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La evolución de los tipos en el teatro de Emilia Pardo Bazán1

Montserrat Ribao Pereira





Desde que en 1988 el profesor Escobar expone los principios de la mímesis costumbrista a partir del cambio sustancial que el concepto de imitación sufre en el siglo XVIII2, son muchos los estudios que se han ocupado, en esta línea, de las relaciones entre la narrativa realista y el costumbrismo de la segunda mitad del siglo XIX, tanto desde el punto de vista de la tipología de los personajes descritos como de la correspondiente adecuación del lenguaje, la ambientación o el escenario a los mismos3. La narrativa de Pardo Bazán no ha sido ajena a este análisis, que también resulta significativo si se extiende a otros moldes genéricos, como el teatro, muy relacionados en el caso de la escritora gallega con el narrativo.

El teatro de doña Emilia, objeto de una cada vez mayor atención crítica4, permite a la escritora perfilar un significativo proceso de evolución en el planteamiento de los tipos, masculinos y fundamentalmente femeninos que salpican sus novelas, cuentos, relatos y artículos. De todos son conocidas sus pinturas de la mujer gallega y de la cigarrera, respectivamente, que forman parte de colecciones costumbristas de la segunda mitad del siglo XIX y que se planeó incorporar al Álbum de Galicia, así como los perfiles de clérigos, sabidoras, mayorazgos, caciques... que pueblan sus escritos. Si, como afirma Tony Dorca a propósito de Insolación, en la narrativa pardobazaniana se funden la España pintoresca y la España moderna5, cabría decir que en su teatro esa fusión evoluciona y los ropajes pintorescos que aparecen en el planteamiento de las acciones se matizan y difuminan definitivamente a medida que el tipo deja paso al personaje.

En sus escritos sobre la mujer española, doña Emilia parte de un principio básico: pese a sus afinidades nacionales, «la aristocracia, la clase media, la plebe de las ciudades y del campo producen tipos diferentes»6. Su teatro muestra ejemplos significativos de todos ellos: por las páginas de sus dramas desfilan bandoleros (Verdad), criados criticones y clérigos aficionados al pocillo de chocolate (Cuesta abajo, Juventud), buenas amigas (Las raíces), usureros y jóvenes ociosos (El becerro de metal), costureras (El vestido de boda) y campesinas gallegas (La suerte)... y en todos los casos Pardo Bazán trasciende el tipo para dotarles de una significación nueva. Sirva como ejemplo de este proceso el análisis, siquiera sucinto, que voy a realizar a propósito de dos estrenos de la autora: El vestido de boda y La suerte.

El primer texto dramático publicado por doña Emilia fue un monólogo escrito expresamente para Balbina Valverde que se pone en escena en el teatro Lara el 1 de febrero de 1898. El vestido de boda está protagonizado por Paula Castañar, que finge ser modista francesa (madame Palmyre Lacastagne) para sacar adelante a su familia. Es la propia protagonista la que, con sus palabras, inventa y describe al tipo, dibuja para el receptor el perfil al que voluntariamente ha decidido adscribirse y los tópicos que ha encarnado para hacer creíble su farsa y sostenerla, incluso, ante su hija, quien ignora la doble vida de la madre.

La transformación de una muchacha de Madrid, huérfana y sin expectativas, en una prestigiosa y mundana parisina se efectúa desde tres puntos de vista diferentes: el lenguaje, la vestimenta y los ademanes. En primer lugar, Paula adopta la estética de las cursis abatidas -como ella misma denomina a las damas que frecuentan su taller-, es decir, los trajes con «postigos, ventanas y hasta galerías» y, acto seguido, imita los galicismos y los modos impertinentes que se le suponen a una costurera francesa. La observación atenta de la realidad circundante le permite, de este modo, generar una personalidad a su medida, tan cercana al tipo como falsa, pero resueltamente útil para el fin que se ha propuesto. Sus palabras sintetizan el proceso:

«Sí, era yo misma. Con el francés que chapurreaba, un peluquín de zanahoria y unos modos muy insolentes y despreciativos que adopté, modista parisiense perfecta. [...] Y cuanta más impertinencia en mí, las parroquianas más tiernas, más blandas, más abiertas de bolsillo».


