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La familia de Alvareda

Fernán Caballero


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Imp. Mellado, 1856 y cotejada con la edición crítica de Julio Rodríguez-Luis (Madrid, Castalia, 1979). Asumimos las variantes que, procedentes de otras ediciones y manuscritos de la obra, incorpora el profesor Julio Rodríguez-Luis en su citada edición, cuya consulta es imprescindible para la correcta apreciación crítica de la obra.]


ArribaAbajoPrólogo

Cuando el aluvión de novelas extrangeras, generalmente traducidas de una manera lastimosa, ayudado por alguna otra española, tan deplorable por su lenguaje como por sus tendencias, inunda nuestro desgraciado país, y lo desnaturaliza y corrompe, ora introduciendo hábitos y costumbres que nos desfiguran, ora vulgarizando máximas peligrosas y doctrinas socialistas, ora presentando escenas de pernicioso ejemplo; no puede menos de celebrarse por las personas sensatas la aparición de una novela original española, y verdaderamente española, en que se pintan costumbres nuestras, en que se presentan afectos naturales y sencillos, en que se inculcan sanas y consoladoras creencias, y en que se describen escenas verdaderas y muy interesantes de la vida íntima de los habitadores de nuestras aldeas, donde afortunadamente aún no han penetrado del todo las modas de allende, ni alterado las ideas las modernas predicaciones. El ilustrado autor de La familia de Alvareda, viendo con dolor desaparecer a toda priesa de nuestro suelo hasta la tradición del modo de ver, de sentir y de vivir de nuestros padres, y borrarse completamente la fisonomía característica de nuestra sociedad, y convencido de que nos causa tan transcendentales daños la influencia mortífera de las novelas extrangeras, únicos libros que por desgracia se leen hoy en España con avidez, ha querido valerse también de la novela, para intentar al menos (y en sólo intentarlo hay gloria), luchar con la irrupción de ideas exóticas, que nos desnaturaliza y corrompe, y consignar las propiamente nacionales, que dominaban hace medio siglo, dando a nuestros padres tanta fuerza y tanta respetabilidad. Y nos parece que el autor ha llevado a cabo su pensamiento acertadísimamente.

Es La familia de Alvareda una sabrosa novela escrita sin presunción pedantesca, en que se pone de bulto una acción verdadera, sencillísima, coordinada con sumo gusto y con grande acierto, y en que es tan buena la parte narrativa como la dialogada. Es en fin, un ramillete de rosas silvestres tan frescas, que conservan en sus hojas las gotas del rocío, y que exhalan sus suavísimos perfumes de pureza, de sentimiento y de verdad.

El pensamiento filosófico que anima a esta composición es altamente moral, e importantísima la enseñanza que da su lectura. El bueno y sencillo Perico desobedece a su madre, contrayendo un matrimonio infausto, y se abre ante sus pies la senda fatal que lo conduce al sacrificio, que lo lleva al cadalso. Ventura, impetuoso de carácter, venga heroicamente a su padre; pero luego se corrompe en la vida militar, vuelve a la aldea desmoralizado y muere causando la total ruina de su familia. Rita, no reprimida en su niñez y primera juventud por la mano protectora de una madre, da margen con su liviandad a tantos desastres... ¿Y Elvira? apenas figura en la novela; pero ¡qué interesante se presenta siempre que aparece víctima de un amor profundo, coronado con santa modestia!

Las descripciones de las localidades son exactísimas, y las de las personas parecen retratos de Velázquez; tan al vivo, y con mano tan maestra están dibujadas y coloridas. Ejemplo de las primeras sean la que da principio a la novela y la de la casa de la familia desgraciada, cuyo infortunio es el asunto de la composición; y ejemplo de la segunda séanlo las de todos los personages de esta novela. ¡Qué bien caracterizada está Rita, primera figura de este sencillo cuadro!... ¡Qué verdad tienen los retratos del tío Pedro y de la viuda María!... ¡Qué noble es la figura de Ana!... Hasta el perro Melampo, y el naranjo del patinillo interesan y conmueven!...

Los lances están imaginados con gran verdad y sencillez, y tan bien trabados, que llevan al lector hasta el desenlace, sin la menor violencia, y sin que decaiga ni un momento el interés. ¡Qué natural y bien preparada está la vuelta de Ventura al hogar paterno! ¡Qué bien imaginada y qué bien descrita está la sorpresa de los amantes en el lavadero! ¡Cuán solemne y grave es la entrevista de la suegra y de la nuera, en que aquélla lleva su prudencia hasta la abnegación, y ésta su desenvoltura hasta la desvergüenza!

Los diálogos son admirables, y la oportunidad con que en ellos se ingieren copias vulgares, inocentes preocupaciones piadosas de nuestro pueblo, sentimientos religiosos, que son, o a lo menos eran, su consuelo en los contratiempos y adversidades, y modismos comunes, y frases pintorescas y sentenciosas, que andan aún en boca de la gente humilde de Andalucía, le dan una verdad y un encanto inesplicables.

Acaso nos hemos detenido demasiado en el examen de esta novela, esponiéndonos tal vez a privar a los lectores del placer de la sorpresa, y del que les causa siempre el formar por sí mismos el juicio que les inspira la lectura. Pero hemos preferido hablar sólo de la obra cuyo prólogo escribimos, a tomar éste por pretesto, como es la moda del día, para lucir erudición, disertando sobre el género, recitar su historia, perderse en disquisiciones filosóficas sobre su origen, su influencia, sus diferentes modificaciones, citar y juzgar a los escritores que en él han sobresalido, y después de tan largo y pomposo discurso concluyendo con alguna frase benévola, o con una ligera aplicación de las doctrinas magistralmente eruditas a la obra prologuizada.

Concluiremos, pues, felicitando cordialmente a Fernán Caballero por haber escrito esta novela, que en nuestro sentir es digna de la atención pública, y muy notable, tanto por su argumento y por su ejecución, cuanto por el espíritu verdaderamente español y religioso que reina en toda ella, ofreciendo una lectura entretenida y provechosa, que arranca muy a menudo lágrimas de compasión y de ternura: lágrimas que al humedecer suavemente las mejillas, no dejan seco y árido el corazón.

Madrid 5 de mayo de 1856

El Duque de Rivas




ArribaAbajoUna palabra al lector

El argumento de esta novela, que hemos anunciado como destinada exclusivamente a pintar al pueblo, es un hecho real, y su relación exacta en lo principal, hasta el punto de haber conservado las mismas espresiones que gastaron los que en ella figuran, sin más que haber quitado a alguna que otra su crudeza. También se ha trasladado la acción a una época anterior a la en que tuvo lugar, y se ha añadido algo al principio y al fin.

No se nos oculta que, con los elementos que presta el asunto, se hubiera podido sacar más partido literario, tratándolo con el énfasis clásico, el rico colorido romántico o la estética romancesca.

Pero como no aspiramos a causar efecto, sino a pintar las cosas del pueblo tales cuales son, no hemos querido separamos en un ápice de la naturalidad y de la verdad. El lenguaje, salvo aspirar las h, y suprimir las d, es el de las gentes de campo andaluzas, así como lo son sus ideas, sentimientos y costumbres.

Muchos años de un estudio hecho con constancia y con amore, nos permiten asegurar a todo el que disputase lo contrario, que no está tan enterado en el particular como lo estamos nosotros.






ArribaAbajoParte primera


ArribaAbajoCapítulo I

Siguiendo la curva que forman las viejas murallas de Sevilla, ciñéndola cual faja de piedra, al dejar a la derecha el río y las Delicias, se encuentra la puerta de San Fernando.

Desde esa puerta se estiende en línea recta sobre la llanura, hasta la base del cerro llamado Buena-Vista, un camino que pasa sobre un puente de piedra el riachuelo Tagarete, y sube la cuesta bastante pendiente del cerro, en cuya cima se hallan las ruinas de una capilla.

Al contemplar ese camino a vista de pájaro parece que es un brazo que estiende Sevilla hacia aquellas ruinas, levantándole en alto como para llamar la atención sobre ellas, porque esas ruinas, aunque pequeñas y sin vestigio de mérito artístico, son un recuerdo religioso e histórico, son una herencia del gran rey Femando III, cuya memoria es tan popular, que se le admira como héroe, que se le venera como Santo, que se le ama como Rey, realizando así esa gran figura histórica el ideal del pueblo español.

Después de subida la altura, el camino la vuelve a bajar por el lado opuesto, y llega a un vallecito por el cual pasa un arroyuelo.

Ha lavado éste tan primorosamente su cauce, que sólo se compone de brillantes guijarros y dorada arena.

Después de vadearlo el camino, sonríe a su derecha a una alegre y hospitalaria ventecilla, y saluda a su izquierda a un castillo moruno, que se asienta altivo sobre una eminencia, pues no parece sino que el suelo se ha alzado para formarle su pedestal.

Este castillo fue dado por don Pedro de Castilla a su bella y célebre querida doña María de Padilla, cuyo nombre conserva.

La hacienda y castillo de Doña María pasó andando el tiempo, sin duda por alguna donación piadosa, a la catedral de Sevilla, cuyo cabildo la vendió en nuestros días a un caballero particular. Este pagó los buenos pastos y los hermosos olivos gordales de Doña María: los recuerdos no entraron en cuenta, puesto que de ahí a poco apareció la vieja, arrugada y mustia Doña María, vestida de blanquísima cal, engalanada con ribetes verdes y brillantes de cristal; pulida, aderezada como niña presumida, a punto de que entre los campesinos estáticos cundió la voz de que la bella pecadora, la hermosa amancebada, había sin duda espiado por quinientos años de purgatorio su escandalosa vida, y había entrado en gracia. Aquellos que aman los antiguos recuerdos y la bella y solemne librea del tiempo, gimieron y se lamentaron cual si se hubiese profanado una tumba.

Mas prosigamos la marcha del camino que adelanta, abriéndose paso por entre los palmitos y las carrascas de una dehesa, hasta penetrar en el lugar de Dos-Hermanas, que se halla sentado en un llano arenoso, a dos leguas de Sevilla.

Para hacer de este pueblo, que tiene la fama de ser muy feo, un lugar pintoresco y vistoso, sería preciso tener una imaginación que mintiese y crease, y la persona que aquí lo describe, sólo pinta.

