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  -fol. 115v-     -[fol. 116r]-  

ArribaAbajoTercero libro de Galatea

EL REGOCIJADO alboroto que con la ocasión de las bodas de Daranio aquella noche en el aldea había, no fue parte para que Elicio, Tirsi, Damón y Erastro dejasen de acomodarse en parte donde, sin ser de alguno estorbados, pudiese seguir Silerio su comenzada historia. El cual, después que todos juntos grato silencio le prestaron, siguió desta manera:

-«Con las fingidas estancias de Blanca que os he dicho que a Timbrio dije, quedó él satisfecho de que mi pena procedía, no de amores de Nísida, sino de su hermana. Y, con este seguro, pidiéndome perdón de la falsa imaginación que de mí había tenido, me tornó a encargar su remedio. Y así, yo, olvidado del mío, no me descuidé un punto de lo que al suyo tocaba. Algunos días se pasaron, en los cuales la fortuna no me mostró tan abierta ocasión como yo quisiera para descubrir   -[fol. 116v]-   a Nísida la verdad de mis pensamientos, aunque ella siempre me preguntaba cómo a mi amigo en sus amores le iba, y si su dama tenía ya alguna noticia dellos. A lo que yo le dije que todavía el temor de ofenderla no me dejaba aventurar a decirle cosa alguna. De lo cual Nísida se enojaba mucho, y me llamaba cobarde y de poca discreción, añadiendo a esto que, pues yo me acobardaba, o que Timbrio no sentía el dolor que yo dél publicaba, o que yo no era tan verdadero amigo suyo como decía. Todo esto fue parte para que me determinase y en la primera ocasión me descubriese, como lo hice un día que sola estaba, la cual escuchó con estraño silencio todo lo que decirle quise; y yo, como mejor pude, le encarecí el valor de Timbrio, el verdadero amor que le tenía, el cual era de suerte que me había movido a mí a tomar tan abatido ejercicio como era el de truhán, sólo por tener lugar de decirle lo que le decía, añadiendo a éstas otras razones que a Nísida le debió parecer que   -fol. 117r-   lo eran. Mas no quiso mostrar entonces por palabras lo que después con obras no pudo tener cubierto; antes, con gravedad y honestidad estraña, reprehendió mi atrevimiento, acusó mi osadía, afeó mis palabras y desmayó mi confianza; pero no de manera que me desterrase de su presencia, que era lo que yo más temía. Sólo concluyó con decirme que de allí adelante tuviese más cuenta con lo que a su honestidad era obligado, y procurase que el artificio de mi mentido hábito no se descubriese. Conclusión fue esta que cerró y acabó la tragedia de mi vida, pues por ella entendí que Nísida daría oídos a las quejas de Timbrio.

»¿En qué pecho pudo caber ni puede el estremo de dolor que entonces en el mío se encerraba, pues el fin de su mayor deseo era el remate y fin de su contento? Alegrábame el buen principio que al remedio de Timbrio había dado, y esta alegría en mi pesar redundaba, por parecerme, como era la verdad, que en viendo a Nísida en poder ajeno el proprio mío se acababa.   -fol. 117v-   ¡Oh fuerza poderosa de verdadera amistad, a cuánto te estiendes y a cuánto me obligaste, pues yo mismo, forzado de tu obligación, afilé con mi industria el cuchillo que había de degollar mis esperanzas, las cuales, muriendo en mi alma, vivieron y resucitaron en la de Timbrio cuando de mí supo todo lo que con Nísida pasado había! Pero ella andaba tan recatada con él y conmigo, que nunca de todo punto dio a entender que de la solicitud mía y amor de Timbrio se contentaba, ni menos se desdeñó de suerte que sus sinsabores y desvíos hiciesen a los dos abandonar la empresa, hasta que, habiendo llegado a noticia de Timbrio cómo su enemigo Pransiles -aquel caballero a quien él había agraviado en Jerez-, deseoso de satisfacer su honra, le enviaba a desafiar, señalándole campo franco y seguro en una tierra del estado del duque de Gravina, dándole término de seis meses, desde entonces hasta el día de la batalla. El cuidado deste aviso no fue parte para que se descuidase de lo que a sus   -fol. 118r-   amores convenía; antes, con nueva solicitud mía y servicios suyos, vino a estar Nísida de manera que no se mostraba esquiva aunque la mirase Timbrio y en casa de sus padres visitase, guardando en todo tan honesto decoro, cuanto a su valor era obligada. Acercándose ya el término del desafío, y viendo Timbrio serle inescusable aquella jornada, determinó de partirse, y, antes que lo hiciese, escribió a Nísida una carta tal, que acabó con ella en un punto lo que yo en muchos meses atrás y en muchas palabras no había comenzado. Tengo la carta en la memoria, y, por hacer al caso de mi cuento, no os dejaré de decir que así decía:




