Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajoParte tercera


ArribaAbajoCapítulo I

Una noche borrascosa cubría el cielo de volantes nubes, que perseguidas por el viento, iban más allá a descargar sus raudales. Separábanse a veces en su fuga, y entonces aparecía suave y tranquila la luna, cual heraldo de concordia y paz en la refriega.

En los cortos instantes en que aclaraba esta plácida luz el cielo y la tierra, hubiérase podido distinguir en un camino solitario a un hombre macilento y pálido. Su andar incierto, sus ojos asombrados, la agitación de los músculos de su semblante, manifestaban claro que ese hombre huía.

¡Sí, huía! huía de los sitios habitados; huía de sus semejantes, huía de la justicia humana, huía de sí mismo y de su conciencia, porque ese hombre era un asesino, y nadie, al verlo huir sombrío y agitado cual las nubes arriba ante la invisible fuerza que las perseguía, hubiese reconocido en él al hombre honrado, al hijo sumiso, al marido amante, al padre tierno que había sido pocos días antes, ese ente miserable, sobre el cual la ley echaba el irremisible fallo de espiación.

Sí, ese hombre era Perico: no buscando una paz ya para siempre perdida, sino huyendo de lo presente y espantado de lo porvenir.

Días desesperados y noches horrorosas había pasado en los sitios más solitarios, sin más sustento que bellotas y raíces, evitando los ojos de los hombres como jueces, y la luz del día como acusadora. Pero no había oscuridad que desvaneciese las imágenes que ante sí tenía claras y vivas, ni silencio que acallara sus clamores. Eran aquéllas el cadáver sangriento de Ventura, el desconsuelo de su pobre madre, el dolor de su infeliz hermana, el abandono de sus hijos, la desesperación del anciano amigo de su padre, la reprobación de su honrada raza, y sobre todo esto sonaba de continuo a sus oídos a los que llegó, el fúnebre, terrible y solemne toque de agonía con que la iglesia amparaba a su víctima.

En vano le insinuaba el orgullo por su órgano más seductor, la honra, que lo que hizo lo debió hacer, que no hacerlo hubiese sido un baldón, que más eran las ofensas que la represalia. Una voz, que habían acallado los gritos de las pasiones, pero que se hacía más distinta y más severa a medida que aquéllas, cual todo lo humano, iban cediendo y desmayando, la eterna voz de la conciencia le decía: ¡Oh, si no lo hubieses hecho!

El viento traía consigo un estraordinario sonido, a veces más recio, a veces más desvanecido, según eran más o menos fuertes sus ráfagas. ¡Qué podría ser! ¡Todo asombra al culpable! ¿Era el rugido del viento, una flauta o un quejido? Mientras más a él se aproximaba Perico, más inesplicable se le hacía. La dirección que seguía el mísero, lo acercaba hacia su procedencia. Llega. Su asombro se llena cuando, sin poder distinguir nada, pues una negra nube cubría la luna, oyó ese portentoso sonido sobre su cabeza. ¡Sonaba tan triste, tan vago, tan pavoroso!

En este momento se rompieron las nubes; clara y blanquecina se esparció la luz de la luna, como una capa de trasparente nieve. Todo sale fuera de los misterios de las sombras. A sus ojos se presenta Écija, dormida en su valle como una ave blanca en su nido. Alza la vista hacia donde suena el misterioso clamor. ¡Qué horror! ¡Sobre cinco postes ve cinco cabezas humanas! Ellas son las que despiden el doloroso quejido, cual una amonestación del muerto al vivo7.

Perico retrocede despavorido y repara entonces que no está solo. Junto a uno de los postes está parado un hombre. Este hombre es alto y vigoroso, de porte varonil y erguido. Viste ricamente a la manera de los contrabandistas; su rostro tostado es duro, osado y sereno. Tiene en la mano su sombrero, descubriendo ante esos postes de ignominia una cabeza que no se descubre jamás; puesto que esa cabeza es la de un hombre fuera de la ley, de un hombre que ha roto todos los vínculos con la sociedad, y que no respeta ya nada en ella; pero ese hombre, aunque desalmado, cree en Dios, y aunque criminal, es cristiano, y reza8.

Cuando de esta enérgica e indómita naturaleza, emancipada de todo, sale un destello de adoración religiosa, cual de una roca un chorro de agua viva, ¿qué diréis incrédulos? ¿Es temor supersticioso?

Para ese hombre es el temor una palabra vana de sentido.

¿Es hipocresía?

No lo ven sino cinco cabezas de muerto.

¿Es debilidad moral?

Ese hombre tiene una fuerza de alma desconocida en la sociedad, en que todos se apoyan en algo, él, que no se apoya en nada.

¿Es recuerdo de infancia? ¿Holocausto a la madre que le enseñó a rezar?

No existen éstos para el desamparado huérfano, criado entre los toros bravos que guardara.

¿Qué es pues, lo que dobla aquella cerviz, y la detiene a orar ante la muerte de su semejante?

Al cabo de algunos minutos ese hombre concluyó su oración, se tocó el sombrero, se remangó la manta sobre el hombro, y dirigiéndose a Perico, le dijo:

-¿Dónde se va, caballero?

Perico ni quiso, ni pudo responder. Un vértigo le había acometido.

-Que dónde se va, digo, volvió a preguntar el desconocido.

Perico permaneció callado.

-¿Es, prosiguió el que interrogaba, es que sois mudo, o que no os da gana de responder? Si es esto, aquí hay una boca, añadió señalando su trabuco, que saca razones cuando no lo logra la mía.

La desesperada situación en que se hallaba Perico le había exasperado a punto que ya no obraba en él la reflexión, y la mancha de cobarde que se le había infligido, estaba aún roja y ardiente en su frente como la marca reciente del hierro candente que imprime la ignominia; así fue que respondió sin detenerse y agarrando su escopeta:

-Pues aquí hay otra que contesta en el tono que preguntan.

La intención del desconocido no era hostil, ni tampoco la de llevar a efecto su amenaza; mas no porque le faltase ánimo, puesto que era aquel hombre el más valiente que pisara las llanuras y las sierras de Andalucía. Y así, lejos de irritarle la arrogancia de aquel joven delgado y macilento, le agradó; por lo tanto le dijo:

-Camarada, a mí me gusta quitarme el sombrero antes de sacar la espada; pero pláceme saber con quién hablo y a quién encuentro en mi camino. Ánimo tenéis, si pisáis éste, pues dicen anda por aquí Diego y su partida, y ya sabréis, como toda España, quién es Diego: donde pone el ojo pone la bala: a su vista tiemblan hasta las hojas sobre los árboles, y al oír su nombre hasta los muertos en sus hoyos.

Todo esto lo dijo sin la jactancia andaluza, tan grotescamente exagerada hoy día; sino con la naturalidad de la convicción, con la serenidad de la verdad.

-¿Qué se me da a mí de Diego y su partida? esclamó Perico, no con osadía, sino con el más profundo desaliento.

Diciendo esto con débil voz, se tambaleó, y apoyó su cabeza sobre su escopeta:

-¿Qué os da? ¿Qué tenéis? preguntó el desconocido al notar su desfallecimiento.

Perico no respondió, porque era tal su debilidad y el efecto que habían causado en él sus recientes emociones, que cayó al suelo sin sentido.

El desconocido se arrodilló junto a él, y levantó su cabeza. La luna alumbró de lleno aquella cara, hermosa aun al través de su mortal palidez y de las señales que las pasiones, angustias y dolores habían impreso en ella.

-¡Ha muerto! murmuró poniendo su tosca mano sobre el corazón de Perico, que pocos días antes era puro como el cielo de mayo.

-No, prosiguió, no ha muerto; pero morirá aquí como un perro si no se le socorre.

Y lo volvió a mirar, sintiendo despertarse en él aquel noble imán que arrastra la fuerza hacia la debilidad, el poder hacia el desamparo: porque, digan lo que quieran los optimistas, el destello divino está en toda naturaleza humana.

Púsose en pie, y silbó.

Oyóse el vivaz y juvenil galope de un hermoso potro, que moviendo el cuello y dando al viento sus crines, llegó, y con un alegre relincho se plantó delante de su amo, volviendo su cara fina y sus brillantes ojos como para ofrecerle el estribo.

El desconocido levantó a Perico inánime en sus robustos brazos, lo terció sobre el caballo, saltó a su lado, apretó suavemente las rodillas a los hijares del caballo, y el noble animal partió gallarda y ligeramente, sin cuidarse del peso de su doblada carga.




ArribaAbajoCapítulo II

En una venta solitaria, agazapada al lado de un camino real como un mendigo, estaban tranquilamente sentados a la lumbre el ventero y su mujer, hechos como estaban a aquella alternativa de bulliciosa actividad de día y de completo y silencioso aislamiento de noche, como los habitantes de los lugares pantanosos a sus fiebres intermitentes.