En él no se ven, ni río, ni lago, ni umbrosos árboles; tampoco casitas campestres con verdes celosías, merenderos cubiertos de enredaderas, ni pavos reales y gallinas de Guinea, picoteando el verde césped; ni bellas calles de árboles formadas en líneas rectas, como esclavos sosteniendo quitasoles, para proporcionar sombras constantes a los que pasean. Todo esto le falta. Triste es tener que confesarlo!... Es allí todo rústico, tosco y sin elegancia. Pero en cambio, encontraréis buenos y alegres rostros, que os mostrarán que maldita la falta que hace todo aquello para ser feliz. Hallaréis además en los patios de las casas, flores; y a sus puertas robustos y alegres chiquillos, más numerosos aun que las flores; hallaréis la suave paz del campo, que se forma del silencio y de la soledad, una atmósfera de Edén, un cielo de paraíso. Estas son las ventajas de que goza. Bien compensan las otras.

El pueblo se compone de algunas calles anchas, formadas por casas de un solo piso, labradas en cansadas líneas rectas sin ser paralelas, que desembocan en una gran plaza arenisca, estendida como una alfombra amarilla ante una hermosa iglesia, que levanta su alta torre coronada de una cruz, como un soldado su estandarte.

A espaldas de la iglesia encontraréis el oasis de este estéril conjunto. Apoyada en el muro de detrás de la iglesia, se halla una gran puerta que da entrada a un vasto y dilatado patio, que precede a la capilla de Santa Ana, patrona del lugar: junto a la capilla, apoyada en ella, está la pequeña y humilde casita de su guarda, que es a la vez cantor y sacristán de la iglesia. En el patio veréis cipreses centenarios, sombríos y reconcentrados; el alegre y, loco paraíso, de tan ligera madera, creciendo pronto, prodigando al viento sus hojas y flores y fragancias, porque sabe que su vida es corta; ¡el naranjo, ese gran señor, ese hijo predilecto del suelo de Andalucía, al que se le hace la vida tan dulce y tan larga! Veréis una parra, que cual el niño, necesita de la ayuda del hombre para medrar y subir, y que estiende sus anchas hojas, como acariciando el emparrado que la sostiene; porque es cierto que también las plantas tienen su carácter, del que se reciben diversas impresiones. ¿Se puede acaso mirar un ciprés sin respeto, un paraíso sin cariño, un naranjo sin admiración? ¿No imprime la alhucema la idea y el gusto de un interior aseado y pacífico? El romero, perfume de Noche-Buena, ¿no engendra acaso sus buenos y santos pensamientos?

A derecha e izquierda del lugar se estienden aquellos interminables olivares, que son el gran ramo de la agricultura de Andalucía. Estos árboles están plantados a distancia unos de otros, lo que hace alegres estos bosques: pero su suelo, nivelado y limpio por el arado, los hace cansadamente monótonos. De trecho en trecho se encuentra el caserío de la hacienda a que respectivamente pertenecen. Están estas labradas sin gusto ni simetría, y se les da vuelta sin atinar a descubrir la fachada. Nada tienen de grandioso estas grandes moles o fábricas, sino las torres de sus molinos, que descuellan entre los olivos, como para contarlos. Estas haciendas pertenecen en lo general a la aristocracia de Sevilla; pero por lo regular no son habitadas, por no gustar las señoras del campo; por lo tanto, están descuidadas y vacías cual graneros. Así es, que en esos parages aislados y solitarios, el silencio no es interrumpido sino por el canto del gallo, que vigilante guarda su serrallo, o por el rebuzno de algún burro viejo, que el capataz manda a paseo y que se aburre de su soledad.

No obstante, a la caída de una hermosa tarde de enero del año 1810, hubiese podido oírse la sonora y fresca voz de un joven como de veinte años, que con la escopeta al hombro, caminaba con paso firme y ligero por una de las veredas trazadas en los olivares. Su cuerpo, quebrado de cintura, era alto y airoso; su persona, sus ademanes, su modo de andar, tenían la soltura, la gracia, la elegancia, que el arte se esfuerza en crear, y que la naturaleza reparte a manos llenas a los andaluces. Llevaba alta y erguida una cabeza, coronada de rizos negros, modelo del bello tipo español. Sus grandes ojos negros eran vivos; su mirada firme y llena de inteligencia; su bien formado labio superior se alzaba con un gesto de alegre zumba, enseñando su blanca y brillante dentadura. Toda su gallarda persona respiraba una superabundancia de vida, de fuerza, de energía. Un botón de plata sujetaba sobre su cuello moreno su blanca camisa. Llevaba una chaqueta cortita de paño parda, calzones cortos de la misma tela. sujetos en la rodilla con cordones y borlas de seda: una faja de seda amarilla ceñía con varias vueltas su delgada cintura. Zapatos de vaca y polainas de lo mismo, finamente pespunteadas, calzaban sus bien formados pies y piernas: un sombrero de ancha ala, llamado calañés o portugués, guarnecido y adornado de terciopelo y de borlas de seda, airosamente inclinado hacia el lado izquierdo, completaba el elegante traje andaluz.

Ese joven, conocido por su índole activa, su genio arrojado y valiente, fue llamado por el capataz de una de las haciendas mencionadas, para ser guarda mientras se hacía la cogida de la aceituna. Iba cantando:


   Cuando voy a la casa
De mi María,
Se me hace cuesta abajo
La cuesta arriba.
    Y cuando salgo,
Se me hace cuesta arriba
La cuesta abajo.

Al llegar a un vallado, que cercaba el olivar, el guarda, sin pararse a buscar un portillo, saltó por encima, y se halló en un camino, frente a frente de otro muchacho poco mayor que él, que también se dirigía al lugar como el primero. Vestía éste el mismo traje que aquél; pero era menos alto y menos erguida su persona. Sus ojos pardos eran menos vivos, y más tranquila su mirada; su boca más grave, y su sonrisa más dulce. En lugar de escopeta llevaba una azada al hombro; precedíale una burra, a la cual no arreaba, y le seguía un enorme perro de pelo espeso y corto, de un blanco amarillento, perteneciente a la hermosa casta de perros de ganado de Estremadura.

-¡Hola! ¿eres tú, Perico? Dios te guarde, dijo el apuesto guarda.

-Y a ti también, Ventura, respondió el otro, ¿vienes a holgar?

-No, respondió Ventura, que vengo por avíos. Además hay ocho días...

-¿Que no ves a mi hermana Elvira? interrumpió Perico con su dulce sonrisa. Bueno, amigo, de un avío dos mandados.

-Callar y callaremos, Perico; que el que tiene tejado de vidrio, no tire piedras al del vecino, respondió el guarda.

-¡Dichoso tú, Ventura, prosiguió Perico suspirando, que te podrás casar cuando quieras, sin que nada a ello se oponga!

-¿Y qué? preguntó Ventura; ¿quién o qué cosa se podría oponer a que te casases tu?

-La voluntad de mi madre, respondió Perico.

-¿Qué me dices? esclamó Ventura; ¿y por qué es eso? ¿qué falta tiene que ponerle a Rita, que es joven, bien parecida y de buena gente, pues es prima tuya?

-Cabalmente esa es la razón que su merced alega para no ser gustosa.

-Escrúpulos de vieja: ¿quiere su merced enmendarle la plana a la Iglesia que lo otorga?

-No son, respondió Perico, escrúpulos religiosos los que tiene mi madre: dice que enlaces tan cercanos repugnan a la naturaleza; que una misma sangre se rechaza y no se goza, porque tarde o temprano les persiguen y alcanzan males, desgracias y desavenencias. Cuenta de esto cien ejemplos.

-No le hagas caso, dijo Ventura; déjala anunciar y cantar males, como una lechuza. Siempre han de tener las madres alguna cosa que oponer a los casamientos de los hijos.

-No, respondió Perico con gravedad; no, sin el consentimiento de mi madre no me casaré nunca.

Anduvieron algunos instantes en silencio; al cabo de los cuales dijo Ventura:

-Ello es que yo soy como el patrón araña, que embarcaba la gente y se quedaba en tierra, o como el predicador que decía: haced lo que os digo, y no lo que hago. Pues acaso, ¿no me tiene a mí la voluntad de mi padre sujeto como a un león una cuerda de lana? Porque, ¿crees tú, Perico, que si no fuese por mi padre, que no quiere, no estaría yo a estas horas en Utrera, en donde se alista ese escuadrón de voluntarios para ir a batirse contra los traidores infames, que se nos cuelan por las puertas como amigos, para hacerse dueños del país e imponemos el yugo estrangero? ¿Sabes, Perico, que lo que acá hacemos viendo marchar los otros y quedándonos, es de malos españoles y de cobardes?

-Eso mismo pienso yo, respondió Perico; pero ¿cómo dejo yo a mí madre y a mi hermana, que no tienen sino a mí a quien volver la cara? Pero ten tú entendido que si mi madre se emperra en no dejarme casar, no he de poder vivir así, y me voy con los demás mozos. Estoy resuelto.

-Y bien que harás, dijo con espresión Ventura. Por mí, el día menos pensado, por más que me llamen, no contestaré. Aquel día, créelo, Perico, habrá algunos franceses de menos sobre el suelo de España.

-¿Y Elvira? preguntó Perico.

- Hará como las otras. Me aguardará... o me llorará.

-Había llegado.




ArribaAbajoCapítulo II

La casa de la familia de Perico era espaciosa y estaba primorosamente blanqueada por dentro y por fuera; a cada lado de la puerta tenía apoyando en la pared un banco de cal y canto. En la casa-puerta pendía un farol ante una imagen del Señor, que se hallaba colocada sobre el portón, según lo exije la católica costumbre de hacer preceder a todo un pensamiento religioso, y ponerlo todo bajo un santo patrocinio. En medio del espacioso patio se alzaba frondoso sobre su robusto y pulido tronco, un enorme naranjo. Un arriate circular protegía su base como una coraza. Desde infinidad de generaciones había sido este hermoso árbol un manantial de goces para esta familia. El difunto Juan Alvareda, padre de Perico, tenía la pretensión tradicional de hacer remontar su existencia a la época de la espulsión de los moros, después de la cual, según su aserto, lo había plantado un Alvareda, soldado que fue del Santo Rey Fernando; y cuando el cura, hermano de su mujer, le embromaba y daba calma sobre la antigüedad y no interrumpida filiación de su linage, respondía sin alterarse y sin que vacilase su convicción ni un instante. que todos los linajes del mundo eran antiguos, y que bien podía estinguirse la filiación o sucesión directa de los ricos; pero que semejante cosa jamás sucedía con los pobres.

