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La fórmula de la Agricultura Española

Joaquín Costa






ArribaAbajoCapítulo I

Acción de la naturaleza en la producción agrícola


Replete terram et subjicite eam; dominamini piscibus maris, et volatilibus cœli, et universis animantibus quæ moventur super terram. Ecce dedi vobis omnem herbam et universa ligna, ut sin vobis in escam.


(Genesis, cap. L, vv. 28, 29.)                



ArribaAbajoIntroducción

Dos géneros de medios presta al hombre la Naturaleza, considerada como Naturaleza útil, o como fuente de bienes económicos: primero, productos (frutos, maderas, jugos, resinas, fibras textiles, etc.); segundo, actividades productoras, tanto físico-químicas (calor, luz, gravedad, fermentaciones, etc.), como orgánicas (la llamada fuerza vital de plantas y animales). Por virtud de la acción espontánea de estas fuerzas, la Naturaleza metamorfosea la materia, haciéndola pasar de inorgánica a orgánica, de inerte a viva y obediente a la voluntad: primero hizo la piedra, después convierte la piedra en pan, luego el pan en músculo y en nervio sensible por donde circula la chispa eléctrica de la inteligencia y los más espirituales estremecimientos del amor. Ella ayunta los sexos; incuba el embrión; dispersa las semillas y las sepulta; humedece la tierra y la calienta; alterna las especies, siguiendo una rotación espontánea conforme lo exigen los climas, las estaciones y la naturaleza del suelo; enseña al recién nacido a buscarse el sustento; rompe, a través de la corteza, redes de hojas y raíces que se dilatan en todos sentidos, como otros tantos brazos aprehensores; pone a su alcance la materia bruta que ha de concretarse en productos de inmediata aplicación a las necesidades humanas; dirígela en forma de savia y de quilo, de cambium y de sangre, por ocultos canales, al misterioso laboratorio donde ha de operarse la transformación, y por arte divino la labra, y fabrica el hueso y el leñoso, el músculo, el gluten y la grasa, el almidón y azúcar, cortado todo y combinado en producciones individuales, bellas a la vista y agradables al gusto. En todo este proceso evolutivo, el hombre nada pone de su parte; entra en escena al remate del último acto; su arte es simplicísimo, rudimentario, se ciñe a aproximarse a la Naturaleza, aguardar el momento de sazón de los frutos y seres espontáneamente creados por ella, y ocuparlos: la Naturaleza prepara el festín, el hombre se sienta a la mesa. Es, en un aspecto, la Economía natural y la Agricultura expectante, tomada la voz Agricultura en su más amplia significación, como cultivo y aprovechamiento de todos los seres epitelúricos.

Pero las actividades de la Naturaleza, como sometidas que están a la ley de la necesidad, son ciegas y fatales, y no siempre obran concertadamente: como son muchas, y a veces en direcciones encontradas, con frecuencia se cruzan y chocan entre sí, neutralizan su potencia o tuercen su dirección, y desfiguran las obras de la Naturaleza: lo monstruoso surge como una negación del seno mismo de la belleza, el mal de la misma fuente que el bien. Las semillas de los árboles y la hueva de los peces son arrastradas por las corrientes, o comidas por las aves y reptiles, o descompuestas por influjo de la putrefacción; los animales jóvenes son devorados por los adultos, los herbívoros por los carnívoros, o perecen por exceso de calor, o por escasez de alimentación, o por uno de tantos accidentes de la Naturaleza: falta la humedad, y los gérmenes vegetales no pueden romper el duro envoltorio que los protege, o el suelo se seca y apelmaza, y no pueden extender sus raíces; o las dilatan, pero no encuentran con qué sustentarse; o se nutren suficientemente, pero las ahogan otras más vivaces o más precoces, en esa eterna lucha por la existencia que entre sí sostienen los seres de la Naturaleza; o se quiebran las ramas unos a otros los árboles, y se extravasa la savia o pierde su equilibrio el crecimiento; o los hace infecundos el exceso de humedad, o arrastra la lluvia el polen fecundante, o se ayuntan individuos raquíticos o mal conformados y degenera la especie, etc. En medio de este universal desorden, aparece el hombre: su industria, reflejo de la industria divina, embellece y completa la creación, restituye cada ser a su centro, cada actividad a su cauce, cada manifestación temporal a su idea, y la armonía comienza a reinar en el Universo; los elementos principian por rebelársele, y acaban por postrarse a sus pies: es Neptuno agitando su tridente como un cetro, y pronunciando con majestad el sublime quos ego. Regula el ejercicio de las energías naturales, y en cierta manera las espiritualiza: ora las aparta para que no se resten, ora las aproxima para que se sumen; las concentra y centuplica su acción; en sus decaimientos las estimula, en sus excesos las reprime; es a la vez freno y acicate de la Naturaleza. Enmienda unas tierras con otras, haciéndolas más consistentes, o más sueltas, o más frescas, o más calientes; facilita la disgregación de los elementos minerales a fin de ponerlos en estado de actividad y hacerlos asimilables para las plantas; regulariza la fecundación y la diseminación de los gérmenes vegetales y animales: cruza unas variedades con otras o aparea los individuos tipos de su especie, y la mejora, dotándola de condiciones que en su estado natural no poseía; crea las infinitas variedades domésticas, acumulando conscia o inconsciamente los efectos de la selección; prepara más delicados laboratorios a la savia por medio del injerto, y perfecciona la calidad del fruto; alarga la vida del arbusto o del árbol podando ramas inútiles; a las anegadizas navas y fangares sustituye la alfombra del prado permanente; ora asocia las plantas para que se presten apoyo; ora las alterna en ordenada rotación para que no se dañen; libra a la mies de la odiosa compañía de la cizaña; hace caminar al unisón la humedad y el calor, estas dos palancas de la vida vegetal, encauzando y rigiendo las aguas de tal forma, que empapen el suelo cuando seco y sediento, inundado lo abandonen, arenisco, lo entarquinen, pobre de sales, lo enriquezcan y abonen; por su arte se truecan las praderas en prados y en vergeles las selvas; las hierbas ascienden a matas, las matas a arbustos, los arbustos a árboles; el agracejo, el acebuche, el cabrahígo y el peruétano se convierten en vid, olivo, higuera y peral; los animales fieros se tornan en mansos y domésticos, perdiendo sus instintos selváticos y hasta las armas con que los dotó Naturaleza; y la embravecida corriente de los ríos se transforma en el manso y apacible curso de los canales. Es, en suma, como una providencia finita diputada por la infinita y eterna Providencia de Dios para gobernar la vida en estos espacios sublunares, y ser su activo cooperador en el plan de la creación. Así nace la Agricultura racional.

En ella, la acción del hombre tiene un límite: el que le asigna su papel de presidente y regulador. Pero ese límite no siempre lo respeta, y extremando en ocasiones su intervención, la hace dañosa. En vez de presidir la Naturaleza, la perturba; no la impulsa, la precipita; no la refrena, la para. Quiere hacer de ella un juguete, violentarla, someterla a leyes y planes ideados por él independientemente de las leyes naturales de la producción; graduar sus fuerzas en segunda línea y las del espíritu rector en primera; tomar de ellas el mínimum posible, reducir su cultivo a un puro artificio; pero cuando más cree dominarla, se encuentra amarrado por ella con dura cadena. Pugna por fomentarla y racionalizarla, y no consigue sino torturarla, enfermarla, aniquilarla; mientras que por su parte se convierte en agente mecánico y servidor suyo. Así se engendra esa Agricultura perturbadora, opuesta a la expectante, y sólo comparable a aquel sistema de medicina activa, contrario al preconizado por Sthal, que abusa de la farmacopea y menosprecia la cooperación de la Naturaleza. Nuestra Agricultura, doliente de una enfermedad que podríamos denominar intemperancia del arado, se clasifica por un aspecto en este grupo; si no es más bien un desdichado engendro compuesto de todo lo malo que tienen las dos agriculturas, expectante y perturbadora. Nuestros esfuerzos deben conspirar a una reforma en este sentido. Se dice a todas horas a los labradores españoles que son muy holgazanes y que duermen mucho; pero yo, que creo lo contrario, quisiera convencerles de que trabajan demasiado, dándolo casi todo a la fuerza muscular y punto menos que nada a la vida de la inteligencia, y que ésta es una de las causas principales de su atraso y de nuestra desventura. ¡Es bochornoso que habiendo sido ya domada la Naturaleza en lo que tiene de más incoercible e impalpable, de más espiritual, pueda sostener aún, en lo que tiene de más grosero y terreno, ruda y victoriosa lucha con el hombre; que mientras la luz pinta y la electricidad graba, una parte numerosísima de la humanidad se ejercite en remover el suelo como vil gusano durante toda su vida; que la Naturaleza haga oficio de Espíritu, y el Espíritu de Naturaleza!

