Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La estética en el escritor alicantino

Memoria y vicisitud de la iniciación a una estética o como las uvas que reviven en el vino profano

Enrique Cerdán Tato



portada





  —7→  

El paralelo 38 inauguró una década de titubeos, indagaciones y hallazgos que sólo emprendería su ya lúcida, décima y última etapa, con los velocistas de Sierra Maestra. En el ínterin, la industria cinematográfica de Hollywood le dio el cese al olímpico Johnny Weissmüller y me dinamitó una abigarrada mitología de adolescencia, en cuyo hit parade se habían consumido imparablemente desde Fu Man Chú hasta los fascinantes corsarios de Salgari, autor que tanto ponderó el fondillón de la alicantina Condomina, o los arriesgados pioneros de Zane Grey. Y lo cierto es que Lex Barker el rubio y esbelto recambio de la Burroughs Tarzan Entreprises Inc., se me evaporó de golpe a la hora del floyd. Supe entonces que la cosa ya no tenía apaño posible y que los nuevos y almibarados héroes, muy higienizados y pasteurizados por la hábil prestidigitación de Ibáñez Martín, llevaban el sello de Cecil Roberts,   —8→   Vicky Baum o Somerset Maugham. El INLE fletó así una bautismal «literatura luminosa» que, por último, naufragaría en la desolación de «Nada» y en la borrasca de «La familia de Pascual Duarte».

De manera que, con un arsenal nativo, en su mayoría, Cela, Laforet, Agustí, al lado de «El lobo estepario», y un Sartre de privilegio y matute, ingresé en los cincuenta, al filo de mi vigésimo aniversario. Era, por entonces y como tantos, ingenuo, curioso y algo impertinente. Y con muchas, con demasiadas preguntas, por delante. El inmediato pasado registraba mis peripecias en una academia militar, y una casi fuga que se frustró, con un pie en la cubierta de un «tramp» sueco que habría de desembarcarme en el principio del mundo. Pero la autoridad, tan indulgente como celosa, me amonestó, hizo trizas la carta de marear y me depositó cuidadosamente en el regazo de la institución doméstica. Y es que, por aquellos tiempos, hasta los más ancianos disfrutaban de una dócil e ilimitada minoría de edad.

Confieso, no obstante, que aproveché cumplida y gozosamente la escapada. Conocí la kasbah, el kif y los apasionados favores de una giganta musulmana. La joven y corpulenta mujer, oriunda, según me dijo, del Draha, estaba pertrechada de unos pechos tan generosos que en tan solo uno de ellos le aljamiaron todo el Alcorán. Qué territorio de abundancias y misterios. Y, en llegando a esta escabrosa revelación, vengo en admitir, sin recato ni rubor algunos, que en la tal noche de ajetreos y pedagogías, me amamanté copiosamente de suras, con tanta y tan devota aplicación que le restauré la teta y le lustré la epidermis, dejándosela libre de versículos e inscripciones. Del trance, salí como en volandas, algo desbaratado, pero con una impetuosa vocación africana.

Años más tarde, escribí un relato, en el que se recogen algunos episodios del prodigioso lance. Relato que se publicaría en   —9→   «El Español», gracias a la mediación de Carmen Conde cerca de su director, Florentino Soria. Recuerdo que, cierto día, tras un almuerzo en el desaparecido bar «Tirol», lo leyó Camilo José Cela y me pidió un cuento para «Papeles de Son Armadans». Le entregué de inmediato «Inútil caballo de noche». Qué oportuno. Éramos narradores y poetas jóvenes, pero precavidos y muy cautos. De manera que casi nunca salíamos a la calle desarmados de literatura reciente, por si acaso. Y fue, más o menos, por la misma época, cuando tuve ocasión de verle el trasero a Camilo José. Y conste que no me envanezco, en absoluto, de tan curioso privilegio. Pero he de proclamar públicamente que sólo entonces cobré plena conciencia de la necesaria grandeza y amplitud de un sillón de la Real Academia. Y todo merced a un incordio o algo de muy aparente cariz. Pues resulta que ambos nos encontrábamos en Cartagena, en el mismo hotel, en la misma habitación y en camas separadas. Camilo José Cela divagaba por el fluido y opulento discurso de la fabulación, cuando, al vuelo de una palabra, se me mudó del aliñado disparate al improperio y a la queja. Hay que joderse, Enrique, hay que joderse. Repara en cómo el llamado mal gálico ya no respeta ni tan siquiera al sosegado vagabundo. De mañana, un sanitario con bisoñé y aficiones artísticas, procedió delicadamente a aliviar las tremendas punzadas del indiscreto y mal acomodado forúnculo. Cálmese, don Camilo, cálmese, le susurraba como un bálsamo.

