Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La estatua y el ensueño: dos claves para la poesía de Delmira Agustini

Marcella Trambaioli





Solo en fecha muy reciente la crítica se ha animado a reconocer que los versos de Delmira Agustini, poeta uruguaya algo olvidada de principios del siglo, poseen una innegable originalidad. Nadie estaría hoy dispuesto a subscribir la opinión de Julio Moncada según la cual la poeta «recibió la herencia modernista (...) sin innovar personalmente la escuela» (279). Loureiro de Renfrew, entre otros, defiende que la novedad de su escritura se asienta en la creación de un lenguaje poético personal que surge en correspondencia con el resquebrajamiento del modernismo (16). De todas formas, recordemos con Ivan Schulman que el modernismo es una época multifacética, que incluye distintas tendencias y modalidades estéticas heterogéneas, incluso contradictorias1.

Con el presente trabajo, que desea insertarse en la corriente de reevaluación crítica de la obra de Agustini, pretendemos comprobar que, en su breve cuanto intensa obra poética, la autora ejemplifica, con una voz lírica muy personal, el carácter sincrético del movimiento al que pertenece, revelando unas notables afinidades con la sensibilidad estética del modernismo artístico y delatando la raíz tardo-romántica de sus versos2. De manera específica, queremos destacar la originalidad subversiva con la cual, por un lado, la poeta interpreta la imagen de la estatua, característica del arte parnasiano, y, por otro, vuelve a elaborar la metáfora becqueriana del ensueño creador3.

Señalemos, de entrada, que el universo poético de la uruguaya deja traslucir una clara voluntad de superar el intelectualismo implícito en el perseguimiento de la perfección formal y en la búsqueda de lo absoluto, que caracteriza el parnasianismo, uno de los elementos que componen la proteica estética modernista4. En el poema «Variaciones» de Agustini, el yo afirma programáticamente un abandono del ideal formalista: «Hoy muere el ritmo poderoso y frío / en que la idea es una llama fatua» (122). Además, pregunta a la musa si ella persigue «una larva o un astro», lo cual bien podría ser polémico con respecto al «yo persigo una forma» de Darío.

El rechazo del formalismo exagerado y del control intelectualista de las emociones, por parte de Agustini, resulta definitivo y se patentiza en la búsqueda de una estética que abarque la totalidad de la experiencia humana, dejando confluir en los versos toda clase de contradicciones y ambigüedades. Como consecuencia, a lo apolíneo del parnasianismo la uruguaya le opone el vitalismo dionisíaco del erotismo. En lugar de buscar lo absoluto, la poeta reconoce y acepta la imposibilidad de la síntesis intelectual de los polos antitéticos, de manera que en sus composiciones de los binomios inmovilidad-dinamismo, dureza-blandura, vida-muerte, yo-tú, luz-sombra, vuelo-caída, crean y mantienen una constante tensión sin resolver. Frente a las imágenes de clásico perfil y elegancia plástica de cierta poesía depurada, la autora uruguaya deja que las creaciones de su imaginación visionaria se metamorfoseen en un juego constante que produce una maraña de imágenes ambiguas, difíciles de definir e identificar. De hecho, la poeta nos proporciona una interpretación inédita de algunas de las imágenes más peculiares del arte formalista al cual se opone. Sylvia Molloy ha mostrado con acierto que Agustini subvierte consciente y radicalmente la imagen del cisne dariano5.

Los poetas de raigambre parnasiana utilizan un lenguaje, unas imágenes y unos recursos adecuados para expresar la deseada armonía. Entre las imágenes favoritas de estos autores, la escultura, símbolo por antonomasia de la belleza apolínea y del formalismo clásico, ocupa sin duda un lugar privilegiado. Por ejemplo, Théophile Gautier en «L'art», poema considerado como el manifiesto parnasiano exalta la estatua no solo por su hermosura estética, sino también por su capacidad de sobrevivir al paso del tiempo. Las diosas marmóreas que pueblan los versos de Darío, Martí y otros poetas coetáneos denuncian, en muchas ocasiones, la misma actitud. Así, la imagen de la estatua será una de las más trabajadas por Agustini, quien juega metafóricamente con toda la gama simbólica tradicional de este icono, específicamente para subvertirlo6.

