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ArribaAbajoCapítulo V

Al cabo de algunos días de hallarse los amigos en Carmona, vino Alfonso a casa de Ramón para que diesen su acostumbrado paseo. A la vuelta hallaron los dos jóvenes a Gracia, que sentada en un poyete a la puerta de su casa, entretenía a su hermanito contándole cuentos.

-La sultana Scheherasada, dijo Ramón, que para entretener a este sultán Schachriar tiene un repertorio de cuentos interminable. Manolito, ¿quieres que te cuente el de la buena pipa?

-Esos son los que tú sabes, de pipa y de cigarros, contestó el pobre niño entre mal humorado y afligido; no quiero que tú me los cuentes, sino Gracia.

-Calla, Ramón, no le vayas a contar aquel cuento horrible del negro sin cabeza, que le tuvo impresionado e inquieto tantos días y noches, sin poder dormir.

-Y no te dejaría ese niño mimoso dormir a ti.

-Eso no importaría nada; pero es el daño que a él le causa el no dormir, ¡pobrecito mío!

En este momento volvía Gracia López a su casa, y pasó delante de ellos con un aire tan altanero, suelto y provocativo, que apenas podía concebirse en sus pocos años. Vestida y peinada con esmero, adornado su gran rodete de flores, animado el color por haber venido de prisa, era una beldad tan notable, que ambos jóvenes se quedaron admirados.

-¿Gracia López, así pasas de largo? no me has visto? le dijo Ramón.

-¿Pues no había de verlo? ¿tengo acaso los ojos en presidio? contestó ella.

-¿Gracia López, sabes que apenas te reconozco? ¡Cómo has crecido y te has desarrollado de un año a esta parte! ¡Estás hecha una mujer!

-Y usted un hombre, señorito, y por lo tanto, ya no está el tutearse de razón.

-¡Hola! ¿esas tenemos? repuso Ramón acercándose a ella. ¿Y va usted a poner el dictado como un muro entre nosotros?

-Yo ni quito ni pongo.

-Pues entonces no me opongo al usted, y aunque sea al usía, porque podré decirle que está usía hermosa y desconocida, así de parecer como de trato. Más hermosura, pero más desabrimiento; váyase lo ganado por lo perdido.

-No: váyase lo perdido por lo ganado.

-Sea; a mí me gustan los potros por domar.

-A mí no, recalcó la muchacha con descaro.

Ramón que la seguía entró en casa del bien acomodado carpintero su vecino. La mujer de este, que estaba en el patio, le recibió con mucho agasajo, y al ver que su hija, cuya hermosura tenía vanagloria en enseñar, seguía hacia las habitaciones, en que entró, se puso a llamarla; pero Gracia López, la mal criada y engreída niña, la oyó sin que acudiese y sin responder siquiera a la llamada.

-¡Qué desabrida es! murmuró su madre; pero qué quiere usted, las bonitas se engríen; ¿eso quién lo remedia?

El caso era que Gracia López, estaba picada de que Alfonso, que era el que entre los dos jóvenes le había llamado más la atención, no hubiese hecho caso alguno de su belleza, y por esa ansia de dominación propia de las malas almas, se había sentido herida, en su amor propio al notar la preferencia que aquel había hecho permaneciendo al lado de la hermana de Ramón. Alfonso, a quien había chocado el precedente coloquio descocado y grosero, así como el aire altivo de la niña, se había sentado efectivamente en el poyete al lado de Gracia Vargas, que sostenía en su falda la cabeza de su hermanito.

-¿Quién es esa muchacha? preguntó.

-Es nuestra vecina; nacimos el mismo día.

-¿Es tu amiga?

-No, yo no tengo amigas.

-¿Y no deseas tenerlas?

-Qué mas amiga que mi madre de mi alma.

-Es la mejor y la primera, pero yo hablo de amigas de tu edad.

-¿Pues qué, en la amistad hay edades?

-¿Ninguna distracción tienes?

-Muchas; cuidar a mi madre y hermanito.

-¿Qué, está enfermo?

-Sí, señor. Vino al mundo algún tiempo después de la muerte y enfermedad de mi padre, que tanto afligieron y destruyeron a mi pobre madre, por lo que nació Manolito, el hijo mío, con ictericia y con unas alferecías de que nunca le han podido curar. Tengo además las visitas de mi padrino, que me da lecciones y me manda libros entretenidos para leer, lo que al mismo tiempo entretiene a mi madre.

-¿Y qué libros son?

-Variados, de historia, de moral, de historia natural... y ahora me ha traído una novela.

-¿Una novela?

-Sí, señor; ¿lo extraña usted? ¿acaso son malas las novelas?

-No tienen fama de ser buena lectura para las niñas.

-Según sean; Gracia López me dice que lee muchas muy divertidas que le trae su padre del casinillo. Una había que tenía yo muchos deseos de leer, porque trata del Judío errante, y a mí me gusta mucho esa historia; pero D. Manuel no quiso, y por eso me ha enviado la que estoy leyendo, que es una cosa preciosa, y se llama Fabiola.

Alfonso se sonrió dulcemente, con la satisfacción de un alma noble en quien la realidad desvanece una maliciosa sospecha.

En este momento sonó el toque de oración, y la niña con la mayor naturalidad, porque en su retiro no sabía que aunque no sea obligatoria esta oración hubiese quien dejase de hacerla, se levantó y se puso a rezarla en voz alta.

Mientras rezaba había levantado sus ojos con una expresión plácida, recogida y melancólica, hacia el cielo, que iba trocando el divino color a que ha dado nombre, en ese tinte blanquecino que parece servir de mortaja al día hasta que se sepulta en la noche.

