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ArribaAbajoCapítulo X

En Ramón, que tenía un buen fondo, aunque como el buen trigo a veces, sofocado por esa mala yerba que hoy día crece y se mece erguida sin que mano alguna escarde los campos, no habían caído en balde las reflexiones del marqués de Benalí. De allí a poco, habiéndole encontrado en un teatro, le participó como había traído su mujer a su casa y hecho público su casamiento. Benalí le felicitó cordialmente, y añadió que ahora pensaba que no se negaría su hermana a venir a su lado.

Al día siguiente fue el marqués a ver a la mujer de su amigo, que con una elegancia de traje exagerada, le recibió con la misma exageración de halagos. Para esto tenía ella muchos motivos los unos ostensibles, los otros secretos. Sabía que él era el que había influido en su marido para que hiciese público su casamiento, blanco de todas sus aspiraciones; era además el marqués uno de los hombres más distinguidos y pulcros de la aristocracia de Madrid, por lo cual daba gran prestigio y honra a la sociedad poco selecta que recibía su marido; y por último, era el hombre que desde niña había llenado todas las ilusiones de su vano y ambicioso corazón. Sus provocaciones, como de una mujer grosera y que no había nunca conocido ninguna clase de sujeción, fueron demasiado marcadas para que no chocasen al marqués, el cual se mostró más frío y acompasado que nunca, y no volvió.

Ramón, que en el fondo quería bien a sus hermanos, les participó su casamiento, lo que antes no había hecho, renovando sus instancias para que se reuniesen con él.

-Ya no tienes motivo para no irte con tu hermano que te llama, decía por entonces D. Manuel a Gracia Vargas.

-Lo conozco, respondió ésta, que contaba ya veintiún años; pero cuánto temo el salir, y sobre todo el sacar a mi pobre hermanito de esta vida sosegada y tranquila que es la sola que nos conviene; y qué temor y repugnancia me causa el ir a vivir con Gracia López, que siempre tan mal nos ha mirado a ambos. ¡Ay! acuérdese usted, padrino, de los leales avisos que me da mi corazón; a su lado hallaremos la desgracia ambos.

-No creo tal, repuso D. Manuel; casada con tu hermano, mirará Gracia a los suyos con cariño y como cosa propia; tu hermano es bueno, y sabrá daros el lado que os corresponde.

-Obedezco los consejos de usted, padrino, como me lo encargó mi santa madre; mi hermano es bueno, es cierto, pero usted sabe que Gracia es mala.

Algún tiempo después mandó Ramón a sus hermanos un dependiente de su confianza, que los acompañó a Madrid.

Grande fue la alegría de Ramón al estrecharlos en sus brazos, y tanto más contraste formó con ella la seca frialdad que les demostró su cuñada.

Pero esta alegría primera de Ramón pronto se disipó, no por falta de cariño, sino porque abstraído del todo y ocupados su tiempo, su atención, y casi siempre sus afectos, en el cúmulo de negocios arduos, excitantes, peligrosos, comprometidos, secretos unos, públicos otros, que había abarcado; los goces y solaces tan dulces del hogar doméstico, de la familia, de la amistad íntima, no hallaban tiempo ni cabida en su vida, ni espacio en su corazón. Además, las influencias de su mujer eran una lima sorda que, si no llegaba al tronco, iba despojando al frondoso árbol de sus hojas y de sus ramas.

Los niños, que por desgracia son inclinados a la malevolencia, no necesitaron de las insinuaciones de su madre para ponerse en pugna y en abierta oposición con el infeliz e inofensivo Manolito, que aunque mucho mayor que ellos, era por su extenuación un niño ruin y apocado, y que criado como entre algodones al lado de su cariñosa y dulce hermana Gracia, sufría como un recién nacido echado sobre abrojos. Gracia, padecía de una manera destrozadora por la hostilidad de que era objeto, no ella, sino su hermano, a quien quería ahora más que nunca, pues el amor y la lástima son dos llamas que al unirse forman una intensa y flamante hoguera; pero como de tan suave y prudente carácter, maduro antes de tiempo por la gravedad de la desgracia y el fructífero rocío de los buenos ejemplos y buena enseñanza, conoció que con quejarse a su hermano Ramón nada conseguiría, sino agriar y empeorar su situación.

El único consuelo que tenía era desahogar su corazón escribiendo a su padrino, que en sus cariñosas respuestas la exhortaba a sufrir con resignación y conformidad las pruebas que Dios envía a sus escogidos, que son cual el lastre que se pone en los barcos para que naveguen en la mar con aplomo y sin rendirse obedeciendo al timón que los guía.

Largo, penoso, monótono y poco grato sería para el lector el referirle todas las crueles escenas que de continuo se renovaban, y cómo fueron influyendo en Manolito, a quien, por lo débil y nervioso, la menor emoción de temor o de sorpresa causaba ataques epilépticos.

El estado de sobrexcitación en que las hostilidades y burlas de su cuñada y de sus hijos le ponían, había recrudecido en él los insomnios, uno de los padecimientos más crueles de la infancia. Su hermana pasaba las noches a la cabecera de su cama entreteniéndole y alejando de su imaginación las ideas lúgubres con suaves imágenes de floridos cuentos de hadas. Todo esto era materia para un escarnio cruel que, cuando no estaba presente Ramón, se hacía hasta delante de personas extrañas, las que desconociendo la realidad de las circunstancias, admitían como positivo todo el ridículo que se sabía prestarle. Un niño zarangullón que no quiere dormir solo porque tiene miedo, tan mimoso que es preciso contarle cuentos cuando está en la cama; este tema en bocas vulgares y malévolas, era una mina inagotable de desdeñosa burla.

