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ArribaAbajoParte tercera


ArribaAbajoCapítulo I

Una noche borrascosa cubría el cielo de volantes nubes que, perseguidas por el viento, iban más allá a descargar sus raudales. Separábanse a veces en su fuga, y entonces aparecía suave y tranquila la luna, cual heraldo de concordia y paz en la refriega.

En los cortos instantes en que aclaraba esta plácida luz el cielo y la tierra, hubiérase podido distinguir en un camino solitario a un hombre macilento y pálido. Su andar incierto, sus ojos asombrados, la agitación de los músculos de su semblante, manifestaban claro que ese hombre huía.

¡Sí, huía! Huía de los sitios habitados, huía de sus semejantes, huía de la justicia humana, huía de sí mismo y de su conciencia, porque ese hombre era un asesino, y nadie, al verlo huir sombrío y agitado cual las nubes arriba ante la invisible fuerza que las perseguía, hubiese reconocido en él al hombre honrado, al hijo sumiso, al marido amante, al padre tierno que había sido pocos días antes ese ente miserable sobre el cual la ley echaba el irremisible fallo de expiación.

Sí, ese hombre era Perico: no buscando una paz ya para siempre perdida, sino huyendo de lo presente y espantado de lo por venir.

Días desesperados y noches horrorosas había pasado en los sitios más solitarios, sin más sustento que bellota y raíces, evitando los ojos de los hombres como jueces, y la luz del día como acusadora. Pero no había oscuridad que desvaneciese las imágenes que ante sí tenía claras y vivas, ni silencio que acallara sus clamores. Eran aquéllas el cadáver   —86→   sangriento de Ventura, el desconsuelo de su pobre madre, el dolor de su infeliz hermana, el abandono de sus hijos, la desesperación del anciano amigo de su padre, la reprobación de su honrada raza y, sobre todo, esto sonaba de continuo a sus oídos, a los que llegó el fúnebre, terrible y solemne toque de agonía con que la iglesia amparaba a su víctima.

En vano le insinuaba el orgullo por su órgano más seductor, el honor mundano, que lo que hizo lo debió hacer, que no hacerlo hubiese sido un baldón, que más eran las ofensas que las represalias. Una voz, que habían acallado los gritos de las pasiones, pero que se hacía más distinta y más severa a medida que aquéllas, cual todo lo humano, iban cediendo y desmayando, la eterna voz de la conciencia le decía: ¡Oh! ¡Que nunca lo hubieses hecho!

El viento traía consigo un extraordinario sonido, a veces más recio, a veces más desvanecido, según eran más o menos fuertes sus ráfagas. ¿Qué podría ser? Todo asombra al culpable. ¿Era el rugido del viento, una flauta o un quejido? Mientras más a él se aproximaba Perico, más inexplicable se le hacía. La dirección que seguía el mísero lo acercaba hacia su procedencia. Llega. Su asombro se llena cuando, sin poder distinguir nada, pues una negra nube cubría la luna, oyó ese portentoso sonido sobre su cabeza. ¡Sonaba tan triste, tan vago, tan pavoroso!

En este momento se rompieron las nubes; clara y blanquecina se esparció la luz de la luna por todas partes como una capa de trasparente nieve. Todo sale fuera de los misterios de las sombras. A sus ojos se presenta Écija, dormida en su valle como una ave blanca en su nido. Alza la vista hacia donde suena el misterio clamor. ¡Qué horror! ¡Sobre cinco postes ve cinco cabezas humanas! Ellas son las que despiden el doloroso quejido, cual una amonestación del muerto al vivo18.

Perico retrocede despavorido y repara entonces que no está solo. Junto a uno de los postes está parado un hombre. Este hombre es alto y vigoroso, de porte varonil y erguido.   —87→   Viste ricamente a la manera de los contrabandistas; su rostro tostado es duro, osado y sereno. Tiene en la mano su sombrero, descubriendo ante esos postes de ignominia una cabeza que no se descubre jamás, puesto que esa cabeza es la de un hombre que está fuera de la ley, de un hombre que ha roto todos los vínculos con la sociedad y que no respeta ya nada en ella; pero ese hombre, aunque desalmado, cree en Dios, y aunque criminal, es cristiano, y reza19

Cuando de esta enérgica e indómita naturaleza, emancipada de todo, sale un destello de adoración, religioso, cual de una roca un chorro de agua viva, ¿qué diréis, incrédulos? ¿Es temor supersticioso?

Para ese hombre es el temor una palabra vana de sentido.

¿Es hipocresía?

No lo ven sino cinco cabezas de muerto.

¿Es debilidad moral?

Ese hombre tiene una fuerza de alma desconocida en la sociedad, en que todos se apoyan en algo, él que no se apoya en nada.

¿Es recuerdo de infancia? ¿Holocausto a la madre que le enseñó a rezar?

No existen éstos para el desamparado huérfano, criado entre los toros bravos que guardara.

¿Qué es, pues, lo que dobla aquella cerviz, y la detiene a orar ante la muerte de su semejante?

Al cabo de algunos minutos ese hombre concluyó su oración, se tocó el sombrero, se remangó la manta sobre el hombro, y dirigiéndose a Perico, le dijo:

-¿Dónde se va, caballero?

Perico ni quiso, ni pudo responder. Un vértigo le había acometido.

-Que dónde se va, digo -volvió a preguntar el desconocido.

Perico permaneció callado.

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-¿Es -prosiguió el que interrogaba, es que sois mudo, o que no os da gana de responder? Si es esto, aquí hay una boca -añadió señalando su trabuco- que saca razones cuando no lo logra la mía.

La desesperada situación en que se hallaba Perico le había exasperado a punto que ya no obraba en él la reflexión, y la mancha de cobarde que se le había infligido estaba aún roja y ardiente en su frente como la marca reciente del hierro candente que imprime la ignominia; así fue que respondió sin detenerse y agarrando su escopeta:

-Pues aquí hay otra que contesta en el tono que preguntan.

La intención del desconocido no era hostil, ni tampoco la de llevar a efecto su amenaza; mas no porque le faltase ánimo, puesto que era aquel hombre el más valiente que pisara las llanuras y las sierras de Andalucía. Y así, lejos de irritarle la arrogancia de aquel joven delgado y macilento, le agradó; y le dijo:

-Camarada, a mí me gusta quitarme el sombrero antes de sacar la espada; pero pláceme saber con quién hablo y a quién encuentro en mi camino. Ánimo tenéis, si pisáis éste, pues dicen anda por aquí Diego y su partida, y ya sabréis, como toda España, quién es Diego; donde pone el ojo pone la bala; a su vista tiemblan hasta las hojas sobre los árboles, y al oír su nombre hasta los muertos en sus hoyos.

Todo esto lo dijo sin la jactancia andaluza, tan grotescamente exagerada hoy día; sino con la naturalidad de la convicción, con la serenidad de la verdad.

-¿Qué se me da a mí de Diego y su partida? -exclamó Perico, no con osadía, sino con el más profundo desaliento.

Diciendo esto con débil voz, se tambaleó y apoyó su cabeza sobre su escopeta.

-¿Qué os da? ¿Qué tenéis? -preguntó el desconocido al notar su desfallecimiento.

Perico no respondió, porque era tal su debilidad y el efecto que habían causado en él sus recientes emociones que cayó al suelo sin sentido.

El desconocido se arrodilló junto a él y levantó su cabeza. La luna alumbró de lleno aquella cara, hermosa aún al través de su mortal palidez y de las señales que las pasiones, angustias y dolores habían impreso en ella.

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-¡Ha muerto! -murmuró poniendo su tosca mano sobre el corazón de Perico, que pocos días antes era puro como el cielo de mayo.

-No -prosiguió-, no ha muerto; pero morirá aquí como un perro si no se le socorre.

Y lo volvió a mirar, sintiendo despertarse en él aquel noble imán que arrastra la fuerza hacia la debilidad, el poder hacia el desamparo; porque digan lo que quieran los optimistas, el destello divino está en toda naturaleza humana.

Púsose en pie y silbó.

Oyóse el vivaz y juvenil galope de un hermoso potro, que moviendo el cuello y dando al viento sus crines, llegó, y con un alegre relincho se plantó delante de su amo, volviendo su cara fina y sus brillantes ojos como para ofrecerle el estribo.

El desconocido levantó a Perico inánime en sus robustos brazos, lo torció sobre el caballo, saltó a su lado, apretó suavemente las rodillas a los ijares y, el noble animal partió gallarda y ligeramente, sin cuidarse del peso de su doble carga.




ArribaAbajoCapítulo II

En una venta solitaria agazapada al lado de un camino real como un mendigo, estaban tranquilamente sentados a la lumbre el ventero y su mujer, hechos como estaban a aquella alternativa de bulliciosa actividad de día y de completo y silencioso aislamiento de noche, como los habitantes de los lugares pantanosos a sus fiebres intermitentes.

-¡Malhaya -decía la ventera- de aquel testarudo marinero que se le puso que había de hallar un nuevo mundo, y que no paró hasta topar con él! ¿No tenía el rey ya bastantes cuidados con éste? ¿Y a qué ha servido? A llevarnos para allá nuestros hijos y a traernos la epidemia. Di, Andrés, y no te estés durmiendo como un lirón, ¿ha servido para otra cosa?

-Sí, mujer, sí -contestó el ventero entreabriendo los ojos-; de ahí viene la plata.

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-¡Malhaya la plata! -exclamó la ventera.

-Y el tabaco -añadió el marido con lentas y lánguidas palabras, volviendo a dormirse.

-¡Maldito sea el tabaco! -volvió a exclamar con rabia la ventera-. ¿Crees tú, mal padre, que valen ni la plata ni el tabaco las vidas que cuestan y las lágrimas que hacen derramar? ¡Hijo de mi alma! ¡Dios sabe lo que será de él en aquella tierra, en la que se matan los hombres como chinches y todo es venenoso, hasta el aire!

En este instante se oyó un silbido extraño.

El ventero se puso en pie de un brinco, agarró apresuradamente el candil y corrió hacia la puerta, diciendo:

-El capitán.

Al presentarse en el umbral con el candil en la mano, alumbró esta luz roja a un hombre montado a caballo que traía terciado por delante a otro que parecía cadáver.

-Ayudadme a bajar a este hombre -le dijo el jinete con la aspereza de la voz poco ejercitada de un hombre de pocas palabras.

El ventero alargó el candil a su mujer, que se había acercado, y se apresuró a hacer lo que se le mandaba.

-¡Jesús me valga! ¡Un muerto! -exclamó la ventera-. ¡Por María Santísima, señor, no nos lo metáis en casa!

-No está muerto -contestó el jinete-, está malo; cuidadlo, que para eso sirven las mujeres. Aquí hay dinero para costear la cura.

Diciendo esto, tiró una moneda de oro y desapareció en la oscuridad, perdiéndose poco a poco el sonoro y medido ruido del galope de su caballo, como un pensamiento fijo se va desvaneciendo al apoderarse el sueño de nuestras facultades.

-¡Pues está bueno el lance! -gruñó Marta-. ¿Cuánto va que él, por sus manos, lo ha puesto así, se larga, y ahí queda el tajo? «¡Cúrelo usted!». ¡Como si no hubiese más que curar a uno que está muerto o poco le falta! ¡Como si esta venta fuese un hospital! ¡Pues no se ha figurado ese «perdonavidas» que no tiene más que mandar como si fuese el rey!

-¡Chitón! -dijo el ventero asustado-; ¿quieres callar, «lengüilarga»? ¡Hablar así de Diego! ¡El mismo demonio son las mujeres! ¿A qué gruñes, si sabes que no hay más   —91→   que hacer sino lo que manda esa gente? Además, ésta es una obra de caridad; conque a ello.

Prepararon lo mejor que pudieron un lecho en un desván.

-No tiene señal de golpe ni herida -dijo Andrés, desnudando al enfermo-; ¿lo ves, mujer? Es una enfermedad como otra cualquiera.

- Mira, mira, Andrés -exclamó Marta-; tiene un escapulario de la Virgen del Carmen al cuello.

Y como si esta vista, o el santo influjo de la sagrada insignia hubiese despertado en ella todos los buenos sentimientos de humildad cristiana; como si la hermandad en una misma devoción hubiese hecho resonar claro aquel santo precepto, al prójimo como a ti mismo, se puso a exclamar: ¡Razón tenías, Andrés! ¡Es una obra de caridad asistirlo! ¡Pobrecillo!... ¡Qué joven es, y que desamparado está!... ¡Su pobre madre! Vamos, Andrés, ¿qué haces ahí parado, como un poste? Anda, corre, trae vino para refregarle las sienes; mata una gallina, que le voy a poner un puchero.

-Eso es -murmuró Andrés al irse-; primero no lo quiere en casa; ahora se ha de echar el bodegón por la ventana...; ¡las mujeres!, el demonio que las entienda...

Marta fue incansable en la asistencia del infeliz, que se agitaba en su fiebre y hablaba en su delirio de cosas terribles. A la noche siguiente, entró en la venta un hombre mal encarado y de repugnante aspecto. Había estado en presidio, y era su apodo el Presidiario.

-Dios guarde la persona -dijo el ventero al verlo entrar, con más miedo que cordialidad-; ¿qué le trae a usted por acá?

-Un antojito del capitán; ¡mala rabia le mate!... ¿Pues no vengo a saber de un enfermo como mandadero de monjas?

-No le va muy bien -contestó el ventero-; tiene calentura como un toro, está desvariando y habla de una muerte que ha hecho, de cabezas de muerto...

-¡Hola! ¿Conque es hombre de armas tomar? -dijo el Presidiario-; vamos a verlo.

Subieron al desván.

-En todo el día se me ha pegado la camisa al cuerpo -iba diciendo el ventero-; pues ha habido gentes, y hasta soldados, y si lo hubiesen oído...