Las mujeres de esta familia hacían de las hojas del naranjo cocimientos tónicos para el estómago y calmantes para los nervios. Las muchachas se adornaban con sus flores y hacían de ellas dulce. Los chiquillos regalaban su paladar y refrescaban su sangre con sus frutas. Los pájaros tenían entre sus hojas su cuartel general, y le cantaban mil alegres canciones, mientras que sus dueños, que habían crecido a su sombra, le regaban en verano sin descanso, y en invierno le arrancaban las ramitas secas, como se arrancan las canas a la cabeza querida de un padre, que no se quisiera jamás ver envejecer.

A derecha e izquierda de la puerta de entrada había dos habitaciones o partidos, según la espresión de la tierra, iguales, consistiendo en una sala, que tenía dos ventanitas con reja a la calle, y dos alcobitas formando ángulo con la sala, y tomando luz del patio. En el fondo de éste se encontraba una puerta que daba a un corral muy grande, en el que se hallaban la cocina, el lavadero, las cuadras, y que ostentaba en su centro una grande higuera, con tan pocas pretensiones y amor propio, que se prestaba sin murmurar a ser de noche el lugar de descanso de las gallinas, sin haber una vez siquiera doblegado sus ramas bajo aquel peso incómodo, ni aun para darles un chasco por carnaval.

Tres años hacía que había muerto el dueño de la casa. Cuando sintió su fin acercarse, llamó a su hijo Perico y le dijo: «A tu cargo quedan tu madre y hermana; vela sobre la una y guíala; déjate guiar por la otra. Siempre viví en el santo temor de Dios, y pensé en la muerte; así la veo llegar sin espanto y sin sorpresa. Acuérdate de mi muerte para no temerla; todos los Alvaredas han sido hombres de bien; en tus venas corre la misma sangre española, y en tu corazón viven los mismos principios católicos que los hicieron tales. Sé cual ellos, y vivirás dichoso y morirás tranquilo».

Ana, su viuda, era una mujer distinguida en su esfera, y lo hubiese sido igualmente en otra más elevada. Criada por su hermano, que era cura, su entendimiento era culto, su carácter grave, sus maneras dignas, su virtud instintiva. Estos méritos, unidos a su posición acomodada, le daban una superioridad real sobre todos los que la rodeaban, que admitía sin abusar de ella. Su hijo Perico, sumiso, modesto, laborioso, había sido su consuelo, no habiéndole dado jamás otro disgusto que el que le causaba su amor hacia su prima Rita.

Su hija Elvira, tres años más joven que su hermano, era una malva en su dulzura, una violeta en su modestia, una azucena en su pureza. Su niñez había sido enfermiza, lo cual había impreso en su semblante, muy parecido al de su hermano, una palidez y una espresión de calma resignada, que le prestaban singular atractivo. Desde su infancia se había apegado a Ventura, el bello y arrogante hijo del vecino Pedro, amigo y compadre del difunto Juan Alvareda.

La mujer de Pedro había muerto al dar a luz una hija, que desde entonces fue confiada por su padre a una religiosa de Alcalá, hermana de la difunta. Separado así de su hija, Pedro había concentrado todo su querer sobre su hijo Ventura, le había visto con gozo y orgullo hacerse el más bello, el más valiente, el más gallardo de los mozos del lugar.

Frente por frente de la casa de los Alvaredas, estaba situada la pequeña casa de María, la madre de Rita. María era viuda de un hermano de Ana, que había sido capataz de la vecina hacienda de Quintos. Era esta mujer tan buena, tan sin hiel, tan cándida y sencilla, que no tuvo jamás carácter y vigor suficiente para doblegar la condición altiva, áspera y decidida que su hija Rita mostró desde niña: estas malas cualidades se habían, pues, desarrollado sin trabas. Era su carácter violento, sus impresiones fogosas y su corazón frío. Su cara, estraordinariamente bonita, y seductoramente espresiva, picante, viva, sonrosada y burlona, formaba un perfecto contraste con la de su prima Elvira, pudiéndose comparar la una a una fresca rosa armada de sus espinas; la otra a una de esas rosas de pasión, que elevan sobre sus pálidas hojas una corona de espinas como muestra de padecimiento, y esconden en el fondo de su cáliz una miel tan dulce.

En la pintura y clasificación de los miembros que componían esta familia y sus allegados, no podemos omitir a Melampo, el perro que ya hemos visto seguir cachazudamente a Perico a su regreso. Debemos darle su lugar, pues no todos los perros son iguales, ni ante la ley. Melampo era un perro honrado y grave, sin pretensiones, ni aun a las de perro Hércules o Alcides, a pesar de sus enormes fuerzas. Ladraba rara vez, y jamás sin causa motivada: era sobrio y nada goloso. No acariciaba a sus amos; pero jamás ni por ningún motivo se separaba de ellos. En toda su vida había mordido a nadie. Despreciaba altamente los ataques de los gozquecillos que ladraban tras él a su paso con estúpida hostilidad; pero Melampo había matado seis zorros, tres lobos y un día se echó sobre un toro que perseguía a su amo, y lo paró cogiéndolo por una oreja, como a un niño atrevido. Con tales hojas de servicio, dormía Melampo tranquilamente al sol sobre sus laureles.




ArribaAbajoCapítulo III

Cuando los dos mozos llegaron, encontraron a Elvira y Rita apoyadas cada cual en un quicio de la puerta. Estaban envueltas en sus mantillas de bayeta amarilla, guarnecidas de un ribete de terciopelo negro que gastaban entonces las mujeres del pueblo, en lugar del pañolón que gastan hoy día. Cubríanse la parte baja de la cara, de manera que no dejaban fuera más que la frente y los ojos.

Después de haberle dado las buenas noches, le dijo Perico a su hermana:

-Elvira, mira que este pájaro se quiere volar; cierra bien la jaula... mira que se está deshaciendo por irle al encuentro a esos gabachos que se nos quieren colar como Pedro por su casa.

-Pues si dicen, añadió Ventura, que se vienen acercando a Sevilla. ¿Y hemos de estar viéndolo con los brazos cruzados y sin decir esta boca es mía?

- ¡Ay Jesús! esclamó Elvira. ¡Espero en Dios que eso no sucederá! ¡No me lo digas siquiera! ¡Ay! patrona mía Santa Ana, si nos libras de esta desgracia, te ofrezco lo que más quiero, mi cabello, que en una trenza colgaría en tu altar con un moño color de cielo.

-Pues yo, dijo Rita, la ofrezco a la Santa dos macetas de claveles para adornar su capilla en su fiesta, si caen las pesas de modo que os larguéis pronto y volváis despacio.

-No digas eso ni en chanza, esclamó apurada Elvira.

-Anda, déjala que diga. A bien que la Santa ha de preferir la hermosa trenza de tus cabellos a sus macetas, observó Ventura.

En este momento llegaba la buena vieja María. María era mayor que su cuñada, y aunque apenas contaba sesenta años, lo pequeña y delgada que era, y lo pronto que envejecen las mujeres del pueblo, la hacía aparecer mucho más vieja. Envolvía su exigua persona en su mantilla de bayeta color de castaña, y tiritaba.

-Hijos, esclamó al verlos parados a la puerta de la calle: la noche mata al día; ¿qué hacéis aquí sino helaros?

-¡Qué helarnos! respondió Ventura desabrochando el botón de su camisa: tengo calor: el frío está en vuestros huesos, tía María.

-No juegues con la salud, hijo, repuso la buena mujer, ni fíes en tus pocos años, porque la muerte no mira la fe de bautismo. Este viento norte es un cuchillo, y os digo que más pronto habéis de atrapar aquí una pulmonía. que una herencia de Indias.

Así diciéndole, entró en la casa; los demás la siguieron, menos Ventura que fue a evacuar sus encargos.

Hallaron a Ana sentada a la copa, punto de reunión, al cual se rodean las familias en invierno. La gran sartenaja de cobre brillaba como oro sobre su baja tarima de madera. La sala era espaciosa; su suelo estaba cubierto de esteras y redondeles felpudos. A su rededor había sillas toscas de anea, bajas de asiento, de alto espaldar. Una mesa de pino baja, sobre la que ardía un gran velón de metal, y un sillón de cuero, como se ven en las barberías de lugar, completaban el sencillo mueblaje de esta sala. En la alcoba se veían una cama muy alta, cubierta de su colcha blanca con muy almidonados faraláes; un arca muy grande de cedro, con sus banquillos para preservarla de la humedad del suelo; una mesita de la misma madera, sobre la cual estaba, en su urna de caoba y cristales, una hermosa imagen de Nuestra Señora de los Dolores; algunas novenas; y la Guirnalda Mística o Vida de los santos, del Padre Baltasar Bosch Centellas.

Luego que todos se hubieron reunido, incluso el compadre de Ana, Pedro, ésta se puso a rezar, el rosario. Concluido que hubieron de rezar, Ana tomó su huso y se puso a hilar: Elvira a hacer calceta: Pedro, que ocupaba el sillón, se puso a picar un cigarro: Perico a asar sobre la lumbre castañas y bellotas, que daba a Rita después de asadas; ésta se las comía; y María siguió rezando en voz baja, dando de vez en vez una cabezada para saludar a Morfeo.

-Vaya, dijo Perico, si está retirada el agua; la tierra es una roca, y el cielo un bronce. Antaño por este tiempo, había llovido tanto que no se veía la tierra: tanta era la yerba que la cubría.

-Así es; respondió Pedro. Ogaño el ganado se muere de hambre; no que antaño por todas partes tenía la mesa puesta.

-Me quiere parecer, añadió Elvira con su suave voz, que va a llover pronto. Hoy tenía el río su ceja negra, y estas cejas son, al decir de los viejos, tormentas que duermen, y que si las despiertan los vientos, inundan al mundo.

-Sí que va a llover, dijo Rita. Esta noche vi la estrella del agua, que trae la tempestad por farol.

-Va a llover, confirmó María, sacada de su sueño por la voz clara y recia de su hija: mis dolores de reumatismo me lo anuncian. ¡Ya! vientos y agua son la fruta del tiempo; y falta que hacía. No lo siento sino por los infelices de los ganaderos y pastores, que pasan tales noches en el mesón de la Estrella.

-No os apuréis por ellos, María (dijo el jovial tío Pedro, que en todas ocasiones tenía un dicho, un refrán, un cuento o una chilindrina a mano que sacar en apoyo de lo que decían) en este mundo todo es acostumbrarse, y lo que a uno le parece mal, a otro le parece bien. La costumbre todo lo allana como la mar, y todo lo dora como el sol. Un pastor se casó con una muchacha como una rosa; quiso la casualidad que la noche de la boda se levantase un temporal de todos los demonios, con truenos y relámpagos, huracán y diluvio. Al pastor no se lo pudo sufrir el corazón; dejó plantada la novia, se echó de la cama abajo, corrió a la ventana que abrió, y se puso a gritar: ¡Ah noche de Dios, que no te gozo!