La estética parnasiana traza el conocido paralelismo entre el cincel y la pluma del poeta, implicando con ello que el acto de escribir versos equivale al oficio del escultor que talla el mármol para darle forma. Naturalmente, los versos de referencia obligada son los de la última estrofa de «L'art» de Gautier: «Sculpte, lime, ciselle; / que ton rêve flottant / se scelle / dans le bloc résistant!» (130)7. Para Agustini, el mismo instrumento, en lugar de cincelar formas perfectas, trabaja la viva materia de la existencia. En «El Austero», por ejemplo, el yo declara: «Hoy mi escalpelo sin piedad lastima / la vena azul de la verdad desnuda» (79), describiendo de esta manera el agónico proceso de la creación. El adjetivo «azul», que alude al modernismo idealizante, resulta irónico y hasta sarcástico, yuxtapuesto a «vena», palabra ambigua que puede referirse tanto a la sangre -y por ende a la vida- como a las vetas de los mármoles. Asimismo, en «Mi plinto», poema de El rosario de Eros (al cual tendremos ocasión de volver), las manos han sustituido el útil del escultor y labran un ser que combina características de la estatua, a la que alude el título, con las de una vida larval (38-39). Vemos, por tanto, cómo Agustini reinterpreta un aspecto de la imagen escultórea del formalismo estético, subvirtiéndola a partir de sus mismas modalidades. Puede resultar interesante notar al propósito que lo mismo ocurre en el caso del modernismo artístico -arquitectura, pintura, escultura- que, como es notorio, tiene una especial predilección por el dinamismo, la vida en sus estados más esenciales y larvarios, e incluso las formas orgánicas más repugnantes.

En cuanto al modelo de hermosura corpórea, generalmente femenina, la escultura aparece, por ejemplo, en el dariano «abrazo imposible de la Venus de Milo» (622) y en la composición «Sed de belleza» de José Martí, donde la voz poética aspira a «la pura, / la inefable, la plácida, la eterna / alma de mármol que al soberbio Louvre / dio, cual su espuma y flor, Milo famosa» (189). En un poema de El libro blanco el yo afirma de manera tajante «Sueño una estatua de mujer muy fea», oponiéndola a la Afrodita clásica, que le parece un «helado resplandor de escama» (84-85).

Para los poetas que aspiran a lo ideal, la contemplación de las formas apolíneas de la estatua constituye un consuelo, por ser un escape estético de la realidad vulgar. Así, la mujer de la gótica tumba becqueriana, en la «Rima LXXVI» citada, «parecía dormir en la penumbra» y «en sueños veía el paraíso» (122). En «Al pie de la estatua» de José Asunción Silva, el yo afirma admirado: «Un mundo de nobleza se adivina / en la grave expresión de la escultura» (35). Al contrario de estos antecedentes, en los versos de Agustini, a menudo, el mármol esculpido no inspira escapismo idealizante, sino irreprimible inquietud. En «La estatua», el cuerpo marmóreo le parece al yo: «miserable, inerme, / más pobre que un gusano, siempre en calma» (78). El mismo motivo aparece en «Nardos», donde la voz poética se pregunta asombrada «en la muerte invariable de esa estatua. ¿No hay una extraña vida?» (93). En definitiva, las formas perfectas de la figura de piedra acercan la escultura a un ser viviente, pero, al mismo tiempo, la dura y fría materia que la constituye la condena a la inmovilidad. Esta ambigua condición crea desasosiego en el yo que la contempla. En «Plegaria» (Los cálices vacíos 233-235), el tema en cuestión es central y merece un detenido análisis. El discurso poético se abre y se cierra con un estribillo, que vuelve a aparecer al final de la primera estrofa, con el cual el yo dirige a Eros una pregunta evidentemente retórica: «¿Acaso no sentiste nunca piedad de las estatuas?». Sigue la enumeración de todas las razones que deberían mover la piedad del dios: las esculturas tienen aspecto de «crisálidas de piedra», en perpetua cuanto imposible espera de la vida. Sus bocas son «cráteres dormidos» y sus cuerpos están condenados a compartir la eternidad de las columnas de un templo clásico. La misma idea de frialdad y falta de vida sigue desarrollándose a lo largo de la primera estrofa. En la siguiente estrofa el yo poético expresa su piedad por los seres que no pueden aprovecharse del eros y de sus «tormentas», la glacial belleza de las estatuas no tiene acceso ni a los «frutos deleitosos de la Carne» ni a «las flores fantásticas del alma». Los ojos de piedra parecen «mirar tan lejos», pero en realidad no ven nada8. A lo largo de la poesía la plegaria sigue intensificándose hasta llegar casi al frenesí: «piedad, piedad, piedad» (233-235)9. Es patente que, en esta composición, se enfrentan la dimensión apolínea y la dionisíaca a través de la dicotomía estatua-ser viviente. El yo rechaza la existencia eterna de las esculturas porque no participa de la vida real. Agustini, con estos versos, indica que su inspiración no se encuentra en el depurado mundo de la belleza helénica sino en la existencia en sus aspectos más concretos, el erotismo en primer lugar. El deseo del yo de que las estatuas adquieran vida alude analógicamente (escultura = poema) a la voluntad de infundir emociones en los versos, dejando de lado el frío formalismo. Esta conciencia nació temprano en Agustini. En una composición anterior, la poeta ya afirma que la oración de su musa errabunda y extraña «En los templos no cabe» (96), es decir, no surge del estilizado y frío mundo de la perfección helénica. El dios del amor es con mucha evidencia su verdadero numen inspirador y, en cuanto tal, se opone a las musas apolíneas de raigambre parnasiana10.