TIMBRIO A NÍSIDA


    »Salud te envía aquél que no la tiene,
Nísida, ni la espera en tiempo alguno
si por tus manos mismas no le viene.
    El nombre aborrescible de importuno
temo me adquirirán estos renglones,  5
escriptos con mi sangre de uno en uno.
-fol. 118v-
    Mas, la furia cruel de mis pasiones
de tal modo me turba, que no puedo
huir las amorosas sinrazones.
    Entre un ardiente osar y un frío miedo,  10
arrimado a mi fe y al valor tuyo,
mientras ésta rescibes triste quedo,
    por ver que en escrebirte me destruyo,
si tienes a donaire lo que digo
y entregas al desdén lo que no es suyo.  15
    El cielo verdadero me es testigo
si no te adoro desde el mesmo punto
que vi ese rostro hermoso y mi enemigo.
    El verte y adorarte llegó junto;
porque, ¿quién fuera aquél que no adorara  20
de un ángel bello el sin igual trasumpto?
    Mi alma tu belleza, al mundo rara,
vio tan curiosamente que no quiso
en el rostro parar la vista clara.
    Allá en el alma tuya un paraíso  25
fue descubriendo de bellezas tantas,
que dan de nueva gloria cierto aviso.
    Con estas ricas alas te levantas
hasta llegar al cielo, y en la tierra
-fol. 119r-
al sabio admiras y al que es simple espantas.  30
    Dichosa el alma que tal bien encierra,
y no menos dichoso el que por ella
la suya rinde a la amorosa guerra.
    En deuda soy a mi fatal estrella,
que me quiso rendir a quien encubre  35
en tan hermoso cuerpo alma tan bella.
    Tu condición, señora, me descubre
el desengaño de mi pensamiento,
y de temor a mi esperanza cubre.
    Pero, en fe de mi justo honroso intento,  40
hago buen rostro a la desconfianza,
y cobro al postrer punto nuevo aliento.
    Dicen que no hay amor sin esperanza;
pienso que es opinión, que yo no espero,
y del amor la fuerza más me alcanza.  45
    Por sola tu bondad te adoro y quiero,
atraído también de tu belleza,
que fue la red que amor tendió primero
    para atraer con rara subtileza
al alma descuidada libre mía  50
al amoroso ñudo y su estrecheza.
    Sustenta amor su mando y tiranía
-fol. 119v-
con cualquiera belleza en algún pecho;
pero no en la curiosa fantasía,
    que mira, no de amor el lazo estrecho  55
que tiende en los cabellos de oro fino,
dejando al que los mira satisfecho,
    ni en el pecho, a quien llama alabastrino
quien del pecho no pasa más adentro,
ni en el marfil del cuello peregrino,  60
    sino del alma el escondido centro
mira, y contempla mil bellezas puras
que le acuden y salen al encuentro.
    Mortales y caducas hermosuras
no satisfacen a la inmortal alma,  65
si de la luz perfecta no anda a escuras.
    Tu sin igual virtud lleva la palma
y los despojos de mis pensamientos,
y a los torpes sentidos tiene en calma.
    Y en esta subjeción están contentos,  70
porque miden su dura amarga pena
con el valor de tus merescimientos.
    Aro en el mar y siembro en el arena
cuando la fuerza estraña del deseo
a más que a contemplarte me condemna.  75
-fol. 120r-
    Tu alteza entiendo, mi bajeza veo,
y, en estremos que son tan diferentes,
ni hay medio que esperar ni le poseo.
    Ofrécense por esto inconvinientes
tantos a mi remedio, cuantas tiene  80
el cielo estrellas y la tierra gentes.
    Conozco lo que al alma le conviene,
sé lo mejor, y a lo peor me atengo,
llevado del amor que me entretiene.
    Mas ya, Nísida bella, al paso vengo,  85
de mí con mortal ansia deseado,
do acabaré la pena que sostengo.
    El enemigo brazo levantado
me espera, y la feroz aguda espada,
contra mí con tu saña conjurado.  90
    Presto será tu voluntad vengada
del vano atrevimiento desta mía,
de ti sin causa alguna desechada.
    Otro más duro trance, otra agonía,
aunque fuera mayor que de la muerte  95
no turbara mi triste fantasía,
    si cupiera en mi corta amarga suerte
verte de mis deseos satisfecha,
-fol. 120v-
así como al contrario puedo verte.
    La senda de mi bien hállola estrecha;  100
la de mi mal, tan ancha y espaciosa,
cual de mi desventura ha sido hecha.
    Por ésta corre airada y presurosa
la muerte, en tu desdén fortalecida,
de triunfar de mi vida deseosa.  105
    Por aquélla mi bien va de vencida,
de tu rigor, señora, perseguido,
qu’es el que ha de acabar mi corta vida.
    A términos tan tristes conducido
me tiene mi ventura, que ya temo  110
al enemigo airado y ofendido,
    sólo por ver qu’el fuego en que me quemo
es yelo en ese pecho, y esto es parte
para que yo acobarde al paso estremo;
    que si tú no te muestras de mi parte,  115
¿a quién no temerá mi flaca mano,
aunque más le acompañe esfuerzo y arte?
    Pero si me ayudaras, ¿qué romano
o griego capitán me contrastara,
que al fin su intento no saliera vano?  120
    Por el mayor peligro me arrojara,
-fol. 121r-
y de las fieras manos de la muerte
los despojos seguro arrebatara.
    Tú sola puedes levantar mi suerte
sobre la humana pompa, o derribarla  125
al centro do no hay bien con que se acierte;
    que, si como ha podido sublimarla
el puro amor, quisiera la fortuna
en la difícil cumbre sustentarla,
    subida sobre el cielo de la luna  130
se viera mi esperanza, que ahora yace
en lugar do no espera en cosa alguna.
    Tal estoy ya, que ya me satisface
el mal que tu desdén airado, esquivo,
por tan estraños términos me hace,  135
    sólo por ver que en tu memoria vivo,
y que te acuerdas, Nísida, siquiera
de hacerme mal, que yo por bien rescibo.
    Con más facilidad contar pudiera
del mar los granos de la blanca arena,  140
y las estrellas de la octava esfera,
    que no las ansias, el dolor, la pena
a qu’el fiero rigor de tu aspereza,
sin haberte ofendido, me condemna.
-fol. 121v-
    No midas tu valor con mi bajeza,  145
que al respecto de tu ser famoso,
por tier[r]a quedará cualquiera alteza.
    Así cual soy te amo, y decir oso
que me adelanto en firme enamorado
al más subido término amoroso.  150
    Por esto no merezco ser tratado
como enemigo; antes, me parece
que debría de ser remunerado.
    Mal con tanta beldad se compadece
tamaña crueldad, y mal asienta  155
ingratitud do tal valor floresce.
    Quisiérate pedir, Nísida, cuenta
de un alma que te di: ¿dónde la echaste,
o cómo, estando ausente, me sustenta?
    Ser señora de un alma no aceptaste;  160
pues, ¿qué te puede dar quien más te quiera?
¡Cuán bien tu presumpción aquí mostra[s]te!
    Sin alma estoy desde la vez primera
que te vi, por mi mal y por bien mío,
que todo fuera mal si no te viera.  165
    Allí el freno te di de mi albedrío,
tú me gobiernas, por ti sola vivo,
-fol. 122r-
y aun puede mucho más tu poderío.
    En el fuego de amor puro me avivo
y me deshago, pues, cual fénix, luego  170
de la muerte de amor vida rescibo.
    En fe desta mi fe, te pido y ruego
sólo que creas, Nísida, que es cierto
que vivo ardiendo en amoroso fuego,
    y que tú puedes ya, después de muerto,  175
reducirme a la vida, y en un punto
del mar airado conducirme al puerto;
    que está para conmigo en ti tan junto
el querer y el poder, que es todo uno,
sin discrepar y sin faltar un punto;  180
y acabo, por no ser más importuno.

