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La expulsión de los jesuitas de Cataluña1

Enrique Giménez López

Javier Martínez Naranjo (coaut.)



Los sentimientos antijesuitas, presentes desde la fundación de la orden por Ignacio de Loyola a mediados del siglo XVI, se incrementaron notablemente a partir de los años centrales del siglo XVIII por la estrecha implicación de la orden en asuntos de índole política, que el ilustrado valenciano Manuel Martí achacó a su irrefrenable inclinación por «meter el cucharón» en todas las cosas del mundo y por su «ambición de mandar en todo»2.

La Compañía de Jesús había mostrado también un acusado sentido de superioridad que provocaba la irritación entre los integrantes de otras órdenes religiosas y miembros del clero secular, quienes estimaban que esa actitud no era otra cosa que una manifestación del vicio de soberbia que les aquejaba. El obispo de Barcelona, Josep Climent, estaba convencido de que «los jesuitas siempre habían tratado con el mayor desprecio a las demás Religiones»3.

La imagen del jesuita político, conspirador e hipócrita ya se hallaba plenamente perfilada en España con anterioridad a los motines de 1766, pero tras la acusación de que la Compañía había instigado el movimiento sedicioso de la primavera de aquel año, se inició un intenso proceso de demonización en el que participaron activamente algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, quienes no dudaron en trazar similitudes entre Luzbel y la Compañía, y entre Carlos III y el propio Dios. El obispo de Girona, Palmero y Rallo, escribía en diciembre de 1769 que «quien haya observado la conducta de estos Regulares, y el manejo de lo temporal y espiritual suyo y ajeno, habrá bien comprendido que su designio, animado de un espíritu de dominación, ha sido siempre aspirar a colocar su poder sobre todo poder en la tierra, a imitación del Ángel desvanecido, que quiso colocar su trono sobre el Sacro Solio en el Cielo»4, y tal como aconteció con los ángeles que se levantaron contra Dios al mando de Lucifer, así había hecho Carlos III expulsándolos de sus dominios por «levantar sediciones y tumultos».






ArribaAbajoEl asalto a los colegios de Cataluña

La cautela durante la preparación de la expulsión de la Compañía fue máxima5. Sin embargo, testimonios escritos de algunos jesuitas nos indican que los regulares recibieron, aunque con incredulidad, avisos y anuncios de que algo se tramaba contra ellos6. En el caso de Girona, el P. Josep Puig, rector del Colegio de aquella ciudad, recibió cartas anónimas anunciándole «el golpe que se avecinaba» y exhortándole a que tomara las medidas que creyese convenientes en el «trance ya inevitable»7.

El modo en que se intimó el Decreto de expulsión en tierras catalanas no difiere mucho del que se acometió en el resto de España8. Fue en la madrugada del 2 al 3 de abril de 1767 cuando en la mayor parte de los Colegios se llevó a cabo el arresto de los jesuitas. Hubo leves diferencias en cuanto a la hora elegida, pues si en Barcelona9 la operación se inició a la una de la tarde del día 3, en otros lugares como Tortosa10 o Girona11 se realizó a las cuatro de la madrugada, y en Lleida dos horas antes12.

Con arreglo a la Instrucción13 que marcaba las pautas de cómo llevar a cabo el operativo, los distintos comisarios tenían órdenes expresas de utilizar tropa armada. El objetivo era que, una vez asaltadas las residencias jesuitas, nadie fuese capaz de salir ni entrar sin su conocimiento. El comisionado, acompañado de su comitiva armada, debía llamar a la puerta con alguna excusa. Cuando el portero abriese la portezuela tenían que apoderarse de él y tomar todos los pasillos del interior del Colegio.

El caso leridano es un buen ejemplo de cómo se realizó la operación. La comitiva formada por un piquete de infantería acompañó al corregidor Francisco Crespo14 hasta la plaza de San Andreu, donde se hallaba el centro. Allí se intimó al portero en nombre del rey para que abriese y buscase al P. Rector15. El portero, seguido de oficiales militares y tropa, entraba en los distintos cuartos a despertar al resto de compañeros, al tiempo que un soldado se metía y se apoderaba del aposento sin perder de vista al jesuita correspondiente. Los padres fueron congregados en la capilla interior, que en otros colegios el lugar elegido fue el refectorio o la biblioteca. Una vez reunidos, un escribano les notificaba el Real Decreto de extrañamiento, aunque nada se les informaba acerca de la manera en que se había dispuesto su salida de España, ni el destino que se les había fijado16.

