Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La feria de las vanidades

Margo Glantz





En el Museo Metropolitano de Nueva York suelen presentarse exposiciones sobre el tema de la moda. En una de ellas, hace ya algunos años -quizá el 79, quizá el 78- hubo una especialmente interesante organizada nada menos que por Diana Vreeland, durante mucho tiempo jefe de redacción de una de las revistas más famosas de este campo en el mundo, Vogue. El programa de presentación corrió a cargo, nada menos también, de la máxima representante del jet set, una de las mujeres que parece imponer la moda pero que permite que la moda se le imponga: Jackie Kennedy Onassis. La exposición fue posible gracias a un subsidio proporcionado por la compañía trasnacional de telégrafos y teléfonos. La contraportada del folleto ostenta varios paraguas con mangos retorcidos y artísticos, paraguas evidentemente oportunos en tiempos de lluvia.

Otra de las páginas retrata varios tipos de zapatos que las diversas modas y sociedades han concebido para la mujer: los zapatos torturados (casi siempre, ¿o mejor será decir torturadores?), los de las chinas de pie vendado, inválidas, o las chinas llevando el tacón en la planta del pie para que la tortura sea balanceada, los zapatos en satín que parecen abanicos y los zapatos en brocado que parecen fuelles y los zapatos como pompón semejantes a los de Blanca Nieves o a los de Caperucita y su abuela al mismo tiempo, o los garigoleados zapatos de ópera bufa con lentejuelas y un tacón que se va angostando al llegar al piso para que las mujeres puedan dar mejor el mal paso, y un zapato choclo bordado sobre la cabritilla que parece hecho especialmente para sufragistas coquetonas.

Luego los vestidos de los niños cortesanos, enfundados en brocados pesados y trabajados como alfombras persas (¿se imagina usted cargando como ropa a la alfombra?) con golillas y mangas y sobremangas y amplísimos vuelos y armazones. Más lejos, un conjunto de chalecos de seda, bordados, con botones, flores, lazos y bellísimos colores y texturas. (Entonces -¿cuándo?- los hombres no temían ni a las texturas ni a los colores.) Pasamos a los vestidos más «informales» de las damas decimonónicas y románticas, con vuelos, organzas y rosas, olanes y lunares. Las chinas ostentan la sobriedad del tajo sobre la pierna y la suntuosidad de la seda bordada: el cuello alto y severo. Las orientales -las otras, las clásicas, arabizadas- llevan ropas sobre ropas, pantalones abajo y sobrefaldas, cinturones de metal garigoleado, chalecos de brocados, collares gruesos y dorados, con piedras semipreciosas, chalinas, medallas y diademas amonedadas en la frente. Moda última que tratan de imitar las occidentales que se pasean en Nueva York y en esta ciudad de transparentes ejes viales, y todas se visten y revisten con zapatos agudos y altísimos y con pantalones bombachos anudados en el tobillo.

Una madre viuda enviudece a su hija que viste traje severo y deprimente para acompañar a la madre en sus deberes luctuosos. Las chalinas se desbordan en la inmensa variedad de sus ideas, sus lanas, sus cachemiras, sus florones, sus flecos, sus pompones. De repente, la moda occidental del siglo XX, los modelos vamp con sedas plisadas y cuentas de cristal. Todo este material que se despliega procede del Museo del Vestido que se constituyó en Nueva York gracias a las hermanas Lewisohn, en 1937. Varias personas interesadas en los textiles, en vestuarios teatrales, y hasta en arquitectura, se reunieron y decidieron construir el museo.

Diana Vreeland dejó Vogue en 1972 y se dedicó a dirigir exposiciones temporales organizadas con los fondos del Instituto del Traje, recién mencionado. La exposición a que me refiero tomó su nombre de un clásico libro inglés del siglo XVI, Viaje del peregrino, del místico John Bunyan: Y, entonces, cuenta este poeta, vieron una ciudad enfrente de ellos. Y esta ciudad se llama Vanidad, y en esa ciudad hay una feria que se llama la feria de las vanidades, Vanity Fair. Esta feria se mantiene todo el año y lleva ese nombre porque la ciudad donde se asienta es más ligera que la vanidad, y también porque allí todo lo que se vende o lo que allí llega es vanidad. Así decían los sabios: todo es apenas vanidad de vanidades.

