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La formación del léxico psiquiátrico en español

Manuel Alvar



Para mi hija Carmen






ArribaAbajoPlanteamientos generales

El léxico de cualquier actividad suscita una cuestión previa: el enfrentamiento entre la lengua común y la que afecta al grupo limitado de los especialistas1. Esto determina una serie de hechos a los que debemos enfrentar como principios teóricos en los que tendremos que apoyar cualquier especulación. Porque aquí tenemos planteada una cuestión que ha suscitado otras muchas, pues debemos considerar qué es el lenguaje que utilizan, pongo por caso, psiquiatras y psicólogos y su representación en la lengua común. Si nos adscribiéramos sólo a la jerga (permítaseme provisionalmente este término) de un grupo de profesionales, es muy difícil que los demás hablantes pudiéramos entender gran cosa, y de lo que yo quisiera ocuparme no es de lo que pertenece a unos términos muy especializados y que nada dicen al resto de los mortales, sino ver hasta qué punto una lengua profesional afecta, y es afectada, por el habla cotidiana, dentro -claro está- de un nivel cultural instaurado sobre lo que pueda ser una comunicación de vulgaridades. Entonces se nos plantean dos cuestiones previas: qué entendemos por lengua de grupo de unos profesionales harto especializados y qué pertenece al habla culta general y, sin embargo, es propio de los tecnicismos de cualquier profesión.

Los lexicógrafos han discutido, acaso demasiado, sobre lo que pueda ser una terminología que afecta a un determinado grupo. Y aquí tenemos que dilucidar si lo que vamos a estudiar es una nomenclatura o un terminología. Desde la etimología de ambas palabras (nomen o terminus «límite») podríamos llegar a una partición de los campos que nos lleva a un problema de cierto valor, pues científicamente nombrar es imprescindible para que las nociones sean precisas e inequívocas, pero ponerles exactos límites es un quehacer más riguroso. Sobre esto se ha discurrido mucho y no deja de ser curioso saber que, si nomenclatura es término que emplearon como exigencia técnica los hombres del XVIII («arte de clasificar los objetos de una ciencia y atribuirles nombre»), terminología se generalizó muchísimo después («estudio sistemático de los términos que sirven para denominar clases de objetos y conceptos»)2, sin que se llegara a una total satisfacción. Más aún, los ejemplos que se han aducido no son, a mi parecer, nada convincentes y, como diría Cervantes, los razonamientos se suelen quebrar de sutiles. O, de otro modo, se plantean las cuestiones en un plano general que las hace difícilmente aplicables en la realidad práctica. Nos quedamos con algo válido con que el objeto de nuestro estudio será el vocabulario, entendiendo como tal «los términos de la lengua, escogidos con criterios extralingüísticos»3. Hemos llegado a un puerto de arribada: para seleccionar los elementos que voy a considerar partiré del diccionario normativo de nuestra lengua y extraeré de él las definiciones que van tildadas con una observación que las hace pertinentes a nuestro objeto. De este modo tendremos un corpus dispuesto para unos fines que no son los de elaborar un repertorio técnico, pero sí los que tienen una validez generalizada.

Claro que esto también tiene sus quiebras. La Academia Francesa rechazó de su repertorio todas las palabras que pertenecían a las ciencias o a las técnicas, por más que este criterio fuera modificándose; la nuestra incluye, según se dice, los términos que se deben conocer en la segunda enseñanza. Sin embargo, se van incluyendo palabras de una especialización excesiva y que no pertenecen a la lengua, sino a la realidad precisa de unas cuantas hablas, pero hemos de partir de este hecho. Por otra parte, extraídos del Diccionario general todos los términos marcados, he tratado de documentarlos en los riquísimos materiales del Diccionario histórico. Tampoco ahora podemos decir que sean incontrovertibles los datos que presento, pues los materiales del Dicc. hist. están recogidos muchas veces con no poco subjetivismo, pero, ojalá, estuviera terminada su publicación. Así, pues, procedo por una doble comprobación: he separado todos los términos señalados en el DRAE con los indicadores Psicol., Psiquiat.4 y, después, he comprobado la lista obtenida con los materiales publicados e inéditos que son de la propia Academia. He seleccionado los términos de ambas nomenclaturas porque, a un tratándose de ciencias distintas, se nos manifiestan con abundantes puntos de contacto. Las definiciones académicas deslindan muy bien los campos (Psicología, «parte de la filosofía que trata del alma, sus facultades y operaciones» y, por extensión, «todo lo que atañe al espíritu». Psiquiatría, «ciencia que trata de las enfermedades mentales»), pero no resulta tan clara la separación en el mundo de la realidad práctica.

Estamos ya en el arduo camino de seguir la marcha de una parcela, innecesario decir, importante de nuestro léxico. Además organizada científicamente en una época, en general, moderna o muy moderna. Los antecedentes también son válidos, pues, si hay técnicas de hoy mismo, hay otros caminos que rezaron hace siglos, lo que nos lleva a iniciar una andadura que irá reflejando pasos muy heterogéneos, pero en los que, por lejano que sea su origen, se proyectará lo que precisamente hoy. Porque se ha dicho de mil modos: las unidades léxicas han de ser unidades de significación. Este principio formulado ya en la Encyclopedie es el que se ha venido repitiendo hasta ahora mismo, porque no podemos pensar que una ciencia invente su propio vocabulario: pensemos en el mundo de los ordenadores, tan reciente, tan críptico, y sin embargo utiliza palabras tan triviales como hardware que significa, sencillamente «quincalla, ferretería». Necesitamos nombrar con precisión para poder utilizar la lengua sin ambigüedades, pero eso no es pensar que haya un lenguaje puro. Si en la estilística se dice que no hay ningún término neutro, en ciencia experimental tampoco pueden serlo todos los términos que se manejan.