A continuación, el comisionado, acompañado del P. Rector y del procurador de cada Colegio, procedía a la ocupación judicial del archivo y papeles de todo tipo. El resto de los jesuitas permanecían en el lugar donde se les había intimado la expulsión, vigilados de cerca por centinelas17. Se les advirtió que sólo podían llevar con ellos dos o tres camisas y algunos libros de devoción, pero ningún otro libro ni escrito. Incluso si tenían alguna necesidad debían pedir licencia e iban acompañados de un soldado que no perdía de vista al jesuita, dándose incidentes del tipo del descrito en un documento conservado en el Archivo Romano de la Compañía, y que sucedió en Barcelona, donde «...sacando un jesuita un pedazo de carta para limpiarse, dio luego cuenta el centinela al Gobernador, quien mandó que fuesen al lugar inmundo, y le trajesen la carta o papeles que él se figuraba que había echado el jesuita. Llevaron a Su Señoría el pedazo de carta, y no encontrando más de lo que el jesuita había dejado al limpiarse, quedó él y sus asistentes sonrosados y chasqueados»18.

En Barcelona al parecer la expulsión se retrasó varias horas porque la orden que el conde de Aranda dirigió al gobernador Bernardo O'Connor19 se extravió y fue a parar a Mallorca. Sin embargo, el Regente de la Real Audiencia sí recibió a tiempo la suya. El día 3 de abril por la mañana, viendo el Regente que no se había cumplido todavía el mandato real, envió un recado a Bernardo O'Connor preguntándole si tenía alguna carta reservada procedente de la Corte. El Gobernador comunicó que no tenía nada en su poder y, una vez enterado de cuál era su misión, tomó las providencias oportunas20.

Según el P. Larraz, cuyo testimonio es muy valioso y ha sido objeto de estudio por el P. Benítez y Riera21, el número de soldados utilizados para tomar el Colegio de Belén y el Seminario de Nobles de Cordelles fue desproporcionado. A la una del mediodía partió del cuartel un batallón de Guardias Walonas, tropa extranjera de élite, con dirección a las Ramblas, «con bayoneta calada y mecha encendida»22. Formados en pelotones rodearon los Colegios de los jesuitas, llamaron a sus puertas y, viendo que tardaban en abrirles, se dispusieron a echarlas abajo, si bien antes de llegar a hacerlo los jesuitas abrieron. De acuerdo con la descripción de los hechos que nos legó un dominico de Santa Catalina, los regulares había ganado tiempo para poder deshacerse de algunos papeles y libros, lo que viene a constatar, una vez más, la escasa simpatía de las restantes órdenes hacia los jesuitas23.

El Gobernador O'Connor entró en el Colegio de Belén con la espada en la mano y los soldados que le acompañaban con su sable desenfundado. Los jesuitas estaban tan aterrados que pensaban que iban a degollarlos. Durante el registro del archivo del Colegio de Belén, uno de los asesores del gobernador receló de una especie de arco tabicado que existía y pensó que algo escondían allí los jesuitas, por lo que ordenó a los soldados romper la pared, aunque lo único que encontraron, muy vívidamente narrado por Larraz, fue «sólo su desengaño, y pudieran en el polvo que les saltó a los ojos haber visto su confusión»24.

En cuanto a la Residencia de San Guim, próxima a Cervera, el retraso fue de un día, pues la ocupación tuvo lugar en la madrugada del día 4 de abril de 1767. La demora de 24 horas tuvo que ver con el desconocimiento de las autoridades acerca de la situación de esta residencia jesuita, así como del nombre con que vulgarmente se la conocía en la comarca. En la lista oficial aparecía como Colegio de San Guillermo, pero no se participó a ningún comisionado la orden de llevar a cabo el arresto porque su situación era desconocida. Sin embargo, el regente de la Real Audiencia, Rodrigo de la Torre25, se percató de que ese Colegio desconocido era el que «vulgarmente llamaban de San Guim» en las cercanías de la ciudad de Cervera. Por lo tanto, el mismo día 2 de abril de 1767 envió una carta al corregidor de Cervera, Hortensio Domicio26, acompañada de las oportunas instrucciones, que llegó a su destinatario a las nueve de la noche del día siguiente, el 3 de abril, con lo que procedió a su cumplimiento en la madrugada del 427.