-Buena era la moza para encelar a la novia, dijo Rita riendo a carcajadas.

Las ocho sonaron; rezaron las ánimas, y poco después se separaron.

Cuando quedaron solos la madre y los hijos, Elvira estendió sobre la mesa un mantelito muy limpio y colocó sobre ella una fuente con ensalada.

Ana y su hija se pusieron a cenar; pero Perico permaneció sentado, inclinada la cabeza sobre el brasero, y revolviendo distraídamente con la badila algunas brasas que aún ardían entre las cenizas.

-¿No quieres cenar, Perico? le dijo su hermana alargándole el hermoso pan blanco que ella misma había amasado.

-No tengo hambre, contestó éste sin levantar la cabeza.

-¿Estás malo, hijo? preguntó Ana.

-No señora, madre, le contestó.

La cena se acabó en silencio, y cuando Elvira hubo salido llevándose los platos, dijo Perico de repente a su madre:

-Madre, mañana me voy a Utrera a alistarme entre los leales españoles que van a defender su tierra.

Ana quedó aterrada. Acostumbrada a la dócil obediencia de su hijo, que nunca se había desmentido, le dijo:

-¿A la guerra? Eso es decir que quieres abandonarnos. Pero eso no puede ser; tú no puedes, tú no debes abandonar a tu madre y a tu hermana; no lo consentiré yo.

-Madre, dijo el muchacho exasperado; está visto que habéis de oponer siempre una barrera a todos mis deseos. Entrabáis mi voluntad, y ahora queréis sujetar mi brazo. No hacéis sino poner barrancos en mi senda: pero madre, prosiguió animándose movido por los dos móviles grandes que rigen al hombre, el patriotismo en toda su pureza, el amor en toda su lozanía; ¡madre! Tengo veinte y dos años cumplidos, y por lo tanto la fuerza y la voluntad suficientes para saltar por cima, si a ello me forzáis.

Ana, tan sorprendida como asustada, cruzó con angustia sus manos frías y trémulas, y esclamó:

-¡Qué! ¿no hay alternativa entre un casamiento que te hará infeliz, y la guerra que te costará la vida?

-Ninguna, madre, dijo Perico, a quien el temor de sucumbir en la entablada lucha sacaba de su carácter, y hacía duro. O me quedo para casarme, o parto para cumplir con el deber de todo mozo español.

-Cásate pues, dijo la madre en voz grave; entre dos desgracias elijo la que menos aprieta; pero acuérdate, Perico, de lo que hoy te dice tu madre: Rita es vana, ligera, cristiana fría e hija ingrata. La que es mala hija es mala casada. Vuestra sangre se rechaza: te acordarás de cuanto te dice ahora tu madre; pero será tarde.

Al decir estas palabras, la noble mujer, a quien ahogaban sus lágrimas, se entró en su alcoba para ocultárselas a su hijo.

Perico, que amaba a su madre con tanta ternura como veneración, hizo un movimiento como para retenerla: quiso hablar; pero su timidez, unida a la turbación en que estaba, embotaron sus facultades; no halló voces, quedóse un instante indeciso. En seguida se levantó bruscamente, se pasó la mano por su frente húmeda, y salió.

Durante este tiempo, Rita, que aguardaba en vano a Perico en su reja, estaba impaciente e inquieta.

-¿Esas tenemos? dijo al fin cerrando con corage la puerta de madera: ahora puedes venir, que ya aguardarás por vida mía más tiempo del que he aguardado yo...

En este instante rodó una piedra al pie de la pared. Esta era la señal convenida entre ellos para anunciar la llegada de Perico.

-Ya puedes hacer rodar todos los chinos de Dos Hermanas sin que por eso se abra el postigo, dijo Rita para sí: ¿me tienes acaso aquí a tu voluntad y antojo como a tu burra vieja? De eso no ha de haber nada, hijo mío.

Un segundo chino vino a rebotar con más violencia que acostumbraba usar Perico, contra la pared.

-¡Hola! dijo Rita, parece que viene de priesa. Bueno es que sepa que el aguardar no sabe a caramelo... Lo que siento es que no lluevan chuzos. Mas después de un rato de reflexión añadió: si reñimos, la que se bañará en agua rosada es la mogigata de mi tía. En seguida le saca a bailar a Santa Marcela, la hija del tío Pedro, que guarda el viejo socarrón en el convento como una sardina en escabeche, para hacérsela tragar en la primera ocasión a su ahijado Perico. Pero no se mirarán en ese espejo, pues para hacerles la mamola...

Y abriendo de repente la ventana, acabó la frase.

-Aquí estoy yo... Oye, prosiguió con tono áspero, dirigiéndose a Perico; ¿tú has determinado echar la pared abajo? ¿A qué me despiertas? Cuando aguardo, me duermo; y cuando me duermo, maldita la gracia que me hace que me despierten. Así vuélvete por donde has venido, o por otro lado: lo mismo me da.

Hizo ademán de cerrar el postigo.

-¡Rita, Rita! dijo Perico con voz animada; he hablado a mi madre...

-¡Tú! dijo Rita, volviendo a abrir el entornado postigo. ¿Qué me dices? Este es otro milagro como el de la burra de Balaam. ¿Y qué te ha dicho esa mater no amabilis?

-Dice que sí, que me case, esclamó Perico lleno de júbilo.

-¿Que sí? preguntó Rita. ¡Válgame San Quilindón, las vueltas que da una llave! Vamos; que es de sabios mudar de parecer. Vaya, mañana iré a darle el pésame. ¿Qué fuera, Perico, que siguiendo los buenos ejemplos de tu madre, como me lo encarga la mía, mudase yo también de parecer y ahora dijese que no?

-¡Rita! ¡Rita! decía Perico enagenado; ¡vas a ser mi mujer!

-Eso está por ver, respondió Rita. Sobre que el no es como un duro, mientras más vueltas le doy, más bonito me parece.

Con estas y otras monadas borró Rita enteramente a Perico la solemne impresión que le habían causado las palabras de su madre.




ArribaAbajoCapítulo IV

A la mañana siguiente estaba Ana sentada triste y abatida, cuando vio entrar al tío Pedro.

-Comadre, dijo, aquí estoy yo porque he venido.

-Sea para bien, compadre.

-Pero he venido porque tengo que hablaros.

-Hablad, compadre, y, mientras más, mejor.

-Sabréis, comadre, que a ese remolino de Ventura se le ha metido en la chola de ir a que le agujereen el pellejo esos indinos franceses que maldiga Dios.

-¡Jesús! ¡Jesús! compadre; mate Vd. a un enemigo en buena guerra; pero no le maldiga. Perico también pensaba en eso. Es amargo, compadre, es cruel para nosotros; pero es natural.

-No digo que no, comadre (¡mala rabia mate a esos traidores!); pero al fin es mi único hijo, y no quisiera perderle, ni por la España entera. No he hallado sino un medio para sujetarlo, y os lo vengo a comunicar.

Diciendo estas palabras, Pedro se había sentado cómodamente en el gran sillón de cuero, recogiendo las puntas de su capa, acercando sus pies a la lumbre, colocándose a sus anchas con toda comodidad.

-Comadre, dijo al fin, con esa profusión de frases sinónimas de los habladores. Aborrezco los preámbulos que no sirven más que para gastar saliba. Las cosas se deben tratar con pocas palabras, y ésas claras. A dentro o a fuera; esa es la mía: lo que se puede decir en cinco minutos, ¿por qué se ha de decir en una hora?: lo que se puede hacer hoy, ¿porqué dejarlo para mañana? De todos los caminos el más corto es el mejor; pero vamos al caso, pues no me gustan los circunloquios ni...

-En verdad, compadre, dijo Ana interrumpiéndolo, dais lugar a que se crea lo contrario! Vamos al caso, que me tiene Vd. en suspenso desde que entró.

-¡Poco a poco! que no soy escopeta, respondió Pedro; hablando se entiende la gente; nadie nos corre. ¡Caramba, comadre, que es Vd. más viva que una centella y más súpita que una exhalación! Le decía, señora pólvora, que no he hallado sino un solo medio para sujetar ese cohete que se quiere disparar; ese medio, es dar un paso que tarde o temprano hubiera dado: en una palabra, y para acabar pronto, vengo a pediros a vuestra Elvira para mi Ventura, deseando que el yerno que la ofrezco sea tan de su agrado como del mío lo es la nuera que solicito.

Ana no trató de ocultar la satisfacción que le causaba un enlace tan conveniente y adecuado por todos estilos, que era previsto y tan deseado de los padres como de los hijos.

En seguida se pusieron a discutir las cláusulas del contrato, como gentes acomodadas que eran.

-Compadre, dijo Ana, sabéis tan bien como yo lo que tenemos; sólo se trata de hacer las particiones. La casa esta, siempre la ha llevado el hijo mayor. La viña le toca de derecho a Perico, porque la ha mejorado y plantado gran parte de nuevo. Mis vacas se las doy a él, pues me tiene que mantener mientras viva. La burra la necesita...

-¿Me quisiera Vd. decir, comadre de mis pecados, dijo Pedro interrumpiéndola, lo que le queda a Elvira? Pues según esas disposiciones, me parece que va a salir de vuestras manos como salió nuestra madre Eva (¡en descanso esté!) de las del Criador

-Elvira llevará el olivar, contestó Ana.

-¡Qué es una dote de princesa! esclamó el tío Pedro. ¡Vaya! ¡un olivar tamaño como un pañuelo, y que no da aceite ni para la lámpara del Santísimo!

-Daba hace veinte años más de cien arrobas, observó Ana.

-Comadre, dijo Pedro, lo que fue y no es, lo mismo que si no hubiera sido. Ahora veinte años se morían las muchachas por mí.

-Ahora cuarenta años, querréis decir, advirtió Ana.

-¡Qué menudita es Vd., comadre! prosiguió Pedro.

Vamos al caso. Al olivar le faltan más olivos que a San Pedro cabellos, y los que quedan están tan mustios, que parecen tenebrarios.

-Bien se nota, compadre, que hay mucho tiempo que no los habéis visto. Desde que sabe Perico que el olivar ha de ser para su hermana, están cuidados los árboles como rosal en maceta; cada olivo parece una plaza de armas. Llevará Elvira las tierras que lindan con él, y que beben del arroyo que las atraviesa.