Deseosa de hacerse olvidar todo lo posible, había escogido Gracia Vargas para situarse el lado de una ventana detrás de las cortinas, ocultándose con su hermano casi del todo a los ojos de las personas que se hallaban en la sala. Allí llevaba su labor y algunos libros con estampas para entretener a su pobre hermanito, y a veces llegaba a conseguir el anhelado olvido; pero una mañana en que estaban solos la madre y sus mal criados niños, estos, no teniendo gentes con quien entretenerse, se propusieron hacerlo con el infeliz enfermo. Muchas fueron las bromas insolentes y los epítetos groseros que le dirigieron.

El niño empezó a angustiarse.

-Si son chanzas, hijo mío, le decía Gracia, en viendo que no haces caso de ellas, dejarán de gastarlas.

Pero no fue así, porque acercándose al pobre niño le dijeron que saliese de allí para jugar. El infeliz, en la mayor angustia, se asió del vestido de su hermana.

-Déjenle ustedes, ¿no ven que está enfermo, y que ni sabe, ni quiere jugar? les dijo Gracia en tono suplicatorio.

-Nosotros le enseñaremos, replicaron los niños; lo que tiene es que, es un mandria, un terco, y ha de jugar. Y tirando cada cual de uno de sus brazos, lo arrancaron del lado de su hermana.

El niño empezó a hacer desesperados esfuerzos para zafarse de las manos de sus verdugos.

-¡Ay, madre! gritó uno de ellos: ¡este pícaro me ha arañado!

Al oír esto su madre, que como de costumbre estaba impaciente y hostil, se levantó con la mano alzada para descargarla sobre Manolito; pero en este instante la suave, la sumisa Gracia, se arrojó entre ambos, y estrechando con una mano a su hermanito contra su pecho y extendiendo la otra con toda la energía de su tanto tiempo contenida indignación,-Eso no, exclamó no pondrás tú la mano sobre este inocente: ¡guárdate! Pobres somos, pero el mundo es ancho, y tengo manos para trabajar y procurar al hermano de mi alma el trato dulce y la vida tranquila que su doliente estado necesitan. Mañana saldré de tu casa.

La sorpresa, la rabia, y más que nada el temor, habían sellado los labios a la mujer de Ramón. Conoció que había abusado, que había traspasado los límites, y vio ante sus ojos la figura amenazadora de su marido. Ya buscaba su perspicacia la manera de disipar la tormenta cuando su cuñada llegase a hablar, haciéndola pasar por calumniadora, asegurando que a quienes había tenido intención de castigar había sido a sus hijos y no a Manolito; pero no fue necesario. Gracia se había llevado en sus brazos a su pobre hermano con una espantosa alferecía, de la que no volvió.

Al siguiente día estaba de cuerpo presente.




ArribaAbajoCapítulo XI

¿A qué pintar el dolor de Gracia? ¿Quién ha podido sondar el mar, quién contar las estrellas del cielo, ni las lágrimas que unidos pueden verter la más destrozadora lástima, el más cruel dolor, y el más profundo desconsuelo?

Ya lo que Gracia pudiese decir a su hermano mayor, de ningún alivio podía servir al que yacía frío e inerte en su huesa, y Gracia calló.

Este generoso proceder, lejos de amansar el encono de su cuñada, lo avivó, porque se había preparado a una lucha de que esperaba salir vencedora.

Gracia escribió a su padrino lo que había pasado, acabando así su carta: «Siempre me llamó Ramón hermana de caridad, y puesto que ya cumplí mi misión con los niños, dulce misión que ha llenado toda mi vida porque amaba con tanta ternura a los que asistía, estoy decidida a proseguirla en los hospitales. Si no fuese mi vocación, si no fuese el camino del cielo, si no fuese en mí ya costumbre, la elegiría solo por salir de la vida que llevo, que es una vida harto peor, y sin provecho para mí ni para nadie».

D. Manuel le contestó que nada tenía que oponer a su santa determinación, y sí solo que parecía haberla tomado en un momento de agudo dolor; que las determinaciones necesitaban mucho tiempo para adquirir madurez, y que su opinión, así como la del señor cura, era que aguardase algún tiempo antes de efectuar su propósito.

La dócil joven siguió el dictamen para ella sagrado del consejero que le había señalado su madre, y vestida de rigoroso y sencillo luto, volvió a ocupar su puesto en la sala detrás de la cortina que la ocultaba a la vista de todos.

Una tarde fría y desabrida estaban Ramón y su mujer sentados, cada cual ocupando una butaca, al lado de la chimenea. Gracia Vargas ocupaba su acostumbrado puesto cerca de la ventana, detrás de la cortina, donde permanecía tan oculta a las miradas como lejos de la memoria de todos. Además, como era tan silenciosa, su cuñada no cuidaba de hablar delante de ella, aun de las cosas más secretas.

-Sabes, Ramón, dijo a su marido, que hoy ha estado aquí doña Rosa, y me ha vuelto a hablar para que influya contigo a fin de que te hagas cargo del pleito de la marquesa de Oropeles, la millonaria señorona.