De algún modo, salté la comba del paralelo 38, con los coreanos de una y otra parte, cuando me sometí, por voluntad propia, a un riguroso y disciplinado retiro. En el despacho de leyes de mi padre y a la sombra del Aranzadi, me despabilé ávida, pero metódicamente, desde Píndaro y Plauto hasta Kafka y Faulkner, recién descubiertos, entre el estupor y la furia, en el «infierno» de un entrañable librero de viejo, mientras se rendían las cartillas de racionamiento y la mano de obra barata y rural invadía la pequeña capital provinciana. Tiempo   —10→   de mudanza, de inquietud y de sospecha. Entre tanto, funcionó mi plan, con precisión. No en balde era yo, por entonces, devoto del cálculo infinitesimal y vecino del espacio euclideo. Tal ardicia de conocimiento y erudición casi me volvieron réplica de una todavía remota náusea, que iba por la Q, en la meticulosa consulta de cierto Diccionario Popular Universal de la Lengua Española, cuando me libraba por segundos del inminente riesgo, con mis lecciones a domicilio o en cierta sórdida academia de repaso, o me disolvía con Paco Herrero Blanco de su oficina de telégrafos al alba y del alba a la oficina de telégrafos, escenificando la noche de una a o tra punta, con las invisibles sillas de Ionesco, porque, sin duda, mi amigo Paco, recibía mensajes inalámbricos de París, o pintándola toda de circulitos caucasianos de tiza y de otras constelaciones de un Brecht innombrable o clandestino. Ejercicios, en fin, para descascarillarle a la vida tanto muro, tanto recelo, tanto conformismo, tanto y tan irritante orden.

Abandoné el fecundo retiro tras los acuerdos de Pannmunjon que colocaron, de una vez, a cada coreano en su sitio, y a mí me llevaron a la fiesta del american bar del ya desaparecido y añorado Hotel Samper, junto a los de mi misma especie: una patulea de hiperbóreos armados de Beckett, de Camus, de Huxley, de Saroyan, de Fitzgerald. Estudiantes de derecho, de periodismo, de económicas, de agronomía, de medicina y «hasta un play-hoy», nos reuníamos allí para leer y comentar escenas de teatro clásico y de O’Neil y Arthur Miller, indistintamente, o bien para intercambiar opiniones sobre la novela negra de Chandler, Burnett y Hammett. Aquel grupo de jóvenes escritores, inquietos y crispados, alarmó al resto de la clientela del establecimiento que terminó bautizándolos: formaban «la generación del horror». Estaban, entre otros varios, Ernesto Contreras, Gonzalo Fortea, Eduardo Trives y Pepe Bauzá. Precisamente, Bauzá escribió en el prólogo de una antología de relatos breves titulada «Narradores alicantinos de   —11→   1954» (Ed. Marte, Barcelona, 1975): «Algo parecía haberse desatado en el interior de cada uno o un extraño vendaval los estaba arrastrando hacia alguna parte. Porque los relojes parecían funcionar mal. De un lunes a un martes daba la impresión de transcurrir diez minutos. El día y la noche ya no guardaban su natural sucesión. Los amaneceres resultaban imprevisibles. Y cualquier sitio era bueno para despertar: la cama de una pensión desconocida o las frías arenas de la playa... A intermitencias, una penumbra rojiza, el tedio, un delirio inesperado o la amnesia lo invadían todo».

«El grupo estaba viviendo demasiado ardorosamente y el fuego de su propio espíritu lo estaba abrasando. Las más violentas escenas no tardaron en producirse. Uno de los miembros de la tertulia rompió los cristales del escaparate de un céntrico establecimiento, otro fue detenido por escándalo en un baile público. Otro fue sometido a juicio por haberse pegado con una pareja de guardias. Otro hubo de ser asistido de quemaduras de segundo grado que él mismo se había producido. Otro fue herido en la cara con un casco de botella en un altercado con desconocidos y hubo de ser hospitalizado...»

«En cuanto las primeras olas del turismo internacional alcanzaron Alicante, el viejo edificio del Hotel Samper fue vendido y demolido. El martillo neumático destruyó para siempre la cuna y escenario de la generación del horror».