Resumiendo lo dicho hasta aquí, resulta que en agricultura obran dos fuerzas, dos actividades: la de la Naturaleza, que procede a ciegas, y la del Espíritu, que encauza y dirige con arte esa acción. Si el Espíritu se ciñe a este noble ministerio, la Naturaleza retribuye con el máximum de producción posible al agricultor; pero si, por el contrario, se entretiene en entorpecer e interrumpir a cada paso el trabajo de la Naturaleza, pretendiendo sustituirse a ella en lo que no lo admite, o dirigiendo unas fuerzas contra otras, hay neutralización de potencia y acaso resultado nulo. Algunos economistas han sostenido, que en el mundo de la industria, cuando dos fuerzas se adicionan, el resultado no es igual a su suma, sino a su producto; otros han opinado por el extremo opuesto, e intentado demostrar que los resultados no son proporcionales a los medios, y que acaso decrecen aquéllos a medida que aumentan éstos. Yo creo que tienen razón unos y otros, y que ambas a dos verdades dimanan de un mismo principio: los productos son proporcionales a los medios, citando los medios se proporcionan a la potencialidad del fin. Ha de ponerse como base del cálculo la relación de medio a fin: tomar en cuenta solamente uno de esos dos términos, conduce irremisiblemente al error, o más bien a una verdad a medias. Si el medio es mayor de lo que el fin requiere, el resultado queda muy por debajo de lo que parecían prometer el fin y el medio tomados separadamente; y por esto no debe maravillar a nadie que el aumento de medios lleve consigo unas veces aumento de productos, otras veces disminución y otras ni uno ni otro. Corolarios son de un mismo teorema, en ningún modo contradictorios.

Si se aplica esta reflexión a nuestra Agricultura, se comprenderá la causa de tanta miseria al lado de tan duro y continuo trabajar, y quedará justificada ante la lógica tan gran esclavitud moral al lado de tanta libertad física. Pecamos por los dos extremos, por defecto y por exceso de medios: sobran medios artificiales, hierro, arado, surcos, y faltan elementos naturales, agua, árboles, prados, animales herbívoros; confiamos demasiado, y demasiado poco en la Naturaleza, y si por lo primero dejamos de dirigirla, por lo segundo le suscitamos obstáculos a cada paso; en vez de combinar los opuestos principios de la agricultura expectante, paradisíaca, de los pueblos primitivos, con los de la agricultura incontinente y activa, que todo quiere lograrlo a fuerza de puño y reja, y que es signo de decadencia, tomamos lo malo y negativo de la una y de la otra; ignorando que entre ambas existe un medio prudencial que no es lícito traspasar, y que no carece de base cierta en la razón. Se trabaja como ciento en el campo para lograr fruto como diez, arañando sin cesar la tierra y sembrando plantas agotadoras, en vez de trabajar como diez fuera del campo para cosechar fruto como ciento, encauzando hacia él desde sus manantiales las fuerzas vivas de la Naturaleza, el agua, los abonos, los animales útiles. No es la línea recta el camino más corto para alcanzar los fines que la Agricultura se propone, ni es siempre el movimiento signo de vida y de fecundidad. Ceres es madre de Pluto, convenido; pero en el supuesto de que se la trate con miramiento, y no como a pública cortesana, cuyo seno permanezca constantemente abierto y removido por el incontinente arado. Bueno es arar, pero es malo arar con exceso; no se desgarran impunemente a la continua las entrañas de la madre tierra. El arado tiene limitada su área, y dentro de ella es instrumento de progreso: fuera de allí, sus frutos son de maldición; que en esto, como en todo, corruptio optimi, pessima. El arado consume en esfuerzos estériles el sudor que debiera consagrarse al cultivo de la inteligencia, y el surco que abre es el sepulcro donde el labrador entierra a todas horas, sepulturero impío, la llama imperecedera de su espíritu, y el cauce por donde se desliza en procesión continua a los abismos de los mares el suelo de la patria, amasado con las lágrimas y la sangre de cien generaciones. El árbol que se encorva hacia la tierra, no pudiendo apenas sustentar la carga de sus frutos, es un hermoso espectáculo; ¡pero cuán lastimoso es, y cómo aflige, el cuadro del labrador encorvado sobre la tierra, sin tener apenas un minuto para alzar la vista al cielo o convertirla hacia las misteriosas profundidades de su conciencia!

Una de las primeras condiciones para ser libre de hecho, verdaderamente libre, es dejar hacer a la Naturaleza, no precisamente abandonándola a sí propia, sino limitándose a encauzarla según sus propias leyes. No le es dado salvar este límite sin abdicar su soberanía. Un cayado puede ser un cetro: una azada apenas puede ser otra cosa que una cadena. La historia no registraría las grandezas que cuenta de Atenas, ni nosotros seríamos herederos del gran patrimonio espiritual que nos ha legado, si al lado de sus 110.000 ciudadanos no hubieran existido 110.000 esclavos ocupados en procurar a aquéllos el corporal sustento. -Aristóteles profetizó que habría esclavos en el mundo mientras no se discurriesen telares que fabricaran solos nuestros vestidos, y Cervantes nos dejó escrito que, en la edad de oro, no se atrevía la pesada reja del arado a abrir las entrañas piadosas de nuestra primera madre, bastando a cada cual, para alcanzar el ordinario sustento, alzar la mano y tomarle de las robustas encinas que liberalmente le estaba convidando con su dulce y sazonado fruto. Aristóteles está ya satisfecho: en lugar de esclavos, hay telares mecánicos en los talleres; pero Cervantes, si resucitara, no hallaría desterrada de nuestros campos la edad de hierro. El labrador español es esclavo del arado; no es él quien lo dirige, es el arado quien lo arrastra a él: no le deja un minuto libre para leer, ni para discurrir, ni para mejorarse y educar a su familia: los esclavos que le servirían con amor y trabajarían por él, o los despide, o los desatiende, o no se cura de buscarlos. Y la cuestión no es ya de simple economía doméstica, sino que afecta a todo el régimen social. No se sabía leer, y se erigieron escuelas; no bastaba saber leer, faltaban libros, y se fundan ahora bibliotecas populares; pero tampoco es esto suficiente, porque, ¿y tiempo para leer? En vano pugnarán los labradores por desasirse de la esteva para tomar el libro: mientras no dejen en el campo quien trabaje por ellos, ellos no pueden abandonar el campo.

Y de aquí precisamente nace el diferente modo cómo consideran el cultivo de la Naturaleza la Ciencia agrícola y la Ciencia social. La Agricultura, como ciencia tecnológico natural, emparentada con la Economía, se propone este resultado: obtener con el menor gasto posible el máximum de producción natural, mejorándola al propio tiempo. Pero la ciencia social tiene que considerar algo más que la simple relación económica entre los productos y los gastos, y toma como términos del problema la Naturaleza y el hombre: transformar en productos naturales asimilables, la mayor cantidad posible de materia bruta con el mínimum posible de intervención material del hombre. Esto es: de las dos actividades que medían en la producción agrícola, elevar a su máximum la acción espontánea de la Naturaleza, y al mínimum la acción directa de la humanidad; extender la esfera de la una y estrechar al mismo compás la de la otra, suprimiendo operaciones y abreviando y simplificando aquellas que sea inevitable conservar; encatizar, concentrándola al propio tiempo, la acción espontánea de la Naturaleza, con tal arte, que la Agricultura se aproxime al cultivo expectante en punto a medios espirituales, y al intensivo por razón del producto útil cosechado. -Y este problema, ¿no podrá resolverse sin detrimento de la libertad? Hoy no queremos que la mitad de los hombres sean esclavos, como en el Ática: acabáronse ya los parias, los ilotas, los siervos, los vasallos; fenecieron, a dicha, los repartimientos; están emancipados los negros de las colonias: no querernos sustituirlos con los chinos, como han practicado en mal hora los norteamericanos, ni con oceánicos, como han hecho los ingleses; ¿pero por esto hemos de cruzarnos de brazos y condenarnos todos a la esclavitud? ¿no hallaremos un género de servidumbre que no niegue la libertad? ¿un linaje de esclavos para el progreso, solícitos y eficaces servidores de la democracia? Creo que sí, y voy a señalarlos brevísimamente, bosquejándolos a grandes pinceladas, no con el propósito de ilustrar el entendimiento acerca de ellos, sino de despertar la atención y llamarla hacia este trascendental problema de Economía agrícola y social.




ArribaAbajoÁrboles

Germinet terra herbam virentem et facientem semen,et lignum pomiferum faciens fructum.


(Gen. cap. I, v. II.)                