»No sé si las razones desta carta, o las muchas que yo antes a Nísida había dicho, asegurándole el verdadero amor que Timbrio la tenía, o los continuos servicios de Timbrio, o los cielos, que así lo tenían ordenado, movieron las entrañas de Nísida para que, en el punto que la acabó de leer, me llamase y con lágrimas en los ojos me dijese: “¡Ay, Silerio, Silerio, y cómo creo que   -fol. 122v-   a costa de la salud mía has querido granjear la de tu amigo! Hagan los hados, que a este punto me han traído, con las obras de Timbrio verdaderas tus palabras. Y si las unas y las otras me han engañado, tome de mi ofensa venganza el cielo, al cual pongo por testigo de la fuerza que el deseo me hace, para que no le tenga más encubierto. Mas ¡ay, cuán liviano descargo es éste para tan pesada culpa, pues debiera yo primero morir callando porque mi honra viviera, que, con decir lo que agora quiero decirte, enterrarla a ella y acabar mi vida!” Confuso me tenían estas palabras de Nísida, y más el sobresalto con que las decía; y, queriendo con las mías animarla a que sin temor alguno se declarase, no fue menester importunarla mucho, que al fin me dijo que no sólo amaba, pero que adoraba a Timbrio, y que aquella voluntad tuviera ella cubierta siempre, si la forzosa ocasión de la partida de Timbrio no la forzara a descubrirla.

»Cuál yo quedé, pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad amorosa   -fol. 123r-   que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo, y aun es bien que carezca de encarecimiento dolor que a tanto se estiende; no porque me pesase de ver a Timbrio querido, sino de verme a mí imposibilitado de tener jamás contento, pues estaba y está claro que ni podía, ni puedo vivir sin Nísida, a la cual, como otras veces he dicho, viéndola en ajenas manos puesta, era enajenarme yo de todo gusto. Y si alguno la suerte en este trance me concedía, era considerar el bien de mi amigo Timbrio, y esto fue parte para que no llegase a un mesmo punto mi muerte. Y la declaración de la voluntad de Nísida escuchéla como pude, y aseguréla como supe de la entereza del pecho de Timbrio, a lo cual ella me respondió que ya no había necesidad de asegurarle aquello, porque estaba de manera que no podía, ni le convenía, dejar de creerme, y que sólo me rogaba, si fuese posible, procurase de persuadir a Timbrio buscase algún medio honroso para no venir a batalla con su   -fol. 123v-   enemigo; y, respondiéndole yo ser esto imposible sin quedar deshonrado, se sosegó, y, quitándose del cuello unas preciosas reliquias, me las dio para que a Timbrio de su parte las diese. Quedó ansimesmo concertado entre los dos que ella sabía que sus padres habían de ir a ver el combate de Timbrio, y que llevarían a ella y a su hermana consigo; mas, porque no le bastaría el ánimo de estar presente al riguroso trance de Timbrio, que ella fingiría estar mal dispuesta, con la cual ocasión se quedaría en una casa de placer donde sus padres habían de posar, que media legua estaba de la villa donde se había de hacer el combate; y que allí esperaría su buena o mala suerte, según la tuviese Timbrio. Mandóme también que, para acortar el deseo que tendría de saber el suceso de Timbrio, que llevase yo conmigo una toca blanca que ella me dio, y que si Timbrio venciese, me la atase al brazo y volviese a darle las nuevas; y si fuese vencido, que no la atase, y así ella sabría por la señal de la toca   -fol. 124r-   desde lejos el principio de su contento o el fin de su vida.

»Prometíle de hacer todo lo que me mandaba, y, tomando las reliquias y la toca, me despedí della, con la mayor tristeza y el mayor contento que jamás tuve: mi poca ventura causaba la tristeza, y la mucha de Timbrio el alegría. Él supo de mí lo que de parte de Nísida le llevaba, y quedó con ello tan lozano, contento y orgulloso, que el peligro de la batalla que esperaba por ninguno le tenía, pareciéndole que en ser favorescido de su señora, aun la mesma muerte contrastar no le podría. Paso agora en silencio los encarecimientos que Timbrio hizo para mostrarse agradecido a lo que a mi solicitud debía, porque fueron tales, que mostraba estar fuera de seso tratando en ello.

»Esforzado, pues, y animado con esta buena nueva, comenzó a aparejar su partida, llevando por padrinos un principal caballero español y otro napolitano. Y a la fama deste particular duelo, se movió a verlo infinita gente del reino, y yendo también allá los padres de Nísida, llevando   -fol. 124v-   con ellos a ella y a su hermana Blanca. Y, como a Timbrio tocaba escoger las armas, quiso mostrar que no en la ventaja dellas, sino en la razón que tenía fundaba su derecho; y así, las que escogió fueron espada y daga, sin otra arma defensiva alguna. Pocos días faltaban al término señalado, cuando de la ciudad de Nápoles se partieron, con otros muchos caballeros, Nísida y sus padres, habiendo llegado primero ella, acordá[n]dome muchas veces que no se olvidase nuestro concierto. Pero mi cansada memoria, que jamás sirvió sino de acordarme solas las cosas de mi desgusto, por no mudar su condición, se olvidó tanto de lo que Nísida me había dicho, cuanto vio que convenía para quitarme la vida, o, a lo menos, para ponerme en el miserable estado en que agora me veo.»

Con grande atención estaban los pastores escuchando lo que Silerio contaba, cuando interrompió el hilo de su cuento la voz de un lastimado pastor que entre unos árboles cantando estaba, y no tan lejos de las   -fol. 125r-   ventanas de la estancia donde ellos estaban que dejase de oírse todo lo que decía. La voz era de suerte que puso silencio a Silerio, el cual en ninguna manera quiso pasar adelante, antes rogó a los demás pastores que la escuchasen, pues, «para lo poco que de mi cuento quedaba, tiempo habría de acabarlo». Hiciéraseles de mal esto a Tirsi y Damón, si no les dijera Elicio:

-Poco se perderá, pastores, en escuchar al desdichado Mireno -que, sin duda, es el pastor que canta-, y a quien ha traído la fortuna a términos que imagino que no espera él ninguno en su contento.

-¿Cómo le ha de esperar -dijo Erastro-, si mañana se desposa Daranio con la pastora Silveria, con quien él pensaba casarse? Pero en fin, han podido más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno.

-Verdad dices -replicó Elicio-, pero con Silveria más había de poder la voluntad que de Mireno tenía conocida que otro tesoro alguno; cuanto más, que no es Mireno tan pobre que, aunque Silveria se casara con él,   -fol. 125v-   fuera su necesidad notada.