ArribaAbajo Restricciones significativas

En primer lugar, partamos de un hecho claro: en el DRAE se designó como Med. una gran cantidad de términos que luego se especificaron como Psicol., o Psiquiat. He aquí planteada una cuestión fundamental: la ciencia no es una organización estática sino dinámica. La evolución que condiciona su propio existir determinará también la adaptación de un léxico previo. A esto volveré, pero bástenos ahora saber algo harto elemental: el Diccionario va a remolque de la evolución científica, lo que es tanto como decir que hay una necesidad de transmisión que afecta al lenguaje de los técnicos y a la comprensión por parte de los usuarios del diccionario. La lista de palabras que se incluye en este apartado es ciertamente notable; según mis cómputos, veintiséis. Algunas de ellas incluidas en el habla común, digamos afectividad, alienación, ambivalencia, autosugestión; otras menos generalizadas: disartría, ecolalia, lipemanía. Si abrimos las páginas del DRAE veremos que, todavía en 1950, afasia era definida como «Med. Pérdida de la facultad de hablar» y así seguía en el Diccionario manual de 1983, pero en la edición de 1970 constaba: «Psiquiat. Pérdida del habla a consecuencia de un desorden cerebral»5. No en vano la medicina cubría anchos campos que se le han independizado. Baste con abrir diccionarios clásicos como el que se publicó en 1815-18576 o el de 1842-18467. Otra palabra bastante corriente, cenestesia, figuraba como término filosófico, pero ya se incorporó al apéndice de 1947 como voz de la Psicología, acepción que Pío Baroja usó en 1901: «La cenestesia, o yo sensitivo»8. Pongamos un último ejemplo, sacado de los muchos que podrían aducirse: todavía en 1927 erotomanía era para el DRAE un término médico que significaba «enajenación mental caracterizada por un delirio erótico», hasta que en 1984 vino a ser un término psiquiátrico que se definía más o menos del mismo modo. Cierto que Pío Baroja en La sensualidad pervertida9 y Brumer en su Patología médica10 habían testimoniado unos valores que estaban en el dominio de una ciencia más restringida11. Dejemos estas breves muestras y pasemos a considerar un nuevo aspecto de nuestros problemas.




ArribaAbajoAdopción de términos antiguos

Ya he tenido ocasión de plantearme la cuestión de las necesidades terminológicas de cualquier ciencia; antes de descender a otros problemas, el primero que, a mi modo de ver, se suscita, es la formación de un vocabulario técnico a partir de un repertorio general. Cualquier terminología reposa sobre el conocimiento de la propia lengua; que luego confluyen en ese remanso otros muchos arroyos, es algo que no se puede negar, pero tampoco que haya una necesidad de organizar los diversos manaderos; el más importante, por su antigüedad, por su significado y por su validez es la propia lengua. Tenemos un antecedente de excepción, el Examen de ingenios del Dr. Juan Huarte de San Juan12, que crea su propio vocabulario sobre Platón, Aristóteles, Galeno, etc.; es decir, sobre las doctrinas clásicas que le facilitan una terminología válida para la psicología y aplicable a la psiquiatría. Pero ese vocabulario, convertido en un repertorio de tecnicismos, muchas veces no era otra cosa que partir de conceptos comunes para convertirlos en específicos. Otro tanto es lo que podemos observar ahora: en viejos odres, se deposita un vino nuevo. Estamos en el antiguo problema de la arbitrariedad del signo lingüístico, que puede corresponderse con unos símbolos que están ya en el sistema de la lengua, pero que se modifican por acción de factores extralingüísticos13. Se habla continuamente del cambio fonético, pero también hay otro semántico que es el que nos afecta en este momento. Según mis cálculos, unos veinte términos de la lengua común han pasado al dominio de los especialistas. Ni que decir tiene que cambios semejantes están dominados por una necesidad elemental: la monovalencia que debe tener la lengua de los científicos. Entonces resulta que el corpus general, por su historia, por su geografía, por los mil avatares que lo han condicionado, es necesariamente polisémico o dicho de otro modo: de la polivalencia se deben extraer principios monovalentes. Campo éste de cuya configuración no podemos desentendernos. Y no podemos desentendernos porque aparte otros significados a los que me referiré, la lengua reflejará siempre una cultura y por muy universal que sea el vocabulario de una ciencia o de una técnica no lo será tanto que pueda desentenderse del mantillo que lo sustenta. Hay otros valores, evidente, y de ellos me ocuparé, pero no podemos olvidar la criatura que se ha formado bajo nuestros ojos. Casi veinte términos especializados pertenecen a nuestra más vieja tradición lingüística: es el hecho de lengua que va a realizarse en un acto de habla. Y así tenemos ejemplos bien ilustrativos.

