Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

La gaviota

Fernán Caballero




ArribaAbajoPrólogo

Apenas puede aspirar esta obrilla a los honores de la novela. La sencillez de su intriga y la verdad de sus pormenores no han costado grandes esfuerzos a la imaginación. Para escribirla, no ha sido preciso más que recopilar y copiar.

Y, en verdad, no nos hemos propuesto componer una novela, sino dar una idea exacta, verdadera y genuina de España, y especialmente del estado actual de su sociedad, del modo de opinar de sus habitantes, de su índole, aficiones y costumbres. Escribimos un ensayo sobre la vida íntima del pueblo español, su lenguaje, creencias, cuentos y tradiciones. La parte que pudiera llamarse novela sirve de marco a este vasto cuadro, que no hemos hecho más que bosquejar.

Al trazar este bosquejo, sólo hemos procurado dar a conocer lo natural y lo exacto, que son, a nuestro parecer, las condiciones más esenciales de una novela de costumbres. Así es, que en vano se buscarán en estas páginas caracteres perfectos, ni malvados de primer orden, como los que se ven en los melodramas; porque el objeto de una novela de costumbres debe ser ilustrar la opinión sobre lo que se trata de pintar, por medio de la verdad; no extraviarla por medio de la exageración.

Los españoles de la época presente pueden, a nuestro juicio, dividirse en varias categorías.

Algunos pertenecen a la raza antigua; hombres exasperados por los infortunios generales, y que, impregnados por la quisquillosa delicadeza que los reveses comunican a las almas altivas, no pueden soportar que se ataque ni censure nada de lo que es nacional, excepto en el orden político. Estos están siempre alerta, desconfían hasta de los elogios, y detestan y se irritan contra cuanto tiene el menor viso de extranjero.

El tipo de estos hombres es, en la presente novela, el general Santa María.

Hay otros, por el contrario, a quienes disgusta todo lo español, y que aplauden todo lo que no lo es. Por fortuna no abundan mucho estos esclavos de la moda. El centro en que generalmente residen es en Madrid; más contados en las provincias, suelen ser objeto de la común rechifla.

Eloísa los representa en esta novela.

Otra tercera clase, la más absurda de todas en nuestra opinión, desdeñando todo lo que es antiguo y castizo, desdeña igualmente cuanto viene de afuera, fundándose, a lo que parece, en que los españoles estamos a la misma altura que las naciones extranjeras, en civilización y en progresos materiales. Más bien que indignación, causarán lástima los que así piensan, si consideramos que todo lo moderno que nos circunda es una imitación servil de modelos extranjeros, y que la mayor parte de lo bueno que aún conservamos es lo antiguo.

La cuarta clase, a la cual pertenecemos, y que creemos la más numerosa, comprende a los que, haciendo justicia a los adelantos positivos de otras naciones, no quieren dejar remolcar, de grado o por fuerza, y precisamente por el mismo idéntico carril de aquella civilización, a nuestro hermoso país; porque no es ese su camino natural y conveniente: que no somos nosotros un pueblo inquieto, ávido de novedades, ni aficionado a mudanzas. Quisiéramos que nuestra Patria, abatida por tantas desgracias, se alzase independiente y por sí sola, contando con sus propias fuerzas y sus propias luces, adelantando y mejorando, sí, pero graduando prudentemente sus mejoras morales y materiales, y adaptándolas a su carácter, necesidades y propensiones. Quisiéramos que renaciese el espíritu nacional, tan exento de las baladronadas que algunos usan, como de las mezquinas preocupaciones que otros abrigan.

Ahora bien, para lograr este fin, es preciso, ante todo, mirar bajo su verdadero punto de vista, apreciar, amar y dar a conocer nuestra nacionalidad. Entonces, sacada del olvido y del desdén en que yace sumida, podrá ser estudiada, entrar, digámoslo así, en circulación, y como la sangre, pasará de vaso en vaso a las venas, y de las venas al corazón.

Doloroso es que nuestro retrato sea casi siempre ejecutado por extranjeros, entre los cuales a veces sobra el talento, pero falta la condición esencial para sacar la semejanza, conocer el original. Quisiéramos que el público europeo tuviese una idea correcta de lo que es España, y de lo que somos los españoles; que se disipasen esas preocupaciones monstruosas, conservadas y transmitidas de generación en generación en el vulgo, como las momias de Egipto. Y para ello es indispensable que, en lugar de juzgar a los españoles pintados por manos extrañas, nos vean los demás pueblos pintados por nosotros mismos.

