que descubrió, atesoró, elaboró, con genial paciencia. Y cuando lo tuvo reunido lo dejó decantarse, caldeado por el fuego de un corazón que parecía frío porque todos sus rayos se volvían hacia adentro y porque tenía exquisito cuidado de no perturbar, no remover, no agitar con ocurrencias ni caprichos la clara imagen amadísima que se iba formando y dibujando en el fondo de su alma: una España que no quería olvidar ni uno solo de los latidos de su historia» (A. B. C., Madrid, 21, nov., 1968). En ese rasgo -la constante preocupación por España- se advierte la radical pertenencia de don Ramón a la generación del 98. Y hay que decir que nunca se hizo historia de España tan exhaustiva y exigentemente como la hizo él, especialmente con aquellas partes o aspectos del medievo castellano de su predilección -como la épica o el mundo cidiano. El estudio magistral de los textos literarios antiguos, de las manifestaciones del habla castellana primitiva, le ayudaron a penetrar en la estructura de la vida histórica española que los sirvió de contexto, cumpliendo así, por vías propias, con la misión más acendradamente asumida por esa generación suya -la del 98-, que no parece ser otra que la de llevar a España, por diversos caminos, a hacerse cargo de su propia realidad (primera e ineludible condición para su «salvación»). Menéndez Pidal pertenece, en efecto, a esa casta, reciente y antigua, de españoles egregios, cuya significación más relevante ha sido la de constituirse en conciencia de España, en auscultadores del latido profundo de la vida española -de la actual y de la pretérita. Han pensado estos hombres -y sobre todo, han sentido- que era menester una especie de socratismo colectivo del pueblo español, si éste había de potenciar nuevamente su personalidad histórica, no perdida, pero sí en trance, como se ha dicho, de «decadencia» (el mayor mentís a esa presunta decadencia lo constituye la existencia misma de esa formidable generación) o de «tibetanización», o, lo que es aún peor, de sañuda, cruelísima contienda civil. M. Pidal ha sido uno de los españoles que ha tenido más aguda intuición de esa necesidad, no limitándose a platónicas o jeremiacas lamentaciones, sino poniendo animosamente manos a la obra. A la obra ardua, al «paso honroso», a la empresa calladamente hazañosa, de sacar a la luz los recónditos orígenes de la conciencia nacional, a través de su lengua y de su literatura primigenias. Organizó su vida entera y puso en ejecución su enorme talento, para consagrarlos ese fin, y planeó a largo plazo, con extraña clarividencia, sus difíciles y geniales trabajos.

En esa búsqueda -y parcial constitución- de una conciencia lúcida de España basada en su cabal conocimiento, han colaborado todos los hombres del 98, y aún sus precursores del regeneracionismo (Costa, Picavea) y sus seguidores de las generaciones sucesivas. Y es evidente que, para esa obra, era menester un hondo amor a España, como su motor inicial: un amor intellectualis, como el que proclamaba y postulaba Ortega en sus «salvaciones» de 1914; o un apasionado, furibundo, clamoroso, casi ciego amor, como el de Unamuno; o un amor lírico como el que, en diversos registros poéticos, prodigaron los otros tres Ramones -Valle Inclán, Pérez de Ayala, Gómez de la Serna-, y también Miró, y Azorín, y Machado... En algunos de ellos -la mayoría- esa pasión reviste la forma de un «dolorido sentir», de un «amor amargo». He aquí cómo la veía Ortega, testigo de excepción, en 1914 (Vieja y nueva política): Habla de «ideas, sentimientos, energías, resoluciones», «comunes [...] a todos los que hemos vivido sometidos a un mismo régimen de amarguras históricas, de toda una ideología y toda una sensibilidad [...] yacente en el alma colectiva de una generación [...] que ha sabido vivir con severidad y tristeza; que no habiendo tenido maestros [...] ha tenido que rehacerse las bases mismas de su espíritu; que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898 [...] una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que [...] al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto ni piensa en las victorias de la Cruz, [...] sino que meramente siente, y eso que siente es dolor» (Obs. I, 268). Ese amor y dolor de España vive y se concentra en los hombres de esa generación en una especie de culto a Castilla, a su tierra, a su paisaje adusto, que es para ellos cifra y resumen de lo natural, lo estético y lo histórico. Y en ese culto comulga también don Ramón con los grandes escritores y poetas; es más: contribuye a él del modo más poderoso y original. «La visión de Menéndez Pidal -escribe Laín Entralgo- es más realista, más risueña y menos exaltada que la de Unamuno, Azorín, Baroja o Machado». Y agrega: «Todos nos han hecho ver y sentir el paisaje castellano». Y en otro lugar: «soñar la sencillez de Castilla y esperar el recobro de la autenticidad perdida mediante el recurso de una acción quijotesca van a ser [...] las dos actividades principales a que se entreguen, en tanto españoles, los hombres del 98. ¿Hasta qué punto es un azar que Menéndez Pidal, hombre de esa generación, haya hecho de la Castilla originaria el tema cardinal de su egregio trabajo de investigador?».

