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La formación de la novela lírica (1901-1910)

Miguel Ángel Lozano Marco





El profesor Edmund L. King nos llamaba la atención, en su magnífica «Introducción biográfica» a Sigüenza y el Mirador Azul1, sobre la importancia que pudo tener en la formación artística de Miró, en su peculiar manera creativa, la práctica de la «composición de lugar» de los Ejercicios Espirituales ignacianos, aprendida durante su estancia infantil en el colegio de la Compañía de Jesús, en Orihuela. Deberíamos nosotros también intentar una compositio loci para representarnos los esfuerzos que el joven escritor tuvo que realizar para alcanzar el logro de su arte; porque estamos acostumbrados a imaginarnos al autor -a todo autor de nuestra literatura, aquéllos que suelen figurar en los manuales- como a un ser privilegiado, pues lo vemos detrás de su obra hecha, situada en la historia y sancionada por el juicio positivo de la posteridad; como si el escritor estuviera predestinado a una especie de gloria póstuma resuelta en letra impresa, en algún que otro monumento -más o menos modesto, más o menos vistoso- y, por supuesto, en el callejero de su ciudad natal. Lo que vemos, desde luego, son los resultados logrados, pero no sus esfuerzos, sus agobios, sus dudas; los padecimientos por los que hubo de pasar hasta conseguir la página que ahora leemos y elogiamos, y su desconcierto e inseguridad ante el posible valor de esa misma página.

En el caso de Gabriel Miró, sabemos, quienes nos acercamos a su obra para estudiarla -y no sólo para gozar de su lectura-, que su esfuerzo por conseguir una obra original y única fue enorme; que esa tensión fue continua a lo largo de su vida, y que el monumento literario sobre el que tratamos en este Simposio es el resultado de unos criterios propios, que pudo y supo desarrollar.

Los primeros textos publicados por el joven escritor revelan una voluntad artística afirmada en criterios conscientes. Sobre su formación autodidacta, él mismo nos informa al comienzo de uno de sus cuentos, uno de los que no recogió luego en los tomos de sus «Obras Completas», el titulado «La vieja y el artista»:

Criado en soledad, sin avisos y enseñamientos de maestro, sin halagos ni mordeduras de camaradas, el retraído artista escuchaba menudamente su espíritu, lo sutilizaba con la observación, lo acendraba con estudios, lo abría y ampliaba, dándole fuerzas y contento, en la visión incansable de los campos, de la serranía, del cielo y del mar2.



El párrafo es conocido, pero resulta imprescindible tenerlo presente si queremos entender su arte desde sus fundamentos. Nos habla del soporte de su obra: la atención a sus sentimientos, sus sensaciones, sus emociones, sus ideas...; nos habla del hábito de la introspección. Su arte no sería el que es sin el continuo ejercicio de ese minucioso autoanálisis; y esto mismo es lo que había confesado por carta al escritor y crítico Andrés González Blanco en marzo de 1906: «fui reconcentrándome en mí mismo, escuchándome, y comencé a saber que sentía lo que antes sentía sin saberlo»3.

Lo que en los dos textos citados se nos muestra es una actitud y una predisposición creativa que sitúan a Gabriel Miró en los supuestos básicos que definen la modernidad. Veamos como en esos ejercicios el aspirante a escritor (un escritor que parece preferir la denominación de «artista») no se dedica a observar y a estudiar una realidad externa y pretendidamente objetiva, como si ésta tuviera una existencia al margen del sujeto que observa y conoce; a lo que se dedica con verdadero ahínco es a analizar y a conocer su propia percepción de la realidad. Presta atención, no al mundo circundante, sino a su conciencia, a la manera de percibir y a los efectos que tal percepción causa; atiende al modo en que en «su espíritu» se recoge y se configura una realidad. Desde muy joven, casi desde sus inicios, el aspirante a artista sigue el procedimiento y adopta la actitud consciente que sostiene el arte de la modernidad: no va hacia las cosas, sino hacia las ideas que tiene de las cosas y hacia sus efectos, algo que también puede designarse como «sus emociones»; y ésta es la tarea que se impone un joven que, en su aislamiento, se ejercita en el arte literario en los años iniciales del siglo XX.