-Es un pleito repugnante mujer, respondió Ramón, cuyo buen fondo y noble sangre hablaban siempre que su interés, su ambición, o la pésima influencia de su mujer no ahogaban su voz. Su hermano ha muerto sin hacer testamento, y valida de eso, aunque sabe el cariño que él tenía a su pobre mujer, que ha perdido su salud por un acto de heroísmo al salvarle la vida, no solo la quiere despojar de cuanto posee, sino impedir que señalen a la infeliz enferma una triste pensión con que pueda vivir.

-Eso no es cuenta tuya: los abogados no se eligen como jueces, sino como combatientes; los abogados deben dejarse el corazón en casa y no llevar al tribunal sino el Código. Si no aceptas, la marquesa no nos convidará al gran baile que va a dar, donde estará la flor y nata de la alta sociedad de Madrid.

-Y si acepto la defensa, como deseas, ¿acaso te ha dicho que te convidará?

-Terminantemente. ¡Podrías ahora salir con las ideas de tu padre! Si aquellas te han costado tu posición y suerte, ahora te costarían perder el lustre que a tu mujer le falta, el ser introducido en la intimidad de personajes altos e influyentes que todo lo pueden, empezando por la marquesa de Oropeles, que asegura que el buen éxito de su pleito lo pagará con el nombramiento de secretario honorario de S. M.

-Promesas al aire, repuso Ramón; pero sea como fuese, dices bien, el abogado no juzga, defiende. Sea, pues, y si ese marido desprevenido no hizo testamento, él es, y no sus naturales herederos, quien tendrá la culpa de lo que a su mujer sobrevenga.

-Gracias a Dios, Ramón, que te veo razonable; si por tu quijotismo me hubiese quedado sin ir al baile, no sé qué me hubiera sucedido; por la parte más corta, me cuesta una enfermedad; y en ti el renunciar por melindres a todas las ventajas que esa defensa te va a proporcionar, hubiese sido una necedad.

-Pero es el caso que si al fin parece un testamento...

-¡Qué ha de parecer!

-Dícese que lo tenía hecho.

-¿Cómo se ha de saber eso?

-Por varios testigos que se lo oyeron decir, entre ellos Benalí, amigo íntimo del difunto.

-¡Mienten! y así se les dice en buenas palabras, y que lo hacen por compasión, y esa que la ejerza cada cual con su bolsillo, y no para que por ella se menoscaben las leyes. Ramón, este pleito es una fortuna que se nos entra por las puertas; pero calla, oigo pasos... en la antesala.

Efectivamente, en aquel instante se abrió la puerta, y dio paso a la hermosa y noble persona del marqués de Benalí, en cuyo rostro se advirtió un ligero tinte de inquietud y tristeza.

Gracia López, agradablemente sorprendida, se deshizo en agasajos y amables quejas por el olvido en que los tenía el mejor de sus amigos; pero el marqués, con glacial cortesía, puso término a la afectada afluencia de Gracia López, diciendo a Ramón que venía a hablarle sobre un asunto de interés.

-¿Quieres que vayamos a mi despacho? preguntó Ramón.

-Yo me ausentaré si estorbo, dijo su mujer.

-No, señora, no os incomodéis, respondió el marqués visiblemente contrariado; urge el tiempo, y solo vengo a preguntar a Ramón si puede encargarse de defender un pleito.

Ramón se sobrecogió sospechando que pudiese ser el mismo de que su mujer le había hablado.

-¿Qué pleito es? preguntó.

-El de la infeliz viuda del mejor de mis amigos, de la noble y generosa mujer que le salvó la vida a costa de exponer la suya, y que él amaba con el más tierno cariño. La perversa marquesa de Oropeles, al saber la muerte de su hermano, la quiere despojar de todo el gran caudal que posee, por no hallarse el testamento que a ella le consta tenía aquel hecho. Hízolo en Cádiz antes de embarcarse para Méjico, donde le llamaban cuantiosos intereses; para más seguridad, entregóselo para que me lo confiase a mí al más fiel de sus criados. La eficacia de éste, que no quiso desprenderse de la cartera que lo contenía, fue la causa del contratiempo; porque habiéndose dormido en la galera en que venía desde Cádiz a Madrid, se le escurrió la cartera del bolsillo y se le perdió en el tramo de Sevilla a Ecija. Todas sus gestiones por volverla a hallar han sido infructuosas. La pérdida de ese documento sume en la más espantosa miseria a la mejor y más desgraciada de las mujeres.

Ramón callaba.

-¿Está usted seguro, preguntó Gracia López, de que esa cartera con su contenido haya existido? ¿No podría ser que ese fiel criado hubiese mentido por fidelidad a su señora? Las personas que no son capaces de mentir no sospechan que otros puedan hacerlo; esto pudiera sucederle a usted.

El marqués miró con asombro a su interlocutora, y estuvo por contestarle que las personas que sabían mentir sospechaban la mentira aun en los más verídicos; pero se contentó con responder:

-Señora, de la veracidad de ese hombre respondo yo.

-Buena garantía es, pero podría ser burlada la buena fe que la ofrece, repuso ella; por mí estoy persuadida de que a usted le engañan, marqués, y de que no existe tal testamento. Por lo que yo, en lugar de Ramón, no tomaría la defensa de lo que aparece claramente una superchería, Un testamento que se entrega a un criado, que no parece ni parecerá nunca, porque no existe; una cartera que de puro guardada se pierde, sin que pueda darse con ella...