Constituyen el primer grupo de obreros que se brindan a trabajar casi gratuitamente para la emancipación del agricultor. Son dóciles y poco gravosos. Jamás se entregan al descanso; día y noche están en ejercicio durante nueve meses del año. Ensanchan el suelo de la patria en muchos sentidos, porque reducen a dominio suyo la atmósfera, inagotable mina de elementos primarios con que las hojas elaboran ricos y sustanciosos frutos sin el más leve detrimento del suelo. Sus rendimientos son incalculables: en un solo pie danse cada año multitud de arrobas de dátiles, fanegas de castañas, millares de naranjas; compárese con esto el rendimiento de los cereales y leguminosas! Cierto que C. Müller logró obtener en un año de un solo grano de trigo, por medio de esquejes, 500 matas, 21.000 espigas, 566.840 granos, y Lavergne, valiéndose del acodo, hasta 3.500 granos; pero qué de trabajo, de cuidados, de dispendios! son tours de force y juegos aislados, a los cuales, por otra parte, puede oponer victoriosos ejemplos, no ya la historia de los árboles, sino hasta la de los arbustos: una famosa parra extendía a principios del siglo XIX sus brazos por todas las paredes, tejados y dependencias de una granja del Languedoc, y producía más vino del que podía consumir la numerosa familia que la habitaba; y otra vive hoy en California que fabrica anualmente 12.000 libras de racimos, y es la riqueza de una mujer española. En Méjico, el cultivo del trigo, es al del plátano, como 30 es a 4.000. En razón inversa de estos rendimientos, está el concurso que los árboles reclaman del cultivador durante el proceso de la producción; según Roscher, bastan al mejicano dos días de trabajo por semana, invertidos en sus plantaciones de bananeros, y tres días por año al indígena de la isla de Pascuas, para proveer de todo lo necesario al mantenimiento de la vida; al decir de Cook (ap. Schow), diez artocarpos alimentan una familia en la Oceanía; y Tommaseo asegura que seis castaños y seis cabras, y el agua de la fuente, constituyen para los córsicos toda la riqueza que necesitan. Un árbol se contenta con algunas horas de cultivo al año, acaso con ninguna; ¡colóquese al lado de esto los continuos afanes y penosas labores que reclaman aquellas otras plantas anuales, que parece que no saben crecer solas! A juzgar por el testimonio verídico de Herodoto, confirmado por los relieves de los monumentos, los antiguos egipcios lograron cultivar el trigo sin arar la tierra; no bien se había retirado el Nilo de los campos, depositados por él los elementos minerales que iban a transformarse en grano, soltaban piaras de cerdos que removían el suelo; tras ellos iba el sembrador esparciendo la semilla; seguíale grave procesión de vacas que con sus pezuñas la enterraban; y ya no había que ejecutar ninguna otra faena hasta la siega. Historia o novela, para nosotros es igual; que por mucho que se aguce el ingenio, jamás conseguirá el trigo, emanciparse de la reja del arado -la reja, que todas las teogonías han reconocido por hija del pecado original, y de la cual, han deseado redimir al hombre!

Y no sólo producen los árboles mucho fruto con poco trabajo, sino que el fruto que producen es pan elaborado. A medida, que el sol va pasando por su meridiano, el taitiano corta un eurus del artocarpo que da sombra a su cabaña, y lo asa para comerlo; el indio derriba de un machetazo un platanero, y distribuye el racimo de bananas entre los miembros de la familia; el berberisco pide a la palmera un puñado de dátiles, y enteros o reducidos a harina le sirven de casi exclusivo alimento; el corso llena en el monte del procomún su alforja de castañas, y las macera con la leche de sus cabras, o las cuece en forma de pan o de polenta; y pocas horas después, el brasileño indígena arranca las raíces del manioc y las tuesta bajo la ceniza. En un minuto han logrado lo que a nosotros, sublimes inventores del arado, rendidos amantes de la dorada Ceres, sembradores de semillas pequeñas, nos cuesta muchas horas el pan nuestro de cada día. La lección no es para desaprovechada, por más que no hayamos de volver a una edad ovidiana, donde per se det omnia tellus, y el hombre se sustente, como dicen autores griegos y latinos que se sustentaban los antiguos españoles, con bellotas cocidas al rescoldo o molidas y amasadas a modo de pan. No deseo que levante bandera un Sthal geopónico; el remedio sería tan malo como la enfermedad. No pretendo que el hombre permanezca estacionado, eterno Adán de una silvestre Arcadia, sin otro polo en el camino de su vida que las ramas de un árbol aretóforo, insensible al agudo acicate de la necesidad que mueve al progreso, verdadero mar muerto de la humanidad, sin más pasión que la caza, ni otra virtud en ejercicio que la de una feroz y altiva independencia hasta comprendo que, en un momento de irreflexión y desaliento, se representara a Humboldt como el único medio de despertar la actividad de los cultivadores mejicanos, la destrucción de sus plantaciones de bananeros, y que un prefecto francés no hallara medio más eficaz para someter a la indomable Córcega, que cortar de pie los castaños de toda la isla. Pero al contemplar la triste suerte de los jornaleros de nuestros campos; en presencia de esa mezquina agricultura de jardín, que principia por ser despiadada con la madre tierra y acaba por serlo con sus más predilectos hijos, que llega al horrible extremo de uncir al yugo, formando yunta con un asno, a la mujer del labrador, como se ve a menudo en China, y aun en Europa (v. gr. en Auvergnia) -¿no es verdad que asoma a los labios la palabra «vandalismo» para calificar esos planes, en los cuales se pretende conducir a los hombres al progreso privándolos de sus más fecundos auxiliares y atándolos a la esteva de un arado, como se pudiera al carro de un triunfador? ¿No es verdad que acude involuntariamente a la memoria, con colores de ideal, la vida paradisíaca de los taitianos, antes de que Inglaterra hiciera de ellos graves metodistas con todas las necesidades y con todos los vicios de la civilizada Europa? ¿No es verdad que hallamos justificada la conducta de los albigenses, rindiéndose a Humberto cuando entendieron que daba orden de arrasar las viñas de la Provenza; la de los musulmanes jerezanos, capitulando con Alfonso el Sabio al escuchar la amenaza de que iba a devastar sus olivares; la de Tougourt, en fin, abriendo sus puertas en 1788 al sitiador Saláh-bey de Constantina, cuando los soldados principiaron a talar las palmeras de los alrededores? ¡Destruir los frutales, la primera nodriza de la humanidad! Tanto valiera destruir el suelo sagrado de la patria, porque la patria no está en el desierto, sino en el oasis; no está en el valle de lágrimas donde nos aguarda el sepulturero, sino en el risueño jardín donde nos amamantó nuestra nodriza; no está en la cárcel, ni en el destierro, ni en la aflicción, sino en la libertad, en el hogar y en el honesto goce de la vida. Un país a quien se priva de arbolado, podrá ser un purgatorio, pero dejará de ser la patria de sus hijos. En presencia de estos hechos, se comprende la dendrolatría griega.

En el Diccionario geográfico de Madoz regístrase el término de Chapinería como cubierto totalmente de encinares; hoy ha desaparecido todo, menos la saña de sus vecinos contra los árboles. No hace muchos años, el labrador vivía desahogadamente con muy poco trabajo, y hoy, con un trabajo constante, apenas puede satisfacer sus más perentorias necesidades. Brotaban frondosas las encinas por aquel suelo abrupto y peñascoso, incapaz para todo otro linaje de cultivo; los beneficios de la montanera y cría de ganado de cerda, eran más que suficientes para cubrir con creces la cifra de gastos al fin de año, agregándose como suplementos de consideración el carboneo, y la arriería. Y a la vez que las encinas suministraban rico y abundante pasto para el ganado, atajaban el curso de las nubes y determinaban la caída de lluvias normales, de tal suerte, que nunca o rara vez se perdían las cosechas por falta de humedad, ni se desnudaban los relieves del suelo por la violencia de los aluviones. «Era una pequeña Arcadia» -me decía con dolor no ha mucho tiempo una persona ilustrada de aquella localidad, comparando la desolación de ahora con el floreciente estado de entonces. El pueblo vivía feliz, no contaba un solo proletario; hoy puede decirse que lo son todos. El demonio de la ambición ha esterilizado la bella obra de la Naturaleza; la fábula de los huevos de oro ha alcanzado aquí perfecta realidad. En 1865 fueron vendidos y talados los montes de este pueblo; el último propietario que conservó íntegra su parcela de bosque, hubo de desmontarla precipitadamente, porque vino a convertirse en blanco del hacha de todos sus vecinos. Los primeros años se cosechó trigo y patatas; ahora se coge centeno y retama: bien pronto no se cogerá nada, y la población tendrá que dejar el antiguo hogar y pedir a extrañas gentes una nueva patria; hoy ya, esta villa, que no cuenta más de 240 familias, sirve a Madrid con un contingente de 60 a 70 criadas, y el censo se ha declarado en asombrosa baja, a juzgar por los últimos datos estadísticos, comparados con los de 1860.