-Y cate Vd., comadre, el porqué están tan secas y sedientas, pues que el arroyo está la mitad del año seco y la otra mitad sin agua. Vamos claro; que a mí me gusta el pan pan, y el vino vino. Ni quiero afrecho en aquél, ni agua en éste. Esas tierras, comadre, son pobres y haraganas, y no sirven sino para el revolcadero de un burro. Pero aquí que nadie nos oye, ¿no vendió Vd. antaño dos cochinos cebados, que pesaban cada uno quince arrobas? A peseta la libra, ajuste Vd.; cien fanegas de cebada a quince rs.; cien pellejos de vino y cincuenta de vinagre. Pues ese gato, que tendrá Vd. metido en el arca, sin respiración, ¿qué mejor ocasión para sacarlo a que le dé el aire? Cuando S. M. Carlos IV vino a Jerez, y vaya de cuento, le presentaron un rico vino; ¡pero qué vino, comadre! un poco mejor que el de la viña de Vd. S. M., que parece que lo entendía, celebró el vino a voces. Señor, dijo el alcalde, que no cabía en el pellejo de ancho (porque han de saber Vds. que los jerezanos están más envanecidos de su vino que yo de mi hijo); Señor, sepa V. R. M. que todavía lo tenemos mejor. ¿Sí? dijo el Rey, pues guardarlo para mejor ocasión. Así, comadre, esta carta te escribo; aplique Vd. el cuento.

-Pues, es claro, compadre, que todo ese dinero y algo más lo tengo yo ahorrado y junto para la hija de mi corazón, respondió Ana.

-¡Eso se llama hablar! esclamó Pedro alegremente. Comadre, a fe mía que vale Vd. un Perú. Por lo que toca a mi Ventura, todo lo que tengo le pertenece, puesto que Marcela quiere profesar. Y mire Vd. que no está descamisado: lleva mi casa...

-Que es un chiribitil, dijo Ana.

-Mis burras...

-Que son viejas, dijo Ana.

-Mis cabras...

-Que os cuestan más en multas, tan ladronas son, que os retribuyen con la leche, los quesos y los cabritos.

-Y mi huerta, prosiguió Pedro, sin responder a las chanzas de Ana, con las que se vengaba de las suyas.

Así discutiendo, arreglaron las bases del contrato, quedando antes como después, los mejores amigos del mundo.

Cuando Pedro se hubo ido, se puso Ana su mantilla de bayeta, y comprimiendo su dolor y sobreponiéndose a su violenta repulsa, se fue en casa de María.

María, que profesaba a su cuñada, que la hacía mucho bien, tanto cariño como gratitud, tanto respeto como admiración, la recibió con una alegría espansiva.

-¡Dichosos los ojos que te ven en esta casa! esclamó al verla entrar: hermana, ¿qué buen pensamiento te ha traído por acá?

En seguida se apresuró a presentar una silla a su huéspeda.

Ana se sentó, y le manifestó el objeto de su visita.

Esta proposición llenó a tal punto de júbilo a la pobre viuda, que no hallaba voces con que espresarlo.

-¡Ay! hermana mía, esclamaba en frases entrecortadas: ¡qué dicha! ¡Perico! ¡hijo de mi corazón! ¡a San Antonio le debo esta suerte!: y tú, Ana, ¿estás satisfecha? Mira, hermana: Rita, aunque caridelanterilla, en el fondo es una buena muchacha: voluntariosilla; pero, mira hermana, yo me tengo la culpa. Si yo la hubiese criado tan bien como tú a Elvira, otra cosa sería. Ya verás: ligerilla es; pero con los años y el estado sentará. Todas esas son cosas de mis mimos y de los pocos años. Rita, Rita, gritó: acude, corre, aquí está tu tía: ¿qué digo yo? tu Madre, pues quiere serlo, casándote con su hijo.

Rita entró con el aplomo de un banquero y la calma de un diplomático.

-¿Qué dices, hija? le gritó la madre enagenada.

-Que lo sabía, respondió Rita.

-Vaya, le dijo su madre a media voz, que estás más caripareja que una duca, y más fresca que una lechuga.

-Y qué quiere Vd., ¿que me ponga a bailar el fandango porque me voy a casar? respondió Rita en alta voz.

Ana se levantó y salió.

María, a lo sumo mortificada con la desabrida conducta de su hija, acompañó a su cuñada hasta la calle, prodigándole mil espresiones de gratitud y cariño.




ArribaAbajoCapítulo V

Hacíanse los preparativos de las bodas. Las de Elvira y Ventura debían celebrarse antes que las de Rita y Perico, pues no tenían que esperar la dispensa de Roma.

Pedro quiso que su hija Marcela asistiese a la boda de su hermano antes de empezar su noviciado, y determinó ir por ella a Alcalá. María, que tenía allí una deuda que cobrar, y necesitando en esta ocasión de todos sus fondos, aprovechó la ida de su antiguo amigo, para ir acompañada.

La anciana pareja, montada en sus respectivas burras, emprendió su viaje, santiguándose y haciendo la buena cristiana una oración al santo arcángel San Rafael, patrón de los caminantes desde Tobías hasta María.

María, cómodamente sentada sobre las almohadas en sus jamugas, llevaba unas anchas enaguas de indiana, plegadas alrededor de su cintura, y un jubón de lana negro, cuyas mangas ajustadas se cerraban en la muñeca con una hilera de botones de plata. Al cuello un pañuelo de muselina blanca, recogido cerca de la nuca con un alfiler, para que no se rozara con el cabello, de suerte que parecía un figurín anticipado de la moda que había de regir treinta años después a las elegantes. Su cabeza la cubría un pañolito, cuyos picos venían a atarse por debajo de su barba1.

Pedro llevaba con corta diferencia el traje que hemos descrito ya, hablando de su hijo: sólo que el paño era más basto, la faja de lana negra, como viudo que era, todo el vestido más holgado, y que el sombrero, sin adornos y más ancho de ala, lo llevaba derecho y no garbosamente inclinado a un lado como su hijo.

-¡Es un día de flores! dijo María cuando se hallaron en descampado; los campos se están riendo: no parece sino que el sol les dice «alegraos».

-Sí, contestó Pedro; el rubio se ha lavado la cara, y ha afilado sus rayos, que pican como alfileres.

Sacó una bolsa de tabaco, hecha de piel de conejo, y se puso a hacer un cigarro.

-María, dijo Pedro cuando hubo concluido de hacerlo; yo estoy para mí que se ha de volver usted de Alcalá con las manos tan vacías como las lleva para allá. Pero, cristiana, ¿quién demonios la tentó a Vd. a prestar dinero a ese perdido? ¿No sabía Vd. que no tenía sobre qué caerse muerto y no contaba sino con una ración de hambre y otra de necesidad?

-Pero, Pedro, contestó María; cuando se presta es a los. pobres: los ricos no lo necesitan; además era amigo.

-¿Y no sabe Vd., inocentona, que el que presta a un amigo, pierde el dinero y el amigo? Pero Vd., María, siempre está en Belén. Lo que yo le digo a usted es que ese hombre le pagará en tres plazos, tarde, mal y nunca.

-Siempre piensa Vd. lo peor, Pedro.

-El caso es que acierto, por aquello de: piensa mal y acertarás, dijo el viejo marrullero.

Poco después se puso a canturrear un romance, cuyo interminable testo era el siguiente:


Las dos de la noche eran
Cuando sentí ruido en casa:
Subo la escalera ansioso,
Saco la brillante espada;
Toda la casa registro
Y en ella no encuentro nada;
Y por ser cosa curiosa,
Voy a volver a contarla.
Las dos de la noche eran... etc.

María nada decía, ni pensaba mucho más; mecida por el paso suave de su cabalgadura, abandonándose a la galbana que inoculaba el hermoso día de primavera, se iba durmiendo.

A medio camino se hallaba una venta. Cuando llegaron, estaban algunos soldados tirados sobre los bancos de ladrillo, que a ambos lados de la puerta se hallaban bajo el cobertizo. Desde que vieron acercarse nuestra pareja, empezaron a acribillarla de dichos, provocaciones burlescas y zumbas, las que tan usuales son en el pueblo, y en particular entre los soldados.

-¡Tío! ¿dónde va Vd. con esa cuaresma? decía el uno.

-¡Tía! decía el otro, ¿está todavía en pié la iglesia en que os bautizaron?

-¡Tía! decía el otro, ¿se acuerda todavía su mercé de la noche de novios?

-¡Tío! preguntaba el cuarto, ¿va Vd. a Alcalá a tomarse los dichos con esa mocita?

-No (respondió Pedro apeándose con cachaza de su burra); que para eso aguardo mi mayor edad y que la niña acabe de crecer.

-¡Tía! prosiguieron los soldados, ¿quiere Vd. que le ayudemos a apearse de ese potro de regalo?

-Eso es lo mejor que podéis hacer, hijos míos, respondió la buena mujer.

Los soldados se acercaron y la ayudaron a bajar de un modo atento y bondadoso.

Pedro se encontró en la venta con unos cuantos conocidos, que le convidaron tan luego a beber. Él no se hizo de rogar, y dijo después de haber bebido.

-Ahora me toca a mí convidar, después de haber sido el convidado. Ustedes, amigos, y esos caballeros que no conozco sino para servirlos, me harán el favor de beberse un vasito de anisete a mi salud.

-Tío Pedro, dijo un joven arriero de Dos-Hermanas, cuéntenos Vd. algo, que yo cuidaré entre tanto de que su vaso esté siempre lleno, para que no se le seque la garganta.

- ¡Ay Jesús! esclamó la Tía María, que después de haber bebido su vasito de anisete, se había sentado sobre unos costales de trigo. ¡Jesús me valga! pues si suelta Pedro la sin hueso, no nos volvemos hoy al lugar, al menos de no hacer el milagro de Josué.

-No hay cuidado, María, contestó Pedro, que no estaréis sentada sobre los costales hasta criar callos donde no los vea el sol.

-¿Es cierto, tío Pedro, preguntó el arriero, lo que dice mi madre, que en tiempos pasados, cuando eran Vds. mozos, fue novio de la tía María?

-Mucho que sí, y a mucha honra, contestó el tío Pedro.

-¡Mentira! esclamó la tía María, es una mentira como una casa. ¡Vaya Pedro, y qué jactancioso que es! En mi vida he tenido más novio que mi marido: en descanso esté.