Por estas razones que Elicio y Erastro dijeron, creció el deseo en los pastores de escuchar lo que Mireno cantaba. Y así, rogó Silerio que más no se hablase, y todos con atento oído se pararon a escucharle, el cual, afligido de la ingratitud de Silveria, viendo que otro día con Daranio se desposaba, con la rabia y dolor que le causaba este hecho, se había salido de su casa, acompañado de solo su rabel; y, convidándole la soledad y silencio de un pequeño pradecillo que junto a las paredes de la aldea estaba, y confiado que en tan sosegada noche ninguno le escucharía, se sentó al pie de un árbol, y, templando su rabel, desta manera cantando estaba:




MIRENO


    Cielo sereno, que con tantos ojos
los dulces amorosos hurtos miras,
y con tu curso alegras o entristeces
a aquel que en tu silencio sus enojos
a quien los causa dice, o al que retiras  5
-fol. 126r-
de gusto tal y espacio no le ofreces:
si acaso no careces
de tu benignidad para conmigo,
pues ya con sólo hablar me satisfago,
y sabes cuanto hago,  10
no es mucho que ahora escuches lo que digo,
que mi voz lastimera
saldrá con la doliente ánima fuera.

    Ya mi cansada voz, ya mis lamentos
bien poco ofenderán al aire vano,  15
pues a término tal soy reducido,
que ofrece amor a los airados vientos
mis esperanzas, y en ajena mano
ha puesto el bien que tuve merescido.
Será el fruto cogido  20
que sembró mi amoroso pensamiento
y regaron mis lágrimas cansadas,
por las afortunadas
manos a quien faltó merescimiento
y sobró la ventura,  25
que allana lo difícil y asegura.
-fol. 126v-

    Pues el que vee su gloria convertida
en tan amarga dolorosa pena,
y tomando su bien cualquier camino,
¿por qué no acaba la enojosa vida?  30
¿Por qué no rompe la vital cadena
contra todas las fuerzas del destino?
Poco a poco camino
al dulce trance de la amarga muerte,
y así, atrevido aunque cansado brazo,  35
sufrid el embarazo
del vivir, pues ensalza nuestra suerte
saber que a amor le place
qu’el dolor haga lo qu’el hierro hace.

    Cierta mi muerte está, pues no es posible  40
que viva aquél que tiene la esperanza
tan muerta y tan ajeno está de gloria;
pero temo que amor haga imposible
mi muerte, y que una falsa confianza
dé vida, a mi pesar, a la memoria.  45
Mas, ¿qué?, si por la historia
de mis pasados bienes la poseo,
y miro bien que todos son pasados,
-fol. 127r-
y los graves cuidados
que triste agora en su lugar poseo,  50
ella será más parte
para que della y del vivir me aparte.

    ¡Ay, bien único y solo al alma mía,
sol que mi tempestad aserenaste,
término del valor que se desea!  55
¿Será posible que se llega el día
donde he de conocer que me olvidaste,
y que permita amor que yo le vea?
Primero que esto sea,
primero que tu blanco hermoso cuello  60
esté de ajenos brazos rodeado,
primero que el dorado
-oro es mejor decir- de tu cabello
a Daranio enriquezca,
con fenecer mi vida el mal fenezca.  65

    Nadie por fe te tuvo merescida
mejor que yo; mas veo que es fe muerta
la que con obras no se manifiesta.
Si se estimara el entregar la vida
-fol. 127v-
al dolor cierto y a la gloria incierta,  70
pudiera yo esperar alegre fiesta;
mas no se admite en esta
cruda ley que amor usa el buen deseo,
pues es proverbio antiguo entre amadores,
que son obras amores;  75
y yo, que por mi mal sólo poseo
la voluntad de hacellas,
¿qué no m’ha de faltar faltando en ellas?

    En ti pensaba yo que se rompiera
esta ley del avaro amor usada,  80
pastora, y que los ojos levantaras
a una alma de la tuya prisionera,
y a tu proprio querer tan ajustada,
que si la conoscieras, la estimaras.
Pensé que no trocaras  85
una fe que dio muestras de tan buena
por una que quilata sus deseos
con los vanos arreos
de la riqueza, de cuidados llena:
entregástete al oro,  90
por entregarme a mí contino al lloro.
-fol. 128r-

    Abatida pobreza, causadora
deste dolor que me atormenta el alma,
aquel te loa que jamás te mira.
Turbóse en ver tu rostro mi pastora,  95
a su amor tu aspereza puso en calma;
y así, por no encontrarte, el pie retira.
Mal contigo se aspira
a conseguir intentos amorosos:
tú derribas las altas esperanzas,  100
y siembras mil mudanzas
en mujeriles pechos codiciosos;
tú jamás perfecionas
con amor el valor de las personas.

    Sol es el oro cuyos rayos ciegan  105
la vista más aguda, si se ceba
en la vana apariencia del provecho.
A liberales manos no se niegan
las que gustan de hacer notoria prueba
de un blando, codicioso, hermoso pecho.  110
Oro tuerce el derecho
de la limpia intención y fe sincera,
y más que la firmeza de un amante,
-fol. 128v-
acaba un diamante,
pues su dureza vuelve un pecho cera,  115
por más duro que sea,
pues se le da con él lo que desea.

    De ti me pesa, dulce mi enemiga,
que tantas tuyas puras perfectiones
con una avara muestra has afeado.  120
Tanto del oro te mostraste amiga,
que echaste a las espaldas mis pasiones
y al olvido entregaste mi cuidado.
En fin, ¡que te has casado!
¡Casado te has, pastora! El cielo haga  125
tan buena tu electión como querrías,
y de las penas mías
injustas no rescibas justa paga;
mas, ¡ay!, que el cielo amigo
da premio a la virtud, y al mal, castigo.  130

Aquí dio fin a su canto el lastimado Mireno, con muestras de tanto dolor, que le causó a todos los que escuchándole estaban, principalmente a los que le conocían y sabían sus   -fol. 129r-   virtudes, gallarda dispusición y honroso trato. Y, después de haber dicho entre los pastores algunos discursos sobre la estraña condición de las mujeres, en especial sobre el casamiento de Silveria, que, olvidada del amor y bondad de Mireno, a las riquezas de Daranio se había entregado, deseosos de que Silerio diese fin a su cuento, puesto silencio a todo, sin ser menester pedírselo, él comenzó a seguir diciendo:

-«Llegado, pues, el día del riguroso trance, habiéndose quedado Nísida media legua antes de la villa en unos jardines, como conmigo había concertado, con escusa que dio a sus padres de no hallarse bien dispuesta, al partirme della me encargó la brevedad de mi tornada con la señal de la toca, porque, en traerla o no, ella entendiese el bueno o el mal suceso de Timbrio. Tornéselo yo a prometer, agraviándome de que tanto me lo encargase; y con esto me despedí della y de su hermana, que con ella se quedaba. Y, llegado al puesto del combate, y llegada la hora de comenzarle,   -fol. 129v-   después de haber hecho los padrinos de entrambos las ceremonias y amonestaciones que en tal caso se requieren, puestos los dos caballeros en el estacado, al temeroso son de una ronca trompeta, se acometieron con tanta destreza y arte que causaba admiración en quien los miraba. Pero el amor, o la razón -que es lo más cierto-, que a Timbrio favorescía, le dio tal esfuerzo que, aunque a costa de algunas heridas, en poco espacio puso a su contrario de suerte que, tiniéndole a sus pies herido y desangrado, le importunaba que si quería salvar la vida, se rindiese. Pero el desdichado Pransiles le persuadía que le acabase de matar, pues le era más fácil a él, y de menos daño, pasar por mil muertes que rendirse una. Mas el generoso ánimo de Timbrio es de manera que, ni quiso matar a su enemigo, ni menos que se confesase por rendido; sólo se contentó con que dijese y conociese que era tan bueno Timbrio como él, lo cual Pransiles confesó de buena gana, pues hacía en esto tan poco,   -fol. 130r-   que, sin verse en aquel término, pudiera muy bien decirlo.