Desde nuestra perspectiva, en ese conocimiento sobre el conjunto de una obra completa, cerrada y ya distante, depurada por el tiempo, lo que percibimos es el mantenimiento del esfuerzo creador, de su enorme exigencia. En 1927, cuando ya ha publicado El obispo leproso, tiene casi acabado un libro tan pleno de belleza y de verdad como Años y leguas, y es autor de un notable número de obras excelentes, declara a Benjamín Jarnés: «Cada día siento que es el primer día de mi vida de escritor. Cada cuartilla me parece la primera que escribo»4. Es conmovedor este sentimiento que delata al verdadero creador, en constante renovación, para quien todo lo hecho no supone nada ante lo nuevo que ha de realizar; para quien toda página en blanco supone un reto. Miró no vivió de la gloria de sus logros; no se afianzó alegando sus méritos, sino que vivió con inquietud la incertidumbre ante lo que estaba por hacer.

Pero lo que el escritor no solía hacer era hablar de sus obras, y mucho menos referirse al sentido de cada una, a lo que había querido realizar, a sus intenciones o sus pretensiones. Más bien todo apunta en sentido contrario: «Al empezar un libro no me propongo nada. Quiero expresar ideales. Tendencias no las tengo ni las inicio por antiartísticas», dice en 1906 a Andrés González Blanco5. Y si alguna vez se refiere a alguna obra suya, lo hace de manera muy escueta, tratando sobre lo no logrado (porque sus deseos siempre son mayores que lo conseguido), o aludiendo a algún propósito de estética. De El obispo leproso sólo dijo que en ella se afirmaba más su propósito de «decir las cosas por insinuación»6.

En una carta a su amigo Enrique Puigcerver -es un texto privado, sin ninguna intención de trascendencia- apunta una frase de interés referente a Las cerezas del cementerio, libro que entonces, en septiembre de 1910, acababa de aparecer: «Creí que llegaría a trazar una novela toda trémula de emoción, y muy mía»7. No se puede decir más con menos palabras, ni se puede aludir mejor al estado de ánimo de un escritor que acaba de desprenderse de una obra en la que había trabajado muchos años, desde 1903 por lo menos, y en la que había puesto sus ilusiones juveniles.

Lo primero que se percibe en dicha frase es una decepción, una desilusión: la obra no ha quedado tal y como él hubiera deseado. Informa allí a su amigo que por imposición del editor se vio obligado a reducir el texto a un tomo de trescientas páginas; aunque no sabemos lo que suprimió: ni el número de páginas ni su contenido. Pero algo más interesante que esto es la confesión del efecto que pretendía: producir una emoción desde una forma muy personal.

En el seno de una de sus novelas cortas, y no de las mejores, La palma rota, escrita en pleno proceso de redacción de Las cerezas y publicada en 1909, encontramos en forma novelada el mismo efecto, tal y como lo acusa un personaje capaz de experimentarlo. En ese relato, un eminente músico de prestigio internacional, ya anciano, se retira a una ciudad provinciana -puede ser Alicante- y lee allí la novela de un joven escritor de la localidad, menospreciado por sus paisanos. No veamos en este escritor, Aurelio Guzmán, directamente a Miró, pero vislumbramos en él lo que el novelista podría sentir y desear en un ambiente poco receptivo ante su arte. Pues bien, en este lector de sensibilidad superior y prestigio reconocido, el maestro Gráez, las páginas de esa novela, de título romántico (Las sierras y las almas), causan un efecto similar al que Gabriel Miró dice perseguir con Las cerezas del cementerio; el anciano músico se emociona hasta llorar y afirma: «estas páginas resuenan en mi alma como una sinfonía de Beethoven»8. Es, desde luego, una pretensión elevada, pero esa manera de entender la novela -«trémula de emoción y muy mía»- nos hace pensar, desde criterios simbolistas, y en un texto en el que se ha dedicado un fervoroso párrafo a Richard Wagner, en las sensaciones y emociones que producen la música y la poesía.