(p. 84)                


Buena conocedora de las debilidades de la clase acomodada7, Paula Castañar explota la hipocresía de un ambiente que le es hostil para introducirse en él y vivir a su costa, si bien inventando una personalidad sobre un molde costumbrista que la lleva a un distanciamiento irónico que le permite, a su vez, extremar su sentido crítico y preservar su auténtica personalidad:

«Volvía yo en primavera de París, con el alijo de novedades, y empeñaban sus diamantes antiguos, hipotecaban sus fincas para comprarme monos... ¡Qué señoras tan buenas! Eran como toros claros y sencillos que acuden derechos al engaño del tapo. Y pagaban, pagaban...»8.


Doña Emilia retomará las reflexiones de Paula Castañar años después, en sus «Crónicas de Madrid» para La Nación, concretamente, y caracterizará de un modo muy similar a las modistas francesas:

«Por este tiempo llegan a Madrid las modistas parisienses o cruzadas francesas y españolas (las de Bayona y Biarritz) y se anuncian, avisando a las señoras elegantes (y lo propio a las que no lo son, porque en este particular no hay reparos, siempre que paguen) de que traen maravillas en cofres [...]. El insecto voraz que para cazar no tiene más arma que un poco de tela transparente, lo identifico con la modista, que quieta en su hotel, aguarda a las señoras que acuden, como el toro, al trapo»9.


El dinero, que en efecto es el fin último de la actuación de Palmyre, resulta para Paula el medio a trates del que conseguir bienestar y seguridad para sí y los suyos. El sacrificio que le supone la dejación de su propia personalidad busca una recompensa en última instancia afectiva, pero realmente los frutos de su doble vida no van más allá de lo material. Cierto es que casa a sus hermanas, acoge a su madre, contrae ella misma matrimonio, pero no menciona, al respecto, ningún tipo de emoción; antes bien, se recrea en sus acciones de banco, en el hotelito con jardín que ha adquirido, en las flores... y en la muerte prematura de su marido, que le permite ser nuevamente una mujer libre.

La boda de la hija acaba con el personaje que año tras año Paula ha ido creando:

Si mi niña apareciese como hija de una modista no la hubiese pretendido un diputado, y de tanto porvenir como el que va a ser mi yerno dentro de pocas horas. Se acabó para la chiquilla el convento; va a venir; la espero; la tendré siempre a mi lado [...]. Desde hoy madame Palmyre no existe..., vivo con mi hija... [...].


(p. 86)                


En este contexto, la última labor de madame Lacastagne, el vestido de la novia primorosamente descrito por la modista, al tiempo que completa el tipo al que remite lo supera en tanto deviene simbólico del doloroso fingimiento en el que ha vivido inmersa la protagonista, cuya culminación es el ventajoso compromiso matrimonial que a punto está de rubricarse. Pese a las tiernas -y siempre irónicas- palabras de Paula,

¡Si yo fuese poeta! ¿No tiene mucho de poesía un vestido así? ¿Un vestido que simboliza las ilusiones de un alma virgen? ¡Vaya! Podría componerse un poema... algo fiambre, porque ahora no se lleva lo sentimental, eso lo sabemos bien los que entendemos de modas...


(p. 86)                


la dolorosa paradoja de este simbolismo es su ambivalencia: los encajes remiten a la inocencia de la novia, en efecto, pero también esconden, entre las perlas que los recaman, lágrimas de gozo «y también de miedo..., porque las bodas asustan. [...] ¿Si a la chiquilla le saliese como a mí?» (p. 87). Acaso todo el sacrificio de Paula haya sido en vano, y ella lo sabe: quizá la sociedad le devuelva en el dolor de ver sufrir a su hija con un mal hombre la burla de la que ha vivido y sobre la que ha cimentado una dicha que ya sospecha efímera.

La modista de El vestido de boda, que responde a las expectativas de una clientela que Palmyre Lacastagne conoce muy bien y a la que explota, como acabo de mencionar, en beneficio propio, poco tiene que ver exteriormente con el tipo «La modista» que redacta Josefa Pujol de Collado para Las mujeres españolas, americanas y lusitanas pintadas por sí mismas10.

-¿Quién te hizo a ti esa chaqueta? Es nueva y bella.

-Sí. Madame X..., va sabes, la modista más inteligente de París. La recibí hoy».