»Todos los circunstantes, que entendieron lo que Timbrio con su enemigo había pasado, lo alabaron y estimaron en mucho. Y, apenas hube yo visto el feliz suceso de mi amigo, cuando, con alegría increíble y presta ligereza, volví a dar las nuevas a Nísida. Pero, ¡ay de mí!, que el descuido de entonces me ha puesto en el cuidado de agora. ¡Oh memoria, memoria mía! ¿Por qué no la tuviste para lo que tanto me importaba? Mas creo que estaba ordenado en mi ventura que el principio de aquella alegría fuese el remate y fin de todos mis contentos. Yo volví a ver a Nísida con la presteza que he dicho, pero volví sin ponerme la blanca toca al brazo. Nísida, que con crecido deseo estaba esperando y mirando desde unos altos corredores mi tornada, viéndome volver sin la toca, entendió que algún siniestro revés a Timbrio había sucedido, y creyólo y sintiólo de manera que, sin ser parte otra cosa, faltándole todos los espíritus,   -fol. 130v-   cayó en el suelo con tan estraño desmayo que todos por muerta la tuvieron. Cuando ya yo llegué, hallé a toda la gente de su casa alborotada, y a su hermana haciendo mil estremos de dolor sobre el cuerpo de la triste Nísida. Cuando yo la vi en tal estado, creyendo firmemente que era muerta y viendo que la fuerza del dolor me iba sacando de sentido, temeroso que, estando fuera dél, no diese o descubriese algunas muestras de mis pensamientos, me salí de la casa, y poco a poco volvía a dar las desdichadas nuevas al desdichado Timbrio. Pero, como me hubiesen privado las ansias de mi fatiga las fuerzas de cuerpo y alma, no fueron tan ligeros mis pasos que no lo hubiesen sido más otros que la triste nueva a los padres de Nísida llevasen, certificándoles cierto que de un agudo paracismo había quedado muerta. Debió de oír esto Timbrio, y debió de quedar cual yo quedé, si no quedó peor; sólo sé decir que cuando llegué a do pensaba hallarle, era ya algo anochecido, y supe de uno de sus padrinos   -fol. 131r-   que con el otro, y por la posta, se había partido a Nápoles, con muestras de tanto descontento, como si de la contienda vencido y deshonrado salido hubiera. Luego imaginé yo lo que ser podía, y púseme luego en camino para seguirle; y, antes que a Nápoles llegase, tuve nuevas ciertas de que Nísida no era muerta, sino que le había dado un desmayo que le duró veinte y cuatro horas, al cabo de las cuales había vuelto en sí con muchas lágrimas y sospiros. Con la certidumbre desta nueva me consolé, y con más contento llegué a Nápoles, pensando hallar allí a Timbrio; pero no fue así, porque el caballero con quien él había venido me certificó que, en llegando a Nápoles, se partió sin decir cosa alguna, y que no sabía a qué parte; sólo imaginaba que, según le vio triste y malencólico después de la batalla, que no podía creer sino que a desesperarse hubiese ido.

»Nuevas fueron estas que me tornaron a mis primeras lágrimas; y aun no contenta mi ventura con esto, ordenó que, al cabo   -fol. 131v-   de pocos días, llegasen a Nápoles los padres de Nísida, sin ella y sin su hermana, las cuales, según supe y según era pública voz, entrambas a dos se habían ausentado una noche viniendo con sus padres a Nápoles, sin que se supiese dellas nueva alguna. Tan confuso quedé con esto, que no sabía qué hacerme ni decirme; y, estando puesto en esta confusión tan estraña, vine a saber, aunque no muy cierto, que Timbrio, en el puerto de Gaeta, en una gruesa nave que para España iba, se había embarcado. Y, pensando que podría ser verdad, me vine luego a España, y en Jerez y en todas las partes que imaginé que podría estar, le he buscado sin hallar dél rastro alguno. Finalmente, he venido a la ciudad de Toledo, donde están todos los parientes de los padres de Nísida, y lo que he alcanzado a saber es que ellos se vuelven a Toledo sin haber sabido nuevas de sus hijas. Viéndome, pues, yo ausente de Timbrio, ajeno de Nísida, y considerando que ya que los hallase, ha de ser para gusto suyo y perdición   -fol. 232r [132r]-   mía, cansado ya y desengañado de las cosas deste falso mundo en que vivimos, he acordado de volver el pensamiento a mejor norte, y gastar lo poco que de vivir me queda en servicio del que estima los deseos y las obras en el punto que merescen. Y así, he escogido este hábito que veis y la ermita que habéis visto, adonde en dulce soledad reprima mis deseos y encamine mis obras a mejor paradero, puesto que, como viene de tan atrás la corrida de las malas inclinaciones que hasta aquí he tenido, no son tan fáciles de parar que no trascorran algo y vuelva la memoria a combatirme, representándome las pasadas cosas; y, cuando en estos puntos me veo, al son de aquella arpa que escogí por compañera en mi soledad, procuro aliviar la pesada carga de mis cuidados, hasta que el cielo le tenga y se acuerde de llamarme a mejor vida.» Éste es, pastores, el suceso de mi desventura; y si he sido largo en contárosle, es porque no ha sido ella corta en fatigarme. Lo que   -fol. 232v [132v]-   os ruego es me dejéis volver a mi ermita, porque, aunque vuestra compañía me es agradable, he llegado a términos que ninguna cosa me da más gusto que la soledad; y de aquí entenderéis la vida que paso y el mal que sostengo.