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Examinaba entretanto el Presidiario la joven, fina y demacrada persona de Perico, y con un movimiento despreciativo respondió al ventero:

-Pues si os da ruido plantarlo en la del rey20.

-Eso, no -exclamó Marta-. Infeliz... yo tengo un hijo en América, que puede que esté a estas horas como éste, abandonado de todos y que clame, como éste lo hace, por su madre. No; no le desampararemos, ni la Señora cuyo escapulario lleva, ni yo...

-Cómprele usted dulces -dijo el Presidiario, volviendo a bajar.

-¿Qué se dice? -le preguntó al ventero.

-Que van a poner a premio la cabeza de Diego.

-¿El qué? -volvió a preguntar el Presidiario, con extraño y ávido interés.

-¿Dónde se cree que estamos?

-Hacia Despeñaperros.

-¿Se nos persigue?

-Sí; una partida de caballería hay en Sevilla, una de infantería en Córdoba y una de Migueletes en Utrera.

-Zapatos han de romper antes de vernos las caras -dijo el Presidiario-; y si nos las ven, caro les ha de costar.

-Ya, ya sabemos -repuso Andrés- que el que se le pone por delante a Diego, bien puede buscar su sepultura...; pero, al fin, tantos pueden ser...

-¿Tiene usted curiosidad -le interrumpió el Presidiario- de saber a lo que sabe un soplamocos dado de mi mano?

-Ninguna -dijo Andrés, retrocediendo dos pasos.

-Pues ponga más lastre en su lengua...; venga el pan... y ligero.

Andrés se apresuró a obedecer.

Iba a salir el bandido, cuando se oyó la voz de Marta que lo llamaba.

-Se me pasaba; tome usted ese dinero -dijo, dándole una moneda de oro-; dádsela al capitán, y decidle que lo que hago con este mozo es por caridad y no por interés.

-Seguro está que le dé yo semejante razón -repuso el bandido-. No sufre él, «no», ni cuando dice «daca», ni   —93→   cuando dice «toma»...; pero para avenir a ustedes me lo guardaré yo.

Metió las espuelas al caballo y desapareció.

-Pusiste una pica en Flandes -dijo impaciente el ventero a su mujer-. ¿Estará mejor ese dinero, despilfarrota, en manos de ese bribonazo que en las nuestras? Las mujeres, ¡malhaya su pelo!, ¡el demonio que las entienda!

-Yo me entiendo y Dios me entiende -dijo la buena mujer, volviéndose a subir al cuarto del enfermo.




ArribaAbajoCapítulo III

Los cuidados de la buena ventera, la juventud y robustez de Perico vencieron el mal, y al cabo de quince días estuvo capaz de levantarse.

Perico demostró todo su agradecimiento a Marta con voces del corazón, más sentidas que elocuentes.

-No me lo tienes que agradecer a mí -le dijo la buena mujer- sino al que te trajo aquí; por cierto que no puse muy buena cara cuando te vi llegar, pero te he tomado voluntad, porque he visto que eres buen cristiano y buen hijo.

Perico bajó la cabeza con un profundo sentimiento de dolor y vergüenza. Su debilidad física había amortiguado aquel furioso y ciego arranque, que exalta a veces a las naturalezas suaves y tímidas, a punto de hacerlas traspasar los límites que respetan otras fuertes y aun violentos.

Toda esa efervescencia que habían hecho surgir en él las pasiones, como el gas, la espuma de un vino que fermenta, iba cayendo cual ésta, quedando la reflexión, que sin disminuir la fuerza de sus cargos, condenaba sus medios de vindicarlos.

Perico recobró con las fuerzas toda la angustia que su porvenir le inspiraba, y ésta se aumentó cuando Andrés, cogiéndole las vueltas a su mujer le dijo un día:

-Amigo, ya que estáis restablecido, preciso es que busquéis la vida por otro lado; pues, señor, mientras más amigos más claridad; allá en los delirios habéis hablado de una muerte que habéis hecho, y si ello es así, y os hallan acá,   —94→   vamos a tener que sentir, y eso no es razón, ni deben pagar justos por pecadores, y la caridad bien ordenada, por más que diga Marta, que todo lo quiere saber mejor, empieza por sí mismo, pues solamente esa mujer mía, que es más tonta que las calabazas, es capaz de sostener que la caridad cristiana empieza por el prójimo; y le digo a usted mi verdad, yo no quiero nada con la justicia, que tiene la mano pesada.

Perico no respondió, pero se fue a despedir con lágrimas en los ojos de Marta. La buena mujer sintió en extremo su ida, porque le había tomado cariño. Un recuerdo de su hijo le hacía apegarse a aquel infeliz; un recuerdo de su madre arrastraba a Perico hacia aquella buena mujer que había hecho sus veces.

Tomó su escopeta, y al salir se le presento el Presidiario.

-¿Dónde se va? -le dijo-. ¿Así os largáis, sin darle un «Dios se lo pague» a la buena alma que os recogió? Ésa es una mala partida, camarada. Además, ¿adónde vais por esos mundos? ¿Tenéis priesa de que os metan en gayola?

Perico no respondió, ni pensaba, ni discurría, ni tenía voluntad.

-¡Ea! Andad por delante -prosiguió el Presidiario-; más hacemos acá en ampararlo que hacéis vos en dejaros amparar.

Perico le siguió maquinalmente.

-Mira, Marta -exclamó Andrés al ver de lejos que Perico se iba con el Presidiario-, mira tu «mimadito» y qué alhaja que es. ¡Se va con el Presidiario!

-¡Y qué! -respondió Marta-, «aunque»... Te digo, Andrés, que es un buen hijo y un buen cristiano.

-Un truhán y un perdido -dijo el ventero-, que se ha comido mis gallinas y que... por vida de... ¡Y lo ves ir a la partida y dices que es bueno! ¡El demonio que entienda a las mujeres!

Después de internarse por espesuras y breñas, llegaron Perico y el Presidiario cerca de un alto, sobre el que estaba apoyado en su trabuco el capitán. En la ladera dormían ocho hombres bajo su custodia. A su lado pacía su hermoso caballo, que de cuando en cuando levantaba la cabeza para mirar a su amo.

-Aquí está este mozo -dijo el Presidiario al llegar.

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Sin hacer un solo movimiento, aquel hombre volvió lentamente los ojos y miró de arriba abajo al recién llegado. Después de un rato dijo:

-¿Andáis prófugo?

Perico no respondió y bajó la cabeza.

-No hay que amilanarse -prosiguió su interlocutor; luego en frases breves añadió:

-Los hombres tienen horas menguadas, y entre éstas, las hay rojas como sangre, y negras como luto. Una sola basta para perder a un hombre y volverle el corazón como un guijarro, que no siente ni late, pero pesa. Queda un hombre hundido, porque lo pasado, pasado se queda; y no hay más que a lo hecho pecho. La vida es una refriega en la que se mira adelante como valiente, y no atrás como cobarde.

-No lo puedo hacer yo -exclamó Perico con explosión-; si supierais...

El capitán alargó el brazo, haciendo un gesto imperativo para hacer callar a Perico, y añadió:

-Aquí cada cual lleva lo suyo en sí como un pliego cerrado, sin que en los otros despierte ni curiosidad ni interés. Si no tenéis donde ir, quedaos con nosotros; acá defendemos lo único que nos resta: nuestras vidas. Por mí no la defiendo por lo que vale, sino para no entregarla al verdugo.

-Pero, ¿robáis? -dijo Perico.

-Algo se ha de hacer -contestó el bandolero, volviendo como la tortuga a meterse bajo su áspera y dura concha.

Perico ni admitió ni rehusó la propuesta. Era una masa inerte y sin voluntad; el acaso disponía de su miserable existencia, así como el viento del desierto de sus pesadas y áridas arenas.




ArribaAbajoCapítulo IV

Más entretanto que, después de las vicisitudes referidas, la miserable existencia de Perico se arrastraba a remolque de una banda de criminales, ¿qué era de los demás individuos de esta familia? ¿A qué extremo los habían llevado la desesperación, el dolor, el resentimiento y la venganza?

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Desde el malhadado día en que Pedro perdió a su hijo, se había encerrado en su casa con su dolor. El cura y algunos amigos iban de cuando en cuando a acompañarlo, no para consolarlo, era esto imposible, pero para hablar con él de su pena, haciendo como los que aligeran los bajeles de las amargas aguas de la mar, sin poder carenarlos, y sólo para impedir que se hundan. Habían procurado que se volviese a tratar con la familia de Perico; mas esto había sido imposible.

-¡No! -respondía Pedro en esas ocasiones-; le he perdonado ante Dios y los hombres; mi pobre hijo lo hizo antes de morir; pero tratarme con su gente como si tal cosa, eso no.

-Pedro, Pedro, eso no es perdonar -decía el cura-; es la letra y no el espíritu de la ley.

-Señor cura -respondía el pobre padre-, Dios no pide imposibles.

-No; pero cuanto exige es posible.

-Señor, usted me quiere santo y no lo soy; harto hago en ser buen cristiano y perdonar. ¿Los he perseguido? ¿He acudido a la justicia? ¿Qué más puedo hacer?

-Pedro, dando gracias por agravios, caminan los hombres sabios.

-Jesús, señor cura, por María Santísima, no tan calvo que se le vean los sesos; Dios los ayude y los favorezca; pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos.

María había huido con su hija al retiro de su casa, cubriendo el dolor y vergüenza de ésta con el santo manto de amor de madre, único refugio que le quedaba contra la unánime reprobación, la pública indignación que justamente inspiraba.

Solas, pero sostenidas en su inmenso dolor por su religión y su conciencia, quedaron las dos infelices víctimas: Ana y Elvira.

Así pasaron muchos meses.

Llegó entonces al lugar una misión compuesta de dos capuchinos.

Estas misiones estaban instituidas para convertir al pecador, despertar al tibio, afirmar al bueno y consolar al triste.

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En el siglo ilustrado, en que todos somos buenos, fervientes, firmes y felices, se han suprimido como superfluas.

Los misioneros predicaban de noche, y la iglesia se llenaba de un pueblo que venía a oír la palabra de Dios, que enseña al hombre a ser bueno. Ahora hay «clubs» en que se enseña al hombre a ser libre y soberbio, lo que es mejor y más «digno». ¡Pobre pueblo!

La buena María pudo persuadir a su hija que la acompañase a las misiones.

Y la agria, reconcentrada y amarga vergüenza, el desesperanzado dolor de Rita, halló en ellas el arrepentimiento, lágrimas para lo pasado, penitencia y humillación para lo presente; y en el porvenir, la mano divina que levanta al caído cuando la implora, bañado en lágrimas y postrado en la ceniza.

Una de aquellas noches fue el testo del sermón el perdón de las ofensas.

¡Magnífico era el tema! ¡Santo y sublime cual ninguno! El ferviente orador supo explotarlo, y el pueblo creyente comprenderlo.

Al concluir el santo misionero, se postró ante el crucifijo, y con ferviente celo y ardiente caridad prometió al Señor de misericordia, en nombre de aquel pueblo arrodillado a sus pies, que a la otra noche no habría en el templo un solo corazón cerrado y que no estuviese reconciliado. Un murmullo de exclamaciones y llantos confirmó el ofrecimiento del santo apóstol.

El día siguiente fue un día de paz y caridad, según el espíritu del Evangelio. Las más arraigadas enemistades se acabaron, los más irreconciliables enemigos se abrazaron por las calles, los ángeles en el cielo debieron alegrarse.

Pedro fue a casa de Ana21.

Terrible fue para el infeliz la entrada en aquella casa. Se acercó a Ana y la abrazó en silencio. La desventurada madre,   —98→   temblaba y procuraba en vano hacerse dueña de su dolor. Pero cuando Pedro se volvió hacia Elvira, la que, semejante a una sombra, deshecha en lágrimas, torcía sus descarnadas manos, cuando estrechó sobre su seno paternal aquélla que había mirado y querido como hija, entonces su comprimido dolor rebosó exclamando: ¡Hija! ¡hija! ¡tú y yo le amábamos!

También Rita fue en casa de Ana a pedir lo que a llevar fue Pedro.

Cuando estuvo enfrente de su ultrajada suegra, se echó de rodillas:

-¡Yo he sido -exclamó golpeándose el pecho- la causa de todo! ¡No vengo a pedir un perdón que no merezco, vengo a que me castiguéis sin maldecirme!

Y cuando se volvió hacia Elvira, no le bastó estar de rodillas, sino que postrándose con el rostro en tierra, gimió entre sollozos:

-Pues eres un ángel, perdona cual ellos.

La pobre María sostenía con sus brazos a su anonadada hija, e imploraba a Ana con sus miradas y sus lágrimas.

Ana y Elvira levantaron y abrazaron sin una palabra de reconvención a aquella que tanto mal les había hecho, poniendo desde ese día todos sus cuidados en reanimarla, pues era la más infeliz de las tres, porque era la culpable.

El pueblo todo miró a la franca y públicamente arrepentida con caridad, porque si el mundo llamado culto halla en las demostraciones religiosas un motivo más de vituperio, añadiendo a la reprobación de las culpas (que no olvida) el baldón de «hipocresía» en los que se llaman a Dios, el pueblo, más generoso y más justo, honra las señales públicas de arrepentimiento y humillación, y así no hubo quien al ver a Rita postrarse y llorar, no trocase su indignación en lástima, y la imprecación «¡infame!» en la suave voz de «¡pobrecita!». Esto es porque el pueblo rudo no sabe lo que es «filantropía»; pero sabe, porque se lo enseña la religión, lo que es «caridad cristiana».