-Esa cartera existe y la tengo yo en mi poder, dijo Gracia Vargas levantándose y apareciendo de repente a los ojos de Alfonso como el hermoso genio del bien para hacerle triunfar de sus enemigos.

El marqués asombrado fijó sus ojos en aquella inesperada aparición, y exclamó:-¡Gracia! ¡Gracia Vargas! ¡Ella es!

-¿Que tú tienes esa cartera? preguntó su hermano: ¿cómo puede ser eso?

-En mal hora entró en mi casa una cuñada, murmuró Gracia López con reconcentrada ira.

-Hermano, contestó la interrogada, todo se explica fácilmente. El médico había prescrito a nuestro infeliz hermano que hiciese ejercicio, y todas las tardes lo sacaba yo por el arrecife...

Dos gruesas lágrimas, atraídas por el recuerdo de su hermano, bajaron lentamente por las mejillas de Gracia, que prosiguió:

Una tarde nos habíamos sentado sobre la yerba a la orilla del camino, cuando de repente el hermano de mi alma exclamó:-Gracia, mira lo que me he encontrado,-y me entregó una cartera. La llevé a casa y enseñé a mi padrino, que viendo que contenía papeles de interés, me encargó la guardase con cuidado, mientras él trataba de averiguar el dueño; pero tanto sus investigaciones como los avisos que se insertaron en el Diario de Carmona y en los de Sevilla, fueron inútiles: nadie reclamó la cartera, y yo seguí conservándola con el cuidado que me había encargado mi padrino.

-Tráela, dijo su hermano

-¿Qué prisa hay? murmuró su mujer fijando en su marido una mirada de reconvención.

Gracia Vargas con su paso mesurado y su continente natural, digno y modesto, atravesó la sala, mientras los ojos del marqués fijos en ella la seguían por una atracción tan dulce como irresistible, y con tal embeleso, que le hizo no acordarse de expresar su satisfacción por el hallazgo que salvaba de un despojo infame a la viuda de su amigo.

En aquel momento todo lo había olvidado Alfonso al ver aquella niña que tanto le había interesado, convertida en la hermosa y modesta joven que se le aparecía como la enviada de la verdad y de la justicia.

Poco después volvió Gracia con la cartera, y el marqués procuró hacerse dueño de la turbación en que se hallaba para examinar los papeles que contenía.

-¡Es el testamento! exclamó. ¡Loado sea Dios, Gracia! proseguís vuestra misión de hermana de la caridad contribuyendo en este instante a salvar a la desamparada viuda.

Al decir esto sorprendió el marqués en los ojos grandes, negros y expresivos de Gracia López, una mirada de odio y encono dirigida a su cuñada, que le reveló súbitamente la situación de la pobre huérfana en aquella casa.

Esta había vuelto a ocupar su puesto; Ramón y su mujer se habían echado, con avidez sobre los documentos. Entonces Alfonso se acercó a Gracia, la que fijaba sus ojos llenos de lágrimas en el Cielo. La cartera le había recordado viva y dolorosamente a su infeliz y amado hermano.

-Gracia, le dijo con su queda y melodiosa voz; ¿mira usted al Cielo buscando la primera estrella?

-Sí, respondió Gracia con ahogado acento.

-¿Recuerda usted la promesa que me hizo de acordarse del amigo de su niñez, cuando descubriese en el firmamento esa estrella, exacta; imagen de un recuerdo, porque su luz es un reflejo?

-Recordaba al verla, respondió Gracia inmutada, y aun más que inmutada conmovida por la solemnidad de la presente escena y el recuerdo de su hermano; recordaba que mi pobre hermano decía cuando aparecía a nuestra vista, que era la mirada de nuestra madre que velaba sobre nosotros.

-¡Pobres huérfanos! dijo con profundo interés Alfonso Gracia, no será ya la inerte estrella la que velará: de aquí en adelante será un amigo.




ArribaAbajoCapítulo XII

Cosas muy comunes son en la vida los amores, a los que hace la sabia providencia que creó el universo tanto más poderosos y atractivos, cuanto que no los pone al nacer en los corazones, pero los inspira distantes del círculo de los propios para unir así a las familias y hombres entre sí. Porque son los amores y sus peripecias cosas tan repetidas en las novelas que cuentan la vida del hombre, omitiremos los pormenores de los de Gracia y Alfonso. También quedan muy analizados y repetidos los sentimientos que inspiran y los efectos que causan, ya la envidía, ya los celos; y si ambas cosas se unen, envidia y celos, en una naturaleza como la de Gracia López, se podrá conjeturar el estado de exasperación y despecho a que por grados la conduciría el amor respetuoso, pero franco y abierto que el marqués desde luego empezó a demostrar a Gracia, y el ver que este amor, dulce y exclusivamente admitido y correspondido por su cuñada, no solo la iba a encumbrar a una grande altura, sino que la hacía tan dichosa, que la iba hermoseando como el sol a un día en tempranas horas empañado y oscurecido por neblinas. Gracia, que después de errar tanto tiempo por áridos desiertos de arena, hallaba un oasis en el carino que inspiraba y sentía, en el dulce amparo que hallaba su vida, había perdido el aire abatido, triste y temeroso que le hacía ensimismarse y bajar su pálida frente; había embarnecido, sus mejillas se habían cubierto del suave sonrosado de la juventud; su boca sonreía, como sonríe la inocencia a la felicidad, y sus ojos, que no habían olvidado la sentida costumbre de alzarse al cielo, la conservaban; pero ahora era dándole acciones de gracias y confiando a su madre su felicidad.

A Ramón llenaba de contento la buena suerte de su hermana (buena suerte que por lo regular no logran aquellas que la merecen), y siempre calculador, consideraba con alegría y afán todas las ventajas que le proporcionaría a él su cercano parentesco con un hombre como el marqués; así fue que el día en que su hermana le comunicó que Benalí le había elegido por compañera, necesitó su talento poner un freno a su excesiva alegría para que no apareciese ridícula, y se deshizo en demostraciones de cariño con ella, parte por amor a ella misma, parte por amor a sí propio.

Gracia López siempre se había burlado de esos amores, asegurando a su marido que su hermana, que era una criatura sin mundo, sin saber y sin trato, se las prometía felices sin causa sólida; que tomaba por dinero contado cuatro cumplidos que le hacía un hombre fino y galante, y que ya vería cómo el día menos pensado, por cualquiera asunto que ocupase más su atención, dejaría el marqués de venir, sin acordarse ya de lo que solo habría sido para él un mero pasatiempo.

Ramón oía todo esto con impaciencia y disgusto, sin poder combatir tales asertos con razones sólidas, y porque, como es sabido, en sus altercados siempre lleva la ventaja la malicia a la buena fe. Así fue que aquel día entró Ramón en el cuarto de su mujer, cuyas burlas y falsas profecías se complació en anonadar con la misma sorna y acritud que ella había gastado hacia su hermana, participándole que Gracia le había confiado la intención del marqués de unirse a ella.

Su mujer, pálida de envidia y despecho, le dejó concluir, y se contentó con decirle:

-No lo creo.

Esta sostenida incredulidad era tan ofensiva a su hermana, que Ramón volvió la espalda con un gesto de profundo desdén, y salió del cuarto indignado.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Al día siguiente, después de comer, se hallaban reunidos delante de la chimenea, Ramón, que ocupaba una butaca, su mujer, que ocupaba la del lado opuesto, Gracia Vargas, que no lejos de su cuñada bordaba a la mano a la espléndida luz de un reverbero colocado sobre un velador, y junto a éste un convidado a quien Ramón trataba con una franqueza exagerada, que sabía refrenar cuando el amigo con quien la gastaba era persona de buen tono. El caballero que ocupaba este puesto, era rico.

Estamos en la era de la publicidad, parte por el métome en todo del periodismo; parte por el cinismo que la falta de dignidad de nuestra época tolera; parte por la malevolencia de los que descubren y publican y ponderándolas, las maldades ajenas, creyendo sin duda que por vituperarlas en otros se les tendrá por completamente exentos de ellas. No obstante, hay arcanos que no es dado descubrir del todo, y que el mismo cinismo, si bien no por vergüenza, oculta por temor. Tales son muchas fortunas salidas de repente como del fondo del mar que con su pródiga y rica vegetación se ostentan sobre su superficie como islas flotantes. A estas pertenecía la de D. Arturo Rico, hijo de un sacasillas y metemuertos de un teatrillo, cuyos antecedentes formaban un quot libet de naipes, de agencias secretas, de desfalcos, jugadas de bolsa y falsificaciones, harto extraño y repugnante. Ramón le había defendido hábilmente en alguno de sus lances elevado a los tribunales. D. Arturo le había pagado espléndidamente su trabajo, y de ahí nacía la intimidad que entre ellos reinaba, y que D. Arturo quería asentar sobre más sólidos cimientos, casándose con Gracia Vargas. Para alcanzar su propósito contaba con un celoso auxiliar, y este era Gracia López, que escudaba la dañina intención de casar a su pobre cuñada con un hombre desacreditado, despreciable y antipático además a su noble y delicado ser, con la frase vulgar y moderna es un buen partido.

Pero Ramón, que aunque contaminado con los vicios de su época, era bondadoso y amaba a su hermana, se oponía decididamente a tan desigual unión. D. Arturo, sentado en el espacio que había, entre la mesa de velador y la butaca en que estaba medio tendido y soñoliento Ramón, trataba de anudar una conversación con aquella, cual la oruga que busca la senda para llegar a una alta y blanca azucena; pero no podía lograrlo, porque Gracia, sin altivez, pero con severa decisión, sabía mantener íntegra la gran distancia que desde luego había puesto entre ellos.

-¿Querrá usted creer, dijo Gracia López, que mi cuñada pueda constantemente echar de menos y preferir a esta buena chimenea la mesa de nagüillas cubierta de hule que tenía en Carmona, y a este espléndido reverbero su velón de pantalla verde?

-Muy poco creíble es en efecto, contestó D. Arturo, y sólo si Gracia me lo afirmara le daría entero crédito.

-Puede usted dárselo, pues, dijo Gracia sin levantar la vista de su bordado.

-Extravagancias románticas, opinó Gracia López.

-Puede que sea el encanto que tiene lo que es propio, repuso D. Arturo, y en tal caso si estos cómodos objetos fuesen de su propiedad, tendrían para ella el mismo encanto que conservan en su memoria aquellos otros de Carmona.

-No señor, repuso Gracia Vargas, que conoció que callando podría parecer que otorgaba; el encanto que tuvieron aquellos no lo pueden tener para mí ningunos otros, pues consistía en la presencia de la madre de mi alma, del hermano de mi corazón y de mi querido y buen padrino.