-¡Mal haya, decía la ventera, de aquel testarudo marinero que se le puso que había de hallar un nuevo mundo, y que no paró hasta topar con él! ¿No tenía el Rey ya bastantes cuidados con éste? ¿Y a qué ha servido? A llevarnos para allá nuestros hijos y a traernos la epidemia. Dí Andrés, y no te estés durmiendo como un lirón; ¿ha servido para otra cosa?

-Sí, mujer, sí, contestó el ventero entreabriendo los ojos; de ahí viene la plata.

-¡Mal haya la plata! esclamó la ventera.

-Y el tabaco, añadió el marido con lentas y lánguidas palabras, volviendo a dormirse.

-¡Maldito sea el tabaco! volvió a esclamar con rabia la ventera. ¿Crees tú, mal padre, que valen ni la plata ni el tabaco las vidas que cuestan, y las lágrimas que hacen derramar? ¡Hijo de mi alma! ¡Dios sabe lo que será de él en aquella tierra, en la que se matan los hombres como chinches, y todo es venenoso, hasta el aire!

En este instante se oyó un silbido estraño.

El ventero se puso en pie de un brinco, agarró apresuradamente el candil y corrió hacia la puerta diciendo:

-El capitán.

Al presentarse en el umbral con el candil en la mano, alumbró esta luz roja a un hombre montado a caballo, que traía terciado por delante a otro que parecía cadáver.

-Ayudadme a bajar a este hombre, le dijo el jinete, con la aspereza de la voz poco ejercitada de un hombre de pocas palabras.

El ventero alargó el candil a su mujer que se había acercado, y se apresuró a hacer lo que se le mandaba.

-¡Jesús me valga! ¡Un muerto! esclamó la ventera, ¡por María Santísima! Señor, no nos lo metáis en casa!

-No está muerto, contestó el jinete, está malo; cuidadlo, que para eso sirven las mujeres. Aquí hay dinero para costear la cura.

Diciendo esto, tiró una moneda de oro y desapareció en la oscuridad, perdiéndose poco a poco el sonoro y medido ruido del galope de su caballo, como un pensamiento fijo se va desvaneciendo al apoderarse el sueño de nuestras facultades.

-¡Pues está bueno el lance! gruñó Marta. ¡Cuánto va que él por sus manos lo ha puesto así, se larga, y ahí queda el tajo! ¡Cúrelo Vd.!, ¡como si no hubiese más que curar a uno que está muerto o poco le falta! ¡Cómo si esta venta fuese un hospital! ¡Pues no se ha figurado ese perdona vidas que no tiene más que mandar, como si fuese el rey!

-¡Chitón! dijo el ventero asustado; ¿quieres callar lengua-larga? ¡Hablar así de Diego! ¡El mismo demonio son las mujeres! ¿A qué gruñes si sabes que no hay más que hacer sino lo que manda esa gente? Además es una obra de caridad: con que a ello.

Prepararon lo mejor que pudieron un lecho en un desván.

-No tiene señal de golpe ni herida, dijo Andrés desnudando al enfermo: ¿lo ves, mujer? es una enfermedad como otra cualquiera.

- Mira, mira, Andrés, esclamó Marta; tiene un escapulario de la Virgen del Carmen al cuello.

Y como si esta vista o el santo influjo de la sagrada insignia hubiese despertado en ella todos los buenos sentimientos de humildad cristiana; como si la hermandad en una misma devoción hubiese hecho resonar claro aquel santo precepto: al prójimo como a ti mismo, se puso a esclamar: razón tenías, Andrés; es una obra de caridad asistirlo: ¡pobrecillo!... ¡qué joven es, y que desamparado está!... ¡su pobre madre!... Vamos, vamos, Andrés, ¿qué haces ahí parado como un poste? Anda, corre, trae vino para refregarle las sienes; mata una gallina, que le voy a poner un puchero.

-Eso es, murmuró Andrés al irse... primero no lo quiere en casa, ahora se ha de echar el bodegón por la ventana... ¡las mujeres! el demonio que las entienda.

Marta fue incansable en la asistencia del infeliz, que se agitaba en su fiebre y hablaba en su delirio de cosas terribles.

A la noche siguiente entró en la venta un hombre mal encarado y de repugnante aspecto. Había estado en presidio, y era su apodo el Presidiario.

-Dios guarde la persona, dijo el ventero al verlo entrar, con más miedo que cordialidad: ¿qué le trae a Vd. por acá?

-Un antojito del capitán; ¡mala rabia le mate!... ¿pues no vengo a saber de un enfermo como mandadero de monjas?

-No le va muy bien, contestó el ventero; tiene una calentura como un toro; está desvariando y habla de una muerte que ha hecho, de cabezas de muerto...

-¡Hola! ¿con qué es hombre de armas tomar? dijo el Presidiario; vamos a verlo.

Subieron al desván.

-En todo el día se me ha pegado la camisa al cuerpo, iba diciendo el ventero, pues ha habido gentes y hasta soldados, y si lo hubiesen oído...

Examinaba entretanto el Presidiario la joven, fina y demacrada persona de Perico, y con un movimiento despreciativo respondió al ventero:

-Pues si os da ruido, plantarlo en la del Rey.

-Eso no, esclamó Marta... infeliz... yo tengo un hijo en América, que puede que esté a estas horas como éste, abandonado de todos, y que clame, como éste lo hace, por su madre...

¡No, no señor! no le desampararemos, ni la Señora cuyo escapulario lleva, ni yo...

-Cómprele Vd. dulces, dijo el Presidiario volviendo a bajar.

-¿Qué se dice? le preguntó al ventero.

-Que van a poner a premio la cabeza de Diego.

-¿El qué? volvió a preguntar el Presidiario con estraño y ávido interés.

El ventero repitió lo que había dicho.

Quedóse un momento suspenso el Presidiario, y luego prosiguió:

-¿Dónde se cree que estamos?

-Hacia Despeñaperros.

-¿Se nos persigue?

-Sí, una partida de caballería hay en Sevilla, una de infantería en Córdoba y una de migueletes en Utrera.

-Zapatos han de romper antes de vernos las caras, dijo el Presidiario; y si nos las ven, caro les ha de costar.

-Ya, ya sabemos, repuso Andrés, que el que se le pone por delante a Diego, bien puede buscar su sepultura... pero al fin tantos pueden ser...

-¿Tiene Vd. curiosidad, le interrumpió el Presidiario, de saber a lo que sabe un soplamocos dado de mi mano?

-Ninguna, dijo Andrés retrocediendo dos pasos.

-Pues, ponga más lastre en su lengua... venga el pan... y ligero.

Andrés se apresuró a obedecer.

Iba a salir el bandido, cuando se oyó la voz de Marta que lo llamaba.

-Se me pasaba, dijo; tome Vd. ese dinero, déselo al capitán, y dígale que lo que hago con este mozo es por caridad y no por interés.

-Seguro está que le dé yo semejante razón, repuso el bandido. No sufre él no, ni cuando dice daca, ni cuando dice toma... pero para avenir a Vds. me lo guardaré yo.

Metió las espuelas al caballo y desapareció.

-Pusiste una pica en Flandes, dijo impaciente el ventero a su mujer. ¿Estará mejor ese dinero, despilfarradota, en manos de ese bribonazo que en las nuestras? Las mujeres, ¡mal haya su pelo! ¡el demonio que las entienda!

-Yo me entiendo y Dios me entiende, dijo la buena mujer, volviéndose a subir al cuarto del enfermo.




ArribaAbajoCapítulo III

Los cuidados de la buena ventera, la juventud y robustez de Perico vencieron el mal, y al cabo de quince días estuvo capaz de levantarse.

Perico demostró todo su agradecimiento a Marta con voces del corazón, más sentidas que elocuentes.

-No me lo tienes que agradecer a mí, le dijo la buena mujer, sino al que te trajo aquí; por cierto que no puse muy buena cara cuando te vi llegar; pero te he tomado voluntad, porque he visto que eres buen cristiano y buen hijo.

Perico bajó la cabeza con un profundo sentimiento de dolor y vergüenza. Su debilidad física había amortiguado aquel furioso y ciego arranque, que exalta a veces a las naturalezas suaves y tímidas a punto de hacerlas traspasar los límites que respetan otras fuertes y aun violentas.

Toda esa efervescencia que habían hecho surgir en él las pasiones, como el gas la espuma de un vino que fermenta, iba cayendo cual ésta, quedando la reflexión, que sin disminuir la fuerza de sus cargos, condenaba sus medios de vindicarlos.