Acabó con esto Silerio su cuento, pero no las lágrimas con que muchas veces le había acompañado. Los pastores le consolaron en ellas lo mejor que pudieron, especialmente Damón y Tirsi, los cuales con muchas razones le persuadieron a no perder la esperanza de ver a su amigo Timbrio con más contento que él sabría imaginar, pues no era posible sino que tras tanta fortuna aserenase el cielo, del cual se debía esperar que no consintiría que la falsa nueva de la muerte de Nísida a noticia de Timbrio con más verdadera relación no viniese antes que la desesperación le acabase. Y que de Nísida se podía creer y conjecturar que, por ver a Timbrio ausente, se habría partido en su busca; y que si entonces la Fortuna por tan estraños accidentes los había apartado, agora   -fol. 133r-   por otros no menos estraños sabría juntarlos. Todas estas razones y otras muchas que le dijeron le consolaron algo, pero no de manera que despertase en él la esperanza de verse en vida más contenta; ni aun él la procuraba, por parecerle que la que había escogido era la que más le convenía.

Gran parte era ya pasada de la noche, cuando los pastores acordaron de reposar el poco tiempo que hasta el día quedaba, en el cual se habían de celebrar las bodas de Daranio y Silveria. Mas, apenas había dejado la blanca aurora el enfadoso lecho del celoso marido, cuando dejaron los suyos todos los más pastores de la aldea, y cada cual, como mejor pudo, comenzó por su parte a regocijar la fiesta: cuál trayendo verdes ramos para adornar la puerta de los desposados, y cuál con su tamborino y flauta les daba la madrugada; acullá se oía la regocijada gaita; acá sonaba el acordado rabel; allí, el antiguo salterio; aquí, los cursados albogues; quién con coloradas cintas adornaba sus castañetas   -fol. 133v-   para los esperados bailes; quién pulía y repulía sus rústicos aderezos para mostrarse galán a los ojos de alguna su querida pastorcilla; de modo que, por cualquier parte de la aldea que se fuese, todo sabía a contento, placer y fiesta. Sólo el triste y desdichado Mireno era aquél a quien todas estas alegrías causaban summa tristeza; el cual, habiéndose salido de la aldea por no ver hacer sacrificio de su gloria, se subió en una costezuela que junto al aldea estaba, y allí, sentándose al pie de un antiguo fresno, puesta la mano en la mejilla y la caperuza encajada hasta los ojos, que en el suelo tenía clavados, comenzó a imaginar el desdichado punto en que se hallaba y cuán sin poderlo estorbar, ante sus ojos, había de ver coger el fruto de sus deseos. Y esta consideración le tenía de suerte, que lloraba tan tierna y amargamente, que ninguno en tal trance le viera que con lágrimas no le acompañara. A esta sazón, Damón y Tirsi, Elicio y Erastro se levantaron,   -fol. 134r-   y, asomándose a una ventana que al campo salía, lo primero en quien pusieron los ojos fue en el lastimado Mireno; y, en verle de la suerte que estaba, conocieron bien el dolor que padecía, y, movidos a compasión, determinaron todos de ir a consolarle, como lo hicieran si Elicio no les rogara que le dejaran ir a él solo, porque imaginaba que por ser Mireno tan amigo suyo, con él más abiertamente que con otro su dolor comunicaría. Los pastores se lo concedieron, y, yendo allá Elicio, hallóle tan fuera de sí y tan en su dolor trasportado, que ni le conoció Mireno, ni le habló palabra; lo cual visto por Elicio, hizo señal a los demás pastores que viniesen, los cuales, temiendo algún estraño accidente a Mireno sucedido, pues Elicio con priesa los llamaba, fueron luego allá, y vieron que estaba Mireno con los ojos tan fijos en el suelo, y tan sin hacer movimiento alguno, que una estatua semejaba, pues con la llegada de Elicio, ni con la de Tirsi, Damón y Erastro, no volvió   -fol. 134v-   de su estraño embelesamiento, si no fue que, a cabo de un buen espacio de tiempo, casi como entre dientes, comenzó a decir:

-¿Tú eres Silveria, Silveria? Si tú lo eres, yo no soy Mireno; y si soy Mireno, tú no eres Silveria: porque no es posible que esté Silveria sin Mireno, o Mireno sin Silveria. Pues, ¿quién soy yo, desdichado? ¿O quién eres tú, desconocida? Yo bien sé que no soy Mireno, porque tú no has querido ser Silveria; a lo menos, la Silveria que ser debías y yo pensaba que fueras.

A esta sazón, alzó los ojos, y, como vio alrededor de sí los cuatro pastores y conoció entre ellos a Elicio, se levantó, y, sin dejar su amargo llanto, le echó los brazos al cuello, diciéndole:

-¡Ay, verdadero amigo mío, y cómo agora no tendrás ocasión de envidiar mi estado, como le envidiabas cuando de Silveria me veías favorescido; pues si entonces me llamaste venturoso, agora puedes llamarme desdichado y trocar todos los títulos alegres que en aquel tiempo me dabas, en los de pesar que ahora puedes darme!   -fol. 135r-   Yo sí que te podré llamar dichoso, Elicio, pues te consuela más la esperanza que tienes de ser querido, que no te fatiga el verdadero temor de ser olvidado.

-Confuso me tienes, ¡oh Mireno! -respondió Elicio-, de ver los estremos que haces por lo que Silveria ha hecho, sabiendo que tiene padres a quien ha sido justo haber obedecido.

-Si ella tuviera amor -replicó Mireno-, poco inconviniente era la obligación de los padres para dejar de cumplir con lo que al amor debía; de do vengo a considerar, ¡oh Elicio!, que si me quiso bien, hizo mal en casarse, y si fue fingido el amor que me mostraba, hizo peor en engañarme; y ofréceme el desengaño a tiempo que no puede aprovecharme si no es con dejar en sus manos la vida.

-No está en términos la tuya, Mireno -replicó Elicio-, que tengas por remedio el acabarla, pues podría ser que la mudanza de Silveria no estuviese en la voluntad, sino en la fuerza de la obediencia de sus padres; y si tú la quisiste limpia y honestamente doncella, también la puedes querer agora   -fol. 135v-   casada, correspondiendo ella ahora como entonces a tus buenos y honestos deseos.

-Mal conoces a Silveria, Elicio -respondió Mireno-, pues imaginas della que ha de hacer cosa de que pueda ser notada.

-Esta mesma razón que has dicho te condemna -respondió Elicio-, pues si tú, Mireno, sabes de Silveria que no hará cosa que mal le esté, en la que ha hecho no debe de haber errado.