Ha sido un personaje «ideal», un hombre muy elevado sobre la mediocridad provinciana y, por tanto, de criterios que han de ser valorados como certeros, el que ha opinado en el seno de una ficción manejada por el escritor; una ficción hecha a la medida de sus deseos. Pero algo similar se produjo también poco tiempo después en la realidad histórica. Porque una vez publicada la novela real, Las cerezas del cementerio, un personaje real, de sensibilidad privilegiada y de prestigio reconocido, Joan Maragall, es quien acusa las emociones que el escritor pretendía suscitar. En una carta de enorme belleza, Maragall dice a Miró, entre otras cosas, esto que resaltamos:

Yo no comprendo cómo la poesía, que es esencial en todas sus obras, se le puede quedar contenida en esa prosa extraña que parece va a prorrumpir en canto a cada momento; pero no, queda prosa teniendo dentro toda la luz de la poesía y esto le da una trasparencia maravillosa [...]

[En la novela] la acción queda como absorbida en la figura poemática de Félix, luminosa en lo luminoso del paisaje. Es una creación esta figura tan fantástica y tan viva al mismo tiempo. Y en esto creo que está y ha de estar siempre la firma de usted, el sello de sus creaciones; esa ultrarrealidad que tienen, que hace usted ver tan fuertemente el mundo y los hombres que se les ve el más allá. ¿Y no es eso la esencia de la poesía?9



Si el escritor quedó insatisfecho -lo mismo leemos a propósito de El abuelo del rey y de otras obras suyas- las palabras de Joan Maragall definen precisamente lo que el joven alicantino perseguía: suscitar en una forma original, poética, intensas emociones. Maragall lo describe con certero lenguaje de gran poeta: una prosa musical que contiene la luz de la poesía, y unos personajes a quienes «se les ve el más allá». Es una de las más perfectas definiciones de ese tipo de novela a la que hemos aplicado el calificativo de «lírica».

En la historia de la crítica literaria, el concepto «novela lírica» tiene un referente: el libro que Ralph Freedman publica en Princeton en 1963: The Lyrical Novel. Studies in Herman Hesse, André Gide and Virginia Woolf10. No hay en ese libro referencia alguna a un creador español; pero el más cercano a los citados, el que podría ocupar ese lugar allí, es sin duda Gabriel Miró11. Y es que en el caso de nuestro escritor, encontramos un precedente. Muchos años antes del libro de Freedman, en 1908, un crítico perspicaz, aunque conocido sólo por quienes nos dedicamos a estudiar ese periodo, Bernardo G. de Candamo, al redactar una reseña crítica de La novela de mi amigo, escribió: «podemos calificar la novela de Miró de novela lírica»12, y es posible que sea esa la primera vez que tal unión de dos géneros, entendidos en la preceptiva como contrarios, reciba el nombre que hoy utilizamos. Otros críticos hablan de «novela poema»13, más cerca de la denominación acuñada por Pérez de Ayala para sus relatos de 1916, «novelas poemáticas», y siempre en el terreno de la modernidad, son novelas adecuadas a los criterios de Unamuno, para quien «las mejores novelas son poemas», y si acaso no lo fueran -venía a decir-, tampoco serían novelas14. Recordemos, también, que Maragall había calificado a Félix Valdivia, el protagonista de Las cerezas del cementerio, de «figura poemática».