-Esos cariños se reponen con otros cuando una no es obstinada y no cuenta con un apoyo que puede faltar, dijo Gracia López.

Su cuñada no contestó, pero inclinó aun más sobre su bordado su rostro pálido de indignación; mas de repente brillaron sus ojos, sus mejillas se cubrieron del carmín del corazón, su rostro se iluminó como un aposento oscuro cuyas ventanas se abriesen súbitamente a la luz del sol, porque en este momento se abrió la puerta y apareció el marqués de Benalí. Apenas le vio D. Arturo, se puso de pie, y mientras Ramón hacía otro tanto para ir al encuentro de su amigo, se despidió aquel de Gracia López, que en vano le instó para que permaneciese.

Cuando se hubo retirado dijo el marqués dirigiéndose a la dueña de la casa:

-Espero, señora, que no extrañará usted que anticipe hoy la hora en que suelo venir a su casa; supongo que Gracia le habrá dicho que ya no vengo a ella solo como una visita ni como un amigo, sino que vengo como un hermano.

Ramón dirigió a su mujer una mirada de triunfo, y no pudo menos de extrañar lo demudado de su semblante y la expresión de encono y tedio que en él se dibujaba, Benalí ocupó el sitio que había dejado vacante D. Arturo, habiendo rehusado la butaca que le ofrecía Ramón, y decía a media voz a Gracia:

-¿Para cuándo has fijado la boda?

Gracia no contestó.

-¿No respondes? torné a preguntar Benalí; ¿qué dispones?

-Yo no estoy acostumbrada a disponer ni sé hacerlo, respondió ella.

-Pues necesario es que te acostumbres, porque lo has de hacer siempre de aquí en adelante, repuso el marqués.

-¿Sabe y aprueba este enlace la marquesa, sin cuya aprobación dice usted que no quiere hacer nada? le preguntó Gracia López.

-La prevé y la desea, repuso Benalí, y cuando mañana vaya a Aranjuez, donde se halla, a participarle mi alegría por haber acogido Gracia mi petición favorablemente, sé que será grande la suya.

-Como Gracia no tiene dote, ni herencia alguna en perspectiva, objetó su cuñada.

-Señora, respondió con algún desden el marqués, hasta hoy eran esas objeciones desconocidas én España, y mi madre pertenece a la generación anterior a la nuestra. Mi madre, así como yo, buscamos el valer de la persona en su mérito y prendas personales, en sus antecedentes y los de sus padres, en el amor, simpatía y aprecio que sienta e inspire, en su virtud, en su dignidad y buenos principios: con cuyas cualidades pueda ser la honra de los hijos que tenga y el orgullo de su marido.

Gracia López herida, sin que hubiese sido la intención de Benalí herirla, iba a contestar, cuando Ramón, temiendo con razón que lo hiciese de una manera inconveniente, dijo riéndose a su amigo:

-Vamos, Alfonso, para que quedase tu pulcritud completamente satisfecha, sería necesario que naciese y se criase una mujer libre de toda culpa, hasta de la original, como María Santísima.

-No pretendo imposibles; pero te confieso que tu noble padre y tu santa madre forman una aureola admirable a tu incomparable y pura hermana, así como la cubre a los ojos de todos cual de una nube de incienso el epíteto de buena Gracia con que la voz general la calificó.

El recuerdo de este epíteto que iba unido al de mala Gracia aplicado a la otra, cuyas mejillas se pusieron encendidas y cuyos ojos echaron chispas, no solo hirió a ésta, sino al mismo Ramón, que dijo con algún despique:

-Los epítetos que se dan a los niños no solo no pueden serles aplicados cuando grandes, sino que suelen estar basados en defectos o calidades que luego el tiempo desmiente. Recuerda que en la escuela te pusieron por nombre Alfonso mírame y no me toques, a causa de tu susceptibilidad y entono, lo que ahora por cierto no te cuadraría.

-Puede, contestó Alfonso riendo, que algo de ello, modificado por la razón y la experiencia, me haya quedado; pero lo que sí es cierto y forma, mi gloria y encanto, es que a tu hermana le cuadra ahora como antes, o más que antes, el dulce sobrenombre que le pusieron cuando niña.

-Conozco, dijo gravemente Ramón, que todo hombre honrado y digno debe dar un valor grande a la opinión pública, que forma la reputación; pero asimismo estoy persuadido de que cuando esta veneración a una cosa que se puede llamar noble y santa se exagera, se torna en culto o en ídolo, y confesarás que en este exceso tiene más parte el orgullo que el pundonor.

-Me resigno a tu fallo, contestó el marqués. Como hoy día ha desaparecido el orgullo señor, y lo veo reemplazado por la grosera soberbia y la ridícula vanidad, elegiré el primero, que me apartará de los dos últimos.

-¿Y todo lo sacrificarías ciegamente a tu ídolo como tosco e inculto romano?

-Todo, recalcó el marqués.

-¡Jesús! exclamó Gracia Vargas, poco sé de las cosas del mundo, pero confieso, Alfonso, que ese todo que ha lanzado usted como un proyectil, cuyo alcance y cuyo estrago no puede graduar, me ha sobrecogido e impresionado mal, como lo haría un acorde falso en una bella sinfonía.