Para reforzar nuestra lectura, señalemos que Rubén Darío compuso una breve poesía, de cinco alejandrinos, que se titula también «Plegaria», donde el yo ruega a un desconocido, tal vez algún dios de su Parnaso, que le conceda la insensibilidad de los árboles, de las rocas y del duro diamante para no darse «cuenta del instante supremo» (1106). Conforme a una concepción estética donde prevalece la frialdad y el deseo de eternidad, para no percatarse del momento final, el yo quiere encerrarse en su torre de marfil y adquirir la dureza de la materia inerte. Darío no menciona directamente las estatuas pero sí se refiere a la piedra y al diamante, materiales que remiten por analogía a la dureza del mármol de la imagen escultórea. La plegaria de Agustini, al contrario, expresa todo su desasosiego y horror ante lo apolíneo y rechaza el escapismo, apelándose aún a la vida y al eros.

Pero hay más. No solo Agustini cuestiona la admiración parnasiana por la belleza marmórea, sino que la subvierte, llevando a las últimas consecuencias la idea implícita en la «Rima LXXVI» de Bécquer. La admiración del yo por una figura de mármol en «Fiera de amor» se transforma en una «sobrehumana pasión»: «Me deslumbró una estatua de antiguo emperador. / ... Ascendió mi deseo como fulmínea hiedra / ... y clamé al imposible corazón» (223). El amor inalcanzable por la fría escultura se convierte para Agustini en un leitmotiv, hasta el punto de que, en muchas ocasiones, se atribuyen características estatuarias al que aparece en los versos. En otras palabras, el posible interlocutor amoroso se describe como un oxímoron de carne y mármol. En «El surtidor de oro», el yo afirma con pasión que «el amante ideal, el esculpido / en prodigios de almas y de cuerpos, / arraigando las uñas extrahumanas / en mi carne, solloza en mis ensueños» (221). Otro ejemplo parecido lo encontramos en «Visión», donde el yo asienta que «era mi deseo una culebra / glisando entre los riscos de la sombra / ¡A la estatua de lirios de tu cuerpo!» (211). En los ambiguos y visionarios poemas de Agustini vale también el juego opuesto, es decir, la atribución de cualidades escultóreas al propio yo. Es el caso de una composición de El rosario de Eros, «Cuentas de mármol», que empieza con una significativa afirmación por parte de la voz poética: «Yo, la estatua de mármol con cabeza de fuego» (21).

La poeta opera una subversión parecida manipulando otra imagen sugestiva de la casuística estatuaria: la de la escultura derrumbada al suelo y hecha pedazos. En «Mis ídolos» (132-134) el yo parece celebrar la caída de los modelos que había supuestamente reverenciado en el pasado, «Mi fe era inconmovible, pintorescos mis ritos; / prestigiados mis ídolos por los más bellos mitos». En efecto, mientras aquéllos caían «surgió un ídolo nuevo, palpitante e inmenso! / y eran sus divinas pupilas casi humanas / y sus divinos labios reían a la vida». Este ser maravilloso, de naturaleza dionisíaca, presenta un estrecho parentesco con Eros que, como hemos visto, es el foco de inspiración de la poeta. Y no es, por ende, un acaso que aquél surja desde las ruinas de los antiguos simulacros, cuya porcelana alude, una vez más, a la dimensión apolínea de la materia inerte. Diríase que la mencionada plegaria de la poeta, con la aparición del nuevo ídolo palpitante de vida, ha acabado por realizarse. El yo poético, cansado de incienso y templos clásicos, mira con alegría a la nueva figura que irrumpe en los versos, trayendo consigo perfume de flores campesinas e impulso vital: «Yo miré la gran figura erguida / sin descubrir las viejas frialdades sobrehumanas».