Recelamos que al leer estos ligeros bosquejos, los que no están iniciados en nuestras peculiaridades, se fatigarán a la larga, del estilo chancero que predomina en nuestra sociedad. No estamos distantes de convenir en esta censura. Sin embargo, la costumbre lo autoriza; aguza el ingenio, anima el trato y amansa el amor propio. La chanza se recibe como el volante en la raqueta, para lanzarla al contrario, sin hiel al enviarla, sin hostil susceptibilidad al acogerla; lo cual contribuye grandemente a los placeres del trato, y es una señal inequívoca de superioridad moral. Este tono sostenidamente chancero se reputaría en la severidad y escogimiento del buen tono europeo, por de poco fino; sin tener en cuenta que lo fino y no fino del trato son cosas convencionales. En cuanto a nosotros, nos parece en gran manera preferible al tono de amarga y picante ironía, tan común actualmente en la sociedad extranjera, y de que se sirven muchos, creyendo indicar con ella una gran superioridad, cuando lo que generalmente indica es una gran dosis de necedad, y no poca de insolencia.

Los extranjeros se burlan de nosotros: tengan, pues, a bien perdonarnos el benigno ensayo de la ley del talión, a que les sometemos en los tipos de ellos que en esta novela pintamos, refiriendo la pura verdad.

Finalmente, hase dicho que los personajes de las novelas que escribimos son retratos. No negamos que lo son algunos; pero sus originales ya no existen. Sonlo también casi todos los principales actores de nuestros cuadros de costumbres populares: mas a estos humildes héroes nadie los conoce. En cuanto a los demás, no es cierto que sean retratos, al menos de personas vivas. Todas las que componen la sociedad prestan al pintor de costumbres cada cual su rasgo característico, que, unidos todos como en un mosaico, forman los tipos que presenta al público el escritor. Protestamos, pues, contra aquel aserto, que tendría no sólo el inconveniente de constituirnos en un escritor atrevido e indiscreto, sino también el de hacer desconfiados para con nosotros en el trato, hasta a nuestros propios amigos; y si lo primero está tan lejos de nuestro ánimo, con lo segundo no podría conformarse nunca nuestro corazón. Primero dejaríamos de escribir.


ArribaAbajoJuicio crítico por el señor don Eugenio de Ochoa

- I -

Varias veces lo hemos dicho: no es la novela el género de literatura en que más han descollado los españoles en todos tiempos, y señaladamente en los modernos. Las causas de este, al parecer, fenómeno de nuestra historia literaria, las hemos dicho también en diferentes escritos, que la escasa porción del público que por tales cuestiones se interesa, recordará tal vez: excusado sería, pues, y aun molesto, repetirlas. Permítasenos, sin embargo, apuntar aquí una sola: la novela, ese género que pasa por tan frívolo, tan fácil, tan sin consecuencia, es, díganlo los que le han cultivado, de una dificultad suma, y requiere, para que sea posible descollar en él, hoy que se ve elevado a tanta altura en las producciones de los más claros ingenios de Europa, una aplicación extremada, a más de un talento de primer orden. Entre nosotros, el talento no escasea; pero la aplicación, el estudio, la perseverancia son dotes raras. Nos gusta conseguir grandes resultados con poco esfuerzo, y cuando es posible, los conseguimos; por eso se escriben entre nosotros buenos dramas, y no buenas novelas. Salvas algunas excepciones muy contadas, nuestras novelas modernas, aun las que tienen un verdadero valor literario, carecen de todo interés novelesco, y no tienen, en realidad, de novelas más que el nombre. Su habitual insulsez es tanta, que el público escamado, con sólo ver el adjetivo original al frente de una de ellas, la mira con desconfianza, o la rechaza con desdén, al mismo tiempo que se abalanza con una especie de sed hidrópica sobre las más desatinadas traducciones de los novelistas extranjeros. Estos surten casi exclusivamente nuestras librerías y nuestros folletines: sus obras, vertidas a un castellano generalmente bárbaro, forman el ramo más importante de nuestro moribundo comercio de librería.