Hay una palabra en español cargada de las más dulces emociones: durante siglos, ausencia significó el vacío espiritual que produce el distanciamiento. El refrán dijo tristemente: «La ausencia causa olvido»14, y Sor Juana Inés de la Cruz con no menos belleza:


Y, si de luz avaro,
De tinieblas se emboza el claro día,
Es con su oscuridad y su inclemencia
Imagen de mi vida en esta ausencia.15



Pero, en 1976, se publicó en el Boletín de la Real Academia Española16 una definición exclusivamente psicológica: «distracción del ánimo respecto de la situación o acción en la que se encuentra el sujeto» y ya, en 1985, F. Dorsch, incluía la palabra en el Diccionario de Psicología como «pérdida transitoria de la conciencia, muy breve, que se presenta en la epilepsia»17.

Complejo es una palabra de la que todo el mundo echa mano, no sé si sabiendo o no lo que significa. Pero el hecho cierto es que, ya en el siglo XVIII, el padre Feijoo habló de un «complexo de symptomas»18 o «de inclinaciones»19 y P. Pedro de Ulloa lo definió como «período harmónico»20, pero el P. Restrepo, en 195521, y Alarico di Filippo, en 196422, dieron la motivación científica del término y la Academia, todavía no en 1939, pero sí en 1956, incluyó la voz con el verbete de Psicol. y con el significado de «combinación de ideas, tendencias y emociones que permanecen en la subconsciencia, pero que incluyen en la personalidad del sujeto y a veces determinan su conducta». Los autores aficionados a retratar estados del espíritu buscaron la voz desde antes de su inclusión académica, así Unamuno. Pero sobre el término castellano se cruzó el inglés complex que acaballado sobre el valor freudiano penetró en textos de psicología, de psiquiatría o de psicoanálisis23 y, fuera ya del lenguaje técnico, se ha extendido por la lengua común. Después, una catarata de complejos atosiga al hombre corriente, desde unos archisabidos (de Edipo, de inferioridad) hasta otros ocasionales. Que nos valgan los complejos antioccidentales, de castración, colonial, de culpabilidad, de fidelidad, de inferioridad, moral, de superioridad, etc., con lo que vendría a hacerse bueno el comentario de García Morente en sus Ensayos (1945): «Mucho convendría [...] la práctica grandiosa de un ingente psicoanálisis colectivo que sanara nuestra alma y deshiciera los complejos que la agobian»24. Y no hemos salido de un campo relativamente coherente, porque fuera de él los complejos abundan.

Si antes de cerrar este capítulo quisiéramos aducir un par de casos más: me fijaría en melancolía y vértigo, que pueden completar un campo léxico relativamente coherente, porque melancolía era un viejo término de origen griego, que bien sabían los antiguos tratadistas. Así, melancolía es una palabra con prestigio literario: en un lejanísimo 1254, Alfonso el Sabio escribió en el Libro complido de las estrellas: «E si euence la melencolía, uerá que es en tiniebra o semblante que'l afogan o que tien sobre sí cosa pesada, o aquello que dizen la pesadiella»25. Desde entonces no han faltado las interpretaciones médicas del término hasta llegar a las precisiones de hoy, pues la melancolía se consideró elemento de los alquimistas26. La etimología fue correctamente establecida por los más antiguos diccionaristas (melagxoli/a «bilis negra», lo mismo que atrabilis)27 que la identificaron con «tristeza» (Nebrija [1514], Vittori [1609], Requejo [1729]) de donde la vinculación de melancolía con tristeza y, agravándose la inclinación, con demencia28 o desesperación29. La enfermedad vino a designar una serie de afecciones mal determinadas, que se localizaron en el bazo (fray Luis de Granada, Fragoso [1666]), en el entresijo30 o que tienen que ver con la histeria31 y que hacen al hombre «cogitativo y mucho pensativo» (fray Bartolomé de las Casas). Ni que decir tiene que conceptos muy deslizantes aparecen toda suerte de autores (Moratín, Bécquer), aunque se fuera imponiendo el sentido de «cierta suerte de tristeza» que se documenta ya en médicos de rigurosa doctrina como Laín Entralgo32, que se apartan del carácter folclórico de otros, como el pintoresco Torres Villarroel que «a las melancolías del humor las aburro con la guitarra» 33. Otro camino siguió la palabra en la sabiduría del pueblo, que se aferró a ideas tradicionales para explicar las manchas de la piel, tal y como se hace en Cuba, Méjico, Costa Rica, Colombia o en las Islas Canarias34, pero los científicos fueron precisando el valor de la palabra y liberándola de tantas gangas adventicias, fue Drumen en su Patología médica35 o, sobre todo, Marañón quienes fijaron el significado de «estado de depresión del ánimo, de tristeza profunda, inmotivada o desproporcionada a las causas que suscitan, coloreadas de dolorosa ansiedad»36. La Academia, desde 1927, asignó significados que convinieron a unos principios técnicos37, hasta llegar a 1967 en que María Moliner dio ya la consideración científica que la palabra tiene cuando, en su Diccionario dijo que un valor del término «se usa específicamente en psiquiatría aplicado al estado de depresión propio de la psicosis maníaco-depresiva, caracterizado por postración, abatimiento y pesimismo», tal y como figura en la DPP, s.v. Largo ha sido el camino que hemos seguido con una palabra desde 1250 hasta hoy mismo: una ciencia incipiente nos ha ido llevando por caminos inciertos hasta la arribada final de lo que el término es para los médicos especialistas en psiquiatría.