En los casos de Cervera y Manresa parece ser que también se cometieron errores por parte de los encargados de dar las órdenes en Madrid. Un olvido fue la causa de que no se indicasen los comisarios que debían encargarse de la Santa Cueva de Manresa y del Colegio de San Ignacio, también en aquella población28. Pasaron varios días desde que se había efectuado la toma de los colegios en el resto de Cataluña y nada se comunicaba a los jesuitas de Cervera y Manresa. Todos ellos eran conocedores de lo acontecido a sus compañeros de otras ciudades, más aún cuando el propio corregidor Hortensio Domicio había procedido al arresto de los jesuitas en el cercano lugar de San Guim. Los padres del colegio de San Bernardo de Cervera acordaron esperar quietos a que se cumpliera la ocupación de su residencia, que finalmente se efectuó en la madrugada del 11 de abril29.

La causa del error en Manresa fue debida a que el encargado de formar la lista de los colegios a ocupar leyó en latín el Catálogo de los Colegios de la Provincia de Aragón y tradujo erróneamente Collegium Minorissae o Minorisanum como Colegio de Menorca. Por esta razón se echó en falta el colegio de Manresa, y se contabilizase de más un supuesto centro en la isla de Menorca, donde los jesuitas no contaban con colegio alguno30. Finalmente, subsanado el malentendido, la expulsión se llevó a efecto en Manresa el día 11 de abril de 176731.




ArribaAbajoEl traslado de los regulares hasta la «caja» de Tarragona

Estaba previsto que dentro de las veinticuatro horas a contar desde el momento en que se intimaba el Real Decreto de expulsión, los jesuitas debían ser trasladados desde cada Colegio hasta unos llamados «depósitos interinos» o «cajas». Todos los jesuitas catalanes debían ser conducidos a Tarragona, punto desde el que, posteriormente, serían trasladados al puerto de Salou para ser embarcados con destino a los Estados Pontificios32.

En la madrugada del 4 de abril se efectuó, por lo general, la salida de los Colegios en los que la ocupación había tenido lugar un día antes. En Lleida se pusieron en marcha a las doce y media de la noche33, en Girona a las cinco de la madrugada34, mientras que en Barcelona la salida se prolongó durante dos jornadas y se realizó en dos remesas distintas dado el elevado número de jesuitas que residían en la ciudad35.

En algunas localidades se dispuso de carruajes, coches y calesas, como es el caso de Lleida. En Girona, el comisionado consiguió embargar un carruaje, pero resultó insuficiente para transportar a los veinticuatro jesuitas, por lo que la mayoría tuvieron que viajar a lomos de caballerías36.

La escolta que se les asignaba varió según las ciudades, aunque por lo general, fueron pocos los hombres utilizados, aunque siempre había al menos dos soldados al lado de cada coche o calesa, mientras que alrededor de ocho militares cubrían la vanguardia de la comitiva, y otros tantos la cerraban37.

La partida de los jesuitas no pasó inadvertida entre los habitantes de las distintas poblaciones. Fue mucho el gentío que se agolpó a las puertas de los colegios para darles el último adiós. En Barcelona, tanto las Ramblas como las calles por donde tenían que pasar se encontraron abarrotadas de gente que no querían perderse tan insólito espectáculo38.

Las instrucciones dadas a los directores del viaje señalaban la necesidad de que no se improvisase la alimentación de los jesuitas ni su pernoctación. Por esa razón, cada día, dos comisionados se adelantaban al resto con el propósito de tramitar con las autoridades de las localidades por donde debía discurrir la comitiva su alojamiento39. Cuando se hacía alto en alguna localidad, el oficial encargado del transporte pasaba revista a todos los jesuitas bajo su custodia, y la misma operación tenían lugar antes de partir, pero eran las autoridades locales las encargadas de velar por su seguridad. Las mayores dificultades tenían que ver con las vituallas, pues no era fácil encontrar lo necesario en los pueblos por donde se transitaba. Arroz, alubias, bacalao y huevos constituyeron la dieta más habitual durante estos días de marcha hacia Tarragona40.




ArribaAbajoUn Noviciado convertido en cárcel

El Noviciado de Tarragona fue el punto donde debían concentrarse todos los jesuitas procedentes de la Provincia de Aragón, formada por catalanes, aragoneses y valencianos, y allí debían permanecer hasta que se dispusiese su salida para el cercano puerto de Salou, sin comunicación con el exterior41.