(op. cit., p. 16)                


J. Pujol de Collado, «La modista»

J. Pujol de Collado, «La modista», en Las mujeres españolas, portuguesas y americanas

Por ser un fingimiento nacido de la astucia de la protagonista, su perfil formal se aproxima más al de la dama del gran mundo11 o a la cursi para la que trabaja y sobre la que doña Emilia reflexiona en su artículo «La mujer española»:

La burguesa española suele parecer un poquito cursi. Se inclina a la vulgaridad, y de ese lado se cae. Fáltale aplomo, naturalidad y distinción, por culpa de la mediocridad sistemática a que la sentencia su estado social. Justo medio en religión, justo medio, rayano con la indiferencia, en patriotismo; insipidez en arte y letras; abstención total en política, y en la actividad mental consagrada a fruslerías y menudencias de quinta clase, han producido una mujer de poca talla, buena en el fondo, graciosa y amable exteriormente, lista y sagaz por naturaleza, pero fútil [...].


(La España Moderna, II, 17, mayo 1890, pp. 101-113)12                


P. de Biedma, «La dama del gran mundo»

P. de Biedma, «La dama del gran mundo», Las mujeres españolas, portuguesas y americanas

Sin embargo, las motivaciones, la conducta y la abnegación de Paula Castañar sí son comunes a las del tipo que aparece en la colección de Sáez de Melgar:

[...] nos consideraremos dichosos si [...] nuestros benévolos lectores [...] modifican un tanto la lamentable opinión, que generalmente hablando, merecen las modistas en nuestra época, y conceden su admiración a estas modestas hijas del trabajo, que con la sonrisa en los labios ven agostada su juventud mientras con paciencia infinita realizan verdaderos prodigios de habilidad [...].


(J. Pujol, art. cit., p. 435)13                


O, como solicita Paula antes de que el telón ponga fin al monólogo, «¡Vamos! Un solo aplauso... para las modistas» (p. 87).

El valor simbólico del vestido de novia es recurrente, pero no coincidente, en los textos de Pardo Bazán. El domingo 19 de septiembre de 1897, es decir, mientras redacta el monólogo, la primera página de El Liberal publica «El encaje roto». En este cuento el valor del adorno nupcial es justamente el inverso del que deducimos de las palabras de Paula: un desgarrón fortuito en el traje de la protagonista, Micaelita, le permitirá descubrir, minutos antes del enlace, la airada naturaleza de su inminente esposo, lo que la lleva a suspender el compromiso en el mismo altar. En este caso, el traje no es la representación material de un fingimiento vital y doloroso, sino que, por el contrario, sirve para subir la verdad «a los labios impetuosa, terrible»14. Otro vestido de boda, el de Clara en «La sor», esconde entre sus tules y rasos otra mentira: la de un casamiento infeliz desde sus inicios. Esto es así porque Antonio se ha casado con la hermana de la mujer a la que realmente ama cuando esta decide profesar en un convento y, pese al contraste entre el tosco hábito de una y el esplendor radiante de la otra, no puede ni sabe ocultar su pasión por la monja15. El motivo reaparece también en «Boda» y «La boda»16. En ambas versiones el personaje principal, Regina (como la Castañar) es una mujer libre, dueña de su voluntad, quien -de acuerdo con sus propias palabras- «no tenía ambición, no estaba en venta». De ahí que cuando decide casarse, por despecho, con el comerciante Elías, sus galas de novia se conviertan en una manifestación de lo socialmente aceptable, en una forma de dar visibilidad a las convenciones femeninas de su tiempo ante las que la protagonista no tiene más remedio que sucumbir17, tal y como finalmente sucede también en el caso de la modista que ha renunciado a sí misma para integrar a su hija en unos círculos sociales que en realidad desprecia.

Si bien es verdad que Paula inventa a la modista cursi y abatida, como hemos mencionado ya, no es menos cierto que su finalidad no es otra que servir de contraste a la auténtica naturaleza de la protagonista, cuyas miserias trascienden al receptor a través, precisamente, de los modos ridículos de la francesa. En este sentido, puede decirse que la modista del teatro pardobazaniano no es un tipo: Paula Castañar ha imitado al tipo para poder dialogar con el ámbito social circundante. De hecho, el crítico de Juan Rana tilda el resultado escénico final de «monólogo casero, cursi y ñoño», un cuentecillo que «no debió nunca pasar de la sala de la Sra. Pardo Bazán a la sala de un teatro»18. Y no es este el único caso en el que la realidad copia al arte en relación con El vestido de boda. Permítaseme comentar al respecto una curiosa coincidencia de la que informa M. en La Época. Tal y como leemos en esta publicación, en la noche del 20 de febrero de 1904 el teatro Alicia de los señores de Longoria estrena un programa teatral conformado por el sainete benaventino Modas (recurrentemente representado con anterioridad en el Lara, como afirma la noticia), el drama La Griffe, de Santerre y La nuit d'Octobre, de A. de Musset. Pues bien, en la primera de estas piezas, que satiriza la tiranía de la moda en su tiempo y está protagonizada por una modista llamada Mme Tutù, tienen papeles destacados tanto Blanca como Jaime Quiroga Pardo Bazán; la propia doña Emilia supervisa los ensayos de la función, sugiere algunos efectos para la puesta en escena del texto de Musset y asiste al estreno.