Gracia, cuyo rostro de frente era demasiado demacrado para constituir una verdadera hermosura, tenía en cambio la belleza poco común de un perfil perfecto formado por sus finas facciones y por la postura y corte de su cuello y cabeza, de manera, que vista de lado en la posición que había tomado, y con la expresión tan sencillamente dulce, pura y reflexiva que tenía, era ciertamente el ideal del poeta, del pintor, y del hombre que piensa y siente.

Nosotros entendemos por ideal, no un nombre vano de una cosa que no existe, sino el último grado de la estética de las cosas humanas, que la realidad no llega a alcanzar.

Cuando hubo concluido se volvió a sentar, puso la cabeza de su hermanito sobre su falda, pero sin dejar de fijar sus ojos en el cielo.-¿Qué miras, Gracia? ¿qué buscas en el cielo? le preguntó Alfonso, que al tutearla aun la trataba de niña sin que ella lo extrañase.

-El descubrir la primera estrella, respondió Gracia.

-¿Es algún agüero? crees ver en ella la tuya?

-¡Oh, no! bien ha dicho usted que esos son agüeros, aunque son bonitos y poéticos: pero yo no soy poeta, por lo que no podría explicar la atracción que sobre mí ejercen las estrellas; pero más que nada es una idea religiosa, porque entre las obras de Dios, son una de las más hermosas las estrellas. Así, en la que a las demás se anticipa, me parece ver la primera palabra del Credo, y por un impulso de glorificación a Dios, apenas la descubro, cuando alzo al Señor mi espíritu con el símbolo de la fe.

-¿Quieres, Gracia, que te recite unos versos que he compuesto a las estrellas?

-Ay, sí, sí, cuánto lo agradeceré: seré como el pajarito que no sabe cantar y escucha enajenado al ruiseñor.

Apenas empezaba Alfonso a recitar su composición, que oía Gracia embelesada, cuando se oyó la débil voz de su madre que la llamaba.

-Mi madre me llama, exclamó interrumpiéndole Gracia; y tomando a su hermanito dormido en sus brazos, desapareció sin pensar en despedirse de Alfonso.

-Si ángeles hay en la tierra, pensó este cuando estuvo solo, esta niña es uno de ellos.




ArribaAbajoCapítulo VI

Mientras Ramón, a pesar del sincero cariño que tenía a su madre, mortificaba el ya tan abatido espíritu de esta señora con las recriminaciones que hacía a su padre, pasaba una escena de distinta índole en casa del marqués de San Adrián. Sentado éste sobre un sofá, reclinado en sus cojines, oía complacido lo que su capellán le refería de la manera brillante con que había concluido Ramón su carrera, y de lo bella y vigorosamente que se había desarrollado su físico.

-Pero ahora, añadió D. Manuel, a quien los años que habían pasado suavemente en la más dulce de las vidas, la monótona, habían dado mucha madurez y reflexión sin cambiar en nada lo apacible y benévolo de su carácter, ahora ¿qué va a ser de él?

El marqués apoyó sobre los cojines del sofá su cabeza, calva y cana ya por sus padecimientos, a pesar de ser poco mayor que su capellán, el cual parecía, con alguna corpulencia más, casi el mismo que era cuando regresó de Sevilla; y levantándola después, con alguna animación,

-Manuel, le dijo, he recordado lo que olvidado tenía. El hermano de mi padre es ayudante del rey: jamás le he molestado con empeño alguno; aunque es mi tío, está llamado a ser mi heredero: en vista de esto, y de que una desatención de su parte podría ser perjudicial a sus intereses, creo que me atenderá. Le vas, pues, a escribir una carta de recomendación para Ramón, en los términos más apremiantes y expresivos. En cuanto a los gastos del viaje y estada en Madrid, fácil será hacerles creer que son parte de la manda.

Con la sinceridad y con el calor propios de un corazón nacido para el bien, y que del bien había hecho todo el interés y ocupación de su vida, acogió D. Manuel y dio gracias al marqués por este nuevo beneficio, que costándole a él poco, acababa de cimentar el Porvenir de un joven de mérito y de amparar su desvalida familia; y concluyó opinando que era llegado el caso de que supiesen a quién eran debidas tantas y tan trascendentales mercedes.

-Eso no, exclamó el marqués apurado, no lo pienses; querrán venir a verme y darme gracias, y solo el pensarlo me agita. No, Manuel: ¿crees que pongo precio ni doy valor a la gratitud de los hombres? Ninguno; y si supiese que el ayudar a los necesitados era darles ocasión de que interrumpiesen mi sosiego, dejaría de hacerlo en vida para que después de muerto se hiciese en mi nombre. La carta, que lacrarás, puedes decir que es una sencilla carta de recomendación que me has pedido, lo que no vale la pena de agradecerse. Y después añadió:

-¿Y tu pobre ahijadito, que es el que más me interesa?

-A fuerza de cuidados va saliendo adelante. Encanta ver aquella niña, su hermana, hecha, como la llama su hermano Ramón, una hermanita de la caridad: ¡ay, señor marqués, qué buena escuela es la desgracia! ¡qué buena preceptora la necesidad! Si a estas lecciones se juntan los ejemplos de una madre justa y cristiana, con resignación de mártir, conformidad y dulzura de santa, dan por fruto criaturas que bien pueden, envueltas en su humildad, pasar inadvertidas de los hombres en su modesta senda, pero que Dios mira con predilección y complacencia.