El encargado de su vigilancia fue el oidor de la Audiencia de Barcelona Joaquín Miguel de Lorieri42, quien convirtió el centro en lo más parecido a una cárcel: en la portería situó a 50 soldados como cuerpo de guardia, además de distribuir por escaleras y pasillos de la casa a no menos de 25 centinelas con bayoneta calada43.

Desde un principio se vio que la Casa-Noviciado, preparada para albergar como mucho a unos 50 o 60 individuos, no reunía las condiciones suficientes como para acoger a los más de 500 jesuitas que debían llegar a Tarragona. Una vez colmados los aposentos, los jesuitas tuvieron que mal acomodarse en los diversos pasillos, y la iglesia anexa se habilitó para ir dando cobijo a los regulares, que llegaron a ocupar el coro y las tribunas44.

Otro problema fueron los colchones. El magistrado Lorieri tuvo que recurrir a traer los sobrantes del Hospital General de Tarragona, muchos de los cuales se encontraban en condiciones higiénicas lamentables, y se llegaron a llenar jergones de paja para que hicieran las veces de colchón, a medida que arribaban nuevos contingentes de religiosos45.

Durante los días de encierro en Tarragona los jesuitas estuvieron razonablemente bien alimentados, dadas las circunstancias de precariedad. Todas las mañanas se les suministraba chocolate, y los ingredientes no diferían gran cosa de los que estaban acostumbrados a consumir en sus centros, si bien la calidad de éstos dejaba mucho que desear. Era habitual que se produjeran quejas por el mal guiso y las lamentables condiciones higiénicas en que estaban obligados a comer46.




ArribaAbajoLos Novicios

A la hora de preparar la expulsión se tuvo muy presente a los novicios: en un primer momento fueron separados de sus maestros, no permitiendo que tuvieran con ellos ningún tipo de comunicación. Tras un período de reflexión debían decidir entre acompañar al destierro a los jesuitas o abandonar definitivamente toda vinculación con la Orden, si bien, en el caso de elegir la primera opción quedaban advertidos de que no recibirían pensión alguna. Se aplicaba, por tanto, una fuerte coacción sobre los novicios con el propósito de desligarles definitivamente de quienes habían sido hasta entonces sus tutores47.

La Provincia de Aragón tenía dos noviciados: uno en Torrente, en las cercanías de Valencia, y otro en Tarragona, en el cual residían un total de 39 novicios al tiempo de la ocupación. La casa en que fueron recluidos era distinta al edificio del noviciado, se hallaba vigilada por militares, y se le cerraron las ventanas para impedir cualquier comunicación con el exterior, llegando a asegurarlas con clavos48. Por fin, tras 18 días de reflexión, fueron 19 de los 39 novicios catalanes los que decidieron acompañar a los jesuitas al exilio49.




ArribaAbajoLa movilización de la Marina

Salou, uno de los principales puertos de Cataluña en el siglo XVIII50, era la dársena señalada para la Provincia de Aragón, y se preveía que se embarcasen unos 500 jesuitas, que además tenían que partir escoltados por fragatas del rey para evitar posibles ataques corsarios durante el viaje51.

Los Intendentes de Marina debían preparar el viaje de los jesuitas hasta la costa de los Estados Pontificios. En el caso catalán, el Intendente de Cataluña, Juan Felipe Castaños, actuaba como Intendente de Marina, asumiendo su jurisdicción, pues en el ámbito catalán era el principal Ministro de Marina52, si bien contaba con la colaboración del Comisario de Provincia de Marina, Vicente Bedoya53. Fue Bedoya quien se desplazó al puerto de Barcelona para elegir las embarcaciones más aptas para transportar al medio millar de jesuitas, y posteriormente coordinó los trabajos de acondicionamiento de los buques, que realizaron maestros carpinteros, con instrucciones para optimizar al máximo el espacio disponible de cada nave, sacrificando cualquier atisbo de comodidad, con el fin de ahorrar en fletes, con un sistema muy similar al utilizado por los buques negreros54. En total, se fletaron trece naves en Barcelona, de las cuales nueve eran saetías y cuatro pingues55. Los alimentos necesarios se calcularon para 25 días de navegación56. En Barcelona se trabajó con gran celeridad para que esas 13 naves se encontrasen dispuestas para el día 15 de abril. El convoy sería escoltado por tres buques de guerra -«El Atrevido», el «Cuervo» y el «Catalán»57 - al mando del capitán de fragata Antonio Barceló, uno de los marinos españoles más famosos del Setecientos58, que llegaron a Salou desde Cartagena el 28 de abril59. Debían partir de Salou cuanto antes y dirigirse a Palma para recoger allí a los jesuitas mallorquines y custodiar al convoy hasta el puerto italiano de Civitavecchia.