Perico recobró con las fuerzas toda la angustia que su porvenir le inspiraba, y ésta se aumentó cuando Andrés, cogiéndole las vueltas a su mujer, le dijo un día:

-Amigo, ya que estáis restablecido, preciso es que busquéis la vida por otro lado; pues, señor, mientras más amigos más claridad; allá en los delirios habéis hablado de una muerte que habéis hecho, y si ello es así, y os hallan acá, vamos a tener que sentir, y eso no es razón, ni deben pagar justos por pecadores, y la caridad bien ordenada, por más que diga Marta, que todo lo quiere saber mejor, empieza por sí mismo, pues solamente esa mujer mía, que es mas tonta que las calabazas, es capaz de sostener que la caridad cristiana empieza por el prójimo; y le digo a Vd. mi verdad, yo no quiero nada con la justicia, que tiene la mano pesada.

Perico no respondió, pero se fue a despedir con lágrimas en los ojos de Marta. La buena mujer sintió en estremo su ida, porque le había tomado cariño. Un recuerdo de su hijo le hacía apegarse a aquel infeliz; un recuerdo de su madre arrastraba a Perico hacia aquella buena mujer que había hecho sus veces.

Tomó su escopeta, y al salir se le presento el Presidiario.

-¿Dónde se va? le dijo. ¿Así os largáis sin darle un Dios se lo pague a la buena alma que os recogió? Esa es una mala partida, camarada. Además, ¿adónde vais por esos mundos? ¿Tenéis priesa de que os metan en gayola?

Perico no respondió, ni pensaba, ni discurría, ni tenía voluntad.

-¡Ea! andad por delante, prosiguió el Presidiario; más hacemos acá en ampararlo que hacéis vos en dejaros amparar.

Perico lo siguió maquinalmente.

-Mira, Marta, esclamó Andrés al ver de lejos que Perico se iba con el Presidiario; mira tu mimadito y qué alhaja que es. ¡Se va con el Presidiario!

-¡Y qué! respondió Marta, aunque... Te digo Andrés, que es un buen hijo y un buen cristiano.

-Un truhán y un perdido, dijo el ventero, que se ha comido mis gallinas, y que... por vida de... ¡y lo veo ir a la partida y dices que es bueno! ¡El demonio que entienda a las mujeres!

Después de internarse por espesuras y breñas, llegaron Perico y el Presidiario cerca de un alto, sobre el que estaba apoyado en su trabuco el capitán. En la ladera dormían ocho hombres bajo su custodia. A su lado pacía su hermoso caballo, que de cuando en cuando levantaba la cabeza para mirar a su amo.

-Aquí está este mozo, dijo el Presidiario al llegar.

Sin hacer un solo movimiento aquel hombre, volvió lentamente los ojos y miró de arriba abajo al recién llegado. Después de un rato, dijo:

-¿Andáis prófugo?

Perico no respondió y bajó la cabeza.

-No hay que amilanarse, prosiguió su interlocutor; y luego en frases breves añadió:

-Los hombres tienen horas menguadas, y entre éstas las hay rojas como sangre, y negras como luto.

-Una sola basta para perder a un hombre y volverle el corazón como un guijarro que no siente ni late, pero pesa.

-Queda un hombre hundido, porque lo pasado pasado se queda; y no hay más que a lo hecho pecho. La vida es una refriega, en la que se mira adelante como valiente, y no atrás como cobarde.

-No lo puedo hacer yo, esclamó Perico con esplosión; si supierais...

El capitán alargó el brazo, haciendo un gesto imperativo para hacer callar a Perico, Y añadió:

-Aquí cada cual lleva lo suyo en sí como un pliego cerrado, sin que en los otros despierte ni curiosidad ni interés. Si no tenéis donde ir, quedaos con nosotros; acá defendemos lo único que nos resta, nuestras vidas. Por mí no la defiendo por lo que vale, sino para no entregarla al verdugo.

-Pero, ¿robáis? dijo Perico.

-Algo se ha de hacer, contestó el bandolero, volviendo como la tortuga a meterse bajo su áspera y dura concha.

Perico ni admitió ni rehusó la propuesta. Era una masa inerte y sin voluntad; el acaso disponía de su miserable existencia, así como el viento del desierto de sus pesadas y áridas arenas.




ArribaAbajoCapítulo IV

Más entretanto que, después de las vicisitudes referidas, la miserable existencia de Perico se arrastraba a remolque de una banda de criminales, ¿qué era de los demás individuos de esta familia? ¿A qué estremo los habían llevado la desesperación, el dolor, el resentimiento y la venganza?

Desde el malhadado día en que Pedro perdió a su hijo, se había encerrado en su casa con su dolor. El cura y algunos amigos iban de cuando en cuando a acompañarlo, no para consolarlo, era esto imposible, pero para hablar con él de su pena, haciendo como los que aligeran los bajeles de las amargas aguas de la mar, sin poder carenarlos, y sólo para impedir que se hundan. Habían procurado que se volviese a tratar con la familia de Perico; mas esto había sido un imposible.

-¡No! respondía Pedro en esas ocasiones; le he perdonado ante Dios y los hombres; mi pobre hijo lo hizo antes de morir; pero tratarme con su gente como si tal cosa, eso no.

-Pedro, Pedro, eso no es perdonar, decía el cura; es la letra y no el espíritu de la ley.

-Señor cura, respondía el pobre padre, Dios no pide imposibles.

-No, pero cuanto exige es posible.

-Señor, Vd. me quiere santo y no lo soy; harto hago en ser buen cristiano y perdonar. ¿Los he perseguido? ¿He acudido a la justicia? ¿Qué más puedo hacer?

-Pedro, dando gracias por agravios, caminan los hombres sabios.

-Jesús, señor cura, por María Santísima, no tan calvo que se le vean los sesos; Dios los ayude y los favorezca; pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

María había huido con su hija al retiro de su casa, cubriendo el dolor y vergüenza de ésta con el santo manto de amor de madre, único refugio que le quedaba contra la unánime reprobación, la pública indignación que justamente inspiraba.

Solas, pero sostenidas en su inmenso dolor, por su religión y su conciencia, quedaron las dos infelices víctimas Ana y Elvira.

Así pasaron muchos meses.

Llegó entonces al lugar una misión compuesta de dos capuchinos.

Estas misiones estaban instituidas para convertir al pecador, despertar al tibio, afirmar al bueno y consolar al triste.

En el siglo ilustrado, en que todos somos buenos, fervientes, firmes y felices, se han suprimido como superfluas.

Los misioneros predicaban de noche, y la iglesia se llenaba de un pueblo que venía a oír la palabra de Dios, que enseña al hombre a ser bueno. Ahora hay clubs en que se enseña al hombre a ser libre, lo que es mejor y más digno. ¡Pobre pueblo!

La buena María pudo persuadir a su hija que la acompañase a las misiones.

Y la agria, reconcentrada y amarga vergüenza, el desesperanzado dolor de Rita, halló en ellas arrepentimiento, lágrimas para lo pasado, penitencia y humillación para lo presente; y en el porvenir, la mano divina que levanta al caído cuando la implora, bañado en lágrimas y postrado en la ceniza.

Una de aquellas noches fue el testo del sermón el perdón de las ofensas.

¡Magnífico era el tema! ¡Santo y sublime cual ninguno! El ferviente orador supo esplotarlo, y el pueblo creyente comprenderlo.

Al concluir el santo misionero, se postró ante el crucifijo, y con ferviente celo y ardiente caridad prometió al Señor de misericordia, en nombre de aquel pueblo arrodillado a sus pies, que a la otra noche no habría en el templo un solo corazón cerrado y que no estuviese reconciliado. Un murmullo de esclamaciones y llantos confirmó el ofrecimiento del santo apóstol.

El día siguiente fue un día de paz y caridad, según el espíritu del Evangelio. Las más arraigadas enemistades se acabaron, los más irreconciliables enemigos se abrazaron por las calles, los ángeles en el cielo debieron alegrarse.

Pedro fue a casa de Ana9.

Terrible fue para el infeliz la entrada en aquella casa. Se acercó a Ana y la abrazó en silencio. La desventurada madre, temblaba y procuraba en vano hacerse dueña de su dolor. Pero cuando Pedro se volvió hacia Elvira, la que semejante a una sombra deshecha en lágrimas, torcía sus descarnadas manos, cuando estrechó sobre su seno paternal, aquélla que había mirado y querido como a hija, entonces su comprimido dolor rebosó esclamando: ¡hija! ¡hija! ¡tú y yo le amábamos!

También Rita fue en casa de Ana a pedir lo que a llevar fue Pedro.

Cuando estuvo enfrente de su ultrajada suegra, se echó de rodillas: ¡yo he sido, esclamó golpeándose el pecho, la causa de todo! ¡No vengo a pedir un perdón que no merezco, vengo a que me castiguéis sin maldecirme!

Y cuando se volvió hacia Elvira, no le bastó estar de rodillas, sino que postrándose con el rostro en tierra, gimió entre sollozos: pues eres un ángel, perdona cual ellos.

La pobre María sostenía con sus brazos a su anonadada hija, e imploraba a Ana con sus miradas y sus lágrimas.

