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La fugitiva [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






La fiesta de los ángeles

Los restos mortales de Amanda Solano, exhumados del Panteón Francés de San Joaquín en la Ciudad de México, donde murió el domingo 8 de julio de 1956, llegaron al Aeropuerto Internacional del Coco el viernes 16 de junio de 1961 a las 3.50 de la tarde, con retraso de una hora, a bordo de un avión carguero cuatrimotor DC-4 de la línea de bandera nacional Lacsa, consignados en el manifiesto número AA172-500, según consta en los archivos de la Dirección General de Aduanas correspondientes a ese año.

En el mismo manifiesto figuran mercaderías diversas con destino a almacenes y agencias comerciales de San José, Cartago y Alajuela, entre ellas fardos de textiles de diversa textura y color, llantas y neumáticos de caucho para camiones y tractores agrícolas, balas de sacos de yute para empacar café de exportación, barriles de urea y otros fertilizantes, bebidas espirituosas (tequila) en cartones de doce botellas c/u; rollos de alambre de púas de medio quintal c/u; bultos con muestras de medicamentos sin valor comercial; así como también sacos de lona conteniendo latas de películas destinadas a los circuitos de exhibición, cajones de flores confeccionadas en tela y papel crepé y otras artesanías de cerámica, madera y latón, lo mismo que cajas de libros educativos y recreativos, y paquetes de revistas de modas y variedades.

De acuerdo a la crónica publicada en la tercera página del diario La Nación del día siguiente, suscrita por el reportero Romano Minguella Cortés, el ataúd color borgoña, provisto de maniguetas metálicas, y adornado en la parte superior de la tapa con un crucifijo también metálico, llegó resguardado en un cajón de tablas de pino sin cepillar, y fue bajado por medio de un montacargas frente al hangar de los almacenes fiscales de la Aduana. Una vez descuadernado el cajón por medio de una barreta, y llenados y sellados los documentos de rigor por delegados de la propia Aduana y del Ministerio de Sanidad, el ataúd fue entregado al licenciado Fausto Bernazzi Sotela, secretario privado del presidente de la República, y conducido por miembros de la Guardia Civil a la carroza fúnebre de la Funeraria Polini, un Chevrolet Impala color blanco, modelo 1960, que aguardaba en la rampa.

A las 4.40 de la tarde, bajo una tenue llovizna, y mientras el cielo tendía a cerrarse, la carroza, seguida de una caravana formada por unos cuantos automóviles, se dirigió hacia San José, con destino a la capilla de las Ánimas, situada en la avenida 10, lugar habitual de celebración de los oficios fúnebres dada su conveniente cercanía con el conjunto de cementerios de la ciudad. Allí aguardaba el acompañamiento presidido por la primera dama, Olga de Benedictis de Echandi, esposa del presidente Mario Echandi Jiménez (1958-1962), y el responso, que se inició a las 5.30, estuvo a cargo del párroco titular, padre Cipriano Chacón Cornejo.

Minguella, único periodista presente en el aeropuerto a la llegada del cadáver, acompañó la caravana a bordo de su motocicleta y da noticia del funeral hasta su conclusión en el Cementerio General, así como de los asistentes al mismo, entre los que se cuentan familiares, antiguas amigas y compañeras de colegio de Amanda, algunas con sus esposos, y unos cuantos escritores contemporáneos suyos. No figura el nombre de Claudio Zamora Solano, su único hijo, que para entonces tenía veinte años de edad, ni el de Horacio Zamora Moss, desde hacía muchos años divorciado de ella.

El sepelio se realizó pasadas las seis de la tarde y fue apresurado, porque eran ya más amenazantes las señales de lluvia en medio de la creciente oscuridad, y la única fotografía que ilustra la crónica de La Nación, tomada por el propio Minguella, muestra un abigarrado conjunto de paraguas, congregados alrededor de la fosa abierta, sobre cuya seda brilla la garúa que empieza a nutrirse.

De todo eso ha pasado ya más de medio siglo, y mi última ronda de visitas y entrevistas para documentar esta novela termina precisamente aquí mismo en el Cementerio General donde, otra vez, como en 1961, el cielo vespertino es de lluvia, y traspongo el portón a resguardo del paraguas que me han dado en préstamo en el hotel, para caminar a lo largo del callejón principal mientras cae una garúa muy parecida a la de entonces.

Me acompaña en la excursión Alfredo González, quien me ha guiado por no pocos de los laberintos de la vida de Amanda en todo este tiempo de mis indagaciones, devoto de ella como es, igual que otros jóvenes que forman una especie de logia de admiradores suyos que buscan y guardan datos, cartas, documentos relacionados con su vida, y fotografías, y mantienen una red en Facebook dedicada a ella. No son muchos, pero suficientes para convertirla en una escritora de culto, al punto que organizan también lecturas de su obra, y han hecho fabricar camisetas con su efigie y otros souvenires.