Mientras, en Madrid, Ruiz Giménez (muchos años después, nos daríamos un público abrazo de «compromiso histórico»), se llevaba la cartera de Educación hacia el molino de una tímida apertura. El deshielooo, gritaron los de la berza. Y se fueron a la mina o a las Hurdes, con Victorini, Pavese, y Luckas y un par de latas de sardina en aceite, en el macuto. Desde el Raval Roig, los vi partir de camino a las trincheras del realismo social, y me pegó duramente la distancia. Me hubiera querido, de   —12→   golpe, compañero de aquel viaje. Pero me consolé con la teoría de la nínfula y los devaneos del monólogo interior, que casi todos teníamos en la cabecera del lecho un Joyce de dudas y pasmos. Epatábamos, en Alicante epatábamos al más pintado. Tantas y tan depuradas eran ya nuestras lecturas cuando la década de los cincuenta consumía su primera mitad y se nos echaba encima un tropel de hispanistas que anotaban las horas de sol y nos redimían con estampitas de George Washington y seductores bikinis. Qué conmoción. De pronto, nuestro ámbito se nos figuró menos ancho, pero más ajeno que nunca.

En fin, el panorama urbano y humano entró en combustión y se sucedieron acontecimientos inusuales. Hemingway se entrenaba, con ánimo de hacerse el sprint de la Explanada; Sofía Loren y Cary Grant se resolvían en una cosmética de crédito, para retratarse con los comisionados de les fogueres de Sant Joan; en tanto Errol Flynn se la machacaba en un yate, con aspecto de lazareto, y le ponía la proa al paciente reportero Pepe Vidal Massanet, obstinado en sacarle, a toda costa, una interview de primicia. A bordo de la Guzzi de Vidal Massanet, me recorrería muchas comarcas haciéndole reportajes a las fiestas patronales y algún que otro titiritero de paso, para enrolarme en un barco cargado de Elsa Martinelli, Pedro Armendáriz y Trevor Howard, al objeto de ponerte luz eléctrica y automóvil a la isla de Tabarca, sin que cronistas ni investigadores locales se percataran de tan conspicua efemérides. El aislamiento se desmoronaba premiosa, pero indefectiblemente. Y el Vaticano y los Estados Unidos nos manoseaban a sus anchas. Evangelizados ex novo por monseñor Tardini y con el estómago dispuesto para recibir la gracia de la leche en polvo que nos remitía el Pentágono, estábamos a punto para ingresar en un occidente tentador y repleto de promesas.

En medio de tales vaivenes, por Alicante nos revolicábamos de premios. Creo que por el 56, entraron dos «Valencia», de   —13→   novela y poesía, pilotados respectivamente por Miguel Signes y Vicente Ramos, mientras Jesús Fernández Santos se llevaba «En la hoguera» un flamante «Gabriel Miró», y Alfonso Paso nos invitaba a una paella con los duros de «Los Pobrecitos», que se había ganado a pulso el «Carlos Arniches». Pero no se agota aquí tanta gloria, pues que yo mismo me ceñía el laurel nacional y navideño de un concurso de cuentos al que había facturado un misionero de negros bubis, dos o tres niños insufribles y un belén piamontés, todo bien espolvoreado de ternurismo. Con aquellos personajes, se me antoja que inicié el saldo de mis ya exiguos recursos de credulidad. Que me iba manufacturando, a trompicones y apocadamente, una ideología de remiendos, escaso de avíos congo andaba y echándole al futuro mucho empeño y más optimismo.

Con los cincuenta cuesta abajo, los más jóvenes nos sabíamos de tirón la lista de los reyes godos, la de los novelistas de la «generación perdida» y la de los autores del sello editorial Finaudi. Que lo diga si no Dámaso Santos, entonces director del diario «Información», que nos inventarió de innovadores y revolucionarios, se entiende que en lo estético y estilístico, que nos tomó el pulso de nuestras lecturas y que nos largó algún que otro capotazo, en circunstancias poco propicias y siendo como era o parecía hombre de ideas afectas, aunque nada intolerantes. Él criticaría con ánimo y solvencia, mi novela corta «Un agujero en la luz», que en 1957, se llevó el «Gabriel Miró», en «Pueblo» y en «La Hora», semanario que dirigía Gabriel Elorriaga, y en el cual publiqué un par de narraciones, seguramente bajo la mirada benévola de Franz Kafka.