La segunda pieza estrenada por la Condesa es un nuevo texto breve en un acto y dos escenas, La suerte, que se representa primero en Madrid, en el Teatro de la Princesa (5 de marzo, 1904) y en mayo de 1905 en A Coruña.

La protagonista es, en este caso, una anciana campesina que en su juventud fue areana o aureana, es decir, recolectora de oro en el Sil. Si hacemos caso al testimonio de F. Camba, el germen argumental del este drama procede de la contemplación de una escena real: en sus viajes a Galicia la condesa había observado con detenimiento el ir y venir de las mujeres de su tierra buscando afanosamente pepitas en las aguas del Sil19, situación esta que despierta en ella el interés artístico. Si, además, tenemos en cuenta las palabras de doña Emilia a propósito de su propio procedimiento de creación literaria:

Cuento original que no se concibe de súbito, no cuaja nunca. [...] Paseando o leyendo, en el teatro o en el ferrocarril, al chisporroteo de la llama en invierno y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma métrica20.


No es difícil colegir la impronta que la escena ribereña debió producir en ella y, por tanto, la relación de La suerte con unos referentes extraliterarios claros.

E. Pardo Bazán, «La gallega»

E. Pardo Bazán, «La gallega», en Las mujeres españolas, portuguesas y americanas

De acuerdo con ello, la disposición escénica de la pieza, tal y como indica la didascalia inicial, reproduce un ambiente galaico tópico. En el interior de la cocina de Ña Bárbara se apilan aperos de labranza, muebles rústicos y artesas; la chimenea, de alta campana o lareira, alberga el pote en el que cuece el caldo y de ella cuelga el candil que ilumina la escena. La descripción de la protagonista, que lleva a cabo ella misma, responde a unos patrones asimismo cercanos a los que ofrecen los cuadros costumbristas de la segunda mitad del siglo y las ilustraciones correspondientes21. La mujer del Sil se dibuja fuerte, ágil, astuta, de rasgos suaves y pelo claro:

Los mis brazos, duros como piedra; los mis ojos, agudos como los de la rapiña; las mis manos, lisias como la centella; los mis pies, que se agarraban a las peñas bravas lo mismo que las patas de un pájaro... San Froilán bendito, ¡qué cacho de rapaza era yo!

Otra aureana mejor, ni en toda la ribera. Y a más, bien parecida, que paraba al sole. La color, imitante a las mañanas de San Juan; las perfecciones, como las de una imagen... El pelo hasta los pies y más relucente que el oro del río...


(I, 1, op. cit., pp. 92-93)                


La disposición de Ña Bárbara responde al tipo que doña Emilia describe en «La gallega», tanto en su fisonomía como en las duras condiciones de vida a las que se enfrenta desde niña:

Es la belleza de la mujer gallega eminentemente plástica; consiste sobre todo en la frescura de la tez, blanca y rosada, no con la fría albura de las inglesas, sino con esa animación que indica el predominio de la sangre sobre la bilis y la linfa [...]. No arde en sus ojos la chispa de fuego [...]; su pie no es leve, ni quebrado su talle: mas el sol no logra quemar su cutis, y sus mejillas tienen el sano carmín del albaricoque maduro y de la guinda temprana. [...] ellas cavan, ellas siembran, riegan y deshojan, baten el lino, lo tuercen, lo hilan y lo tejen en el gimiente telar; ellas cargan en sus fornidos hombros el saco repleto de centeno o maíz y lo llevan al molino. [...] La gallega trabaja, según frase del país, como una loba22.