Ralph Freedman definía la novela lírica como un «género híbrido que utiliza la novela para aproximarse a la función del poema»15. La novela, argumenta el crítico, es un género basado en la causalidad y en el tiempo: seguimos el desarrollo de unos acontecimientos que van avanzando hacia lo que todavía no existe, y los personajes plantean un conflicto entre ellos y el mundo. La lírica, por el contrario, tiende a recrear un instante, a privilegiar el momento, y el poema ha de presentarse como algo completo, como una unidad abarcable en su lectura, nunca como un texto en el que vamos persiguiendo, en sucesión temporal, lo que ha de venir. El novelista lírico, por tanto, «reconcilia la sucesión en el tiempo con la acción instantánea de la lírica»16, y realiza algo que subvierte las cualidades del género: «describir el acto del conocimiento»; aquí, en «la descripción directa del conocimiento consciente» halla el crítico «la frontera exterior donde novela y poesía se encuentran»17.

Así, en la novela lírica nuestra atención se desplaza desde los acontecimientos, o desde la realidad representada, hacia un diseño formal: nos detenemos en cada página, atendemos al tratamiento del espacio, y apreciamos su estructura. El lenguaje reclama nuestra atención, pero no es sólo en su intensidad donde descansa lo peculiar de su forma; para Freedman, lo que diferencia la narrativa lírica de la que no lo es reside en «la concentración en la vida interior de un héroe pasivo y la consecuente creación de una forma poética desprendida de sí»18.

Según esto, el personaje parece ser la pieza fundamental en la que descansa todo el edificio de la novela; y así, quienes han seguido a Freedman aplicando el concepto a la literatura española -Ricardo Gullón y Darío Villanueva, principalmente19-, señalan como elemento esencial la presencia de un protagonista cuya sensibilidad tiñe todos los estratos de la novela, y en función del cual el universo narrado cobra un sentido. El novelista parece someterse en su narración a la visión del protagonista.

En este tipo de novela, pues, el personaje que la llena ha de ser la conciencia donde se percibe el mundo, privilegiando momentos felices -epifanías- que se expresan con intensidad20. No importan tanto el desarrollo de acontecimientos, las concatenaciones causales y su evolución en el tiempo, como el presente de la página. Don Ricardo Gullón lo decía de manera magistral: no se busca la acción, sino la emoción, y lo que se intenta captar es, «más que los conflictos exteriores, la razón última de estar el hombre en el mundo»21. Esto, «la razón última», es una pretensión tan elevada que puede despertar el escepticismo de los lectores, haciéndoles sospechar que se trata de una de esas hipérboles a las que tan acostumbrados estamos, y que al final, como sucede casi siempre, las expectativas no han de cumplirse. Quienes hemos gozado de algunos de estos textos, quienes hemos leído obras como Años y leguas, sabemos que el criterio de Ricardo Gullón se ajusta a la verdad.

Si la novela es «lírica» ha de cumplir el cometido que se designa con tal término literario; es decir: ser expresión de sentimientos, emociones, ideas... Pero estos sentimientos ¿han de ser del autor o del personaje?; y en el segundo caso: ¿viene a ser éste el portavoz, el representante de aquél? No creo que haya una fórmula general para todas las realizaciones que pueden ser amparadas bajo este rótulo; debemos pensar más bien que cada creador revelará su genio con su peculiar impronta. Ahora bien, si la novela suscita sentimientos en el lector, pues el texto en su conjunto y totalidad aparece como «trémulo de emoción», es porque el autor satura de esa emoción la totalidad de los elementos que constituyen la novela, entre los cuales los personajes no son sino uno más, aunque relevante. En el caso de Miró encontramos, desde muy pronto, un designio que irá afirmando a lo largo de su vida, aquello que en su madurez designa como «ser uno en sí [...] ser con la emoción de serlo»22; o lo que viene a ser lo mismo: el «deseo de acogernos a una conciencia emocional de nosotros mismos»23 y darle expresión adecuada con el lenguaje. De este modo, para un escritor que desde sus inicios ambicionó ser novelista, la novela lírica se impone como una necesidad.