Tiempo, insisto, de sorprendentes zozobras: Blas de Otero nos abrumó con sus silencios y alarmó a mi madre, cuando pasó dos días en casa, con su ausencia; en tanto Buero Vallejo me dejaba una escalera de trajines y una posterior carta de ley. Con Torrente Ballester supe de la entereza, en un itinerante   —14→   diálogo, por el Postiguet. Y con Ignacio Agustí, tan retraído y certero. Y con Dolores Medio y su hermana Teresa, profesora en mi ciudad, y con quienes me despaché más de una fabada. Y con Tomás Salvador. Y con Alfonso Sastre. Y con Lauro Olmo. De su mano, de la mano de Lauro Olmo, y de la de Pepe Hierro, subiría al Aula Pequeña del Ateneo de Madrid, un jueves de noviembre del 57, para proceder a la lectura de mis últimos relatos, precedida de una lacónica charla, ante un auditorio de especialistas. Luego me iría, con parte de aquel auditorio, a la tertulia de Concha Lagos. Allí estaban Gerardo Diego completando su laboriosa e incompleta biografía, y Vicente Aleixandre atento al vasto dominio de la palabra. Y muchos otros, con el vino y el verso tan afilado de la madrugada.

Un año más tarde y gracias a las gestiones de la entrañable poeta María Beneyto y de Víctor Maicas, pronunciaría una conferencia titulada «Tres cuentistas valencianos: Blasco Ibáñez, Gabriel Miró y Azorín», en el Ateneo Mercantil de vuestra, de nuestra ciudad. Aquel fue mi primer encuentro literario con Valencia.

Por entonces, me asaltó la calentura del tren nocturno y de horario incógnito, a Madrid. Me impulsaba la urgencia de nuevas y provechosas relaciones. De modo que sucesivamente recalaría por redacciones, capillitas y librerías de viejo. Y en aquel frecuente ir y venir, conocería a varios de los que habían puesto en pie, a partir de «El Jarama», la generación del medio siglo. Aún confuso y titubeante, obtuve respuestas, algunas respuestas, y textos reveladores que me empujarían, otra vez, al retiro voluntario y a la reflexión. Pero la semántica recién aprendida me despedazó el ya casi arruinado carnet del SEU, y minó la insular e impotente rebeldía.

A partir de tales hallazgos y cuando ya se olfateaba la década del desarrollismo, comprendí muchas cosas. Comprendí,   —15→   por ejemplo, el porqué de la visita de dos funcionarios de la policía al domicilio familiar. Examinaron detenidamente mi biblioteca y me formularon preguntas y más preguntas acerca del congreso de escritores jóvenes que se iba a celebrar en la madrileña Ciudad Universitaria, y al que se me había invitado como ponente. No, no conocía a sus organizadores. No, no había mantenido, con ninguno de ellos, conversación alguna, ni siquiera telefónicamente. Recibí la correspondiente documentación, la cumplimenté y la remití. Eso era todo. Y mi sinceridad resultó tan convincente que terminaron por dejarme en paz. Sin embargo, aquella misma tarde, cuando acudí al Centro Catalán, en donde debía dictar una conferencia sobre la obra de John Steinbeck, el presidente de la referida institución me salió al paso, muy sofocado y como abatido, y me preguntó: ¿Pero qué ha hecho usted? Nos han revuelto hasta el piano. Por supuesto, el acto se suspendió.

Todo esto sucedía a últimos de febrero de 1956 y poco después de que el consejo de ministros adoptara medidas de emergencia y pusiera en cuarentena los artículos 14, 15 y 18 del Fuero de los Españoles, a raíz de los acontecimientos protagonizados por los estudiantes de Madrid. Y aunque, bien es cierto, que en provincias se tocaba con sordina y los avisos nos alcanzaban ya desinflados y truncos, muchos de nosotros nos avituallamos de heterodoxias, desvencijamos los herrumbrosos parapetos del neotomismo y nos aventuramos a tientas por el curso de una historia subterránea y turbulenta, con tanta osadía como impericia e ingenuidad. Los incomprendidos, los inquietos, los que padecemos, con resignación, los embates de una angustia vital a la remanguillé, también estábamos tocando fondo.

En un flash back sacudido por la combustión intermitente de los recuerdos, se traspapelan los episodios, las imágenes y los sobresaltos, y se colocan fragmentariamente, en una cronología   —16→   de apresuramientos. Y siendo así, se me figura oportuno traer aquí una simple anécdota, entre patética y grotesca, que ilustra el panorama de la cultura, por aquel tiempo. Fue en ocasión de uno de los primeros homenajes a Miguel Hernández, en el que participábamos Dámaso Santos, Manuel Molina, Carlos Sahagún y yo mismo. Me cumplió realizar la introducción que grabó una emisora local. En la retransmisión diferida, sorprendió el hecho de que se omitiera el nombre de Miguel, de modo que, tras tun fugaz silencio, se escuchaba solamente el apellido Hernández.