Ana y Elvira levantaron y abrazaron sin una palabra de reconvención a aquella que tanto mal les había hecho, poniendo desde ese día todos sus cuidados en reanimarla, pues era la más infeliz de las tres, porque era la culpable.

El pueblo todo miró a la franca y públicamente arrepentida con caridad, porque si el mundo llamado culto halla en las demostraciones religiosas un motivo más de vituperio, añadiendo a la reprobación de las culpas (que no olvida) el baldón de hipocresía en los que se llaman a Dios, el pueblo, más generoso y más justo, honra las señales públicas de arrepentimiento y humillación, y así no hubo quien al ver a Rita postrarse y llorar, no trocase su indignación en lástima, y la imprecación ¡infame! en la suave voz de ¡pobrecita! Esto es porque el pueblo rudo no sabe lo que es filantropía, pero sabe, porque se lo enseña la religión, lo que es caridad cristiana.




ArribaAbajoCapítulo V

Espantosa era para él la vida que llevaba Perico. Arrastrado por la necesidad y por el ascendiente que ejercía la vigorosa influencia de Diego; arrastrado como él por una desgracia en la vía criminal; pero una vez en ella adoptándola sin vacilar, como un guerrero una armadura de hierro, sin fatigarle ni su peso ni su dureza. Perico seguía como una opaca sombra a esos desalmados, detestándolos. Era como el plateado pez de un tranquilo lago de agua dulce, que arrastrado por una fatal corriente es llevado al mar, en cuyas amargas y agitadas aguas agoniza sin poder huir de ellas. A veces cuando bajo sus ojos se cometía un crimen, quería en su desesperación acabar de una vez sus torturas, entregándose a sí mismo a la justicia; pero lo detenía la vergüenza y la falta de energía para sobrellevarla. Era odiado de los demás, que le apellidaban el Triste, pero le sostenía la poderosa protección de Diego.

Diego se sentía arrastrado hacia aquel hombre, al que había salvado la vida, hacia aquel hombre que era bueno y honrado, porque la tosca y dura naturaleza de Diego era fuerte y noble, y no había descendido al peor grado de la maldad, que es odiar lo bueno. Sin llegar a la exageración novelesca que hace de un bandido o un pirata un héroe, estamos más lejos aun del clásico puritanismo que hace de un ladrón un monstruo tal, que no cabe en él un sólo átomo de humano, desmintiendo así, en honor de la moral sistemática y de la policía matemática, los conocidos hechos de valor, generosidad y nobleza que se han visto en jefes de tales bandas. Sólo el llegar a ser gefes de semejantes hombres, prueba una inmensa superioridad, conservando un predominio que en nada se apoya ni nada sostiene, sino su propia fuerza.

En una ocasión en que había llegado en sus correrías la banda hacia las ventas de Alocaz, llegó exhalado uno de los espías que tenían en Utrera, avisándoles haber salido de allá con dirección a las Ventas, una partida de migueletes, sin duda avisada por viageros recientemente despojados. Apresuráronse los bandoleros a meterse en un olivar; pero apenas internados, fueron sorprendidos por otra de caballería.

Enjablase entonces un tiroteo mortal, en el que esos hombres que peleaban por sus vidas, lo hicieron con denuedo.

-Perico, le dijo Diego, ahora o nunca es la ocasión de demostrar que no comes tu pan sin ganarlo: aquí va de fuerza a fuerza; a ellos, si eres hombre.

Al oír estas palabras, Perico, aturdido y como un hombre ebrio, se arrojó ante las balas, disparando sus armas sobre esa pobre tropa, que sacrifica todo, hasta su vida, por el bien de la sociedad, que en su egoísmo ni se lo agradece siquiera, sucediéndole como a los confesores y médicos, que son burlados en sana salud y llamados con ansia cuando se está en peligro. Un bandolero fue muerto, dos soldados heridos, y una bala de Perico, tirada casi a quema ropa, mató al comandante de la partida. La consternación que causó esta catástrofe dio lugar a que los ladrones huyesen.

Salvaron a Utrera, pasaron por las haciendas de la Chaparra, de Jesús María y Venagila, y llegaron al anochecer exhaustos a Valobrego. Este valle, no lejos de Alcalá, está circundado por cerros y olivares. En su parte más aislada, al borde de un arroyo, están las ruinas de un castillo moruno, llamado Marchenilla. Al pie de estas solitarias ruinas cayeron rendidos caballos y ginetes. Apagaron su sed en el arroyo y encendieron una hoguera entrada que fue la noche, y todos se echaron a dormir, menos Diego y Perico.

-Mal día, Corso, dijo Diego, acariciando su hermoso potro, que bajaba y levantaba con gracia su fina cabeza, de manera que parecía a la vez confirmar lo que le decía su amo y decirle: ¿Qué importa, si os he salvado?

-Mala vida te doy, hijo mío, prosiguió el ladrón, que amaba profundamente a su caballo, porque era lo único que amaba en el mundo.

El caballo, como si lo hubiese comprendido, dio un alegre relincho, se puso en dos pies, se bamboleó en ellos, y se dejó caer al lado de su amo, presentándole la frente para que se la acariciase.

-¿Qué será de ti, si me prenden? dijo el ladrón, apoyando su cabeza en el pescuezo de su caballo, que quedó inmóvil.

-Por cierto, dijo Diego al sentarse en la lumbre en frente de Perico, que a ti debemos el haber escapado hoy a tan poca costa.

-¿A mí? preguntó Perico sorprendido.

-Sí, respondió el capitán, puesto que venía la partida mandada por un oficial valiente, que no entendía de chicas y conocía el país, el hijo de la condesa de Villaorán, que nos hubiese dado que hacer, a no haberlo muerto tú.

-¡Dios me favorezca! esclamó Perico poniéndose en pie y levantando sus cruzadas manos al cielo: ¿Qué decís? ¡El hijo de la condesa estaba allí, y yo le maté!

-¿De qué te espantas? respondió Diego: ¿Creías, acaso, que estábamos tirando anises? Caramba, añadió con impaciencia, que me vas amostazando. ¿Pues no pareces un cómico de la legua con tanto ademán y tanto hipío? Por vida de tal, que tiene el Presidiario razón, erraste la vocación; en lugar de entrar en la vida airada, te debiste meter fraile. ¡Ea, vela! añadió liándose en su manta, poniéndose su trabuco entre sus rodillas y su cabeza sobre una piedra.

Inútil advertencia ésta para Perico. El infeliz, con su dolor desesperado, se arrancaba los cabellos y maldecía de sí mismo. ¡Había matado al hijo del ama y bienhechora de sus tíos, su compañero de infancia!




ArribaAbajoCapítulo VI

¡Cuál se le pintaron al infeliz Perico en esa lúgubre noche las escenas de su tranquila felicidad doméstica, ya para siempre perdida! ¿Y qué las reemplazaba? ¡Su espantosa situación presente!

Nada se movía en sus derredores, en que sólo veía la triste monotonía de la noche como la de su infortunio, un fuego abrasador como su conciencia, una oscuridad fría e impenetrable como la de su porvenir.

-¡Poder de Dios! se decía. ¡Esto veo; esto recuerdo, esto sufro y no muero!

La roja y vacilante llama de la hoguera arrojaba de cuando en cuando una ráfaga de brillante claridad sobre las oscuras y estrañas formas de las ruinas, dejándolas en seguida en negra sombra, en las que parecían querer refugiarse como un casi borrado recuerdo en el olvido.

Oía su sobresaltada mente suspiros en el silencio, y veía horrores en la oscuridad. Quejidos le acusaban, dedos le amenazaban, ojos le miraban... y no, no se había engañado: al definir y realizar la clara luz de la llama, que se avivó movida por el viento, los objetos, vio Perico tras de uno de los paredones, que aún en pie miraba a sus pies los trozos, derrumbados por el tiempo, unos duros y negros ojos que se clavaban en él. Perico quedó tan asombrado y suspenso entre lo figurado y lo positivo, que no supo si ponerse al amparo del cielo con una señal de la cruz, o bajo el de los hombres, dando la señal de alarma.

Vio entonces salir de detrás de la ruina de piedra una ruina humana, de detrás de la degradación del tiempo, la degradación de la infamia: era una repugnante, vieja y sucia gitana. Cubrían sus descarnados miembros unas enaguas de bayeta parda, que se confundían con el tinte de las ruinas; cubría su pescuezo un pañuelo, y sus lacias canas una mantilla de bayeta negra.

Perico quedaba inerte como la estatua del estupor, o cual si fuese aquella rechazadora faz la de Medusa.

-No hay cuidado, dijo al acercarse aquella visión; no hay que alarmarse, que no vengo con malos fines; podéis estar descuidado. Sabía que estabais aquí, y he hecho cundir la voz que marcháis hacia la Sierra de Ronda, y que os han visto hacia Espera y Villa Martín.