El Cementerio General es el más extenso del conjunto, y se encuentra unido en el mismo rectángulo con el Cementerio Obrero, sin frontera visible entre ambos; hacia el este se halla el Cementerio Calvo, separado de los dos anteriores por el bullicioso Mercado de Mayoreo, que penetra en la ciudadela mortuoria como una imprevista daga con todo y su tráfago constante de camiones, su vocerío, y sus olores a frutas y verduras que al final de la tarde comienzan a pudrirse en los cobertizos; el Cementerio Israelita ocupa la culata del Cementerio Calvo, hacia el sur, donde se abre una zona industrial, y por último, aparte pero cercano, está el pequeño Cementerio de Extranjeros, en un cuadro arbolado al otro lado de la avenida 10.

A primera vista el visitante tiene la impresión de hallarse en medio del depósito al aire libre de un marmolista lleno de encargos, con muchas piezas por entregar y otras tantas sometidas a reparación. Hay conjuntos completos y estatuas enteras, pero también abundan los rostros sin nariz y los muñones por los que asoma un clavo herrumbrado que antes sostuvo una mano grácil, y faltan asimismo coronas en las cabezas de las vírgenes, resplandores en las cabezas de los santos, y alas, a veces una sola, en las espaldas de los ángeles.

También se ven obeliscos rodeados de verjas de fierro tras las que crece la hierba reverdecida por las lluvias, y pesados promontorios funerarios de cal y canto que se alzan en el encierro de balaustradas de columnas rollizas, no pocas de ellas desportilladas; y en las lápidas de mármol, marcadas por la huella de herrumbre de los tarros de conserva usados como floreros, hay letras de bronce perdidas en los nombres, y fechas borradas, obra de vándalos, podría alegarse, pero los peores entre ellos, conocidos por su inclemencia, son Tiempo y Olvido.

Los ángeles en custodia de los sepulcros son multitud, para no decir legión. Lucen frondosas cabelleras, túnicas ceñidas por cordones terminados en borlas y sandalias andariegas atadas por correas, y entre ellos hay unos que están riendo por lo bajo mientras pulsan toda suerte de instrumentos de cuerda: arpas, salterios, cítaras, vihuelas, laúdes, mandolinas, o elevan sus trompetas festivas como si anunciaran más bien una celebración de carnes tolendas y no el juicio de la misericordia final, músicos de frío mármol que tocan en concierto desde los sitios donde se yerguen, y sólo se echa en falta a aquel de entre ellos que debería llevar la batuta de la orquesta.

Hay otros, sin embargo, que no se prestan a jolgorios, y uno, de alas plegadas y aspecto muy hierático, mantiene un dedo en los labios pidiendo silencio, para recordar que éste es un lugar sagrado y no de músicas, aunque resulta muy patente que los demás no le hacen caso, pues si así fuera, qué tiempos la fiesta que se libra bajo el cielo de crecientes tinieblas habría terminado.

De entre los ángeles que no participan de la algazara, hay uno que tiene un mazo de llaves en la mano, y nadie puede aventurarse a suponer qué puertas abrirá con ellas, salvo que el visitante acepte sin más discusiones que son las del reino celestial, y no las pesadas puertas de plomo candente del reino del Contrario. Otro alza el brazo en ademán de sostener un farol, seguramente para alumbrar el camino de las almas, pero falta el farol, y sólo queda en la mano de mármol, donde iba atornillado, el gesto de asir la argolla; y faltan dedos en esa mano.

Otro ayuda a un niño a despojarse de su envoltura terrena, con la dulzura materna de quien lo prepara para la cama desabrochándole la ropa, sucia de tanto correteo como tuvo en el día; y otro más vela el reposo de una doncella peinada de trenzas, acunándola en su regazo, la mano sobre su frente desnuda y seguramente febril, y de cerca se notará la sonrisa apenas perceptible en los labios de ambos, ángel y doncella; en lo que al ángel respecta, bien parece que va a empezar a contarle un cuento de hadas para toda la eternidad.

Al avanzar hacia el sur por el callejón principal, atrae la vista un hermoso conjunto escultórico de tamaño natural, asentado sobre un basamento de piedra de cantera. Se trata de una familia completa, perpetuada en mármol de Carrara. La madre agoniza en el lecho revuelto, mientras una niña llora abatida escondiendo el rostro entre las sábanas que cubren a la moribunda, y otra, también de tierna edad, ora arrodillada en un reclinatorio.

El padre, desvalido, vestido de levitón, la barba pulcramente trasquilada y el sombrero de copa en una mano, como si la etiqueta no pudiera faltar de ninguna manera aun en esta hora del tránsito supremo, se apoya con la otra en el respaldo de una silla. Y todavía alcanzan en el conjunto el sacerdote revestido con sus ornamentos sagrados, que prodiga la extremaunción a la madre, y el médico junto a la puerta invisible del aposento, impotente en su ciencia, el estetoscopio colgado al cuello, los dedos pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, la noble cabeza bañada de cagarrutas de golondrinas.

En este callejón principal abundan los templetes. Hay uno en el que despuntan sus torretas góticas, como la capilla de un colegio de monjas; otro de frontis romano, en la vena de la moda neoclásica, sus columnas estriadas que suenan a hueco; otro, con balaustradas en el techo, que imita un palacete mediterráneo; aún otro, que parece la torre de una iglesia sembrada en el suelo por un terremoto, pero que conservó intacta su cúpula de media naranja; y todavía otro, más reciente, desnudo en sus planchas de granito, como la sede de un banco hipotecario.

No obstante, la ilusión de majestad queda rota en no pocos de ellos por sus escasas proporciones, lo que obliga al visitante a inclinarse un tanto para husmear tras los portones de rejas cerrados por cadenas de las que penden candados llenos de sarro, muestra de que los recintos son poco frecuentados. En uno y otro rincón de sus interiores descansan acaso una vieja escoba, un balde, una piocha, y el pavimento, donde sobresalen las argollas de las losas, está alfombrado de un amasijo de hojas muertas que el viento ha venido acumulando con perseverancia.

A medida que nos alejamos del primer patio y entramos al segundo, las soledades del dinero viejo se han acabado, y junto a una capilla de frontis dórico pueden verse túmulos forrados de azulejos, como piletas que invitan a tomar un baño, y de los que sobresalen unas cruces revestidas de los mismos ladrillos lustrosos, como para colgar en ellas la toalla; o capillas de bloques ornamentales que tienen persianas de vidrio montadas en molduras de aluminio, y tanto se parecen esas capillas de ambiente doméstico a las casas construidas en serie en las numerosas nuevas urbanizaciones de San José, que sólo faltaría escuchar que llegan desde dentro las voces de una telenovela en el televisor encendido, y a alguien que se afana con los trastos de cocina. Son intrusiones que contribuyen a disipar los esplendores de la fiesta de los ángeles del otro patio, pues aquí todo el mundo debe acomodarse a como mejor puede, de acuerdo a las posibilidades de cada bolsillo; y si de escuchar el concierto se trata, habrán de conformarse con hacerlo de lejos.

Pero ahora nos acercamos al tercer patio, el sector más lejano, y el límite final del cementerio, pues más allá del muro fronterizo, al otro lado de la calle, descuellan las naves y torreones de una fábrica de aceite vegetal, y antes de alzar la vista hacia las chimeneas de latón, uno siente en el aire el olor del aceite que hierve en las calderas.

A los nichos horadados en varias filas a lo largo del muro fronterizo, van a dar con sus huesos los menos afortunados, aquellos que llegan con premura y no disponen de ningún terreno propio, y en la boca sellada de cada uno de estos nichos se muestran las inscripciones, unas en aplicada letra escolar, otras que chorrean anilina, y otras obligadas al equilibrio, encaramadas encima de una línea trazada con lápiz de carpintero.

De regreso al primer patio, Alfredo me lleva con paso seguro hacia el terreno donde fue enterrada Amanda. Se trata del cuadro Dolores, 4.ª avenida, lote número 6, lado sur, línea 4, fosa 231. La losa, brillante como si acabaran de lavarla, está hecha de pequeños ladrillos de color gris jaspeado, pero no hay nada que la identifique, salvo una minúscula chapa de registro de la Junta de Protección Social de San José con el número 729.

Esta mujer que aún deslumbra por su belleza en las fotografías sólo cambió de sepultura tras el rudo viaje en un avión de carga, mientras tanto su país natal apenas parpadeó con un algo de extrañeza y otro de indiferencia ante su regreso. Volvió para ser, otra vez como siempre, fugitiva. La fugitiva que cinco años después de su muerte llegó desde una tumba sin nombre, marcada con un número, a otra tumba sin nombre, marcada con otro número.

Ahora quiero empezar a contar cómo fueron las cosas de su vida lo mejor que pueda, aunque ya se sabe lo difícil que se vuelve sustentar las certezas y dejarse de mentiras en este oficio del diablo.





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