En cambio sostiene seis tabernas, donde se pierden las fortunas y las almas, y en un sólo día he visto anunciados a la puerta del juzgado noventa y dos embargos fiscales de otros tantos patrimonios que no podían satisfacer su cuota de territorial. Las calenturas intermitentes, desconocidas antes en este pueblo, se presentan ahora con una regularidad pasmosa, apenas llega la primavera: el cólera, que en 1834 y 1855 respetó a su vecindario, ensañóse con él en 1865, cuando caían los últimos rodales a los golpes del hacha desamortizadora. He aquí el azote, providencial: la miseria y las epidemias desde el primer momento, la disolución de la familia más tarde, y la amenaza de una total emigración para el porvenir. Faltándoles el monte, les ha faltado todo: abonos, leña, capital; la triste cosecha de centeno, perdida por la sequía; la delgada costra vegetal, que las raíces de los árboles sujetaban y enriquecían sobre la roca de granito, y que ahora desmenuza el arado y arrastran al río los turbios aguaceros, y hasta pureza de costumbres y sencillez en el trato les ha faltado.

Multipliquemos, pues, el arbolado, no para constituirlo en nuestro despensero y proveedor universal, pero sí para utilizarlo como importante factor que es de la economía humana: primera conquista de la humanidad, no debe desprenderse nunca de ella, a pesar de todos los progresos, como tampoco se desprende de las instituciones domésticas, no obstante haber alcanzado ya instituciones nacionales; que no están reñidos los progresos del espíritu con una fácil alimentación: ¿imitaríamos a los patricios romanos del Imperio, que en sus locuras orgiásticas rechazaban la luz del sol, porque era gratuita? Conservémoslo siquiera para que resguarde nuestros ordinarios cultivos del frío, del calor, de los vientos, hasta del granizo. En los pueblos del valle de Cardós, vecinos a la divisoria del Pirineo en la provincia de Lérida, cultivábase antes con próspera fortuna la viña, al abrigo de las selvas que templaban la crudeza del clima: hace cosa de un siglo, despobláronse con imprudentes talas las montañas de los contornos, y la viña se retiró al punto nueve leguas más abajo, en dirección del Noguera Pallaresa; actualmente, los habitantes de aquella comarca van a buscar el vino a la Conca de Tremp, con notable quebranto de sus intereses y de sus costumbres: todavía existen espaciosos lagares y bodegas en las casas de aquellos pueblos, y algunos silvestres agracejos derramados por el término, con otros tantos mudos testigos de un pasado mejor, al par que pregoneros de la dura pero merecida pena que en el propio pecado llevaron sus autores. Existe en el Alto Aragón una sierra llamada de Sevil, en la cual solían descargar las tormentas que durante el verano se levantan con gran frecuencia en el Pirineo, dejando libres de piedra los términos inmediatos, que son los más fértiles y ricos de la provincia; pero la sierra ha quedado desnuda, se cortaron aquellos paragranizos que Dios plantó para escudo de la comarca, y las nubes, sin más respeto, arrojan sobre el llano la helada metralla de que van cargadas, haciendo purgar con hambre y llanto a los pueblos sus delitos de lesa Naturaleza y de lesa patria. -De lesa patria, sí, y también por esto debemos conservar el arbolado, para que nos acreciente y conserve ese suelo querido, que con él nace, con él crece y se mantiene, y sin él se estrecha más y más y desaparece. Si se abre tina hoya en el granito, a los pocos años la encontramos llena de tierra y cubierta de vegetación: el aire y el agua han descompuesto, como agentes químicos, la roca, y sus primeros detritus, junto con el polvo llevado por el viento, hacen posible la vida de los musgos: siguiendo la descomposición de los elementos graníticos y las generaciones de líquenes, musgos y saxifragas, el hoyo se va llenando, el viento deposita en él semillas de zarzas, romeros y gramíneas, un ave entierra por acaso una aceituna, una bellota, tina baya de enebro u otro fruto, y al cabo de algún tiempo aparece coronada la roca por un apretado ramillete de robles, acebuches, alerces, pinos, higueras silvestres, etc., que poco a poco va dilatando sus fronteras en derredor hasta tornarse selva. Plántese un árbol a orillas de una vena de agua en medio del desierto; él se multiplicará, y con sus raíces consolidará las volantes arenas; a su amparo vegetarán hierbas y arbustos, formarán tupido césped y matorral, disputarán al viento los despojos del árbol y sus propios despojos, acumularán mantillo, crearán una capa arable, y tras esto, alguna tribu errante asentará sus tiendas en esta patria virgen. En el Sahara se han abierto algunos pozos artesianos, la palmera ha crecido alrededor, bajo su sombra la kabila se ha hecho horticultora, y el viento del desierto ha pasado de largo murmurando palabras de respeto: la fuente y el pozo son la semilla del oasis, y el oasis es una conquista para la patria. Inviértase la acción y se verán invertidos también los resultados; tálese el arbolado, ciéguese el pozo, y no tardará el desierto en recobrar sus antiguos dominios y en ostentarse nuevamente la roca viva como en los primeros días de la creación: -la Palestina, que los judíos habían transformado en jardín delicioso y fértil, vese hoy convertida en erial inmenso; es que los musulmanes arrasaron el arbolado, dando al olvido un famoso precepto del Corán: -la Argelia, que bajo la dominación de Cartago y de Roma había sido feracísimo granero y vergel abundante en todo género de frutas, la componen hoy áridos desiertos y montañas desnudas, que forman el más lamentable contraste con su historia pasada; es que la reina Cahina indujo con torpe consejo a sus súbditos a que asolasen todos sus Estados, para disuadir de su conquista a los codiciosos árabes, y desde Tánger a Trípoli, ni ciudades ni árboles quedaron en pie: -sobre la peña viva se caminan jornadas enteras en comarcas de Grecia, famosas de antiguo por su lozanía y frondosidad; es que los pastores han incendiado las selvas para preparar al ganado mejor y más abundante pasto: -si los suizos redujeran a carbón sus bosques, en pocos años se quedarían sin patria y sin libertad; sus montañas y lagos, nidos de amor y poesía, serían espantables abismos, pantanos infectos y descarnadas cordilleras, tan sólo de buitres y lobos visitadas; y los valles mismos, invadidos por el aluvión, se liarían tan inhabitables y más peligrosos aún que las montañas. Los delitos de lesa Naturaleza se pagan tarde, pero el castigo, cuando llega, es terrible. Müller decía que un árbol representa la salud de un individuo, y puede añadirse que un árbol es la garantía de nuestra vida y el escudo de la patria. El turbio torrente, con las riquezas mismas que roba al cultivador de la montaña, empobrece al cultivador del llano, y quizá ¡ay! invade las puertas de su morada y le arrebata los hijos de la cuna, como le arrebató los árboles y el campo. Tal vez al descargar la segur en el fondo del bosque, habéis asestado un golpe de muerte en la garganta de vuestro hijo.




ArribaAbajoPrados y ganados

Levavit Abraham oculos suos, vidit que post tergum arietem inter vepres haerentem cornibus, quem assumens obtulit holocaustum pro filio


(Exodo, c. XVI, v. 4.)                


Son el gran redentor. Los prados, alternan con los árboles, y crecen a su sombra: anulan casi el trabajo del hombre en descuajes, labores, siembras, resiembras, abonos, escardas, etc., y acaso hasta en recolección. Donde ellos acaban, principia el ganado; el prado fijó la impalpable atmósfera y las escondidas sales, en forma de hierba; el estómago de las reses transmuta el forraje o el heno en leche y carne; y las reses brindan con ellas generosamente a su dueño. En esa progresiva evolución que metamorfosea el reino mineral en vegetal, el vegetal en animal, ha puesto tan poco de su parte el hombre, que casi el año entero ha tenido para consagrarse a las nobles tareas de la inteligencia: sola desciende el agua de las nubes o se desliza por el plano inclinado de la acequia o del torrente; sola se siembra y crece la hierba:


Y las ovejas mismas, a su hora,
De leche vienen llenas, sin recelo
Del lobo, del león y de onza mora,

como dijo Fr. Luis de León. Una hectárea de prado, que rendirá, v. gr., 5.000 kilogramos de heno seco, representa 2.500 litros de leche, o 250 kilogramos de carne, y una sola vaca puede consumir aquel material y fabricar este producto; será doble, disponiendo de riegos y cultivando plantas que, como la alfalfa, suministran un corte cada dos meses, y aun cada mes. Es, pues, este un camino despejado y llano por donde llegar a la emancipación del agricultor: simplificando el cultivo de la tierra, le es dado enriquecer con más esmerado cultivo el espíritu. ¿Se quiere de bulto y expresada con cifras esta doctrina? En la provincia de Santander, un cultivador suele llevar dos hectáreas de tierra: la primera, sembrada de trigo y de leguminosas; la segunda, de prado permanente. Entrambas le producen lo mismo: aquélla en granos y verduras, ésta en carne, leche y crías; igual renta paga por la una que por la otra; y, sin embargo, la de prado no consume más allá de ocho jornales por año, al paso que la de trigo absorbe seis meses de trabajo del agricultor. ¡Qué hecho tan elocuente!

