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ArribaAbajoCapítulo XVI

En España, cuyo carácter nacional es enemigo de la afectación, ni se exige ni se reconoce lo que en otras partes se llama buen tono. El buen tono es aquí la naturalidad, porque todo lo que en España es natural, es por sí mismo elegante.


EL AUTOR.                


El mes de julio había sido sumamente caluroso en Sevilla. Las tertulias se reunían en aquellos patios deliciosos, en que las hermosas fuentes de mármol, con sus juguetones saltaderos, desaparecían detrás de una gran masa de tiestos de flores. Pendían del techo de los corredores, que guarnecían el patio, grandes faroles, o bombas de cristal, que esparcían en torno torrentes de luz. Las flores perfumaban el ambiente y contribuían a realzar la gracia y el esplendor de esta escena de ricos muebles que la adornaban, y sobre todo las lindas sevillanas, cuyos animados y alegres diálogos competían con el blando susurro de las fuentes.

En una noche, hacia fines del mes, había gran concurrencia en casa de la joven, linda y elegante condesa de Algar. Teníase a gran dicha ser introducido en aquella casa; y por cierto, no había cosa más fácil, porque la dueña era tan amable y tan accesible que recibía a todo el mundo con la misma sonrisa y la misma cordialidad. La facilidad con que admitía a todos los presentados no era muy del gusto de su tío el general Santa María, militar de la época de Napoleón, belicoso por excelencia y (como solían ser los militares de aquellos tiempos) algo brusco, un poco exclusivo, un tanto cuanto absoluto y desdeñoso; en fin, un hijo clásico de Marte, plenamente convencido de que todas las relaciones entre los hombres consisten en mandar u obedecer y de que el objeto y principal utilidad de la sociedad es clasificar a todos y a cada uno de sus miembros. En lo demás, español como Pelayo y bizarro como el Cid.

El general, su hermana la marquesa de Guadalcanal, madre de la condesa, y otras personas estaban jugando al tresillo. Algunos hablaban de política, paseándose por los corredores; la juventud de ambos sexos, sentada junto a las flores, charlaba y reía, como si la tierra sólo produjese flores, y el aire sólo resonase con alegres risas.

La condesa, medio recostada en un sofá, se quejaba de una fuerte jaqueca, que, sin embargo, no le impedía estar alegre y risueña. Era pequeña, delgada y blanca como el alabastro. Su espesa y rubia cabellera ondeaba en tirabuzones a la inglesa. Sus ojos pardos y grandes, su nariz, sus dientes, su boca, el óvalo de su rostro, eran modelos de perfección; su gracia, incomparable. Querida en extremo por su madre, adorada por su marido, que, no gustando de la sociedad, le daba, sin embargo, una libertad sin límites, porque ella era virtuosa y él confiado, era la condesa en realidad una niña mimada. Pero, gracias a su excelente carácter, no abusaba de los privilegios de tal. Sin grandes facultades intelectuales, tenía el talento del corazón; sentía bien y con delicadeza. Toda su ambición se reducía a divertirse y agradar sin exceso, como el ave que vuela sin saberlo y canta sin esfuerzo. Aquella noche, había vuelto de paseo, cansada y algo indispuesta: se había quitado el vestido y puéstose una sencilla blusa de muselina blanca. Sus brazos blancos y redondos asomaban por los encajes de sus mangas perdidas: se había olvidado de quitarse un brazalete y las sortijas. Cerca de ella estaba sentado un coronel joven, recién venido de Madrid, después de haberse distinguido en la guerra de Navarra. La condesa, que no era hipócrita, tenía fijada en él toda su atención.

El general Santa María los miraba de cuando en cuando, mordiéndose los labios de impaciencia.

-¡Fruta nueva! -decía-; dejaría ella de ser hija de Eva si no le petase la novedad. ¡Un mequetrefe! ¡Veinticuatro años y ya con tres galones! ¿Cuándo se ha visto tal prodigalidad de grados? ¡Hace cinco o seis años que iba a la escuela y ya manda un Regimiento! Sin duda vendrán a decirnos que ganó sus grados con acciones brillantes. Pues yo digo que el valor no da experiencia, y que sin experiencia nadie sabe mandar. ¡Coronel del Ejército con veinticuatro años de edad! Yo lo fui a los cuarenta, después de haber estado en el Rosellón, en América, en Portugal; y no gané la faja de general sino de vuelta del Norte con la Romana y de haber peleado en la guerra de la Independencia. Señores, la verdad es que todos nos hemos vuelto locos en España; los unos por lo que hacen y los otros por lo que dejan de hacer.

En este momento se oyeron algunas exclamaciones ruidosas. La condesa misma salió de su languidez y se levantó de un salto.

-Por fin, ¡ya apareció el perdido! -exclamó-. Mil veces bien venido, desventurado cazador y malparado jinete. ¡Buen susto nos hemos llevado! Pero ¿qué es esto? Estáis como si nada os hubiese acaecido. ¿Es cierto lo que se dice de un maravilloso médico alemán, salido de entre las ruinas de un fuerte y las de un convento, como una de esas creaciones fantásticas? Contadnos, duque, todas esas cosas extraordinarias.

El duque, después de haber recibido las enhorabuenas de todos los concurrentes por su regreso y curación, tomó asiento enfrente de la condesa y entró en la narración de todo lo que el lector sabe. En fin, después de hablar mucho de Stein y de María, concluyó diciendo que había conseguido de él que viniese con su mujer a establecerse en Sevilla, para utilizar y dar a conocer, él su ciencia y ella los dotes extraordinarios con que la naturaleza la había favorecido.

-Mal hecho -falló en tono resuelto el general.

La condesa se volvió hacia su tío con prontitud.

-¿Y por qué es mal hecho, señor? -preguntó.

-Porque esas gentes -respondió el general- vivían contentos y sin ambición, y desde ahora en adelante, no podrán decir otro tanto; y según el título de una comedia española, que es una sentencia, Ninguno debe dejar lo cierto por lo dudoso.

-¿Creéis, tío -repuso la condesa-, que esa mujer, con una voz privilegiada, echará de menos la roca a que estaba pegada como una ostra, sin ventajas y sin gloria para ella, para la sociedad ni para las artes?

-Vamos, sobrina, ¿querrás hacernos creer con toda formalidad que la sociedad humana adelantará mucho con que una mujer suba a las tablas y se ponga a cantar di tanti palpiti?

-Vaya -dijo la condesa-; bien se conoce que no sois filarmónico.

-Y doy muchas gracias a Dios de no serlo -contestó el general-. ¿Quieres que pierda el juicio, como tantos lo pierden, con ese furor melomaníaco, con esa inundación de notas que por toda Europa se ha derramado como un alud, o una avalancha, como malamente dicen ahora? ¿Quieres que vaya a engrandecer con mi imbécil entusiasmo el portentoso orgullo de los reyes y reinas del gorgorito? ¿Quieres que vayan mis pesetas a sumirse en sus colosales ingresos, mientras se están muriendo de hambre tantos buenos oficiales cubiertos de cicatrices, mientras que tantas mujeres de sólido mérito y de virtudes cristianas, pasan la vida llorando, sin un pedazo de pan que llevar a la boca? ¡Esto sí que clama al cielo, y es un verdadero sarcasmo, como también dicen ahora, en una época en que no se les cae de la boca a esos hipocritones vocingleros la palabra humanidad! ¡Pues ya iría yo a echar ramos de flores a una prima donna, cuyas recomendables prendas se reducen al do, re, mi, fa, sol!

-Mi tío -dijo la condesa- es la mismísima personificación del statu quo. Todo lo nuevo le disgusta. Voy a envejecer lo más pronto posible, para agradarle.

-No harás tal, sobrina -repuso el general-; y así no exijas tampoco que yo me rejuvenezca para adular a la generación presente.

-¿Sobre qué está disputando mi hermano? -preguntó la marquesa, que, distraída hasta entonces por el juego, no había tomado parte en la conversación.

-Mi tío -dijo un oficial joven que había entrado calmadito y sentándose cerca del duque-, mi tío está predicando una cruzada contra la música. Ha declarado la guerra a los andantes, proscribe los moderatos y no da cuartel ni a los allegros.

-¡Querido Rafael! -exclamó el duque abrazando al oficial, que era pariente suyo, y a quien tenía mucho afecto. Era este pequeño, pero de persona fina, bien formada y airosa; su cara, de las que se dice que son demasiado bonitas para hombres.

-¡Y yo! -respondió el oficial, apretando en sus manos las del duque-; ¡yo que me habría dejado cortar las dos piernas por evitaros los malos ratos que habéis pasado! Pero estamos hablando de la ópera, y no quiero cantar en tono de melodrama.

-Bien pensado -dijo el duque-; y más valdrá que me cuentes lo que ha pasado aquí durante mi ausencia. ¿Qué se dice?

-Que mi prima la condesa de Algar -dijo Rafael- es la perla de las sevillanas.

-Pregunto lo que hay de nuevo -repuso el duque- y no lo sabido.

-Señor duque -continuó Rafael-, Salomón ha dicho, y muchos sabios (y yo entre ellos) han repetido, que nada hay nuevo debajo de la capa azul del cielo.

-¡Ojalá fuera cierto! -dijo el general suspirando-; pero mi sobrino Rafael Arias es una contradicción viva de su axioma. Siempre nos trae caras nuevas a la tertulia, y eso es insoportable.

-Ya está mi tío -dijo Rafael- esgrimiendo la espada contra los extranjeros. El extranjero es el bu del general Santa María. Señor duque, si no me hubierais nombrado ayudante vuestro, cuando erais ministro de Guerra, no habría contraído tantas relaciones con los diplomáticos extranjeros de Madrid y no me estarían quemando la sangre con cartas de recomendación. ¿Creéis, tío, que me divierte mucho el servir de cicerone, como lo estoy haciendo desde que vine a Sevilla, con todo viandante?

-¿Y quién nos obliga -repuso el general- a abrir las puertas de par en par a todo el que llega y a ponernos a sus órdenes? No lo hacen así en París, y mucho menos en Londres.

-Cada nación tiene su carácter -dijo la condesa- y cada sociedad sus usos. Los extranjeros son más reservados que nosotros: lo son igualmente entre sí. Es preciso ser justos.

-¿Han venido algunos recientemente? -preguntó el duque-. Lo digo porque estoy guardando a lord G., que es uno de los hombres más distinguidos que conozco. ¿Si estará ya en Sevilla?

-No ha llegado aún -contestó Rafael-. Por ahora tenemos aquí, en primer lugar, al mayor Fly, a quien llamamos la Mosca, que es lo que su nombre significa. Sirve en los guardias de la reina y es sobrino del duque de W., uno de los más altos personajes de Inglaterra.

-¡Sí! ¡Sobrino del duque de W. -dijo el general como yo lo soy del Gran Turco!

-Es joven -prosiguió Rafael-, elegante y buen mozo, pero un coloso de estatura; de modo que es preciso colocarse a cierta distancia, para poder hacerse cargo del conjunto. De cerca parece tan grande, tan robusto, tan anguloso, tan tosco, que pierde un ciento por ciento. Cuando no está sentado a la mesa, siempre le tengo al lado, dentro o fuera de casa; cuando mi criado le dice que he salido, responde que me aguardará; y al entrar él por la puerta, salgo yo por la ventana. Tiene la costumbre de tirar al florete con su bastón, y aunque sus botonazos sean inocentes y no hiera más que el aire, como tiene el brazo fuerte y tan largo, y mi cuarto es pequeño, me agujerea las paredes y ha roto varios cristales de la ventana. En las sillas se sienta, se mece, se contonea y repanchiga de tal modo, que ya van cuatro rotas. Mi patrona, al verlo, se pone hecha una furia. Algunas veces toma un libro, y es lo mejor que puede hacer, porque entonces se queda dormido. Pero su fuerte son las conquistas; este es su caballo de batalla, su idea fija y toda su esperanza, aunque todavía en verde. Tiene con respecto al bello sexo, la misma ilusión que con respecto a los pesos duros el gallego que fue a México, creyendo que no tendría más que bajarse para recogerlos. He tratado de desengañarle; pero ha sido predicar en desierto. Cuando le hablo en razón, se sonríe con cierto aire de incredulidad, acariciando sus enormes bigotes. Está apalabrado con una heredera millonaria, y lo curioso es que este Ayax de treinta años, que devora cuatro libras de carne en beef-steake y se bebe tres botellas de jerez de una sentada, hace creer a la novia que viaja por necesitarlo su salud. El otro maulo como dice mi tío, es un francés: el barón de Maude.

-¡Barón! -dijo el general con socarronería-. ¡Sí!, ¡barón como yo papa!

-Pero por Dios, tío -dijo la condesa-, ¿qué razón hay para que no sea barón?