Claro que no hay tal azar. Hay, tan solo, el gran hecho diferencial que don Ramón representa dentro de su generación, y aun en relación con muchas otras. El modo de ser español que ejemplarmente encarna es, en efecto, rarissima avis. Si cotejamos el estilo de su personalidad con los rasgos caracterológicos que él mismo destacó como predominantes en el «homo hispanicus», vemos que sólo muy pocos le convienen, y éstos en un sentido peculiar. Le conviene, por ejemplo, la «sobriedad», pero sólo como positiva virtud al servicio de la perfección del trabajo cotidiano. Le conviene la apatheia de origen estoico, el temple ataráxico o, mejor todavía, el sosiego castellano, ese sosiego que admiraba la Italia renacentista, la cual introdujo en su lengua «el hispanismo sussiego, para denotar la virtud del ánimo tranquilo, la grave serenidad» (19-20). No le conviene, en cambio, en modo alguno, el «misoneísmo tradicionalista», ni «el manifiesto desvío que la mente hispana siente hacia la ciencia pura, teniéndola por superflua», y que «es parte del innato senequismo ibérico» (27). Ese tipo de sobriedad en cuanto al saber (sapere ad sobrietatem) no le cuadra en absoluto al ávido intelectual que es don Ramón. Ni la «invidencia», ni el «individualismo» exacerbado, ni el sentimiento «localista» y «cantonalista» de España -que él considera como un «accidente morboso». Piensa que sólo cuando se logra vencer esas actitudes «se produce un auge de los trabajos científicos». Y el desacordado contraste entre la empresa colectiva y la obra individual (en el español de la decadencia) hace, según él, que «los maestros no formen escuela» ni perfeccionen sus doctrinas. Claramente se advierte en qué radical medida corrigió él con el ejemplo de su propia vida estos defectos tradicionales en la dislocada sociología del saber hispánico: es archisabido que creó una escuela en el más riguroso sentido -cualitativo y cuantitativo- de la palabra. (Y nótese que este hecho se repite en otros maestros contemporáneos, como Cajal en la histología y la medicina, y Ortega en la filosofía). Julián Marías dedicó un sustancioso estudio a nuestro hombre, que tituló El claro varón don Ramón Menéndez Pidal. Hay en esa denominación un condensado, sintético retrato del recreador del Cid, especialmente si lo vemos como vio tal prototipo de humanidad el autor de esa expresión -Hernando del Pulgar, en sus Claros varones de Castilla. Escribe el propio don Ramón: «El mayor elogio que Hernando del Pulgar concibe para sus claros varones [...] es el decir: "era hombre esencial, aborrescedor de apariencias e de cirimonias infladas [...] era hombre esencial e no facía muestra de lo que tenía ni de lo que facía"» (24). Don Ramón Menéndez Pidal era también hombre esencial, claro varón de Castilla (aunque no naciese en ella) a cuyo redescubrimiento tan principal y decisivamente contribuyó. En esa Castilla idealizada viven los hombres del 98 algo así como el símbolo redivivo de la unidad de España; mas no de esa España convencional -y un tanto esperpéntica- de los exaltadores a ultranza de las viejas glorias, sino de una España orientada hacia un futuro de mayor autenticidad. «En tanto que la política sigue sus carreras torcidas» -permítaseme esta última cita de Ortega (de 1910)- «se va formando en el subsuelo peninsular una nueva cultura. Algunos hombres solícitos labran un alma nueva para España, una alta espiritualidad continental.

«Ramón Menéndez Pidal ha escogido la materia más peligrosa para hacer con ella europeísmo: la literatura vieja, la poesía anónima que florece bronca en las hendeduras del suelo nativo. Es tan difícil de tocar esta sustancia, que precisamente a los que antes de él la trataron se debe esta manera de ver el mundo que yo llamaría casticismo bárbaro, celtiberismo, que ha impedido durante treinta años nuestra integración en la conciencia europea. Una hueste de almogávares eruditos tenía puestos sus castros ante los desvanes del pasado nacional: daban grandes gritos inútiles de admiración, celebraban luminarias que lo ilustraban nada y hacían imposible el contacto inmediato, apasionado, sincero y vital de la nueva España con aquella otra España madre y nutriz.

«Menéndez Pidal ha roto con esos usos, y la filología española, merced a él, ha pasado a influjo de otro signo del Zodiaco. No hace mucho fue invitado a dar unas conferencias en los Estados Unidos. Allá fue este hombre severo y veraz, sabio y digno, para dar muestras a los enemigos de un día de la nueva vida española» (Obs. I, 146).

Sí, estos hombres entendían así la unidad espiritual de España: haciendo ciencia, arte, gran literatura. Don Ramón sintió, como los más de ellos, la angustia de los graves desgarramientos a que una política desatentada podía llevar -como en efecto llevó- a España. En Los españoles en la historia dedica un capítulo a las dos Españas, cita la tremenda frase de Larra: «Aquí yace media España; murió de la otra media», y dice: «No es una de las semiespañas enfrentadas la que habrá de prevalecer en partido único poniendo epitafio a la otra. No será una España de la derecha o de la izquierda; será la España total, anhelada por tantos, la que no amputa atrozmente uno de sus brazos, la que aprovecha íntegramente todas sus capacidades para afanarse laboriosa por ocupar un puesto entre los pueblos impulsores de la vida moderna» (151).

Puede considerarse este párrafo como expresión fiel del peculiar sentimiento de la unidad de España que inspiró la obra y la vida toda de don Ramón Menéndez Pidal. Es casi una declaración de principios.

Quiero terminar por donde empecé: por una constatación testimonial: Mi impresión personal ante la muerte de don Ramón Menéndez Pidal (y creo que será la de un gran número de españoles) es que con él desaparece una época entera de la historia de España. Mientras él ha vivido, ahí estaba todavía, encarnado y activo, el espíritu de esa época, y nos parecía que no se habían acabado de ir los otros grandes hombres que habían compartido con él ideas, propósitos, esperanzas y logros. Desde ahora, nuestros grandes muertos -Unamuno, Ortega, Valle Inclán, Baroja, Azorín, Machado, Marañón, y los demás- van a sernos más lejanos, porque la gran época cultural a la que ellos dieron vida y estilo se va con el hombre que todavía, hasta hace unas semanas, la representaba en cuerpo y alma. Y esto es un motivo de profunda y melancólica meditación para nosotros, españoles, de quienes don Ramón era parte esencial. Con su muerte, todos quedamos como mutilados en nuestro ser espiritual: algo nuestro, que aún era actualidad viva mientras él existió, se hace ya historia, pasado. Con él, todos los que nos hemos formado en esa época -los que hemos beneficiado del magisterio, ejemplo y compañía de sus hombres señeros- morimos un poco. El tránsito de la presencia viva a la ausencia que es la «presencia» histórica de todo ese período, brillante y creador como pocos, pendía de un hilo: la vida de don Ramón. Un hilo que se prolongaba y se mantenía milagrosamente tenso, a través de las tremendas conmociones de la guerra civil y de la posguerra, como si la muerte, consciente de la trascendencia de su acto final, no se atreviese a cortarlo. Pero al fin el hilo ha sido cortado. Don Ramón era, no sólo el gran representante vivo de la época, sino también el símbolo de ella y algo así como el mentor, el hermano mayor, el primero entre los pares», «por edad, gobierno y sabiduría». Su misma prolongada pervivencia de un siglo parecía tener esa significación profunda. Fue el primero y el último de su generación. Por eso, definitivamente -repito-, con él se va la época. No importa que queden aún -y que sea por muchos años- unos pocos hombres pertenecientes a ella, aunque más jóvenes, de primera calidad y mérito -Manuel Gómez Moreno1, Teófilo Hernando, Américo Castro, por citar sólo tres nombres adscritos a distintos cuadrantes de la cultura-: ellos mismos sentirán, estoy seguro -y con más intensidad que nosotros- que esto es lo que significa la muerte de don Ramón. Desde ahora precisamente -y no mientras don Ramón aún vivía- van a sentirse como supervivientes. Y en alguna medida, aunque mucho menor, también nosotros, los más jóvenes. Pero no hay que apesadumbrarse demasiado. Es seguro que don Ramón, como en la leyenda de su héroe favorito, seguirá ganando batallas después de muerto, durante mucho tiempo, en el alma de los españoles. Ojalá que esas victorias póstumas -las de él y las de los demás hombres de su linaje- ayuden a llevar a buen puerto la desnortada nave de España. De él hay que decir, como del Cid su cantor: ¡Dios, que buen vasallo, si oviesse buen Señor!





Indice