-Si no ha errado -respondió Mireno-, ha acertado a quitarme todo el buen suceso que de mis buenos pensamientos esperaba, y sólo en esto la culpo: que nunca me advirtió deste daño; antes, temiéndome dél, con firme juramento que me aseguraba que eran imaginaciones mías, y que nunca a la suya había llegado pensar con Daranio casarse, ni se casaría, si conmigo no, con él ni con otro alguno, aunque aventurara en ello quedar en perpetua desgracia con sus padres y parientes; y, debajo deste siguro y prometimiento, faltar y romper la fe agora de la manera que has visto, ¿qué razón hay que tal consienta, o qué corazón   -fol. 136r-   que tal sufra?

Aquí tornó Mireno a renovar su llanto, y aquí de nuevo le tuvieron lástima los pastores. A este instante, llegaron dos zagales adonde ellos estaban, que el uno era pariente de Mireno y el otro criado de Daranio, que a llamar a Elicio, Tirsi, Damón y Erastro venía, porque las fiestas de su desposorio querían comenzarse. Pesábales a los pastores de dejar solo a Mireno, pero aquel pastor su pariente se ofreció a quedar con él. Y aun Mireno dijo a Elicio que se quería ausentar de aquella tierra, por no ver cada día a los ojos la causa de su desventura. Elicio le loó su determinación, y le encargó que, doquiera que estuviese, le avisase de cómo le iba. Mireno se lo prometió, y, sacando del seno un papel, le rogó que, en hallando comodidad, se le diese a Silveria; y con esto se despidió de todos los pastores, no sin muestras de mucho dolor y tristeza. El cual no se hubo bien apartado de su presencia, cuando Elicio, deseoso de saber lo que en el   -fol. 136v-   papel venía, viendo que, pues estaba abierto, importaba poco leerle, le descogió, y, convidando a los otros pastores a escucharle, vio que en él venían escriptos estos versos:




MIRENO A SILVERIA


    El pastor que te ha entregado
lo más de cuanto tenía,
pastora, agora te envía
lo menos que le’ha quedado;
    que es este pobre papel,  5
adonde claro verás
la fe que en ti no hallarás
y el dolor que queda en él.
    Pero poco al caso hace
darte desto cuenta estrecha,  10
si mi fe no me aprovecha
y mi mal te satisface.
    No pienses que es mi intención
quejarme porque me dejas,
que llegan tarde las quejas  15
de mi temprana pasión.
-fol. 137r-
    Tiempo fue ya que escucharas
el cuento de mis enojos,
y aun, si lloraran mis ojos,
las lágrimas enjugaras.  20
   Entonces era Mireno
el que era de ti mirado;
mas ¡ay, cómo te has trocado,
tiempo bueno, tiempo bueno!
    Si durara aquel engaño,  25
templárase mi desgusto,
pues más vale un falso gusto,
que un notorio y cierto daño.
    Pero tú, por quien se ordena
mi terrible mala andanza,  30
has hecho con tu mudanza
falso el bien, cierta la pena.
    Tus palabras lisonjeras
y mis crédulos oídos,
me han dado bienes fingidos  35
y males que son de veras.
    Los bienes, con su aparencia,
-fol. 137v-
crescieron mi sanidad;
los males, con su verdad,
han doblado mi dolencia.  40
    Por esto juzgo y discierno,
por cosa cierta y notoria,
que tiene el amor su gloria
a las puertas del infierno,
    y que un desdén acarrea  45
y un olvido en un momento
desde la gloria al tormento
al que en amar no se emplea.
    Con tanta presteza has hecho
este mudamiento estraño,  50
que estoy ya dentro del daño
y no salgo del provecho:
    porque imagino que ayer
era cuando me querías,
o a lo menos lo fingías,  55
que es lo que se ha de creer;
    y el agradable sonido
-fol. 138r-
de tus palabras sabrosas
y razones amorosas
aún me suena en el oído.  60
    Estas memorias süaves
al fin me dan más tormento,
pues tus palabras el viento
llevó, y las obras, quien sabes.
    ¿Eras tú la que jurabas  65
que se acabasen tus días
si a Mireno no querías
sobre todo cuanto amabas?
    ¿Eres tú, Silveria, quien
hizo de mí tal caudal,  70
que siendo todo tu mal,
me tenías por tu bien?
    ¡Oh, qué títulos te diera
de ingrata, como mereces,
si como tú me aborreces,  75
también yo te aborreciera!
    Mas no puedo aprovecharme
del medio de aborrecerte,
-fol. 138v-
que estimo más el quererte
que tú has hecho el olvidarme.  80
    Triste gemido a mi canto
ha dado tu mano fiera;
invierno a mi primavera,
y a mi risa amargo llanto.
    Mi gasajo ha vuelto en luto,  85
y de mis blandos amores
cambio en abrojos las flores
y en veneno el dulce fruto.
    Y aun dirás -y esto me daña-
que es el haberte casado  90
y el haberme así olvidado
una honesta honrosa hazaña.
    ¡Disculpa fuera admitida,
si no te fuera notorio
que estaba en tu desposorio  95
el fin de mi triste vida!
    Mas, en fin, tu gusto fue
gusto; pero no fue justo,
-fol. 139r-
pues con premio tan injusto
pagó mi inviolable fe;  100
    la cual, por ver que se ofrece
de mostrar la fe que alcanza,
ni la muda tu mudanza,
ni mi mal la desfallece.
    Quien esto vendrá a entender  105
cierto estoy que no se asombre,
viendo al fin que yo soy hombre,
y tú, Silveria, mujer,
    adonde la ligereza
hace de contino asiento,  110
y adonde en mí el sufrimiento
es otra naturaleza.
    Ya te contemplo casada,
y de serlo arrepentida,
porque ya es cosa sabida  115
que no estarás firme en nada.
    Procura alegre llevallo
el yugo que echaste al cuello,
que podrás aborrecello
-fol. 139v-
y no podrás desechallo.  120
    Mas eres tan inhumana
y de tan mudable ser,
que lo que quisiste ayer
has de aborrecer mañana.
    Y así, por estraña cosa,  125
dirá aquél que de ti hable:
«Hermosa, pero mudable;
mudable, pero hermosa».