Y no se diga que todos los climas no son el clima de Santander; lo sé, pero también sé que si se estudia la Naturaleza, se encuentra siempre en ella el remedio al lado de la enfermedad, y que conforme es ésta, así es aquél. En todas partes caben prados: desde el liquen, que crece para el reno bajo las nieves de la Escandinavia, hasta el alhají, que vegeta para el camello sobre las abrasadas arenas del Sahara, se extiende una escala gradual de vegetales pratenses propios para todos los climas y para todas las circunstancias: la sulla, la mielga, la veza, la aulaga, la ortiga, la avena vellosa, la grama, el bromo, la esparceta, la pimpinella, la alfalfa, el trébol, la poa, la cañuela o festuca, el perenne ray-grass o vállico, la agróstide, la cizaña acuática, etc.; por esto recomendaba muy cuerdamente Catón: «Si tenéis agua en abundancia, dedicáos principalmente a establecer prados de regadío; si carecéis de ella, procuraos en lo posible prados de secano. -Ordinariamente se clasifican los terrenos con relación a la humedad en secos, frescos y pantanosos: pues para todos tres posee la inagotable Flora variedades y especies con que establecer prados cultivados y praderas naturales. Tiene una festuca flotante para los pantanos, una festuca pratense para los suelos húmedos, y una festuca ovina y otra durilla para los secos; una aira acuática para los primeros, una aira cespitosa para los segundos, una aira flexuosa para los terceros; y de igual modo, una arveja palustre, un alopécuro nudoso, una poa acuática de navas y pantanos -una arveja, un alpécuro y una poa pratenses-, una arveja, un alopécuro y una poa agrestes y de monte. Sin contar con los árboles y arbustos forrajeros, la vid, los brezos, el cítiso, el roble, el moral, el olmo, el álamo, el fresno, el haya, el olivo, la encina, el arce, el níspero, etc. Sin contar con las asociaciones de praderas con arbolado; especies herbáceas hay que aman la compañía de los árboles y crecen lozanas a su sombra, como los agróstides, descollado y paradoxa, la festuca heterófila, el loto velloso, la veza de los vallados, etcétera; como hay plantas que vegetan mejor en sitios áridos, pedregosos y sembrados de rocas. El clima, pues, podrá servir de pretexto para nuestra desidia, pero jamás la justificará.

Cuando Lineo recibió herbarios de las Baleares, exclamó atónito: «Bone Deus, felices isti incolæ habent in suis pratis omnes islas plantas quæ exornant nostros hortos etiam academicos». Y yo digo ahora: ¿vale la pena que un hombre esté toda su vida encorvado como una bestia sobre el ingrato surco, para arrancar al suelo y a la atmósfera unas cuantas libras de ázoe, de fósforo y potasa, en un clima donde crece espontáneamente esa flora riquísima que movía al gran botánico a bendecir a Dios; en una tierra, cuyas excelencias ponderaban los poetas árabes, comparándola a la Siria por la suavidad del ambiente y la pureza de la atmósfera, al Yemen por la fertilidad del terreno, a la India por sus flores y sus aromas, al Hedjaz por la riqueza de sus productos, al Catay por sus metales preciosos, a Aden por sus costas y puertos; aquí, donde se crían como selvas esos árboles mitológicos, entre cuyo follaje de esmeralda alternan en todo tiempo flores de diamante con frutos de oro, cuya deliciosa visualidad y exquisita fragancia justifican la creación de las Hespérides; en un país por entre cuyas hendidas rocas brota frondoso ese otro arbusto que de olivo en olivo y de higuera en higuera, tiende sus soberbios festones de pámpanos y olorosos racimos donde se elabora el licor celestial que alegra a los dioses y cuyas animadas moléculas enseñaron la sonrisa a la humanidad? ¿Ha venido el hombre a esta tierra con tan triste sino, que sólo haya de conocer la vida del espíritu para ser un instrumento inteligente de la Naturaleza?

Ciertamente que no; pero diríase lo contrario, a juzgar por su situación presente. Todavía sigue repitiendo el hombre, como Abraham, aquel horrible grito: ¡hijo mío, tú eres la víctima! La simbólica lección del cielo hémosla desoído. Cuando el afligido patriarca iba a descargar el golpe fatal en la garganta de su hijo, un ángel le detuvo la mano, y al levantar los ojos al cielo, vio cerca de sí un carnero prendido de unas zarzas, y colocándolo sobre el ara, lo inmoló en lugar de su hijo. La ciudad de Fálaris sacrificaba todos los años una doncella a Juno, a fin de redimirse de la peste, siguiendo el cruel consejo del oráculo: tocóle un año el papel de víctima expiatoria a Valeria Luperca; ya había empuñado la cuchilla para traspasarse el pecho, cuando un águila se precipitó hacia ella, arrebatóle de la mano el funesto instrumento y lo dejó caer sobre una becerra que estaba paciendo en las cercanías del templo; agradecida la virgen, ofreció en holocausto la becerra en aras de la diosa, y bastó esto para que cesara la peste en la ciudad. Que nuestros labradores imiten estos ejemplos, y en vez de sacrificarse a sí propios y sacrificar a sus hijos en el altar de la Naturaleza, encomienden su trabajo a los mansos rumiantes, a la vaca, a la oveja, a la cabra; en vez de tener continuamente clavados los ojos en la tierra, levántese el hombre con la majestad que corresponde a un rey de la creación, y aprenda a conocerla y a dominarla, y a conocerse a sí propio y conocer a Dios. Sean para nosotros dos símbolos aquel santo labrador, Isidro, de Madrid, cuya forma tomaban los ángeles para dirigir los bueyes y arar el campo de su amo, mientras él oraba en el templo y elevaba su corazón purificado hasta el cielo; o aquel otro caballero, Santistéban de Gormaz, con cuya figura se disfrazaba otro ángel para pelear en las batallas contra los moros, mientras él oraba devoto ante el altar de la Virgen. Quiénes hayan de ser los ángeles rurales que hagan las veces del labrador, no hace falta repetirlo; con ellos, la poesía del milagro se desvanece, pero hay ocasiones en que la estética está reñida con la economía. Sea nuestro ideal aquel feliz reino de Saturno y Rea, y aquellas islas Afortunadas a donde intentó dirigirse Sertorio antes de naturalizarse en España, en las cuales, sin trabajos ni afanes del hombre, daba de sí la tierra espontáneamente tantos y tan hermosos frutos, cuantos había menester para su sustento y regalo; o aquella otra isla de Avalon, donde, al decir del biógrafo de Merlín, no existe cultivo ni hierro para labrar la tierra, que ella por sí misma da en sus dos primaveras y en sus dos estíos, otras tantas cosechas de trigo, de uvas y de frutas; nacen las flores al punto que se cogen, y los hombres viven cien años y más bajo el reinado de nueve hermanas que compiten en belleza, y sin más ley que la alegría. Coger sin sembrar: este era el bello ideal de los egipcios aun para la otra vida; ellos, que no comprendían el vivir sin la actividad, pintaban las almas de los justos contemplando al más grande de los dioses, segando con sus hoces el trigo espontáneamente nacido en las campiñas del cielo, cogiendo flores y frutos, y paseando debajo de las ramas entrelazadas de los árboles. Creaciones son de la fantasía popular y sueños de poetas estas edades paradisíacas y estos oceánicos insulares edenes cuyo derrotero es desconocido para el dolor, y donde tienen asentado su alcázar los placeres y la ventura; pero no todo son utopías en el sueño, también encierra lecciones y saludables estímulos: los sueños nos vienen de Dios, decían los antiguos; en ellos habla la conciencia moral al delincuente, representándole al vivo sus días de honradez y haciéndole vivir de nuevo en medio de su desolada familia el tiempo suficiente para encender en su alma el deseo de la virtud; y en el sueño también la pura inteligencia amonesta al labrador, enseñándole la verdadera senda de la prosperidad, y dándole a entender que si se ve adscrito y como vinculado al terrón todas las horas del día y todos los días del año, no es por tiránica imposición de la Naturaleza, sino al contrario, por haberse alejado y desconfiado demasiado de su poder.




ArribaAbajoPeces

Omnes pisces maris manui vestræ traditi sunt


(Gen., c. IX, v. 2).                