ArribaAbajoEl embarque de los religiosos

A lo largo del 29 de abril se inició el traslado de los religiosos desde Tarragona a Salou. Poco a poco se fueron juntando en la Rambla de Tarragona, delante del noviciado, los distintos carros y carretas que se habían alquilado para el transporte de los jesuitas60. A medida que iban siendo nombrados y, ante la presencia de muchos curiosos que se agolpaban en la Rambla, los jesuitas iban acomodándose en los distintos carros en grupos de 6, 7 u 8 individuos61. Eran las siete de la tarde cuando caía la noche y aún faltaban cerca de 300 religiosos por ser trasladados, por lo que se decidió interrumpir la operación ya que se necesitaban tres horas para cubrir el trayecto hasta Salou62.

Entre las 9 y las 11 de esa noche fueron llegando al embarcadero la primera tanda de unos 200 jesuitas que habían salido por la tarde de Tarragona. En la misma playa se había instalado una especie de tribunal en una tienda de campaña donde se encontraba el Comisario de Marina Bedoya y otros oficiales, ante quienes tenían que presentarse los expulsos antes de ser conducidos a las lanchas que les llevaban a las correspondientes embarcaciones63. Sin más luz que la de una hoguera en la orilla del mar se llevó a cabo el embarco. Una vez llegados a bordo, según el testimonio del P. Larraz, «no les quedó aliento para otra cosa que para tenderse donde cada cual pudo, hasta que los marineros los ayudaron a bajar al entrepuente». Los jesuitas no pudieron cenar aquella noche debido a que no se habían dado las oportunas órdenes para que se les preparase algún caldo64. Tampoco estaban colocadas las camas, que llegaron en torno a las 10 de la mañana del día siguiente. Por estas adversas circunstancias, los religiosos sufrieron aquella noche, según otro testimonio, «las novedades del mareo que regularmente produce el mar y la brea de las naves a los que no están acostumbrados a su olor, y a sus movimientos sobre la dura tabla»65 .

Menos incomodidades padecieron los jesuitas que fueron trasladados a lo largo de la mañana del día 30. Hicieron su trayecto de día y encontraron plácido el mar66. Los jesuitas se distribuyeron en cada una de las naves en función del Colegio al que pertenecían, de manera que cada individuo se sintiera arropado por los compañeros con los que habitualmente convivía en su centro de origen.




ArribaLas cifras de la expulsión en Cataluña

Por lo que se refiere a los jesuitas procedentes de colegios catalanes, cabe señalar que de los aproximadamente 255 existentes en Cataluña, 218 individuos fueron los que se embarcaron en la expedición comandada por Antonio Barceló. Los 37 restantes quedaron en tierra por diversos motivos67. De ellos, más de la mitad eran los veinte novicios que habían optado por abandonar la Orden durante el período que se les concedió para reflexionar sobre su futuro. La permanencia en España de los otros 17 jesuitas se debió a dos circunstancias: 13 lo hicieron en calidad de procuradores, para ser interrogados acerca de las haciendas, papeles, cuentas, caudales y régimen interior de cada centro, y saldrían hacia el exilio posteriormente desde Cartagena68, y tan sólo 4 debido a enfermedades mentales o extrema vejez.

De estos 218 jesuitas que se embarcaron en Salou procedentes de los 12 centros que tenía la Compañía de Jesús en Cataluña, 98 eran sacerdotes (45%), 56 coadjutores (26%), 45 escolares (21%) y 19 novicios (8%). El mayor número de sacerdotes y de coadjutores correspondía al Colegio de Belén de Barcelona, mientras que la Casa de Tarragona aportó todos los novicios y la mayoría de los escolares.

Como ya he dicho, el convoy hizo escala en Mallorca. El capitán general de Baleares, el catalán marqués de Alós69, ante la llegada de los buques de Barceló, ordenó que los 41 jesuitas mallorquines, reunidos en Palma, se embarcaran el día 3 de mayo, después de comer. Tras incorporarse al convoy, que esperaba en el exterior de la bahía, la expedición, ya completa, reanudó el viaje a las cuatro de la madrugada del 4 de mayo.