Días después, me abordó un abogado con reputación de elocuente y muy instruido, y exclamó emotivamente: Ya era hora de que se le hiciera justicia a ese modesto y gran poeta. Gracias, gracias, gracias. Me quedé estupefacto. Y me quedé estupefacto, porque mi elocuente y muy instruido interlocutor, se refería a Hernández, en efecto, pero no a Miguel, sino a Julio César Hernández Manchón, el poeta Mejillón. Julio César Hernández Manchón era un vate inflamado que había compuesto una interminable «Oda a José Antonio» y con la que se había agenciado una renta anual de no sé cuántas arrobas de vino e innumerables docenas de ese molusco al que le tenía tal devota fruición que le sorbió hasta tun apodo de ripio.

Solía el vate frecuentar tabernas v bares a la hora del aperitivo. Se acomodaba en un lugar estratégico del mostrador y esperaba pacientemente, hasta que el establecimiento estuviera lo más abarrotado posible. Entonces, con modales muy finos, solicitaba la atención de la clientela y declamaba enfáticamente su casi taumatúrgica oda. En un principio, la clientela sorprendida no sabía cómo reaccionar, pero, por lo común, los más afectos y también los más escarmentados mantenían una actitud respetuosa, casi en posición de firmes. Después del súbito recital, volvía el griterío, y el bueno de Julio César recibía parabienes e invitaciones. Ciertamente, era la suya una artimaña infalible. Su   —17→   humanidad, entrañable. Sus versos, de suplicio. Todo un prontuario de la picaresca que, en cierta medida, destapaba la indiferencia, cuando no el mal gusto, de amplios sectores sociales, en una década entre el biscuter y el seiscientos, entre la insolidaridad y la emigración, entre la tristeza y la ira, que, para nosotros, enfiló la recta final de los velocistas de Sierra Maestra.

En mi ciudad, en Alicante, se vivía un aparente sosiego, alterado, en ocasiones, por alguna que otra polémica literaria, en la que los más jóvenes apenas si teníamos ni voz ni presencia. Pero ya se vislumbraba, aún entre celajes, una perspectiva algo más diáfana. Habíamos superado la prueba de la opacidad, del descrédito inherente a nuestras aspiraciones y de la suspicacia oficial. Habíamos madurado en la probeta de la lectura, del debate, de la introspección, en una atmósfera enrarecida y hostil. Necesitábamos apresuradamente el ejercicio de la vida. De modo que cada quien se fue a su aire e hizo su personal elección en lo ético y en lo estético, en lo profesional y en lo vocacional.

Memoria de un tiempo y de unas circunstancias que he expuesto sumariamente, con el único objeto de revelar, en parte, los orígenes y las claves culturales de cuantos de aquella presunta «generación del horror» habríamos de perseverar en la aventura literaria. Teníamos, como precedentes ilustres y próximos, la prosa precisa de Azorín y su teoría del renacimiento entendido como «fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero»; y teníamos el estilo exquisito, barroco y minucioso de Gabriel Miró. Coterráneos y tan diferentes, sin embargo. Pero habíamos teorizado, con Lukács, la particularidad como categoría estética. Y comprendimos la contingencia del momento histórico que nos había correspondido. Era cierto, o así nos lo pareció, que, como afirma Ricardo Gullón, «Casares (en su «Crítica profana») había leído a tuertas en líneas derechas, malentendiendo la conexión entrañable   —18→   entre lo que se escribía fuera de España y lo que se escribía aquí; malentendiendo que Valle Inclán sería mejor comprendido desde las novelas de Barbey d’Aurevelly y los dramas d’annunzianos; que Unamuno estaba más cerca de Ibsen y Tolstoi que de Costa; y que a Rubén Darío convenía situarlo en la atmósfera espiritual de Hugo y de Verlaine y no en la de Olmedo y Bello».

Cuando eché el cierre a la década de los cincuenta, tuve la impresión de que dejaba atrás todo un mundo que ahora la memoria me devuelve no tan chato ni tan insípido como se me figuraba. Había rendido un prolijo, penoso, disciplinado y feraz aprendizaje, en los libros del entredicho y en las pláticas casi de chiribitil. Y fue justamente por entonces, cuando levanté la mirada por encima del recogido horizonte y descubrí, con asombro, la vida. Y con la vida, el compromiso de expresarla.





Indice