Se trata, en ambos casos, de una mujer que doña Emilia conoce muy bien y que retrata tanto en su obra de ficción como en sus ensayos. Así, en La mujer española se refiere a ella en términos muy similares:

En mi país, Galicia, se ve a la mujer, encinta o criando, cavar la tierra, segar el maíz y el trigo, pisar el tojo, cortar la hierba para los bueyes. [...] El pobre hogar de la mísera aldeana, escaso de pan y fuego, abierto a la intemperie y al agua y al frío, casi siempre está solo. A su dueña la emancipó una emancipadora eterna, sorda e inclemente: la necesidad23.


Sin embargo, y a diferencia, obviamente, de los artículos, en el drama de doña Emilia los personajes hablan, de modo que el lenguaje se convierte, como ocurría en El vestido de boda, en uno de los parámetros caracterizadores de los protagonistas. La aureana se expresa, en este caso, en un español mixturado de giros, refranes, derivaciones y calcos morfosintácticos del gallego. Como ocurre en las colecciones costumbristas del último tercio del siglo XIX, tal y como ha explicado el profesor E. Rubio Cremades, los galleguismos, vulgarismos o el lenguaje de germanía se ponen al servicio del realismo del tipo24, y los sonidos, el habla y el color local derivado de ellos contribuyen a perfilar esa «poética de Galicia» a la que se ha referido F. González Arias, en la que no está ausente, tampoco, el «sentido social» que «implica el conocimiento a fondo por parte del escritor de las condiciones sociales, materiales y psíquicas de su pueblo»25. Como ha explicado E. Penas Varela a propósito de Los Pazos de Ulloa (juicio que puede aplicarse, asimismo, a su teatro), doña Emilia opta por:

la elaboración de un habla artificial, manipulada por ella misma, no demasiado alejada de la lengua usual del campesino. Se trata de un constructo lingüístico suficientemente verosímil para lograr infundir al texto la fuerza verística de la Galicia interior [...]. Pero, también, su fuerte hibridismo castellano-gallego muestra el interés de la autora por llegar a sus lectores26.


El resultado, al menos en lo que al primero de los dos cuadros de la pieza se refiere, es una escena próxima al patrón costumbrista de la segunda mitad del siglo, tomada del natural y reflejo de lo que la prensa de la época denominaba alma de Galicia. Las reseñas periodísticas que se siguen al estreno en Madrid hacen hincapié en estos dos aspectos: la cercanía de lo representado a la vida misma y la plasmación en la obra del sentir colectivo de un pueblo. Así, El Álbum Ibero-Americano, destaca que doña Emilia haya sabido elegir, para La suerte,

una situación interesante, presentándola con vigorosa sobriedad, reproduciéndola d'après nature con rasgos bellísimos y conmovedores, con notas llenas de color, cincelado, esmaltado con la magia de su estilo, que realiza maravillas27.


Zeda, en La Época, alaba la concisión con que la escritora sabe transmitir los más hondos sentimientos en el breve espacio que le brinda una pieza corta28 y P. Salinas en La Revista Gallega exalta, con ardor, el reflejo del alma gallega en la obra:

[...] las primicias teatrales de la Pardo Bazán entran de lleno y toman carta de naturaleza en la dramática gallega: el cuento dialogado La suerte está pensado, sentido y manifestado en gallego: es nuestro29.


La conexión de doña Emilia con el alma de Galicia no es solo literaria. De hecho ella misma preside la Junta Directiva del Centro Regional Gallego, fundado en febrero de 1884, y pronuncia el discurso inaugural del mismo, en el que afirma la necesidad de una labor conjunta y esforzada para recopilar y dar a conocer el patrimonio tradicional gallego, «su ciencia, el secreto de su ayer, las noticias que quedan de su floreciente civilización antigua»30.

Pese a todo ello, la recepción crítica del drama tras su estreno, al año siguiente, en A Coruña, fue muy negativa precisamente por el tipismo de la pieza. Disgusta el planteamiento de los hechos, la inverosimilitud de los mismos, pero sobre todo la caracterización de los personajes y su lenguaje. Orsino, en la Revista Gallega, señala que la indumentaria con que la compañía de Fuentes pone en escena a Ña Bárbara y a Payo es censurable porque «ya no se usa fatalmente por estas tierras» y responde a clichés de difícil aceptación: «semejaba uno de esas figuritas de gallegos que lucen en las cubiertas de los librillos de papel de fumar».