En «Variaciones» (121-4), la escultura cae de su plinto y se quiebra, al tiempo que la voz poética dictamina: «Más tarde o más temprano, los soberbios / que el mundo cruzan con la frente erguida / cantando olimpos, en el fiero pecho / han de mostrar la llaga de la vida». Es como si el torbellino de la existencia irrumpiese en los versos, haciendo caer las estatuas. Coherentemente con nuestra lectura, si consideramos a los soberbios que cantan olimpos como los poetas que se encierran en su torre de marfil, dichas palabras parecen constituir un epitafio del preciosismo evasionista. Confrontemos esta imagen con la de «El poeta a las musas» de Rubén Darío, «rodaron las estatuas de los pórticos» (332). Aparentemente los tropos son idénticos; sin embargo, el mensaje de los dos poetas diverge diametralmente. El yo del nicaragüense, en su apelación a las Musas, se está quejando de la vulgaridad del mundo contemporáneo, «aciago tiempo», que menosprecia la belleza y la armonía del pasado clásico para venerar a Franklin y a Edison, es decir, a los nuevos héroes del progreso técnico. La voz poética quiere huir de semejante prosaísmo para refugiarse en sus predilectos «tranquilos clásicos recreos». El poeta expresa, por ende, el deseo de restaurar, con sus versos las esculturas que para él representan la perfección formal y el soñado universo ideal. Agustini, en cambio, utiliza la misma imagen para subvertir el mundo poético helenizante, señalando con vigor su irrealidad11.

Junto a la de las estatuas y a la del cisne anteriormente citado, la autora uruguaya, en su tarea creadora, nos ofrece también la lectura original de una serie de imágenes que pertenecen, de manera específica, al universo poético becqueriano. A saber, el mundo fantástico del ensueño, visto de forma metafórica como un campo cultivable, la mente como un receptáculo de creaciones y las mismas fantasías artísticas como larvas inmundas. En realidad, estos tropos constituyen una única constelación simbólica y los vamos a distinguir solo a fin de averiguar cómo Agustini los incorpora, transformándolos, a su universo poético.

Recordemos que Bécquer en la «Introducción sinfónica» nos proporciona una sugestiva visión de la creación artística. La musa del poeta sevillano «concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número». A estos monstruos de la fantasía, el poeta los siente «agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie» (3). La larga cita era necesaria para recordar cómo los elementos destacados se unen en una gran metáfora que funciona como base poética de las Rimas. El autor sevillano, a lo largo de su poemario, muestra un esfuerzo constante para moldear con la razón las «Deformes siluetas / de seres imposibles» (14) de su imaginario. En cambio, Agustini, como vamos a averiguar, deja conscientemente que los fantasmas del ensueño poético invadan sus versos en la magmática condición original, es decir, como las ambiguas larvas sin forma de la «Introducción» becqueriana.

En «La siembra», el yo se dirige a «un hombre de olímpica frente / que empeña los surcos de ardientes rubíes» (88), tal vez el poeta preciosista empeñado en la agónica tarea de la creación; a pesar de esta presencia de raigambre parnasiana, los versos terminan con la proliferación de «las hondas visiones» que invaden el campo como «extraños gusanos / babeando rastreros el sacro fulgor!». El de los gusanos es un tropo que aparece constantemente en los versos de la uruguaya. De hecho, la imagen es cambiante y, mientras unas veces aparece con la alusión a larvas o gérmenes, en otras, se cristaliza en la del retoño prematuro. En Bécquer estos seres minúsculos y bulliciosos se refieren a las creaciones y fantasmas de la mente del poeta que no alcanzan a salir todos del estado potencial por ser demasiados y por los límites de la palabra poética, a menudo incapaz de darles una forma. En la «Introducción» el poeta los define claramente como «átomos dispersos de un mundo en embrión» que «Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo» (4-5). Agustini transforma esta imagen en un verdadero leitmotiv poético, conectándola, muchas veces, con la figura estatuaria, y creando, de esta manera, un icono original de su propio universo poético12. En «La estatua» (que ya hemos comentado de paso), la escultura se define como «retoño prematuro / de una gran raza que será mañana» (78), pero, al final, por su condición apolínea, resulta ser inferior inclusive a un gusano. En «Mis ídolos», donde el fiat lux que hace rodar al suelo los viejos dioses de porcelana recuerda muy de cerca el momento de la creación descrito por Bécquer («Introducción sinfónica» 5), el nuevo ídolo palpitante de vida «exhibe, como una flor, sonriendo / los sellos indelebles de una estirpe celeste» (133). Si conectamos la idea de la raza a la «extraña discusión de mil voces», que el yo escucha en su interior, nos encontramos con una posible imagen del acto creador. Es decir, para Agustini no son los fríos y olímpicos dioses quienes van a sembrar el campo del ensueño poético, sino el nuevo ídolo, numen inspirador preferencial, que habíamos identificado con Eros.