Fueron cuatro los convoyes que salieron de España: el de Ferrol conducía a la Provincia de Castilla; el de Cádiz a la de Andalucía; la de Toledo salió desde Cartagena; y la de Aragón desde Salou. El viaje de estos cuatro convoyes se vio brusca e inesperadamente condicionado por la negativa del Papa a permitir el desembarco70. La negativa de Clemente XIII fue un duro revés al prestigio de la Monarquía, a cuyos ministros les estallaba entre las manos un difícil e inesperado problema, en el que el tiempo jugaba en su contra. El mismo embajador español en Roma, Tomás Azpuru, que era arzobispo de Valencia, se encontraba en una posición delicada, pues se hallaba sin nuevas órdenes de Madrid. Había que descartar absolutamente la posibilidad de un regreso de los jesuitas a España por bien del «decoro del Rey».

De los cuatro convoyes que habían partido de España, el de Barceló fue el primero en llegar a su destino. Sus 17 embarcaciones llegaron frente a Civitavecchia a las cuatro de la tarde del miércoles 13 de mayo. Durante el 15 de mayo, Barceló realizó gestiones ante el gobernador del puerto de Civitavecchia para que permitiera el desembarco de los jesuitas, expresando su preocupación por su incomodidad a bordo, falta de víveres y el sofocante calor de mediados de mayo. La respuesta del gobernador fue terminante: tenía órdenes de no permitir la entrada de jesuitas españoles en los territorios de los Estados Pontificios por decisión de Su Santidad.

Hasta la mañana del domingo 17 de mayo no tuvo Barceló ninguna instrucción sobre lo que debía hacer y dónde dirigirse. Fue entonces cuando el embajador español le ordenó que se dirigiera al puerto corso de Bastia, y que allí recibiría instrucciones del encargado de negocios de España en Génova. Hacia Bastia se dirigió Barceló y sus embarcaciones al amanecer el 18 de mayo.

La determinación de desembarcar a los jesuitas en Córcega era muy arriesgada. Córcega era en 1767 uno de los focos de mayor tensión en el Mediterráneo. La isla formaba parte de la República de Génova, pero la mayoría de la población corsa era favorable a la independencia. Si Córcega no se había constituido como estado se debía a que tropas francesas habían acudido en ayuda de los genoveses, y Francia se convirtió de hecho en la auténtica antagonista de los rebeldes corsos, que en los años sesenta habían encontrado un líder carismático en Pasquale Paoli. La preeminencia francesa quedaría confirmada en 1768, momento en que Génova vendió a Francia su soberanía sobre la isla por dos millones de francos, y Paoli, derrotado militarmente por los franceses, pasó a exiliarse a Inglaterra71.

El permiso de desembarco en Córcega hubo que solicitarlo por vía diplomática a Francia, y el gobierno francés remoloneó durante meses para obtener de la incómoda posición de España asegurarse el apoyo de Carlos III en sus pretensiones de anexionarse la isla, tanto por servir de base para el comercio francés con el Mediterráneo oriental, como por evitar una indeseada ocupación inglesa.

Las negociaciones hispano-francesas se alargaron durante los meses de junio, julio y primera mitad de agosto, con los buques fondeados frente a la costa corsa sin poder efectuar el desembarco, y sin noticias de lo que ocurría, con la consiguiente incertidumbre de los capitanes de las naves y la angustia de los jesuitas.

Cuando Barceló llegó a Bastia tras cuatro días de navegación desde Civitavecchia, el comandante francés le informó que no podía autorizar al desembarco al no contar con el visto bueno de la Corte de Versalles. El aturdimiento de Barceló fue mayúsculo. Se encontraba sin saber qué hacer frente a una isla sumida en guerra civil, y con víveres para pocas semanas. Afortunadamente, en Bastia se consiguió una fluida provisión diaria de carne de vaca, pescado y fruta fresca, y la salud de los más de quinientos jesuitas embarcados podía considerarse aceptable en aquellas circunstancias.

En esa situación de espera se mantuvo Barceló durante más de dos meses frente a Bastia, esperando un permiso para desembarcar que no llegaba, y sin más actividad que alguna alarma infundada sobre la proximidad de corsarios norteafricanos, o las noticias que llegaban de los otros tres convoyes.