Quiero cerrar esta serie de ejemplos, no demasiados, pero ojalá hayan resultado representativos, con la palabra vértigo38. Evidentemente se trata de un cultismo que ha venido significando «apresuramiento anormal intensísimo y extraordinario de la actividad de una persona o colectividad», pero ya los autores clásicos conocían una acepción médica: «enfermedad donde todo parece se mueve a la redonda»39, o «falta de la vista y conssupçion del espíritu sensible por lo qual pareçe supitamente que todo sea en tiniebras y mezclado lo alto a lo baxo»40. El origen latino de la palabra ampara estos significados, pues vértigo era el «movimiento circular», pero las acepciones de los médicos abundaron muchísimo: cirugía de Vigo (1537, f. 6), «vaguido de la cabeça»41, accidente del cerebro42, etc. Que la lengua de los médicos pesó en la historia de la palabra, es evidente: el esdrújulo es un barbarismo, como tantos otros de la jerga de los galenos43 e hizo escribir a Dámaso Alonso estas líneas: «esta ligazón entre significante esdrújulo e intenso significado es lo que explica deformaciones, unas veces del lado espiritual [...] y otras del fonético como ocurre con fárrago, vértigo e impúdico, cuya acentuación es un disparate sancionado por el uso»44. Pero no sólo la ambigüedad de unas descripciones, espejo de una ciencia médica incipiente, o la pedantería de una acentuación, sino que otros valores vinieron a dejar constancia de la lengua normal. Así el Diccionario manual de la Academia ya anotaba el valor que el término tiene en Psiquiatría: «Turbación del juicio, repentino y por lo regular pasajero; ramo de locura». Que en esta definición pudieron influir tratadistas como Brumen (II, pág. 436) parece lógico y lógico también ese trasvase del lenguaje médico al popular y su posterior especialización psiquiátrica. En efecto, en un libro apasionante que se entronca con las cuestiones que más afectan a nuestra estética, Stanley R. Palombo dedicó unas páginas luminosas a la función del sueño en Vértigo, de Hitchcock, y William Roman atendió al papel de la mujer desconocida en la misma película45.




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Pero la ciencia por su propia condición es universalista, y aceptando un fondo patrimonial que se adapta a nuevas realidades, en el plano de la realización práctica, debe considerarse la necesidad de entendimiento con los científicos de otras lenguas. Hemos visto cómo desde el fondo común se pueden generar especializaciones del más estricto carácter particular, pero también es cierto que desde este monolingüístico se siente la necesidad de ampliar la perspectiva de los saberes. Entonces se recurre al plurilingüismo que agranda el campo y la consolida en unas circunstancias que lo obligan a la monovalencia. Es la internacionalización de la cultura. Aquí tenemos un léxico creado para una determinada actividad científica y que, por haberlo sido, se ha generalizado más allá de las fronteras en las que nació; el prestigio de una escuela habrá hecho que sus invenciones irradien y se asienten fuera de sus focos originarios. Más de veinte términos de mi lista se crearon para las dos ciencias de las que estoy tratando y encontraremos que la cronología nos servirá para señalar antecedentes. Así agorafobia aparece en textos de Ortega de 1911 y 191546 y en escasísimos motivos literarios de fecha mucho más tardía. Nos quedamos a solas con los diccionarios: el DRAE ya en 1927 decía que era «sensación de angustia ante los espacios abiertos, etc.». Y así se llegó a la edición de 1985 que lo consideró término psiquiátrico. En francés la documentación es de 186547 y, en alemán, encuentro y dificultades para atestiguar la voz48; caracterología49 es otro término muy reciente (década de los cuarenta) y de uso restringido, mientras que el francés caracteriologie, data de 1909. Así podemos seguir con multitud de ejemplos. Para no hacer interminable la lista, pondré la palabra española, y, entre paréntesis, la fecha de su documentación; al lado de ella, el término francés y la cronología que da el Dictionnaire de Ley Robert:

cenestesia (1901). cénesthésie (1838)
cenestésico (1948) cénesthésique (1898)
ciclotimia (1956) cychlotymie (1909)
disartría (1947) dysartrie (1897)
ecolalia (1931) écholalie (1890)
egotismo (1927) egotisme (1823)
eidético (1943) éidétique (1920)
eidetismo (1984) éidétisme (1952)
erotomanía (1927) érotomanie (1741)
esquizoide (1962) schizoïde (1921)
esquizofrenia (1937) schizophrénie (1921)
lipemanía (1920) lypémanie (a. 1840)
parapsicología (1964) parapsycologie (1948)
psiquiatría (1910) psychiatrie (1842)
psiquiátrico (1920) psychiatrique (1842)
subdelirio (1985) subdélire (1904)
zoopsicología (1986) zoopsychologie (1909)

Doy las fechas de la documentación francesa, prescindiendo del origen que pueda tener la palabra. Por ejemplo, egotismo no creo que proceda directamente del inglés (1714) que, a su vez, traduce el francés égoïsme, y, por supuesto, los helenismos -o pseudohelenismos- no son directos50.

Evidentemente pienso que las fechas, sobre todo las españolas, sólo tienen un valor referencial, pues los ficheros que manejo creo que están lejos de tener un carácter exhaustivo, pero he procedido con absoluta objetividad: copio lo que las gavetas registran y no puedo por menos que señalar la posterioridad de las documentaciones españolas con respecto a las francesas y esto absolutamente en todos los casos, se trate de voces de una relativa antigüedad (digamos siglo XIX) o de creación muy reciente (segunda mitad del XX).

La terminología del psicoanálisis ha trascendido, como es bien notorio, a no pocas investigaciones en las que ha tenido brillante aplicación: pienso en Hölderlin analizado desde la psiquiatría51 o Baudelaire desde Freud52, por no citar sino dos ejemplos de excepción. Pues, como dice Bersani:

There is, it's true, ample justification for reductive psychoanalytic interpretation in Freud himself. But it is also possible to find in Freud the basis of a theory of fantasy as a phenomenon of psychic de construction. De construction and mobility: these are the mental processes in which we discover that self-scattering which is the principal feature of Baudelaiream desire. This discovery is important for both esthetics and psychological theory. It implies a radical questioning of traditional assumptions about the nature and stability the self.


(pág. 7)                


Incluso el psicoanálisis se consideró desde pronto en el estudio de la evolución de la religión53.

Todas estas consideraciones nos pueden llevar a otras, la necesidad de adquirir términos extranjeros, por cuanto la universalización de la cultura obliga al acercamiento de las lenguas. Unas veces se ha cumplido con la traducción más o menos feliz de cierta nomenclatura; otras, con el calco lingüístico y, las más, con el traslado sin recelo de una palabra a otra que se le parezca. Hay que tener en cuenta que muchas veces, el término está en manos del traductor, que no será el más fiel intérprete desde la perspectiva del profesional, y que establecerá correspondencias no válidas, o, al menos, no totalmente válidas. En ocasiones se dejará el término sin acicalarlo para la nueva lengua o, lo que es peor, se retraducirá al sistema patrimonial un término que salió de él. Algo así como cuando Trigueros tradujo a Florián lo que hizo fue restituir al español La Galatea cervantina. Veamos algunos casos.

En el siglo XIV, en Francia se usó aliénation d'ésprit54, pero nuestra alienación como término psicológico debe separarse de otras alineaciones, políticas por ejemplo, que entonces tienen origen alemán, inspirado en doctrinas que van desde Heger y Marx a Feuerbach (Entfremdung, Verfremdung). Alienación vino arrastrando diversos, e inseguros, valores desde el siglo XIV, pero sólo en 1985 fue aceptada como término psiquiátrico, fuera ya de las mediatizaciones anteriores. Pero no se olvide, fue Freud quien definió el término dentro de un marco muy preciso: «Proceso por el que se convierten en extraños y actúan como tales los hechos y las vivencias que fueron reprimidos y pueden desencadenar una neurosis»55.

De origen francés ha de ser anomia o anomía. La Academia acentuó anomía hasta 1926 y, desde 1945, anomia (así también la DPP). La documentación española del término médico (prescindo de otros valores) es sumamente reciente: la literatura científica no es anterior a la segunda mitad del siglo XX y en los diccionarios aparece en 1910 en la Enciclopedia Espasa y en 1916 en el Diccionario de medicina de Cardenal, mientras que anomie fue recogido en francés en 1885 y a finales del siglo pasado le dio contenido teórico Emile Durkheim56.

El neologismo monomanie (gr. mo/nos + mani/a fue admitido por la Academia Francesa en 1835 y como término médico consta en el Dictionnaire de Hatzfeld y Darmesteter (1920)57, en español hay ejemplos en Ilarraza (1843), Pedro A. de Alarcón (1881), Eusebio Blasco (1886), Salvador Rueda (1887), en la Patología de Drumen (1850-51) y en autores posteriores (Echegaray, Unamuno, Concha Espina, etc.). Sólo como término psiquiátrico tuvo acceso al DRAE en su edición de 1970. Se ha señalado que monomanía de grandeza procede del alemán Gröszenwahn, pero creo que los datos transcritos hacen pensar que monomanía sea un galicismo en español. Lo mismo que es psicoanálisis, que, a su vez, el francés lo había tomado del alemán58. En 1953, Álvarez Lejarza había señalado que era un método «originado por Freud para investigar las causas ocultas de la conducta humana», etc.59 Tenemos, en español, alguna referencia a la cronología del fenómeno: en 1938, Rubén Romero dio una curiosa in formación: «[uno] de esos episodios que los escritores emplean para escribir novelas que ahora se llaman de psicoanálisis y que antes se conocían por culebrones»60. En el DRAE la palabra no entró con pleno derecho hasta la 17.ª edición (1947) y como elemento psiquiátrico en 1985. No deja de ser significativo que Laín Entralgo pudiera escribir en 1976 que «acogiéndose a una disposición legal reciente, anunció en la Facultad un curso monográfico sobre psicoanálisis»61. Si pienso en el galicismo de la palabra es porque entró en nuestra lengua como femenino62 y como tal fue usado nada menos que por Ortega y Gasset en la más antigua documentación que poseo de la voz (1911): «La psicoanálisis no es un sistema»63.