Muy pronto, como hemos dicho, es en 1902. Como sabemos, en la primavera de ese año publica en la revista local El Ibero uno de sus primeros artículos, una especie de relato aparecido en varias entregas donde cuenta la triste vida de un joven escritor, Aurelio Jiménez, obsesionado por lograr la originalidad. Todos los asuntos que encuentra se le antojan vulgares, y hasta la misma realidad le engaña haciéndole imaginar un suceso que luego resulta ser verdadero. Su estilo le parece bueno, y sabe que no tiene dificultad para encontrar «la elegancia en la frase», pero a fuerza de querer ser original «convertía en violentos y enfadosos los más sencillos, interesantes temas». Al final muere sin encontrar lo que buscaba, por no verse a sí mismo, ya que «la originalidad por lo que tanto había sufrido, había estado en él, en aquella su manera de ser, había sido él. Hubiera expresado los dictados de su inteligencia, las sensaciones de su alma, libremente, sin esclavizarse a nadie y quizás hubiese alcanzado lo que tan fervorosamente ansiaba»24.

Es en sus inicios, en 1902, cuando inventa esta sencilla fábula para objetivar en un personaje sus criterios y mostrar como conclusión lo que ha de perseguir con sus novelas: dar forma literaria, poética, a un relato en el que se contienen «los dictados de su inteligencia, las sensaciones de su alma». De aquí los continuos ejercicios de introspección, los minuciosos autoanálisis..., y siempre un designio que va exponiendo en varios lugares con diversas formulaciones: «objetivar lo íntimo»25, conseguir expresar la «emoción de lugares, de tiempos, de gentes... Sensación de aquello, emoción de aquello, pero no su traslado»26. Desde el ingenuo texto de 1902 hasta su madurez creadora hay una intensificación afirmativa de un arte no referencial ni denotativo, sino expresivo, lírico. Se comete una imprecisión, una inexactitud, cuando se habla del arte descriptivo de Miró, como lo hizo Ortega, aunque lo ponderara hablando de un «magnífico lirismo descriptivo»27, porque Miró no «describe» el espacio que ha visto, ni refleja lo observado: lo crea con un lenguaje que nunca es mimético, sino poético: «se engañarán los que cotejen la obra artística con el lugar, con el pedazo de naturaleza que la inspiró»28, escribe para advertir que paisajes como el siguiente no responden a un intento de reflejar lo observado, sino a suscitar una emoción a partir de lo escrito. La primera visión que Félix tiene de Posuna, desde la lejanía, es en el atardecer, pudiera servir como ejemplo:

El pueblo había surgido reposando en un otero, entre negrura de árboles. Las últimas casas estaban enrojecidas de sol poniente; una alta ventana era de llama, y al lado, por un muro viejo, desbordaba el alborozo de una parra. Subían blancos y tranquilos los humos de los hogares aldeanos29.



Se trata de una composición de formas y de colores, de contrastes de sombra -«negrura»- y vivos destellos del sol último -«llama»- con los que se suscitan sensaciones sutiles de paz y de jovialidad: la personificación del pueblo, que aparece «reposando»; el «alborozo» de la parra, que contrarresta la vetustez del muro; el carácter tranquilo de los humos, como una emanación de la vida íntima de los hogares, revelan un estado de ánimo: «reposo», «alborozo» y «tranquilidad» no son términos neutros, y describen, más que el carácter del lugar, el efecto producido en el contemplador.

En su texto teórico de madurez, Sigüenza y el Mirador Azul, encontramos como punto de llegada lo que fue inicio en 1902: para el ejercicio creativo del novelista se requiere «intuición y predisposición, pero además, y desde el principio, ser uno en sí, que es lo que origina la técnica y el estilo. Ser con la emoción de serlo»30. La técnica y el estilo dependen, pues, de la conciencia de su singularidad, y la singularidad del escritor reside sólo en su lenguaje. En 1912 formula una convicción que viene de tiempo atrás: «Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión»31. Está perfectamente expresada, y se relaciona con no pocas frases de la misma época. Recordemos algunas: «El pensamiento nace de la luz de la palabra»32. «La palabra es la misma idea hecha carne»33... En un artículo sobre Joaquín Ruyra introduce otro elemento: «La palabra se hace carne con la idea y con ella se funde hasta quedar inseparables en fondo y expresión como en la música». Es la forma lo que constituye y garantiza la obra literaria, «como en la música»34, pura forma «trémula de emoción». Y es la música un arte esencial para entender a Miró.