-La razón es, sobrina -dijo el general-, que los verdaderos barones (no los de Napoleón ni los constitucionales, sino los de antaño) no viajaban ni escribían por dinero, ni eran tan mal criados, tan curiosos y tan cansadamente preguntones.

-Pero tío, por Dios; bien se puede ser barón y ser preguntón. Por preguntar no se pierde la nobleza. A su regreso a su país va a casarse con la hija de un par de Francia.

-Así se casará él con ella -replicó el general-, como yo con el Gran Turco.

-Mi tío -dijo Arias- es como Santo Tomás: ver y creer. Pero volviendo a nuestro barón, es preciso confesar que es hombre de muy buena presencia, aunque como yo, acabó de crecer antes de tiempo. Tiene un carácter amable; pero la da de sabio y de literato; y lo mismo habla de política que de artes; lo mismo de Historia que de música, de estadística, de filosofía, de hacienda y de modas. Ahora está escribiendo un libro serio, como él dice, el cual debe servirle de escalón para subir a la Cámara de Diputados. Se intitula: Viaje científico, filosófico, fisiológico, artístico y geológico por España (a) Iberia, con observaciones críticas sobre su gobierno, sus cocineros, su literatura, sus caminos y canales, su agricultura, sus boleros y su sistema tributario. Afectadamente descuidado en su traje, grave, circunspecto, económico en demasía, viene a ser una fruta imperfecta de ese invernáculo de hombres públicos, que cría productos prematuros, sin primavera, sin brisas animadoras y sin aire libre; frutos sin sabor ni perfume. Esos hombres se precipitan en el porvenir, en vapor a toda máquina, a caza de lo que ellos llaman una posición, y a esto sacrifican todo lo demás: ¡tristes existencias atormentadas, para las que el día de la vida no tiene aurora!

-Rafael, eso es filosofar -dijo el duque sonriéndose-. ¿Sabes que si Sócrates hubiera vivido en nuestros tiempos, serías su discípulo más bien que mi ayudante?

-No cambio la ayudantía por el apostolado, mi general -respondió Arias-. Pero la verdad es que si no hubiera tanto discípulo necio, no habría tanto perverso maestro.

-¡Bien dicho, sobrino! -exclamó el anciano general-; ¡tanto nuevo maestro! y cada cual enseña una cosa y predica una doctrina a cual más nueva y más peregrina. ¡El progreso!, ¡el magnífico y nunca bien ponderado progreso!

-General -contestó el duque-, para sostener el equilibrio en este nuestro globo, es preciso que haya gas y haya lastre; ambas fuerzas deberían mirarse recíprocamente como necesarias, en lugar de querer aniquilarse con tanto encarnizamiento.

-Lo que decís -repuso el general- son doctrinas del odioso justo-medio, que es el que más nos ha perdido con sus opiniones vergonzantes y sus terminachos curruscantes, como dice el pueblo, que habla con mejor sentido que los ilustrados secuaces del modernismo; hipocritones con buena corteza y mala pulpa; adoradores del Ser Supremo, que no creen en Jesucristo.

-Mi tío -dijo Rafael- odia tanto a los moderados, que pierde toda moderación para combatirlos.

-Calla, Rafael -respondió la condesa-; tú combates y te burlas de todas las opiniones, y no tienes ninguna, por tal de no tomarte el trabajo de defenderla.

-Prima -exclamó Rafael-, soy liberal; dígalo mi bolsa vacía.

-¡Qué habías tú de ser liberal! -dijo con voz estridente el general.

-¿Y por qué no había de serlo, señor? El duque también lo es.

-¡Qué habías de ser liberal! -tornó a decir el veterano en tono fuerte y recalcado, como un redoble de tambor.

-Vamos -murmuró Rafael-; mi tío, por lo visto, no consiente en que sean liberales sino las artes que llevan esa denominación. Señor -añadió dirigiéndose a su tío, al que hallaba su sobrino un sabroso placer en hacer rabiar-. ¿Por qué no puede ser el duque liberal? ¿Quién se lo puede estorbar si se le antoja ser liberal? ¿Se pondrá más feo por ser liberal? ¿Por qué no podemos ser liberales, señor, por qué?

-Porque el militar -contestó el general- no es ni debe ser otra cosa que el sostén del trono, el mantenedor del orden y el defensor de su Patria. ¿Estás, sobrino?

-Pero tío...

-Rafael -le interrumpió la condesa-, no te metas en honduras y prosigue tu relación.

-Obedezco; ¡ah prima!, en el ejército que estuviese a tus órdenes, no se vería jamás una falta de subordinación. Otro extranjero tenemos en Sevilla, un tal sir John Burnwood. Es un joven de cincuenta años; hermosote, sonrosado, con grandes melenas, como león genuino del Atlas; lente inamovible, sonrisa ídem, apretones de manos a diestro y siniestro; gran parlanchín, bulle-bulle, turbulento para echarla de vivo; como aquel alemán, que con el mismo objeto se tiró por la ventana; gran amigo de apuestas; célebre sportman; poseedor de vastas minas de carbón de piedra, que le producen veinte mil libras de renta.

-¿Supongo -dijo el general- que serán veinte mil libras de carbón de piedra?

-Mi tío -dijo Rafael- es como los bolsistas, que suben y bajan las rentas a su albedrío. Sir John apostó que subiría a la Giralda a caballo, y ese es el gran objeto que le trae a Sevilla. Es verdad que uno de nuestros antiguos reyes lo hizo; pero el pobre caballo en que subió, no pudo bajar y se quedó, como el sepulcro de Mahoma, suspenso entre el cielo y la tierra; fue preciso matarlo en su elevado puesto. Sir John está desesperado porque no le permiten gozar de este monárquico pasatiempo. Ahora quiere, a ejemplo de lord Elguin y del barón Taylor, comprar el Alcázar y llevárselo a su hacienda señorial, piedra por piedra, sin omitir las que, según dicen, están manchadas para siempre con la sangre de don Fadrique, a quien mandó dar muerte su hermano el rey don Pedro, hace quinientos años.

-No hay cosa -dijo el general- de que no sean capaces esos sires, ni idea, por descabellada que sea, que no se les ocurra.

-Hay más -continuó Rafael-. El otro día me preguntó si podría yo obtener del Cabildo de la Catedral que vendiese las llaves doradas que el rey moro presentó en una fuente de plata a San Fernando cuando conquistó a Sevilla, y la copa de ágata en que solía beber el gran rey.

El general dio tal porrazo sobre la mesa, que uno de los candeleros vino al suelo.

-Mi general -dijo el duque-, ¿no echáis de ver que Rafael está recargando los colores de sus cuadros y que son puras extravagancias todo lo que está diciendo?

-No hay extravagancia -repuso el general- que sea improbable en los ingleses.

-Pues aún falta lo mejor -continuó Rafael fijando sus miradas en una linda joven, que estaba al lado de la marquesa, viéndola jugar-. Sir John está enamorado perdido de mi prima Rita y la ha pedido. Rita, que no sabe absolutamente cómo se pronuncia el monosílabo sí, le ha dado un no, pelado y recio como un cañonazo.

-¿Es posible, Ritita -dijo el duque-, que hayáis rehusado veinte mil libras de renta?

-No he rehusado la renta -contestó la joven con soltura, sin dejar de mirar el juego-; lo que he rehusado ha sido al que la posee.

-Ha hecho bien -dijo el general-: cada cual debe casarse en su país. Este es el modo de no exponerse a tomar gato por liebre.

-Bien hecho -añadió la marquesa-. ¡Un protestante! Dios nos libre.

-¿Y qué decís vos, condesa? -preguntó el duque.

-Digo lo que mi madre -respondió esta-. No es cosa de chanza que el jefe de una familia sea de distinta religión que la de esta; creo como mi tío, que cada cual debe casarse en su país; y digo lo que Rita: que no me casaría jamás con un hombre sólo porque tuviese veinte mil libras de renta.

-Además -dijo Rita-, está muy enamorado de la bolera Lucía del Salto; y así, aunque el señor fuera de mi gusto, le habría dado la misma respuesta. No estoy por las competencias; y mucho menos con gente de entre bastidores.

Rita era sobrina de la marquesa y del general. Huérfana desde su niñez, había sido criada por un hermano suyo, que la amaba con ternura, y por su nodriza, que adoraba en ella y la mimaba; sin que por esto dejase de haberse hecho una joven buena y piadosa. El aislamiento y la independencia en que había pasado los primeros años de su vida, habían impreso en su carácter el doble sello de la timidez y de la decisión. Era de esas personas que algunos llaman oscuras, por enemigas del ruido y del brillo; altiva al mismo tiempo que bondadosa; caprichosa y sencilla; burlona y reservada. A este carácter picante se agregaba el exterior más seductor y más lindo. Su estatura era medianamente alta, su talle, que jamás se había sometido a la presión del corsé, poseía toda la soltura, toda la flexibilidad que los novelistas franceses atribuyen falsamente a sus heroínas, embutidas en apretados estuches de ballena. A esa graciosa soltura de cuerpo y de movimientos, unida a la franqueza y naturalidad en el trato, tan encantadora cuando la acompañan la gracia y la benevolencia, deben las españolas su tan celebrado atractivo. Rita tenía el blanco mate limpio y uniforme de las estatuas de mármol; su hermoso cabello era negro; sus ojos, notablemente grandes, de un color pardo oscuro, guarnecidos de grandes pestañas negras y coronados de cejas que parecían trazadas por la mano de Murillo. Su fresca boca, generalmente seria, se entreabría de cuando en cuando para lanzar por entre su blanquísima dentadura una pronta y alegre carcajada, que su encogimiento habitual comprimía inmediatamente; porque nada le era más repugnante que llamar la atención, y cuando esto le sucedía, se ponía de mal humor.

Había hecho voto a la Virgen de los Dolores de llevar hábito; y así vestía siempre de negro, con cinturón de cuero barnizado y un pequeño corazón de oro atravesado por una espada, en la parte superior de la manga.

Rita era la única mujer que su primo Rafael Arias había amado seriamente: no con una pasión lacrimosa y elegiaca, cosa que no estaba en su carácter, el más antisentimental que entre otros muchos resecó el Levante indígena, sino con un afecto vivo, sincero y constante. Rafael, que era un excelente joven, leal, juicioso y noble en su porte y por su cuna, y que gozaba de un buen patrimonio, era el marido que la familia de Rita le deseaba. Pero ella, a pesar de la vigilancia de su hermano, había entregado su corazón sin saberlo aquel. El objeto de su preferencia era un joven de ilustre cuna; arrogante mozo, pero jugador; y esto bastaba para que el hermano de Rita se opusiese de tal modo a sus amores, que le había prohibido rigurosamente verle y hablarle. Rita, con su firmeza de temple y su perseverancia de española (que debiera emplear mejor que lo hacía en esto), aguardaba tranquilamente, sin quejas, suspiros ni lágrimas, que llegase el día de cumplir veintiún años, para casarse sin escándalo, a pesar de la oposición de su hermano. Entre tanto, su amante le paseaba la calle, vestido y montado a lo majo, en soberbios caballos y se carteaban diariamente.

Aquella noche Rita había entrado, como siempre, en la tertulia, sin hacer ruido, y se había sentado en el sitio acostumbrado, cerca de su tía, para verla jugar. Esta no había observado la proximidad de su sobrina, sino cuando preguntada por el duque acerca del enlace que había rehusado, se había visto obligada a responder.

-¡Jesús! Rita -dijo la marquesa-. ¡Qué susto me has dado! ¿Cómo has llegado hasta aquí sin que nadie te haya sentido?

-¿Queríais -respondió- que entrase con tambor y trompeta como un regimiento?

-Pero al menos -repuso la marquesa-, bien hubieras podido saludar a las gentes.

-Se distraen los jugadores -dijo Rita-; y si no, ved vuestros naipes. Oros van jugados y ya ibais a hacer un renuncio por echarme una peluca.

Durante este diálogo, Rafael se había sentado detrás de su prima y le decía al oído:

-Rita, ¿cuándo pido la dispensa?

-Cuando yo te avise -contestó sin volverle la cara.

-¿Y qué he de hacer para merecer que llegue ese venturoso instante?

-Encomendarte a mi santa, que es abogada de imposibles.

-Cruel, algún día te arrepentirás de haber rechazado mi blanca mano. Pierdes el mejor y el más agradecido de los maridos.

-Y tú la peor y la más ingrata de las mujeres.

-Escucha, Rita -continuó Arias-; ¿tiene nuestro tío, que está enfrente de nosotros, alguna custodia en la cabeza, que te impide volver la cara a quien te habla?

-Tengo una torcedura en el pescuezo.

-Esa torcedura se llama Luis de Haro. ¿Todavía estás encaprichada con ese consumidor de barajas?

-Más que nunca.

-¿Y qué dice a eso tu hermano?

-Si te interesa, pregúntaselo.

-¿Y me dejarás morir?

-Sin pestañear.

-Hago voto al diablo que está a los pies del San Miguel de la parroquia, de que le he de dorar los cuernos, si carga de una vez con tu Luis de Haro.

-Deséale mal, que los malos deseos de los envidiosos engordan.

-Paréceme que te fastidio -dijo Rafael, después de algunos minutos de silencio, viendo bostezar a su prima.

-¿Hasta ahora no lo habías echado de ver? -respondió Rita.

-Esto es que deseas que me vaya. Ya se ve, ¡como Luis Barajas es tan celoso!

-¡Celoso de ti! -respondió su prima, lanzando una de sus carcajadas repentinas-: tan celoso está de ti como del inglés gordo.

-Gracias por la comparación, amable primita; y ¡adiós para siempre!

-¡La del humo! -respondió Rita sin volver la cara.

Rafael se levantó furioso.

-¿Qué tenéis, Rafael? -le preguntó en tono lánguido una joven, al pasar delante de ella.

Esta nueva interlocutora acababa de llegar de Madrid, adonde un pleito de consideración había exigido la presencia de su padre. Volvía de esta expedición completamente modernizada; tan rabiosamente inoculada en lo que se ha dado en llamar buen tono extranjero, que se había hecho insoportablemente ridícula. Su ocupación incesante era leer; pero novelas casi todas francesas. Profesaba hacia la moda una especie de culto; adoraba la música y despreciaba todo lo que era español.

Al oír Rafael la pregunta que se le dirigía, procuró serenarse y respondió:

-Eloisita, tengo un día más que ayer y uno menos de vida.

-Ya sé lo que tenéis, Arias; y conozco cuanto sufrís.

-Eloisita, me vais a meter aprensión como a don Basilio -y se puso a cantar-. ¡Qué mala cara!

-En vano disimuláis; hay lágrimas en vuestra risa, Arias.

-Pero decidme por Dios, Eloisita, lo que tengo, pues es una obra de misericordia enseñar al que no sabe.

-Lo que tenéis, Arias, harto lo sabéis.

-¿El qué?

-Una decepción -murmuró Eloísa.

-¿Una qué? -preguntó Rafael, que no la entendió.

-Una decepción -repitió Eloísa.

-¡Ah!, ¡ya!, había entendido deserción, y mi honor militar se había horripilado. En cuanto a decepción, tengo un ciento, como cada hijo de vecino, amiga mía; y no es poca el inspiraros lástima en lugar de agrado, que es lo que más deseo.

-Pero una hay entre todas que descolora vuestra vida y hace que sea para vos la felicidad un sarcasmo que os llevará a mirar la tumba como un descanso y la muerte como una sonriente amiga.

-¡Ah, Eloisita! -contestó Rafael-; un dedo de la mano habría dado por haber tenido en la acción de Mendigorría tales pensamientos; no que cuando me llevaron al hospital con un balazo en el costado, maldito si me sonreían ni la muerte ni la tumba.

-¡Qué prosaico sois! -exclamó indignada Eloísa.

-¿Es esto un anatema, Eloisita?

-No, señor -repuso con ironía la interrogada-; es un magnífico cumplido.

-Lo que es una verdad de a folio -dijo Rafael- es el que estáis lindísima con ese peinado, y que ese vestido es del mejor gusto.

-¿Os agrada? -exclamó la elegante joven, dejando de repente el tono sentimental-. Son estas telas las últimas nouveautés, es gro Ledru-Rollin.

-No es extraño -dijo Rafael- que se muera por España y por las españolas aquel inglés que veis allí enfrente y cuya cabeza descuella sobre todas las plantas del macetero.

-¡Qué mal gusto! -contestó Eloísa con un gesto de desdén.

-Dice -continuó Rafael- que no hay cosa más bonita en el mundo que una española con su mantilla, que es el traje que más favor les hace.

-¡Qué injusticia! -exclamó la joven-. ¿Creen acaso que el sombrero es demasiado elegante para nosotras?

-Dice -prosiguió Rafael- que manejáis el abanico con una gracia incomparable.

-¡Qué calumnia! -dijo Eloísa-. Ya no lo usamos las elegantas.

-Dice que esos piececitos tan monos, tan breves, tan lindos, están pidiendo a gritos medias y zapatos de seda, en lugar de esas horrendas botas, borceguíes, brodequines o llámense comoquiera.

-Eso es insultamos -exclamó Eloísa-; es querer que retrogrademos medio siglo, como dice muy bien la ilustrada prensa madrileña.

-Que los ojos negros de las españolas son los más hermosos del mundo.

-¡Qué vulgaridad! Esos son ojos de las gentes del pueblo, de cocineras y cigarreras.

-Que el modo de andar de las españolas tan ligero, tan gracioso, tan sandunguero, es lo más encantador que pueda imaginarse.

-Pero ¿no conoce ese señor que nos mira como parias -dijo Eloísa-, y que estamos haciendo todo lo posible para enmendarnos y andar como se debe?

-Lo mejor será que le convirtáis -dijo Rafael-. Voy a presentárosle.

Arias echó a correr pensando: «Eloísa tiene blando el corazón y la echa de romántica: es pintiparada para el mayor, que anda a caza de estos avechucos».

Entre tanto, la condesa preguntaba al duque si era bonita la Filomena de Villamar.

-No es ni bonita ni fea -respondió-. Es morena, y sus facciones no pasan de correctas. Tiene buenos ojos; es en fin, uno de esos conjuntos que se ven por dondequiera en nuestro país.

-Una vez que su voz es tan extraordinaria -dijo la condesa, por honor de Sevilla-, es preciso que hagamos de ella una eminente prima donna. ¿No podremos oírla?

-Cuando queráis -respondió el duque-. La traeré aquí una noche de estas, con su marido, que es un excelente músico y ha sido su maestro.

En esto llegó la hora de retirarse.

Cuando el duque se acercó a la condesa para despedirse, esta levantó el dedo con aire de amenaza.

-¿Qué significa eso? -preguntó el duque.

-Nada, nada -contestó ella-; esto significa ¡cuidado!

-¿Cuidado? ¿De qué?

-¿Fingís que no me entendéis? No hay peor sordo que el que no quiere oír.

-Me ponéis en ascuas, condesa.

-Tanto mejor.

-¿Queréis, por Dios, explicaros?

-Lo haré, ya que me obligáis. Cuando he dicho cuidado, he querido decir ¡cuidado con echarse una cadena encima!

-¡Ah!, condesa -repuso el duque con calor-, por Dios, que no venga una injusta y falsa sospecha a oscurecer la fama de esa mujer, aun antes de que nadie la conozca. Esa mujer, condesa, es un ángel.

-Eso por supuesto -dijo la condesa-. Nadie se enamora de diablos.

-Y sin embargo, tenéis mil adoradores -repuso sonriendo el duque.

-Pues no soy diablo -dijo la condesa-; pero soy zahorí.

-El tirador no acierta cuando el tiro salva el blanco.

-Os aplazo para dentro de aquí a seis meses, invulnerable Aquiles -repuso la condesa.

-Callad por Dios, condesa -exclamó el duque-; lo que en vuestra bella boca es una chanza ligera, en las bocas de víboras que pululan en la sociedad, sería una mortal ponzoña.

-No tengáis cuidado: no seré yo quien tire la primera piedra. Soy indulgente como una santa, o como una gran pecadora; sin ser ni lo uno ni lo otro.

Nada satisfecho salía el duque de esta conversación, cuando a la puerta le detuvo el general Santa María.

-Duque -le dijo-, ¿habéis visto cosa semejante?

-¿Qué cosa? -preguntó escamado el duque.

-¡Qué cosa, preguntáis!

-Sí, lo pregunto y deseo respuesta.

-¡Un coronel de veintitrés años!

-En efecto, es algo prematuro -contestó el duque sonriéndose.

-Es un bofetón al Ejército.

-No hay duda.

-Es dar un solemne mentís al sentido común.

-¡Por supuesto!

-¡Pobre España! -exclamó el general, dando la mano al duque y levantando los ojos al cielo.




ArribaAbajoCapítulo XVII

El duque había proporcionado a Stein y a su mujer una casa de pupilos, a cargo de una familia pobre, pero honrada y decente. Stein había encontrado en una cómoda, cuya llave le entregaron al tomar posesión de su aposento, una suma de dinero, bastante a sobrepujar las más exageradas pretensiones. Adjunto se hallaba un billete, que contenía las siguientes líneas: «He aquí un justo tributo a la ciencia del cirujano. Los esmeros y las vigilias del amigo no pueden ser recompensadas sino con una gratitud y una amistad sincera».

Stein quedó confundido.

-¡Ah, María! -exclamó, enseñando el papel a su mujer-. Este hombre es grande en todo: lo es por su clase, lo es por su corazón y por sus virtudes. Imita a Dios, levantando a su altura a los pequeños y los humildes. ¡Me llama amigo, a mí, que soy un pobre cirujano; y habla de gratitud, cuando me colma de beneficios!

-¿Y qué es para él todo ese oro? -respondió María-; un hombre que tiene millones, según me ha dicho la patrona, y cuyas haciendas son tamañas como provincias. Además, que si no hubiera sido por ti, se habría quedado cojo para toda la vida.

En este momento entró el duque y, cortando el hilo a los desahogos de agradecimiento en que Stein se deshacía, le dijo a su mujer:

-Vengo a pediros un favor: ¿me lo negaréis, María?

-¿Qué es lo que podremos negaros? -se apresuró a contestar Stein.

-Pues bien, María -continuó el duque-, he prometido a una íntima amiga mía que iríais a cantar a su casa.

María no respondió.

-Sin duda que irá -dijo Stein- María no ha recibido del cielo un don tan precioso como su voz, sin contraer la obligación de hacer participar a otros de esa gracia.

-Estamos, pues, convenidos -prosiguió el duque. Y ya que Stein es tan diestro en el piano como en la flauta, tendréis uno a vuestra disposición esta tarde, así como una colección de las mejores piezas de ópera modernas. Así podréis escoger las que más os agraden y repasarlas; porque es preciso que María triunfe y se cubra de gloria. De eso depende su fama de cantatriz.

Al oír estas últimas palabras, los ojos de María se animaron.

-¿Cantaréis, María? -le preguntó el duque.

-¿Y por qué no? -respondió esta.

-Ya sé -dijo el duque- que habéis visto muchas de las buenas cosas que encierra Sevilla. Stein vive de entusiasmo y ya sabe de memoria a Ceán, Ponz y Zúñiga. Pero lo que no habéis visto es una corrida de toros. Aquí quedan billetes para la de esta tarde. Estaréis cerca de mí, porque quiero ver la impresión que os causa este espectáculo.

Poco después el duque se retiró.

Cuando por la tarde Stein y María llegaron a la plaza, ya estaba llena de gente. Un ruido sostenido y animado servía de preludio a la función, como las olas del mar se agitan y mugen antes de la tempestad. Aquella reunión inmensa, a la que acude toda la población de la ciudad y la de sus cercanías; aquella agitación, semejante a la de la sangre cuando se agolpa al corazón en los parasismos de una pasión violenta; aquella atmósfera ardiente, embriagadora, como la que circunda a una bacante; aquella reunión de innumerables simpatías en una sola; aquella expectación calenturienta; aquella exaltación frenética, reprimida, sin embargo, en los límites del orden; aquellas vociferaciones estrepitosas, pero sin grosería; aquella impaciencia, a que sirve de tónico la inquietud; aquella ansiedad, que comunica estremecimientos al placer, forman una especie de galvanismo moral, al cual es preciso ceder o huir.

Stein, aturdido y con el corazón apretado, habría de buena gana preferido la fuga. Su timidez le detuvo. Veía que todos cuantos le rodeaban estaban contentos, alegres y animados, y no se atrevió a singularizarse.

La plaza estaba llena; doce mil personas formaban vastos círculos concéntricos en su circuito. La gente rica estaba a la sombra; el pueblo lucía a los rayos del sol el variado colorido del traje andaluz.

En los grandes teatros donde brillan la Grisi, Lablache, la Rachel y Macready, la sala no se llena sino cuando le toca salir al artista favorito; pero la función bárbara que se ejecuta en este inmenso circo, no ha pasado jamás por semejante humillación.

Salió el despejo, y la plaza quedó limpia. Entonces se presentaron los picadores montados en sus infelices caballos, que con sus cabezas bajas y sus ojos tristes parecían (y eran en realidad) víctimas que se encaminaban al sacrificio17.

Sólo con ver a estos pobres animales, cuya suerte preveía, la especie de desazón que ya sentía Stein se convirtió en compasión penosa. En las provincias de la Península que había recorrido hasta entonces, desoladas por la guerra civil, no había tenido ocasión de asistir a estas grandiosas fiestas nacionales y populares, en que se combinan los restos de la brillante y ligera estrategia morisca con la feroz intrepidez de la raza goda. Pero había oído hablar de ellos y sabía que el mérito de una corrida se calcula generalmente por el número de caballos que en ella mueren. Su compasión, pues, se fijaba principalmente en aquellos infelices animales, que, después de haber hecho grandes servicios a sus amos, contribuido a su lucimiento y quizá salvándoles la vida, hallaban por toda recompensa, cuando la mucha edad y el exceso del trabajo habían agotado sus fuerzas, una muerte atroz, que por un refinamiento de crueldad les obligan a ir a buscar por sí mismo: muerte que su instinto les anuncia, y a la cual resisten algunos, mientras otros, más resignados, o más abatidos, van a su encuentro dócilmente, para abreviar su agonía. Los tormentos de estos seres desventurados destrozarían el corazón más empedernido; pero los aficionados no tienen ojos, ni atención, ni sentimientos, sino para el toro. Están sometidos a una verdadera fascinación; y esta se comunica a muchos de los extranjeros más preocupados contra España y en particular contra esta feroz diversión. Además, es preciso confesarlo y lo confesaremos con dolor. En España, la compasión en favor de los animales es, particularmente en los hombres, por punto general, un sentimiento más bien teórico que práctico. En las clases ínfimas no existe. ¡Ah, míster Martín! ¡Cuánto más acreedor sois al reconocimiento de la humanidad, que muchos filántropos de nuestra época, que hacen tanto daño a los hombres, sin aumentar ni en un ápice su bienestar!18

Los toros deleitan a los extranjeros de gusto estragado o que se han empalagado de todos los goces de la vida, y que ansían por una emoción, como el agua que se hiela, por un sacudimiento que la avive; o a la generalidad de los españoles, hombres enérgicos y poco sentimentales, y que además se han acostumbrado desde la niñez a esta clase de espectáculos. Muchos, por otra parte, concurren por hábito; otros, sobre todo las mujeres, para ver y ser vistas; otros que van a los toros, no se divierten, padecen, pero que quedan, merced a la parte carneril, de que fue liberalmente dotada nuestra humana naturaleza.

Los tres picadores saludaron al presidente de la plaza, precedidos de los banderilleros y chulos espléndidamente vestidos y con capas de vivos y brillantes colores. Capitaneaban a todos los primeros espadas y sus sobresalientes, cuyos trajes eran todavía más lujosos que los de aquellos.

-¡Pepe Vera! ¡Ahí está Pepe Vera! -gritó el concurso-. ¡El discípulo de Montes! ¡Guapo mozo! ¡Qué gallardo! ¡Qué bien plantado! ¡Qué garbo en toda su persona! ¡Qué mirada tan firme y tan serena!

-¿Saben ustedes -decía un joven que estaba sentado junto a Stein- cuál es la gran lección que da Montes a sus discípulos? Los empuja cruzado de brazos hacia el toro y les dice: no temas al toro.

Pepe Vera se acercó a la valla. Su vestido era de raso color de cereza, con hombreras y profusas guarniciones de plata. De las pequeñas faltriqueras de la chupa salían las puntas de dos pañuelos de holán. El chaleco de rico tisú de plata y la graciosa y breve montera de terciopelo, completaban su elegante, rico y airoso vestido de majo.

Después de haber saludado con mucha soltura y gracia a las autoridades, fue a colocarse, como los demás lidiadores, en el sitio que le correspondía.

Los tres picadores ocuparon los suyos, a igual distancia unos de otros, cerca de la barrera. Los matadores y chulos estaban esparcidos por el redondel. Entonces todo quedó en silencio profundo, como si aquella masa de gente, tan ruidosa poco antes, hubiese perdido de pronto la facultad de respirar.

El alcalde hizo la seña; sonaron los clarines, que, como harán las trompetas el día del último juicio, produjeron un levantamiento general, y entonces, como por magia, se abrió la ancha puerta del toril, situada enfrente del palco de la autoridad. Un toro colorado se precipitó en la arena y fue saludado por una explosión universal de gritos, de silbidos, de injurios y de elogios. Al oír este tremendo estrépito, el toro se paró, alzó la cabeza y pareció preguntar con sus encendidos ojos si todas aquellas provocaciones se dirigían a él, a él, fuerte atleta que hasta allí había sido generoso y hecho merced al hombre, tan pequeño y débil enemigo; reconoció el terreno y volvió precipitadamente la amenazadora cabeza a uno y otro lado. Todavía vaciló: crecieron los recios y penetrantes silbidos; entonces se precipitó, con una prontitud que parecía incompatible con su peso y su volumen, hacia el picador.

Pero retrocedió al sentir el dolor que le produjo la puya de la garrocha en el morrillo. Era un animal aturdido, de los que se llaman en el lenguaje tauromáquico, boyantes. Así es que no se encarnizó en este primer ataque, sino que embistió al segundo picador.

Este no le aguardaba tan prevenido como su antecesor, y el puyazo no fue tan derecho ni tan firme; así fue que hirió al animal sin detenerlo. Las astas desaparecieron en el cuerpo del caballo, que cayó al suelo. Alzóse un grito de espanto en todo el circo; al punto todos los chulos rodearon aquel grupo horrible; pero el feroz animal se había apoderado de la presa y no se dejaba distraer de su venganza. En este momento, los gritos de la muchedumbre se unieron en un clamor profundo y uniforme, que hubiera llenado de terror a la ciudad entera si no hubiera salido de la plaza de los toros.

El trance iba siendo horrible, porque se prolongaba. El toro se cebaba en el caballo; el caballo abrumaba con su peso y sus movimientos convulsivos al picador, aprensado bajo aquellas dos masas enormes. Entonces se vio llegar, ligero como un pájaro de brillantes plumas, tranquilo como un niño que va a coger flores, sosegado y risueño, a un joven cubierto de plata, que brillaba como una estrella. Se acercó por detrás del toro; y este joven, de delicada estructura y de fino aspecto, cogió de sus manos la cola de la fiera, y la atrajo a sí, como si hubiera sido un perrito faldero. Sorprendido el toro, se revolvió furioso y se precipitó contra su adversario, quien, sin volver la espalda y andando hacia atrás, evitó el primer choque con una media vuelta a la derecha. El toro volvió a embestir y el joven lo esquivó segunda vez, con un recorte a la izquierda, siguiendo del mismo modo hasta llegar cerca de la barrera. Allí desapareció a los ojos atónitos del animal y a las ansiosas miradas del público, el cual, ebrio de entusiasmo, atronó los aires con inmensos aplausos, porque siempre conmueve ver que los hombres jueguen así con la muerte, sin baladronada, sin afectación y con rostro inalterable.

-¡Vean ustedes si ha tomado bien las lecciones de Montes! Vean ustedes si Pepe Vera sabe jugar con el toro -clamó el joven sentado junto a Stein, con voz que a fuerza de gritar se había enronquecido.

El duque fijó entonces su atención en Marisalada. Desde su llegada a la capital de Andalucía, ahora fue la primera vez que notó alguna emoción en aquella fisonomía fría y desdeñosa. Hasta aquel momento nunca la había visto animada. La organización áspera de María, demasiado vulgar para admitir el exquisito sentimiento de la admiración y demasiado indiferente y esquiva para entregarse al de la sorpresa, no se había dignado admirar ni interesarse en nada. Para imprimir algo, para sacar algún partido de aquel duro metal, era preciso hacer uso del fuego y del martillo.

Stein estaba pálido y conmovido.

-Señor duque -le dijo con aire de suave reconvención-. ¿Es posible que esto os divierta?

-No -respondió el duque con bondadosa sonrisa-, no me divierte; me interesa.

Entre tanto habían levantado al caballo. El pobre animal no podía tenerse en pie. De su destrozado vientre colgaban hasta el suelo los intestinos. También estaba en pie el picador, agitándose entre los brazos de los chulos, furioso contra el toro y queriendo evitar a viva fuerza, con ciega temeridad, y a pesar del aturdimiento de la caída, volver a montar y continuar el ataque. Fue imposible disuadirle; y volvió, en efecto, a montar sobre la pobre víctima, hundiéndole las espuelas en sus destrozados ijares.

-Señor duque -dijo Stein-, quizá voy a pareceros ridículo; pero en realidad me es imposible asistir a este espectáculo. ¿María, quieres que nos vayamos?

-No -respondió María, cuya alma parecía concentrarse en los ojos-. ¿Soy yo alguna melindrosa y temes por ventura que me desmaye?

-Pues entonces -dijo Stein-, volveré por ti cuando se acabe la corrida.

Y se alejó.

El toro había despachado ya un número considerable de caballos. El infeliz de que acabamos de hacer mención, se iba dejando arrastrar por la brida, con las entrañas colgando, hasta una puerta, por la que salió. Otros, que no habían podido levantarse, yacían tendidos, con las convulsiones de la agonía; a veces alzaban la cabeza, en que se pintaba la imagen del terror. A estas señales de vida, el toro volvía a la carga, hiriendo de nuevo con sus fieras astas los miembros destrozados, aunque palpitantes todavía, de su víctima. Después, ensangrentadas la frente y las astas, se paseaba alrededor del circo en actitud de provocación y desafío, unas veces alzando soberbio la cabeza a las gradas, donde la gritería no cesaba un momento; otras, hacia los brillantes chulos, que pasaban delante de él, a manera de meteoros, clavándole las banderillas. A veces, una red oculta entre los adornos de la banderilla, salían unos pajarillos y se echaban a volar. ¿Quién sería el primero a quien se le ocurrió la idea de producir este notable contraste? No tendría, por cierto, intención de simbolizar a la inocencia indefensa, alzándose sin esfuerzo sobre los horrores y las feroces pasiones de la tierra. Más bien sería una de esas ideas poéticas, que brotan espontáneas, aun en los corazones más duros y crueles del pueblo español, como una planta de resedá florece espontáneamente en Andalucía entre los cantos y la cal de un balcón.

A una señal del presidente, sonaron otra vez los clarines. Hubo un rato de tregua en aquella lucha encarnizada y todo volvió a quedar en silencio.

Entonces Pepe Vera, con una espada y una capa encarnada en la mano izquierda, se encaminó hacia el palco del Ayuntamiento. Paróse enfrente y saludó, en señal de pedir licencia para matar al toro.

Pepe Vera había echado de ver la presencia del duque, cuya afición a la tauromaquia era conocida. También había percibido a la mujer que estaba a su lado, porque esta mujer a quien hablaba el duque frecuentemente, no quitaba los ojos del matador.

Este se dirigió al duque, y quitándose la montera: «Brindo -dijo- por vuestra excelencia y por la real moza que tiene al lado». Y al decir esto, arrojó al suelo la montera con inimitable desgaire y partió adonde su obligación le llamaba.

Los chulillos le miraban atentamente, prontos a ejecutar sus órdenes. El matador escogió el lugar que más le convenía; después, indicándolo a su cuadrilla:

-¡Aquí! -les gritó.

Los chulos corrieron hacia el toro para incitarle, y el toro persiguiéndolos vino a encontrarse frente a frente con Pepe Vera, que le aguardaba a pie firme. Aquel era el instante solemne de la corrida. Un silencio profundo sucedió al tumulto estrepitoso y a las excitaciones vehementes que se habían prodigado poco antes al primer espada.

El toro, viendo aquel enemigo pequeño, que se había burlado de su furor, se detuvo como para reflexionar. Temía sin duda que se le escapase otra vez. Cualquiera que hubiera entrado a la sazón en el circo, no habría creído asistir a una diversión pública, sino a una solemnidad religiosa. ¡Tanto era el silencio!

Los dos adversarios se contemplaban recíprocamente.

Pepe Vera agitó la mano izquierda. El toro le embistió:

sin hacer más que un ligero movimiento, él le pasó de muleta, y volviendo a quedar en suerte, en cuanto la fiera volvió a acometerle, dirigió la espada por entre las dos espaldillas de modo que el animal, continuando su arranque, ayudó poderosamente a que todo el hierro penetrase en su cuerpo, hasta la empuñadura. Entonces se desplomó sin vida.

Es absolutamente imposible describir la explosión general de gritos y de aplausos que retumbaron en todo el ámbito de la plaza. Sólo pueden comprenderlo los que acostumbraban presenciar semejantes lances. Al mismo tiempo sonó la música militar.

Pepe Vera atravesó tranquilamente el circo en medio de aquellos frenéticos testimonios de admiración apasionada, de aquella unánime ovación, saludando con la espada a derecha e izquierda, en señal de gratitud, sin que excitase en su pecho sorpresa ni orgullo un triunfo, que más de un emperador romano habría envidiado. Fue a saludar al Ayuntamiento y después al duque y a la real moza.

El duque entregó disimuladamente una bolsa de monedas de oro a María, y esta, envolviéndola en su pañuelo, las arrojó a la plaza.

Al hacer Pepe Vera una nueva demostración de agradecimiento, las miradas de sus ojos negros se cruzaron con las de María. Al mentar este encuentro de miradas, un escritor clásico diría que Cupido había herido aquellos dos corazones con tanto tino, como Pepe Vera al toro. Nosotros, que no tenemos la temeridad de afiliarnos en aquella escuela severa e intolerante, diremos buenamente que estas dos naturalezas estaban formadas para entenderse y simpatizar una con otra, y que en efecto se entendieron y simpatizaron.

En verdad, Pepe Vera había estado admirable. Todo lo que había hecho en una situación que le colocaba entre la muerte y la vida, había sido ejecutado con una destreza, una soltura, una calma y una gracia que no se habían desmentido ni un solo instante. Es preciso para esto, que a un temple firme y a un valor temerario, se agregue un grado de exaltación que sólo pueden excitar veinticuatro mil ojos que miran y veinticuatro mil manos que aplauden.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Durante las escenas que hemos procurado describir en el anterior capítulo, Stein daba la vuelta alrededor de Sevilla, siguiendo la línea de sus antiguas murallas, alzadas por Julio César, como lo testifica esta inscripción colocada sobre la puerta de Jerez:


HÉRCULES ME EDIFICÓ;
JULIO CÉSAR ME CERCÓ
DE MUROS Y TORRES ALTAS
Y EL REY SANTO ME GANÓ
CON GARDI-PÉREZ DE VARGAS.



Volviendo hacia la derecha, Stein pasó por delante del convento del Pópulo, transformado hoy en cárcel; allí cerca vio la bella puerta de Triana; más lejos, la puerta Real, por donde hizo su entrada San Fernando, y en siglos posteriores, Felipe II. Delante se encuentra el convento de San Laureano, donde Fernando Colón, hijo del inmortal Cristóbal, fundó una escuela y estableció su observatorio. Pasó después por delante de la puerta de San Juan y la de la Barqueta, a la que se ligan tantos recuerdos. A cierta distancia, y a orillas del río, divisó el suntuoso monasterio de San Gerónimo, cuya estatua, que se considera como una de las más perfectas que han salido jamás de las manos de un artista, adorna hoy el salón principal del museo. Stein hizo entonces esta reflexión: «¿Habrían hecho los antiguos artistas tantas obras maestras, si en lugar de consagrarlas a la veneración de las almas piadosas, a recibir su culto y sus oraciones, hubieran sabido que su paradero había de ser un museo, donde estarían expuestas al frío análisis de los amigos del arte y de los admiradores de la forma?»

Vio después a San Lázaro, hospital de leprosos, y el inmenso y soberbio hospital de las Cinco Llagas del Señor, llamado vulgarmente Hospital de la Sangre, obra magnífica de los Enríquez de Rivera, en que han consumido millones y cuyo patronato ha reservado la caridad y el celo público del fundador, harto más grandes que su grande obra, a aquel que la concluya.

Vio la puerta de la Macarena, que toma su nombre, según unos, del de una hija de Hércules, a quien Julio César la consagró; y según otros, del de una princesa mora, que allí tuvo un palacio. Don Pedro el Cruel entró por ella muchas veces vencedor, y también don Fadrique, cuando el mismo don Pedro, su hermano, le sacrificó a su resentimiento. Pasó en seguida por delante de la puerta de Córdoba, sobre la cual todavía se ve, convertido en capilla, el estrecho encierro en que estuvo preso y fue martirizado San Hermenegildo por orden de su padre, Leovigildo, rey de los godos, por los años del 586. Enfrente de la puerta está el convento de los Capuchinos, en el mismo sitio que ocupó, según dicen, la primera iglesia que hubo en España, fundada por el apóstol Santiago, aunque Zaragoza disputa esta gloria a Sevilla. Vio más lejos el convento de la Trinidad, en el mismo terreno que ocuparon las cárceles romanas; y el subterráneo en que tuvieron encerradas a las Santas Vírgenes Justa y Rufina, patronas de la ciudad. En este subterráneo se ha erigido un altar, en cuyo centro se conserva un pilar de mármol, al que estuvieron atadas las santas, y en que grabaron con sus débiles dedos una cruz que se ve todavía.

Después de las puertas del Sol y del Osario, halló la de Carmona, una de las más bellas del recinto, de donde arranca, en línea paralela con el acueducto que provee de agua a Sevilla, el camino real que atraviesa toda la Península en su longitud, brincando como una cabra, por las asperezas de Despeñaperros. Con esta puerta se liga una anécdota, que pinta a lo vivo el carácter de los nobles sevillanos de aquel tiempo. Era en 1540. Por ella salían los sevillanos para ir a socorrer a Gilbraltar. Don Rodrigo de Saavedra llevaba el pendón de la ciudad; pero la puerta de entonces era tan baja, que el pendón no podía pasar sin inclinarse. Don Rodrigo pasó por encima de la puerta tirando de él con cuerdas, prefiriendo esta incomodidad a la humillación de su noble depósito.

A la mano izquierda están los grandes y alegres arrabales de San Roque y San Bernardo, con el jardín del rey, llamado así por haber sido de un rey moro llamado Benjoar. Stein llegó a la puerta de la Carne, cerca de la cual está el hermoso cuartel de caballería; dejando a mano derecha la elegante puerta de San Fernando, edificada en el año 1760 al mismo tiempo que la inmediata y magnífica fábrica de tabaco, cuyo costo subió a treinta y siete millones de reales; y dejando a mano izquierda el cementerio, esa sima que la muerte se emplea continuamente en llenar, como las Danaides su tonel, llegó a los hermosos paseos, que son como ramilletes que adornan la ciudad y las orillas floridas del Guadalquivir.

El único ruido que alteraba a la sazón el silencio del hermoso paseo de las Delicias, era el saludo que hacían las aves al sol en su ocaso. La inmovilidad del río era tal, que habría parecido helado si no le hubieran hecho sonreír de cuando en cuando la caricia del ala de un pájaro o el salto de algún pececillo juguetón. En la orilla opuesta se alzaba el convento de los Remedios, con su corona de cipreses, cuyas elevadas copas se erguían soberbias, sin echar de ver que el edificio se estaba abriendo en hondas grietas, como una planta abandonada se marchita cuando no hay una mano que la riegue. Las sombras del crepúsculo empezaban a cubrir la ciudad, mientras que la bella y colosal estatua de bronce dorado, emblema de la fe, que se enseñorea en lo alto de la Giralda, resplandecía a los últimos rayos del sol, radiante y ardiente como la gloria de los grandes hombres que la pusieron allí, coronando la inmensa basílica. Costearon esta de su bolsillo los canónigos en 1401, sujetándose por más de un siglo, ellos y sus sucesores, fuesen quienes fuesen, a vivir en común, para aplicar todas sus rentas a la construcción del templo. Ni uno solo faltó a este compromiso, acaso sin ejemplo en la historia de las artes. ¡Magnífico ejemplo de abnegación, de entusiasmo religioso y de inteligencia artística, que fue digno cumplimiento del memorable acuerdo con que decretaron la erección de aquel templo y que no podemos menos de consignar! FAGAMOS, dijeron, UNA ECLESIA TAL E TAN GRANDE, QUE EN EL MUNDO NO HAYA OTRA SU EGUAL, E QUE LOS DEL PORVENIER NOS TENGAN POR LOCOS.

A la derecha de Stein se elevaba la torre redonda del Oro, cuyo nombre proviene, según algunos, de haber sido en otro tiempo depósito del oro que venía de América. Sin embargo, esta derivación no es probable, puesto que tenía el mismo nombre antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. Mas verosímil es que procediese de los azulejos amarillos de que estaba revestida, y algunos de los cuales se conservan aún. Esa antiquísima torre, muy anterior a la era cristiana, enlazada con tantos recuerdos heroicos, colocada allí entre las variadas banderas de los buques, las ráfagas de humo de los vapores, los paseos construidos ayer y las flores nacidas hoy, con sus cimientos, que cuentan los siglos por décadas, es como la clava de Hércules lanzada en medio de los juguetes de los niños.

Entre estos recuerdos hay uno de muy pequeña importancia, aunque histórica, que ha excitado muchas veces nuestra sonrisa (cosa rara cuando se ojean los anales del mundo) y que por otra parte, pinta al natural al hombre de quien vamos a hablar, al rey don Pedro, cuya memoria es allí la más popular, después de la del santo rey Fernando.

Cerca de la torre del Oro hay un muelle que mandaron construir los canónigos, cuando se edificaba la catedral, para el cómodo desembarco de los materiales de la obra, y en él cobraban un muellaje de todos los que allí desembarcaban. Don Pedro, apurado de dinero, hizo uso de estos fondos en calidad de empréstito forzado. Parece que este monarca, muy joven aún, tenía la memoria muy flaca en materia de deudas, puesto que el cabildo pensó acudir a la justicia para reclamar el pago de la contraída. Pero ¿dónde estaba un escribano bastante valiente para presentarse a don Pedro con una notificación en la mano? Era necesario para esto un escribano Cid, o Pelayo, como no suele haberlos en el mundo. La curia tomó sus medidas; y he aquí el arbitrio de que echó mano. Un día en que el rey se paseaba a caballo cerca del susodicho muelle, vio venir un batel, que se detuvo a una respetuosa distancia de su persona. En este batel se hallaba una especie de cuervo o pajarraco negro de mal agüero. El rey quedó atónito al ver en el río esta visión, porque la gente que de negro se viste, suele ser tan poco aficionada a Marte como a Neptuno. Pero ¡cuánto no crecería su asombro cuando oyó una voz agria que le decía: «A vos, don Pedro, intimamos...». No pudo decir más, porque el rey, echando centellas por los ojos, sacó la espada, aguijoneó el caballo y se arrojó al agua sin reflexionar lo que hacía. ¡Cuál no sería el terror del pájaro negro! Dejó caer los papeles, se apoderó del remo y se puso en salvo. Es de presumir que el pueblo, tan admirador del valor temerario, como enemigo de las maniobras judiciales, aplaudiese este hecho con entusiasmo. Nosotros, que gustamos de todo lo que es grande, aunque sea una ira real, hemos referido esta anécdota, porque los pájaros verdaderamente negros, esto es, los que tienen emponzoñada la lengua y la pluma, se han vengado después, valiéndose siempre de sus armas usuales, el ardid y la calumnia; y han calumniado al infortunio.

¡Pobre don Pedro! Acaso fue malo, porque fue desgraciado. Su crueldad fue efecto de la exasperación; pero tuvo tacto mental, carácter enérgico y un corazón que sabía amar.

Stein, con la cabeza apoyada en las manos, recreaba sus miradas en el magnífico espectáculo que ante ellas se desenvolvía y respiraba con deleite aquella pura y balsámica atmósfera. De cuando en cuando un clamor prolongado y vivo le arrancaba a su suave éxtasis y afectaba dolorosamente su corazón. Era la gritería de la plaza de toros.

«¡Dios mío!, ¡es posible! -se decía aludiendo a la guerra-, que a aquello lo llamen gloria y a esto -aludiendo a los toros- lo llamen placer!»




ArribaAbajoCapítulo XIX

Marisalada pasaba su vida consagrada a perfeccionarse en el arte, que le prometía un porvenir brillante, una carrera de gloria y una situación que lisonjeara su vanidad y satisficiera su afición al lujo. Stein no se cansaba de admirar su constancia en el estudio y sus admirables progresos.

Sin embargo, se había retardado la época de su introducción en la sociedad de las gentes de viso, por una enfermedad del hijo de la condesa.

Desde los primeros síntomas había olvidado esta todo cuanto la rodeaba: su tertulia, sus prendidos, sus diversiones, a Marisalada y sus amigos, y, antes que a todo, al elegante y joven coronel de que hemos hablado.

Nada existía en el mundo para esta madre, sino su hijo, a cuya cabecera había pasado quince días sin comer, sin dormir, llorando y rezando. La dentición del niño no podía avanzar, por no poder romper las encías hinchadas y doloridas. Su vida peligraba. El duque aconsejó a la afligida madre que consultase a Stein; y, verificado así, el hábil alemán salvó al niño con una incisión en las encías. Desde aquel momento, Stein llegó a ser el amigo de la casa. La condesa le estrechó en sus brazos; y el conde le recompensó como podría haberlo hecho un príncipe. La marquesa decía que era un santo; el general confesó que podía haber buenos médicos fuera de España. Rita, con toda su aspereza, se dignó consultarle sobre sus jaquecas, y Rafael declaró que el día menos pensado iba a romperse los cascos, para tener el gusto de que le curase el gran Federico.

Una mañana, la condesa estaba sentada, pálida y desmejorada a la cabecera de su hijo dormido. Su madre ocupaba una silla muy baja, y, como antídoto contra el calor, tenía el abanico en continuo movimiento. Rita se había establecido delante de un gran bastidor y estaba bordando un magnífico frontal de altar, obra que había emprendido en compañía de la condesa.

Entró Rafael.

-Buenos días, tía: buenos días, primas. ¿Cómo va el heredero de los Algares?

-Tan bien como puede desearse -respondió la marquesa.

-Entonces, mi querida Gracia -continuó su primo-, me parece que ya es tiempo de que salgas de tu encierro. Tu ausencia es un eclipse de sol visible, que trae consternada a la ciudad. Tus tertulianos lanzan unánimes suspiros, que van a dejar sin hojas los árboles de las Delicias. El barón de Maude añade a su colección de preguntas, las que le arranca tu invisibilidad. Ese exceso de amor materno le escandaliza. Dice que en Francia se permite a las señoras hacer muy bonitos versos sobre este asunto; pero no tolerarían que una madre joven expusiese su salud, marchitando la frescura de su tez, privándose de reposo y de alimento, y olvidando su bienestar individual al lado del chiquillo.

-¡Disparate! -exclamó la marquesa- ¿Cómo podrá persuadírseme de que hay un país en el mundo en que una madre se aleje ni un solo instante de su hijo cuando está malo?

-Pues el mayor es peor todavía -continuó Rafael-; al saber lo que estás haciendo, logró agrandar sus ojos habitualmente espantados y dice que no creía tan bárbaros a los españoles, que no tuviesen en sus casas una nursery19.

-¿Y qué es eso? -preguntó la marquesa.

-Según él se explica -prosiguió Rafael-, es la Siberia de los niños ingleses. Sir John apuesta a que te has puesto tan ligera y delgada, que podrás pasar por hija del Céfiro con más razón que las yeguas andaluzas, que gozan de esa reputación y que en la carrera se quedarían muy atrás de su yegua inglesa Atlante, sin necesidad de derramar una cuartilla de cebada en el camino para distraerla. Prima, el único que se ha consolado de los males de la ausencia ha sido Polo, dando a luz un tomo de poesías, y con este motivo casi nos hemos reñido.

-Cuéntanos eso, Rafael -dijo Rita-. Hubiera querido presenciar vuestra disputa y no me habría divertido poco.

-Ya saben ustedes -dijo Rafael- que todas nuestras modernas ilustraciones aspiran por todos los medios posibles al título de notabilidades.

-Sobrino -exclamó la marquesa-, déjate por Dios de esas palabras extranjeradas, que me degüellan.

-Perdonad, tía -siguió Rafael-; pero son necesarias para mi historia y participan de su esencia. Como estos señores, y, sobre todo, los que han bebido en manantiales franceses, han visto que en Francia la partícula de es signo de nobleza, han querido también adoptarla; y como en España no significa absolutamente nada, pueden lisonjear sus oídos con la sonoridad del monosílabo inocente, así como con una cáfila de apellidos, cada uno hijo de su padre y de su madre. Esto puede deslumbrar a los extranjeros, que ignoran que en España el de, y la muchedumbre de apellidos, son prácticas arbitrarias y pueden usarse ad libitum.

-Por cierto -dijo la marquesa-, es cosa rara que uno ha de ser de sangre noble, sólo por tener dos letras delante del apellido. Las mujeres casadas añaden al suyo el de sus maridos, con su de corriente, y así, tu madre firmaba Rafaela Santa María de Arias. Hay muchos apellidos nobles que no lo tienen. En Sevilla, el marqués de C... es J. P. El conde del A..., F. E. El marqués de M..., A. S. Mi hermano se llama León Santa María,, y el duque de Rivas pone en el frontispicio de sus obras Ángel Saavedra. Volviendo a nuestro Polo -prosiguió Rafael-, no satisfecho con tener un nombre tan adaptado al título de una colección de poesías, se le ocurrió la idea de poner también el de su madre, o el de su abuela, según lo más o menos armonioso de las sílabas, y tuvo la satisfacción de estampar con letras góticas en el frontispicio de su obra: Por A. Polo de Mármol; y quedó tan contento al ver en papel vitela su nombre prosaico prolongado, ennoblecido, sonoro, distinguido y soberbio, a manera de un paladín antiguo que sale de la tumba con su armadura mohosa, que se creyó otro hombre distinto del que era antes; se admiró y se respetó, como aquel oficial portugués que viéndose en el espejo, armado de pies a cabeza, se echó a temblar, teniendo miedo de sí mismo. Su entusiasmo subió a tal punto que mandó grabar sus tarjetas con la recién descubierta fórmula, añadiendo un escudo de armas imaginarias, en que se ve un castillo...

-De naipes -dijo la marquesa, impaciente.

-Un león -continuó Rafael-, un águila, un leopardo, un zorro, un oso, un dragón; en fin, el arca de Noé de la Heráldica; y encima, una corona imperial. Por desgracia, el grabador, que no era un Estévez ni un Carmona, no pudo poner cuerdas en una lira, que formaba parte de las armas de Polo; pero es un pequeño contratiempo, de que nadie hace eso. Dábale yo la enhorabuena por su nuevo nombre, asegurándole que el nombre de Mármol venía de perlas después del de A. Polo, porque un APolo de mármol valía más que un APolo de yeso; tomándolo él a sátira, se puso tan furioso que me amenazó con escribir una sátira contra los humos de los nobles. Le pregunté si la sátira a los nobles se extendería a las ídem. Entonces se acordó de ti, mi querida prima; lanzó un suspiro y se le cayó de las manos la formidable pluma; peinó, alisó y cubrió de pomada la cabellera serpentina de su Némesis, y yo me he escapado de una buena, gracias a los hermosos ojos de mi prima. Pero -añadió Rafael viendo entrar a Stein-, aquí viene la más preciada de las piedras preciosas20; piedra melodiosa como Memnon. Don Federico, ya que sois observador fisiologista, admirad cómo en todas las situaciones de la vida son inalterables en España la igualdad de humor, la benevolencia y aun la alegría. Aquí no tenemos el schwermuth de los alemanes, el spleen de los ingleses, ni el ennui de nuestros vecinos. ¿Y sabéis por qué? Porque no exigimos demasiado de la vida; porque no suspiramos en pos de una felicidad alambicada.

-Es -opinó la marquesa- porque solemos tener todas las aficiones propias de nuestra edad.

-Es -dijo Rita- porque cada uno hace lo que le da la gana.

-Es -observó la condesa- porque nuestro hermoso cielo derrama el bienestar en nuestro ánimo.

-Yo creo -dijo Stein- que es por todo eso y además por el carácter nacional. El español pobre, que se contenta con un pedazo de pan, una naranja y un rayo de sol, está en armonía con el patricio que se contenta casi siempre con su destino y se convierte en noble Procusto moral de sí mismo, nivelando sus aspiraciones y su bienestar con su situación.

-Decís, don Federico -observó la marquesa-, que en España cada cual está satisfecho con lo que le ha tocado en suerte. ¡Ah doctor! ¡Cuánto siento decir que ya no somos en esa parte lo que éramos! Mi hermano dice que en la jerigonza del día hay una palabra inventada por el genio del mal y del orgullo, especie de palanca a que no resisten los cimientos de la sociedad y que ha ocasionado más desventuras a la especie humana que todo el despotismo del mundo.

-¿Y cuál es esa palabra -preguntó Rafael-, para que yo le corte las orejas?

-Esa palabra -dijo la marquesa suspirando- es la noble ambición.

-Señora -dijo Rafael-, es que a la ambición le ha entrado la manía general de nobleza.

-Tía -exclamó Rita-, si nos metemos en la política, y os ponéis a repetir las sentencias de mi tío, os advierto que don Federico va a caer en esa quisicosa alemana, Rafael en el spleen inglés y Gracia y yo en el ennui francés.

-¡Desvergonzada! -dijo su tía.

-Para evitar tamaña desgracia -dijo Rafael- hago la moción de que compongamos entre todos una novela.

-¡Apoyado, apoyado! -gritó la condesa.

-¡Tal destino! -dijo su madre-. ¿Queréis escribir algún primor, como esos que suele mi hija leerme en los folletines que escriben los franceses?

-¿Y por qué no? -preguntó Rafael.

-Porque nadie la leerá -respondió la marquesa-, a menos de anunciarla como francesa.

-¿Qué nos importa? -continuó Rafael-. Escribiremos como cantan los pájaros, por el gusto de cantar, y no por el gusto de que nos oigan.

-Hacedme el favor, a lo menos -prosiguió la marquesa-, de no sacar a la colada seducciones ni adulterios. Pues ¡es bueno hacer a las mujeres interesantes por sus culpas! Nada es menos interesante a los ojos de las personas sensatas que una muchacha ligera de cascos, que se deja seducir, o una mujer liviana que falta a sus deberes. No vayáis tampoco, según el uso escandaloso de los novelistas de nuevo cuño, a profanar los textos sagrados de la Escritura. ¿Hay cosa más escandalosa que ver en un papelito bruñido y debajo de una estampita deshonesta las palabras mismas de nuestro Señor, tales como: «mucho le será perdonado, porque amó mucho», o aquellas otras: «el que se crea sin culpa, tírele la primera piedra?» ¡Y todo ello para justificar los vicios! ¡Eso es una profanación! ¿No saben esos escritores boquirrubios que aquellas santas palabras de misericordia recaían sobre las ansias del arrepentimiento y los merecimientos de la penitencia?

-¡Cáspita! -dijo Rafael-, ¡qué trozo de elocuencia! Tía está inspirada, iluminada; votaré por su candidatura a diputado a Cortes.

-Tampoco vayáis -continuó la marquesa- a introducir el espantoso suicidio, que no se ha conocido por acá, hasta ahora, que han logrado entibiar, sino desterrar la religión. Nada de esas cosas nos pegan a nosotros.

-Tiene usted razón -dijo la condesa-; no hemos de pintar a los españoles como extranjeros; nos retrataremos como somos.

-Pero con las restricciones que exige mi señora marquesa -dijo Stein-, ¿qué desenlace romancesco puede tener una novela que estribe, como generalmente sucede, en una pasión desgraciada?

-El tiempo -contestó la marquesa-; el tiempo, que da fin de todo, por más que digan los novelistas, que sueñan en lugar de observar.

-Tía -dijo Rafael-, lo que estáis diciendo es tan prosaico como el gazpacho.

-¿Te matarás si me caso con Luis? -le preguntó Rita.

-¡Yo verdugo, y de mi propia, interesante e inocente persona!, ¡yo mi propio Herodes! ¡Dios me libre, bella ingrata! -contestó Rafael-. Viviré para ver y gozar de tu arrepentimiento y para reemplazar a tu Luis Triunfos, si se le antoja ir a jugar al monte con su compadre Lucifer, en su reino.

-No hagáis ostentación en vuestra novela -prosiguió la marquesa- de frases y palabras extranjeras de que no tenemos necesidad. Si no sabéis vuestra lengua, ahí está el diccionario.

-Bien dicho -repitió Rafael-; no daremos cuartel a las esbeltas, a las notabilidades ni a los dandys; perversos intrusos, parásitos venenosos y peligrosos emisarios de la revolución.

-Más verdad dices de la que piensas -repuso la marquesa.

-Pero madre -dijo la condesa-; a fuerza de restricciones, nos pondréis en el caso de hacer una insulsez.

-Me fío de tu buen gusto -respondió la marquesa-, y en lo que es capaz de discurrir e inventar Rafael, para que así no sea. Otra advertencia. Si nombráis a Dios, llamadle por su nombre, y no con los que están hoy de moda, Ser Supremo, Suprema Inteligencia, Moderador del Universo y otros de este jaez.

-¡Cómo, señora tía! -exclamó Rafael-, ¿negáis a Dios sus poderes y sus prerrogativas?

-No por cierto -respondió la marquesa-; pero en el nombre Dios se encierra todo. Buscar otros más altisonantes es lo mismo que platear el oro. Lo mismo me parece eso, que lo que aquí se hace de tejas abajo, quitando al poder el título de rey para llamarlo presidente, primer cónsul o protector. Estoy cierta de que antes de haber consumado del todo su rebeldía, Lucifer nombraba a Dios el Ser Supremo.

-Pero tía, no podréis negar -observó Rafael- que es más respetuoso y aun más sumiso.

-Anda a paseo, Rafael -contestó con impaciencia la marquesa- Siempre me contradices, no por convicción, sino por hacerme rabiar. Dale a Dios el nombre que se dio él mismo; que nadie ha de ponerle otro mejor.

-Tenéis razón, madre -dijo la condesa-. Dejémonos de flaquezas, de lágrimas y de crímenes, y de términos retumbantes. Hagamos algo bueno, elegante y alegre.

-Pero Gracia -dijo Rafael-, es menester confesar que no hay nada tan insípido en una novela como la virtud aislada. Por ejemplo, supongamos que me pongo a escribir la biografía de mi tía. Diré que fue una joven excelente; que se casó a gusto de sus padres, con un hombre que le convenía y que fue modelo de esposas y de madres, sin otra flaqueza que estar un poco templada a la antigua y tener demasiada afición al tresillo. Todo esto es muy bueno para un epitafio; pero es menester convenir que es muy sosito para una novela.

-¿Y de dónde has sacado -preguntó la marquesa- que yo aspiro a ser modelo de heroína de novela? ¡Tal dislate!

-Entonces -dijo Stein-, escribid una novela fantástica.

-De ningún modo -dijo Rafael-; eso es bueno para vosotros, los alemanes; no para nosotros. Una novela fantástica española sería una afectación insoportable.

-Pues bien -continuó Stein-: una novela heroica o lúgubre.

-¡Dios nos libre y nos defienda! -exclamó Rafael-. Eso es bueno para Polo.

-Una novela sentimental.

-Sólo de oírlo -prosiguió Rafael- me horripilo. No hay género que menos convenga a la índole española que el llorón. El sentimentalismo es tan opuesto a nuestro carácter, como la jerga sentimental al habla de Castilla.

-Pues entonces -dijo la condesa-, ¿qué es lo que vamos a hacer?

-Hay dos géneros que, a mi corto entender, nos convienen: la novela histórica, que dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres, que es justamente la que nos peta a los medias cucharas como nosotros.

-Sea, pues; una novela de costumbres -repuso la condesa.

-Es la novela por excelencia -continuó Rafael-, útil y agradable. Cada nación debería escribirse las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de observación, ayudarían mucho para el estudio de la humanidad, de la Historia, de la moral práctica, para el conocimiento de las localidades y de las épocas. Si yo fuera la reina, mandaría escribir una novela de costumbres en cada provincia, sin dejar nada por referir y analizar.

-Sería, por cierto, una nueva especie de geografía -dijo Stein riéndose-. ¿Y los escritores?

-No faltarían si se buscaran -respondió Rafael-, como nunca faltan hombres para toda empresa, cuando hay bastante tacto para escogerlos. La prueba es que aquí estoy yo, y ahora mismo vais a oír una novela compuesta por mí, que participará de ambos géneros.

-Así saldrá ella -dijo la marquesa-. Don Federico, ya veréis algo parecido a Bertoldo.

-Puesto que mi prima quiere algo bueno y sencillo; mi tía algo moral, sin pasiones, flaquezas, crímenes ni textos de la Escritura, y mi prima Rita algo festivo, voy a tomar por asunto la vida honrada y moral de mi tío el general Santa María.

-No faltaba más -dijo la marquesa- sino que fueras a hacer burla de mi hermano. No me parece que da margen a ello. ¡Vaya!

-No por cierto -replicó Rafael-; respeto y aprecio a mi tío más que nadie en este mundo y sé que sus virtudes militares, que a veces pasan de raya, le han merecido el dictado del Don Quijote del Ejército. Pero nada de esto impide que también tenga su historia, porque si madame Staël ha dicho que la vida de una mujer es siempre una novela, creo que con igual derecho puede decirse que la vida de un hombre es siempre una historia. Escuchad, pues, incomparable doctor, la historia de mi tío en compendio. Santiago León Santa María nació predestinado para la noble carrera de las armas, porque vio la luz del día, o por mejor decir, las sombras de la noche, en el momento mismo en que la retreta pasaba por delante de los balcones de la casa, de modo que hizo su entrada en el mundo a son de caja.

-Eso es cierto -dijo la marquesa, sonriéndose.

-Yo no miento jamás... cuando digo la verdad -continuó gravemente Rafael-. Como señal de aquella predestinación, nació con una espada color de sangre en el pecho, dibujada por mano de la naturaleza con la mayor propiedad; de modo que todas las comadres del barrio acudieron a saludar al general in partibus de los ejércitos de S. M. Católica.

-No hay tal cosa -dijo la marquesa-; tiene una señal en el pecho, es verdad; pero es en figura de rábano, un antojo que había tenido nuestra madre.

-Observad, doctor -continuó Rafael-, que mi tía desprestigia y despoetiza la historia de su querido hermano. ¡Un rábano en el pecho de un valiente, en lugar de una orden militar! Vaya, tía, ¿hay cosa más ridícula?

-¿Qué tiene de ridículo -dijo la marquesa- nacer con una señal en el pecho?

-Prosigue, Rafael -dijo Rita-. Yo no sabía ninguna de esas particularidades. Prosigue sin tantos paréntesis.

-Nadie nos corre, querida Rita -dijo Rafael-; ¿qué prisa tenemos? Una de las ventajas que llevamos a otras naciones, es no vivir a galope, como corredores intrusos. Conque apenas León Santa María cumplió los doce años, entró de cadete en un Regimiento y se puso desde entonces derecho como un huso, serio como un sermón y grave como un entierro. Haciendo el ejercicio, y peleando como valiente muchacho en el Rosellón, fue pasando el tiempo y llegó mi tío a la edad en que el corazón canta y suspira.

-Rafael, Rafael -dijo su tía-, cuenta con lo que se habla.

-No tengáis cuidado, tía; no hablaré más que de amores platónicos.

-¿Amores qué?... ¿Hay acaso varias clases de amores?

-El amor platónico -contestó Rafael- es el que se encierra en una mirada, en un suspiro o en una carta.

-Es decir -repuso la marquesa-, la vanguardia; pero ya sabes que el cuerpo del ejército viene detrás; con que doblemos la hoja sobre ese capítulo.

-Señora marquesa -repuso Rafael-, no os apuréis. Mi historia será tal, que después de haberla oído cualquiera podrá retratar a mi tío con la espada en una mano y la palma en la otra.

«Sus primeros amores fueron con una guapa moza de Osuna, donde estaba acuartelado su Regimiento. El día menos pensado llegó la orden de marchar. Mi tío dijo que volvería, y ella se puso a cantar Mambrú se fue a la guerra; y lo estaría todavía cantando si un labrador grueso no la hubiera ofrecido su gruesa mano y su gruesa hacienda. Sin embargo, al principio estuvo inconsolable. Lloraba como las nubes de otoño y no paraba de exclamar día y noche: ¡Santa María, Santa María!, tanto que una criada que dormía cerca, creyendo que su ama estaba rezando las letanías, no dejaba de responder devotamente: Ora pro nobis.

»Mi tío -siguió Rafael- recibió orden de pasar a América; volvió para tomar parte en la guerra de la Independencia, y no tuvo tiempo para pensar en amoríos. De donde resultó que, no tratando con más bellezas que las que podía hacer marchar a tambor batiente, adquirió tal acritud de temple, que se le quedó el nombre del general Agraz.

-¿Cómo te atreves?... -exclamó la tía.

-Tía -contestó Rafael-, yo no me atrevo a nada; lo que hago es repetir lo que otros han dicho. Pian pianino llegaron los sesenta años, trayendo en pos la comitiva ordinaria de reumatismos y catarros, con todas las trazas de convertirse en crónicos. Mi tía y todos los amigos le aconsejaban que se retirase y se casase para vivir tranquilo. Fijad las mientes, doctor, en el remedio: ¡casarse para vivir tranquilo! Ya ve usted que mi tía se siente inclinada a la homeopatía.

-¿Ese sistema nuevo -preguntó la marquesa- que receta estimulantes para refrescar? No lo creáis, doctor, ni vayáis a dar esa clase de remedios al niño.

-Pues como iba diciendo -continuó Rafael-, había aquí una soltera de edad madura, que no había querido casarse a gusto de su padre, ni su padre la había querido dejar casar a su gusto; este tenía muchos humos, en vista de que su hija se llamaba doña Pancracia Cabeza de Vaca. Ahora bien, esta noble parte del animal...

La marquesa le interrumpió:

-Ríete cuanto quieras, como te ríes de todo; este es un privilegio que la naturaleza te ha dado, como al sol el de brillar. Pero sabed, don Federico, que ese nombre, tan ridículo a los ojos de mi sobrino, es uno de los más ilustres y más antiguos de España. Debe su origen a la batalla de las Navas de Tolosa...

-La cual -añadió Rafael- se dio por los años de 1212, y la ganó el rey don Alfonso IX, llamado el Noble, padre de la reina de Francia Blanca, madre de San Luis; y con aquella hazaña libertó a Castilla del yugo de los sarracenos.

-Así es -repuso la marquesa-; todo eso se lo he oído contar a mi cuñada. El Miramamolín, según ella cuenta, se había retirado a una altura donde se atrincheró con sus tesoros en una especie de recinto formado con cadenas de hierro. Un río separaba esta altura del ejército cristiano. El rey, que no podía pasarlo, estaba desesperado. Entonces se le presentó un pastor viejo, con su hopalanda y su capucha, y le descubrió un sitio por donde podría vadear el río sin dificultad: «Seguid la orilla -le dijo-, aguas abajo, y donde veáis la cabeza de una vaca, que han devorado los lobos, allí está el vado». De resultas de este aviso se ganó aquella memorable batalla. El rey, agradecido, ennobleció al que le había hecho un servicio tan señalado y le dio a él y a sus descendientes el nombre de Cabeza de Vaca. Mi cuñada dice que aún se conservan en la catedral de Toledo la estatua del pastor patriota y las cadenas del campo del Miramamolín.

-Seiscientos años de nobleza -dijo Rafael- son un moco de pavo en comparación de la nuestra, porque ha de saber usted, doctor, que el nombre de Santa María eclipsa a todas las Cabezas de Vaca, aun cuando arranque su árbol genealógico de los cuernos de la que Noé llevó a su arca. Para que usted lo sepa, somos parientes de la Santa Virgen, nada menos; y en prueba de ello, una de mis abuelas, cuando rezaba el rosario con sus criadas, según la buena costumbre española...

-Costumbre que se va perdiendo -interrumpió suspirando la marquesa.

-Decía -prosiguió Rafael-: «Dios te salve María, prima y señora mía», y los criados respondían: «Santa María, prima y señora de usía».

-No digas esas cosas delante de extranjeros, Rafael -dijo la condesa-, porque o están bastante preocupados contra nosotros para creerlas, o sin creerlas tienen bastante mala fe para repetirlas. Lo que acabas de contar es una cosa que todo el mundo sabe; un chiste inventado para burlarse de las exageradas pretensiones de antigüedad que nuestra familia tiene.

-A propósito de lo que dicen los extranjeros, ¿sabes, prima, que lord Londonderry ha escrito su Viaje a España, en el que dice que no hay más que una mujer bonita en Sevilla, y es la marquesa de A..., desfigurando, por supuesto, su nombre del modo más extraño?

-Tiene razón -dijo la condesa-; Adela es lindísima.

-Es lindísima -prosiguió Rafael-, pero decir que es la única, me parece un disparatón de tomo y lomo. El mayor está furioso, y va a ponerle pleito como calumniador, con plenos poderes de la Giralda, que se tiene y se califica por la mejor moza de toda Sevilla.

-Eso es ser más realista que el rey -dijo Rita, con un gracioso desdén-; y bien puedes asegurar al mayor, en nombre de todas las sevillanas, que tanto nos da que ese lord nos encuentre feas como bonitas. Pero sigue con tu historia, Rafael; te quedaste en los preliminares del casamiento del tío.

-Antes que Rafael tome la ampolleta -interrumpió la marquesa- diré a usted, don Federico, que la nobleza de nuestra familia estaba ya reconocida en el año 737, porque uno de nuestros abuelos fue el que mató al oso que quitó la vida al rey godo don Favila, y por eso tenemos un oso en nuestro escudo de armas.

Rafael se echó a reír con tan estrepitosa carcajada que cortó el hilo a la narración de su tía.

-Vaya -dijo-, aquí tenemos la segunda parte de Prima y Señora mía. La marquesa tiene una colección de datos genealógicos, tan verídicos unos como otros. Sabe de memoria la de los duques de Alba, que vale un Perú.

-Si quisierais tener la bondad, señora marquesa, de referírmela -dijo Stein-, os lo agradecería infinito.

-Con mucho gusto -respondió la marquesa-; y espero que daréis más crédito a mis palabras que ese niño, tan preciado de saber más que los que nacieron antes que él. Sabéis que nada ennoblece tanto al hombre como los rasgos de valor.

-Por esa cuenta -dijo Rita-, José María podía ser noble y algo más, grande de España de primera clase.

-¡Qué amigos de contradecir son mis sobrinos! -exclamó la marquesa con alguna impaciencia- Pues bien: sí, señorita. José María podía ser noble si no fuera ladrón.

-Ya que se trata de José María -dijo Rafael-, voy a contar a don Federico un rasgo de valor de aquel personaje. Lo sé de buena tinta.

-No queremos saber las hazañas de los héroes del trabuco -dijo la marquesa-. Rafael, tú hablas sin punto ni coma...

-Escuchad mi aventura de José María -continuó Rafael-. Un ladrón héroe, caballeroso, elegante, galán y distinguido, es fruta que no nace sino en nuestro suelo. Vosotros los extranjeros podréis tener muchos duques de Alba, pero seguramente no tendréis un José María.

-¿Qué dices tú? -dijo la marquesa-, ¿que los extranjeros podrán tener muchos duques de Alba? ¡Pues ya!, ¡fácil era! Escuchad, don Federico: cuando el santo rey don Fernando estaba delante de los muros de Sevilla, viendo que el sitio se prolongaba, propuso al rey moro...

-Que se llamaba Axataf por más señas -interrumpió Rafael.

-Poco importa el nombre -continuó la marquesa-; propúsole, pues, como iba diciendo, que se decidiese la suerte de la ciudad sitiada en combate singular, cuerpo a cuerpo, entre los dos monarcas. El moro tuvo vergüenza de rehusar el reto. El rey Fernando ocultó a todo el mundo su designio, y cuando llegó la hora convenida, salió solo y de noche de sus reales, encaminándose al puesto señalado. Un soldado de su guardia que le vio salir, tuvo algunas sospechas de su intento y temeroso de que el rey cayese en alguna asechanza, se armó y le siguió de lejos. Llegado que hubo el monarca al sitio que todavía se llama la Fuente del Rey, y que era entonces un lugar muy agreste, se detuvo aguardando a que se presentase el moro.

Pero por más que aguardaba, el otro en lo menos que pensaba era en acudir a la cita. Así pasó la noche, y al clarear el alba, convencido de que su contrario no vendría, iba a retirarse cuando oyó ruido en la enramada y mandó que saliese al frente, quienquiera que fuese.

Era el soldado y obedeció.

«¿Qué haces ahí?», preguntó el rey.

«Señor -respondió el soldado-, he visto a vuestra majestad salir solo del campo, e inferí su intento; he temido algún lazo y he venido a defender a su persona».

«¿Solo?», preguntó el rey.

«Señor -continuó el soldado-, ¿vuestra majestad y yo, acaso no bastamos para doscientos moros?»

«Saliste de mis reales soldado -dijo el rey- y entras en ellos duque de Alba».

-Ya veis, don Federico -dijo Rafael-, que esa leyenda popular arregla desafíos a medianoche y crea duques a pedir de boca.

-Calla por Dios, Rafael -dijo la condesa-, y déjanos esta creencia, pues me gusta esa etimología.

-Sí -respondió Rafael-; pero el duque de Alba no le agradecerá a tu madre la ilustración que quiere darle. Ahora veréis lo que hay en el asunto.

Diciendo estas palabras y echando a correr Rafael, volvió muy pronto con un libro en folio y en pergamino, que sacó de la librería del conde.

-He aquí -dijo- la creación, privilegios y antigüedad de los títulos de Castilla, por don José Berni y Catalá, abogado de los Reales Consejos. Página 140. «Conde de Alba, hoy día duque. El primer fue don Fernando Álvarez de Toledo, creado conde de Alba por Juan II, 1439. Don Enrique IV lo hizo duque en 1469. Esta ilustre y excelsa familia es de sangre real y ha tenido los primeros empleos de España en guerra y en política. El duque mandó todo el ejército en la conquista de Flandes y en la de Portugal, donde hizo maravillas. Esta ilustrísima familia tiene tanto lustre y tantos méritos, que para enumerarlos sería necesario escribir volúmenes». Ya veis, tía, que la historia que nos habéis contado, aunque muy propagada, es apócrifa.

-No sé lo que quiere decir -continuó la marquesa-, esa palabra griega o francesa; pero volviendo a los Santas Marías, este nombre les fue dado con motivo de...

-Tía, tía -exclamó Rita-, hacednos el favor de dispensarnos de oír nuestra historia genealógica. ¿No tenemos bastante con la de los Cabezas de Vaca y los Albas? Cuando penséis contraer segundas nupcias, entonces podréis lucir estas galas genealógicas a los ojos del favorecido.

-El apellido de los duques de Alba -dijo Stein- es Álvarez, y así se llama también mi patrón, que es un buen hombre, lleno de honradez y tendero retirado. Me causa mucha extrañeza ver que en este país los nombres más ilustres son comunes a las clases más elevadas y a las más ínfimas. ¿Será cierto lo que se dice en mi país, que todos los españoles se creen de noble sangre?

-Esa es una confusión de ideas -contestó Rafael-, como todas las que generalmente tienen los extranjeros sobre las cosas de España; y así no hay ninguno que no crea a puño cerrado que cada gañán arando, lleva colgada a su lado la espada distintiva de caballero. Hay muchos apellidos generales y como mancomunes en España, no hay duda; pero esto nace en gran parte de que, en tiempos pasados, los señores que tenían esclavos les daban sus apellidos al emanciparlos. Estos nombres, usados por los moros ya libres, debieron multiplicarse, en particular los de los magnates, a medida que más esclavos tenían. Algunas de esas nuevas familias se ilustraron y fueron ennoblecidas, porque muchas descendían de moros nobles. Pero los grandes de España, que tienen aquellos mismos nombres, llevan tan a mal ser confundidos con estas familias, como con las de los artesanos que se hallan en el mismo caso. También hay que observar que muchos han tomado los nombres de las localidades de donde provienen, y así tenemos centenares de Medinas, Castillas, Navarros, Toledos, Burgos, Aragonés, etc. En cuanto a esas aspiraciones a sangre noble que están tan propagadas entre los españoles, es observación que no carece de fundamento, porque es cierto que este pueblo tiene orgullo y propensiones delicadas y distinguidas; pero no deben confundirse estos rasgos de carácter nacional con las ridículas afectaciones nobiliarias que hemos visto en tiempos modernos. El pueblo español no aspira a engalanarse con colgajos ni a salir de la esfera en que le ha colocado la providencia; pero da tanta importancia a la pureza de su sangre, como a su honra; sobre todo en las provincias del Norte, cuyos habitantes se jactan de no tener mezcla de sangre morisca. Esta pureza se pierde por un nacimiento ilegítimo; por la menor y más dudosa alianza con sangre mulata o judía, así como por los oficios de verdugo y pregonero, o por castigos infamantes.

-¡Válgame Dios -dijo Rita-, qué fastidiosos están ustedes con su nobleza! ¿Quieres, Rafael, hacernos el favor de continuar la historia del tío?

-¡Dale! -exclamó la marquesa.

-Tía -respondió Rafael-, no hay cuento desgraciado, como el que lo cuente sea porfiado. Conque, don Federico, Santa María y Cabeza de Vaca se unieron como dos palomos. Muchas veces he oído decir que mi tía, que está aquí presente, lloró de placer y de ternura al ver tan bien concertada unión. Mi tío tranquilizó los recelos que hubiese podido inspirarle el nombre de su cara mitad sólo con verla.

-¡Rafael, Rafael! -exclamó la marquesa.

-Pero quien quedó asombrado -prosiguió Rafael fue todo el mundo, y más que nadie, mi tío, cuando al cabo de nueve meses la Cabeza de Vaca dio a luz un pequeño Santa María, tamaño como un abanico, y que parecía engendrado por una X y una Z, La Cabeza de Vaca se puso más oronda que la de Júpiter cuando produjo a Minerva. Hubo, con este motivo, un gran debate matrimonial. La señora quería que el dulce fruto de su amor se llamase Pancracio, nombre que, desde la batalla de las Navas de Tolosa, había sido el de los primogénitos de la familia. Mi tío se empestilló en que el futuro representante de los venerables Santa María no llevase otro nombre que el de su padre, nombre sonoro y militar. Mi tía los puso de acuerdo, proponiendo que se bautizase la criatura con los nombres de León Pancracio, de lo que ha resultado que su padre lo ha llamado siempre León y su madre siempre Pancracio.

De repente interrumpió esta narración el general, entrando en la sala, pálido como un muerto, con los labios apretados y lanzando rayos por los ojos.

-¡Santo Dios! -dijo Rafael a Rita en voz baja-, quisiera estar ahora siete estados debajo de tierra, con las estatuas romanas que sirvieron a los moros para hacer los cimientos de la Giralda.

-Estoy furioso -dijo el general.

-¿Qué tenéis, tío? -le preguntó la condesa, colorada como un tomate.

Rita bajaba la cabeza sobre su bordado, mordiéndose los labios para sofocar la risa.

La marquesa tenía la cara más larga que la de Don Quijote.

-Esto es peor que burlarse de la gente -continuó el general con voz temblona-: ¡es un insulto!

-Tío -dijo la condesa suavizando la voz lo más posible-, cuando no hay mala intención, cuando no hay más que ligereza, atolondramiento, gana de reír...

-¡Gana de reír! -interrumpió el general-: ¡reírse de mí!, ¡reírse de mi mujer! Por vida mía, que se le ha de pasar la gana. Ahora mismo voy a presentar mi queja a la policía.

-¡A la policía! ¿Estás en tu juicio, hermano? -exclamó la marquesa.

-Si salgo con bien de esta -dijo Rafael a Rita-, hago voto a San Juan el Silenciario de imitarle durante un año y un día.

-Mi querido León -prosiguió la marquesa-, por Dios te ruego que no des tanta importancia a una niñería. Cálmate. Yo sé que te ama y te respeta. ¿Quieres dar un escándalo? Las quejas de familia no deben salir al público. Vamos, León, hermano, quédese eso entre nosotros.

-¿Qué estás hablando de quejas de familia? -replicó el general volviéndose hacia su hermana-. ¿Qué tiene que ver la familia con las insolencias inauditas de ese desaforado inglés, que viene a insultar a la gente del país?

Al oír estas palabras, la hermana y los sobrinos del general respiraron con holgura, como si se les hubiera quitado una piedra de sobre el corazón. Su temor de que nuestro cronista hubiese sido oído por el inflexible veterano, carecía de fundamento, y Rafael preguntó con los tonos más sonoros de su voz:

-¿Pues qué ha hecho ese gran anfibio?

-¿Lo que ha hecho? -contestó el general-. Voy a decírtelo. Sabéis que, por desgracia mía, ese hombre vive enfrente de mi casa. Pues bien: a la una de la noche, cuando todo el mundo está en lo mejor de su sueño, el míster abre la ventana y se pone... ¡a tocar la trompa!

-Ya sé que es furiosamente aficionado a ese instrumento -dijo Rafael.

-Además de eso -continuó el general-, lo hace malísimamente y el soplo de su vasto pecho saca del instrumento sonidos capaces de despertar a los muertos de veinte leguas a la redonda; de modo que se ponen a aullar todos los perros de la vecindad. Con esto tendréis una idea de las noches que nos hace pasar.

Todos los esfuerzos que habían hecho hasta allí los oyentes para contener la risa, fueron infructuosos. La carcajada fue tan simultánea y tan estrepitosa, que el general calló de repente y les echó una mirada indignada.

-¡No faltaba más, sobrinos!, no faltaba más sino que os parezca asunto de risa tan descarada insolencia, tal desprecio de las gentes. ¡Reíos, reíos!, ya veremos si se reirá también tu recomendado.

Dijo, y se salió de la pieza tan denodadamente como en ella había entrado, con dirección a la policía.

Rita se desternillaba de risa.

-¡Válgame Dios, Rita! -dijo la marquesa, que no estaba para fiestas-. Más propio sería que te indignases de tamaña falta de seso, que no reírse de ella.

-Tía -contestó la joven-, bien sé lo que el caso merece; pero aunque estuviese en el ataúd, me había de reír. Os prometo que, para vengar a mi tío, cuando el mayor moscón venga a chapurrearme piropos, no me contentaré con volverle la espalda, sino que he de decirle: guardad vuestro resuello para tocar la trompa.

-Mejor harías -dijo Rafael- en imitar a las señoritas extranjeras, que se ponen coloradas para dar los buenos días y pálidas para dar las buenas noches.

-Eso sería mejor -contestó Rita-; pero yo prefiero hacer lo peor.

-A todo esto -dijo Stein con su perseverancia alemana-, me habíais prometido, señor de Arias, contarme un rasgo de valor de José María.

-Será para otro día -respondió Rafael-. He aquí a mi general en jefe -añadió sacando el reloj-: son las tres menos cuarto y a las tres estoy convidado a comer en casa del capitán general. Doctor, si yo fuera vos, iría a suministrar los socorros del arte a mi tía Cabeza de Vaca en el estado crítico en que la ha puesto la trompa del mayor.