No parecieron mal los versos de Mireno a los pastores, sino la ocasión a que se habían hecho, considerando con cuánta presteza la mudanza de Silveria le había traído a punto de desamparar la amada patria y queridos amigos, temeroso cada uno que en el suceso de sus pretensiones lo mesmo le sucediese. Entrados, pues, en el aldea y llegados adonde Daranio y Silveria estaban, la fiesta se comenzó tan alegre y regocijadamente, cuanto en las riberas de Tajo en muchos tiempos se había visto; que, por ser Daranio   -fol. 140r-   uno de los más ricos pastores de toda aquella comarca, y Silveria de las más hermosas pastoras de toda la ribera, acudieron a sus bodas toda o la más pastoría de aquellos contornos. Y así, se hizo una célebre junta de discretos pastores y hermosas pastoras, y entre los que a los demás en muchas y diversas habilidades se aventajaron, fueron el triste Orompo, el celoso Orfenio, el ausente Crisio y el desamado Masilio, mancebos todos y todos enamorados, aunque de diferentes pasiones oprimidos; porque al triste Orompo fatigaba la temprana muerte de su querida Listea; y al celoso Orfenio, la insufrible rabia de los celos, siendo enamorado de la hermosa pastora Eandra; al ausente Crisio, el verse apartado de Claraura, bella y discreta pastora, a quien él por único bien suyo tenía; y al desesperado Marsilio, el desamor que para con él en el pecho de Belisa se encerraba. Eran todos amigos y de una mesma aldea, y la pasión del uno el otro no la ignoraba; antes, en dolorosa competencia,   -fol. 140v-   muchas veces se habían juntado a encarecer cada cual la causa de su tormento, procurando cada uno mostrar, como mejor podía, que su dolor a cualquier otro se aventajaba, teniendo por summa gloria ser en la pena mejorado; y tenían todos tal ingenio, o por mejor decir, tal dolor padecían, que comoquiera que le significasen, mostraban ser el mayor que imaginar se podía. Por estas disputas y competencias eran famosos y conocidos en todas las riberas de Tajo, y habían puesto deseo a Tirsi y a Damón de conocerlos; y, viéndolos allí juntos, unos a otros se hicieron corteses y agradables rescibimientos; principalmente, todos con admiración miraban a los dos pastores Tirsi y Damón, hasta allí dellos solamente por fama conocidos.

A esta sazón, salió el rico pastor Daranio a la serrana vestido: traía camisa alta de cuello plegado, almilla de frisa, sayo verde escotado, zaragüelles de delgado lienzo, antiparas azules, zapato redondo, cinto tachonado, y de la color del sayo una cuarteada caperuza.   -fol. 141r-   No menos salió bien aderezada su esposa Silveria, porque venía con saya y cuerpos leonados guarnecidos de raso blanco, camisa de pechos labrada de azul y verde, gorguera de hilo amarillo sembrado de argentería (invención de Galatea y Florisa, que la vistieron), garbín turquesado con fluecos de encarnada seda, alcorque dorado, zapatillas justas, corales ricos y sortija de oro; y, sobre todo, su belleza, que más que todo la adornaba. Salió luego tras ella la sin par Galatea, como sol tras el aurora, y su amiga Florisa, con otras muchas y hermosas pastoras que, por honrar las bodas, a ellas habían venido, entre las cuales también iba Teolinda, con cuidado de hurtar el rostro a los ojos de Damón y Tirsi, por no ser de ellos conocida. Y luego las pastoras, siguiendo a los pastores que guiaban, al son de muchos pastoriles instrumentos, hacia el templo se encaminaron, en el cual espacio le tuvieron Elicio y Erastro de cebar los ojos en el hermoso rostro de Galatea, deseando   -fol. 141v-   que durara aquel camino más que la larga peregrinación de Ulises. Y, con el contento de verla, iba tan fuera de sí Erastro que hablando con Elicio le dijo:

-¿Qué miras, pastor, si a Galatea no miras? Pero, ¿cómo podrás mirar el sol de sus cabellos, el cielo de su frente, las estrellas de sus ojos, la nieve de su rostro, la grana de sus mejillas, el color de sus labios, el marfil de sus dientes, el cristal de su cuello, el mármol de su pecho?

-Todo eso he podido ver, ¡oh Erastro! -respondió Elicio-, y ninguna cosa de cuantas has dicho es causa de mi tormento, si no es la aspereza de su condición, que si no fuera tal como tú sabes, todas las gracias y bellezas que en Galatea conoces fueran ocasión de mayor gloria nuestra.

-Bien dices -dijo Erastro-; pero todavía no me podrás negar que a no ser Galatea tan hermosa, no fuera tan deseada, y a no ser tan deseada, no fuera tanta nuestra pena, pues toda ella nace del deseo.

-No te puedo yo negar, Erastro -respondió Elicio-, que todo cualquier dolor y pesadumbre   -fol. 142r-   no nazca de la privación y falta de aquello que deseamos; mas juntamente con esto te quiero decir que ha perdido conmigo mucho la calidad del amor con que yo pensé que a Galatea querías; porque si solamente la quieres por ser hermosa, muy poco tiene que agradecerte, pues no habrá ningún hombre, por rústico que sea, que la mire que no la desea, porque la belleza, dondequiera que está, trae consigo el hacer desear. Así que, a este simple deseo, por ser tan natural, ningún premio se le debe, porque si se le debiera, con sólo desear el cielo le tuviéramos merescido; mas ya ves, Erastro, ser esto tan al revés como nuestra verdadera ley nos lo tiene mostrado. Y, puesto caso que la hermosura y belleza sea una principal parte para atraernos a desearla y a procurar gozarla, el que fuere verdadero enamorado no ha de tener tal gozo por último fin suyo, sino que, aunque la belleza le acarree este deseo, la ha de querer solamente por ser bueno, sin que otro algún interese le mueva. Y éste se puede llamar,   -fol. 142v-   aun en las cosas de acá, perfecto y verdadero amor, y es digno de ser agradecido y premiado, como vemos que premia conocida y aventajadamente el Hacedor de todas las cosas a aquellos que sin moverles otro interese alguno de temor, de pena o de esperanza de gloria, le quieren, le aman y le sirven solamente por ser bueno y digno de ser amado; y ésta es la última y mayor perfectión que en el amor divino se encierra, y en el humano también, cuando no se quiere más de por ser bueno lo que se ama, sin haber error de entendimiento; porque muchas veces lo malo nos parece bueno y lo bueno malo; y así, amamos lo uno y aborrecemos lo otro, y este tal amor no meresce premio, sino castigo. Quiero inferir de todo lo que he dicho, ¡oh Erastro!, que si tú quieres y amas la hermosura de Galatea con intención de gozarla, y en esto para el fin de tu deseo, sin pasar adelante a querer su virtud, su acrescentamiento de fama, su salud, su vida y bienes, entiende que no amas como debes, ni   -fol. 143r-   debes ser remunerado como quieres.

Quisiera Erastro replicar a Elicio y darle a entender cómo no entendía bien del amor con que a Galatea amaba, pero estorbólo el son de la zampoña del desamorado Lenio, el cual quiso también hallarse a las bodas de Daranio y regocijar la fiesta con su canto. Y así, puesto delante de los desposados, en tanto que al templo llegaban, al son del rabel de Eugenio, estos versos fue cantando: