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ArribaAbajoCapítulo IV

Agricultura desértica. Oasis artificiales


Hay que distinguir en el Sahara tres formas de explotación: 1.ª, extractiva; 2.ª, pecuaria, y 3.ª, agrícola.

Ciertamente que no peca de pródiga ni de exuberante la Naturaleza en el Gran Desierto africano. Los principales recursos con que brindan espontáneamente su flora y su fauna son, en resumen, los siguientes:

l.º El arthratherum pungens, que unos viajeros llaman drin y otros halfa, y el panicun turgidum, son las gramíneas más comunes en todo el Desierto. Suministran excelente pasto a los camellos; pero, además, los targuíes recogen su semilla, la cual, machacada entre dos piedras, produce una harina negruzca con que los más pobres hacen gachas. Se le da un valor igual al tercio del de la cebada.

2.º El aliplex halimus L., que crece en los terrenos algún tanto salinos y cuyas semillas comen a veces los berberiscos hervidas en agua.

3.º Algunas legumbres silvestres, procedentes las más de la familia de las crucíferas, con especialidad las diplotaxis.

4.º El cheiromices leonis, criadillas que crecen en los médanos después de las lluvias y de que los indígenas hacen gran consumo.

5.º El alhaji, cuyos tallos espinosos sirven de alimento a los camellos, pero cuyas raíces, secas y reducidas a harina, son un recurso para el hombre, al menos en el Fezán.

6.º La nitraria tridentata, que crece entre el alhají en el Sahara septentrional, y cuyas bayas exquisitas, de virtud refrescante, han inducido a muchos naturalistas a referir esta especie al famoso loto de los antiguos.

7.º La acacia denominada talj, cuya goma comen los targuíes cuando todavía no se ha concretado.

8.º Los antílopes, gacelas, fenecos, avestruces, ratas, etcétera. El antílope y la gacela, sobre todo, entran por una gran parte en la alimentación de los naturales del Desierto.

9.º La langosta, especie de maná providencial, que comen como plato de regalo, ora hirviéndola con sal (en cuyo estado se conserva muchos meses), ora seca al sol o asada en las ascuas, ora en conserva de aceite, o reducida a polvo.

10.º El pescado se cría en los lagos del Fezán, pero sólo lo comen los vasallos y los negros: los indígenas de Río de Oro se alimentan casi exclusivamente de pescado; y los Uled-Delím de la zona próxima hacen también algún consumo de él.

11.º El esparto y el halfa: así como en otros países, la riqueza natural que se encuentra exportable desde el primer día de la ocupación es la madera, o los metales preciosos, en el Desierto es el esparto y el halfa, que en Europa sirve como materia primera para fabricar papel: entre Marruecos y la Tripolitana existe una faja de terreno de 300 kilómetros de anchura, formando un total de cuatro millones de hectáreas, propiedad de Francia, cubiertas de gramíneas del género stipa, entre las cuales domina la stipa tenacissima, y para cuya exportación han construido ferrocarriles los franceses. En el Sahara occidental encontraron esparto nuestros expedicionarios, pero no formaba rodales espesos. En la latitud de Cabo Blanco del Sahara, hacia el límite oriental de los territorios del Adrar-et-Tmarr, que acaban de ponerse bajo la protección de España, viajó un día entero el Dr. Lenz por un verdadero mar de halfa.

Pero el recurso principal de los saharianos (o zahareños, como escribe el Sr. Fernández y González), es la ganadería, siendo esta forma de explotación tan característica del Gran Desierto, que la palabra Sahara viene, a lo que parece, de la raíz ra'a, pastar. Compónense los rebaños de cabras, ovejas y camellos; camellos sobre todo. Hay muchas tribus, principalmente en el Sahara occidental, que no conocen otro alimento durante una gran parte del año que la leche de camella. Entre Octubre y Noviembre principian las lluvias, y el Desierto cambia súbitamente de aspecto; lo que la víspera era una estepa desnuda o un arenal desolado, se convierte de repente en hermosa pradera sin fin; la vida vegetal se ostenta con un vigor y una lozanía de que no tenemos idea en Europa; una semana basta para que la hierba nazca y se desarrolle y ofrezca substancioso y abundante alimento a la rica fauna del Desierto. Esa vegetación herbácea se mantiene verde durante unos ocho meses; luego, las lluvias cesan, el suelo se caldea y pierde la humedad, las hierbas se secan, dejando: la parte foliácea convertida en heno, para sustento de los infinitos herbívoros que pululan por todas partes, durante el verano y el otoño; el suelo, sembrado de semilla, que ha de brotar con las primeras lluvias y poblar nuevamente el Desierto; el subsuelo, convertido en despensa donde se proveen abundantemente de raíces las innumerables legiones de ratas y otros roedores, que tienen minada la mitad septentrional del continente africano.

En tercer lugar viene la agricultura, y el rasgo distintivo de la agricultura sahárica, en su más alto grado de perfección, es el oasis artificial.

Los oasis son Creación humana: delante del hombre, el Desierto retrocede: no bien desaparece el hombre, el Desierto vuelve a recobrar sus dominios. Hemos visto nacer oasis en nuestros mismos días, y los hemos visto morir. El modo como se forman es doble: 1.º Escombrando el suelo hasta llegar a la capa más próxima al agua subterránea, y sembrando o plantando en ella los vegetales domésticos propios del país. 2.º cultivándolos en la superficie y alumbrando el agua subterránea, y ascendiéndola artificialmente, si no sube ella por propio impulso. En rigor, todo viene a ser una misma cosa: abrir pozos anchos para establecer en su fondo los cultivos, que es aproximar el vegetal al agua: o abrir pozos estrechos para que suba la corriente líquida a la superficie, que es aproximar el agua al vegetal. Como tipo del primer género de formación de oasis, puedo citar el Suf, entre Argelia y Túnez, al Sur de los xots que formaron un tiempo el famoso lago Tritón; como tipo del segundo género, el Mzab y el Uad-Rhir.

El Suf es un archipiélago de diez oasis, creados sobre las dunas que cubren con 10 a 15 metros de arena aquel río Tritón de los antiguos, que hace dos mil años corría por la superficie con bastante caudal para criar cocodrilos. Cuentan unas 160.000 palmeras. Los sufíes principian por abrir una oquedad entre dos médanos, escombrando 8, 10, 12 ó 15 metros de profundidad, hasta dar con la capa húmeda: la anchura es variable, según las condiciones de la localidad; unas veces el hoyo abierto sirve para plantar cuatro o cinco pies de palmera tan sólo; otras constituye un huerto capaz para 100 y aun 200 de estos árboles, y muchos más de otras especies. A la sombra de las palmeras cultivan tabaco y diversas clases de legumbres; en el declive del ancho embudo crecen naranjos, granados, higueras, parras, albérchigos, etc. Para regarlos abren en el fondo una poza e instalan una especie de cigüeña. La palmera, con las raíces en el agua y la copa asomando apenas al nivel del suelo superior, recibe multiplicado por la reverberación de las paredes del cono donde crece, y que obran a modo de espejo ustorio, el calor solar, y así se forman los mejores dátiles llamados de Berbería que vienen a Europa. El terreno plantado se paga a razón de 1.000 a 2.000 reales por pie de palmera. El producto en este género de cultivo es grande, pero el trabajo, de lo más rudo; a lo mejor, la corriente subterránea baja de nivel o toma otro camino, y hay que descalzar las palmeras para mudarlas de sitio o ponerlas más hondas; otras veces, una tempestad de arena las sepulta en todo o en parte, no obstante hallarse defendidas con empalizadas puestas en lo alto de los taludes, y hay que empezar de nuevo el escombro, con gran cuidado para no dañar a los árboles enterrados. Treinta mil almas se ocupan en este género de cultivo, no desconocido del todo en España (verbigracia, cultivo de legumbres en navas o navazos, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, etc.).

La creación de oasis por medio de pozos artesianos es antiquísima en el Sahara, cuyos naturales atribuyen su invención a cierto rey mítico del país, llamado Du-l-Kornein, el príncipe de los «Dos cuernos». En el Sahara septentrional existen corporaciones de ghetas, rhetas o buzos, cuya profesión es la apertura de pozos artesianos; perforan el suelo 4, 6, 10, 20, 30 o más metros, según los lugares, sumergiéndose en el agua de las capas más superficiales que rezuma y se acumula en el pozo a medida que lo van abriendo; con tablas y puntales con tienen el derrumbamiento de las paredes; cuando alcanzan la capa impermeable, la taladran, y al punto, el agua que corría por debajo, asciende por su sola virtud si las condiciones geológicas de la localidad la favorecen. Es el milagro aquél que Moisés había aprendido en el Desierto y que no ha cesado de reproducirse, lo mismo en Arabia que en África. En derredor del pozo se plantan palmeras y otros frutales de menos vuelo; entre sus pies crece una vegetación exuberante de hortalizas y plantas industriales: el oasis está hecho. El viento deposita, cerca de allí su carga de arena y pasa como cernido a través de los árboles; el Desierto se ha detenido. Un ejemplo notable de esto es el grupo de oasis del Mzab, creados no ha mucho por beréberes de la rama zenata sobre varios afluentes (casi todos subterráneos) del Uad-Miyá, y que constituye una pequeña república federativa de 30.000 almas, dependiente de Francia desde 1882; allí donde hace tres siglos no existía ningún género de vegetación, se ha formado uno de los centros agrícolas más prósperos del Norte de África. Cultivan cerca de 200.000 palmeras; a pesar de que el agua se halla a 60 metros de profundidad, las tierras plantadas se pagan a razón de 3.000 y pico reales por pie de palmera, es decir, a un precio que no alcanzan nunca en España ni aun en la huerta de Valencia. El oasis de Uargla, situado encima de Uad-Miyá mismo, cultiva 600.000 palmeras. El Sahara argelino produce dátiles por valor de 300 millones de reales cada año.

En tales circunstancias, era natural que Francia, país clásico de los pozos artesianos, llevara al Sahara sus grandes aparatos de sondaje para crear nuevos oasis, ensanchar los existentes y salvar de una muerte cierta a los que estaban a punto de perecer. En el solo oasis de Uargla, los pozos artesianos abiertos con barrena desde 1882, arrojan un total de más de un metro cúbico de agua por segundo. Pero el ejemplo clásico de este género de obras es la región del Uad-Rhir, capital Tugurt, en el Sahara de la provincia de Constantina. Sus oasis ocupan una extensión de 120 kilómetros; en 1856, su censo de población no excedía de 6.700 habitantes, ocupados en el cultivo de 400.000 árboles, en su mayor parte palmeras, regadas por 300 manantiales y pozos artesianos indígenas. Los franceses han perforado desde aquella fecha 97 pozos artesianos con tubo de hierro, y el número de árboles plantados se acerca ya al doble; la población igualmente ha duplicado; hay 40 oasis en vez de 31; y recientemente se ha constituido una «Sociedad agrícola e industrial» en Batna, para proseguir el sondaje del suelo y la creación de nuevos oasis.

Pero ya lo he dicho: las obras del hombre se rigen por la misma ley que las de la Naturaleza; no se crean de una vez para vivir siempre; viven a condición de que la creación sea una palingenesia continua; se extinguen en el mismo punto en que la acción humana se interrumpe. El Desierto está resumido en una planta, la palmera, y en un animal, el camello: sin éste y sin aquélla, apenas se concibe la existencia del hombre en el Sahara. Pero sin el hombre, tampoco pueden vivir en el Desierto la palmera y el camello, porque necesitan agua, y la Naturaleza no se la da: sólo el hombre puede dársela. Acaso no pueda señalarse más estrecha solidaridad entre seres tan desemejantes. Desaparece el hombre y muere el Pozo, muere la palmera, muere el oasis. Las tablas que revisten interiormente los pozos y los puntales que las sostienen, se pudren con facilidad por hallarse en contacto constante con la humedad y el aire, y es forzoso renovarlas con gran frecuencia. Que por cualquier causa, verbigracia, una invasión o una guerra, o simplemente por abandono o por desidia, quede descuidado el pozo, sus paredes se derrumban, el pozo se ciega, las palmeras y los demás frutales mueren de sed, la ola de arena avanza, las poblaciones son invadidas, y tal vez sepultadas: unos cuantos troncos denegridos, cadáveres de palmeras anuncian al viajero que allí hubo un oasis. -Por regla general, un pozo artesiano indígena vive cinco años; para que alcance el siglo, hay que restaurarlo a menudo, a veces hasta realumbrarlo; en el oasis de Uargla se calculaba que moría un pozo cada día. -Este fenómeno no es privativo de África: también hay ejemplos de ello en Europa. Recuérdese la invasión de las arenas en los pueblos próximos a las landas de la Gascuña, antes que se plantaran; recuérdese la de las arenas del Guadalquivir en la provincia de Cádiz. Debida a los depósitos postpliocenos de este río, existe una faja de terreno que se extiende hasta Rota, tocando en Bonanza, Sanlúcar y Chipiona, compuesta en su mayor parte de arenas voladoras, las cuales, impulsadas por el viento, reproducen en pequeño los mismos fenómenos del Sahara, formando una cordillera de médanos o cerros que avanzan lentamente hacia dentro de tierra. Hubo un momento en el siglo pasado, que amenazaron sepultar el barrio bajo de la ciudad; una calle entera se había hecho ya inhabitable, y toda la población habría acabado por desaparecer, habiendo resultado ineficaces cuantas medidas se adoptaron para impedirlo, a no haberse descubierto por una feliz casualidad el sistema de utilizar y de fijar al propio tiempo las arenas voladoras, mediante la creación de huertas en forma de navazos. Las landas de la Gascuña eran hace medio siglo un como pedazo de Sahara: hoy son un centro de producción considerable; pues bien, que se cortaran aquellos millones de árboles que han aprisionado las arenas y la humedad, e iniciado la formación de tierra vegetal; que se talara aquel hermoso bosque que el ferrocarril cruza durante horas enteras, como la reina Cahina en el siglo VII hizo cortar las selvas de la Berbería para defenderse de los árabes, y la Gascuña volvería a ser el Desierto y la arena de las landas reanudaría el movimiento suspendido de avance hacia el interior de Francia. En África, por las vicisitudes de su historia, el fenómeno ha cobrado proporciones aterradoras. En la cuenca del ya citado Uad-Miyá, entre Uargla y Tugurt, la dilatada planicie de El-Hayira estuvo cubierta en lo antiguo de poblaciones berberiscas dedicadas a la agricultura, y a las cuales se subrogaron los árabes en la segunda invasión: todavía en el siglo XIII se contaban, según la tradición, en número de 125. Actualmente, sólo quedan dos: Uargla y Nguza. Hace pocos años, M. Tarry, inspector de Hacienda, que formó parte de la expedición Flatters en su primera etapa, practicó excavaciones que dieron por resultado descubrir el solar de cuatro de aquellas poblaciones, entre ellas la capital Sedrata (o Cedratta), que ha sido apellidada «la Pompeya sahárica», con sus casas, sus esculturas, un marabut, restos de una mezquita, un palacio con inscripciones, curioso ejemplar del arte arábigo-berberisco en el siglo IX, y hasta con sus pozos, sepultados debajo de la inmensa duna que se extiende al SO. de Uargla. De los 2.000 que había en esta región, únicamente queda un centenar: el río Uad-Miyá ha desaparecido, quedando transformado en una capa subterránea de agua de 12 a 20 kilómetros de anchura. Y se agita el proyecto de reconquistar al Desierto todo ese valle y reconstituir su antigua fertilidad, abriendo de nuevo los pozos obstruidos y perforando otros.

Pues esto que sucede con la palmera y demás plantas sociales, se repite con los árboles silvestres, que no necesitan riego: también es el arte humano condición necesaria de su existencia: también es impotente la Naturaleza para repoblar las selvas y rodales que se van extinguiendo.

Dos grandes invasiones hubieron de dar principio a la despoblación vegetal del Gran Desierto africano: la de los ibero-libios en la Edad antigua, y la de los musulmanes en la Media. Los primeros, acantonados en el N. y NO. de África, hicieron del Sahara un vivero de esclavos, a punto de acabar con la raza negra, que parece le había precedido, ora empujándola hacia el Sudán, ora aniquilándola en esas horribles cacerías de esclavos de que aún son víctimas sus descendientes en el Alto Nilo. En tales guerras, el incendio y el exterminio no afectan sólo a las poblaciones: con ellas perecen también los bosques. Luego, despojado de su vestidura vegetal el suelo, y no equilibrados, como en las demás zonas del continente, los dos elementos calor y humedad, el poder destructor de los agentes físicos aventaja a la potencia creadora de la naturaleza orgánica: el suelo, que sustentaba a los árboles, se resquebraja y pulveriza; la roca queda desnuda y se va resolviendo en arena; los vientos alisios, soplando sin cesar, forman con ésta y con aquél nubes y montañas; el espacio se comparte entre médanos movibles y rocas peladas. Todavía al lado de ésta, ha obrado otra causa de destrucción: el pastoreo. Los más antiguos moradores históricos del Sahara, que habían sucedido a los de la Edad de Piedra, eran agricultores: los que siguieron a esos en la posesión y beneficio del suelo, eran, al revés, nómadas y pastores, que es decir enemigos del arbolado, porque el arbolado sirve de guarida a las fieras que diezman el ganado y roban espacio, luz y alimento a la pradera. Ahora bien: en condiciones de clima tan singulares como las del Sahara, allí donde muere un árbol o un bosque, puede decirse que ha muerto no el individuo, sino la especie, porque la Naturaleza no tiene fuerza bastante para contrarrestar las causas de muerte que obran en su seno: antes que el árbol naciente haya podido desarrollarse, ya el diente de los rumiantes o de los roedores lo ha destruido, o el sol le ha sorbido la escasa humedad retenida en el diminuto terrón que abarcan sus raíces, o los aguaceros y el viento han dispersado la tierra vegetal que había logrado salvar entre las suyas seculares el árbol que murió, o la han ahogado bajo una capa de arena. Así, regiones del Sahara septentrional de que se tiene noticia cierta que fueron fertilísimas en otro tiempo, presentan ahora un aspecto de aridez y de desolación que espanta, a causa de hallarse recorridas desde hace algunos siglos por pastores de raza árabe. Largeau cruzó en el Uad-Biskra una antigua selva de corpulentos tamarindos, de la cual no queda ya sino escasos rodales, condenados a su vez a desaparecer en breve espacio de tiempo ante el vandalismo de los nómadas; y el padre de su guía, natural del país, había conocido la vasta llanura de Ezzemul -el-Akbar -que es ahora un dédalo de dunas gigantescas, hasta de 500 metros de altura- siendo una planicie regular cubierta de riquísima vegetación y con pozos de agua viva de tanto en tanto. -A dos jornadas de la bahía de Río de Oro, en pleno Guerguer, han encontrado nuestros viajeros un rodal de monte, de unos 300 metros de ancho, enteramente seco: los árboles muertos miden de 5 a 6 metros de altura, y sus troncos, muy retorcidos, abarcan hasta un metro en la circunferencia: estaban poco espesos. No sabemos la causa de este fenómeno, pero se ve que el bosque no ha podido regenerarse por sí propio. Las acacias o taljes esporádicos que registran en diferentes lugares de su itinerario, son resto evidente de las antiguas selvas que no han logrado perpetuarse por diseminación natural: en el sitio denominado Alcazabita de los Huesos existe un talj muy ramoso y fresco, de tronco recto: (por hallarse defendido del viento), con el cual y las ramas forma a modo de una choza donde puede sestearse muy cómodamente: alrededor crecen atochas de esparto. Cuando esos últimos supervivientes de los primitivos bosques saháricos desaparezcan, el Guerguer y el Tiris quedarán enteramente desnudos de vegetación arbórea, como no acuda a favorecer su restauración la mano del hombre civilizado.

Los europeos que han viajado por el Sahara están contestes en atribuir al hombre, más bien que al clima, la sequedad característica del suelo y su relativa infecundidad. «La región del Desierto, dice Duveyrier, es ciertamente excepcional, pero su aridez antes es obra del hombre que del abandono del Criador.» «Siempre he creído, añade Soleillet, que estos hamadas estuvieron poblados de arbolado en otro tiempo, cuando los uadis del Sahara corrían a cielo cubierto, y que a su despoblación se debe el que estos ríos se hayan secado.» «La desnudez de las arenas que se nota en derredor de los sitios habitados, observa Largeau, reconoce por causa la pereza ingénita del árabe; ordinariamente, falta toda vegetación en un radio de dos jornadas en torno de los centros habitados; pero las arenas son fértiles por naturaleza, y a medida que nos vamos apartando de las poblaciones o duares, crece en frondosidad el suelo: esa vegetación, que transformará el país de las dunas, y hará más frecuentes y más regulares las lluvias, y volverá a hacer correr los ríos y a llenar los xots; sería hoy ya harto más espesa de lo que es, si la mayor parte de los gérmenes que nacen después de la lluvia no fuesen devorados inmediatamente por los herbívoros que pululan en esos parajes; si el hombre auxiliase el trabajo de la Naturaleza.»

Con esto se comprenderá que cuando habitaban el Desierto tribus labradoras, fuese más abundante la vegetación, y por tanto la humedad. Tiénese noticia de dos Imperios poderosos que hubo en la región del Sahara, llamada ahora Tibesti y Ahagar: el Imperio de los Garamantes y el de los Geiros; capitales Garama y N'Geira. Los mercaderes griegos y romanos tenían tres vías para llegar hasta ellos y comunicarse con el interior de África; sin contar con otra que arrancaba de las inmediaciones de Ceuta, enfrente de España, y corría por la costa occidental a lo largo de Marruecos hasta el Desierto. Por ellas iban los mercaderes de Leptis, de Alejandría y de Cádiz a Garama, al lago líbico (Tsad), a N'Geira y a Ualata, población esta última vecina al Adrar, y que aún hoy sirve de estación a las caravanas de Tembuctu (que transportan, lo mismo que hace diez y ochos siglos, polvo y barras de oro del Sudán), pero que ha perdido su antiguo esplendor. Los romanos estuvieron en relaciones con el Imperio garamántico, primero por la guerra, después como aliados y protectores suyos, para abrir al comercio los Estados negros del África austral, que dominaban hasta el mar de las Indias; y a este efecto, los legionarios de Roma llevaron a cabo dos expediciones costosísimas, la primera de ellas, el año 19 a. de J. C., bajo el mando del gaditano Cornelio Balbo (Plinio, lib. V, cap. 5). Pero entonces, la travesía del Sahara era más cómoda que ahora: las zonas fértiles y arboladas ocupaban grandes extensiones, gracias al genio de los garamantes, que habían abierto infinitos pozos de galerías y construido caminos empedrados, de que todavía se conservan trozos (algunos con miliarios romanos) desde el Mediterráneo hasta el Fezán, y desde Fezán hasta Asben. Ya en el siglo I de nuestra Era, para aislarse de Roma los garamantes, cegaron los pozos que hacían accesible la vía principal de la Phazania (Fezán), según dice el mismo Plinio, condenando a esterilidad una zona vastísima. La invasión musulmana puso el colmo a la destrucción de bosques y de pozos: guerra tras guerra, los caminos se cerraron, el arbolado fue consumido por las llamas, las poblaciones saháricas se enflaquecieron, los últimos restos de aquellos antiguos imperios se replegaron, huyendo de los invasores, a la comarca comprendida entre el lago Tsad y el Senegal, estableciéndose en el oasis de Asben y en el Bornú y Kanem, donde todavía se conservan tradiciones de esta emigración dolorosísima; los Pozos y fogaras se derrumbaron o fueron sepultados bajo montes de arena; murieron las palmeras; el Desierto pasó su rasero nivelador sobre aquella región que el sudor de tantas generaciones había hecho fértil. De esas primitivas civilizaciones han quedado en el Desierto: 1.º, numerosas obras hidráulicas existentes en el Tuat, Fezán, Uargla y otras comarcas; igual procedencia deben traer, a juzgar por su construcción, algunos de los pozos monumentales del Sahara occidental, visitados por nuestros expedicionarios: 2.º, las esculturas rupestres de Ghadamés. Moghar, Anai, Telizzarhen, etc., en las cuales se ven representados zebús tirando de carros o empleados en otras faenas agrícolas. Cuando esas esculturas se grabaron, el camello no había penetrado todavía en el Desierto; las mercancías no se transportaban a lomo, sino en ruedas: en el siglo V a. de J. C., el arrastre se hacía con caballos, según Heródoto; después con cebús, especie de bueyes: hacia el siglo I de nuestra Era se habla también de rebaños de vacas. Todo esto prueba que había más humedad y más vegetación que al presente: en los sitios donde se encuentran aquellas esculturas, no podría vivir hoy el zebú por falta de agua y de hierba: el empleo de este animal ha quedado recluido en el Sudán, sin que exista hoy representación viviente de él en el Desierto, fuera de algunos contados individuos, dedicados a las labores del suelo, en el oasis de Rhat, donde los manantiales son abundantes.

Con lo que precede, podemos principiar ya a determinar el valor agrícola del Sahara occidental. En cuanto lo permite el estado actual de los conocimientos sobre esta parte del Desierto, hay que distinguir en ella cuatro distintas regiones, que requieren ser apreciadas con criterio diferente: -1.ª La septentrional, o sea el Hamra, cruzada por el uad de este nombre y sus numerosos afluentes: -2.ª El Guerguer y el Tiris, donde no existen depresiones ni cuencas de ningún género, fuera de la sebja de Yyil: -3.ª El Adrar-et-Tmarr, oasis montañoso, pero de sierras poco elevadas: -4.ª La zona meridional, al O de Uyeft y del Yébel Iriyi, donde se dice que abundan las aguas subterráneas a no gran profundidad. Prescindiré de las dos últimas, así como del Adrar Súttuf, por falta de informaciones precisas, limitándome a las otras dos.

En la cuenca del Seguia-el-Hamra cabe aquel género de agricultura que dije ser característica del Sahara septentrional: la agricultura intensiva de los oasis artificiales, creados por medio del alumbramiento de corrientes subterráneas. Vimos que los ríos del Sahara, donde los hay, son ríos ciegos: desnudas de vegetación sus orillas, sorbidos por el sol, sepultados sus valles en arena, dejaron de correr hace siglos por la superficie, convirtiéndose en corrientes subterráneas, que alimentan los xots y las sebjas: tales, por ejemplo, el Igargar, el Tritón o Suf, el Uad-Miyá, etc.: el Yeddí, que suelen identificar con el Nigris de los antiguos, arrastra ya muy poca agua y acabará por secarse del todo; el Dráa, cuya corriente caudalosísima poblaban en el siglo I de la Era cristiana cocodrilos e hipopótamos, y en cuyo valle vivía, según vimos, el elefante, circula ahora la mayor parte del año por debajo de los aluviones y de las arenas voladoras que han obstruido su cauce. En un caso semejante se encuentra el Seguia-el-Hamra, de grueso caudal cuando las lluvias son intensas, pero convertido en una rambla seca el resto del año: por esto, lo mismo que aquellos otros ríos y uadis, se presta éste a la creación de ricos oasis, aptos para la colonización canaria. Ya hoy, con la frescura que conserva la arena de su álveo, cultivan algunos indígenas cereales y palmeras, pero puede utilizarse toda o casi toda su corriente de un modo regular y sistemático, represándola por medio de diques transversales profundos, que atraviesen todo el fondo permeable, a fin de hacerla salir a la superficie, y canalizándola luego para regar las tierras altas de una y otra ribera. Es posible que se encuentren también aguas artesianas: en todo caso, podrá utilizarse con ventaja el pozo ordinario (además del tubular) y el de minas o galerías subterráneas (fogara), tan común en algunas provincias de España, o subiendo el agua por medio de bombas o norias de viento.

Además, según resulte ser la intensidad de las lluvias y la de la evaporación, acaso puedan intentarse los pantanos en la región montuosa donde tienen la cabeza los afluentes principales del Seguia-el-Hamra. En las partes bajas podrá cultivarse la viña, aun sin riego. Donde éste abunde, los colonos deben principiar por lo conocido y experimentado, o sea, la palmera. Este árbol representa por sí solo toda una flora, por la sorprendente variedad de sus aplicaciones, y más aún por las numerosas especies de plantas alimenticias e industriales que viven asociadas a él en los oasis del Sahara: tabaco, algodón, cáñamo, vid, olivo, almendro, melocotonero, albaricoquero, granado, naranjo, higuera, trigo, cebada, garbanzo, alfalfa, trébol, patata (introducida hace pocos años en el Sahara), melón, sandía, tomate, cebolla, pimiento, nabo, acelga, y otras, hasta el número de cincuenta. El riego dado a la palmera aprovecha al mismo tiempo a estas otras plantas cultivadas a su pie. Donde el agua, por la cantidad de sal que contiene, es impropia para el cultivo de estos vegetales europeos, todavía conviene a la palmera, y tal vez al algodón, que prospera en los terrenos salados del Uad-Rhir. Las palmeras principian a dar fruto en el Sahara al tercero o cuarto año de plantadas.

Así como se vayan creando nuevos oasis, las tribus errante del país se harán sedentarias y agricultoras, como en otros lugares ha sucedido: en 1857, abrieron los franceses el primer pozo en Um-et-Thiur, y al punto la tribu de los Selmias renunció a la vida nómada, plantando alderredor de él 1.200 palmeras.

El Guerguer y el Tiris ofrecen condiciones hidrológicas muy diferentes, y el modo de proceder tiene que ser otro. No existen allí vastas depresiones, enlazadas con sistemas de montañas que periódicamente las inunden y empapen de agua o que de carácter permanente: es una meseta de 600 kilómetros de anchura, plana en la superficie, y más que plana, ligeramente convexa, uniforme en toda su extensión; sin arrugas ni otros accidentes apreciables; sin indicio de que por ella haya corrido nunca el más insignificante riachuelo. Por esto no han encontrado nuestros viajeros centros de población sedentaria, ni agricultura, ni sombra de aquellos gremios de rhetas o alumbradores de pozos, tan comunes en el Sahara septentrional. No hay que pensar, por tanto, en plantíos de palmeras ni en agricultura intensiva: es menester principiar por fijar el suelo y refrescar el aire, reconstituyendo en lo posible la antigua vegetación; propagar el esparto y el halfa, el alhají, la gramínea denominada çbeit, que alcanza una altura hasta de dos metros, y otras plantas herbáceas semejantes; así como también los arbustos característicos del Desierto, tales como éstos: atriplex halimus, peganum Harmala, ephedra alata, rhus dioica, henophyton deserti, calligonum comosum (que a veces cobra proporciones de árbol), capparis spinosa, retama raetam, limoniastrum Guyonianum (zeita, de los árabes), y otros: simultáneamente debe fomentarse, por medios directos donde los indirectos sean insuficientes, aquellas especies arbóreas que son propias del Gran Desierto, y que cuentan entre sus medios de acción el de proteger a los arbustos y a las hierbas con que se regenera el suelo vegetal. Cerca de Laguat (Laghouat) encontró Soleillet varios dayas poblados de pistacheros (pistacia allantica) centenarios, los cuales abrigaban una rica vegetación, preservándola de los rigores del estío y de las heladas del invierno. El árbol que parece más resistente a la sequía y es, por esto, general en todo el Desierto, es el talj o talh (acacia arabica Willd: tortilis Hayne): ocupa en el mundo de los árboles el mismo lugar que el arthratherum pungens en el de las hierbas. León el Africano decía de él: «Lo hay en los desiertos de la Numidia, en la Libia y en el país de los negros». En Bu-Hedma, al S. de Túnez, existe una selva de taljes de 30 kilómetros. Duveyrier cruzó durante su viaje 38 rodales de esta especie; y además, lo señala formando bosque en el Tasilí, en el Ahagar, en el Tuat, etc. En el Sahara occidental principian a encontrarse a media jornada de la costa, pero alcanzan allí menos talla que en el interior (v. gr., que en el pozo de Hauix), a causa de ser más fuerte el viento que reina en aquella zona litoral. Otro árbol que también debe ensayarse es el ethel de los árabes (tamarix articulata, gallica, etc., Wahl), que forma entre Ghadamés y Rhat 65 rodales, y cuyo tronco alcanza de uno a dos metros, y aun más, de circunferencia. También puede pensarse en la especie denominada parkansonia, del Senegal: en 1860, decía M. Fulcrand, en su descripción de la isla de Arguín, que pocos años antes quedaba todavía en pie, cerca de las cisternas, un individuo corpulento de esta especie, y la isla de Arguín es bastante más árida que la península de Río de Oro y que las tierras del interior. En los sitios algo abrigados de esta península, tal como la depresión de Tauurta, crece el taray, igual al de Canarias. Citaré también para memoria la acacia gummifera.

Si algún día se establece una corriente comercial entre el Sudán y Río de Oro, habrá que constituir una línea de estaciones, cuando menos de jornada en jornada, con pozo, caravanserrallo y guarnición para el servicio de policía; y ésta será la ocasión de acometer la obra de la repoblación forestal del Guerguer y del Tiris. Convenientemente organizadas y dirigidas esas estaciones, serán otras tantas cunas o centros de dispersión, el derredor de los cuales irá propagándose y avanzando por círculos concéntricos, cada vez más anchos, y el arbolado. Para fundarlas, lo primero será abrir un pozo; y donde ya lo haya, limpiarlo, ponerle brocal y proveerlo de pilas y abrevaderos de piedra. En algunos lugares podrá acumularse con el pozo la fogara (en el Adrar Súttuf parece que las hay). En otros, la cisterna o aljibe; en la isla de Arguín se conservan dos, construidos, según se dice por los portugueses, que podían almacenar 1.000 metros cúbicos de agua, y que hoy sirven aún a los indígenas; las ruinas de Cyrene conservan todavía uno de 165 metros de longitud, cubierto por losas de seis metros. Inmediatamente deberán construirse dos edificios, de tapial donde se encuentre arcilla, y donde no, de piedra: el uno, casa-fortín para la guarda del lugar; el otro, posada para los arrieros de las caravanas. Alrededor de ellos -y a cierta distancia, en previsión de un ataque o de un incendio- se plantarán o sembrarán, defendiéndolos con tapias o con estacadas contra el viento y contra los rumiantes, los primeros taljes, tarayes, retamas, tamarindos, halfas, etc.: si la capa de tierra es muy delgada, bastará quebrantar la roca con barrenos de pólvora y poner un obstáculo cualquiera al viento, para que en pocos días, con la arena que éste acarrea, se obtenga fondo suficiente; entre las piedras removidas se mantendrá la humedad aun en el verano, y cobrarán rápido desarrollo las raíces de los árboles. Por regla general, bastará esparcir semillas o plantar estacas o atochas en las dunas con las primeras lluvias, y protegerlas contra liebres, antílopes, cabras, camellos, etcétera; y contra el viento, hasta tanto que se hayan desarrollado lo bastante para no temer a estos enemigos; o más claro, basta acotar el terreno (luego de sembrado por mano del hombre o por diseminación natural). Asegurada que esté la existencia de este primer núcleo de vegetación, se creará en la misma forma un segundo círculo de arbolado o línea de rodales, mudando de sitio la estacada o edificando un nuevo recinto de tapias a mayor distancia, y así sucesivamente: ya después, estos árboles proyectarán sus brotes y semillas hacia el exterior, y bastará un sencillo acotamiento. Cuando el arbolado se haya desarrollado lo suficiente para suministrar al naciente oasis sombra, rocíos copiosos y abrigo contra el viento, contra la evaporación rápida y contra las arenas volantes, podrá cultivarse en el centro legumbres y algunas palmeras, hasta donde alcance el agua manantial y almacenada, así como también algunas otras plantas domésticas que no precisen riego; podrá recogerse agua de lluvia en balsas o albercas de fondo arcilloso, sombreadas por los árboles, etc., etc. Mientras tanto, los moradores de estas estaciones deberán ejercer la ganadería extensiva, a estilo del país, ayudándose de indígenas; ensayar la siembra de cereales de invierno, en los cercados y fuera de ellos; plantación de vides; acaso la patata precoz en los meses lluviosos, etc. Pero ya lo he dicho: nada de esto podrá hacer España en el momento, como no surja o se provoque la necesidad de crear, en vista del gran comercio del Sudán, una vía desértica, preliminar acaso de un ferrocarril, que tendría más razón de ser que el del famoso proyecto transahariano de los franceses. Para el solo efecto de colonizar, sería una locura pensar en el Sahara occidental, mientras brinde el planeta y posea España territorios de otras condiciones donde poder emplear su actividad con provecho grande e inmediato. Algún día se agotarán las tierras fértiles, y entonces será quizá forzoso echar mano de los desiertos, y tendrá cuenta invertir en ellos capitales sobrantes e improductivos. No cabe duda que sería muy conveniente preparar ya hoy la transformación de las condiciones físicas del Sahara occidental por medio de la repoblación de sus montes, siquiera fuese sólo en la escala reducidísima que dejo apuntada; pero ni aun esto le es lícito a nuestro país, por causas diversas, como no se dé así por añadidura, como no sea efecto y consecuencia de una obra reproductiva ya en el instante.

No siendo eso, todo lo que España puede hacer (pero esto creo que debe hacerlo), es crear dos o tres núcleos de población en la costa, que hagan efectiva la ocupación del territorio; protejan la industria de la pesca; sirvan de guía y escala al comercio marítimo universal, con sus depósitos y sus faros; creen en torno de sí un oasis, que sea texto vivo con que se enseñe la posibilidad y el modo cómo en su día ha de transformarse el Desierto; y sirvan de mediador por donde se comuniquen sus naturales con el mundo exterior, y salgan de su aislamiento, y se sientan atraídos hacia el mar, y reciban los primeros vislumbres de la vida civilizada con sus buques, sus casas, sus ferias, su trato, sus medicinas, sus manufacturas, sus escuelas, sus industrias y sus cultivos. Esas poblaciones deberían situarse: una en Río de Oro; otra en la desembocadura de Seguia-el-Hamra, si se puede habilitar allí fondeadero; y acaso otra en la Uina, si al fin se decide que la costa de la Mar Pequeña vuelva a ser, como debe, española. Las condiciones agrícolas de estas tres regiones son enteramente diferentes, y representan un tipo distinto de cultivo. La población de la Uina tendría más de colonia que de factoría; la de Río de Oro sería factoría y pesquería más bien que colonia; la de Hamra participaría por igual de los dos extremos. Podrían apoyarse mutuamente; por ejemplo, suministrando la Uina pastos que le faltan a Río de Oro, para el ganado que se fuese adquiriendo aquí y no se pudiera transportar inmediatamente a la península. En cada una habría autoridad local, dependiente de Canarias, y un destacamento compuesto, al menos en parte, de moros tiradores del Rif; también debería admitirse indígenas del Sahara, pero después de servir en Ceuta algunos años. Los colonos del Hamra y de la Uina habrían de tomarse de Canarias; mas en Río de Oro tal vez convendría proceder de este otro modo:

La población deberá fundarse, a mi juicio, no en la península, donde se halla establecida la factoría de Villa-Cisneros; tampoco cerca del pozo de Tauurta (en cuya depresión, por otra parte, podría crearse sin gran esfuerzo un oasis cultivable de un kilómetro de longitud, alumbrando más agua, y contando con que el aire en este sitio, cuando más seco está, contiene 50 por 100 de humedad relativa, y que por la noche llega a 100, al punto de saturación, produciendo rocíos copiosísimos, según las observaciones psicrométricas del Sr. Quiroga); debe fundarse, repito, y este es también el deseo que han manifestado los adrarienses a nuestros viajeros, en la costa del continente frontera de la península, junto al Huisi-Aisa (pozito de Jesús), o en otro sitio próximo que sea más idóneo para el embarque y desembarque, donde, sondando previamente el suelto, se encuentre una vena de agua o indicios de filtraciones como las que abastecen el pozo dicho. Además, debe dotarse a cada casa de un aljibe, sea de losa y cemento, sea de baldosa vidriada, para recoger agua de lluvia, sin perjuicio de construir uno común de grandes dimensiones; y en los contornos, balsas o estanques con revoque de arcilla, resguardadas de la acción evaporante de los vientos y de la obstrucción de las arenas por medio de una tapia, a fin de prolongar algún tanto la humedad después de las últimas lluvias, abrevar ganado, regar, lavar, etc. Además del edificio para el gobernador y el destacamento, y de las viviendas que puedan edificar las empresas mercantiles o de pesca que allí se establezcan, debe construirse con arreglo a un plan regular una serie de chozas, a fin de agrupar en ellas a los indígenas que ahora viven en cuevas alrededor de la bahía y se prestar por su natural dócil a todo género de combinaciones. Protegidos por una autoridad celosa y honrada, no tardarían en salir de su abyección actual: ejercerían diversidad de trabajos, y se haría más varia su alimentación; aprenderían el arte de cultivar; sus hijos asistirían a la escuela; ingresarían algunos en el ejército; pensionaría otros el Gobierno para estudiar medicina en el hospital español de Tánger, y en poco tiempo se habría creado una población laboriosa, industriada a medias en las artes de la civilización europea, y por lo mismo, a propósito como ninguna otra para servir de intermediario entre España y África. Por lo demás, las construcciones deberán ser lo más económicas que sea posible: abundando, como abunda, la arcilla casi al pie de la obra, no parece que deba usarse por lo pronto otro género de fábrica que aquel que ya Plinio hace diez y ocho siglos dijo ser característico de España y de África (lib. XXXV, cap. 48), invención acaso de los ibero-libios: el adobe y el tapial u hormazo, sistema de construcción dominante hoy aún, lo mismo que en la antigüedad, en los oasis del Sahara y en nuestra península.

Existiendo, en el sitio indicado de la bahía, caliza, arcilla y arena silícea, y fósforo y potasa en los despojos del pescado, en el menhaden y en las algas, se tienen todos los elementos necesarios para constituir una excelente tierra forestal y de labor, sobre el subsuelo de roca removida o quebrantada en derredor del casco de la población. El recinto de tapia ejercerá el doble oficio de defender a ésta contra las agresiones de los Uled-Delim, y prestar un abrigo provisional contra el viento y la arena voladora, mientras crecen en haz apretado los taljes, tarayes, parkansonias y demás especies arbóreas que prevalezcan en los ensayos. Una sencilla columna de piedras sobrepuestas, aunque sea en seco, con un farol de color sujeto en el cabo, será precioso indicador para las naves mercantes o de pesca que pasen de noche por aquellos parajes, y servirá de natural introducción a los faros que algún día han de erigirse en la costa obscura y desierta que corre desde Marruecos hasta el Senegal.

Últimamente, las ferias que se celebren en esta población, de acuerdo principalmente con los fabricantes y navieros de Cataluña, y previos anuncios en el Adrar, Tixit, Ualata, Tembuctu y Mogador, dirán el grado de desarrollo que puede alcanzar el comercio sudanés en Río de Oro, y si valdría la pena fundar estaciones a lo largo de la ruta, en la forma antes indicada.