¿Quis dabit nobis ad vescendum carnes? Recordamur piacium quos comedebamus in Ægipto gratis... anima nostra arida est, nihil aliud respiciunt oculi nostre nisi Mana.


(Núm. c. XI, vv. 4, 5, 6.)                


Buscando por la Naturaleza recursos gratuitos, u obreros que requieran para trabajar el mínimum posible de dirección y ayuda por parte del hombre, nos encontramos con la numerosísima familia de los peces. Nada puede comparárseles en fecundidad: una sola hembra desova mil gérmenes, cien mil, un millón, y hasta nueve millones y más. Nada puede rivalizar con su sabrosa carne en baratura; nace el salmón en las aguas de los ríos, allá por la primavera, desciende al mar pesando menos de una onza, y cuando regresa al año siguiente, ya trae seis u ocho libras de rica y substanciosa carne; todos los años, al acercarse la primavera, salen del Océano boreal, entre Groenlandia y Spitzberg, verdaderas montañas de sardina, anchas de una legua, largas de dos, tan compactas, que entorpecen la marcha de los buques, y que al chocar con las islas Shetland, se dividen en dos corrientes para ir recorriendo simultáneamente las islas y costas occidentales de la Europa, y dejando riquísimo y cuantiosísimo tributo a todos los pueblos, a Noruega, a Dinamarca, a la Islandia y las Nuevas Hébridas, a la Gran Bretaña, a la Holanda, Bélgica, Francia y España. Indudablemente, Neptuno es más opulento y generoso que la vieja y gastada Cibeles. El cultivo de las aguas se reduce todo a recoger, a pescar; el proceso de la producción, por sí mismo lo principia y acaba la Naturaleza, sin ajeno auxilio ni dirección del hombre; los peces son a un mismo tiempo el ganado y el pastor.

Pero esta Aqricultura expectante lleva consigo muchos y grandes inconvenientes: es durísima, y sobre dura, irregular, aleatoria y peligrosa por todo extremo: obliga al hombre perpetua batalla con elementos indomables, y no resuelve el problema en todo ni en parte. Como ciega que es, la Naturaleza siembra mucho para que llegue a sazón muy poco: 120.000 hombres y 6.000 buques se dedican anualmente a la pesca del bacalao, y entre todos cogen unos cuarenta millones de individuos: ¡cinco hembras llevan en su seno mayor número de huevos! Con todo, la cordillera de sardinas que anualmente nos envían los mares boreales, sería bastante para alimentar toda la Europa; pero ¿cómo aprisionarla en el vasto y movible Océano, con los débiles medios humanos? La producción es gratuita; pero la recolección opone tales dificultades y peligros, y el transporte es tan largo, que al llegar el producto al consumidor ya casi es un artículo de lujo, si no ha degenerado en ingrato y desabrido por causa de la preparación. Es necesario, pues, dar otro paso: encerrar dentro de la esfera de acción del hombre este nuevo mundo de la aquicultura, someter a una dirección inteligente el proceso productivo, transformar la pesca en piscicultura, como se convirtió la caza en ganadería; crear, en suma, la Aquicultura racional, la ganadería de las aguas.

Su invención no es de ahora: practícanla con éxito los chinos, de tiempo inmemorial; en menor escala, pero acaso con más perfección, la conocieron los romanos; ha renacido con grandes pretensiones en nuestros días y cobrado rápidamente muchos vuelos, señaladamente en los Estados Unidos. Hoy se halla ya en condiciones de servir a los fines que entraña nuestra tesis. Júzguese por el siguiente ejemplo, que versa sobre la cría de las anguilas. Nada más fácil y sencillo que esta industria: así crecen en una sala, con agua diariamente renovada, como en el cieno de una charca a punto de secarse; en cubas de madera, dentro de su laboratorio, las puso Coste, que tenían seis centímetros de longitud, y al año pasaban ya de una cuartal Revilla Oyuela vertió tina jícara de angulas, de precio dos cuartos, en una charca empecinada, ancha de dos metros, larga de cuatro, por un pie de profundidad, y alimentada por las aguas pluviales que goteaban de los tejados; en una ocasión, habiendo llovido mucho, el agua rebasó los bordes de la charella y se corrió a una acequia; después evaporóse casi toda, y ya no se distinguía en toda su extensión rastro alguno de vida, cuando al limpiarla en el verano siguiente se encontraron entre el légamo ciento treinta y dos anguilas de un pie de longitud, que pagaron con usura el trabajo del trasplante. -Los rendimientos de la industria piscícola son de lo más crecido que se conoce: así como la extensión económica de un país no se mide en el mapa geográfico, sino en el agronómico, el volumen útil de los animales domesticables no se calcula por las fórmulas ordinarias de la estereometría, sino por los balances del ganadero o del agricultor: se ha dicho, exagerando, que una gallina deja más utilidad que una oveja (A. de Herrera, Dieste), y nosotros podemos añadir, sin exagerar, que una anguila rinde mayor beneficio que una gallina: los cuidados están en razón inversa. Seis mil anguilillas recién nacidas, que no abultan más de un litro, pesan al cabo de un año 800 kilogramos, y a los seis años 160 quintales: calculen los políticos si cabe carne más económica para acallar la malesuada fames del pueblo. Un autor de zoología agrícola calcula que en un estanque de ocho metros cuadrados de superficie y dos de profundidad pueden vivir desahogadamente 20.000 anguilas: la exageración salta a la vista; pero encierra un fondo de verdad. Sea como cría doméstica, sea como cría industrial, la anguila está destinada a ser una poderosa palanca en la obra de emancipación del agricultor.

La Aquicultura se ejerce: -unas veces en los mares abiertos, en sus entradas naturales, calas, bahías, ensenadas, rías, esteros, etc., principalmente la multiplicación de las ostras: -otras veces a orillas del mar, en lagos, albuferas y depósitos naturales, o en cetarias o corrales, que son a modo de albuferas artificiales, abiertas en terrenos bajos y puestos en comunicación con el mar, si bien interceptadas a la salida para que no se escape la pesca: cetarias hay que dan 300 kilogramos de producto anual; sus especies son anguilas, morenas, lampreas, lenguados, rayas, rodaballos, salmonetes, congrios, sardinas, etcétera; se alimentan con hierbas acuáticas que se dejan crecer en estos depósitos, y las larvas y moluscos que se adhieren a ellos. -Otras veces se practica aquella industria en los campos, alternando con el cultivo de cereales: en Egipto, mientras dura la crecida del Nilo, los labradores extienden sus redes para pescar en los mismos lugares donde meses después sembrarán cereales y legumbres: en la Lorena, hay terrenos que se inundan artificialmente, y en los cuales se practica esta curiosa rotación trienal: dos años carpas, que suelen rendir 230 kilogramos por hectárea, y el tercer año trigo, que no hace falta abonar, porque las deposiciones de los peces constituyen un excelente abono en alto grado fertilizador. -Otras veces, por último, se establece en aguas dulces, sean corrientes (ríos, canales, arroyos, etc.), o encerradas en depósitos naturales o artificiales (lagunas, charcas, pantanos, estanques, pilas y piscinas, etc.), se pueblan, sembrando en ellas los huevecillos que se recogen en los puntos de desove, o se obtienen directamente (fecundación artificial), o se adquieren del comercio, o bien introduciendo machos y hembras poco antes de la época del desove; admiten la cría doméstica multitud de especies, y entre todas con especialidad las anguilas y los salmones; unas veces se mantienen en domesticidad durante todo el tiempo de su desarrollo, y otras se dejan en libertad no bien han salido de la primera edad, y adquirido fuerzas suficientes para afrontar los peligros que de continuo les amenazan: viven de las substancias vegetales y animales que el agua lleva en suspensión o que crecen en ella, y de las que les suministra el piscicultor, insectos, culebras, ranas, renacuajos, pececillos, moluscos, sangraza, desperdicios de cocina y de matadero, tripas, carne de caballos, perros y gatos, semillas vegetales, etc., cuando el agua es estante, o no arrastra substancias nutritivas, o cuando se hace la cría más intensiva y se quiere precipitar el crecimiento: algunas especies comen hasta las plantas acuáticas que crecen dentro de los depósitos o en las orillas: se tiene cuidado de mantener el agua limpia de culebras, salamandras y otras semejantes alimañas, así como de evitar la putrefacción de materias orgánicas dentro de ella, y su comunicación con fábricas y con estercoleros: se colocan dentro algunos abrigos contra el sol directo, y se renueva de tanto en tanto el agua o se agita para que se airee y oxigene, si bien las anguilas resisten valerosamente la escasez y la impureza del agua, y aun la limpian y la mantienen en estado potable, destruyendo los infusorios y sustancias orgánicas que la vician y transformándolas en rico alimento para el hombre; en el principado de Mónaco, principalmente, donde tienen que utilizar para los usos ordinarios el agua pluvial, es costumbre introducir algunas anguilas en las cisternas con ese objeto. Es, pues, como se ve, sencilla, descansada y lucrativa esta industria ictiológica: no requiere primores, ni estudios, ni capital, y apenas sueldo: está al alcance de todos. Es más fácil que la ganadería de tierra, y de igual suerte que la ciencia aconseja hermanar con ésta el cultivo de las plantas, establecer al lado de las quintas de labor ganado de pasto, así debe situarse entre ambos, y al lado del conejar y gallinero, una alberca o estanque para el ejercicio de la piscicultura doméstica, y convertirse ésta en precioso auxiliar de la labranza, sin perjuicio de que se constituya como industria aparte.

Doquiera que brote un pozo o corra un hilo de agua, cabe establecer un estanque de dimensiones modestas con muy corto gasto; a orillas de un arroyo o río, la industria puede tomar proporciones mayores, excavando una laguna o un pantano, o una serie de pantanos; y donde no exista río, ni arroyo, ni fuente, ni pozo, ni pueda contarse con más aguas que con las del cielo, todavía hay posibilidad de ejercer la piscicultura, almacenando el agua de aluvión en charcos profundos, plantando dentro vegetales acuáticos y árboles en las orillas, que moderen la evaporación, e introduciendo en sus aguas algunos individuos adultos, anguilas, carpas, tencas, rollos, lucios, etcétera, para que las pueblen con su hueva, o algunas libras de angulas vivas cogidas en la costa durante la primavera, y transportadas por ferrocarril en cestos, formando estratos o capas con hierba fresca; o, últimamente, un desovadero artificial traído de otro punto ya poblado. Si no fuera un contrasentido de forma, diría que hay una aquicultura de secano para las provincias centrales y meridionales de la Península.




ArribaAbajoAgua

Et fluvius egrediebatur de loco voluptatis ad irrigandum Paradissum


(Gen. II, 10).                


Percuties petram et exibit ex ea aqua, ut bibat populus


(Exod., XVII, 6).                


Ascendat puteus (Núm. XX). Ego pluam vobis panes de Cœlo.


(Ex., XVI, 4.)                


Como se ve, la piedra angular de todo este sistema es el agua en nuestros cálidos climas meridionales, como lo es el calor en los climas helados del Norte. El filósofo Thales suponía que el origen y principio esencial de todas las cosas, era el agua; Heráclito, el fuego; un refrán portugués los concertó, diciendo: com agoa e com sol, Deos he creador, dando a entender que sin estos dos factores de la vida vegetal, nada es posible en Agricultura. El húmedo clima de Inglaterra necesitaría ríos de calor que entibiasen su atmósfera, y este oficio desempeña en cierta medida la «corriente del golfo», inmensa máquina calorífera, que tiene por hogar el sol, por caldera el seno mejicano, por tubo conductor el gulf stream, ancho de 55 kilómetros en el arranque, que arrastra mil veces más agua que el Amazonas y el Mississipi juntos, y que con su dulce calor esmalta de llores las praderas del Reino Unido, y tiñe de carmín las mejillas de sus vírgenes, según la pintoresca frase de Newton. El urente clima de nuestra Península ha menester otro género de ríos, ríos de frescuera y de humedad: precisamente los que tiene; ocupan como una red todo el territorio, murmuran al pie de los sembrados, ofreciendo sus claros cristales al labrador entretenido en las rogativas, y reconviniéndole por su desidia; se gozan con las sangrías, y cuando se les prepara planos inclinados, se derraman por las tierras, apagan su sed, refrescan la atmósfera, alegran la vegetación, triunfan de Ahriman, esparcen gérmenes de vida por doquiera, enriquecen al agricultor y lo convidan al descanso.

Cada río es, en nuestro país, un verdadero Pactolo: valdrían menos si arrastrasen arenas de oro: tesoros infinitos ruedan noche y día por sus álveos, y nosotros, insensatos, dejamos que se pierdan en los abismos del Océano, y enterramos en surcos de calcinado polvo el noble sudor de nuestra frente, que debiera metamorfosearse en enjambre de lucientes ideas, e imploramos del cielo un milagro para obtener aquello que el cielo previsor pone a la puerta de nuestra casa, y maldecimos la acción de aquella máquina potentísima, suspendida en los espacios, que nuestros mayores veneraron como una divinidad, en vez de maldecir nuestra imprevisión, que deja convertir contra nosotros lo mismo que debiera ser nuestro más eficaz colaborador. Es el sol como una locomotora que nos arrastra en vertiginosa carrera por los espacios: a impulsos de su calor, disuelve el agua los materiales químicos asimilables, y los introduce por las múltiples entradas abiertas en las raíces: asciende la savia por infinitos tubos como un vapor aminado; se fija y solidifica el carbono de la atmósfera, y el barro, como que se anima por un soplo de vida, siéntesele palpitar bajo la corteza, vésele transmutarse en substancia orgánica, en almidón, en gluten, en azúcar, en grasa, en fibra, en carne; si el agua falta, no por eso suspende su acción el calor; continúa obrando lo mismo que antes, y el hierro se enrojece, la tierra se abrasa, estalla la caldera, agóstanse las plantas, y la máquina que obraba creando, obra destruyendo: generadora antes de la vida, es ahora semillero de ruinas y máquina de guerra. El sol es ciego, aunque a nosotros nos alumbre: su acción es uniforme y siempre la misma, no es por sí buena ni mala; son buenos o malos los resultados, y los resultados dependen de las condiciones en que encuentra el suelo sobre que actúa. Tampoco un pedazo de hierro es bueno ni malo en sí, con relación a la vida humana, hasta tanto que el artífice le imprime esta o aquella cualidad, labrándolo en forma de homicida puñal o de reja de arado.

Así como el vivificante oxígeno mata, si no se contrarresta su acción con la acción contraria del nitrógeno, el sol, animador de nuestro clima, requiere el contrapeso de riegos abundantes si no ha de trocarse en urente y enemigo mortal de los vegetales. En las regiones boreales, se ve forzado el lapón a emplear el calor artificial para acabar la madurez de la cebada que cultiva y con que elabora el pan de su familia: nuestros artificios agronómicos tienen que mirar a un objetivo opuesto, a proporcionar sombra y humedad a las plantas para que no las abrase el sol: ¡si a los hombres del Norte les lloviera en las montañas y les corriera por los ríos el calor que necesitan, como a nosotros el agua que nos hace falta, y pudieran conducirlo por canales a sus campos o extraerlo del subsuelo por pozos artesianos! El mal y el bien no están tanto en la Naturaleza como en nuestra voluntad: con ser uno mismo el sol para los persas y para los atarantes, aquéllos lo veneraban como vivificador de la Naturaleza, y éstos lo maldecían y denostaban, porque, dice Herodoto, con su ardor quemaba a los hombres y a la tierra; es que los primeros eran cultos, y habían adelantado mucho en el arte de la irrigación, mientras que los segundos vivían en estado salvaje. También sopla igual el viento y fluye y refluye la marea para los salvajes pastores de las Landas y para los diligentes agricultores del Brandemburgo, y sin embargo, los primeros dejan que las arenas del Atlántico invadan continuamente la Gascuña, mientras que los segundos ganan al Báltico todos los días, merced al arbolado, nuevos campos, que vienen a ensanchar, como otras tantas conquistas, el suelo de su patria.

Imitemos, pues, la prudente conducta de los antiguos persas y brandemburgueses, y no pretendamos hallar disculpa a nuestra pereza en las especiales condiciones hidrográficas de nuestro suelo. Aun la misma Mancha, siempre tan sedienta, bríndale la naturaleza con agua de riego en la superficie, y encima y debajo de la superficie: en sus entrañas laten copiosas venas que pueden sacarse a luz, cuando no por medio de pozos artesianos, con bombas y norias, como ya se practica en Daimiel, Manzanares, Almagro y otros pueblos; por sus laderas y ramblas corren en ciertas épocas cristalinos raudales y turbios aluviones que es fácil almacenar en charcas y pantanos, semejantes al mar estepario de Ontígola, donde se remansa el arroyo de este nombre debajo de Aranjuez: y a 200 ó 300 pies de altura sobre la anchurosa planicie se abre el valle de las Lagunas de Ruidera, largo de dos leguas, ancho de 500 pies y fácil de cerrar y convertir en lago de 40 kilómetros de contorno, con agua suficiente para distribuirla en abundancia por una buena parte de la región manchega. El Duero, el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir, derraman casi íntegro el caudal de sus aguas sin pagar apenas tributo a las campiñas por donde pasan, más como un azote de Dios que como una bendición del cielo. La Economía tiene su privativo modo de aforar, y no son para ella más caudalosos los ríos que más agua cubican por minuto, según las leyes de la matemática abstracta, sino aquellos que riegan mayor área de cultivos. Proporcionalmente, el Guadix, el Genil, el Segura, el Turia, el Júcar, el Tajuña, arrastran mayor caudal que el Duero, el Tajo, el Guadalquivir y el Guadiana: ¡qué de tesoros no dejan tras de sí el pequeño Jalón y sus diminutos afluentes! Entre un río que acrecienta su caudal al compás que se aproxima al mar, y otro que lo ve decrecer en la misma proporción, a fuerza de sangrías, llegando seco a la desembocadura, media toda una civilización: lo primero significa cada tres años una cosecha, como en Andalucía; lo segundo tres cosechas cada año, como en Valencia. Allá el azar y la fatalidad; aquí la previsión y el cálculo.