Quizás la visión más sugestiva que la poeta nos proporciona de la metáfora del campo de ensueño se encuentre en «Mi plinto». Como ya hemos recordado, el yo describe frenéticamente el acto de formación de algo distinto y paradójico que reúne las cualidades antinómicas de la piedra y de un ser viviente: «Es creciente, diríase / que tiene una infinita raíz ultraterrena... labranlo muchas manos / retorcidas y negras, / con muchas piedras vivas... / crecientes como larvas» (38). En ningún momento el yo nos aclara cuál es el objeto de su descripción pero insiste en que se trata de un proceso in fieri: «las tenebrosas larvas / de piedra crecen, crecen» (38-39). La imagen reúne con evidencia los elementos de la visión becqueriana y la idea de la estatua, con lo cuál esta composición parece ser una ulterior y original lectura poética del acto creador. El título añade una nota de ambigüedad, puesto que el plinto, relacionado con el yo, se identificaría con una escultura que está progresivamente cobrando vida, transformándose en algo por completo diferente. Es como si la voz lírica, coincidiendo con el poema mismo, se desdoblara y se mirara nacer y crecer conforme a la visión poética dionisíaca de la autora: «Labrad, labrad, ¡oh, manos! / Creced, creced, ¡oh, piedras! / Ya me embriaga un glorioso / aliento de palmeras».

La idea del mundo en embrión de los fantasmas del ensueño aparece también en «El vampiro» de forma sumamente ambigua. En esta ocasión, el yo, que coincide con el ser monstruoso del título, se pregunta «¿Por qué fui vampiro de amargura?... / ¿Soy flor o estirpe de una especie oscura / que come llagas y que bebe el llanto?» (160). Si nos quedamos dentro de la metáfora del acto poético, no parece descabellado pensar que se trata de una de las creaciones del ensueño que acaba de nacer a la luz de los versos, tras un acto de violencia consumado a daños del sujeto creador, al cual se dirige diciendo: «yo que abriera / tu herida mordí en ella -¿me sentiste?»13.

Pero hay más, y con esto vamos a dar con la tercera de las imágenes becquerianas anteriormente recordadas: la de la mente repleta de fantasmas sin número que luchan por salir a la luz. Con esta metáfora, el poeta sevillano visualiza el desdoblamiento que se produce en el acto de la creación entre el yo que vela y el yo que sueña -o crea. Los dos polos antitéticos de «El vampiro», por lo que hemos estado viendo, bien podrían ejemplificar dicha visión. En «Tú dormías», la cabeza del aparece descrita como «una flor de mármol», de la cual, de repente, brota «una ignota vida» que «parecía / no sé qué mundo anónimo y nocturno» (178). Una y otra vez, en los versos se alude al ensueño poético y, más específicamente, al desdoblamiento del yo. Los polos del binomio yo-tú no se distinguen claramente y si en el título se nos anticipa que el está durmiendo, en el poema también el yo se describe soñando14. Bécquer, en una ocasión, afirma que «cuando la materia duerme, el espíritu vela» y diríamos que la imagen enmarca perfectamente la visión que Agustini nos proporciona en su poema. Ella parte, por ende, de una idea del «insomnio creativo» muy parecida a la del sevillano, pero acaba discrepando en la manera de otorgarle una forma poética, prefiriendo dar rienda suelta a los fantasmas del subconsciente15.