Parece a primera vista que esa predilección del público a las novelas extranjeras es una manía inspirada por la moda, que tantas extravagancias inspira, un capricho irracional, como tantos otros de que solemos ser necios esclavos, por tener el gusto de parecer hoy ingleses y mañana franceses; pero no es así. Hay una razón decisiva para que las novelas extranjeras, en especial las francesas, alcancen gran valimiento, y las nuestras no; esa razón es que interesan mucho: las nuestras por lo general, ya lo hemos dicho, interesan poco o nada. Algunas honrosas excepciones (y La España tiene la gloria de haber suministrado a la crítica algunas de las más notables) no bastan a destruir la indisputable cuanto triste verdad de esta proposición. Reflexionando en sus causas, sólo hemos discurrido una plausible para explicar esa singularidad: nuestros escritores no aciertan a interesar con sus novelas, porque ninguno ha escrito bastantes para llegar a posesionarse, digámoslo así, de todos los recursos del arte: sus producciones no son más que ensayos, y rara vez los ensayos son perfectos, ni aun buenos. Para escribir una buena novela, es preciso, por regla general, haber escrito antes algunas malas: los casos como el de La Gaviota, primera producción al parecer, y excelente sin embargo, son rarísimos.

¿Quién será, nos preguntábamos con curiosidad viva, desde sus primeros capítulos, quién será el FERNÁN CABALLERO que firma como autor esa preciosa novela, La Gaviota, que ha publicado recientemente El Heraldo? Bien conocíamos que ese era un nombre supuesto; bien conocíamos también que ese libro, en el que desde las primeras líneas respirábamos con delicia como un perfume de virginidad literaria, era producto de una inspiración espontánea y pura, y que nada tenía que ver con todas esas marchitas producciones, que la especulación lanza diariamente al público paciente, frutos apaleados, verdes y podridos al mismo tiempo. Pero, por otra parte, se nos hacía duro creer que el verdadero nombre encubierto bajo aquel seudónimo notorio fuese enteramente desconocido en la diminuta república -verdadera república de San Marino-, que forman nuestros literatos propiamente tales; y así íbamos pasando revista a todos los que la fama pregona con sus cien trompas, para entresacar de sus gloriosas filas el que mejor se adaptase a las dotes de la nueva producción. Ninguno nos satisfacía; revolviendo antecedentes, ningunos hallábamos que se ajustasen a aquel marco tan elegante y correcto; ningunos que justificasen aquel interés tan hábil y naturalmente sostenido, aquellos caracteres tan nuevos y tan verdaderos, aquellas descripciones tan delicadas, tan lozanas y tan fragantes -permítaseme la expresión-, que ora recuerdan el nítido pincel de la escuela alemana, ora la caliente y viva entonación de la escuela andaluza. Vese allí el dibujo de Alberto Durero realzado con el colorido de Murillo.

No, ninguna de nuestras celebridades modernas nos anunciaba ni prometía la caprichosa creación de Marisalada, las deliciosas figuras de Rosa Mística, Pedro Santaló, la tía María y el comandante del fuerte de San Cristóbal; ninguna nos anunciaba ni prometía el donaire sumo con que está pintada la simplicidad angélica del hermano Gabriel, contrastando con la malicia diabólica de Momo. No tiene el mismo Walter Scott un carácter más verdadero, más cómico ni mejor sostenido que el de don Modesto Guerrero, el comandante susodicho, prototipo de la lealtad, de la resignación y de la benevolencia características del soldado viejo. ¡Y con qué gracia está delineado en cuatro rasgos el barberillo Ramón Pérez! ¡Y el honrado Manuel, tipo perfecto del campesino andaluz, con su inagotable caudal de chistes, y su travesura y su bondad naturales!

Pero la figura que irresistiblemente se lleva el mayor interés del lector, la que siempre domina el cuadro, porque nunca nos es indiferente, si bien casi siempre nos es simpática, es la de Marisalada. Nada más singular, nada más ilógico, y por lo mismo acaso nada más interesante, que aquel adusto carácter, seco y ardiente al mismo tiempo, duro hasta la ferocidad, y capaz, sin embargo, en amor, del más abyecto servilismo -mujer fantástica a veces como un hada, a veces prosaica y rastrera como una mozuela-; conjunto que no se explica, pero que se siente y se ve, y en el que se cree como en una cosa existente, de sensibilidad e indiferencia, de hermosura y fealdad física y moral, de bondad y depravación, ambas nativas, de ingenio elevado y de materialismo grosero -personaje a quien es imposible amar, y a quien, sin embargo, no acertamos a aborrecer-; carácter altamente complejo, que por un lado se roza con la inculta sencillez de la naturaleza salvaje, y por otro participa de los más impuros refinamientos de la corrupción social. Hay en Marisalada algo de la condición indolente y maligna del indio de Cooper, y algo también del escepticismo infernal de la mujer libre de Jorge Sand. Si el autor ha copiado del natural ese singularísimo personaje, es un hábil y muy sagaz observador; si lo ha sacado de su fantasía, es un gran poeta: de todos modos es un profundo conocedor del corazón humano. Por eso sin duda no se empeña en explicar el móvil de las acciones de su protagonista. ¿A qué fin? Ni aun la explicación más ingeniosa podría parecer satisfactoria para los que saben que nada hay en el mundo más irracional que la pasión, como nada hay, muchas veces, más inverosímil que la verdad misma. La Gaviota es un personaje puramente de pasión; la razón no tiene sobre él dominio alguno. La misma espontaneidad algo insensata, la misma obstinación algo brutal que hallamos en sus primeras palabras al presentarla el autor en escena, vemos en todos sus actos hasta el fin de la novela.

-«Vamos, Marisalada -le dijo (la tía María)-, levántate para que el señor (Stein) te examine».

Marisalada no mudó de postura.

-«Vamos, hija -repitió la buena mujer-, verás cómo quedas sana en menos que canta un gallo».

Diciendo estas palabras, la tía María, apoderándose de un brazo de Marisalada, procuraba ayudarla a levantarse.

-«No me da la gana», dijo la enferma arrancándose del brazo de la vieja con una fuerte sacudida.

En el efecto que nos produce el personaje de La Gaviota, como en el género de interés que nos inspira, se nos figura que hay algo del sentimiento de inquieta compasión que nos producen ciertos dementes sosegados, pero sombríos y enérgicos, que parece como que siguen en sus ideas y en sus actos una misteriosa inspiración, de que a nadie dan cuenta, y en la que tienen una fe ciega; de aquí su áspera condición, y el agreste desdén con que acogen las advertencias y los consejos que les da lo que llamamos la cordura humana. Al ver su fe robusta en esa voz íntima que al parecer les guía en su oblicua carrera, al paso que la duda y el temor son la inseparable secuela de nuestras opiniones y de nuestros actos razonables, alguna vez nos hemos sentido a punto de preguntarnos: «¿Serán ellos los cuerdos? ¿Seremos nosotros los locos?»

El personaje de Stein forma un perfecto contraste con el de La Gaviota; todo en aquel es serenidad y rectitud; todo en esta es tumulto y desorden. Ambos caracteres están pintados con igual maestría; como concepción literaria, el segundo es muy superior al primero; éste, en cambio, vale mucho más como pintura moral. Stein es el hombre evangélico, el justo en toda la extensión de la palabra; nada basta a alterar la límpida tersura de su hermosa alma; es el tipo acabado de esa proverbial mansedumbre germánica, ahora ¡ay! muy desmentida por una reciente experiencia, que hacía decir a Voltaire: «los alemanes son los ancianos de Europa». La dolorosa resignación con que sobrelleva Stein sus desastres conyugales, y más aún la noble ceguera con que por tanto tiempo desconoce la execrable traición de Marisalada, están hábilmente preparadas por los antecedentes todos de la historia de aquel hombre, predestinado a la desgracia por una vida toda de bondad, de abnegación y de oscuros padecimientos. Estas pocas palabras del autor explican la conducta del personaje que nos ocupa: «Stein, que tenía un corazón tierno y suave, y en su temple una propensión a la confianza que rayaba en debilidad, se enamoró de su discípula. La pasión que Marisalada le había inspirado, sin ser inquieta ni violenta, era profunda, y de aquellas en que el alma se entrega sin reservas». Y luego: «Stein era uno de esos hombres que pueden asistir a un baile de máscaras, sin llegar a penetrar que detrás de aquellas fisonomías absurdas, detrás de aquellas facciones de cartón pintado, hay otras fisonomías y otras facciones, que son las que el individuo ha recibido de la naturaleza»; rasgos magistrales, que pintan, o más bien, que animan y vivifican a un personaje de novela, mejor que las más menudas y prolijas filiaciones, en que se complacen los pintores vulgares, ya pinten con la pluma, ya con el pincel. Más dice un brochazo de Goya, que todos los toques y retoques que da un mal pintor; más una palabra de Cervantes, que un tomo entero de un mal novelista.

Todos los personajes de La Gaviota viven, y nos son conocidos: a todos los hemos visto y tratado más o menos, según el mayor o menor relieve que les da el autor. Sucédenos en la lectura de algunas novelas, que por más que lo procuramos, no nos es posible parar la atención en los personajes que figuran en ellas, ni imaginarnos cómo son física y moralmente. El autor nos lo dice, y al momento se nos olvida; es como si leyéramos distraídos, cuando, por el contrario, nos tomamos en aquella lectura un afán tan ímprobo como para resolver un problema difícil. ¿Qué prueba esto? Nada más sino que aquellos personajes no viven; son estatuas que aún no han recibido el fuego del cielo y que como tales, no despiertan en nuestra alma, ni es posible, odio ni amor: en suma, están en la categoría de cosas, no son personas. Cuando más, se podrán llamar sombras. Se les da el nombre de personajes por mera licencia poética. Lo mismo que de las pinturas de los caracteres, puede decirse de las descripciones de los sitios. Si el lector no los ve, como si estuviera materialmente en ellos, esas descripciones nacerán muertas; no serán tales descripciones, sino un monótono y estéril hacinamiento de palabras, un fastidioso ruido, que ninguna idea despertará en nuestra mente, ninguna simpatía en nuestro corazón. No diremos al leerlas: «eso es malo, eso está mal escrito»; porque la descripción podrá ser hermosa, y la pintura podrá estar bien hecha; pero diremos: «eso no es verdad», o tal vez: «¿y qué?, ¿qué nos importa todo eso que nos van diciendo tan elegantemente, si a medida que lo vayamos leyendo, se nos va borrando de la memoria?».

Descripciones hay en La Gaviota que pueden presentarse como dechados. Veamos esta: «Stein se paseaba un día delante del convento, desde donde se descubría una perspectiva inmensa y uniforme: a la derecha, la mar sin límites; a la izquierda, la dehesa sin término. En medio, se dibujaba en la claridad del horizonte el perfil oscuro de las ruinas del fuerte de San Cristóbal, como la imagen de la nada en medio de la inmensidad. La mar, que no agitaba el soplo más ligero, se mecía blandamente, levantando sin esfuerzo las olas que los reflejos del sol doraban, como una reina que deja ondear su espléndido manto. El convento, con sus grandes, severos y angulosos lineamentos, estaba en armonía con el paisaje, grave y monótono. Su mole ocultaba el único punto del horizonte interceptado en aquel uniforme panorama.

»En aquel punto se hallaba el pueblo de Villamar, situado junto a un río, tan caudaloso y turbulento en invierno, como mezquino y escaso en el verano. Los alrededores bien cultivados presentaban de lejos el aspecto de un tablero de damas, en cuyos cuadros variaba de mil modos el color verde; aquí el amarillento de la vid todavía cubierta de follaje; allí el verde ceniciento de un olivar, o el verde esmeralda del trigo, que habían fecundado las lluvias de otoño, o el verde sombrío de las higueras; y todo esto dividido por el verde azulado de las pitas de los vallados. Por la boca del río cruzaban algunas lanchas pescadoras; del lado del convento, en una elevación, una capilla; delante, una gran cruz, apoyada en una base piramidal de mampostería blanqueada; detrás, un recinto cubierto de cruces pintadas de negro. Este era el campo santo.

»Delante de la cruz pendía un farol, siempre encendido, y la cruz, emblema de salvación, servía de faro a los marineros: como si el Señor hubiera querido hacer palpables sus parábolas a aquellos sencillos campesinos, del mismo modo que se hace diariamente palpable a los hombres de fe robusta y sumisa, dignos de aquella gracia».

- II -

El mayor mérito de La Gaviota consiste seguramente en la gran verdad de los caracteres y de las descripciones; en este punto recuerda a cada paso las obras de los grandes maestros del arte, Cervantes, Fielding, Walter Scott y Cooper; a veces compite con ellas. No todos estarán conformes con lo que vamos a decir: a nuestro juicio, ese mérito es el que principalmente debe buscarse en una novela, porque es, digámoslo así, el más esencial, el más característico de este género de literatura. Verdad y novedad en los caracteres, verdad y novedad en las descripciones; tales son los dos grandes ejes sobre que ha de girar necesariamente toda novela digna de este nombre. Casi estamos por decir que ellos son la novela misma, y que todo lo demás es lo accesorio: por lo menos, es muy cierto que no hay mérito que alcance a suplir la ausencia de estos dos imprescindibles elementos de vida para toda composición novelesca; ni el lenguaje, ni el estilo, ni la originalidad del argumento, ni la variedad y multitud de los lances. Para el vulgo de los lectores, esto será en buena hora lo principal; para nosotros, aunque muy importante, no pasa de ser lo secundario. La novedad, la variedad, lo imprevisto y abundante de los acontecimientos, nos parece peculiar del cuento: la novela vive esencialmente de caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! es de todas las composiciones literarias la que menos necesidad tiene de acción: no puede, en verdad, prescindir de tener alguna, pero con poca, muy poca, le basta. Una novela en tres tomos puede ser excelente y tener, sin embargo, menos acción que un drama entres actos. Consiste esto en la distinta índole de ambas composiciones; la segunda es, digámoslo así, una acción condensada, reducida a sus más estrechos límites; es la exposición sencilla y breve de un suceso presentado en su más rápido desarrollo; la primera, por el contrario, comporta un desarrollo altísimo, y en este desarrollo, hábilmente hecho, consiste su mayor encanto posible.

Hemos dicho que comporta, no que necesariamente exige ese minucioso desarrollo, pues, en efecto, hay novelas altamente dramáticas, y aun verdaderas monografías, que, como el Gil Blas, tienen todo el movimiento, toda la rapidez, vida y sucesión de cuadros que se requieren en un cuento o en una comedia de magia. Esto constituye una de las muchas variedades del género, el más rico y fecundo tal vez de los que unidos forman lo que se llama amena literatura. Por más que en teoría y con arreglo a las ideas comunes parezca que no puede haber novela buena sin mucha acción, la experiencia demuestra lo contrario con numerosos ejemplos. ¿Cuál es, a qué se reduce la acción del precioso Vicario de Wakefield, de Goldsmith? ¿A qué la del Jonathan Wild, de Fielding? ¿A qué las Aguas de San Ronan, una de las más apacibles composiciones de Walter Scott? ¿A qué la de la mayor parte de las entretenidísimas escenas de costumbres que nos pinta Balzac con mano maestra? En media cuartilla de papel cabe holgadamente el argumento de cualquiera de esas, y de otras muchas buenas novelas que podríamos citar: sólo que sometiéndolas a esa especie de compendiosa reducción, dejarían de ser novelas, y pasarían a ser cuentos.

Estos, menos que los dramas, no exigen desarrollo ni comentario alguno; son meras narraciones de hechos, que van pasando por delante de los ojos del lector como en una linterna mágica; en aquellas, por el contrario, la narración de lo sucedido, ya lo hemos dicho, es lo menos; el desarrollo, el comentario, lo más. Y adviértase que esto es cabalmente, cuando está bien ejecutado, lo que más deleite proporciona al lector. Mucho nos recrea la narración de las aventuras de Don Quijote, por ejemplo; pero ¡cuánto más sabrosa es la lectura de aquellos incomparables diálogos entre el loco y su escudero, que llenan los mejores capítulos de la inmortal fábula de Cervantes!

En La Gaviota la acción es casi nula: todo lo que constituye su fondo puede decirse en poquísimas palabras; ¡rara prueba de ingenio en el autor haber llenado con la narración de sucesos muy vulgares dos tomos, en los que ni sobra una línea, ni decae un solo instante el interés, ni cesa un solo punto el embeleso del lector! Consiste esto en la encantadora verdad de sus descripciones, en la grande animación de sus diálogos, y más que todo, en el conocido sello de vida que llevan todos los personajes, desde el primero hasta el último. Ya hemos procurado dar una sucinta idea de los dos principales, Marisalada y Stein; los demás, y son muchos, en nada ceden a aquellos en valor literario ni en verdad de colorido. Los que están en segundo término forman deliciosos grupos, sobre los cuales se destacan con singular vigor las figuras principales: el autor posee en alto grado el arte dificilísimo de las medias tintas.