-Pues a mí me ha causado un efecto opuesto, dijo Gracia López, en cuyos ojos negros brilló un repentino júbilo como el relámpago de la tempestad, porque lo hallo lógico y consecuente con la manera noble y digna de ver las cosas, propia del marqués. El que como el señor se ha propuesto vivir en un palacio de cristal, no puede ni debe sufrir que nada lo empañe, porque entonces sus pretensiones serían ridículas. Las gentes despreocupadas no tienen tales pretensiones, y si las toleran en otros es en cuanto estos las puedan sostener con la frente muy erguida. Así es que dice bien el marqués: para no asemejarse a los que patullan en el barro, es necesario sacrificarlo todo a la invulnerabilidad de la buena opinión; y no puede menos de llamarme la atención y de causarme extrañeza que tan mal te impresione a ti, Gracia, la noble declaración del marqués; das pábulo a que se pueda falsamente imaginar que tienes motivos para negar su importancia al qué dirán.

Gracia Vargas había escuchado cuanto había dicho su cuñada con la instintiva repulsa con que las almas rectas, puras y sensatas, rechazan los sofismas (que son en el raciocinio lo que los albinos en la humanidad, blancos, nacidos de padres negros), sintiendo y demostrando su semblante el disgusto que se experimenta cuando se ve inducir al que equivoca una senda a proseguir en ella; pero al oír las últimas palabras de su cuñada, levantó su serena frente y respondió:

-Dije mi opinión porque entendí, y entiendo, que esa frase sacrificarlo todo no se puede aplicar en toda su latitud sino al deber.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Benalí había anunciado que iría al siguiente día a Aranjuez, en donde se hallaba su madre, y fijado el día de su regreso; pero este día llegó y Benalí no vino, y llegó el siguiente, y tampoco apareció.

La pobre Gracia empezó por extrañarlo e inquietarse, y acabó por afligirse, porque la felicidad era para la pobre huérfana demasiado nueva e inusitada para que pudiese confiar en ella.

Al tercer día, cuando a la noche estuvieron reunidos, preguntó Ramón a su hermana:

-¿Te ha dado aviso Alfonso de la causa de su ausencia?

-No, hermano mío, contestó Gracia; y no pudiendo retener sus lágrimas salió del cuarto precipitadamente.

-Estará indispuesto, dijo Ramón cuando su hermana se hubo ido.

Una sonrisa, una de esas sonrisas que harto más prueban una mala alma que una puñalada, vagó por los labios de Gracia López. Su marido que la observó dijo con enojo:

-Comprendo la malicia de tu sonrisa; pero te engañas, porque Alfonso no es capaz de una villanía.

-Es capaz de mudar de parecer como todos los hijos de Adán, contestó su mujer. Ustedes hacían reliquias de él, y a mí siempre me ha parecido tener mucha fatuidad y muchos humos. Ni está ni se cree comprometido, eso tenlo por cierto.

-Una palabra basta para comprometer a un hombre honrado. No es probable, no es posible que Alfonso mude inmotivada e inopinadamente de parecer estando por medio una hermana mía, que vive bajo mi custodia y amparo.

-'¡Lo mismo hubiera hablado el buen señor de tu padre! Y bien; si no volviera a acordarse ese enamorado de tu hermana ¿irías acaso a dar un escándalo, que además de no remediar nada, la dañaría a ella grandemente y te cubriría a ti de ridículo en la era presente, en la que los Quijotes no están de moda? Al saber sus allegados su intento (si es que lo ha tenido y se lo ha comunicado), le habrán disuadido de él y le habrán propuesto una novia millonaria que le tenga más cuenta, y cátalo ahí. No existen papeles ni otras razones que le puedan comprometer, sino frases y palabras que se pueden negar o atribuir a bromas.

-Verdad es, repuso indignado Ramón, que no liga al marqués a mi pura y sencilla hermana pacto alguno, sino meras palabras; de modo que si se casa con ella, como creo que sucederá, será por el aprecio que le merece, por el verdadero y profundo amor que la tiene, por la dulce certeza de que le hará feliz, no siendo, como a otros desgraciados acontece, por compromiso, ni tampoco por ventajas que le pueda traer.

-Como que no aspira a ser diputado ni tiene Gracia padre que se lo pueda proporcionar, repuso incisivamente su mujer. ¿Tú crees que ese D. Infulas se ha de casar con tu hermana porque todo se lo merece esa mosquita muerta? ¿Apostemos que no? Apostemos.

-En breve lo hemos de ver. Con las mujeres honradas no juegan sino los malvados, y Alfonso no lo es. Cuando los veas casados quedará confundida tu malevolencia, y cuando además los veas felices podrás convencerte de cuánto más lo es el hombre que une su suerte a aquella que mereció el epíteto de buena, que no aquel que la unió a la que mereció el epíteto de mala; y Ramón salió cerrando con violencia tras sí la puerta.

Su mujer le siguió con sus ojos negros, en los que ardía, como arde una hoguera en la noche, la ira y el coraje, mientras que, formando extraño contraste, vagaba por sus labios una sonrisa de satisfacción y triunfo.

La ausencia del marqués se prolongaba. Ramón fue a su casa a preguntar por él y se le contestó que no había regresado; y a los pocos días se supo de público que el marqués de Benalí había salido con una comisión del gobierno para una corte extranjera.