En su carta a González Blanco le dice que tal vez sería pintor si no hubiera muerto su tío, Lorenzo Casanova, pero que la música ha sido el arte que más emociones le ha dado35. Recordemos la presencia de la música y de los músicos en sus novelas, desde la primera, La mujer de Ojeda, donde el protagonista es músico; pero más interesante es comprobar que él perseguía una «emoción» semejante, como se deduce de La palma rota. A lo largo del tiempo, Miró reitera y depura sus más íntimas convicciones estéticas. Quienes conozcan bien la obra de Miró, habrán recordado uno de los más conocidos pasajes de El humo dormido a propósito de la palabra y la música: «Es que la palabra, esa palabra [plena y exacta], como la música, resucita las realidades, las valora, exalta y acendra, subiendo a una pureza precisamente inefable, lo que por no sentirse ni decirse en su matiz, en su exactitud, dormía dentro de las exactitudes polvorientas de las mismas miradas y del mismo vocablo y concepto de todos»36. Si años antes había dicho de manera muy sencilla: «hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión», ahora da un paso adelante: lo creado no es sólo la forma adecuada para objetivar la «íntima visión», sino que en la obra lograda se consigue un valor añadido que supera con mucho lo pre-visto o pre-concebido: lo inefable no es anterior, sino posterior a la creación, a la página lograda; lo inefable es una condición contenida en todo gran arte, un arte que no agota sus sentidos, no agota su capacidad para irradiar sensaciones y emociones.

A esto es a lo que se refería Joan Maragall cuando quedaba admirado ante una prosa que contiene «toda la luz de la poesía», y que «parece que va a prorrumpir en canto a cada momento». Si el escritor persigue la creación de este tipo de novela es porque la concibe como expresión de un sentimiento del mundo en la forma de un lenguaje que, como la música, nos remite a lo inefable, o suscita sentimientos que son, en adecuada formulación simbolista, «precisamente inefables».

El otro asunto relevante novelísticamente es el de la creación del personaje. En sus dos primeras novelas, repudiadas, el joven Miró pretende, como es usual entre los aspirantes, escribir novelas que sean «como las novelas» que ha leído. Una primera, La mujer de Ojeda, parcialmente epistolar, sigue una línea romántico-idealista, con la incorporación de algún toque naturalista; la segunda, Hilván de escenas, es naturalista, de tono crítico, con algún toque idealista y romántico. En ambas crea como protagonistas sendos personajes que son seres dignos de admiración: ejemplares, bondadosos, sensibles...; son «almas bellas» que viven en un mundo sórdido y mezquino. Pero, en un momento, cada uno descubre su parte oscura, y conoce que en él también habita el mal, la crueldad, el egoísmo... Con todo, son «admirables» porque no pierden su condición de seres en los que predominan las mejores cualidades; y aunque en el desenlace no alcanzan la dicha, conservan su altura moral.

El cambio se produce, como sabemos, con la tercera novela, Del vivir, donde se elimina la trama argumental para dejar ceñida la narración a la óptica del protagonista. Sigüenza aparece como un personaje mucho menos definido que los anteriores, pero, precisamente por ello, mucho más vivo. Vamos viendo cierta evolución en sus sentimientos ante la realidad que, por su voluntad, ha querido conocer: la vida de los leprosos en Parcent. Él mismo no está seguro de sus pretensiones; no advierte la dimensión y el alcance de sus impulsos; no sabe si ha ido allí movido por un sentimiento de amor hacia el que sufre o por mera curiosidad: «Amor no le llevó, sino la sed de ver»37, leemos; pero sentimos que esta afirmación no recubre una estricta curiosidad, no contiene la verdad. En la novela hay una realidad observada por un personaje. De esa realidad externa -la vida de los leprosos- nos llegan datos sueltos, intuiciones, atisbos, imágenes que ha de completar la imaginación; pero lo que vamos conociendo es la conciencia del protagonista, conciencia problemática que recoge esos atisbos. La obra es un relato que, desde supuestos naturalistas, culmina de modo simbolista con una revelación: cuando abandona Parcent, al protagonista se le manifiesta un conocimiento que brota de su experiencia en el lugar y que se expresa con una exclamación: «¡Falta amor; en todo falta amor!»38. Esto que sucede al final es lo que, siguiendo a Freedman, viene a ser rasgo propio de la novela lírica: «la descripción directa del conocimiento consciente».