No hay obstáculo tan poderoso que no lo venza la diligencia: aun después de adquirido el convencimiento de que por ningún medio cabe alumbrar aguas de riego, no ceja ni se cruza de brazos el hombre verdaderamente laborioso; en su industria halla medios para suplir individualmente la falta de la acción colectiva, y hasta para proporcionar a las plantas, sin lluvias y sin riego, la humedad tan necesaria a su germinación y a su crecimiento. Numerosos ejemplos pudiera citar en comprobación de esta verdad: apuntaré sólo los siguientes, por lo característicos. Cuando Badía viajaba por África, en la primera década del siglo pasado, vio cultivar melones, higueras y vides cerca de Alejandría, en un desierto de arena tan movediza, que se hundían los caballos hasta el estribo; al efecto, abrían zanjas de ocho a diez pies de hondo y talud muy pendiente, y en su fondo se cultivaban las mencionadas plantas, a beneficio de la humedad que no lejos encontraban las raíces en aquella profundidad; también era un sistema de zanjas lo que proponía, años después, una Revista catalana, para cultivar en los secanos patatas, legumbres y hortalizas, después de haberlo acreditado la experiencia en el Jardín Botánico de Barcelona; y un sistema de excavaciones profundas en la arena, hasta dar con el agua subterránea, constituye los famosos navazos de San Lúcar. Cuando Bowies viajaba por España, tuvo ocasión de conocer en Reinosa a un particular que cultivaba en secano, y sin riego, plantas de regadío, cubriendo el suelo con losas taladradas en el centro, unidas unas a otras, y plantando coles al través de ellas, una en cada agujero; merced a lo cual, libre el suelo de una evaporación excesiva, se mantenía continuamente fresco como si se regara. Rozier practicó después este sistema de cultivo, con baldosas construidas ad hoc, y taladradas convenientemente. Admirable modelo de esta clase de conquistas alcanzadas por el espíritu individual sobre la Naturaleza, nos ofrecen también los berberiscos del Suda, en la antigua fertilísima provincia de Numidia, hoy playa infecunda del Sahara oriental: en medio de la abrasada arena, abren un hoyo en forma de embudo, de 10 a 12 metros de profundidad, y con los escombros forman alrededor un terraplén que proporciona sombra; en el fondo de este hoyo plantan una palmera, cuyas raíces van a buscar el agua que corre a pocos pies; y en las pendientes, y a la sombra de la palmera y del terraplén, siembran arbustos y legumbres. Cuando el viento del desierto, pasa por encima y entierra este cultivo singular, el pacífico númida toma la pala y comienza de nuevo sus trabajos de excavación. Así produce una gran parte de los dátiles que expenden nuestros comerciantes de ultramarinos, y así se enriquece el berberisco del Suda, en cuyo aspecto se revela una vida más sosegada y un bienestar más cierto que en sus vecinos los de Túnez y Argelia.

En montaña escarpada o en arenal ardiente, nunca hay motivo suficiente para juzgar difícil la transformación y dejarse vencer del desaliento: no los abandona el labrador a la corriente ciega de la Naturaleza; antes bien, procure trasladar a ellos con exquisito arte los modelos de Suiza o de Valencia, estos dos cuadros de arte viviente: aquel paisaje inmortal, este Jardín eterno, tan envidiados siempre, aunque tan desiguales, en condiciones naturales y en régimen y cultura social. Detenga el agua de los torrentes en zanjas y pantanos; plante árboles frutales y silvestres en las quebradas de las rocas y en las gargantas de los valles, en las márgenes de los campos y alrededor de los pozos abiertos doquiera que asome un junco, o afluya una vena, o se incline un estrato. Prepare depósitos al agua de lluvia; taladre las capas de arcilla en busca de venas ocultas; mine las colinas para abrir paso a las filtraciones; plante de pinos y chopos las arenas y las pizarras de vides; escalone las tierras pendientes para sembrarlas de prados y hortalizas a la sombra de las higueras de los castaños, de los olivos y de las encinas, de las moreras o de los robles, de las acacias o de los ailantos, de los almendros y nogales, bien súrquelas de regueras a nivel, o de fajas alternadas de bosque y hierba, a fin de que el arbolado preste sombra y facilite abonos a la pradera, consolide el suelo con sus raíces, y dé tiempo a que se infiltren los aluviones que ahora se despeñan, descarnando los relieves de las montañas e imposibilitando toda vegetación. Haga triscar los corderillos en el lugar donde ahora va y viene estérilmente el arado; limpie y pueble de peces las charcas y torrentes, donde sólo gusanos y ranas se renuevan; y aparte del beneficio natural de ciento por uno con que la tierra remunera la aplicación y diligencia de sus hijos, tendrá la satisfacción de haber aumentado sin trastornos la propiedad de la familia, conquistado sin sangre nuevos dominios para la patria, abierto con poco trabajo, fuentes caudalosas de alimentación para su descendencia, y asegurádose la llave del porvenir.

Gran parte toca a los Gobiernos en la resolución de este problema capitalísimo de economía social, y su acción, hoy por hoy, y en nuestra patria, insustituible para las grandes empresas de canalización, apertura de pozos artesianos y transformación de valles angostos en pantanos, semejantes a las helvéticas lagunas. Levantar los ríos de su cauce y repartirlos en multitud de canales que esparzan por el territorio el bienestar y la fecundidad; aprisionar en lagos artificiales, cerrando los desfiladeros de las montañas, los turbios aluviones que se precipitan con estrépito desde las cumbres, y las claras fuentes que brotan murmurantes de las entrañas de los montes; barrenar las capas superficiales de la corteza terrestre en busca de los infinitos tesoros que ocultan avaras en su seno, y sacarlos a luz en caudalosos surtidores de aguas subterráneas; regularizar las lluvias y los vientos, centuplicar la producción, redimir al hombre del pesado trabajo material que lo esclaviza y embrutece... ¡qué obra de progreso! El Gobierno que acometa con decisión esta empresa, habrá hecho más en pro de la libertad humana, que otro que haya escrito en un Código los derechos naturales, porque la libertad es un flatus vocis y las Constituciones una planta seca, cuando no sacan su raíz, su inspiración y su fuerza del espíritu individual, robustecido y dignificado por una posición desahogada e independiente, cuando por el contrario van acompañadas de una cruel y afrentosa dependencia respecto de la Naturaleza, o de una casta o clase privilegiada. Tras los canales vienen, por lógica necesidad, los prados y la ganadería, los vergeles y la repoblación de los montes, la cría en gran escala de los peces, y por añadidura, el trigo, las plantas industriales, la agricultura intensiva de máquinas y abonos químicos, y el desarrollo de las manufacturas (que si todo producto se compra con producto, el medio más eficaz de fomentar la industria es el medio indirecto de fomentar la producción agrícola, a fin de que los labradores posean muchas cosas que poder ofrecer en trueque a los industriales). Por otra parte, este problema se encuentra enlazado con las más graves cuestiones sociales que se agitan en nuestro tiempo; de modo que ayudando a resolver aquél, se prepara por el mismo hecho la resolución de éstos: el proletarismo y la instrucción popular, la criminalidad, la distribución económica, la universalización de la propiedad, la libertad electoral, el fomento del matrimonio y de la vida en familia, el aumento de la vida media, el desarrollo de la riqueza contributiva, la relación entre la grande y la pequeña propiedad, entre el grande y el pequeño cultivo entre la ganadería y la labranza, etc., etc.

En todo caso, conviene que el individuo no confíe demasiado en la Administración, ni aguarde sus estímulos y su iniciativa, tan incierta, tan ciega y tan irregular en nuestra patria. El no poder obrar lo pequeño a la sombra de lo grande, no es razón para dejar de obrar: no aguarda el pólipo la cooperación de la ballena ni el auxilio de las corrientes o de las tempestades, para emprender la edificación de los corales, de las islas, de los archipiélagos, de los continentes.





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