A través de nuestro recorrido por los poemarios de Delmira Agustini, hemos podido averiguar que la autora uruguaya, muy consciente de su voluntad creadora, rechaza la búsqueda de la perfección clásica, el control de las emociones, el anhelo de evasión de la realidad vivida y la elegante cuanto fría evocación de la Grecia apolínea, trocando las frías musas del formalismo poético por el palpitante dios del eros. De esta manera, nos proporciona su versión personal de la musa poética. En detalle, hemos analizado la insospechada gama de variaciones metafóricas que la poeta elabora alrededor de la imagen escultórea llegando a subvertir unos leitmotiv de cierto preciosismo dariano y de la estética parnasiana. Al deseo de eternidad apolínea, la poeta contrapone el bullicio dionisíaco, sustituyendo la belleza estatuaria con ambiguas e inquietantes formas de vida larval, tal como ocurre en la obra de algunos autores del modernismo artístico coetáneo. También, hemos comprobado que en los versos de Agustini la presencia de la poética becqueriana es muy patente y significativa. La uruguaya se apropia de una serie de imágenes peculiares del autor sevillano, todas conectadas con la idea de la creación poética, y las transforma a su antojo. De esta manera, Agustini moldea su propio universo simbólico con innegable originalidad. Su concepción poética es de índole irracional, en cuanto se sitúa voluntariamente más allá de la lógica. Con Bécquer, específicamente, comparte la representación simbólica del mundo del ensueño, donde se engendran los gérmenes de la creación artística. Sin embargo, diverge radicalmente de aquél en la voluntad de dejar que los fantasmas del subconsciente invadan sin orden ni medida sus poemas, creando ambiguos sistemas icónicos de difícil entendimiento. La actitud visionaria de la poeta se puede resumir y sintetizar, para concluir, con unos versos apasionados de la misma Agustini: «¡Venga febril el impalpable ensueño! / ¡Venga incorpórea la visión fantástica» (112).






Obras citadas

  • Agustini, Delmira. Poesías completas. Ed. de Manuel Alvar. Barcelona: Editorial Labor, 1971.
  • ——. El Rosario de Eros. Montevideo: M. García Editor, 1924.
  • ——. Correspondencia Íntima. Ed. de Arturo Sergio Visca. Montevideo: Publicaciones del Departamento de Investigaciones, 1969.
  • Bécquer, Gustavo Adolfo. Rimas. Ed. de José Pedro Díaz. Madrid: Espasa-Calpe, 1975.
  • Burt, John R. «The Personalization of Classical Myth in Delmira Agustini». Crítica Hispánica 9. 1-2 (1987): 115-124.
  • Darío, Rubén. Poesías Completas. Madrid: Aguilar, 1967.
  • Esteban, Ángel. La modernidad literaria. De Bécquer a Martí. Granada: Imprendisur, 1992.
  • Gautier, Théophile. Poésies complètes. III Ed. de René Jasinski. París: A. G. Nizet Editeur, 1970.
  • Gicovate, Bernardo. «Antes del modernismo». Estudios críticos sobre el modernismo. Ed. de Homero Castillo. Madrid: Gredos, 1974. 190-202.
  • Gullón, Ricardo. Direcciones del modernismo. México: Fondo de Cultura Económica, 1962.
  • Loureiro de Renfrew, Ileana. La imaginación en la obra de Delmira Agustini. Montevideo: Ed. Letras Femeninas, 1987.
  • Martí, José. Poesía Mayor. La Habana: Instituto Cubano del Libro, 1973.
  • Molloy, Sylvia. «Dos lecturas del cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini». La Sartén por el mango. Ed. de Patricia Elena González y Eliana Ortega. Río Piedras: Ed. Huracán, 1984. 57-69.
  • Moncada, Julio. «Notas para un estudio sobre poesía uruguaya». Revista Iberoamericana 20 (1955): 275-290.
  • Rodríguez Monegal, Emir. Sexo y poesía en el 900 uruguayo. Montevideo: Alfa, 1967.
  • Sánchez, Luis Alberto. Escritores representativos de América. Primera serie. Madrid: Gredos, 1963, 129-142.
  • Schulman, Ivan A. «Modernismo / modernidad: metamorfosis de un concepto». Nuevos asedios al modernismo. Madrid: Taurus, 1987. 11-75.
  • Silva, José Asunción. Obras Completas. Buenos Aires: Plus Ultra, 1968.
  • Stephens, Doris T. Delmira Agustini and the quest for transcendence. Montevideo: Ediciones Géminis, 1975.
  • Zambrano, David. «Presencia de Baudelaire en la poesía hispanoamericana: Darío, Lugones, Delmira Agustini». Cuadernos Americanos XCIX-3 (1958): 217-235.
  • Zum Felde, Alberto. Proceso Intelectual del Uruguay. II La generación del Novecientos. Montevideo: Ediciones del Nuevo Mundo, 1967.


 
Indice