Para Diana Vreeland Vanity Fair significa la sociedad entera, con sus debilidades, sus locuras, su esplendor. La enorme cantidad de objetos desplegados se organiza sabiamente y refleja su provenencia: objetos de todos los países y de todos los períodos que cronológicamente se dejan exhibir. Objetos siempre de las clases altas que pueden permitirse el lujo de comprar lo que su fantasía les exige. Diana Vreeland hace fantasías y con ellas confidencias a Jackie Kennedy: « [...] no hay que ser muy severos con la vanidad. La vanidad da origen a una disciplina» (y a nombres de fábricas, a etiquetas en los vestidos, a revistas de moda). La señora Vreeland se encarga de llevar de la mano a la señora Onassis, le enseña objetos que pertenecieron a grandes señores, vestidos algún día con elegantes atuendos que ahora se exhiben como piezas de museo (recuerdo a los príncipes y princesas rusos del Museo del Ermitage en Leningrado). Un traje de montar de la reina Alejandra, hecho en París, con chaqueta negra de terciopelo, bordada con rosas rojas, «una reina amada por los ingleses», precisa Diana, «por su belleza y su majestad, pero no tenía ni un centavo».

Jackie, Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis, etc., también afecta a la vanidad y también majestuosa y siempre con dinero por obra y gracia de su elegancia, continúa visitando la Gran Feria con la Gran Sacerdotisa de la Moda. Llegamos a un gran cuarto: «Son chaquetas deportivas del Duque de Windsor ("sin discusión", el hombre más elegante de su tiempo). Todo lo que usaba se veía sobrio en él, a pesar de que gustara de los colores brillantes y las combinaciones, chaquetas, camisas, medias, chalinas. Vea usted, Jackie, sus corbatas blancas del año 40 con un clavel rojo hecho de plumas, engarzado en el ojal. Él lo inventó y lo usaba todas las noches». La señora Vreeland sigue conduciendo a su anfitriona: ahora llegan a una vitrina oriental: dos mujeres turcas vestidas con sus ropas de harén y una toda de negro con capas de velos que caen de su sombrero a sus rodillas.

Se ven telas diversas desparramadas en otro salón: «Son telas que he ordenado para adornar las vidrieras, las he hecho venir de Oriente». La señora Vreeland muestra ahora a la señora Onassis una reproducción de un viejo papiro que canta la canción del faraón Inhotep, canto que recuerda las famosas coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, o aquellos del viejo pillo francés François Villon, o aún, más cerca de nosotros, los del príncipe Nezahualcóyotl: «Los nobles y sus espíritus yacen enterrados en estas pirámides. Construyeron sus capillas, pero su vida terrena ya no existe/ ¿Qué ha sido de ellos? Y nosotros pensamos en aquel famoso verso: ¿Qué se fizo el Rey Don Juan?/ Los infantes de Aragón, ¿qué se ficieron? [...]»

Los infantes y los faraones sólo dejaron sus joyas y sus calaveras; y las primeras, más sus trajes, decoran los museos, y los simples mortales, los que nunca se entierran en pirámides, los que no amontonan vestido sobre vestido, los visitan y los miran desde lejos, separados por las vitrinas, contemplando los objetos untuosos de su gloria. Los faraones se llevaban con ellos sus prendas más queridas y por eso podemos verlos en las exhibiciones viajeras -como las del peregrino de Bunyan que llega a Vanity Fair- que van de un lado a otro de la Unión Americana alegrando con sus oros y sus tronos las mezquinas ciudades del medio oeste americano, esas ciudades que se arrebatan los pedazos de cuadros célebres para poder ostentar su nueva riqueza en los directorios de los coleccionistas, con vertidores de tornillos o salchichas en subsidios para museos.

Terminemos ya, con una cita del místico inglés: «Los peregrinos que pasaron por la ciudad de Vanidad lograron construir una feria donde se vendiera toda clase de vanidades durante todo el año. En ella se vendían mercancías de este tipo: casas, tierras, carros, reinos, lujurias, puestos, honores, títulos, placeres, delicias de todo tipo, prostitutas, libertinos, esposas, esposos, hijos, amos, sirvientes, vidas, sangre, cuerpos, almas, plata, oro, perlas, piedras preciosas y todo lo que se quiera. Y además en esta feria había torneos, juegos, fraudes, teatros, tontos, juglares, bribones, monos y todo tipo de hombres. También se ofrecían gratis latrocinios, adulterios, asesinatos, perjuros, y todo lo que de color de sangre exista [...]»





Indice