La inmovilidad finalizó el 2 de julio, cuando el conde de Marbeuf, máximo responsable francés en la isla, informó que los jesuitas podían ser desembarcados en los puertos corsos, excepción hecha de Bastia, rada donde se hallaban los buques de Barceló, quien tuvo que dirigirse a la costa occidental de la isla, pues era allí donde se le había dado permiso para desembarcar a los jesuitas catalanes, aragoneses y valencianos.

La situación que encontró Barceló cuando llegó a Ajaccio el 26 de julio fue inesperada. La ciudad se hallaba sitiada por los partidarios de Paoli, quienes se preparaban para atacar a la pequeña guarnición genovesa. Nadie dudaba que en poco tiempo Ajaccio estaría bajo el control de Paoli. En caso de ser desembarcados, el riego sería tan elevado para los jesuitas que Barceló no se atrevió a permitir que bajaran a tierra, quedando a la espera, una vez más, de nuevas órdenes que no llegaron hasta el 9 de agosto, y éstas decían que se dirigiera a otro puerto, el de Bonifacio, situado en el extremo sur de la isla. Llegados los buques de Barceló a aquella rada al anochecer del 25 de agosto, fue posible por fin el desembarco de los jesuitas catalanes, que se mantenían en las embarcaciones desde que partieron de Salou el 30 de abril.

Los testimonios de los «diarios», «memoriales» y «relaciones» escritos por jesuitas, y conocidos en parte, describieron la isla de Córcega con los tintes más sombríos. Tuvieron que hacinarse en casas ruinosas, con serios problemas de avituallamiento, en un país sumido en guerra. Afortunadamente su estancia en la isla fue breve, pues a finales de agosto de 1768 -un año después de su llegada- comenzó su salida de Córcega hacia su destino definitivo en Italia, una vez que la isla había pasado a plena soberanía de Francia. La solución francesa, con el visto bueno de Madrid, fue la de situar a los jesuitas en Italia para que Clemente XIII se viera obligado a aceptar los hechos consumados. En septiembre comenzaron a ser trasladados los jesuitas hacia la costa genovesa. Desembarcaron en Sestri para dirigirse hacia el N. E., atravesando los Apeninos en búsqueda de la llanura del Po, hasta llegar a la frontera de los Estados Pontificios. Los jesuitas llegaron a los Estados del Papa, especialmente a Bolonia, Ferrara y Rávena en los primeros días de noviembre de 1768.

Las condiciones del viaje fueron muy duras72. El trato dado por los franceses en el primer tramo del trayecto -de Córcega a Génova- fue muy malo. Tampoco fue buena la acogida de los jesuitas italianos, seca y fría, sin la menor solidaridad hacia sus hermanos de orden. El viaje a pie por los Apeninos, en grupos no superiores a sesenta individuos, pertenecientes por lo común a la misma Provincia, fue difícil por la lluvia y el frío, con posaderos que los extorsionaban al alojarlos en pajares húmedos o al suministrarles alimentos muy parcos a precios desmesurados. La llegada a los ducados de Parma y Módena les permitió adquirir mulas o alquilar carruajes, con los que alcanzaron sus destinos definitivos, en los Estados Pontificios, en situación de extrema penuria. Sin embargo, en las ciudades pontificias donde se instalaron existía la creencia generalizada de que los jesuitas españoles eran gente que atesoraba riquezas, como correspondía a la imagen de la Compañía forjada por la propaganda antijesuita, que los presentaba como poseedores de enormes tesoros, amasados en transacciones comerciales y por el uso torcido del sacramento de la penitencia. Llegaban, como era evidente, famélicos, agotados, casi desnudos, pero, en opinión de muchos, riquísimos73.

Los jesuitas catalanes se instalaron en la ciudad de Ferrara, junto con valencianos y aragoneses. Siguieron viviendo organizados en las mismas comunidades que en la Península hasta que supieron de la decisión del Papa Clemente XIV de extinguir la Compañía en el verano de 1773. La extinción suponía el fin de la comunidad jesuítica, lo que ponía fin a un modo de vida y era el inicio de comportamientos impensables hasta entonces: había jesuitas que pasaron a vivir a casas de seglares en alquiler, y los que quedaban aún en las casas comunes comenzaron a administrar individualmente sus propios asuntos y hacer vida separada de los demás. Muchos dejaron de lado los libros, y se extendió la afición a los juegos de cartas, hasta tal punto que los más estrictos comenzaron a temer que «en la suma libertad en que nos hallamos, llegue a haber jugadores de oficio»74.