Me parece oportuno demorarnos en las doctrinas de Freud, a las que estamos asaeteando desde diversos ángulos. Fijémonos en una palabra-clave del psicoanálisis, libido. La primera vez que consta en el DRAE es 1956, y ha dado lugar a no pocas controversias. En primer lugar la acentuación, en la que aún no se ha universalizado el latinismo libido, acaso condicionado por el adjetivo lívido, «barbarismo» era líbido para el P. Restrepo; en segundo lugar porque su género femenino pugna con los sustantivos en -o que son masculinos, pero esto creo que no merece mucha consideración64. Mayor la tiene saber las fechas en que Freud y sus discípulos fueron traducidos al español. Creo que ahí está la clave para entender muchas cosas de las que digo en el texto. Voy a dar unas referencias bibliográficas que, por su cronología, afectan a la historia de estas palabras. Antes de nuestra guerra civil se habían traducido las Obras Completas de Sigmund Freud por Luis López Ballesteros y con prólogo de Ortega (t. I. Madrid, 1922; t. II. Madrid, 1929-30); Jung era conocido por La psique y sus problemas actuales, trad. Eugenio Imaz. Madrid-Buenos Aires, 1935, por la Teoría del psicoanálisis, trad. F. Oliver Brachfeld. Barcelona, 1935, por El yo y el inconsciente, trad. S. Montserrat Esteve, estudio preliminar de Ramón Sarró, Barcelona, 193665 Alfred Adler, El sentido de la vida, trad. Oliver Brachfeld. Barcelona, 1935. Otros muchos títulos rebasan la cronología que es pertinente para el objeto que pretendemos.

Psiquiatría es también de incorporación reciente: por la década de los cuarenta apareció la asignatura en los planes de estudios66 y poco antes había sido utilizada la voz por el Dr. Marañón en su discurso de ingreso en la Academia (1934) y aun algo antes había entrado en el DRAE (1927) como «ciencia que trata de las enfermedades mentales». Pero, como en tantas ocasiones, Ortega se anticipó en el uso del término con un texto muy significativo (1911): «El Dr. Sigmundo Freud es un judío profesor de Psiquiatría en Viena. Esto ya es bastante. Pero, según un número considerable de gentes, de médicos jóvenes sobre todo, es mucho más que eso: es un profeta; es un descubridor de ciertos secretos humanos, cuya patentización ha de ejercer una profunda influencia reformadora no sólo en la terapéutica de los neuróticos, sino en la psicología general, en la pedagogía, en la moral pública, en la metodología histórica, en la crítica artística, en la estética, en los procedimientos judiciales, etc.»67. En francés psychiatrie fue acogida por la Academia en 1842, pero psychiatre es de documentación anterior (1802), mientras que son posteriores los derivados psychiatrique (1842), psychiatriquement (s. XX), psychiatriser (c. 1970)68.

Por último, aduzcamos el uso de vivencia, palabra que se generaliza después de 1940 (García de Diego, Gómez de la Serna, Guillén, D'Ors, Dámaso Alonso, Díaz Plaja, Salinas, Rosales, etc.), pero hay un texto de Julio Caro Baroja harto significativo; está en su preciosa historia de Los Baroja (1972) y dice así: «Nunca he gustado de usar neologismos ni arcaísmos al escribir. Hay palabras útiles y expresivas que acepto en mi tarea de ordenar las ideas, pero que procuro evitar, por considerarlas nuevas y pretenciosas, o viejas e igualmente sabihondas. Una de ellas es vivencia, acuñada por los traductores de la Revista de Occidente» (pág. 486). En efecto, la voz no falta en seguidores de Ortega como García Morente, Laín Entralgo, Julián Marías, hasta que, en 1967 y como término de psicología, se asentó en el DRAE y aun se envileció en el trabajarse la vivencia «chatear», que a mi parecer no ha prosperado. Por si hiciera falta algo más, Rosenblat señaló que es traducción del alemán Erlebnis69.

Cronológicamente son posteriores los anglicismos, pero como en tantos casos se manifiestan de una agresiva presencia. Voy a elegir sólo dos términos: behaviorismo y test.

Behaviorismo es puro inglés, behavior. La primera vez que vi escrito el término en español fue un artículo de Gustavo Bueno: «La Colmena», novela behaviorista70. Fuera de este ejemplo no encuentro la voz sino en Diccionarios de Psicología (Dorsch), de Economía (Tamames) y creo que nada más. Sin embargo, la Academia -generosamente- dio cabida a la voz en su DRAE en 1987, bien, es verdad, que refiriéndolo a conductismo, que tiene más aire español, aunque acaso no lo sea mucho: en los materiales del Diccionario histórico sólo encuentro una papeleta de Cirlot en su Diccionario de los ismos (1949), otras cuatro en el Discurso de recepción del profesor José Luis Pinillos y la definición del DRAE en 1983: «Psicol. Doctrina y métodos basados exclusivamente en la observación y comportamiento del ser, sin recurrir a la conciencia o a la introspección». No deja de ser curioso que el flagrante anglicismo se documente en francés en 1926, mucho antes que en español, como si el francés hubiera sido el transmisor de la palabra que, en inglés, creó el psicólogo norteamericano J. B. Watson, en 1912 (Le Robert).

La generalización de test resulta impresionante. Desde 1926 en que tengo la primera documentación americana de la voz hasta 1985 que se incluye en el Diccionario usual de la Academia hay una teoría de peticiones y rechazos del término, que se ha generalizado con el valor de «prueba» en mil campos léxicos diferentes y, en América, ha creado el adjetivo testeable y el verbo testear71. Como siempre los científicos españoles anduvieron a remolque de lo que se innovaba en Francia: test, como palabra inglesa, fue empleada por nuestros vecinos desde 1890, y con el preciso valor de «prueba psicológica». Justamente en ese 1890, J. M. Cattell usó el término para designar «toda prueba psicotécnica estandarizada que permite aprehender el comportamiento de un sujeto respecto a una población de referencia»72. Creo que este ejemplo debió ser el que determinó la presencia del anglicismo en español, habida cuenta de que nuestros médicos estaban en aquellas calendas mucho más cerca de lo que se investigaba en Francia que no de lo que fuera usual en Inglaterra y, no digamos, en Estados Unidos73.