«Gallego», dibujo de  G. Doré

«Gallego», dibujo de G. Doré, grabado de Fournier. Ch. Davillier, L'Espagne, París, Hachette, 1874

Además, el público

no transigió con el lenguaje que en el diálogo se emplea, que ni es gallego, ni bable, ni castellano, sino algo así como la caricatura del nuestro tan hermoso, rico y armonioso y puesto en ridículo con el empleo de frases de frases y giros que por acá no conocemos31.


Al margen de esta polémica, me interesa subrayar, como en el caso de Paula Castañar en El vestido de boda, la evolución de Ña Bárbara en el segundo cuadro de la pieza. Al igual que la modista, la aureana abandona su perfil costumbrista inicial y se individualiza del tipo general al que se adscribía en el planteamiento de la obra. Sin transición alguna, desaparecen los refranes y sentencias populares del lenguaje de la anciana, que pasan a caracterizar el registro de Payo. La protagonista desestima el tono melancólico y añorante de sus primeras intervenciones, su pasado de recolectora en el Sil deja de ser relevante y su discurso se centra en el presente, en la desgracia del muchacho que ha sido llamado a filas porque no tiene dinero para librarse de la leva y es rechazado en amores, precisamente, por ser pobre. En el acto de entregar al joven el oro atesorado durante toda su vida rompe Ña Bárbara con el patrón al que ha respondido hasta ese momento y se transforma en un personaje trágico32.

Esta brusca transformación no pasó desapercibida para los espectadores de la época. Incluso quienes alabaron las bondades del texto coincidían en la precipitación del desenlace, en el repentino cambio de registro y en la apresurada conversión del drama en tragedia. Así, por ejemplo, la crítica de Barcelona, ciudad en la que la obra fue recibida «con gran curiosidad»33, subraya este desacuerdo entre la primera y la segunda parte:

Els personatges son ben dibuxats, l'acció ben plantejada, el medi ben descrit. Però axis com al principi la marxa resulta fins a cert punt magestuosa, desprès se precipita, arribant al final d' un bot, lo qu' havia comensat a passes segures34.


Acaso faltó pulso dramático a la autora para resolver con maestría el desenlace de la pieza, pero (aspecto este que ahora nos ocupa) el desequilibrio en la caracterización de la protagonista, ocasionado por la superación del planteamiento costumbrista, parece evidente.

Ya he señalado a propósito de El vestido de boda el proceso de retroalimentación entre la observación de la vida misma y su recreación literaria. Otro tanto cabría apuntar en el caso de La suerte, cuya protagonista abandona su ficción textual y escénica para convertirse en modelo de la realidad empírica. El diario La Época da noticia, el domingo 13 de marzo de 1904, de un acontecimiento no exento de matices teatrales:

La eminente actriz sra. Tubau ha tenido la ingeniosa idea de entregar a la señora Pardo Bazán los derechos de autor correspondientes a las representaciones de su celebradísimo diálogo La Suerte, en pesetas recién acuñadas y dentro de un saco igual a aquel en que la vieja Ña Bárbara guardaba las arenas de oro del Sil.


En la bolsa, además de las monedas, la actriz ofrece a la dramaturga un poema que La Época transcribe a continuación de la noticia:


Al pagar parte de mi deuda
¿Quién es capaz de poner precio a la suerte?
(Palabras de un evangelista manchego)


Ña Emilia: Soy tan desgraciada
que al pasar por mis labios, el oro
de vuestras palabras,
ya le veis, sin quererlo yo misma,
trocóseme en plata.
Mas, si en cambio buscáis generosa
con mirar de santa,
hallaréis entre aquestas monedas
locientes y brancas
areniñas de un río que corre
dentro de mi yalma;
y ese río, es el río sagrado
de las remembranzas.
Otra cosa no puede ofreceros
LA VIEJA AUREANA.


La producción teatral pardobazaniana, de la que he abordado solo dos ejemplos significativos, pone de manifiesto, una vez más, el continuum estilístico de su autora y sus planteamientos estéticos, que se manifiestan paralelamente en todas las vertientes de su producción literaria. Los tipos a los que se acerca como articulista, ensayista o narradora, asoman tímidamente también a las páginas de sus dramas como pretexto técnico, como ilusión que se evapora para dar paso a personajes individualizados y con entidad propia, que toman distancia de sí mismos y se contemplan críticamente o abandonan el estatismo reflexivo de los recuerdos y pasan a la acción del presente, como ocurre, en definitiva, en el cambiante -y siempre en busca de la renovación- teatro del fin de siglo.






Bibliografía

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