Miró ha encontrado la manera de crear personajes: desde dentro de ellos mismos, pues entiende que lo concreto y lo único depende del sentimiento que impone la criatura literaria. Surge así su primera gran creación, después de Sigüenza, la de Federico Urios, el protagonista de La novela de mi amigo. En la primera versión de esta obra encontramos una idea que a modo de leitmotiv se repite tres veces en frases de forma similar, frases que desaparecen en la versión definitiva, y que el personaje del «autor» resume así: «No son los hechos, sino el sujeto pasible lo que diferencia la vida»39.

El argumento es secundario. Lo importante es la fuerza del personaje, su manera de vivir los acontecimientos. Y lo que a Miró le interesaba es lograr expresar aquello que «diferencia la vida». «Mi madre fue lavandera; mi padre, albañil. Tuve una hermanita que se llamaba Lucía. La vida de esta hermana puedo decir que se redujo al espanto de su muerte...». Así comienza Federico Urios su relato: él es quien ha de ir mostrando y construyendo, con sus propias palabras, la verdad de su vida; como la irá construyendo y mostrando Antón Hernando en el único relato «autobiográfico» que escribió Miró, Niño y grande (1922), versión completa de unos Amores de Antón Hernando aparecidos en 1909.

En Las cerezas del cementerio culmina esta primera línea, con la creación de Félix Valdivia, joven que quiere vivir en plenitud de belleza y de verdad, en efusión cordial, en un mundo que no ha de comprender ni ha de aceptar sus anhelos; aunque él sí va comprendiendo y aceptando sus propios errores. Viene a ser una especie de Quijote modernista, que muere también de desilusión y que, entre quimeras, deseos y fracasos, ha ido dando dignidad a los seres y reconociendo la belleza del mundo, un mundo poblado por gentes que no están dotadas para apreciarlo. En Félix está conseguida la «figura poemática» que supo ver Maragall, como también don Miguel de Unamuno, quien la entendió, al modo simbolista, integrada en el ámbito poético del relato: «Ni esas figuras hablan como en la vida exterior que pasa y se borra sino como en la vida interior que se queda en ensueño, en recuerdo»40.

Pero hemos ido tratando sobre las cosas por separado, y cada obra de Miró es una unidad compleja que es el resultado de un conjunto trabado de fuerzas estéticas. Si intentamos relatar alguna novela suya nos resultará difícil, y no porque carezca de argumento: en realidad «pasan cosas»; aunque sabemos que no es eso lo importante. Porque no es «lo que pasa», ni aún los temas, ni los personajes, ni la sola forma del lenguaje, sino el conjunto de todo lo que da vida palpitante a la novela. Todo esto, temas, personajes, acciones, ideas, paisajes..., no son sino materiales de construcción, elementos de la composición total. Como en la música, no podemos separar al solista del conjunto sobre el que destaca, ni aislar una sección, ni mucho menos reducir al «tema» la compleja arquitectura de sonidos. No podemos ir analizando la participación de cada instrumento; debemos seguir el conjunto donde todos los elementos se integran en la forma. Es necesario atender a la composición total, porque es allí donde se ha transformado en verdad estética, autónoma, autosuficiente, el conjunto de materiales extraídos de la vida y unificados por la palabra que, «como la música, resucita las realidades». La palabra y la música, es decir: la plenitud lírica.





 
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