ArribaAbajo Internacionalización de la terminología

De pasada he tenido que hablar de la internacionalización de la terminología científica. Es necesario recurrir a las creaciones de otras lenguas para facilitar el entendimiento entre los profesionales de los diversos países. No siempre es fácil, ni acaso conveniente, aclimatar un término a una nomenclatura probablemente extraña al común de los mortales y, por supuesto, a los extranjeros. Pretender que todo se pueda traducir es ilusorio: pesa el prestigio ajeno, sus adelantos, su inventiva, su poder industrial. Por todas partes se oyen lamentos semejantes sin que el acuerdo llegue nunca. Los neologismos técnicos son abrumadores. En otro sitio he dado cifras estremecedoras: se inventan unos tres mil términos técnicos cada año y el Council Scientific and Technical Terminology, de la India, hace unos cuantos años tenía registrados alrededor de doscientos mil74. Ante este aluvión es ilusorio pensar en una justa traducción y mucho menos en una precisa adaptación. Los lexicógrafos más solventes (y este es un campo en el que hay demasiada improvisación) se encuentran abrumados y hablan de la necesidad de la neología, pues si el préstamo «constituye la solución más evidente, la más perezosa, es también la más eficaz internacionalmente, pues neutraliza de una manera parcial las diferencias interlingüísticas y respeta la noción original [...]. Se puede decir que el préstamo denomina la noción y connota su origen, lo que explica su éxito a pesar de todos sus inconvenientes»75. Me remito a mi estudio sobre el problema de los neologismos76, y añadiría el temor de que acabemos haciendo una nueva lengua, apartada de la común77. Porque no olvidemos que la lengua evoluciona, pero no muere. Cualquier estudiante de semántica habrá leído la diferencia que hay entre la linterna con la que Diógenes buscaba al hombre y la que hoy ilumina cualquier lugar entenebrecido, por más que ambas sean lámparas. Claro que hay que atajar los abusos, pero no se puede olvidar que haría falta un consenso universal para que la internacionalización de los términos fuera un hecho real y concorde con el espíritu de cada lengua; de otro modo seguiremos atentando contra lo que es la más preciada herencia de cada comunidad. En otro sentido, pero concomitante con éste, se encontraba el temor de Dámaso Alonso cuando veía la fragmentación asomando en los tecnicismos que se aceptaban indiscriminadamente78 y éste puede ser también nuestro caso.

Pero sigamos nuestro camino. En la documentación que poseo hay referencias que tienen un evidente valor cronológico, y que completan lo que he dicho en este apartado. He podido aducir una valoración de la cronología de la palabra vivencia. Pongamos otros ejemplos. Al leer los datos que tengo sobre ambivalencia se puede ver cómo en 1948 no era un término arraigado, pues se acompaña de un «como dicen» que, a mi parecer, muestra su falta de universalización79; en tanto el verbo declarativo sirve en otras ocasiones como puntualizador de la referencia. He aquí un texto de 1906: «es una neurasténica, como ahora se dice»80. Otro tanto cabría decir de complejo, motivado por los estudios de Freud81, o de otros términos que tienen que ver con el psicoanálisis del maestro vienés (ego, ello, yo)82. Otras menciones son más imprecisas, pero hacen referencia a unos saberes puntuales en un momento dado o a un tipo de literatura con vigencia en un preciso momento: estarían ahí la propia definición académica o los perfiles establecidos por investigadores solventes. En el primer caso cabrían estas palabras: «enfermedades mentales correspondientes a la antigua demencia precoz»83, y, en el segundo, determinaciones que afectarían a su caracterización por las novelas policíacas (Laín)84 o por referencias al gran poeta que fue Hölderlin (Rof Carballo)85. Podría seguir con ejemplos de parapsicología86, de sinestesia y su trascendencia literaria (en el modernismo, por ejemplo)87, psiquiatría88, etc. Permítaseme hacer un alto en parapsicología porque ampliará lo que acabo de decir. Me fijaré en una figura literaria de singular relieve: Algernon Blackwood (1869-1951) perteneció a una familia acomodada, pero sus padres, fanáticos calvinistas, lo enviaron al Canadá. Tras no pocas andanzas se decidió a escribir y, en 1906, publicó su primer libro, The Empty House, al que siguió The Listener (1907). Se hizo escritor prestigioso, compuso historias de fantasmas para la radio y la televisión, fue nombrado Comendador de la Orden del Imperio Británico y, a su muerte, no dejó un claro sucesor en el arte de los relatos sobrenaturales. Creo que es útil en estos comentarios tomar en cuenta las explicaciones que Blackwood dio de sus propias narraciones: «suele aparecer un hombre medio que, debido a una súbita impresión de terror o de belleza, recibe estímulos de naturaleza extrasensorial». En alemán, con fenómenos de este tipo, se constituyó una ciencia, la Parapsicología, cuyo nombre se ha impuesto en todas partes frente al de Metapsíquica. (Uno de los primeros laboratorios de Parapsicología fue el de la Universidad de Duke, en Estados Unidos). El estudio de esta ciencia se inició en el llamado «magnetismo animal», que prosperó en el siglo XIX con el complejo mundo del hipnotismo y, en el XX, con el psicoanálisis. Desde estas perspectivas se entiende bien la obra de Blackwood, pero esto nos alejaría, aún más, del camino que me he trazado.