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ArribaAbajoCapítulo V

Espantosa era para él la vida que llevaba Perico. Arrastrado por la necesidad y por el ascendiente que ejercía la vigorosa influencia de Diego, arrastrado como él por una desgracia en la vía criminal; pero una vez en ella, adoptándola sin vacilar, como un guerrero una armadura de hierro, sin fatigarle ni su peso ni su dureza, Perico seguía como una opaca sombra a esos desalmados, detestándolos. Era como el plateado pez de un tranquilo lago de agua dulce, que arrastrado por una fatal corriente es llevado al mar, en cuyas amargas y agitadas aguas agoniza sin poder huir de ellas. A veces, cuando bajo sus ojos se cometía un crimen, quería en su desesperación acabar de una vez sus torturas, entregándose a sí mismo a la justicia; pero lo detenía la vergüenza y la falta de energía para sobrellevarla. Era odiado de los demás, que le apellidaban el «Triste»; pero le sostenía la poderosa protección de Diego.

Diego se sentía arrastrado hacia aquel hombre, al que había salvado la vida, hacia aquel hombre que era bueno y honrado, porque la tosca y dura naturaleza de Diego era fuerte y noble, y no había descendido al peor grado de la maldad, que es odiar lo bueno. Sin llegar a la exageración novelesca que hace de un bandido o un pirata un héroe, estamos más lejos aún del clásico puritanismo que hace de un ladrón un monstruo tal, que no cabe en él un sólo átomo de humano, desmintiendo así, en honor de la moral sistemática y de la policía matemática, los conocidos hechos de valor, generosidad y nobleza que se han visto en jefes de tales bandas. Sólo el llegar a ser jefes de semejantes hombres, prueba una inmensa superioridad, conservando un predominio que en nada se apoya ni nada sostiene, sino su propia fuerza.

En una ocasión en que había llegado en sus correrías la banda hacia las Ventas de Alocaz, llegó exhalado uno de los espías que tenían en Utrera, avisándoles haber salido de allá con dirección a las Ventas, una partida de miqueletes, sin duda avisada por viajeros recientemente despojados. Apresuráronse los bandoleros a meterse en un olivar; pero   —100→   apenas internados, fueron sorprendidos por otra de caballería.

Entablóse entonces un tiroteo mortal, en el que esos hombres, que peleaban por sus vidas, lo hicieron con gran denuedo.

-Perico -le dijo Diego-, ahora o nunca es la ocasión de demostrar que no comes tu pan sin ganarlo: aquí va de fuerza a fuerza; a ellos si eres hombre.

Al oír estas palabras, Perico, aturdido y como un hombre ebrio, se arrojó ante las balas, disparando sus armas sobre esa pobre tropa, que sacrifica todo, hasta su vida, por el bien de la sociedad, que en su egoísmo ni se lo agradece siquiera, sucediéndole como a los confesores y médicos, que son burlados en sana salud, y llamados con ansia cuando se está en peligro. Un bandolero fue muerto, dos soldados heridos, y una bala de Perico, tirada casi a quemarropa, mató al comandante de la partida. La consternación que causó esta catástrofe dio lugar a que los ladrones huyesen.

Salvaron a Utrera; pasaron por las haciendas de la Chaparra, de Jesús María y Venagila, y llegaron al anochecer exhaustos a Valobrego. Este valle, no lejos de Alcalá, está circundado por cerros y olivares. En su parte más aislada, al borde de un arroyo, están las ruinas de un castillo moruno, llamado Marchenilla. Al pie de estas solitarias ruinas cayeron rendidos caballos y jinetes. Apagaron su sed en el arroyo y encendieron una hoguera, entrada que fue la noche, y todos echaron a dormir, menos Diego y Perico.

-Mal día, Corso -dijo Diego, acariciando su hermoso potro, que bajaba y levantaba con gracia su fina cabeza, de manera que parecía a la vez confirmar lo que le decía su amo y decirle: ¿Qué importa, si os he salvado?

-Mala vida te doy, hijo mío -prosiguió el ladrón, que amaba profundamente a su caballo, porque era lo único que amaba en el mundo.

El caballo, como si lo hubiese comprendido, dio un alegre relincho, se puso en dos pies, se bamboleó en ellos, y se dejó caer al lado de su amo, presentándole la frente para que se la acariciase.

-¿Qué será de ti si me prenden? -dijo el ladrón, apoyando su cabeza en el pescuezo de su caballo, que quedó inmóvil.

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-Por cierto -dijo Diego al sentarse en la lumbre en frente de Perico- que a ti debemos el haber escapado hoy a tan poca costa.

-¿A mí? -preguntó Perico sorprendido.

-Sí -respondió el capitán-, puesto que venía la partida mandada por un oficial valiente, que no entendía de chicas y conocía el país: el hijo de la condesa de Villaorán, que nos hubiese dado que hacer a no haberlo muerto tú.

-¡Dios me favorezca! -exclamó Perico poniéndose en pie y levantando sus cruzadas manos al cielo-. ¿Qué decís? ¡El hijo de la condesa estaba allí, y yo le maté!

-¿De qué te espantas? -respondió Diego-. ¿Creerás, acaso, que estábamos tirando anises? Caramba -añadió con impaciencia-, que me vas amostazando. ¿Pues no pareces un cómico de la legua con tanto ademán y tanto hipío? ¡Por vida de tal, que tiene el Presidiario razón! Erraste la vocación; en lugar de entrar en la vida airada, te debiste meter fraile. ¡Ea, vela! -añadió liándose en su manta, poniéndose su trabuco entre sus rodillas y su cabeza sobre una piedra.

Inútil advertencia ésta para Perico. El infeliz con su dolor, desesperado, se arrancaba los cabellos y maldecía de sí mismo. ¡Había matado al hijo del ama y bienhechora de sus tíos, su compañero de infancia!




ArribaAbajoCapítulo VI

¡Cuál se le pintaron al infeliz Perico en esa lúgubre noche las escenas de su tranquila felicidad doméstica, ya para siempre perdida! ¿Y qué las reemplazaba? ¡Su espantosa situación presente!

Nada se movía en sus derredores, en que sólo veía la triste monotonía de la noche como la de su infortunio, un fuego abrasador como su conciencia, una oscuridad fría e impenetrable como la de su porvenir.

-¡Poder de Dios! -se decía-. ¡Esto veo, esto recuerdo, esto sufro y no muero!

  —102→  

La roja y vacilante llama de la hoguera arrojaba de cuando en cuando una ráfaga de brillante claridad sobre las oscuras y extrañas formas de las ruinas, dejándolas en seguida en negra sombra, en las que parecían querer refugiarse como un casi borrado recuerdo en el olvido.

Oía su sobresaltada mente suspiros en el silencio y veía horrores en la oscuridad. Quejidos le acusaban, dedos le amenazaban, ojos le miraban..., y no, no se había engañado; al definir y realizar la clara luz de la llama, que se avivó movida por el viento los objetos, vio Perico, tras de uno de los paredones de los que aún en pie miraba, unos duros y negros ojos que se clavaban en él. Perico quedó tan asombrado y suspenso entre lo figurado y lo positivo, que no supo si ponerse al amparo del cielo con una señal de la cruz, o bajo el de los hombres, dando la señal de alarma.

Vio entonces salir de detrás de la ruina de piedra una ruina humana, de detrás de la degradación del tiempo la degradación humana: era una vieja repugnante y sucia gitana. Cubrían sus descarnados miembros unas enaguas de bayeta parda, que se confundían con el tinte de las ruinas; cubría su cuello un pañuelo y sus lacias canas una mantilla de bayeta negra.

Perico quedaba inerte como la estatua del estupor, o cual si fuese aquella rechazadora faz la de Medusa.

-No hay cuidado -dijo al acercarse aquella visión-; no hay que alarmarse, que no vengo con malos fines; podéis estar descuidado. Sabía que estabais aquí, y he hecho cundir la voz que marcháis hacia la sierra de Ronda y que os han visto hacia Espera y Villamartín.

-¿Pues a qué venís? -exclamó Perico, instintivamente repulsado por aquella mujer.

-Para proporcionaros un golpe de suerte que baste a asegurarla para siempre -respondió ésta.

-Poca confianza inspira -repuso Perico- la que vos podáis proporcionar.

-¡Porque tengo malas trazas! -dijo la gitana-. ¡Y qué, si bajo una mala capa hay un buen bebedor! Pues a las manos les traigo un tesoro; no hay sino alargarlas.

-¡Un tesoro! -preguntó Perico, en quien esa palabra, en lugar de codicia, hizo nacer la idea de que aquella vieja   —103→   estaba demente-. ¡Un tesoro! -repitió-, ¿y dónde se halla?

La vieja, que en esa pregunta sólo vio lo que contaba hallar, avidez y sed de oro, se acercó a Perico, y como si temiese que el hálito de la noche interceptase al pasar sus palabras, y que el anatema las anonadase en el aire, le murmuró al oído:

-En la iglesia.

Perico, aterrado, dio un paso atrás; mas dando en seguida el avance de un tigre, agarró a la gitana, y echándola fuera de aquel recinto, sólo pudo articular con ahogada voz:

-¡Marchaos!

-No me voy -dijo la vieja sin intimidarse-, que quiero hablar con el capitán y con el Presidiario, y les hablaré.

En la angustia de que así lo ejecutase, y para forzarla a alejarse, sacó Perico un puñal, que blandió, y cuya hoja brilló a la luz de la llama.

La gitana dio voces. Los ladrones se despertaron.

-¿Qué es eso? -gritó Diego-. ¿Qué sucede? Perico, ¿vas a matar a una mujer?

-No, no la quiero matar -exclamó Perico-, no quiero sino ahuyentarla.

-Y eso -dijo la vieja- porque he venido hasta aquí despreciando riesgos y fatigas, para proporcionaros el medio de salir de esa vida arrastrada que lleváis, haciéndoos ricos de una vez, como le sucedió al Rubio de Espera, a quien un robo considerable proporcionó el poder ir más allá de los mares a pasarse buena vida.

Los ladrones se agruparon al derredor de ella. El Presidiario le presentó un trozo de pared caído, como un sillón de presidencia.

-¡No la escuchéis! ¡No la escuchéis! -exclamó Perico fuera de sí-; ¡propone un sacrilegio!

-Señor -dijo el Presidiario a Diego-, decid a ese pobre agonizante que calle, y no sea como el agua por San Juan, que quita vino y no da pan. A los ciegos por las calles, se les escucha. Dejad que hable esta mujer, y veremos lo que trae; con mil de a caballo, que calle ese triste abejorro.

Diego titubeó, mas se volvió hacia la vieja. Entonces Perico vio el golpe perdido, pues Diego era siempre y todo de   —104→   su primer impulso; y desesperado, se alejó dando vueltas como un insensato por los olivares.

Todo lo había calculado la gitana, y sus medidas estaban bien tomadas. Las grandes ventajas tan altamente ponderadas, las dificultades, tan fácilmente vencidas, las precauciones tan bien combinadas que explayó largamente, produjeron su efecto. La tentación, que ofrece flores con una mano, y con la otra oculta abrojos, convenció a unos y sedujo a otros. Todas las medidas se tomaron, se convino en las señas y horas, y antes que los gallos anunciasen, como sus fieles centinelas, el día, la cuadrilla se encaminaba hacia la solitaria hacienda del Cuervo, y la vieja se rastreaba, cual astuta y venenosa serpiente, a su cueva en el monte de Alcalá; allí, en el seno de la tierra donde concibió el atentado, para el cual, de noche, entre ruinas, sedujo a malhechores, atentado que se había de perpetrar en el templo de Dios.




ArribaAbajoCapítulo VII

Lentas pasaron las horas del siguiente día para los ociosos huéspedes del Cuervo.

Todas las representaciones y súplicas de Perico para disuadir a Diego de su sacrílego intento, habían sido inútiles. Diego jamás supo volverse atrás, y esa tenacidad estúpida, al conocer que se camina mal, le había costado el honor y la honradez, y le había de costar la libertad y la vida. Había más: por instigación del Presidiario, forzaba Diego a Perico, que quería al fin apartarse de ellos, a acompañarlos en esta atroz empresa, porque, según decía aquel hombre vil, era éste el único medio para impedir que fuese el «santurrón» a delatarlos.

Por fin, volvióle la tierra la espalda al sol, y cubrióse con su negro manto.

Montaron todos, y llegaron a la media noche al gran castillo arruinado de Alcalá. Diego silbó tres veces. Entonces se vio salir de una de las cuevas abiertas en la base del castillo a la gitana, con una linterna sorda en la mano.

Se apearon y la siguieron.

  —105→  

Pedro quiso evitar, huyendo, el mal paso en que se encontraba; pero sus compañeros le rodeaban, y le arrastraron a donde les guiaba la gitana. Ésta, después de saludar a los ladrones en voz sumisa, abrió con una ganzúa la puerta de un corralillo, al cual, entre escombros y maderos, daba un postigo de la sacristía, adonde entró aquella sacrílega banda, no sin pavor, y asombrada hasta del rumor de sus pisadas.

¡Qué espectáculo tan altamente sublime y tremendo presenta un templo desierto a deshora de la noche!... Aun las almas más puras y más santas se hunden en profunda y pavorosa meditación al contemplarlo; y no hay incredulidad que baste a dar aliento al corazón de quien se atreve a recorrerlo. ¡Cuán inmensas aparecían aquellas naves sombrías!... ¡Cuán altas aquellas cimbrias que, sostenidas por gigantes de piedra, se pierden en la misteriosa oscuridad de un cielo sin estrellas! Allí, en una honda y lúgubre capilla, aterraba y pasmaba la fría estatua que duerme sobre un sepulcro; y aunque apenas se divisaban sus contornos, parecía que le daba movimiento la oscuridad misma. El altar mayor, aún perfumado de incienso y de las flores de la mañana, y cuyas vislumbres chispean en las tinieblas; «el altar», centro de la Fe, trono de la Caridad, refugio de la Esperanza, esplendor pródigo de consuelo, amparo del desvalido, atraía los ojos, los pasos, los corazones. Ante el tabernáculo ardía la lámpara, solitaria guardiana del sagrario, sin más objeto que alumbrar, porque la luz es el conocimiento de Dios: lámpara santa y misericordiosa, suave y constante holocausto, llama permanente, como la eterna misericordia, que arde como el amor, silenciosa como el respeto, alegre y tranquila como la esperanza. Los destellos y reflejos de esta luz recortaban y abrillantaban algunos puntos salientes de los follajes y molduras del dorado retablo, dándoles apariencia fantástica de ojos que velaban en religioso insomnio. Allí nada distraía la mente: aquella completa inmovilidad, aquel no interrumpido silencio, formaban como una suspensión de la vida, que no es la muerte, que no es el sueño; pero que tiene de aquélla la solemnidad; de éste la dulzura.

Tal estaba la iglesia de Alcalá cuando entraron en ella, alumbrados por la linterna de la gitana, los forajidos, llevando con ellos, a empellones y por fuerza, al desventurado Perico.

  —106→  

-Soltadle y atrancad esa puerta -dijo Diego.

-Va a gritar y nos va a descubrir -le respondieron los otros.

-¡Soltadle, digo! -repuso el capitán-. ¿Qué ha de hacer?

-Puede gritar -contestó León que, ayudado por la gitana, despojaba el altar mayor de las alhajas de plata que lo adornaban.

-Pues guardadle -repitió el capitán.

Dos se acercaron a Perico.

-¡Abajo esos sombreros, herejes, que estáis en la casa de Dios! -gritó éste, arrancándoselos.

-¡Ponedle una mordaza! -mandó el capitán.

Y al punto le pusieron a la boca un pañuelo, siendo inútil la resistencia.

Pero a pesar de que el pañuelo lo ahogaba, al ver que la gitana y León rompían la puerta del sagrario, hizo Pedro un esfuerzo desesperado, y cayó de rodillas, gritando:

-¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

Voz tremenda que recorrió las capillas, que retumbó en la bóveda como entre las nubes el trueno, y que despertando al magno y sonoro instrumento, que suele acompañar al imponente «De profundis», y al glorioso «Te Deum», se perdió entre sus cañones de metal como un doloroso gemido. Un momento de terror frío sintieron aquellos miserables. ¡Tembló el mismo Diego!

-¡Misericordia, Señor, misericordia! -gemía Perico.

-Despachemos pronto -dijo Diego-, que se va aclarando la noche, y nos pueden ver al salir de aquí.

Efectivamente, las nubes se rompieron, y un rayo de luna entró en este momento por una alta claraboya de la iglesia, y fue a besar el pie de una santa imagen de la Purísima Concepción.

-¡Maldita luna! -gritó la gitana. Y espantados todos, de verse unos a otros al brillo de aquella repentina claridad, apresuraron el despojo.

Salieron por último, y cuando la gitana los vio partir a caballo, cargados con las riquezas, se volvió a ocultar en la tierra.

Aún no doraba el sol la Giralda, cuando cargados con su botín llegaron los ladrones cerca de Sevilla. Dejaron sus   —107→   caballos en un olivar, al cuidado del Presidiario, y entraron por diferentes puertas cada cual, reuniéndose en un lugar apartado y señalado por la gitana, en el cual un platero ya prevenido recibió, pesó y pagó las alhajas. Pero cuando los ladrones volvieron al lugar en que habían dejado al Presidiario con los caballos, nada hallaron.

-¡El perro nos ha vendido! -dijo uno.

-¿Y a qué? -repuso Diego-; tiene aquí su parte, que supone más de lo que pudiese valerle su traición.

-Habrá visto gente y se habrá refugiado al Cuervo -dijo uno de ellos.

Encamináronse hacia la hacienda, dejándose caminos y carriles y metiéndose por los olivares.

Mas allí tampoco hallaron al Presidiario.

-¡Mi pobre Corso! -dijo Diego, y una lágrima amarga como acíbar brilló un instante en sus ojos. Mas reponiéndose al momento-: Estamos vendidos -dijo-; ea, pues, a salvarnos. Río abajo; al Coto del Rey; a Ayamonte; a Portugal; algún día lo hallaré, ¡y más le valiera en ese día no haber nacido!

Iban a salir, cuando se presentó la gitana a reclamar su parte en el robo. Todos la asaltaron a preguntas sobre la desaparición del Presidiario; pero nada sabía, y manifestó mucha inquietud.

-No estáis seguros aquí y os debéis ausentar cuanto antes -les dijo-. El hijo mayor de la condesa de Villaorán ha jurado vengar la muerte de su hermano, ha pedido tropa al capitán general, y os anda persiguiendo. Me temo que haya sorprendido al Presidiario. Por mí, me voy; el suelo arde bajo mis pies.

-¡Que no te quemará! -exclamó uno.

-¡Qué no te tragará! -exclamó otro.

La vieja desapareció en silencio entre los olivos como una víbora, después de haber dejado su veneno en la mordedura que había hecho.

-¡El atentado en la casa de Dios! -dijo el primero.

-¡Despojar un sagrario! -añadió otro.

-Ea, callarse -gritó Diego-: ¿A qué viene ya eso? A lo hecho, pecho. Andemos.

Pero en este instante se oyeron pasos de caballos; y Perico, que Diego había puesto de vigilante, entró apresurado   —108→   a avisar que llegaba el Presidiario con los caballos. Una aclamación general de alegría acogió al Presidiario, el que contó que habiendo divisado tropa había tenido que esconderse, y sólo pudo volver dando grandes rodeos. Mas ahora -añadió- no perdamos tiempo; somos perseguidos, capitán; aquí tenéis a Corso; lo he cuidado bien, que ya sé lo que lo queréis.

Diego acariciaba lleno de gozo al noble animal, jurándole mentalmente no volver nunca a separarse de él.

Apresuraron su marcha, y al entrar en un desfiladero resonó repentinamente un grito formidable al frente, a sus espaldas, sobre sus cabezas:

-Rendíos al rey.

Una partida de caballería los cercaba: dos pistolas apuntaban al pecho de Diego; un hombre tenía cogida la brida de su caballo.

Diego volvió la vista en derredor con no desmentida calma. Conociendo el poder de su caballo, que tenía enseñado, con la rapidez del rayo sacó su puñal, hirió con él las manos que sujetaban las riendas, apretó con fuerza las rodillas a los hijares del animal, se echó sobre su pescuezo y le gritó:

-¡Ea, Corso, salva a tu amo!

El noble y entendido animal hizo un esfuerzo, pero cayó desplomado sobre su cuarto trasero... ¡Estaba desjarretado!

Diego conoció el golpe y la mano que lo había dado, frenético de rabia saltó al suelo, pero había desaparecido el infame entre el tropel que se agolpaba en el desfiladero.

Cogieron a Diego, que no hizo resistencia.

Al salir de aquel estrecho sitio, volvió Diego la cabeza, y echó una última mirada sobre su caballo que, siempre inmóvil, le seguía tristemente con sus grandes ojos.

Sólo a un alma del temple de la de Diego, a su energía agreste, a su fuerza de voluntad, era dado disimular bajo una calma imperturbable la furia que en su pecho ardía, y el dolor que destrozaba su corazón.

Desarmaron los soldados a los bandoleros, y los ataron los codos a las espaldas.

-¿Cuál es? -preguntó el conde de Villaorán al verlos reunidos-; ¿cuál es el que mató a mi hermano?

  —109→  

Los ladrones callaron a una mirada de Diego que, preso y maniatado, les imponía aún.

-¿Quién fue? -volvió a preguntar el conde con voz ahogada por la ira.

-Yo fui -dijo Perico.

El conde se volvió hacia aquel mozo cabizbajo, en el que no había parado la atención; mas al fijar en él sus ojos, un grito de asombro salió de sus labios.

-¡Tú! -exclamó-. ¡Perico Alvareda! ¡Iniquidad sin nombre! ¡Perversidad sin ejemplo! ¡Pobre Ana! ¡Desventurada madre que te dio el ser! ¡Desgraciados hijos! ¡Infeliz Rita! Pues, sábelo, desalmado -prosiguió el conde con vehemencia-: tu mujer ha trabajado con incesante celo y actividad para conseguir tu indulto. Los tribunales y los jueces la vieron siempre a sus pies. Ventura te perdonó antes de morir; Pedro te ha perdonado. Mi desventurado hermano fue el celoso e incansable agente de los tuyos. Consiguió tu gracia del rey. Todos te buscaban con ansia, y él más que todos. Te halló... ¡Oh! ¡Que nunca te hubiese hallado!

Diego, que había observado el inmenso dolor que con el frío y la palidez de la muerte se pintó en el semblante desencajado de Perico, y que le vio bambolearse, dijo al conde:

-¡Señor, no veis que lo matáis!

-No me anticiparé al verdugo -contestó el conde montando sobre su caballo-. ¡A Sevilla!

-¡Ánimo! -murmuró Diego al oído del anonadado Perico-. Míranos, todos vamos a morir, y todos estamos serenos.

En Sevilla entraron entre las maldiciones del pueblo horrorizado de sus últimos delitos; pero aun fue mayor la indignación cuando vieron venir libre entre ellos al infame traidor que los había vendido. Era éste el vil Presidiario, que de esta suerte compraba su gracia y obtenía el premio prometido al que entregase a Diego, el afamado bandolero, que por tanto tiempo burló los esfuerzos de sus perseguidores.



  —110→  

ArribaAbajoCapítulo VIII

Hallábase entonces la cárcel de Sevilla mal situada en una calle estrecha y de las más céntricas de esa ciudad. Era un edificio de mal aspecto, mezquino, adusto, al que faltaba la severidad de la autoridad legal y la dignidad que debe la humanidad a la desgracia, aun a la culpable. A pocos pasos de este horrible centro de maldad tosca y cínica degradación, concluía la calle en la gran plaza de San Francisco, plaza irregular y entrelarga, pero que conserva los edificios que la hacen la plaza más considerable de la insigne decana de Andalucía. A la derecha se ostentan las casas capitulares, cuya preciosa arquitectura es tenida por los naturales y forasteros por una de las galas de la joyera de Sevilla.

A la izquierda, formando un ángulo saliente, se presenta el regular y severo edificio de la Audiencia, ese Tribunal a quien da su poder omnímodo la justicia, y que corona como una estrella de clemencia su reloj, que atrasa diez minutos, respetable ilegalidad, porque esos diez minutos más de vida se dan al reo antes de señalar la hora cruel de su exterminio; que todas las leyes y costumbres de la vieja España llevan el sello de la caridad: diez minutos no son nada para el que pasea tranquilo por la senda de la vida; ¡pero son tanto para el que va a morir! Diez minutos en el umbral de la muerte pueden decidir el fallo sobre la eternidad; diez minutos podría retardarse un inesperado, pero posible indulto. Pero aunque no existiesen estas consideraciones espirituales y temporales, aunque ese grave acuerdo de nuestros mayores no fuese sino una limosna de diez minutos de vida concedida al que va a morir, esta limosna siempre probaría que aun a sus más severos fallos supieron aquellos jueces católicos imprimir un sello de caridad. Así lo reconoce el pueblo que sabe y tiene en mucho esta institución, que es una de las que más reverencia. ¡Oh, España!, ¡qué ejemplos has dado al mundo en todos los ramos, tú que hoy se los pides a los extraños!

  —111→  

A un lado del Ayuntamiento, formando ángulo entrante, se halla el convento de San Francisco, con su gran compás y su grandiosa iglesia. Los demás frentes de la plaza los forman portales que, como festones de piedra, guarnecen los costados de la plaza, la que en el extremo opuesto al que al principiar mencionamos, tiene una gran fuente de mármol, cuyas aguas son tan constantes y duraderas en su corriente como el recipiente en su materia.

Veíase aquel día la plaza de San Francisco y sus calles adyacentes cubiertas de una inusitada multitud de gentes. ¿Qué las reunía? ¿A qué iban allí? ¡A ver morir a un hombre! Pero, no; no a ver «morir», sino a ver «matar» a su hermano. ¡Morir! Morir es solemne, pero no horrible cuando el ángel de la muerte es el que cierra suavemente los ojos ya quebrados de la criatura, y da así alas al alma para elevarse a otras regiones. Pero ver «matar», matar por mano del hombre en la congoja del espíritu, en la agonía del alma, en las torturas del sufrimiento, esto espanta. ¡Y van, y se apresuran y se atropellan para estar cercanos al suplicio del atentado legal! Pero no es el placer ni la curiosidad la que atrae allí a aquella multitud azorada: es esa funesta ansia de emociones que siente el contradictorio corazón humano; esto se lee en aquellos rostros, a la vez pálidos, ansiosos y asombrados.

Un murmullo sordo corría por aquella apiñada muchedumbre, en medio de la cual se alzaba ese gran esqueleto, ese pilar de vergüenza de la agonía, ese usurpador de la misión de la muerte, ese solar del abandono que sólo arrostra el sacerdote, el estremecedor cadalso, que se construye de noche a la mustia luz de linternas, porque los hombres que lo alzan tienen vergüenza de que los vea el sol de Dios y los miren sus semejantes. Esta muchedumbre se estremecía a intervalos al oír la lúgubre campana de San Francisco doblar por un vivo, que ya sólo existía para Dios, pues el mundo lo había borrado de la lista de los vivientes. Doblaba tan profundamente triste, cual si esta voz de la iglesia, a la vez de subir a Dios en súplica encomendándole un alma, bajase como sentida y grave amonestación a los mortales; así, toda aquella asombrosa solemnidad que con el aire se respiraba   —112→   y oprimía el pecho, parecía decir: morid, culpables, morid en sacrificio expiatorio, por esta humanidad pecadora...

Sólo la fuente, pura y limpia, seguía tranquila con su clara voz, su suave y monótona cantinela, ajena, cual la niñez y cual la inocencia, a los horrores de la tierra. ¡Oh, inocencia, emanación del paraíso que aún respiran en nuestra corrompida atmósfera los niños y aquellos seres privilegiados que tienen, como la Fe, una venda sobre los ojos para creer sin ver, y otra sobre el corazón para ver y no comprender; que tienen, como la Caridad, el corazón en la mano, y como la Esperanza, los ojos fijos en el cielo; cérquente siempre el respeto, el amor y la admiración que, como hija del cielo, mereces!

Existen dos clases de caridad: la una es la que alivia los padecimientos materiales, materialmente y con dinero; ésa es bella y generosa, pero fácil y socialmente obligatoria. La otra es la que alivia las angustias morales, moralmente; esta caridad es sublime y divina.

Entre éstas no es bastante celebrada por el mundo que tantas ocasiones halla para censurar y tan pocas para elogiar, la hermandad de la caridad. ¿Y quiénes componen esta admirable congregación? ¿Son, acaso, aquellos que gastan tanto papel y fraseología en favor de la humanidad, filantropía y fraternidad? No; ninguno se digna entrar en esta corporación, que se compone en la mayor parte de la aristocracia de los pueblos en que se ha establecido. ¿Y por qué? Porque de la teoría a la práctica, así como del dicho al hecho, hay un gran trecho.

Veíanse por las calles de Sevilla, algún tiempo después de lo referido en el último capítulo, los principales caballeros del pueblo recorrer la ciudad con una esportilla en la mano, repitiendo en voz grave esta frase:

«Para los infelices que van a ajusticiar».

Ahora bien: quitando el mérito, la sinceridad y humanidad en estos hombres; quitando, si hacerse pudiera, la ventaja y provecho de esta hermosa obra de caridad en quien la hace y en quien la recibe; mirando, decimos, este hecho despojado de todo, ¿no es por sí solo un grande y magnífico ejemplo al pueblo? ¿Una práctica lección, que vale algo más que los sistemas y máximas venenosas que le inculcan   —113→   y revelan y desencadenan sus malas pasiones en provecho ajeno?22

En la cárcel estaban en capilla Diego y los de su banda, acompañados alternativa y constantemente por otros hermanos que, dejando sus casas, sus comodidades y quehaceres, venían a tomar parte en esa agonía prolongada, aliviando los últimos momentos de esos infelices, previniendo sus deseos cual no lo son los de los reyes, y echando bálsamo en la herida de la espada de la justicia.

El conde de Cantillana y el marqués de Greñina, dos de los más celosos y consagrados miembros de esta santa hermandad, habían ido al Juzgado que se establece y queda erigido en la cárcel, mientras dura la conducción al cadalso y la ejecución de los reos, para pedirle los cadáveres de aquellos infelices. Ésta es la fórmula adoptada por esa magnífica y enternecedora institución católica:

«Venimos en nombre de José y de Nicodemus a pedir permiso para descender el cadáver del suplicio».

El juez se los concede, y se retiran23.

Cada reo tenía a su lado su confesor, santo báculo con el cual se hacen firmes los pasos que llevan al cadalso.

Cuando Perico hubo concluido su confesión sacramental, le dijo al venerable monje que lo asistía:

-Mi nombre no es sabido, pues sólo me conocen por el de Perico el Triste; pero como entre el cielo y la tierra no queda nada oculto, tarde o temprano sabrá mi gente mi suerte. Padre, haga usted la caridad de cumplir mi último deseo. Sea usted el que le lleve la nueva a mi madre. Dígale usted cómo he muerto arrepentido y contrito, y no tan criminal como aparece. El mal es un derrumbadero en que es   —114→   uno arrastrado por el peso de la primera culpa, cuando se llega a cometer, y esta culpa, que tanto me ha pesado y me pesa, la cometí porque preferí una cosa vana, que los hombres llaman honra, y que se compra a veces con sangre, a los preceptos del Evangelio, que hacen del sufrimiento una virtud, y del perdón un precepto. ¡Oh padre, cuán otras parecen las cosas de la vida en el umbral de la muerte! Dígale usted a mi pobre hermana, a quien le maté el novio, que le encargo uno inmortal que no le engañará nunca; al tío Pedro, que sé que me ha perdonado, así como lo hizo su hijo, y que llevó ese consuelo a la tierra y mi agradecimiento a Dios; a Rita, que viví y muero queriéndola, y que si hubiese vivido jamás la habría recordado lo pasado, puesto que se arrepintió; a mi suegra, que tan buena es, que me encomiende a Dios: y mis pobres hijos..., mis huérfanos..., que no sepan, si posible es, la suerte de su padre; que los ben... di... go...

Aquí reventó su destrozado corazón en sollozos.

El padre, que le oía persuadido de la inocencia de corazón de aquel hombre arrastrado al delito, exasperado y ciego por cuanto puede desesperar y sacar de tino a un marido, a un hermano y a un valiente, y empujado a la vida airada por las circunstancias, la necesidad y su falta de energía, padecía el tormento del que ve naufragar a sus pies un barco sin medio ni arbitrio alguno de salvarle.

Las continuas y activas gestiones que hacía Rita para descubrir el paradero de su marido, cuya gracia por medio de buenas almas había obtenido del rey, la trajeron aquel día con su madre a Sevilla.

Al querer atravesar la plaza de San Francisco, ven una multitud de gente agolpada en ella. Preguntan la causa de este bullicio y les señalan el cadalso.

Quieren huir, pero las gentes que tras ellas se han agolpado se lo impiden. Se aproxima el reo, todos prorrumpen en exclamaciones de lástima: «¡Qué joven es, dicen; qué aire tan conforme y humilde lleva! ¡Pobrecillo! Ése es el que llaman Perico el Triste; dicen que su mujer, una pícara, lo ha perdido».

Violentamente late el corazón de Rita. Pasa el reo, lo ve, ¡lo ha conocido! Un grito, cual jamás otro desgarró el aire, resonó por la plaza.

  —115→  

Perico se para.

-Padre -dice-, ella es, es Rita.

-Hijo mío -responde el padre-, no pienses sino en Dios, a cuya presencia vas a parecer contrito, reconciliado y bienaventurado, llevándole tu expiación.

-Padre, quisiera a lo menos verla antes de morir.

-Hijo, piensa en el amargo castigo y glorioso alumbramiento que vas a recibir del hombre, que es la mano de tu destino.

Perico quiere volverse.

-¡Adelante! -manda el sargento.

Sube al cadalso, se postra ante su Padre espiritual, que lo bendice con calma, frente y alma destrozada, besa con ansia y fervor el crucifijo, ese otro cadalso en que expió el Hombre Dios culpas ajenas; vuelve aún los ojos hacia donde sonó la voz que hirió su corazón, se sienta en el banquillo, le atan y le colocan el garrote al cuello; el verdugo está detrás, el sacerdote entona el Credo, el verdugo tuerce el tornillo, un grito unánime suena en la plaza, «Ave María Purísima». Con esta invocación de la Madre de Dios se despide la humanidad del condenado, a quien la mano del verdugo separa de ella.

El verdugo tapa la cara al ajusticiado con una paño negro.

Un silencio profundo reina en la plaza, sobre la cual, como el verdugo el paño, extiende la muerte sus negras alas...

A Rita la sacaron accidentada algunas personas compasivas, y la llevaron a una posada. Su estado era terrible, las convulsiones en que se destrozaba la dejaban pocos instantes de conocimiento, y en éstos se demostraba su desesperación de un modo tan espantoso, que era preciso sujetarla como a una demente. En varios días no fue posible trasladarla a su casa. Al fin, trajeron sus parientes una carreta para llevarla. La acostaron en ella sobre un colchón; pero ninguno quiso acompañarla por vergüenza. Sólo María iba con su hija, sosteniendo en sus faldas la cabeza de aquélla, cuyo largo cabello negro caía cubriéndola toda, como para ocultarla a las curiosas e indiscretas miradas.

-Allá va -decían al verla pasar- la mujer del ajusticiado, que por su liviandad envió a su marido al cadalso -y los bueyes no apresuraban su lento paso, cual si también   —116→   ellos tuviesen misión de infligir el castigo de la reprobación a aquélla que con tanta audacia la había afrontado.

María iba como una resignada mártir. El suave temple de su alma la hacía como elástica para poder encerrar en ella sin estallar la inmensidad del sufrimiento. De cuando en cuando se estremecía Rita, prorrumpía en gemidos y apretaba convulsivamente las rodillas de su madre. Ésta nada decía, pues no hallaba palabras de consuelo para tal dolor.

Al anochecer llegaron al lugar. La carreta se paró a la puerta de su casa y bajaron en brazos a Rita. Ve ésta en casa de su suegra una de las ventanas abierta de par en par. Rita se arranca de los brazos que la sostienen y se precipita a la reja.

En medio de la sala que ella habitó en tiempos felices está un féretro. Cuatro cirios vierten su grave y solemne luz sobre el sereno cadáver de Elvira. Está blanca como su mortaja, sus manos están cruzadas y en su brazo derecho pasa una palma, símbolo consagrado a la virginidad. Así sencilla y en actitud de orar, yace la católica doncella del pueblo. El contrasentido moderno de ataviar la muerte hace estremecer la razón. ¿Qué objeto se lleva en despojar a los cadáveres de su augusta majestad, pintarrajeando su palidez descruzando sus manos, antes santamente unidas en señal de implorar la misericordia divina, cubriendo los fríos e inertes miembros con sus vestidos de fiesta, poniendo en manos un ramo de flores de color, símbolo de alegría y de regocijo? ¿Cosa tan ligera y alegre os parece la muerte, que preferís a una oración por el alma un elogio para el cuerpo, pasto ya de gusanos?

En el testero de aquella sala abandonada se veían aún las hierbas secas que formaron el nacimiento en tiempo más feliz.

A los pies de la sala estaba sentada Ana, cual otro cadáver, pálida e inmóvil.

A uno de sus lados estaba Pedro; al otro, el religioso que acompañó a Perico al suplicio.







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ArribaAbajoEpílogo

Años después de lo referido fue el marqués de *** a pasar una temporada en una hacienda a Dos Hermanas.

Una tarde que volvía al anochecer de la hacienda de uno de sus parientes, al pasar cerca de un olivo, notó que el guarda y el capataz que le acompañaban se quitaron el sombrero. Miró y vio clavada en el olivo una cruz roja.

-¿Ha habido en estos sitios pacíficos una muerte? -preguntó.

-Sí, señor -contestó el guarda-; aquí mataron al mozo más guapo y más gallardo que jamás pisara Dos Hermanas.

-Y el matador -añadió el capataz- era el mozo más honrado y más hombre de bien del lugar.

-¿Pues cómo fue eso? -preguntó el marqués.

-Señor -contestó el guarda-; el vino y las mujeres; la causa de todas las desgracias.

Y fueron repitiendo por el camino los sucesos que hemos trasladado, con todos sus pormenores y circunstancias.

-¿Y existen todavía algunos de la familia en el lugar? -preguntó el marqués, profundamente interesado en el relato.

-No, señor -contestaron-. El tío Pedro murió al año. La mujer de Perico se quería dejar morir; pero el religioso que auxilió a su marido la persuadió a que hiciese por vivir por sus hijitos, que así era la voluntad de Dios y de su marido. Pero como debería haber tenido cara de baqueta para quedarse aquí, donde todos conocían y querían al marido, se fue con su madre a la sierra, donde tenían parientes. Uno que vino de ellas días pasados, y que la vio, dice que no parece la misma. Las lágrimas le han hecho surcos, está más delgada que la guadaña de la muerte y no goza salud.

  —118→  

-La pobre tía Ana murió cabalmente anteayer. La infeliz parecía una sombra; estaba doblada, cual si anduviese buscando su sepultura como lecho de descanso.

Habían llegado en esto al pueblo, y al pasar por una casa grande y oscura, dijo el capataz:

-Ésta es su casa.

El marqués se detuvo y en seguida entró.

Una anciana, parienta de la difunta, habitaba sola aquella casa triste y vacía, sobre la cual en aquel instante se extendía la blanca luz de la luna como una mortaja.

-¡Qué destruidos están esos arriates! -dijo el marqués.

-No era así -repuso la anciana- cuando los cuidaba aquella pobrecita niña, que cerró los ojos el día que supo la justicia de su hermano para no volverlos a abrir a los horrores de la tierra: los tenía ella llenos de flores, que prevalecían como hijas al cuidado de una madre.

-¡Oh! -exclamó el marqués-. ¡Qué dolor! ¡Este magnífico naranjo se ha secado!

-Si era más viejo que el mundo, señor -dijo la anciana-, y estaba hecho a mucho mimo y mucho cuidado. Desde que la pobre Ana perdió a sus hijos, ni ella ni nadie se cuidaba de él, y se secó.

-¿Y este perro? -preguntó el marqués, viendo a un pobre perro viejo y ciego, retirado en un rincón.

-¡El pobre Melampo! Desde que faltó su amo se puso triste y cegó. Ana me recomendó antes de morir que lo cuidase; fue casi lo único que la pobre habló; pero no será menester, porque cuando salió el cadáver se puso a aullar, y desde entonces no ha querido comer.

El marqués se acercó.

El perro estaba muerto.



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ArribaApéndices

En el periódico de Madrid La España, pudiéronse leer el 14 de noviembre se 1856 las dos siguientes cartas:

El ilustre escritor FERNÁN CABALLERO, que con sus admirables novelas está haciendo un servicio importante a la moral y a las letras, ha publicado en La familia de Alvareda la descripción del pueblo de Dos Hermanas, logrando llamar sobre la capilla de la Virgen y el pendón de San Fernando, que se conserva en ella, la atención a S. A. R. el duque de Montpensier, que se trasladó a aquel pueblo e hizo llevar el pendón a Sevilla para restaurarlo.

Creemos de gran interés, para todo el que ame las glorias de España, la publicación de la correspondencia que con este motivo ha mediado entre el más fecundo y original de nuestros novelistas y el intendente del palacio y entendido literato el señor don Antonio de Latour:


Monsieur de LATOUR a FERNÁN CABALLERO

Puesto que ha tiempo que no habéis ido al pueblo de Dos Hermanas, me persuado de que no os pesará el que os dé noticias de él. Acompañé anteayer en su ida allá a S. A. R. el señor duque de Montpensier, llevando en ancas a La familia de Alvareda. Nada, pues, debía escapárseme en el camino, en la capilla ni en el pueblo. Con la pequeña rectificación del nombre del río, que es el Guadaira y no el Tagarete, la descripción es admirablemente exacta. Vimos la hacienda de doña María, al través de la blancura de su recuperada inocencia; pero ¿cómo es que nada habéis dicho del gigantesco sapote, árbol el que, a pesar de la cal,   —120→   lo mantiene a aquel antiguo albergue su color secular, su color, no su fisonomía?

Dos Hermanas es indudablemente el lugar que habéis descrito. Existen otros Venturas, Pericos y Elviras, estoy cierto de ello, y he aplicado estos nombres a muchos rostros. La iglesia es muy hermosa; la Virgen de Valme, preciosa, y con aquella misma sonrisa que visteis. Bajamos conmovidos a la cueva de Santa Ana. La santa está en su camarín; a sus pies, la cruz, la campanilla, toda esa encantadora historia, en fin, de las Dos Hermanas. El pendón, que era lo que sobre todo buscábamos, estaba liado alrededor del asta en un rincón de la derecha. No debería haber sido éste su lugar, aunque no por estar allí parecía hallarse abandonado; el tiempo sólo basta para traerlo en el estado en que lo hemos hallado; pero nos queda una duda; habláis de los estandartes; no hemos visto más que uno; ¿acaso había más? Puedo que si habían dos estuviesen liados alrededor de la misma asta, asta que está raída de polilla, y que termina por una cruz de cobre antiquísima.

No he encontrado a la antigua santera; ha muerto hace cuatro años, y desde entonces se le ha agregado al santero una compañera que juzgó propia para sus funciones. El patio ante la capilla es siempre delicioso, como lo visteis; con su parra y su hermoso jazmín; los naranjos, los cipreses, el paraíso sobre todo, están magníficos; pero volvamos al pendón.

El duque mandó llamar al alcalde y le manifestó la intención que tenía en cuanto a lo que fuese posible, de modificar la capilla de Valedme, y poner en mejor estado el pendón de San Francisco; por lo tanto, y con este objeto, pidió que llevase a San Telmo la preciosa reliquia. A la vuelta visitamos la capilla; dudo que pueda restaurarse; pero el pendón lo será. Ayer fue traído a palacio, y sobre un gran paño y con todo el respeto y delicadeza posibles, hemos extendido la venerable ruina.

Quedan aún algunos pedazos, retazos de fleco y encaje de plata, y los cordones y las borlas; lo demás era un puñado de hilaza. Se decidió que todo esto sería puesto y cosido sobre un pendón de damasco encarnado y vuelto a enrollar en el asta, la que a su vez sería fortalecida y sujeta con abrazaderas de plata, y concluida que fuese la obra, iría   —121→   la misma infanta a llevar el pendón a Dos Hermanas, y cuidar de que sea convenientemente guardado y esté fuera del alcance de toda profanación. Gracias os doy por el encanto que me ha proporcionado este último epílogo de vuestro libro.




FERNÁN a M. de LATOUR

No me sería posible expresaros los sentimientos que me ha inspirado la carta con que me habéis favorecido. Varias veces paré su lectura: unas para respirar, otras para enjugar mis lágrimas. Los hombres son los instrumentos de Dios, y Fernán, este humilde escritor, estaba destinado por la Providencia a atraer a las manos de sus descendientes el olvidado y más glorioso pendón del santo rey. ¡Con qué ávido interés leía los detalles tan interesantes de esta escena histórica! ¡Cuán conmovido, cuán feliz estaba!

Pero tengo que ser breve para poder contestar a todas vuestras observaciones; estoy casi cierto de haber visto dos estandartes; no obstante, no es cosa demasiado grave para que me atreva a afirmarla decididamente, y es bastante importante para que se averigüe, ya en la fundación de la capilla, ya en los archivos de la villa, en que deberá hallarse el inventario que se hizo al hacerse cargo el cabildo de tan preciosos objetos. ¿No es acaso milagroso que en ese abandono, en un rincón de una gran capilla abierta a todo el mundo, sin funda ni resguardo alguno, se haya conservado este estandarte? Había perdido yo la esperanza de que existiese viendo tan menoscabado su único centinela, el respeto a la religión y a las tradiciones. Me decía: puede que Fernán pase por un impostor o al menos por un visionario.

¿Quién querrá creer que he visto en un rincón de la capilla de un pueblecillo el estandarte con que el gran rey y el gran santo tomó a Sevilla? La católica España, ¿acaso puede dejar en ese abandono una de sus más santas reliquias? La España tan vanagloriosa de su historia, y siempre tan simpática a sus cancioneros, ¿dejaría acaso así olvidado a uno de sus más brillantes trofeos? Pues ello era así, que a veces es cierto lo que no es verosímil. No obstante, tenía un presentimiento que si SS. AA. RR. llegaban a saberlo, honrarían, ampararían y cuidarían al glorioso trofeo. Mi   —122→   corazón ha sido leal, y lo que sucede prueba una vez más que nunca se engañarán los corazones cuando crean y fíen en los sentimientos generosos, en el patriotismo, en la ilustración, en el amor a las glorias del país y en los sentimientos religiosos de SS. AA. RR.

Me honráis preguntándome mi opinión sobre el cómo pueda ser el dicho estandarte el pendón con el que tomó San Fernando a Sevilla, siendo notorio que este pendón está con el cuerpo de este santo caudillo en la catedral de Sevilla; os contestaré que lo que he referido en la novela La familia de Alvareda es la crónica popular y verbal que guarda el pueblo en el archivo de su corazón; pero la existencia del pendón, así como la capilla, atestiguan su certeza. ¿No es acaso posible y aun probable que en un ejército tan numeroso hubiese más de un pendón? ¿No puede ser éste el de la conquista, y el que existe en la catedral el que llevaba el santo rey en su entrada triunfal a la ciudad? Es dable también que la promesa del rey guerrero fuese la de ofrecer a la Virgen de su devoción los estandartes que conquistase en dicho día; esto se podría verificar en los archivos de la fundación, si existen; pero ¿no destruye esta hipótesis la antiquísima cruz que corona el asta? De todas maneras, el pendón es el mismo que ofreció, y la Virgen la misma a que fue ofrecido por el glorioso y santo rey.

Decís que no he hablado del magnífico sapote que está ante la puerta de la hacienda de doña María; sí, señor; sí, señor; así como de otras muchas cosas; pero se me dijo tanto de palabra y por escrito, que esas cosas estaban de más en la novela; que esas historias, esos episodios, esas digresiones, hacían perder su interés a la narración, y que la alargaban inútilmente, que tuve que ceder y suprimir sin compasión: no salvé sino la historia del pueblo de Dos Hermanas; en esto me mantuve firme. Me tomo la libertad de remitir a usted la leyenda de la Hacienda de los Quintos, que hallo muy hermosa, y que ha sido una de las cosas suprimidas; siempre en ella, como en todo, se muestra el sentimiento religioso en toda su pureza y en toda su fuerza.

Digo, como el poeta Lamartine, que en un mundo como el nuestro no quisiera rejuvenecer un solo día, y añado que ni subir un escalón en la escala social. No obstante, el día que en vista de su derecho de familia la infanta Isabel tome   —123→   en sus bellas manos el pendón de su santo antepasado, que ellas han rejuvenecido, y lo lleve a los pies de la Virgen que invocaba su glorioso antepasado, aquel día quisiera haber sido Luisa Fernanda. Feliz la joven princesa, unida a un príncipe que, cual hijo de Luis Felipe y de la reina Amalia, comprende los deberes y los placeres de los hijos de los reyes.


Entrega

Hecha por SS. AA. RR. los infantes duques de Montpensier del restaurado pendón de San Fernando en la villa de Dos Hermanas


El 1 de mayo ha sido un día memorable en los fastos de Dos Hermanas: pero ¿qué decimos en sus fastos? No tiene ese pueblo humilde más archivo que su sentido corazón, y la poética mente de sus habitantes más crónica que la tradición verbal, más anales que su memoria. Pero ella conservará y transmitirá a las venideras generaciones el religioso y patriótico recuerdo del 1 de mayo de 1857.

En este día vio llegar a su humilde recinto a dos infantes de España para completar y poner cima a una de las muchas obras de restauración que les debe la provincia, porque no parece sino que la misión de SS. AA. RR. en este suelo es la de contrarrestar la destrucción en las cosas y el infortunio en las personas, cual si tuviesen una vara mágica en una mano que levantase ruinas, y en la otra un pañuelo sólo para enjugar lágrimas.

Destruida hace años la capilla que en cumplimiento de un votó levantó Fernando III en Buenavista, sitio elevado que promedia la distancia que separa Dos Hermanas y Sevilla, nada recordaba ni patetizaba que fuese allí donde el santo rey depositó la imagen de la Señora que consigo llevaba clamándole: «señora, Valedme24, que si hoy consigo que se alce en Sevilla el signo de nuestra Redención, hago voto de labraros en este lugar una capilla en la que deposite a vuestros pies el pendón con que entre victorioso en la ciudad mahometana».

  —124→  

El santo rey, cuya súplica fue oída, cumplió su promesa; edificóse la capilla, que fue el santuario de la santa imagen y de la ilustre ofrenda. Pero destruida por el tiempo, fue llevada la efigie de la Señora y la enseña del gran caudillo a la iglesia del rústico pueblo de Dos Hermanas, en cuyo término había sido edificada. Allí descuidado y desatendido el glorioso trofeo, ignorada casi su existencia, se hallaba sin resguardo en el rincón de una capilla, siempre abierta a la merced del que entraba, debiéndose sólo el que no hubiese desaparecido en tan larga en tan larga serie de años de guerras y de disturbios, a que aquel pueblo conservaba aún lo que por desgracia va ya desapareciendo en España, en la que tan arraigado estaba, y es el respeto a los lugares sagrados.

Apenas llegó a conocimiento de SS. AA. RR. que este glorioso e histórico trofeo existía, cuando se trasladó S. A. R. el príncipe a aquel humilde pueblo, y cerciorado de la verdad del hecho, dispuso que el alcalde llevase a su palacio el pendón para ser restaurado. Correspondíales esta restauración a estos señores infantes, como vástagos de la estirpe de aquel rey cuyo nombre y recuerdo enternece como lo santo, y admira como todo lo que es grande25.

Restauróse, pues, aquella reliquia venerable, aquel trofeo glorioso casi destruido por el polvo de los siglos y por la polilla que, sin que se le contrarreste, carcomía el asta. Aquel pendón ha sido colocado con tanta veneración como esmero sobre un fondo de damasco carmesí, al que se ha sujetado la primitiva tela, que era lisa, con seda de su mismo desvanecido color; larga y penosa tarea, en la que con admirable paciencia han trabajado26 las hábiles manos de la hermana de nuestra reina. S. A. R., su augusto esposo, cuidó que sirviesen de sostenes a la carcomida asta delgadas varas de hierro, y de su sujeción abrazaderas de plata.

El 1 de mayo fue, pues, el día destinado por SS. AA. RR. para la solemne entrega de la restaurada enseña, y para hacer una función a aquella Señora, a quien por voto del gran caudillo pertenece.

  —125→  

El humilde pueblo se había adornado y tomado ese aire festivo y animado que expenden en Andalucía el carácter de sus habitantes y la esplendidez de su cielo. Todas las casas se habían blanqueado, y brillaban cual la nieve. Como gran parte de ellas ni tienen ventanas, sino una puerta al frente de otra, que va al corral, las que bastan para dar luz y alegría a las dos habitaciones de que se compone la casa, estas puertas todas estaban cubiertas con colchas de diversos colores, a muchas de las cuales se le habían cogido pabellones con rosas. Aquellas tapias, que eran bajas, se habían coronado con flores al estilo de los jardines de la Semirámide. Habían levantado arcos de flores por las calles, las unas de flores blancas; las otras, flores rosa; otras verdes. El piso había sido compuesto, regado y cubierto de hojarasca y flores. En una plazoleta habían levantado una tienda muy linda apoyada en la pared, en la cual había colocada una cruz que aparecía entre la multitud de flores de mayo cual un faro entre las innumerables olas del mar. Allí aguardaba el Ayuntamiento a SS. AA. RR., que les traían la reliquia, el trofeo, la alhaja de que se vanagloria aquel pueblo.

Desde aquel lugar hasta la iglesia hallábase el piso cubierto de hierbas aromáticas del campo, las que exhalaban su perfume con tal pureza y energía, que alcanzaba a embalsamar aquella libre ligera atmósfera.

¡Nunca se vio una fiesta popular, cuyo objeto lo fuese tanto, más popularmente festejada! ¡Nunca dos infantes de España acatados y complacidos, cual éstos, entre pobres y entre flores! ¡Nunca, no, nunca más unidos los sentimientos de los grandes de los grandes y de los humildes de la tierra, que lo estuvieron alrededor del pendón del rey caudillo y a los pies de la Virgen que le valió!

Desde aquel lugar fueron SS. AA. RR. a pie, y procesionalmente acompañados de la autoridades de la provincia y del Ayuntamiento del pueblo, a la iglesia, llevando ellos el restaurado pendón. ¡Digno asunto para un cuadro histórico formaban los jóvenes infantes, llevando el príncipe la pesada asta, mientras las delicadas manos de la infanta llevaban desplegada la enseña que caía en airosos pliegues entre ambos! ¡Nunca para formar un grupo se unió tanto la belleza de la forma a lo sublime de la idea! ¡Nunca la actualidad   —126→   halló más dignos representantes para unirse al través de seis siglos, a un respetable pasado, ante aquella Señora, a cuyos pies por segunda vez traían el pendón ofrecido por la heredada devoción de su glorioso antepasado! ¡Cuán frío hubiese sido el corazón, al que tan augusta como patriótica ceremonia no hubiese enternecido! ¡Cuán secos los ojos que no se hubiesen llenado de lágrimas! ¡Cuán inerte la imaginación que no se hubiese exaltado! ¡Cuán vulgar el sentimiento de lo bello en que no hubiese despertado la admiración! ¡Cuán prosaica sería la época en la que todo este conjunto de recuerdos tan sanos y tan gloriosos, y la vista de la ovación y culto que recibían no hubiese entusiasmado! En cuanto a nosotros, fieles intérpretes de las tradiciones de aquel humilde, pero interesante lugar; nosotros, entusiastas de todo lo santo, lo bueno y lo glorioso, y de la encantadora y real poesía que a estas cosas es aneja, así en lo pasado como en lo presente, jamás perderá el recuerdo de este día su brillo en nuestra mente, su dulzura en nuestro corazón.

Hízose en la iglesia una solemne función costeada por SS. AA. RR., en la que ofició el señor deán de esa catedral, cuyo celo y amor por los recuerdos santos y gloriosos del país son tan conocidos, y el señor penitenciario hizo un excelente sermón. Pero, ¿qué más elocuente sermón que el ver a SS. AA. RR. teniendo en sus manos la gloriosa insignia, postrados a los pies de la Virgen misma que aclamaba su glorioso antepasado? ¡Que no hubiese presenciado este acto la reina Amalia para bendecirlo como desde el cielo lo hacía San Fernando! Hubo un corto momento de confusión por la innumerable muchedumbre que se agolpó a la puerta de la iglesia para presenciar el acto; si hubiera podido hacerse, hubiésemos deseado que con preferencia se hubiese dado entrada a los vecinos del pueblo que con tan entrañable cariño aman a su Virgen del Valme.

Concluida la función, pasaron SS. AA. RR. con su comitiva y los invitados, entre los que se hallaban, además de las autoridades de la provincia, los caballeros de Sevilla, propietarios en Dos Hermanas, al patio-jardín que se halla a espaldas de la iglesia ante la capilla de Santa Ana, y bajo sus árboles, todos en flor, se halló como por encanto servido un magnífico almuerzo. Estos árboles lugareños, acostumbrados a ver sólo aprestar el sencillo gazpacho de campesinos   —127→   , se admiraron al ver la profusión de manjares, los más exquisitos. El paraíso, gracias a la más suave y tranquila atmósfera, contenía por respeto su petulancia. El azahar mimado y curioso quiso probar el champagne y cayó en las copas, de que no fue sacado para que perfumase su contenido. Los cipreses tan graves, sostenían inmóviles y atentos un toldo, no pudiendo brindar, cual sus compañeros, el de sus hojas. Los rosales de enredadera inclinaban con amor y simpatía sus ramas cubiertas de pequeñas y frescas flores hacia SS. AA. RR., las preciosas infantitas doña Isabel, doña Amalia y doña Cristina, rosas cual ellas de la rama de un tronco tan arraigado en el suelo español. Los tímidos pájaros habían cedido modestamente su misión armoniosa a una excelente banda de música militar. SS. AA. RR. estaban alegres como pone el cumplimiento de una bella acción que ha traído todas simpatías, y con ese dulce esplendor de contento que presta una conciencia pura como el ambiente que respiraban, y a todos comunicaban su inocente y contenida alegría, pues estos príncipes felices y buenos, con la circunspección propia de su rango, la benevolencia y la dignidad anexas a su altura social.

En la mesa fue recordado que en estos mismos días había tenido lugar en Madrid fiestas análogas; la inauguración del Hospital de la Princesa por S. M. el rey y su augusta hija, y en Alcalá la traslación de las cenizas del gran ministro de la gran reina de España, y cual de este mes brotan en las flores, brotaron en los corazones las esperanzas de un porvenir que no podrá menos de ser bello; cuando nuestros reyes y su real familia, el gobierno y el público, se unen para hacer bueno lo presente, practicando la justicia y la caridad, acatar lo pasado rehabilitando las glorias nacionales, y para rogar por ella con fe y esperanza a Dios, árbitro de la suerte de las naciones.

¿Hay acaso que añadir que SS. AA. RR., antes que en ellos, habían pensado distribuir una cuantiosa limosna de pan y de carne a los pobres? ¿Que repartieran otras en dinero, y que para dejar también a Santa Ana, patrona del pueblo, una muestra de su devoción, entregaron a la hermandad una cantidad para que en su día se hiciese con más brillo se procesión anual? Todo esto se sobreentiende. SS. AA. RR. dejan siempre estas pruebas de su religiosidad   —128→   y de su beneficiencia por doquiera que pasan, cual los cometas un rastro de luz.

Sólo nos queda que decir, para completar la reseña de tan patriótica y conmovedora fiesta, que concluyó con toros.

Enemigos y antipáticos a tan cruel, expuesta y tosca diversión, no queremos profanar los santos, los dulces, los simpáticos y poéticos anteriores recuerdos, con una reseña tauromáquica.

FERNÁN CABALLERO





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A los sermos. Señores infantes duques de Montpensier

SERENÍSIMOS SEÑORES:

Habiendo oído a varias personas preguntar cuáles eran el objeto, el destino y la ocasión de la obra que por mandato de VV. AA. RR., se está ejecutando en Buenavista, y convencido de que son pocas las que puedan satisfacer cumplidamente estas preguntas, me he sentido impulsado a intentarlo, puesto que tuve la suerte de ser yo quien sacase del olvido en que estaba el objeto que promueve esta obra, que conozco su destino, y sé y celebro la causa que la impulsa y activa.

Aunque mi inteligencia, mis facultades y mis pensamientos estén absorbidos y entumecidos por el más acerbo pesar y no puedan auxiliarme en mi intento, el corazón, cuyo sentir no embota sino aviva el dolor, será el que, al ver alzarse este monumento religioso e histórico de entre sus ruinas, movido por su amor a la religión y al país y por la gratitud que siente hacia sus augustos reedificadores, referirá sin la cooperación de aquéllos y con la sinceridad y espontaneidad que le son propias, el objeto, el destino y la ocasión de esta obra, aunque carezca lo escrito de todo mérito literario.

En vista de lo cual, suplico a VV. AA. RR., y ruego a todo el que lea este corto relato, que disimulen su mala redacción en favor de los buenos sentimientos que lo han dictado, que son, como ya he dicho, el amor a la religión y   —130→   glorias del país, y la ardiente gratitud hacia los augustos príncipes que tanto las aman, atienden y honran.

A los pies de VV. AA. RR.,

FERNÁN CABALLERO

Hace un siglo que, siguiendo el destino de las naciones, España, que había llegado a ser la primera del mundo, empezó a descender, como desciende a nuestra vista el sol desde el cenit. Pero así como el rey de los astros renace pasada la triste y oscura noche, así las naciones se recobran y levantan de su postración cuando cesan las causas que la originaron.

España, con más glorias que jamás alcanzara pueblo alguno, madre de conquistadores insignes que llevaron la luz a desconocidas y remotas regiones, de artistas eminentes que solemnizaron el culto y dotaron su patria de las maravillas del arte puro y cristiano; España, madre de poetas y escritores que glorificaron su región y ennoblecieron aún más el espíritu caballeroso de esta nación, haciendo noble hasta al pueblo; España, madre de santos, de guerreros y de sabios sin cuento, subió al cenit, y su destino le dijo: «Desciende». Guerras con el extranjero, desleal desunión de las colonias que crió a sus pechos, traidores invasiones, epidemias, hambres, guerra civil, toda las calamidades se sucedieron unas a otras sin interrupción. ¿Qué extraño, pues, que arruinado el país, empobrecidas las arcas del Estado, talados sus campos, desunidos sus hijos, frío y poco compacto el espíritu público, desatendiese sus grandezas y perdiese su puesto y su preponderancia? Y no obstante, indígenas y extranjeros claman contra el efecto, sin tener en cuenta las causas.

Pero, como ya dijimos, las naciones, como el sol, vuelven a brillar y a emprender su curso ascendente. Las imaginaciones, hartas de estériles y dañinas luchas, se sosiegan; paulatinamente se rehace y purifica el espíritu público, atrayendo a todos dulcemente alrededor del trono que aman y al pie de la cruz que adornan. Entonces el espíritu público, que siendo genuino, es el amor al hogar y a la familia, ensanchando y exento de personalidad, le sucede como al que regresa de una excursión lejana a su hogar doméstico, quiere posesionarse de la herencia que dejaron en él sus venerados antecesores, para que fuese rico y honrado; busca   —131→   con cariño los recuerdos de su niñez, y cuál es su dolor si halla aquélla destruida, éstos profanados y otros por su culpa prontos a sufrir igual suerte. Su sentimiento es grande, pero estéril y tardío, porque el destruir es fácil, siendo como es obra de niños y de palanqueta de incuria e ignorancia, pero no así el reconstruir, que es obra de oro y poderosos, de ánimo y de cultura. Así, pues, al ver a sus pies las ruinas de su patrimonio, exclama abatido: -¿Quién hace revivir cenizas? ¿Quién da vida a esqueletos?-, e impotente se desmaya. Pero no, que al modo que la estrella de la mañana anuncia la reaparición de un nuevo día, así anuncian una nueva era a la nación nuestros jóvenes y augustos monarcas e infantes con su amor al país, con su celo por las mejoras, con su adhesión a las glorias de la religión y de la historia, con su grande e inteligente aprecio de las artes, con su tolerancia y con su desvelo por los desgraciados, tomando la iniciativa en el renacimiento del legítimo espíritu público en medio de unánimes simpatías y aplausos del país.

No es nuestro propósito referir aquí todas las señaladas muestras de la religiosa, patriótica e ilustrada munificencia que han dado sus altezas reales los serenísimos infantes duques de Montpensier a la provincia que tiene la dicha de ser habitada por ellos. Sólo de una, de la más reciente, nos ocuparemos, de aquélla con la que SS. AA. RR. solemnizan y demuestran su gratitud al Todopoderoso así como a la Virgen y a su invicto ascendiente el rey Fernando III, por el nacimiento de un hijo, que será una gloria de España si hereda las virtudes de sus padres y si imita las de su santo y esforzado patrono y progenitor.

A una legua de Sevilla, en la misma dirección que sigue el río, termina el valle en que aquélla se asienta en una eminencia que lleva por adecuado nombre el de Buenavista. Vese desde allí extenderse en su llano la ciudad mora engarzada en sus almenadas murallas, tan erguidas y enteras como hace ocho siglos, sin que haya podido clavar en ellas el tiempo su diente destructor; así es que el pueblo que unas cosas sabe y otras adivina, cantaba y canta todavía:


   Como Sevilla tiene
fuertes murallas,
no pueden mis suspiros
atravesallas.



  —132→  

A la izquierda de Buenavista, algo apartado, corre el río, buscando ya de un lado, ya de otro, senda más florida que la que se le presenta entre las áridas marismas, para llegar al mar; pero es en vano. Su destino, cual el suyo al hombre, le dice: «sigue la senda que te tracé». El río prosigue resignado y tranquilo el sendero marcado, reflejando en sus aguas al cielo, ese cielo andaluz que sólo el pueblo ha sabido enaltecer en estos versos, tan llenos de religiosa poesía:


   La virgen se subió al cielo
y dejó su manto azul,
que cambió por uno negro
para el luto de Jesús.



En la orilla opuesta del río se acerca, para cortarle el paso, un alto cerro, pero se detiene abruptamente como obedeciendo a un gesto de su Creador: a sus pies se agrupa San Juan de Aznalfarache, modesto jardín de flores que se crían entre olivos, como brotan las alegrías a la sombra de la paz. Sobre su cresta le pusieron los moros un castillo como un yelmo, y los cristianos, que hicieron de éste una iglesia, le pusieron una cruz como una diadema.

A la derecha de Buenavista, el campo se viste de sembrados, olivares y huertas, entre las que se abre paso el acueducto que desde más allá de Alcalá trae un abundante caudal de aguas a la pulcra sultana, que desdeña las de su río.

Nada se oía en aquella altura una mañana de fin de verano de 1248, sino el dulce gorjeo de la alondra, que se elevaba cantando en busca de la luz, como si su vuelo fuera un canto o su canto un vuelo. Los olivos que cubren al opuesto lado el descenso del cerro, no movían sus ramas por temor de perder su maduro fruto, y sobre las torres de Sevilla brillaba al sol la media luna creciente que en breve debía sufrir su triste menguante.

A poco, y en dirección a Alcalá, viose acercar un numeroso ejército, sobre el cual tremolaba el airoso pendón que en campo morado ostentaba las nobles armas de Castilla y de León, rematando su asta con la sacrosanta cruz de los cristianos. Acaudillaba este ejército un héroe, un rey, un santo: Fernando III, gloria de España, terror del moro.

  —133→  

Detúvose el santo rey en Buenavista y consideró, al mirar a aquella poderosa y atrincherada cuidad, aquella coraza de armagasa que la ceñía, lo arduo de la empresa que proyectaba intentando su conquista, y lo desmayadas que estaban sus tropas por el cansancio y la sed; pero no por eso decayeron sus bríos, ni se abatieron sus esperanzas, antes levantando su fervoroso corazón a una efigie de Nuestra Señora que siempre llevaba consigo, le prometió en solemne voto labrarle una capilla en el mismo sitio en que se hallaba, si con su intercesión poderosa alcanzaba hacerse dueño de la ciudad mora. «-¡Valme, Señora! -exclamó con poderoso fervor el monarca-. Valme, Señora, que si te dignas hacerlo, en este lugar te labraré una capilla, en la que a tus pies depositaré, como ofrenda, el pendón que a los enemigos de España y de nuestra santa fe conquiste»27.

Dice la piadosa tradición que entonces el santo rey, lleno de fe, exclamó:


Si Dios quisiere
agua aquí hubiere



y que dirigiéndose hacia el lado izquierdo de la bajada, en cuyo llano se hallaba con su hueste el valiente caudillo don Pelayo Correa, maestre de Santiago, le gritó: «Hinca, Pelayo»; obedeció éste, y al punto brotó en los sitios en que hincó el maestre su bastón de mando un surtidor de agua, por lo cual quedó a esta fuente el nombre de la «Fuente de Pelayo», que lleva hoy28. Conservóse desde entonces en la capilla que el rey labró más adelante un asta de buey, que fue de la que se sirvieron capitanes y soldados para   —134→   beber, la que no existe ya, pero que recuerdan haber visto muchos habitantes de Dos Hermanas.

Refrigerados jinetes y caballos entraron con nuevos bríos en el combate, del que salieron vencedores, y quedaron tan desanimados los sitiados que poco después se rindieron.

Conquistada Sevilla, el santo caudillo, fiel a su voto, labró en el sitio marcado la prometida capilla a la Virgen, cuyo auxilio imploró clamando. ¡Valme!, apóstrofe que desde entonces conservó por advocación la Señora, que en ella quedó depositada, así como el pendón cogido al moro que le ofreciera el santo rey29.

Pasó el tiempo, ese lento pero seguro destructor, y el insigne aunque modesto monumento religioso e histórico empezó a deteriorarse, sin que ni el sentimiento religioso, ni el respeto a la historia, ni el interés y amor propio local se moviesen a impedir que desapareciera aquel testimonio y recuerdo de un hecho inmortal. ¡Por las grietas de sus muros pedía auxilios el santo monumento! Pero las flores de parietarias vendaban, sin curarlas, las heridas del tiempo, quien con la misma ininteligente indiferencia que tiene la desidia redoblaba sus estragos, no hallando oposición a sus tristes efectos. Así fue cuando iba a desplomarse el venerado santuario, olvidado y desatendido de la gran cuidad de cuya regeneración era monumento archivo de su mayor gloria, pila de su bautismo30, herencia de su santo conquistador, el pobre pueblo de Dos Hermanas, que se halla situado a una legua de distancia, determinó, para no verlas envueltas en los escombros de su santuario, llevarse a la iglesia de su lugar el pendón y la querida Señora, a quien tantas veces, a imitación del santo rey y con su mismo fervor, había aclamado en sus aflicciones y necesidades: ¡Valme, Señora! ¡Valme!

Cuando la capilla no cobijaba ya a la Virgen, cayó derruida, no quedando en ella sino tristes ruinas, mengua de la   —135→   ingrata que era que las hizo y de la olvidadiza que las consentía. ¿Quién te dará razón, generación presente, y a vosotros, siglos venideros, de este hecho y de este monumento religioso e histórico? Los ancianos que lo conocieron y veneraron mueren uno a uno. El eco de Buenavista, que repetía con el piadoso conquistador de Sevilla: ¡Señora, Valme!, ha enmudecido; las piedras que formaron el exvoto de un gran rey ya están esparcidas por el suelo, como lo están en el desierto los huesos del que pereció de cansancio, sin que socorro alguno llegase a él. Nadie sabrá en breve quién fue el fundador ni cuál fue el origen de la construcción cuyos restos mira con indiferencia, y sólo algún aldeano de la vecina aldea cantará al pasar a su lado:


   A la Virgen, San Fernando
esta capilla labró
y a los pies de la Señora
su pendón depositó.



Dice la piadosa tradición que en su huida a Egipto buscó amparo y descanso la Virgen a la sombra de un olivo, agradecido a tan dulce favor, que desde entonces reconoció, como lo dice el canto de Nochebuena:


   La Virgen quiso sentarse
a la sombra de un olivo,
y las hojas se volvieron
a ver al recién nacido.



Ha brotado y crecido espontáneamente entre estas ruinas un olivo silvestre, como para ampararlas y custodiarlas; ¡mudo e imponente santero, adecuado para serlo de la ruinas de un santuario, pero arraigado en sus cimientos, como lo están el amor y la veneración hacia él, en los corazones de los pobres en Dos Hermanas! El suyo ha sido el solo amparo que las ruinas han hallado.

No nos ha sido dado averiguar con certeza la época en que tuvo lugar la traslación de la Virgen y del pendón a la iglesia del referido pueblo. Ateniéndonos a la tradición verbal de sus pobres vecinos, creemos que, habiéndose traído a la Señora en procesión de rogativa al pueblo cuando la   —136→   epidemia de 1800, denominada «la grande», no volvió a salir de aquella iglesia31.

Refieren que había treinta y seis agonizantes en el lugar cuando entró en él la Virgen, y que al pasar por las puertas de sus casas clamando cada cual lleno de fervor y de confianza: «¡Señora, Valme!», instantáneamente se aliviaron, sanando todos a poco, como lo atestigua la devota copla que aun hoy día cantan los moradores de aquel lugar:


   En el día dos de noviembre
entró la Señora en su procesión,
repartiendo de sí una fragancia
que a todo el enfermo la salud le dio.



La Virgen es atendida, amada y reverenciada por fervorosos corazones en un pueblecito pobre y desconocido: sólo los buenos vecinos de aquel lugar os contarán con entusiasmo el egregio origen de su Virgen del Valme, y las mercedes y consuelos que de ella han recibido. Pero el pendón con que conquistó Fernando III a los enemigos de su fe y de su reino, ¿dónde está? ¿Quién sabe siquiera que haya existido entre esas piedras esparcidas alrededor de aquel silvestre olivo? Desatendido, olvidado, desconocido, se pregunta: «¿Fui yo el pendón que conquistó un rey invicto? ¿Soy la ofrenda de un santo admirable?».

No hace mucho tiempo que los sencillos aldeanos vieron llegar a su pueblo a un joven jinete. A pesar de la sencillez de su traje y de sus maneras, la librea de casa real que llevaban los criados que le seguían le dio a conocer a los pobres, atónitos, quienes le rodearon con el interés, la admiración, el respeto y la alegría que siente el pueblo por cuanto pertenece a la familia de los monarcas. El príncipe real,   —137→   pues en efecto lo era, como hijo del rey de Francia, como yerno del de España, se apeó y entró en la iglesia precedido por el cura, que se apresuró a anticiparse a los deseos del noble infante, cuyo nombre, unido al de la Serenísima Señora Infanta Doña María Luisa Fernanda, es tan conocido como bendecido por los pobres.

El augusto hijo de la reina Amalia hizo que le enseñasen cuanto contenía la iglesia y la capilla de Santa Ana. Se informó y enteró de cuanto quería averiguar, y se despidió del cura y del alcalde, encargándoles, de parte de la hermana de nuestra reina (que quiso dirigir y trabajar con sus reales manos en su restauración), que con este objeto llevasen, con las debidas precauciones, al noble cautivo moro, al antiguo inválido pendón, a su palacio de San Telmo.

Es conocido y notorio cómo esto se efectuó; ninguno de los que presenciaron la solemne función religiosa que tuvo lugar en la iglesia de Dos Hermanas cuando fueron los infantes de España a presentar a la Virgen su restaurada ofrenda y contempló aquel pendón consagrado, llevando S. A. R. el infante asida la robusta asta, cubiertos con aros de plata los destrozos de la polilla y fortalecido por ellos contra los estragos del tiempo, y sosteniendo la augusta infanta en sus blancas y delicadas manos las puntas de la tela que tremolara en los combates de moros y cristianos hace seiscientos años, dejó de comprender que es un espectáculo tan conmovedor en su esencia, tan bello en su forma, tan poético e ideal por reunir ambas excelencias, que no se borra mientras conserve el que lo presenció un corazón que sienta y una memoria que recuerde.

Pero no basta lo hecho al amor que profesan SS. AA. RR. a las glorias religiosas e históricas del país, ni tampoco satisfacía a la admiración y culto que consagraban a la Virgen, cuyo nombre sólo es una oración, y a su santo ascendiente San Fernando, digno primo de San Luis, rey de Francia.

Con motivo y en acción de gracias del nacimiento de un hijo, determinan hacer reaparecer la capilla en su misma planta y con su misma sencillez, enhiesta sobre sus ruinas, tal cual estuvo en su origen. Vese en ella un altar en que está la Señora, y la ofrenda tan noble y significativa de aquel que, cual no otro alguno, probó que el verdadero   —138→   valor es tanto más sereno y constante cuanto más lo infunde y sostiene la religión.

Se traerá a la capilla la imagen del santo héroe que la ofreció y erigió, uniendo así sus augustos nietos, gloriosos recuerdos de familia a los sentimientos religiosos que los han llevado a reedificar a la Virgen su primitivo santuario.

¿Ha sido esta insigne y dispendiosa obra inspiración del santo? ¿O es, acaso, que la sagrada imagen deseaba volver al santuario que le edificara su regio devoto, y que apareciéndose una noche en sueños a su nieta le dijese: yo te valdré, alcanzándote de Dios el feliz alumbramiento de un hijo, que llamarás Fernando; pero tú a tu vez, hija querida, Valme?

Es lo cierto que, la dulce invocación, la expresiva plegaria «Valme», que es lazo de unión de la tierra con el cielo, santa voz con la que implora la esperanza a la caridad, triste como la desgracia o el temor, dulce como la humanidad, cristiana como el precepto que dice: «pide», conmovedora como la orfandad es, dirigida a la Virgen, tan familiar a los apuros y piadosos labios de la infanta, como dirigida a ella, a sus benignos oídos, ya cuando el afligido la busca también como intercesora con su augusta y poderosa hermana, nuestra amada reina, ya cuando la implora el necesitado, como espléndida y generosa expendedora de socorros y beneficios.

Ha sido preciso, para reedificar la capilla, arrancar el olivo silvestre, amparo de sus ruinas; pero no ha sido despedido como intruso, sino trasplantado a los regios jardines de San Telmo, como bien venido huésped. Los altos, frondosos y elegantes árboles que pueblan aquel sobre toda ponderación magnífico parque32, hicieron gustosos lugar al pobre y rústico árbol de las santas ruinas, y las palmeras la saludaron como a antiguo conocido: eran vecinos en Jerusalén, y cuando los ángeles de aquel palacio, que recorren alegres sus hermosos jardines, se acercan al modesto campesino y le dicen con sus frescas y melodiosas voces: «No te pese el no custodiar ya las desamparadas ruinas; nuestros padres las han amparado, las han alzado del suelo y   —139→   las han devuelto al culto, y pues ellas han recibido sus auxilios, admite tú, buen olivo, el cultivo y los cuidados que te daremos: no echarás de menos la calma que gozabas entre las olvidadas ruinas, porque aquí la hallarás lo mismo entre atendidas flores; no extrañarás nuestras alegres voces, pues acostumbrado estás al canto de los pájaros; consuélate el saber que en el puesto que ocupabas está el altar que han vuelto a erigir a la Virgen de nuestros padres»; entonces el olivo les contesta con el grave susurro de sus austeras hojas: -«Por eso yo, símbolo de la santa paz, he venido aquí a custodiar la de sus nobles, puras y piadosas almas. Tomad dos de mis ramas: entretejed la una, como genios benéficos, en la respetada corona de la reina, de la excelsa hermana de vuestra madre; enlazad la otra, cual ángeles del cielo, a la venerada palma de santa, de la egregia madre de vuestro padre, y bellas y dulces demandantas de la capilla labrada por vuestro abuelo y reedificada por sus nietos, pedidles para esta obra la augusta aprobación de la reina y la solemne bendición de la santa».



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Romance popular de la Virgen del Valme


   Dios te salve, Reina y Madre,
Virgen del Valme gloriosa,
compañera de Fernando
que fuiste la mediadora
para ganar en Sevilla,
esta joya tan hermosa.
   El santo rey don Fernando
clamaba a esta gran Señora
diciéndole: «Madre mía,
¡Valme! Valme en esta hora
con el favor de tu Hijo.
Sé amparo de mi corona,
y hazme ganar a Sevilla
que a tus pies pondré, Señora.
¡Virgen Valedme, Valedme!
Y a mi hueste generosa,
que soldados y caballos
mueren en sed matadora».
   Pronunciando esta palabras
pegó el rey tres bastonazos,
brotaron tres caños de agua
en los sitios golpeados,
y esta soberana Reina
le dice así a San Fernando:
«No desmayes, hijo mío,
que la cuidad conquistamos».
Levantó sus tiernos ojos
y le pidió al soberano
que detuviera su día
porque el sol iba bajando.
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Y dando vista a Sevilla
ya el moro se ha retirado;
y la sagrada María
y el dichoso San Fernando
hacen su entrada en Sevilla,
y el Apóstol Santiago
que se apareció en los aires
en su gran caballo blanco,
trae una cruz y bandera
con un letrero estampado
que dice con grandes letras:
«¡Guerra! ¡Guerra! ¡Soy santiago!»
Y los cristianos entonces
de rodillas se han postrado,
pidiéndole a la Señora,
como españoles soldados,
que les dé su salvación,
que la tiene de su mano.
   ¡Gloriosa Virgen del Valme!
Hermosa paloma blanca,
la reina de las mujeres
fue concebida sin mancha.