-¿Pues a qué venís? esclamó Perico, instintivamente repulsado por aquella mujer.

-Para proporcionaros un golpe de suerte, que baste a asegurarla para siempre, respondió ésta.

-Poca confianza inspira, repuso Perico, la que vos podáis proporcionar.

-¿Porque tengo malas trazas? dijo la gitana. ¡Y qué! si bajo una mala capa hay un buen bebedor. Pues a las manos les traigo un tesoro, no hay sino alargarlas.

-¡Un tesoro! preguntó Perico, en quien esa palabra, en lugar de codicia, hizo nacer la idea de que aquella vieja estaba demente. ¿Un tesoro? repitió; ¿y dónde se halla?

La vieja, que en esa pregunta sólo vio lo que contaba hallar, avidez y sed de oro, se acercó a Perico, y como si temiese que el hálito de la noche interceptase al pasar sus palabras, y que el anatema las anonadase en el aire, le murmuró al oído:

-En la iglesia.

Perico, aterrado, dio un paso atrás; mas dando en seguida el avance de un tigre, agarró a la gitana, y echándola fuera de aquel recinto, sólo pudo articular con ahogada voz:

-¡Idos!

-No me voy, dijo la vieja sin intimidarse, que quiero hablar con el capitán y con el Presidiario, y les hablaré.

En la angustia de que así lo ejecutase, y para forzarla a alejarse, sacó Perico un puñal que blandió, y cuya hoja brilló a la luz de la llama.

La gitana dio voces, los ladrones se despertaron.

-¡Qué es eso! gritó Diego. ¡Qué sucede! ¿Perico, vas a matar a una mujer?

-No, no, no la quiero matar, esclamó Perico, no quiero sino ahuyentarla.

-Y eso, dijo la vieja, porque he venido hasta aquí despreciando riesgos y fatigas, para proporcionaros el medio de salir de esa vida arrastrada que lleváis, haciéndoos ricos de una vez, como le sucedió al Rubio de Espera, a quien un robo considerable proporcionó el poder ir más allá de los mares a pasarse buena vida.

Los ladrones se agruparon al derredor de ella. El Presidiario le presentó un trozo de pared caído, como un sillón de presidencia.

-¡No la escuchéis! ¡No la escuchéis! esclamó Perico fuera de sí; ¡propone un sacrilegio!

-Señor, dijo el Presidiario a Diego, decid a ese padre agonizante que calle, y no sea como el agua por San Juan, que quita vino y no da pan. A los ciegos por la calle es, y se les escucha. Dejar que hable esta mujer, y veremos lo que trae; con mil de a caballo que calle ese triste avejorro.

Diego titubeó, mas se volvió hacia la vieja. Entonces Perico vio el golpe perdido, pues Diego era siempre y todo de su primer impulso; y desesperado se alejó dando vueltas como un insensato por los olivares.

Todo lo había calculado la gitana, y sus medidas estaban bien tomadas. Las grandes ventajas, tan altamente ponderadas, las dificultades tan fácilmente vencidas, las precauciones tan bien combinadas que esplayó largamente, produjeron su efecto. La tentación que ofrece flores con una mano, y con la otra oculta abrojos, convence a unos y seduce a otros. Todas las medidas se tomaron, se convino en las señas y horas, y antes que los gallos anunciasen, como sus fieles centinelas, el día, la cuadrilla se encaminaba hacia la solitaria hacienda del Cuervo, y la vieja se rastreaba cual astuta y venenosa serpiente a su cueva en el monte de Alcalá; allí, en el seno de la tierra donde concibió el atentado, para el cual de noche, entre ruinas, sedujo a malhechores, atentado que se había de perpetrar en el templo de Dios.




ArribaAbajoCapítulo VII

Lentas pasaron las horas del siguiente día para los ociosos huéspedes del Cuervo.

Todas las representaciones y súplicas de Perico para disuadir a Diego de su sacrílego intento, habían sido inútiles. Diego jamás supo volverse atrás, y esa tenacidad estúpida al conocer que se camina mal, le había costado el honor y la honradez y le había de costar la libertad y la vida. Había más; por instigación del Presidiario, forzaba Diego a Perico, que quería al fin apartarse de ellos, a acompañarlos en esta atroz empresa, porque, según decía aquel hombre vil, era éste el único medio para impedir que fuese el santurrón a delatarlos.

Por fin, volvióle la tierra la espalda al sol y cubrióse con su negro manto.

Montaron todos y llegaron a la media noche al gran castillo arruinado de Alcalá. Diego silbó tres veces. Entonces se vio salir de una de las cuevas abiertas en la base del castillo, a la gitana con una linterna sorda en la mano.

Se apearon y la siguieron.

Pedro iba confuso, sospechando el mal paso en que se encontraba; pero sus compañeros le rodeaban, y le arrastraron a donde les guiaba la gitana. Esta, después de saludar a los ladrones en voz sumisa, hablándoles una gerga ininteligible, abrió con una ganzúa la puerta de un corralillo, al cual, entre escombros y maderos, daba un postigo de la sacristía, a donde entró aquella sacrílega canalla, no sin pavor y asustándose hasta del rumor de sus pisadas.

¡Qué espectáculo tan altamente sublime y tremendo presenta un templo desierto a deshora de la noche!... ¡Aun las almas más puras y más santas se hunden en profunda y pavorosa meditación al contemplarlo; y no hay incredulidad que baste a dar aliento al corazón de quien se atreve a recorrerlo! ¡Cuán inmensas y aterradoras aparecen aquellas naves sombrías!... ¡Cuán altas aquellas cimbrias, que, sostenidas por gigantes de piedra, se pierden en la misteriosa oscuridad de un cielo sin estrellas! Allí, en una honda y lúgubre capilla aterra y pasma la fría estatua que duerme sobre un sepulcro; y aunque apenas se divisan sus contornos, parece que le da movimiento la oscuridad misma. El altar mayor, aún perfumado de incienso y de las flores de la mañana, y cuyas vislumbres chispean en las tinieblas; el altar, universal centro de la Fe, trono de la Caridad, refugio de la Esperanza, esplendor pródigo de dulcísimos consuelos, amparo del desvalido, atrae los ojos, los pasos, los corazones! Ante el tabernáculo arde la lámpara, solitaria, guardiana del sagrario, sin más objeto que alumbrar, porque la luz es el conocimiento de Dios: lámpara santa y misteriosa, suave y constante holocausto, llama permanente, como la eterna misericordia, que arde como el amor, silenciosa como el respeto, alegre y tranquila como la esperanza. Los destellos y reflejos de esta luz recortan y abrillantan algunos puntos salientes de los follajes y molduras del dorado retablo, dándoles la apariencia fantástica de ojos que velan en religioso insomnio. Allí nada distrae la mente: aquella completa inmovilidad, aquel no interrumpido silencio, forman como una suspensión de la vida, que no es la muerte, que no es el sueño; pero que tiene de aquélla la solemnidad, de éste la dulzura.

Tal estaba la iglesia de Alcalá cuando entraron en ella, alumbrados por la linterna de la repugnante gitana, los forajidos, llevando con ellos a empellones y por fuerza, al desventurado Pedro.

-Soltadle y cerrad, y atrancad esa puerta, dijo Diego.

-Va a gritar y nos va a descubrir, le respondieron los otros.

-¡Soltadle, digo! repuso el capitán. ¿Quién le ha de oír? ¿qué ha de hacer?

-Puede gritar, contestó León, que, ayudado por la gitana, despojaba el altar mayor de las alhajas de plata que lo adornaban.

-Pues estad a la mira, replicó el capitán.

Y dos, sin duda más tímidos, y que no querían poner la mano sobre cosas santas, se acercaron a Pedro.

Éste, que como todos los que se contienen, era impetuoso e incontrarrestable cuando le sacaban de sí las circunstancias, prorrumpió recobrando su energía:

-¡Abajo esos sombreros, hereges, que estáis en la casa de Dios!

-¡Pronto! ¡una mordaza! gritó furioso el capitán.

Y al punto le pusieron a la boca un pañuelo, siendo inútil la resistencia.

Pero, a pesar de que el pañuelo le ahogaba, al ver que la gitana y León rompían la puerta del sagrario, hizo Pedro un esfuerzo desesperado, y cayó de rodillas gritando:

-¡Sacrilegio! ¡sacrilegio! -¡Voz tremenda que recorrió las capillas, que retumbó en la bóveda, como entre las nubes el trueno, y que despertando al magno y sonoro instrumento, que suele acompañar al imponente De profundis, y al glorioso Te Deum se perdió entre sus cañones de metal, como un doloroso gemido! -Un momento de terror frío sintieron aquellos miserables. ¡Tembló el mismo Diego! -Pero pronto, repuesto, se acercó furioso a Perico, le arrojó contra las losas del pavimento, le pateó, le maldijo, y mandó a los demás que le matasen a culatazos si profería una palabra. El infeliz, en tierra y maltratado por aquellos bandidos, balbucía confuso:

-¡Misericordia, Señor, misericordia!

-¡Matadle si chista! repitió Diego, y despachemos pronto; que se va aclarando la noche, y nos pueden ver al salir de aquí.

Efectivamente las nubes se rompieron, y un rayo de luna entró en este momento por una alta claraboya de la iglesia, y fue a besar el pie de una milagrosa imagen de la purísima Concepción.

-¡Maldita luna! gritó la gitana, añadiendo imprecaciones horribles. Espantados todos de verse unos a otros al brillo de aquella repentina claridad, apresuraron el despojo y consumaron el sacrilegio.

Salieron por último, y cuando la gitana los vio partir a caballo cargados con las riquezas, se volvió a ocultar en la tierra.

Aún no doraba el sol la Giralda cuando cargados con su botín llegaron los ladrones cerca de Sevilla. Dejaron sus caballos en un olivar al cuidado del Presidiario, y entraron por diferentes puertas cada cual, reuniéndose en un lugar apartado y señalado por la gitana, en el cual un platero ya prevenido, recibió, pesó y pagó las alhajas. Pero cuando los ladrones volvieron al lugar en que habían dejado al Presidiario con los caballos, nada hallaron.

-¡El perro nos ha vendido! dijo uno.

-¿Y a qué? repuso Diego; tiene aquí su parte, que supone más de lo que pudiese valerle su traición.

-Habrá visto gente y se habrá refugiado al Cuervo, dijo Perico.

Encamináronse hacia la hacienda, dejándose caminos y carriles y metiéndose por los olivares.

Mas allí tampoco hallaron al Presidiario.

-¡Mi pobre Corso! dijo Diego, y una lágrima amarga como acíbar brilló un instante en sus ojos. Mas reponiéndose al momento: estamos vendidos, dijo; ea pues, a salvarnos. Río abajo; al coto del Rey, a Ayamonte; a Portugal: algún día le hallaré, ¡y más le valiera en ese día no haber nacido!

Iban a salir, cuando se presentó la gitana a reclamar su parte en el robo. Todos la asaltaron a preguntas sobre la desaparición del Presidiario; pero nada sabía, y manifestó mucha inquietud.

-No estáis seguros aquí y os debéis ausentar cuanto antes, les dijo. El hijo mayor de la condesa de Villaorán ha jurado vengar la muerte de su hermano; ha pedido tropa al capitán general, y os anda persiguiendo. Me temo que haya sorprendido al Presidiario. Por mí me voy: el suelo arde bajo mis pies.

-¡Que no te quemara! esclamó uno.

-¡Qué no te tragara! esclamó otro.

La vieja desapareció en silencio entre los olivos como una víbora, después de haber dejado su veneno en la mordedura que ha hecho.

-¡El atentado en la casa de Dios! dijo el primero.

-¡Despejar un sagrario! añadió otro.

-Ea, callarse, gritó Diego: ¿a qué viene ya eso? A lo hecho pecho. Andemos.

Pero en este instante se oyeron pasos de caballos; y Perico, que Diego había puesto de vigilante, entró corriendo a avisar que llegaba el Presidiario con los caballos. Una aclamación general de alegría acogió al Presidiario, el que contó que habiendo divisado tropa había tenido que esconderse, y sólo pudo volver dando grandes rodeos. Mas ahora, añadió, no perdamos tiempo, somos perseguidos, Capitán, aquí tenéis a Corso; os lo he cuidado bien, que ya sé lo que lo queréis.

Diego acariciaba lleno de gozo al noble animal, jurándole mentalmente no volver nunca a separarse de él.

Apresuraron su marcha, y al entrar en un desfiladero, resonó repentinamente un grito formidable al frente, a sus espaldas, sobre sus cabezas:

-Rendíos al Rey.

Una partida de caballería los cercaba; dos pistolas apuntaban al pecho de Diego; un hombre tenía cogida la brida de su caballo.

Diego volvió la vista en derredor con no desmentida calma, conociendo el poder de su caballo, que tenía enseñado. Con la rapidez del rayo sacó su puñal, hirió con él las manos que sujetaban las riendas, apretó con fuerza las rodillas a los hijares de su caballo, se echó sobre su pescuezo y le gritó:

-¡Ea, Corso, salva a tu amo!

El noble y entendido animal se empinó convulso; pero cayó desplomado sobre su cuarto trasero; hizo vanos esfuerzos para levantarse... ¡Estaba desjarretado!

Diego conoció el golpe y la mano que lo había dado: frenético de rabia saltó al suelo; pero había desaparecido el infame entre el tropel que se agolpaba en el desfiladero.

Cogieron a Diego, que no hizo resistencia.

Al salir de aquel estrecho sitio, volvió Diego la cabeza y echó una última mirada sobre su caballo, que siempre inmóvil le seguía tristemente con sus grandes ojos.

Sólo a un alma del temple de la de Diego, a su energía agreste, a su fuerza de voluntad, era dado disimular bajo una calma que desafiaba a todo temor, la furia que en su pecho ardía, y el dolor que destrozaba su corazón.

Desarmaron los soldados a los bandoleros y les ataron los codos a las espaldas.

-¿Cuál es, preguntó el conde de Villaorán al verlos reunidos; cuál es el que mató a mi hermano?

Los ladrones callaron a una mirada de Diego, que preso y maniatado les imponía aún.

-¿Quién fue? volvió a preguntar el conde con voz ahogada por la ira.

-Yo fui; dijo Perico.

El conde se volvió hacia aquel mozo cabizbajo, en el que no había parado la atención; mas al fijar en él sus ojos, un grito de asombro salió de sus labios.

-¡Tú! esclamó: ¡Perico Alvareda! ¡Iniquidad sin nombre!: ¡perversidad sin ejemplo! ¡Pobre Ana! desventurada madre que te dio el ser: ¡desgraciados hijos! ¡infeliz Rita! Pues sábelo, desalmado, prosiguió el conde con vehemencia, tu mujer ha trabajado con incesante celo y actividad para conseguir tu gracia. Los tribunales y los jueces la vieron siempre a sus pies. Ventura te perdonó antes de morir. Pedro te ha perdonado. Mi desventurado hermano fue el celoso e incansable agente de los tuyos. Consiguió tu gracia del rey. Todos te buscaban con ansia, y él más que todos. Te halló... ¡Oh! que nunca te hubiese hallado!

Diego, que había observado el inmenso dolor que con el frío y la palidez de la muerte se pintó en el semblante desencajado de Perico, y que le vio bambolearse, dijo al conde:

-¡Señor, no veis que lo matáis!

-No me anticiparé al verdugo, contestó el conde montando sobre su caballo. ¡A Sevilla!

-¡Ánimo! murmuró Diego al oído del anonadado Perico. Míranos, todos vamos a morir y todos estamos serenos.

En Sevilla entraron entre las maldiciones del pueblo horrorizado de sus últimos delitos; pero aun fue mayor la indignación cuando vieron venir libre entre ellos al infame traidor que los había vendido. Era este el vil Presidiario, que de esta suerte compraba su gracia y obtenía el premio prometido al que entregase a Diego, el afamado bandolero, que por tanto tiempo burló los esfuerzos de sus perseguidores.

Tuvo el Presidiario que huir y esconderse para ponerse a salvo de los insultos de que era objeto. Al anochecer, llamó a la puerta de una mal afamada tienda de bebida en el arrabal de la Macarena; mas apenas lo hubo conocido el dueño le dijo:

-Hazme el favor de irte por donde has venido.

-¿Qué es eso? dijo el Presidiario; ¿desde cuándo se recibe aquí a los amigos de este modo?

-Por tu bien te lo digo, respondió el dueño, pues si te hallan aquí los muchachos, no quisiera yo estar en tu pellejo. Sigue mi consejo, y pon los pies en polvorosa, y ligero, sin volver la cara atrás.

-Pues mire Vd. quien habla. Ellos, que son más malos que yo y capaces de vender a sus padres por una peseta.

-No digo que no: son a cual peor; pero yo no quiero jarana en mi casa, repuso el dueño. Ea, andandito se va a Roma, prosiguió empujando al Presidiario fuera de la puerta, que cerró diciendo:

-La Magdalena te guíe, que es la que guía a los enamorados.

-Y a los arrepentidos, añadió una voz que pareció salir de la misma oscuridad; ¡y te arrepentirás, cobarde!

A la mañana siguiente se halló tirado al pie de la pared del cementerio el cadáver de un hombre cuyo corazón estaba atravesado de una puñalada: era el del traidor.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Hallábase entonces la cárcel de Sevilla mal situada en una calle estrecha y de las más céntricas de esa ciudad. Era un edificio de mal aspecto, mezquino, adusto, al que faltaba la severidad de la autoridad legal y la dignidad que debe la humanidad a la desgracia, aun a la culpable. A pocos pasos de este horrible centro de maldad tosca y cínica degradación, concluía la calle en la gran plaza de San Francisco, plaza irregular y entre larga, pero que conserva los edificios que la hacen la plaza más considerable de la insigne decana de Andalucía. A la derecha se ostentan las casas capitulares, cuya preciosa arquitectura es tenida por los naturales y forasteros por una de las galas de la joyera de Sevilla, lo cual no obsta a que por dos veces se haya pretendido derribarlas en estos días por los vándalos de la ilustración, a los cuales tenemos por más destructores que los de la barbarie. A la izquierda, formando un ángulo saliente, se presenta el regular y severo edificio de la Audiencia, ese tribunal a quien da su poder omnímodo la justicia, y que corona como una estrella de clemencia su reló que atrasa diez minutos, respetable ilegalidad, porque esos diez minutos más de vida se dan al reo antes de señalar la hora cruel de su esterminio; que todas las leyes y costumbres de la vieja España llevan el sello de la caridad: diez minutos no son nada para el que pasea tranquilo por la senda de la vida; ¡pero son tanto para el que va a morir! Diez minutos en el umbral de la muerte pueden decidir del fallo sobre la eternidad; diez minutos podría retardarse un inesperado, pero posible indulto. Pero aunque no existiesen estas consideraciones espirituales y temporales, aunque ese grave acuerdo de nuestros mayores no fuese sino la limosna de diez minutos de vida concedida al que va a morir, esta limosna siempre probaría que aun a sus más severos fallos supieron aquellos jueces católicos imprimir un sello de caridad. Así lo reconoce el pueblo que sabe y tiene en mucho esta institución, que es una de las que más reverencia. ¡Oh, España! ¡qué ejemplos has dado al mundo en todos ramos, tú que hoy se los pides a los estraños!!!

A un lado del ayuntamiento, formando ángulo entrante, se halla el convento de San Francisco, con su gran compás y su grandiosa iglesia. Los demás frentes de la plaza los forman portales, que, como antiguos festones de piedra, guarnecen los costados de la plaza, la que en el estremo opuesto al que al principiar mencionamos, tiene una gran fuente de mármol, cuyas aguas son tan constantes y duraderas en su corriente como el recipiente en su materia.

Veíase aquel día la plaza de San Francisco y sus calles adyacentes cubiertas de una inusitada multitud de gentes. ¿Qué las reunía? ¿A qué iban allí? ¡A ver morir a un hombre! Pero no; no a ver morir, sino a ver matar a su hermano. ¡Morir! morir es solemne, pero no horrible, cuando el ángel de la muerte es el que cierra suavemente los ojos ya quebrados de la criatura, y da así alas al alma para elevarse a otras regiones. Pero ver matar, matar por mano del hombre en la congoja del espíritu, en la agonía del alma, en las torturas del sufrimiento; esto espanta. ¡Y van, y se apresuran y se atropellan para estar cercanos al suplicio del atentado legal! Pero no es el placer, ni la curiosidad, la que atrae allí a aquella multitud azorada; es esa funesta ansia de emociones que siente el contradictorio corazón humano; esto se lee en aquellos rostros a la vez pálidos y ansiosos.

Un murmullo sordo corría por aquella apiñada muchedumbre, en medio de la cual se alzaba ese gran esqueleto, ese pilar de vergüenza, de la agonía, ese usurpador de la misión de la muerte, ese solar del abandono que sólo arrostra el sacerdote; el estremecedor cadalso, que se construye de noche a la mustia luz de linternas, porque los hombres que lo alzan tienen vergüenza de que los vea el sol de Dios, y los miren sus semejantes. Esta muchedumbre se estremecía a intervalos al oír la lúgubre campana de San Francisco doblar por un vivo, que ya sólo existía para Dios, ¡pues el mundo lo había borrado de la lista de los vivientes! Doblaba tan profundamente triste, cual si esta voz de la iglesia, a la vez de subir a Dios en súplica encomendándole un alma, bajase como sentida y grave amonestación a los mortales; así toda aquella asombrosa solemnidad que con el aire se respiraba y oprimía el pecho, parecía decir: ¡morid, culpables, morid en sacrificio espiatorio, por esta humanidad pecadora y también degradada...!

Sólo la fuente, pura y limpia, seguía tranquila con su clara voz, su suave y monótona cantinela, ajena, cual la niñez y cual la inocencia, a los horrores de la tierra. ¡Oh, inocencia, emanación del paraíso, que aún respiran en nuestra corrompida atmósfera los niños y aquellos seres privilegiados que tienen, como la Fe, una venda sobre los ojos para creer sin ver, y otra sobre el corazón para ver y no comprender; que tienen, como la Caridad, el corazón en la mano, y como la Esperanza, los ojos fijos en el cielo; cérquente siempre el respeto, el amor y la admiración, que, como hija del cielo, mereces!

Existen dos clases de caridad; la una es la que alivia los padecimientos materiales, materialmente y con dinero: esa es bella y generosa, pero fácil y socialmente obligatoria. La otra es la que alivia las angustias morales moralmente: esta caridad es sublime y divina.

Entre éstas es poco celebrada por el mundo, que tantas ocasiones halla para censurar y tan pocas para elogiar, la hermandad de la caridad. ¿Y quiénes componen esta admirable congregación? ¿Son acaso aquellos que gastan tanto papel y fraseología en favor de la humanidad, filantropía y fraternidad? No; ninguno se digna entrar en esta corporación, que se compone en la mayor parte de la aristocracia de los pueblos en que se ha establecido. ¿Y por qué? Porque de la teoría a la práctica, así como del dicho al hecho, hay un gran trecho.

Veíanse por las calles de Sevilla, algún tiempo después de lo referido en el último capítulo, los principales caballeros del pueblo recorrer la ciudad con una esportilla en la mano, repitiendo en voz grave esta frase:

Para los infelices que van a ajusticiar.

Ahora bien, quitando el mérito, la sinceridad y humanidad en estos hombres; quitando, si hacerse pudiese, la ventaja y provecho de esta hermosa obra de caridad en quien la hace y en quien la recibe; mirando, decimos, este hecho despojado de todo; ¿no es por sí solo un grande y magnífico ejemplo al pueblo? ¿Una práctica lección, que vale algo más que los papeluchos venenosos que lo rebelan y desencadenan sus malas pasiones en provecho ajeno?10

En la cárcel estaban en capilla Diego y los de su banda, acompañados alternativa y constantemente por otros hermanos, que dejando sus casas, sus comodidades y quehaceres, venían a tomar parte en esa agonía prolongada, aliviando los últimos momentos de esos infelices, previniendo sus deseos cual no lo son los de los reyes, y echando bálsamo en la herida de la espada de la justicia.

El conde de Cantillana y el marqués de Greñina, dos de los más celosos y consagrados miembros de esta santa hermandad, habían ido al juzgado que se establece y queda erigido en la cárcel mientras dura la conducción al cadalso y la ejecución de los reos, para pedirle los cadáveres de aquellos infelices. Esta es la fórmula adoptada por esa magnífica y enternecedora institución católica:

«Venimos en nombre de José y de Nicodemus a pedir permiso para descender el cadáver del suplicio.»

El juez se los concede, y se retiran11.

Cada reo tenía a su lado su confesor, santo báculo con el cual se hacen firmes los pasos que llevan al cadalso.

Cuando Perico hubo concluido su confesión sacramental, le dijo al venerable monje que le asistía:

-Mi nombre no es sabido, pues sólo me conocen por el de Perico el Triste; pero como entre el cielo y la tierra no queda nada oculto, tarde o temprano sabrá mi gente mi suerte. Padre, haga usted la caridad de cumplir mi último deseo. Sea Vd. el que le lleve la nueva a mi madre. Dígale Vd. cómo he muerto arrepentido y contrito, y no tan criminal como aparece. El mal es un derrumbadero en que es uno arrastrado por el peso de la primera culpa, cuando se llega a cometer, y esta culpa, que tanto me ha pesado y me pesa, la cometí porque preferí una cosa vana, que los hombres llaman honra, y que se compra a veces con sangre, a los preceptos del Evangelio, que hacen del sufrimiento una virtud, y del perdón un precepto. ¡Oh padre, cuán otras aparecen las cosas de la vida en el umbral de la muerte! Dígale Vd. a mi pobre hermana, a quien le maté el novio, que le encargo uno inmortal que no la engañará nunca. Al tío Pedro que sé que me ha perdonado, así como lo hizo su hijo, y que llevó ese consuelo a la tierra y mi agradecimiento a Dios. A Rita, que viví y muero queriéndola, y que si hubiese vivido, jamás le habría recordado lo pasado, puesto que se arrepintió. A mi suegra, que tan buena es, que me encomiende a Dios: y mis pobres hijos... mis huérfanos... que no sepan, si posible es, la suerte de su padre; que los ben... di... go...

Aquí reventó su destrozado corazón en sollozos.

El padre que le oía, persuadido de la inocencia de corazón de aquel hombre arrastrado al delito, exasperado y ciego por cuanto puede desesperar y sacar de tino a un marido, a un hermano, y a un valiente y empujado a la vida airada por las circunstancias, la necesidad y su falta de energía, padecía el tormento del que ve naufragar a sus pies un barco sin medio ni arbitrio alguno de salvarle.

Las continuas y activas gestiones que hacía Rita para descubrir el paradero de su marido, cuya gracia por medio de buenas almas había obtenido del rey, la trajeron aquel día con su madre a Sevilla.

Al querer atravesar la plaza de San Francisco, ven una multitud de gente agolpada en ella. Preguntan la causa de este bullicio y les señalan el cadalso.

Quieren huir; pero las gentes que tras ellas se han agolpado, se lo impiden. Se aproxima el reo, todos prorrumpen en esclamaciones de lástima: «¡qué joven es, dicen: qué aire tan conforme y humilde lleva! ¡pobrecillo! Ese es el que llaman Perico el Triste: dicen que su mujer, una bribona, lo ha perdido».

Violentamente late el corazón de Rita. Pasa el reo, lo ve; ¡lo ha conocido! Un grito, cual jamás otro desgarró el aire, resonó por la plaza. Perico se para. Padre, dice, ella es, es Rita.

-Hijo mío, responde el padre: no pienses sino en Dios, a cuya presencia vas a parecer contrito, reconciliado y bienaventurado, llevándole tu espiación.

-Padre, quisiera a lo menos verla antes de morir.

-Hijo, piensa en el amargo castigo y glorioso alumbramiento que vas a recibir del hombre, que es la mano de tu destino.

Perico quiere volverse.

-¡Adelante! manda el sargento.

Sube al cadalso, se postra ante su padre espiritual, que lo bendice con calma frente y alma destrozada, besa con ansia y fervor el crucifijo, ese otro cadalso en que espió el hombre Dios culpas ajenas; vuelve aún los ojos hacia donde sonó la voz que hirió su corazón, se sienta en el banquillo, le atan y le colocan el garrote al cuello; el verdugo está detrás, el sacerdote entona el credo, el verdugo tuerce el tornillo, un grito unánime suena en la plaza, «Ave María Purísima». Con esta invocación de la Madre de Dios se despide la humanidad del condenado, a quien la mano del verdugo separa de ella.

El verdugo tapa la cara al ajusticiado con una paño negro.

Un silencio profundo reina en la plaza, sobre la cual, como el verdugo el paño, estiende la muerte sus negras alas.

A Rita la sacaron accidentada algunas personas compasivas, y la llevaron a una posada. Su estado era terrible, las convulsiones en que se destrozaba la dejaban pocos instantes de conocimiento, y en éstos se demostraba su desesperación de un modo tan espantoso, que era preciso sujetarla como a una demente. En varios días no fue posible trasladarla a su casa. Al fin trajeron sus parientes una carreta para llevarla. La acostaron en ella sobre un colchón; pero ninguno quiso acompañarla por vergüenza. Sólo María iba con su hija, sosteniendo en sus faldas la cabeza de aquélla, cuyo largo cabello negro caía cubriéndola toda, como para ocultarla a las curiosas e indiscretas miradas.

-Allí va, decían al verla pasar, la mujer del ajusticiado, que por su liviandad envió a su marido al cadalso; y los bueyes no apresuraban su lento paso, cual si también ellos tuviesen misión de infligir el castigo de la reprobación a aquélla que con tanta audacia la había afrontado.

María iba como una resignada mártir. El suave temple de su alma la hacía como elástica para poder encerrar en ella sin estallar la inmensidad del sufrimiento. De cuando en cuando se estremecía Rita, prorrumpía en gemidos y apretaba convulsivamente las rodillas de su madre. Ésta nada decía, pues no hallaba palabras de consuelo para tal dolor.

Al anochecer llegaron al lugar. La carreta se paró a la puerta de su casa, y bajaron en brazos a Rita. Ve ésta en casa de su suegra una de las ventanas abierta de par en par. Rita se arranca de los brazos que la sostienen y se precipita a la reja.

En medio de la sala que ella habitó en tiempos felices, está un féretro. Cuatro cirios vierten su grave y solemne luz sobre el sereno cadáver de Elvira. Está blanca como su mortaja, sus manos están cruzadas y en su brazo derecho pasa una palma, símbolo consagrado a la virginidad. Así, sencilla y en actitud de orar, yace la católica doncella del pueblo. El contrasentido moderno de ataviar la muerte, hace estremecer la razón. ¿Qué objeto se lleva en despojar a los cadáveres de su augusta majestad, pintarrajeando su palidez imponente, descruzando sus manos antes santamente unidas en señal de implorar la misericordia divina, cubriendo los fríos e inertes miembros con sus vestidos de fiesta, poniendo en las frías e inertes manos un ramo de flores de color, símbolo de alegría y de regocijo? ¿Cosa tan ligera y alegre os parece la muerte, que preferís a una oración por el alma, un elogio para el cuerpo, pasto ya de gusanos?

En el testero de aquella sala abandonada se veían aún las yerbas secas que formaron el nacimiento.

A los pies de la sala estaba sentada Ana, cual otro cadáver, pálida e inmóvil.

A uno de sus lados estaba Pedro, al otro el religioso que acompañó a Perico al suplicio.








ArribaEpílogo

Años después de lo referido fue el marqués de*** a pasar una temporada en una hacienda a Dos Hermanas.

Una tarde que volvía al anochecer de la hacienda de uno de sus parientes, al pasar cerca de un olivo, notó que el guarda y el capataz que le acompañaban se quitaron el sombrero. Miró y vio clavada en el olivo una cruz roja.

-¿Ha habido en estos sitios pacíficos una muerte? preguntó.

-Sí señor, contestó el guarda; aquí mataron al mozo más guapo y más gallardo que jamás pisara Dos Hermanas.

-Y el matador, añadió el capataz, era el mozo más honrado y más hombre de bien del lugar.

-¿Pues cómo fue eso? preguntó el marqués.

-Señor, contestó el guarda, el vino y las mujeres; la causa de todas las desgracias.

Y fueron repitiendo por el camino los sucesos que hemos trasladado, con todos sus pormenores y circunstancias.

-¿Y existen todavía algunos de la familia en el lugar? preguntó el marqués, profundamente interesado en el relato.

-No señor, contestaron. El tío Pedro murió al año. La mujer de Perico se quería dejar morir; pero el religioso que auxilió a su marido la persuadió a que hiciese por vivir por sus hijitos, que así era la voluntad de Dios y de su marido. Pero como debería haber tenido cara de baqueta para quedarse aquí, donde todos conocían y querían al marido, se fue con su madre a la sierra, donde tenían parientes. Uno que vino de ella días pasados, y que la vio, dice que no parece la misma. Las lágrimas le han hecho surcos, está más delgada que la guadaña de la muerte y no goza salud.

-¿Y la madre? preguntó el marqués.

-La pobre tía Ana, murió cabalmente anteayer. La infeliz parecía una sombra, estaba doblada, cual sí anduviese buscando su sepultura como lecho de descanso.

Habían llegado en esto al pueblo, y al pasar por una casa grande y oscura, dijo el capataz:

-Esta es su casa.

El marqués se detuvo y en seguida entró.

Una anciana, parienta de la difunta, habitaba sola aquella casa triste y vacía, sobre la cual en aquel instante se estendía la blanca luz de la luna como una mortaja.

-¡Qué destruidos están esos arriates! dijo el marqués.

-No era así, repuso la anciana, cuando los cuidaba aquella pobrecita niña, que cerró los ojos el día que supo la justicia de su hermano para no volverlos a abrir a los horrores de la tierra: los tenía ella llenos de flores, que prevalecían como hijas al cuidado de una madre.

-¡Oh! esclamó el marqués, ¡qué dolor! ¡este magnífico naranjo se ha secado!!

-Si era más viejo que el mundo, señor, dijo la anciana, y estaba hecho a mucho mimo y mucho cuidado. Desde que la pobre Ana perdió a sus hijos, ni ella ni nadie se cuidaba de él, y se secó.

-¿Y este perro? preguntó el marqués, viendo a un pobre perro viejo y ciego, retirado en un rincón.

-¡El pobre Melampo! Desde que faltó su amo se puso triste y cegó. Ana me recomendó antes de morir que lo cuidase: fue casi lo único que la pobre habló; pero no será menester, porque cuando salió el cadáver se puso a ahullar, y desde entonces no ha querido comer.

El marqués se acercó.

El perro estaba muerto.



 
Anterior Indice