El cambio de vestimenta representó para los jesuitas el signo externo más inmediato de su pérdida de identidad, y un desembolso urgente. La mayoría de los coadjutores decidieron vestirse con casaca, y muy pocos lo hicieron con traje talar de clérigo. Los sacerdotes vistieron de manera diversa: la mayoría optaron por vestirse a la italiana, con sotana, sombrero de tres picos y zapatos de hebilla; hubo quien vistió de corto negro, dejando al descubierto las piernas; no pocos añadieron a este atuendo una casaca de color, y se rizaron el pelo, cubierta la cabeza de polvos, casi sin otro distintivo de sacerdote que el cuello. Los teatros se vieron concurridos de muchos ex jesuitas, sobre todo durante el carnaval de 1774, lo que motivó dolidos comentarios por parte de los que deseaban mantener las formas de comportamiento que habían distinguido a la orden desde su fundación75.

La salida de España de los miembros de la Compañía supuso el exilio de un buen número de eruditos y literatos que irrumpieron con fuerza creativa en la Italia dieciochesca76. Lo hicieron en una doble dirección, que era, a su vez, complementaria: por un lado, reivindicando el buen nombre de la Compañía, frente a los ataques sufridos y su supresión y, por otro, presentándose como alternativa a la cultura descreída, alentada por la Ilustración de los philosophes. Hubo jesuitas catalanes destacados en este terreno, como Joan Nuix y Perpinya, que hizo apología de la obra colonizadora de España en América, y para que nadie le pudiera acusar de que su patriotismo le cegaba, resaltaba en su texto que él era catalán, y que entre «aquellos famosos aventureros de las conquistas americanas no hubo un catalán siquiera»77; Francesc Llampillas defendió los valores de la literatura hispano-latina en tres volúmenes78; Luciano Gallisá innovó en el campo de la organización bibliotecaria79; Joaquim Pla, colaborador de Gallissá en la Biblioteca de la Universidad de Ferrara, era, además, filólogo, buen conocedor del hebreo, y catedrático de caldeo en la Universidad de Bolonia; a Francesc Gustá, el P. Batllori le dedicó su primer libro80. Pero entre todos descollaba Joan Francesc Masdeu, cuya obra mayor, la Historia crítica de España y de la cultura española81 -que en sus 20 volúmenes sólo llegó hasta el siglo XI- fue concebida como una defensa omnicomprehensiva de la historia de España. Cada tema, fuera cultural, militar, político, económico o religioso, fue tratado con la intención de enaltecer la excelencia de los españoles, con juicios ciertamente desmesurados, hasta el punto de sostener que los científicos españoles del medievo conocieron la teoría de la gravitación mucho antes que Newton. Pero hubo en Masdeu una defensa de la unidad de España no confundiéndola con su uniformidad, procurando exaltar en todo momento la Cataluña medieval y, siempre que la ocasión lo permitiera, pidiendo la devolución de los fueros, y proclamando la injusticia de las medidas de Felipe V contra la autonomía catalana82.

Hubo que esperar a la derrota napoleónica en Europa para la plena restauración canónica de la Compañía el 7 de agosto de 1814, si bien no fue hasta 1815 cuando los escasos supervivientes al largo exilio pudieron regresar a España. El 29 de mayo de ese año Fernando VII, el monarca que había acabado con la Constitución gaditana y regresado al absolutismo el año anterior, consideraba falsas las imputaciones que hicieron contra los jesuitas los enemigos de la Religión, y afirmaba que el mismo impulso que acabó en 1773 con la Compañía era el que había hecho desaparecer tronos a partir de 1789: «males que no habían podido verificarse existiendo la Compañía, antemural inexpugnable de la Religión santa de Jesucristo»83. Al cabo, muchos jesuitas exiliados habían contribuido con sus actitudes y escritos a ser considerados como el puntal más firme de la alianza entre el altar y el trono.

Este estigma acompañará a la Compañía en los siglos XIX y XX, y explica sus sucesivas supresiones, acompañadas en ocasiones por nuevos exilios, durante el Trienio Liberal, en el período entre 1835 y1852, tras la Revolución Gloriosa de 1868 y, finalmente, durante los años de la II República, que decidió en 1932 disolver la Compañía por su cuarto voto de obediencia al Papa, «autoridad distinta a la legítima del Estado», como se decía en el decreto de disolución84.





 
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