-Manuel, dijo el marqués, si quieres a tu ahijada, pido a Dios para ella que así siga su vida, y que nunca la perciban las miradas de los hombres.

Según lo había dispuesto el marqués, arregló D. Manuel todo este asunto, y como lo había previsto también aquel, creyeron en la ampliación de la obra pía. Ramón tomó la carta con entusiasmo, creyendo en su poca experiencia que llevaba una llave de oro que le abriría desde luego un seguro y brillante porvenir.

Alfonso, que tenía más mundo, sin desilusionar a su amigo se sonrió al ver su fe en esa carta de un oscuro y valetudinario marqués de provincia a un cortesano, porque estaba muy lejos de sospechar, ni el apremiante contenido de la carta, ni las circunstancias que mediaban y la hacían una carta de crédito pagadera a la vista.

Los amigos partieron, pues, juntos para Madrid. Grande fue el desconsuelo en casa de Ramón. Su pobre madre lloraba su separación como eterna, porque no pensaba volver a verle. Ramón, que quería mucho a su madre y a sus hermanos, no obstante la íntima satisfacción que le causaba ese viaje que hacía en las suaves alas de la esperanza, se afligía del dolor de los seres que amaba. Madre, decía, me voy, pero es para prepararnos allá un dulce interior en que nos reunamos todos: ¡no se aflija usted, madre, que poco ha de vivir quien no me vea en buena posición adquirida por mí!

-¡Hijo de mi alma! respondía su madre, recuerdo que tu excelente padre, que santa gloria haya, decía que eras listo y travieso; pero te suplico, te encargo y te mando, que tengas presente que desaprobaba esa travesura, como gula de la vida y comportamiento del hombre. No olvides el refrán que dice: quien va despacio, anda bien; quien anda bien, anda mucho. Nada hagas ahora lo que al fin de tu vida no quisieras haber hecho, para que tengas la muerte del justo, y puedan poner sobre tu sepultura el sencillo, pero honroso epitafio, que han puesto sobre la de tu padre: «Aquí yace un hombre honrado».

-Y tú, Gracia mía, dijo Ramón mezclando en un abrazo sus lágrimas con las abundantísimas que derramaba su hermana, ¿qué me encargas?

-Que pidas a Dios, contestó ésta, que dé vida a nuestra madre, y salud a nuestro hermanito.

-Sí que lo haré, hermana mía, pues no podré pensar en vosotros sin pensar en Dios y los ángeles. ¡No llores! vamos a ser todos felices; el primer dinero que gane, no lo gastaré en cigarros, no, que será en un vestido para mi hermanita de la caridad.

-¡No, Ramón, no; cómprale juguetes a Manolito, que es el pobrecito mío tan triste y tan apocado, y que cuando se distrae está mejor!

-¿Y a mí qué me encargas, Gracia? dijo Alfonso enternecido al presenciar el amor y la consagración de aquella dulce criatura a los suyos.

-Que no me olvide usted, dijo Gracia, la cual se había apegado con tierna simpatía a aquel joven bello, fino y delicado, que era el solo ser que fuera de su padrino le hubiese demostrado interés.

¡Eso nunca! respondió Alfonso con cariñoso y convencido acento; la memoria olvida, el corazón no. Pero yo te hago igual encargo: no me olvides.

-No olvidaré a usted: el recuerdo es como las cuentas del rosario, siempre dicen lo mismo, y siempre se reza con la misma devoción.

-Y cuándo pensarás en mí?

La niña bajó un momento su cabeza, sus lágrimas cayeron sobre sus manos que tenía cruzadas sobre su pecho, como para comprimir su dolor, y no aumentar con él el de su madre, y dijo en voz queda:

-Cada tarde, cuando vea asomar la primera estrella.




ArribaAbajoCapítulo VII

No es nuestro propósito seguir en todas las fases y pormenores de la vida pública a las personas que hemos presentado, sino en aquellas de la vida íntima y privada que se enlazan con el asunto que bosquejamos. Basta saber que Ramón había llegado a Madrid, y que había sido recomendado de una manera especial y activa a un ministro por el personaje a quien había escrito el marqués de San Adrián; que éste le dio un modesto empleo, al que renunció por mezquino poco después.

Dejando pues a Ramón por dos años, que empleó en Madrid con bastante provecho, gracias a su travesura, volvamos a encontrarle en ocasión de haber venido a Sevilla y pasado a Carmona a ver a su familia. Aunque su viaje no había tenido esta visita por objeto (pues cuando la cabeza lo absorbe todo el corazón queda muy postergado), sintió el más intenso placer al hallarse entre los suyos; pero se mezclaba a este placer una dolorosa compasión al hallar a su madre siempre inmóvil y postrada, envejecida de muchos años en los dos que habían trascurrido, delgada a un punto que parecía incompatible con la vida, y tan pálida, que cuando cerraba sus dulces y serenos ojos se la habría creído cadáver. Su hermano Manolito seguía macilento y enfermizo, y entre ambos estaba Gracia, formada, embellecida, como un sereno y despejado mediodía entre una débil y nebulosa aurora, y un triste y nublado ocaso.

Al cabo de algunos días, le dijo su madre:

-¡Cuán poco has escrito, hijo mío, y los cortos renglones que de tarde en tarde hemos recibido de ti, nada nos han dicho de tu suerte! Dime, hijo, ¿qué haces en Madrid?

-Un poco de todo, madre, contestó Ramón: versos satíricos, artículos de fondo, ejerzo la abogacía, defiendo malas causas, como suelen hacer usted y otras buenas señoras; escribo correspondencias, invento noticias, juego en la bolsa por otros y algo por mí, vendo protección, ahueco la voz y aguzo la pluma y el ingenio; en fin, me busco la vida, y un porvenir como Dios me da a entender.

-¿Dios? preguntó con tierna solicitud su buena madre.

-O la fortuna, que es la que más directamente interviene en estas cosas, contestó su hijo. Madre, no meta usted el nombre de Dios en todo. ¿Le irá usted acaso a decir a la cocinera que en nombre de Dios no eche demasiada sal, y que no deje pegarse la olla?

-No se trata en lo que vamos hablando de sazonar una comida, hijo mío; se trata de consultar y guiarse por la conciencia en todos nuestros pasos, pero con más particularidad en los primeros y más trascendentales de la vida.

-Madre, repuso Ramón, la conciencia tiene una vara de medir distinta de la que sirve para el comercio, que es universal, y la misma para todos. Si usted, que es una santa, fuese a medir con la de su conciencia las acciones de los hombres que se mueven en la vida activa, y tienen que seguir usos y costumbres que existen sin ellos haberlos creado, eso sería querer hacer pasar un torrente por un angosto tubo de puro y delicado cristal. Lo que ahora hago es preparar el terreno para ser elegido diputado en cuanto cumpla la edad.

-¡Tú!

-Yo: ¿pues qué le sorprende a usted? ¿Qué me falta para diputado?

-¡Hijo, tantas cosas!

-Madre, solo el voto de usted, que por suerte no es elector.

-¿Sabes, hermana, añadió Ramón dirigiéndose a ésta, que Gracia López está hecha un sol?

-Sí que está bien parecida, contestó la interpelada, siempre lo ha sido.

-¿Y porqué no son ustedes amigas?

-Yo no salgo nunca, Ramón.

-Pero ella podría venir aquí.

-Eso poco le divertiría.

-Pues vendría por amistad y no por divertirse. Ella lo desea, pero dice que tú nunca se lo has dicho; yo se lo diré de tu parte.

-Me harás el favor de no hacer tal, le dijo su madre.

-¿Y porqué, señora?

-Porque mi hija no tendrá más amigas que las que le elija su madre, que por lo pronto serán las que le convienen.

-¿Se acuerda usted todavía quizás, dijo Ramón sonriéndose, de la cruz de Alcántara de la cruz de Isabel la Católica de su abuelo el almirante?

-No miro los pergaminos de las personas, sino sus cualidades, para permitir a mi hija intimar con ellas.

-¿Y qué cualidades faltan a Gracia López para ser amiga de mi hermana?

Todas buenas, contestó su madre.

-Señora, un fallo tan acerbo se me hace extraño en los benévolos labios de usted, repuso con mal disimulado disgusto Ramón.

-Si la benevolencia sirviese para medir todo el mundo por un mismo rasero, y hacerse indistintamente amigo de los buenos y de los malos, esa benevolencia causaría más daño que la misma malevolencia.

-Ramón, preguntó Gracia a su hermano para cortar entre la madre y el hijo aquel debate, que parecía excitarlos a impulso de algún sentimiento o presentimiento oculto, ¿y tu amigo Alfonso?

-El marqués de Benalí, respondió Ramón, se ha dedicado a la diplomacia, que le viene de molde.

-¿Por qué?

-Porque en la corte de Inglaterra se ha perfeccionado en la altivez y la reserva, en la de Francia en la elegancia y quisquilla, y en la de Austria en la preocupación y susceptibilidad. Hace tiempo que no le veo; la última vez me preguntó por ti, Gracia, y me dijo que había visto en un álbum inglés una imagen de la inocencia velando sobre la infancia, que se parecía a ti.

Un sonrosado suave se extendió sobre las mejillas de Gracia, que iluminó su semblante como una débil luz ilumina y colora una lámpara de alabastro.

-Quiero y aborrezco a ese hombre con igual intensidad, prosiguió Ramón; me atrae y me desvía con la misma fuerza.

-Pero ¿por qué le aborreces? preguntó su madre.

-Porque sabiendo que le quiero se separa de mí.

-¿Y tú, no te has separado de él? tornó a preguntar su madre.

Ramón calló un momento, y dijo después:

-Puede; ¡nuestras sendas son tan diversas!

-Lo siento, Ramón.

-Él debe a sus padres, repuso éste, hallar su carrera hecha; al paso que yo...

-Ese es, no obstante, el amigo que te conviene, Ramón, replicó su madre. La preocupación de que le tildas, y la despreocupación de que sin deberlo haces gala, se modificarían quizás ambas en vuestro amistoso trato.

-Esta Sibila, es decir, adivinadora, repuso Ramón acercándose a su madre, y tomando entre sus vigorosas manos las finas, blancas y casi yertas manos de su madre, todo lo quiere saber, predecir y juzgar, desde su apartado retiro. Sabe cuál es la amiga que no conviene a su hija, y el amigo que conviene a su hijo.

-Las Sibilas iluminadas por su amor de madre, rara vez se equivocarán, hijo mío.

-Pues ya que acierta, indíqueme mi Sibila dónde hallar un tesoro.

-Hijo mío, no se hallan tesoros ni alhajas en la vida real, como en los cuentos de hadas; ni es necesario al hombre más tesoro que su honradez y trabajo, ni a la mujer más alhaja que su juicio y su modestia.

-Sistema de caldo de pollo y dieta de Broussais: muy sano, pero muy poco sustancioso, dijo alejándose Ramón.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Pocos días después estaba Ramón en casa del maestro López. Este, como ya se ha dicho, había prosperado, y en ese desnivel general y rápido, hijo de nuestra era, y que sería inconcebible en tiempos normales, habíasele visto subir sin divisar en qué escalones asentaba sus pies; de la misma manera que a otros se les ve bajar sin que se descubra la rápida pendiente por la que se despeñan. En ambos casos, tienen por lo general más parte las circunstancias de la vida pública, y la marcha de la época que los empuja, que la acción de los individuos; pero por lo regular se ensalza al que medra y prospera, y se le adjudica el galardón de buena cabeza, así como al que decae y tiene mala suerte, se le culpa, porque no se toma para juzgar más regulador que el éxito. Falta tiempo y falta equidad al mundo para formular sus fallos; los fabrica al vapor, que es el método por el cual se va haciendo todo en este siglo de las luces, como modestamente se califica a sí mismo.

El maestro López había empezado por comprar la casa que vivía. Después había levantado sobre el bajo un cuerpo alto, en el que dispuso una sala de estrado, para la que compró en Sevilla buenos muebles, entre los cuales sobresalían dos butacas talladas y con muelles, que le habían costado cien duros cada una; un espejo diminuto, que costó solo media onza, y el retrato suyo y de su mujer, al óleo: dos estupendos mamarrachos dignos de los originales, pero colocados en soberbios marcos tallados y dorados.

Por de contado, aquel estrado estaba herméticamente cerrado, y no se abría sino para hacerlo admirar de los conocidos de sus dueños.

Lo que el maestro López, a pesar de ser un buen carpintero, no había podido pulir, era a su hijo, que antes y después de rico era un leño. Pero, eso no impedía, como solía decir el maestro López a Ramón, que se viese de sacarle un destino.

Ramón, que para lo sucesivo quería tener propicio al maestro López, hombre de influencia, prometía y aseguraba que su primer cuidado al ser nombrado padre de la patria, sería colocarle, aunque dejase cesante a algún matusalén de oficinas; porque los empleados, como los gobiernos y las botas, se gastan pronto, y es necesario reemplazarlos con novatos, que son muy preferibles a los rutinarios.

-¡Lo que sabe esta gente nueva! decía entonces admirado el maestro López a su mujer.-Y muy bien que dice, añadía sentenciosamente; los hombres no son como las maderas, que para que no se rajen y tuerzan, y puedan servir, es preciso dejar pasar el tiempo dando lugar a que se sequen y consoliden; los hombres han de ser nuevos y mozos, que mientras más sean lo uno y lo otro, mejor.

Ramón por de contado, no pensaba todo lo que decía; pero tenía que contentar al maestro López, y también a su hija Gracia, de la que estaba enamorado.

A pesar de que estos amores eran sabidos y muy celebrados por los padres, que bien conocían que el mozo era llamado a hacer carrera y a figurar, Gracia y Ramón, siguiendo la costumbre del pueblo, cuando en casa del maestro estaban reunidos, nunca se hablaban.

Esta universal e inveterada costumbre del pueblo tiene varios orígenes; es el primero el respeto a los mayores, en particular al padre; el segundo es una mezcla de pudor y orgullo que hace al amor huir de entremetidas y curiosas miradas y ocultarse como una joya en su estuche, como una esencia que en un bote se lacra, como las más bellas flores en un jardín reservado; y por estas y otras causas, en un círculo que bien puede formar una reunión, pero no una sociedad, en un pueblo morigerado como el español, nunca se acercan los muchachos a las muchachas, en las que la conversación con los mozos está mal vista.

Establecida esta costumbre, no pueden, ni les placería a los que son novios, infringirla llamando la atención y exponiéndose a la crítica. Por esta razón hablan los novios por las rejas, si bien con menos comodidad, con más franqueza y menos embarazo que delante de gente.

El maestro López estaba aquel día furioso.-Ese indigno hijo mío, exclamaba, me va a quitar la vida. D. Ramón, cuando sea usted diputado, no le saque usted empleo; sáqueme como en los odiosos tiempos del despotismo una orden para mandarlo a las islas Marianas, y que se pudra allí entre las ratas. ¿No es allí, D. Ramón, donde hay tantas ratas? me parece que así lo dice el periódico.

-¿Y qué ha hecho su hijo de usted? preguntó Ramón.

-¡Pues no quiere el muy bárbaro casarse con la hija de un gañán!

-¿La hija del tío Escambrón? ¿Está loco? exclamó la madre.

-¡Buena cuñada quiere darme! dijo con desprecio y altivez Gracia,

-Yo creí, añadió el maestro López, que era un zoquete ni del campo ni de la ciudad, y sin más afición que su maldecida escopeta; pero el niño está saliendo un ciento-pies. ¡Casarse con la hija de un gañán! ¿Podrá darse mayor necedad?

-Ya veremos de impedirlo, opinó Ramón.

-No ha de poder impedirse, le ha dado palabra. D. Ramón, ello es que un tonto echa una piedra en un pozo y cien discretos no la pueden sacar.

-Y tan fea es la niña, añadió Gracia con burla, que el verla quita el hipo, y él tan torpe, que para hacer una O necesita un canutero. ¡Vaya una pareja!

Pocos momentos después de emitir esta opinión, decía Gracia López en la reja a Ramón, que se hallaba al lado de afuera:

-¿Con que las vanas de tu madre y hermana no quieren que yo vaya a su casa?

-No he dicho eso, Gracia, repuso Ramón; te he dicho las propias palabras que mi hermana me contestó; yo no miento nunca.

-¡Ya! ¡si tú eres muy caballero! los caballeros no mienten, ¿no es eso? Lo que te digo es que porque tu padre tenía sangre azul, galones y cruces, no quieren que te cases conmigo, porque se las come la vanidad.


Anda diciendo tu madre
que la Reina es para ti,
anda ve, dile a tu madre
que la Reina está en Madrid.



-No es eso, Gracia...

-¿Pues qué había de ser?

-Que mi pobre madre está tan mala, tan triste y huraña, que no quiere ver a nadie. Bien sabes que fuera de D. Manuel, la hermana del cura, que es amiga antigua de madre, y el médico, no entra nadie en casa.

-Digas lo que digas, bien se me advierte que estás supeditado por ellas, y ellas por su gran orgullo. ¿Qué hombre con barbas tiene que contemplar voluntades ajenas para disponer de su suerte!

-¡Ay, Gracia! hace media hora que de muy otra opinión eras, cuando se trataba de tu hermano.

-Eso es distinto, contestó Gracia, que tenía salida a todo; mi hermano tiene padre, y mi padre dinero; y mi hermano es un zopenco que nada es ni nada puede ser, mi padre y su dinero (ya vemos las bases sobre que fundaba Gracia López la obediencia y sumisión a la potestad paterna). Pero tú no tienes padre, y no recibes, sino que das a los tuyos, por lo cual, lejos de contrariarte, deberían contemplarte; mas ello no es así, y lo mejor será que esto se acabe y que yo me case con el hijo del boticario, que es rico y buen mozo, y que sabes que me pretende.

-Luego dirás que me quieres, exclamó con despecho Ramón.

-Si no te quisiera, ya le habría dado el sí al hijo del boticario; pero necia sería la que dejase lo cierto por lo dudoso.

-¿Dudas de que te quiero?

-Obras son amores y no buenas razones.

Siguió la conversación aquella y otras noches, con largos y parecidos argumentos, empleando Gracia todos los medios que su mal instinto le sugería, y consiguiendo al fin reducir a Ramón a que se casase; si bien él exigió, por varias razones, que el casamiento fuese secreto y no se verificase allí. Dispuso que él se iría y que ella le siguiese a Sevilla, donde debería efectuarse la boda, y después seguirían los recién casados a Madrid.

La víspera de marchar, pasó Gracia López poco antes de la oración por delante de la puerta de Gracia Vargas.

Estaba esta sentada con su hermanito en el poyete donde solía situarse, y según su costumbre, miraba a las estrellas, por lo cual no notó que se le acercaba su vecina hasta que esta le dijo bruscamente:

-¿Estás contando las estrellas? ¿no sabes acaso que a la que cuenta las estrellas le salen verrugas en la cara?7

-No las contaba, contestó Gracia, porque dice D. Manuel que nadie las ha podido contar.

-Pues a que D. Manuel, ya que es tan sabijondo y nada ignora, no te ha dicho, porque no la sabe, cierta cosa.

-No sé a que puedas aludir.

-Pues yo te lo diré, y es que me caso.

-Sea enhorabuena; deseo que seas feliz, Gracia.

-Muy joven soy, prosiguió esta, pero tengo dos pretendientes, y me he decidido por uno de ellos nada más que por hacerle tragar quina a su madre y hermana, que no querían que se casase conmigo. Ya lo sabes, adiós; algún día conocerán qué necedad es enturbiar el agua que se ha de beber.

Gracia, herida como lo estaba cada vez que le dirigía la palabra su vecina, y además sobrecogida por un triste presentimiento, entró en la alcoba de su madre, a la que refirió todo lo que había dicho Gracia López.

-Hija mía, le contestó su madre, debemos celebrar este suceso, que, como es de esperar, aleja a esa mala Gracia de nuestra vecindad, y quizá del pueblo.

La hija, que vio cuán lejos estaba la madre de sospechar lo que ella temía, calló, dejando al tiempo la triste misión de desengañarla.

Pero pocos días después entró la criada muy afanada, y con esa ansia que tienen las gentes vulgares por comunicar malas nuevas, refirió a su señora el casamiento de Ramón con todas sus circunstancias, que con suma complacencia le había referido la madre de la novia, añadiendo con soez y provocativa insolencia, que Ramón para casarse no había necesitado ni del beneplácito ni de la presencia de su madre.

Al oír tal noticia, sazonada con tal veneno, permaneció la enferma unos segundos muda e inerte de espanto. Dio luego un gemido y perdió el sentido.

Su hija fuera de sí mandó llamar a su padrino y al médico. Cuando después de varias horas de desmayo volvió doña Teresa a la vida, fue con una violenta calentura, en cuyo delirio no cesaba de repetir:

-¡Mis hijos! ¡mis pobres hijos!

-La calentura la sostiene, dijo el médico a D. Manuel, pero no hay vida; la tranquilidad de que antes gozaba impedía al mal hacer rápidos progresos; pero esta sacudida la acaba.

Al día siguiente la calentura bajó, y lentamente volvió a despejarse la enferma. La desconsolada Gracia estaba de rodillas, no lejos de la ventana, dirigiendo al cielo sus fervientes oraciones. Al tiempo que, cual una dulce respuesta de arriba, asomaba la primera estrella, se oyó el sonoro y solemne toque de la campanilla que anunciaba la venida de su Dios y de su Padre a la postrada criatura, al amante mortal que por unirse a él clamaba.

Concluida la santa ceremonia, quedó inerte, con los ojos cerrados y ensimismada la favorecida.

-¡Madre no me mira! dijo con tristeza Manolito a Gracia, la que hecha a dominarse desde niña, sofocaba con heroico esfuerzo sus sollozos, y seguía orando.

-Hermano mío, contestó Gracia al niño, alza tu vista y mira aquella estrella que desde allá nos está mirando a ti y a mí, y nos seguirá mirando cuando madre cierre sus ojos.

Al cabo de algún tiempo, la enferma llamó con débil voz a sus hijos para bendecirlos.

-¡Mis pobres hijos! ¡mis pobres hijos! suspiró alzando sus ya quebrados ojos hacia don Manuel, como pidiendo amparo para ellos.

-Prometo a usted, señora, le dijo este, velar sobre ellos, y recibo el sagrado depósito.

-Y yo, D. Manuel, admito el beneficio, y llevaré al cielo, para que Dios la satisfaga por mí, tamaña deuda de gratitud que solo Dios puede pagar. Gracia, el señor D. Manuel es vuestro tutor. Nada hagas jamás sin su beneplácito Si me lo prometes, moriré tranquila; y luego añadió: D. Manuel, evite usted a toda costa que estos inocentes caigan en poder de la mujer de su hermano, el que debería haber sido su padre, y que para nada ha tenido en cuenta ni a ellos ni a mí. Dios le perdone como yo lo hago. Mi perdón para el hijo ingrato; todas las bendiciones de mi alma y corazón, para ti, Gracia. ¡Ángel de mi vida! selo, como lo has sido mío, de ese huérfano infeliz y desvalido.

-¡D. Manuel! ¡D. Manuel!... pierdo la vista... ¡ay Dios, ya no los veo!... ¡mis pobres hijos! ¡mis pobres hijos!... ¡Dios los ampare y amparé mi alma!...

Al cabo de unos días, D. Manuel escribió a Ramón a Madrid, con laconismo y sin pormenores, la muerte de su madre. Ramón estuvo algunos días muy afectado, al cabo de los cuales la aglomeración de sus negocios le distrajo de su pesar. Escribió que sus hermanos podrían reunirse a él, pero sin mostrar empeño.

D. Manuel le contestó que el estado de salud de su hermano no les permitía ponerse en camino.

Ramón les envió el corto socorro que solía remitir a su madre (porque Ramón era al uso del día, pródigo en cosas personales y de fausto, pero en sumo grado económico en los demás dispendios), y las cosas quedaron cual estaban, con gran satisfacción de Gracia López, que deseaba poco vivir con sus cuñados, ni que se enterase Gracia de que Ramón, con varios pretextos, no la había llevado a su casa, sino que la había instalado en una habitación aparte, en un barrio extraviado, donde vivía sola y oscuramente.




ArribaAbajoCapítulo IX

Cinco años después estaba Ramón un día en su despacho, cuando se abrió la puerta y dio entrada a una persona que con pausa, pero con cordialidad, se adelantó a saludarle. Realzaba la bella presencia del introducido una elegancia de porte y de maneras que unida a una dignidad sencilla y a una afabilidad natural, pero reservada, infundían tanto agrado como consideración. Puede que en otras circunstancias se hubiese hallado en el sujeto que presentamos algún retraimiento, debido mucho más a la desconfianza en el trato que a orgullo personal; pero en este momento se franqueaba abiertamente, y cuando Ramón se levantó Para ir a su encuentro exclamando: ¡Alfonso! ¡tú en mi casa! le contestó estrechando su mano:

-Y más afortunado que he sido en la mía, te encuentro en ella, cuando tú a mí no me has hallado.

-Tres veces he ido a verte desde que supe que habías vuelto de la Embajada de París, de que formabas parte.

-Yo también tengo contadas tus visitas para agradecértelas; pero desde mi vuelta, originada por la falta de salud de mi madre no queriendo ya separarme de ella, renuncié a mi destino. La asistencia de mi enferma me ocupa la mayor parte de las horas del día; esta es la causa de no haberme hallado. Gracias al cielo, se encuentra aliviada; y ahora hablemos de ti. Pocas veces podré verte, así como a mis demás amigos, y quiero aprovechar el tiempo para que me pongas al cabo de cuanto te concierne. Sé que has perdido a tu buena mare, que fuiste elegido diputado, que ejerces la abogacía, que has tenido empleos, que has hecho pingües negocios, y que hoy cuentas ya en el número de los capitalistas. Me congratulo, sin envidiarte.-Y una imperceptible sonrisa acompañó estas últimas palabras: una sonrisa parecida a esos soplos del Guadarrama que, sin que los marque la veleta, penetran el más impermeable y tupido abrigo.-En fin, que has dado razón a tu buen padre que te designaba como travieso y listo. Tienes buena cabeza: lo has probado.

-No debo mi fortuna a mi buena cabeza, sino a mi buena suerte, contestó Ramón, y en particular a la subida fabulosa que han tenido las acciones que yo poseía, de... (aquí enumeró varias grandes empresas de que era accionista), y prosiguió después: ¿quieres que te ceda alguna?

-Gracias, respondió Alfonso, no me gustan acciones, y se me ocurre lo que en una ocasión dijo Mr. de Brancas al avariento duque de Bourbon Condé, que le enseñaba lleno de entusiasmo un paquete de acciones del Misisipí, creadas y puestas en circulación por Law.-Monseñor, una sola de las acciones de vuestro abuelo vale más que todas estas. Pero, añadió Alfonso para dar otro giro a la conversación: dime, ¿qué es de tu hermana, la suave, la linda, la buena Gracia?

-Está en Carmona con mi hermano menor, que es una débil, enferma y Pusilánime criatura, al que tiene un cariño apasionado y exclusivo.

-Extraño es, Ramón, que no la traigas a tu lado no teniendo ella más amparo que tú.

-Se lo he propuesto y no quiere, replicó Ramón, y es por lo que te decía que su cariño a Manolito era exclusivo.

Al marqués de Benalí pareció sorprender esta respuesta.

-Por cierto que es extraño, dijo, y tú debes sentirlo, pues soltero y solo como vives, ella podría llevar aquí una vida regalada, y tú tendrías quien estuviese al frente de tu casa.

En este momento se abrió la puerta, y dos hermosos niños, de cinco a seis años de edad, se precipitaron en el cuarto gritando:

-Papá, hemos salido bien de los exámenes.

-He ganado en premio esta medalla de plata.

-Y yo, añadió el más pequeño, esta hermosa banda.

-¿Y quién os ha dado licencia para venir a mi estudio, lo que tengo prohibido? dijo con voz áspera su padre.

La alegría de los niños se trocó al punto en consternación.

-Mamá nos dijo que viniésemos para enseñar a usted los premios, contestó en voz queda el mayor.

-Cuando mamá mande lo que yo prohíbo, no la debéis obedecer, repuso su padre; salid al punto, y no contéis ya con la recompensa con que había pensado celebrar vuestros premios.

Los niños, con la cabeza baja y con las lágrimas en los ojos, se encaminaron hacia la puerta.

-¿Y no saludáis a este caballero? les gritó el padre con mal reprimido encono al notar la impresión que en el marqués había causado la precedente escena.

Los pobres niños se volvieron, y sin mirar al marqués dijeron simultáneamente:

-Que usted lo pase bien, quede usted con Dios: y desaparecieron.

-¿Y qué, eres casado? preguntó el marqués a su amigo.

-Sí, contestó este con sequedad y visiblemente contrariado.

-No será, supongo, con Gracia López, la calificada por la voz pública de mala Gracia, de la que cuando muchachos te enamoraste.

-Con ella precisamente, contestó mortificado Ramón.

Hubo un momento de silencio penoso, al cabo del cua1 preguntó con resolución el marqués:

-¿Y porqué no vive contigo?

-Tú que la conoces, contestó Ramón, convendrás conmigo en que...

-Lo que conozco, Ramón, le interrumpió el marqués, es que el hombre que comete un desacierto debe confesarlo y someterse con valor y dignidad a sus consecuencias que ese es el modo de hacérselo perdonar.

-Someterse bien: pero ostentarlo no, y esto hago.

-Yerras. Tener a tu lado a la que has hecho madre de tus hijos y mujer tuya, no es ostentar tu desacierto, sino dar honor y dignidad a tu matrimonio. Al contrario, tenerla oculta y lejos de ti, es quitarle, así como a tus hijos, su sello de legitimidad; es dar justo pábulo a que te crean peor de lo que eres; es ser tú el primero en menospreciar a la madre de tus hijos, en robarle su decoro, en negarle el respeto, en arrostrar la opinión pública, que, severo juez, sabe harto bien que el misterio es un velo muy trasparente que pocas veces oculta lo que no honra. La manera de que a su puesto alces a tu mujer, es que en él la coloques, y no que la rebajes.

-Si tú, pulcro marqués, te hubieses casado con una Gracia López, ¿la traerías a tu lado?

-Yo, dijo el marqués con algún calor, jamás hubiese amado a una Gracia López; si la hubiese amado, habría huido de ella en vez de procurar su fácil seducción.

-¡Ya! si tú tienes el corazón revestido de amianto.

-Ni de amianto, ni de yesca, Ramón; compárame más bien a las fieras que a ningún peligro temen, pero huyen del fuego; mas supuestos estos dos imposibles, la madre de mis hijos habría sido mi mujer ante Dios y ante los hombres.

-Eres un Catón.

-No es necesario ser un Catón para ser un hombre de juicio y de moralidad.

-Tu moral es evangélica, la mía es más bíblica, repuso Ramón acudiendo a la chanza, auxiliar de las malas causas.

-En las opiniones que he expresado tiene más parte el honor que el Evangelio, contestó el marqués.

-Concedo; cierto es que el verdadero honor enaltece al hombre, repuso Ramón, pero cuida no tome el orgullo su nombre, pues hoy día ya sabes que andan los nombres trocados.

-Este es un ardid de la fraseología. Pero dejemos a un lado ardides, y hablemos de buena fe, repuso el marqués de Benalí. La vanidad es la necedad del egoísmo, y el orgullo es la insolencia de la vanidad, y ambas cosas ajenas del asunto de que tratamos.

-Pues si no es una ni otra cosa la base de tus principios, lo serán las preocupaciones; pero sábete que el hombre que se emancipa de su freno opresor, hace lo que le conviene y quiere, sin cuidarse de ellas.

-No, Ramón, el hombre ante todo tiene que hacer lo que debe.

-Estando su conciencia de hombre honrado en lo esencial tranquila ¿qué le importa lo que piensen los demás? ¿Pues qué, a ti te ofenden las habladurías?

-Te lo he dicho ya en otras ocasiones, distingo; desprecio completamente aquellas, hoy tan frecuentes, debidas a la malevolencia gratuita, a la calumnia infame, falsa moneda de la verdad, que gentes sin honor ni conciencia fabrican y expenden, y que están destituidas de todo fundamento y verdad; pero no así las censuras que tienen una base cierta, o siquiera una suposición probable.

-Y yo también te he dicho ya, repuso Ramón, que la opinión del mundo, de la que te haces esclavo, se vengará de ti; créeme, la exageración, aun en lo bueno, saca las cosas de quicio, y daña.