Señá María! ¡Señá María! dijo Pedro, ¡y qué flaquita de memoria es su mercé! pues sepa Vd. que Le pueden quitar al Rey Su corona y su reinado; Mas no le pueden quitar La gloria de haber reinado.

-Verdad es, repuso María, que me requebró un día en la boda de una de mis primas, y que vino una noche a la reja; pero tuvo allí tal susto, que me dejó plantada, y corrió cual si el miedo le hubiese puesto alas en los pies, y estoy para mí que no paró hasta que se dio de narices con la fin del mundo.

-¿Cómo es eso? esclamó a una voz el auditorio riendo a carcajadas; ¿así enseñáis los talones cuando tenéis miedo, tío Pedro?

-No la doy de guapo, repuso éste con calma, ni trato de ganarle la palma a Francisco Esteban.

-Eso es tener más miedo que vergüenza, dijo la tía María, que se impacientó.

-Ya veis, señores, dijo Pedro, con guiñadas muy chuscas, que todavía no me lo ha perdonado. ¿Qué tal? ¿Me querría? Pero quisiera ver, prosiguió, cuál es entre vosotros el Cid Campeador, que se las aviniese con las cosas del otro mundo, con cosas sobrenaturales.

-No hubo más cosa sobrenatural que vuestro miedo, intervino María, y no tuvo más causa que un chino que rodó del tejado, movido por algún gato desvelado.

-Cuente Vd. el caso, tío Pedro, cuente Vd. el caso, que acá seremos los jueces de la contienda, esclamaron los bebedores.

-Pues han de saber Vds., señores, principió Pedro, que la ventana que señaló María, y que abría detrás de su casa, estaba en un lugar apartado y solo, a la salida del lugar.

Cerca de allí había un retablo de ánimas ante el que ardía un farol. Cuando miraba yo esa luz, se me venía a las mientes un suceso que allí acaeció algún tiempo antes. Todas las noches pasaba ante el retablo un cabañil, llevándose los pellejos vacíos, para traer en ellos por la mañana al salir el sol, la leche. Llegado que había a ese lugar, no escrupulizaba en bajar el farol de las ánimas, para encender en la luz un cigarro. Una noche (era la de la víspera de difuntos), bajado que hubo el farol, como tenía de costumbre, no pudo encender, porque la luz se apagó. Lo estrañó, porque la noche estaba serena y el viento dormía.

Volvió a subir el farol y siguió su camino.

Pero ¡cuál fue su asombro, cuando a poco volviendo la cabeza, vio el farol encendido y la luz ardiendo más clara que nunca!

Reconociendo en esto un santo aviso de Dios, sentido y arrepentido de su desacato, hizo voto para castigarse, de no volver en su vida a encender un cigarro. Y señores, añadió Pedro en voz grave, lo ha cumplido.

Pedro hizo una pausa, y no fue interrumpida.

-Es el caso de aplicar, observó María después de un rato, lo que dicen cuando todos callan a la vez, que un ángel ha volado sobre nosotros, y el aire de sus alas nos ha infundido el respeto del silencio.

-Vamos, tío Pedro, prosiga Vd., dijeron los arrieros: adelante, y vengamos al caso.

-Pues, señores, prosiguió Pedro, en su anterior tono jovial, sabrán Vds. que aquel farolito me infundía un gran respeto con algún poco de miedo. ¿Será bien hecho, decía yo para mí, el venir aquí a pelar la pava en las barbas de las benditas ánimas que padeciendo y espiando están? Aseguro a Vds., a fe de Pedro, que me ponía respeto aquella luz santamente ardiendo en prez de los muertos, luz que era una ofrenda al Señor, que parecía recordar y vigilar, y como que me miraba y me reconvenía. Unas veces estaba triste y llorosa, como el De profundis. Otras veces aparecía inmóvil, como el ojo de un muerto que me fijaba. Otras se alzaba la llama, y parecía un dedo amenazador de fuego amonestándome.

Una noche, pues, que la miraba cual nunca amenazarme, una piedra lanzada por mano invisible, vino a dar con tal fuerza en mi cabeza, que me dejó como aturdido; y fue esto tan cierto, que al querer huir, aunque como quien dice en campo raso, me sucedió como al negrito de mala fortuna, que habiendo tres puertas no dio con ninguna, y que así corriendo, en lugar de dar con mi casa, di con una cantera, en la que me caí.

-Tío Pedro, dijo uno de los concurrentes, siempre he oído mentar a ese negrito de la mala fortuna, y no he podido indilgar de dónde le provino el mal nombre. ¿Me lo podrá Vd. decir?

-¡Pues no he de poder! contestó el tío Pedro, ¡si eso es más sabido!...

Pues han de saber Vds. que había un negro muy rico, que vivía enfrente de una real moza, de la que se enamoró. La real moza, amostazada por las carantoñas y requiebros del guachí, le contó el caso a su marido. Su marido le dijo que le diese una cita para aquella noche. Así lo hizo ella, y el negro acudió, trayendo un mundo de regalos. Lo recibió ella con mucho agasajo en un estrado que tenía tres puertas, en el que le tenía preparada una gran cena. Pero no bien se sentaron a la mesa, cuando apagó ella la luz y entró el marido con un zurriago con el que empezó a sacudirle las espaldas al negro: éste se aturrulló en tales términos, que no encontraba puerta por la cual huir, y a cada latigazo decía saltando:


Pobre negrito, ¡qué mala fortuna!
Que habiendo tres puertas, no encuentra ninguna.

Por fin dio con una, y salió huyendo que bebía los vientos; pero el marido salió detrás, y lo echó a rodar por la escalera abajo. Al ruido que hizo, se levantó un criado preguntando qué era aquel estrépito.- Qué ha de ser, respondió el negro:


Que he subido de puntillas,
Y he bajado de costillas.

-Tío Pedro, dijo riéndose el arriero: y ¿esa fue la causa de quedar Vds. regañados?

-No, respondió Pedro; ocho días después me armé de valor, y volví a la reja; pero María no abrió su ventana.

-Tía María no querría, dijo el arriero, que muriese Vd. apedreado como San Esteban.

-No fue eso, muchacho, respondió Pedro; el caso fue que Miguel Ortiz, que había cumplido, dejó la casaca y volvió al lugar, y a María le pareció bien desnudar a un santo para vestir a otro que...

-No tenía miedo, interrumpió María, de hablar a una muchacha con buenos fines cerca de un retablo de ánimas. ¿Pues qué, se figuró Vd. que todas aquellas almas del retablo eran solteras?

-Lo creo así, María, porque los casados pasan su purgatorio en este mundo; los hombres, porque se lo hacen pasar sus mujeres; las mujeres, porque se lo hacen pasar los hijos. Ello es, señores, que tuve tal pesar, que no me quise quedar en Dos Hermanas cuando fue la boda, y que fui a Alcalá.

-En donde, añadió María, se acordó tanto de mí, que volvió casado con otra.

-Verdad es, afirmó Pedro, porque yo siempre he pensado que a rey muerto, rey puesto.

- Ea, Pedro, hablador sempiterno, dijo María levantándose, vámonos.

-Sí, vámonos, añadió el tío Pedro, que el sol pica como cuando huye de las nubes, y creo que va a llover.

-¡No lo quiera Dios! esclamó María. Dios mío, ¡sol y abispas, aunque me piquen!

-¿Qué había de llover? Llover, si estamos en marzo, opinó el arriero.

-¿Y tú no sabes, José, repuso el tío Pedro, que enero le prometió un borrego a marzo; pero cuando llegó marzo, estaban los borregos tan gordos y tan hermosos, que no quiso enero cumplir lo prometido? Entonces marzo le dijo enojado:


Con tres días que me quedan,
Y tres que me preste mi compadre, abril,
He de poner tus ovejas
Que te acordarás de mí.

-Con que vámonos. -Adiós, caballeros.

-¡Qué prisa, tía María! dijo otro; ¿tiene Vd. miedo de echar raíces?

-No; pero las burras nuestras no andan como tus burros, José.

-Es cierto, dijo Pedro, ayudando a María a montarse, que acá todo es viejo, la jineta, el escudero y las caballerías; mi burra es tan machucha, que no sabe de qué pié cojear, porque cojea de los cuatro, y la de María tan vieja, que si hablase, nos diría a todos de tú. Ea, señores, mandar.

-Salud y pesetas, tío Pedro.

Nuestros viageros se volvieron a poner en camino, y llegado que hubieron a Alcalá, se separaron para atender cada cual a sus asuntos.

Una hora después se volvieron a reunir. Pedro venía acompañado de su hija, que se echó al cuello de María con esa espansión tierna de las religiosas y de los niños, es decir, de los seres cuyo corazón no ha sido magullado, herido o enfriado por el roce con la sociedad. María la cubrió de cariños.

-¿Habéis cobrado? preguntó Pedro con sorna.

-Me ofrecieron, respondió María, la mitad ahora, o el todo al tiempo de la paja; y como necesitaba mis cuartos, preferí lo primero.

- ¡Ni Salomón! María, ¡ni Salomón! pues beato es el que posee; y más vale pájaro en mano que ciento volando.

Pedro tomó a ancas a su hija, y se pusieron en camino, cuidando la tía María de su dinero, Marcela de las aspiseras, flores, tortas y alfajores que llevaba de regalo, y Pedro de ambas.




ArribaAbajoCapítulo VI

La llegada de Marcela causó a todos una gran alegría. Sólo Rita no pudo ni quiso ocultar el mal humor que le causaba la presencia de aquella que había sido destinada por ambas familias a ser la mujer de Perico. Este espíritu hostil, la fría reserva que Rita impuso a Perico en sus relaciones con Marcela, fueron las primeras escarchas que cayeron sobre la primavera de aquella alma pura.

Lejos estaba Marcela de sospechar los sentimientos innobles y amargos de Rita. Además no los hubiese comprendido, puesto que Marcela, aunque era ya una joven, tenía el alma de niña. Viviendo, desde que nació, en el convento, se había creado una dulce existencia en un estrecho círculo, que los intereses y las pasiones de la vida no ensanchan sino a costa de la felicidad y de la inocencia. Amaba a sus buenas religiosas; su jardín, sus quehaceres suaves y pacíficos, eran sus delicias: estaba apegada a sus devociones, a su iglesia, a sus santas Imágenes. Quería ser monja, no por exaltación religiosa, sino por gusto, no por misantropía, sino con alegría de corazón; no por falta de hallar en el mundo un puesto o lugar conveniente, lo cual muchos creen causa de las tomas de velo; sino porque este lugar, este puesto, los hallaba con preferencia en su convento.

Esto es lo que muchas personas no comprenden, o fingen no comprender. Todo se comprende en el mundo, todos los vicios, todas las irregularidades, las inclinaciones más atroces, hasta las de los antropófagos; pero se niega la de la vida tranquila y retirada, sin cuidado de lo presente ni de lo porvenir. En el mundo todo se cree; se cree en la mujer libre, en la moral del robo, en la filantropía de la guillotina; se cree en los habitantes de la luna, y en otros puffs, como dicen los ingleses, o canards, como dicen nuestros vecinos, o bolas y patrañas, como llamamos nosotros. Todo se lo traga el escéptico sátiro llamado mundo, porque nada hay tan crédulo como la incredulidad, ni tan supersticioso como la irreligión. Pero no cree en los instintos de pureza, en los deseos modestos, en corazones humildes, ni en sentimientos religiosos: eso no. La existencia de éstas es un puff, un canard una bola, que no le cuela; no tiene nuestro Minotauro tales tragaderas. Para esos filósofos que pretenden guiar la opinión, una religiosa es, o una víctima inmolada, o un monstruo que se sustrae a las leyes de la naturaleza y a sus sagrados instintos. Nobles y elevados son por cierto vuestros sagrados instintos, si engendran la mujer libre, y niegan la mujer religiosa, sumisa y casta.

Guardad allá vuestras máximas impías y disolventes, que en España no son los entendimientos bastante obtusos para que los engañéis, ni las almas bastante innobles para que las pervirtáis.

La primera salida que hizo Marcela acompañada de Ana y Elvira, fue a la iglesia y a la capilla de la santa, patrona del lugar. La buena mujer del sacristán se apresuró a introducirlas. La capilla era larga y angosta. En el fondo estaba el altar con la efigie de la santa. En una urna de cristal embutida en el altar, se veía una cruz de madera y una campanilla.

La efigie de Santa Ana era muy antigua. Iba abriendo o anchando por abajo en forma de campana. Sobre el pecho tenía la santa imagen de la Virgen, la que de la misma suerte tenía el niño Jesús. El remoto origen sellado en esta imagen, uniendo la antigüedad de la idea con la de la materia, daba a la devoción que inspiraba, como alas para alzarse y desprenderse de todo lo presente.

En la pared de la derecha estaban suspendidos dos grandes cuadros. En el uno se veían dos muchachas a las que se les aparecía un ángel; en el otro, estas mismas con un hombre, ocupado en cavar un hoyo en un lugar solitario y agreste.

A la izquierda, una verja de hierro rodeaba la entrada de una cueva subterránea, a la que se bajaba por una escalerita.

Marcela y sus compañeras, después de haber rezado sus devociones, se sentaron debajo del emparrado en unas sillas bajas, que se apresuró a traerles la santera; y Marcela suplicó a la agasajadora y agradable mujer les dijese lo que aquellos dos cuadros colgados en la capilla representaban. La buena anciana, que gustaba de contar, tomó su relato de muy lejos, y lo empezó en estos términos:

Crónica popular y verbal de Dos Hermanas2

En tiempos cuya memoria se pierde, reinaba en España don Rodrigo, hombre licencioso. Era por entonces costumbre que todos los grandes del reino enviasen sus hijas a la corte. Sucedió, pues, que el noble conde don Julián envió allá a su hermosa hija Florinda, conocida por la Cava. Cuando el rey la vio, se encendió en amores; mas como ella era virtuosa, según a su nobleza competía, sólo debió el rey a la violencia lo que agradecer no pudo a la voluntad. Cuando la hermosa Florinda se miró deshonrada, le escribió una carta al ausente conde, con lágrimas escrita y con sangre, en que ponía:

«Padre, vuestra honra y la mía están mancilladas. Más os valiera, y mejor me fuera, que me hubiéseis matado, que no enviarme aquí. Vengaos y vengadme.»

Cuando el conde don Julián leyó la carta, perdió el sentido, y cuando volvió en sí, juró sobre la cruz de su espada sacar tal venganza que sonada fuera cual no otra, y proporcionada a la ofensa. A este fin trató con los moros, y les entregó a Tarifa y Algeciras. Cual río henchido que rompe sus diques, inundaron los moros la Andalucía.

Llegaron a Sevilla, llamada entonces Híspalis, y a este lugar, nombrado en aquel tiempo Oripo. Los cristianos, antes de huir, escondieron la venerada imagen de su patrona Santa Ana en las entrañas de la tierra. En ellas quedó quinientos años, hasta que el santo Rey Fernando se hizo dueño del país, espulsó los moros y cercó a Sevilla. Empero los moros hacían tan tenaz resistencia, que el ánimo del santo Rey empezó a desfallecer. Apareciósele entonces en sueños, en la torre hoy día derrumbada de los Herreros, nuestra Madre Santísima, animando su valor y prometiéndole la victoria. Con robustecido espíritu se volvió el santo Rey a sus reales, a Alcalá. Hizo venir todos los artífices que hallarse pudieron, y les mandó que le hiciesen una imagen en un todo idéntica a la que en sueño viera; pero ninguno atinaba; lo que entristecía en gran manera al rey.

Presentáronse entonces dos bellos mozos vestidos de peregrinos, los que se ofrecieron a fabricar la imagen, en un todo conforme a la que viera el santo Rey. Hízoles éste llevar a un taller en el que hallaron cuanto para su intento habían de menester; y cuando al siguiente día el rey, estimulado por su impaciencia, entró en la estancia para ver sus adelantos, los peregrinos habían desaparecido. Intactos yacían en el suelo los materiales, y sobre un altar se veía la imagen de la Señora, tal cual al rey se le había aparecido la Santa Madre en sueños. El rey, reconociendo la intervención de los ángeles, se postró en el suelo, vertiendo lágrimas ante aquella imagen por la que tanto había ansiado, y que la misma Reina de los ángeles le enviaba por medio de éstos.

Cuando el santo caudillo conquistó a Sevilla, mandó que se colocase la Virgen en un carro triunfal tirado por seis caballos blancos, siguiendo su Real Majestad el carro a pies descalzos, y la depositó en el santo templo de la catedral, en donde se venera y se venerará hasta el fin de los siglos, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Reyes. En su capilla, a sus pies, yace el cuerpo del santo Rey. Reliquias son que bien puede envidiarle la España entera.

Poco después de este sucedido, se preparó el gran Rey a otro ataque, pues era grande su confianza en la ayuda del cielo. Acampó sus valientes tropas en el vecino cerro de Buena-Vista, en que se estendían a ambos lados como dos brazos para obedecerle. Pero estaban las tropas tan fatigadas y exhaustas por el calor y la sed, que tenían las fuerzas perdidas y los ánimos caídos. En este conflicto, levantó el santo Rey un altar formado con armas, y sobre él colocó una imagen de la Virgen, que siempre llevaba colgada del arzón de su silla de montar: ¡Valedme! ¡Valedme, Señora! le dijo: que si hoy alzo por vuestra ayuda y vuestro valor la cruz en Sevilla, hago voto de labraros aquí mismo una capilla, en donde se os dé culto, y de depositar en ella a vuestras plantas los estandartes con los que se haya ganado Sevilla.

En el mismo instante brotó al pie del cerro una hermosa fuente de siete caños, que aún corren hoy, y lleva el nombre de la fuente del Rey.

Hombres, y caballos se refrigeraron, cobraron fuerzas y vigor, fue ganada Sevilla, y el rey moro Aixa vino descalzo a presentar al santo conquistador, sobre una bandeja de oro, las llaves de la ciudad, las que en el día se conservan en el tesoro y reliquias de la catedral3.

En estos tiempos, prosiguió la narradora, vivían en la provincia de León dos piadosas hermanas llamadas Elvira y Estefanía. Aparecióseles un ángel, y les dijo que se pusiesen en camino para desenterrar una imagen de la santa madre Nuestra Señora, que los cristianos habían escondido debajo de tierra.

El padre de las santas doncellas, Gómez Nazareno, que era tan piadoso como ellas, quiso acompañarlas. Pero al ponerse en camino, fue grande su tribulación por no saber hacia qué lado dirigirse. Oyeron entonces en el aire el son de una campanilla sin verla. Fuéronla siguiendo hasta que las condujo a este sitio, en el que se perdió a sus pies debajo de tierra.

Era por entonces este lugar un eriazo agreste, una maleza intrincada, que tenía por nombre Cañada viciosa. La razón de esto era, el que nunca pudieron los moros que metieran toda esta tierra en labor, desmontar la Cañada viciosa, porque la guardaba un ángel con una espada en la mano.

Pusiéronse con ahínco a ahondar la tierra y hallaron una losa, la que, sopesada que fue, descubrió la entrada de una cueva, que es la propia que a la vista está en la capilla; y en ella hallaron la imagen de la Santa, una cruz, la campanilla, que, cual la estrella de los Reyes magos, los condujo allá; y una lámpara, que aún ardía y que sigue alumbrando a la santa, colgada delante del altar en que está colocada: más de mil años ha que arde en veneración de la Santa.

Sacáronla y le labraron una capilla. Bajo su amparo se alzaron y apiñaron casas, hasta formar una aldea que tomó el nombre de Dos Hermanas, en memoria de sus fundadoras. Ved, prosiguió la santera levantándose y volviendo a entrar a la capilla, ved la imagen que nada ha podido deteriorar, ni la humedad de la tierra, ni el polvo del aire, ni la carcoma del tiempo. En estas láminas están retratadas las piadosas hermanas.

A los lados del altar se veían suspendidos gran cantidad de Ex-votos.

Llamaron la atención de Marcela siete pequeñas piernas de plata, que colgaban unidas por una cinta y un moño de color de rosa.

-¿Qué significa esta ofrenda? preguntó a la santera.

-Aquí las trajo, respondió ésta, Marcos el herrero. Había acaecido que un día de repente le entraron tales dolores en la pierna al infeliz, que no podía ni vivir ni morir. Su pobre mujer, después de haberle hecho cuantos remedios le mandaron, lo llevó a Sevilla tendido en una carreta. Pero allá tampoco hallaron los médicos con qué aliviar su padecer.

Cuanto tenían se derritió en la asistencia del desdichado, y un día, desesperado por sus dolores, y por las voces de sus hijos, que le pedían el pan que no tenía que darles, se levantó su corazón partido a Dios, poniendo por intercesora a nuestra santa patrona, rogándole con fervor le devolviese la salud mientras sus hijos lo necesitasen. «Cuando mis hijos ya no me necesiten, santa mía, le dijo, entonces moriré gustoso: pero si hasta entonces por tu mediación recobro la salud, te prometo, santa bendita, colgar cada un año una piernecita de plata en tus aras para que atestigüe el milagro.» Al siguiente día venia Marcos por su pie a dar gracias a la santa.

Trascurrieron años, los hijos de Marcos habíanse hecho mozos, ganaban su pan; no le quedaba a Marcos sino una mocita. Tenía novio, y se la pidió a su padre. Alegre fue la boda, pero Marcos estaba metido en sí. El día que siguió, se sintió indispuesto y se acostó para no más levantarse. Lo que pidió le había sido concedido. Su tarea estaba cumplida.

-¿Y estas espigas? preguntó Marcela al ver un ramito de éstas, que colgaban atadas con un moño celeste.

-Fueron traídas, respondió la santera, por Petrola, la mujer de Gómez.

Esas pobres gentes no tienen sino la peonada (lo que se gana de jornal) del padre para ocho hijos:

Habían podido agenciar para sembrar un pegujalillo. En él tenían puestas sus esperanzas, en él se estaban mirando como en un espejo, y con razón, porque el pegujal lo agradecía; crecía lozano que no parecía sino que lo regaban con agua bendita.

Un día entra su vecina, venía del campo, y le dijo que está la langosta en su trigo; ¡la langosta, una de las plagas de Egipto! Ni un rayo que hubiese caído del cielo, hubiese dejado más aterrada a la infeliz. Sale despavorida sin saber lo que hacía, abandonando su casa y sus hijos, corre desatentada con los brazos abiertos y gritando a voces: ¡Santa Ana! ¡Santa Ana! ¡que es el pan de mis hijos! ¡el pan de mis hijos!

Llega y ve en una punta del sembrado la rastra de la langosta, que corta el trigo por el pie sin dejar ni señal; pero entre esta punta y lo demás del sembrado no parecía sino que se había levantado un muro invisible para guardar el trigo de la madre devota que invocaba a la santa. Ya podéis graduar el enajenamiento y gratitud de la buena mujer; pero como era tan pobre, no lo pudo demostrar sino trayéndole estas espiguitas a la santa.

Oían Ana, Elvira y Marcela a la santera, enternecido y fervoroso el corazón y humedecidos los ojos. Con estos sentimientos se ha trasladado el relato al papel. ¡Haz, Dios mío, que con los mismos se lea!




ArribaAbajoCapítulo VII

Sonreía mayo, tan dorado de sol, tan bullicioso por el canto de sus pájaros y el susurro de sus miles de insectos, tan perfumado por sus flores, tan alegre y risueño, por ser el mes que, feliz entre todos los meses, es dedicado a María.

Era llegado el día de la boda de Ventura y Elvira, y ese día se levantó el sol tan radiante como un amigo que se hubiese apresurado a ser el primero en felicitarlos. Iban a salir para la iglesia. Ana estrechaba sobre su corazón a la hija que tanto amaba, esa suave Elvira, tan humilde y recogida en su felicidad, que bajaba la cabeza cual si la abrumara, y los ojos cual si la deslumbrase. Tío Pedro, más alegre que en su vida lo había estado, se excedía a sí mismo en gracejos, bromas y dicharachos. María, enagenada de su gozo y del de los demás, vertía lágrimas sin fin, que eran como las gotas de agua que caen a veces de un cielo sereno que alumbra el sol; y como aquéllas se deslizan brillantes al través de sus rayos, se resbalaban las lágrimas de María al través de su sonrisa.

-Hermana mía, decía Marcela a Elvira; después del mío, mi dulce Jesús, tu esposo es el mejor y más perfecto. Mira mi Ventura qué bien parecido está. Si tuviese una vara de azucenas en la mano, se parecería a San José en los desposorios.

Y tenía razón en celebrar a su hermano, porque Ventura, primorosa y ricamente vestido, más animado y gallardo que nunca, dando prisa para que se pusiesen en camino, era el tipo que hubiese escogido un estatuario para esculpir un Aquiles.

Perico olvidaba a Rita para mirar a su hermana con sus grandes y suaves ojos pardos, con una profunda mirada de inesplicable cariño.

Sólo Rita tenía aire indiferente y aburrido.

Melampo era de parecer que se hacía mucha bulla por poca cosa, y se fue debajo del naranjo a dormir. Este sacudía todas sus flores, como si hubiese querido regar con ellas la senda de la novia.

Iban a salir, cuando un ruido estraño llegó a sus oídos: parecía compuesto del bramido del toro acosado, y de los lamentos de la cierva herida y del rugido de sorpresa del león herido en su sueño.

Era este causado por el grito de alarma y de rabia de bandadas de fugitivos que llegaban, y por las esclamaciones de asombro y de indignación de los del pueblo que se preparaban a imitarlos.

Los franceses, que habían entrado a pasos agigantados en Sevilla, seguían su marcha devastadora hacia Cádiz.

Perico, previendo este funesto suceso, tenía prevenido un lugar de refugio a su familia en una hacienda solitaria apartada de todo tránsito, y al intento caballerías en sus cuadras.

Mientras los hombres corrían al corral para aparejarlas, las mujeres desatinadas sacaban y liaban las ropas, y traían cuanto podía cargarse en los serones.

-¡Qué triste agüero, Ventura! le decía Elvira; el día que nos debía unir, nos separa.

-Nada puede separarnos, Elvira, contestó Ventura. Desafío a cuantos lo intentasen. Marcha tranquila; acá nos vamos a alistar, y en el camino os alcanzaremos.

Violas Ventura alejarse bajo la custodia de Perico, y no se volvió a su casa hasta que los hubo perdido de vista.

Pero ya se oía a la entrada del lugar el funesto son de los tambores que anunciaban la terrible falange armada, que se arrojaba sobre aquel pobre pueblo desarmado, cogido de sorpresa y tratado como esclavo.

Venían en nombre de esa usurpación inicua, cuyos precedentes pertenecen a los tiempos bárbaros, así como pertenece a los tiempos heroicos la resistencia que halló, y contra la cual se estrelló, combatiendo sin gloria y sucumbiendo con vergüenza.

-Seguidme, padre, dijo Ventura; hermana, ven, huyamos.

-Es tarde, repuso Pedro, están ya ahí; pero tú escóndete, Ventura, esconde a tu hermana; en llegando la noche huiremos; más por el pronto escondeos.

-¿Y vos, padre? preguntó Ventura, vacilando entre la necesidad y la repugnancia que le causaba tener que esconderse.

-Yo, repuso Pedro, aquí me quedo. A mí, pobre viejo, ¿qué me han de hacer? Vamos, obedeced; escondeos. Marcela, ¿qué haces ahí más fría, más parada que una estatua de piedra? ¿Ventura, en qué piensas que no te mueves? ¿Quieres perderte? ¿Quieres perder a tu hermana? ¡Ventura, hijo! ¿Me quieres matar?

Este grito de angustia de su padre sacó a Ventura del estupor en que lo habían puesto la incertidumbre, la sorpresa y la rabia.

-Preciso es, murmuró apretando los puños y los dientes, padre, padre, esconderme como una mujer. ¡Mientras viva no se me ha de quitar la vergüenza! Y tomando una escalera de mano, la apoyó contra un boquete que se notaba en el techo, y que daba entrada a un sobrado o desván, en el que se guardaban las semillas y trastos viejos; hizo subir a su hermana, subió a su vez y tiró tras de sí la escalera.

Tiempo era, porque llamaban a la puerta. Pedro fue a abrir.

Un granadero francés entró.

-Prepárame, le dijo a Pedro en su gerigonza, de comer, de beber; dame tu dinero, si no quieres que yo te lo tome, y llama a tus hijas, si no quieres que las vaya a buscar.

La sangre del honrado y altivo español le subió al rostro; pero respondió con moderación:

-Nada tengo de cuanto pedís.

-¿Qué quiere decir que nada tienes, brigante? ¿Sabes con quién hablas? ¿Sabes que tengo hambre y sed?

Pedro, que había pensado pasar todo el día tan celebrado de la boda de su hijo en casa de Ana, y de consiguiente nada tenía prevenido, se acercó a la puerta que comunicaba con lo interior de la casa, y señalando con la mano el fogón apagado, repitió:

-¡Ya os dije que nada de comer hay en casa, sino pan!

-¡Mientes! gritó rabioso el francés; es mala voluntad. Pedro clavó sus ojos en el granadero, y en ellos chispearon por un instante toda la indignación, toda la cólera, todo el resentimiento que abrigaba su alma; mas un segundo pensamiento, que lo hizo estremecerse, se los hizo bajar, y dijo en voz conciliadora:

- Mirad que os he dicho la verdad.

Al oír esta obstinada negativa, el soldado, a quien ya la mirada que le había lanzado Pedro, tenía exasperado, se acercó a éste y le dijo:

-¡Me haces frente! ¡Me niegas con obstinación lo que tienes obligación de darme, he! y encima de todo, ¡me insultas con tu calma desdeñosa!: yo te pondré a fe mía tan suave como un guante.

Y levantando la mano, resonó en el cuarto el sonido seco y distinto de una bofetada.

Cual águila que se arroja sobre su presa, Ventura, saltando del sobrado, se abalanzó al francés, le arrancó el sable de su vaina y le atravesó con él. El francés cayó redondo como una masa inerte.

-¡Hijo! ¡hijo! ¿Qué has hecho? esclamó el anciano, olvidando la afrenta al considerar el riesgo de su hijo.

-Padre, mi obligación.

-¡Te has perdido!

-¿Y qué, si os he vengado?

-Huye, huye: no pierdas un instante.

-No antes de que limpie esto de ese deudor que ya ha pagado. Si lo hallasen, pagaríais por mí, padre.

-No le hace, no le hace, esclamó el anciano; sálvate tú, que es lo que importa.

Ventura, sin dar oídos a su padre, levantó el cadáver, que cargó sobre sus hombros, lo tiró al pozo, se volvió hacia su padre que lo seguía en la agonía de la angustia, le pidió su bendición, se puso de un brinco sobre la tapia del corral que daba al campo, y saltó del otro lado; y el pobre padre, subido sobre el tronco de la higuera, asido a sus ramas, con el corazón oprimido, los ojos desencajados, el pecho sin aliento, vio a su hijo, al ídolo de su corazón, salvar la distancia que separaba al pueblo de un olivar con la ligereza de un ciervo, y desaparecer entre los árboles.




 
 
FIN DE LA PARTE PRIMERA
 
 


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