ArribaAlgunos resultados

Al llegar a este momento, podemos poner punto final a las consideraciones que he hecho sobre el léxico de la psiquiatría y, en menor grado al de la psicología. Hemos visto cómo unas ciencias modernas han necesitado constituir ese vocabulario que sirviera para caracterizarlas dentro del amplio campo de la Medicina y, por supuesto, del léxico de la lengua común89. Valdrían para esta ocasión las palabras que Alain Rey puso al frente del monumental diccionario Le Robert, al que tanto he tenido entre mis manos. Las palabras recogidas pertenecen, en su mayoría, a un fondo comprensible por todos los hablantes; algunas son del léxico especializado, pero, a pesar de ello, constan en el DRAE. He dicho que, sin embargo, no podría mantenerse el criterio académico del nivel de habla al que va destinado el diccionario usual, pero su valor es indudable -y único- como marco referencial. Es cierto que los tecnicismos cuentan, y cada vez más, en la lengua común. Pero no olvidemos que los inventos, y las innovaciones léxicas que determinan, hacen que las innovaciones sean continuas e incluso estén en una cuarentena que nos permita ver su desaparición. De ahí que nuestros antecesores hubieran querido eliminar «muchos vocablos técnicos [...] que no debieron estar»90 y esta es una amenaza que amaga siempre. Baste recordar algo que se ha dicho en estas mismas páginas: elementos no marcados, o con una tilde general, según ha prosperado nuestras ciencias, han sido acogidos bajo una marca restrictiva. En este momento sería oportuno hacer una alusión a lo que se sabe de otras lenguas. En francés, por ejemplo, se ha comprobado que, entre 1949 y 1960, el Petit Larousse añadió 3.973 palabras; de ellas 350 pertenecían al vocabulario general y 3.266 al de las ciencias de toda índole91. Pero tengamos en cuenta otra cosa: un término introducido genera una teoría de satélites, con lo que el campo de los neologismos se multiplica considerablemente: cinestesia-cinestésico, ego-egotismo-egolatría, etc., esquizofrenia-esquizofrénico-esquizoide, psicología-psicológico-psicólogo-psicosis y otros no pocos derivados con el componente psico-. Dejemos esta cuestión.

Pero ese aumento del vocabulario técnico tiene unas manifestaciones muy precisas en todas las lenguas92. La derivación recién aludida es un testimonio, pero hay otros. La necesidad del valor monovalente de las palabras científicas: cada uno de los términos introducidos son consecuencia de una precisa motivación cultural, que busca la precisión monovalente de los significados. Por tanto carece de conmutación93. De ahí que haya términos viejos utilizables en una nueva ordenación de valores y, sobre todo conste la aparición de otros nuevos, con lo que nos hemos enfrentado en una suerte de adaptación y una teoría de adopciones. La adaptación es el resultado de la evolución semántica; la adopción, la necesidad de incorporarnos a unas nuevas directrices de la ciencia. Y estas nuevas directrices podrían llamarse internacionalización de los conocimientos y así llegaríamos -por la experiencia de todos- a esos anhelos mil veces expresados de que, en principio, la ciencia sea una lengua bien hecha. De ahí la coherencia de los sistemas considerados porque el conjunto de que se dispone no está ligado, en su totalidad, al sistema de dependencia que se establece entre los integrantes del léxico usual. Pensemos en el mundo de los ordenadores: ¿sería muy conveniente la traducción, tantas veces difícil, desde una lengua (digamos el inglés) a todas las demás y su comprensión por el conjunto de especialistas que recurren en ese vocabulario? Entonces hemos de admitir que la internacionalización de los léxicos especializados depende de la capacidad creadora de un pueblo en un momento determinado. Unamuno fue un hombre genial, pero cayó en no pocas exageraciones. Cuando exclamaba «¡que inventen ellos!» no se daba cuenta de la negación que hacía de unos conocimientos que habían de imponerse y que acabarían por anegar nuestra propia capacidad de creación. Han inventado ellos y estos comentarios nos han reflejado el tributo que pagamos por un desdén inconsciente. Fue el francés la fuente donde siempre estuvieron los manaderos de nuestros investigadores: abruma la enorme cantidad de galicismos que aparecen en el campo de la psiquiatría y de la psicología. Pero ¿sólo en esos campos? Vino después la eclosión de la ciencia que se expresó en alemán y, sobre todo, cuanto significaron Freud y su escuela (Jung, Adler)94 y aun habría que ampliar los datos que aquí he aducido con ejemplos como psicología de las profundidades, que no es sino la versión de Tiefenpsychologie; después vendrían los anglicismos y aun en estos casos habrá que pensar en la interposición del francés.

He intentado poner orden a un dominio muy variado y creo que con no pocas dificultades. Se ha hablado de la interdisciplinaridad del vocabulario científico y, añadiría, de la esencia misma de la ciencia. Son éstas las consideraciones que me han suscitado unos saberes a los que he querido ilustrar desde el mío.





 
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