Gracia Vargas, con el decoro y modestia de su noble ser, reprimió las muestras exteriores de su agudo dolor; no lloró, no se quejó, no estuvo ni pretextó estar enferma para entregarse a él. Solo se la vio más callada y más metida en sí que lo había estado antes.

Su cuñada la observaba con malévola intención, y aunque no se le ocultaba cuánto sufría, dijo un día a su marido:

-Poco quería tu hermana al marqués, y así bien ves que no ha sentido gran cosa el fin de sus relaciones. Tu hermana es fría como una lechuga, y lo que quería era ser marquesa; y puesto que esas uvas están verdes, lo que debe hacer ahora es querer ser rica, y para eso que se case con D. Arturo, que acaba de tomar de una mala deuda una hermosa carretela con dos yeguas normandas, y se paseará en coche como una duquesa. Te he dicho ya antes de ahora que trates de persuadirla a que consienta en ese casamiento, que para ella es una buena suerte. Si antes no quería porque le tenía el marqués trastornada la cabeza, puede que ahora se mire mejor en ello.

-Y yo, respondió Ramón, te tengo dicho antes de ahora, que no solo no influiré en mi hermana para que se case con ese hombre, sino que si fuese capaz de pensar en ello, me opondría a su determinación cuanto pudiese.

-¿Y si se aferra esa vana en aguardar a otro marqués, que no vendrá?

-Pará lo que quiera, mi hermana es libre en mi casa.

-Y si no le halla ¿tendremos toda la vida en casa esa pejiguera?

Nada pudo contestar Ramón, porque en este instante entró Gracia, a cuyos oídos llegaron las palabras de su cuñada; pero hizo como si no las hubiese oído, sonriendo con sincero cariño a su hermano.




ArribaAbajoCapítulo XV

Algún tiempo después recibió D. Manuel la siguiente carta de Gracia:

«Mi querido padrino: muchas veces había oído hablar de hombres que dicen a las mujeres que las quieren sin quererlas, y que hallan un placer en captarse su cariño para abandonarlas luego con la mayor indiferencia. Estas como otras cosas las había oído sin poderme persuadir de que fuesen ciertas, o a lo menos las creía excepcionales y propias de almas dañadas como las que cometen otras maldades. ¿Cómo habría podido yo sospechar cosa semejante en el marqués de Benalí, en ese modelo (que por tal está reputado) del buen caballero! Y sin embargo, querido padrino, esto es lo que acaba de hacer aquel joven en quien usted creyó descubrir durante su primera juventud tanta nobleza y tanta formalidad. Un día, en cuya víspera me había pedido a mi hermano con el mayor cariño, dejó de venir sin mandar una disculpa, sin dar una razón. Mi hermano fue a preguntar por él a su casa y se le dijo que no había vuelto de su excursión; y a los tres días partió para el extranjero. Mi cuñada, muy afanosa para que mi desaire no se trasluzca, me quiere casar con un señor rico, amigo de mi hermano, que es tan tosco como grosero. Mi hermano no quiere, por cansa de sus malos antecedentes, lo que por fortuna me evita a mí dar una negativa a mi cuñada con más indignación de lo que convendría, pues hasta ahora he guardado con ella el silencio que usted me recomienda, y solo tengo que acusarme de que si bien en este silencio han entrado la obediencia a sus santos consejos y la prudencia, ha entrado también algún desdén. ¡Siempre ha de mezclarse con algo de malo lo poco bueno que hacemos!

Confesaré a usted con vergüenza, que en los primeros días me dejé dominar enteramente por la violencia de un acerbo dolor; pero ya me he hecho dueña de mí misma, como lo verá usted por el contenido de esta carta. Usted me decía en su última, al celebrar la noticia de mi casamiento (la que supo usted tarde por haberse perdido mi primera carta), que ya conocería por qué razón me aconsejaba usted algún tiempo antes el diferir mi entrada en las Hermanas de la Caridad, pues visto estaba que Dios me había querido para casada. Ahora digo a usted, padrino, que para lo que Dios me quiere es para su santo servicio en la persona de sus pobres y desvalidos, y que aseguro a usted con toda la energía de mi voluntad, que nunca me casaré, y usted sabe que en mí todo es constante. No puede mortal alguno ocupar en mi corazón el lugar que ocupó Alfonso, ni nadie, ni aun él mismo, podría curar la herida que he recibido. ¿No es cierto, mi querido padrino, que existe en la mujer una dignidad natural, que sin estar reñida con la modestia la aparta de toda debilidad y bajeza? Pues esa dignidad me aparta para siempre del hombre que así pudo pagar un cariño que me inspiró con falsía, y me apartará igualmente de esta palestra cínica y misteriosa a un tiempo de las pasiones humanas, con la que hacen mala liga las personas sinceras, rectas y de buena fe.

No crea usted que hablo con acrimonia. No la tengo; lo que me ha sucedido es, como dice mi cuñada, demasiado cotidiano para que me pueda quejar. Así, si usted no se opone cruel y decididamente, entraré en breve en el Hospital, para lo cual he dado algunos pasos. Muchas razones hacen que no pueda permanecer por más tiempo en esta casa, en la que sufro de un modo cruel sin que aproveche a mí ni a nadie. Por Dios, no se oponga usted a mi firme determinación, ni me ponga en el caso extremo de faltar, desatendiendo su parecer, al respeto y obediencia que le debe esta su humilde ahijada y s. s. q. s. m. b.

Gracia Vargas de Toledo.