En dos partes puede considerarse dividida la novela. Pasa la primera en las inmediaciones de Villamar, pueblecito imaginario del condado de Niebla, entre la familia del guarda de un ex convento, de la cual es huésped el cirujano alemán Federico Stein, y varios oscuros personajes del citado pueblecito o de sus cercanías, entre los cuales se cuentan el pescador catalán Pedro Santaló y su hija Marisalada, a quien llaman la Gaviota por su genio arisco y su afición a vagar por entre las peñas, en la soledad de las playas marinas, soltando al viento el raudal de su hermosísima voz. El amor de Stein a esta mujer singular, su enlace con ella, la llegada a aquellos campos, de un noble y poético magnate, el duque de Almansa, que, gravemente herido en una cacería, es curado por el hábil Stein; y la salida, por fin, de este y su mujer para Sevilla en compañía del duque, que los persuade a que vayan a buscar un teatro más digno en que lucir y utilizar sus respectivos talentos, llenan el primer tomo de la novela, que por nuestra parte preferimos con mucho al segundo. No decimos por eso que este tenga menos mérito que aquel, sino simplemente que aquel nos es más simpático, nos gusta más; a otros acaso les gustará menos. En lo que creemos que todos estaremos conformes es en reprobar el incidente de los amores de la Gaviota con el torero Pepe Vera. ¿A qué rebajar tan cruelmente el carácter de la pobre Marisalada?

Pero volvamos a las hermosas cercanías de Villamar, donde nos esperan aquellas buenas gentes tan superiormente pintadas: la tía María, Dolores, Manuel, don Modesto Guerrero, Rosa Mística, Momo y el hermano Gabriel. No acertamos nosotros a explicar el deleite que nos producen aquellas dulces y apacibles escenas que pasan en el ex convento, ni a encarecer la vehemencia con que nos hacemos ilusión de que todo aquello es verdad. Se nos figura asistir a aquellas pacíficas reuniones de familia, amenizadas con las sanas sentencias de la tía María, con los saladísimos cuentos del inagotable Manuel, y con las monadas infantiles de Anís y de Manolito; creemos ver al bienaventurado hermano Gabriel, tan sobrio de palabras, tan rico de lealtad y obediencia perruna a la tía María, tejiendo sus espuertas o rezando su rosario en un rincón de la estancia. Viva antítesis de aquel bendito, vemos a Momo el malo y el tonto, pero tonto a la manera particular que tienen de serlo los gansos de Andalucía, es decir, tonto con mucho talento, díganlo sus réplicas, tales que sólo a él pudieran ocurrírsele. Así son todos aquellos llamados tontos: a cada paso le dejan a uno parado con sus razones, de una sensatez, y al mismo tiempo, de una originalidad pasmosas. La hermosa y serena figura de Stein ilumina con un destello de alta poesía este cuadro que ya por sí tiene tanta -pero una poesía puramente popular-, la que a cada paso, en cada venta, en cada cabaña, en cada calle nos presentan nuestras pintorescas poblaciones meridionales. No es, sin embargo, Stein un alemanuco lánguido, etéreo e inútil, como los que se imaginan los malos poetas; su poesía es, digámoslo así, práctica -es la poesía de la rectitud, de la probidad y de la nobleza del alma-. Fría e indiferente a aquel cuadro de íntima felicidad que su alma adusta y vulgar no comprende ni ama, animados sus hermosos ojos negros de un fuego sombrío, Marisalada parece absorta en malos pensamientos, y como reconcentrada en el vago deseo de otra existencia. Ni la exaltada ternura de su anciano padre, ni el puro amor de Stein bastan a llenar aquel corazón cerrado a los blandos halagos de la familia y del deber. Una de las más vigorosas figuras de esta novela es la del viejo marino Santaló, corazón de cera en un cuerpo de hierro. Es imposible dejar de amar a aquel hombre tan bueno y tan amoroso bajo su ruda corteza, y en quien vemos reunidas en el más alto punto la fuerza física con todas las deliciosas debilidades del amor paternal, llevado hasta el fanatismo, hasta el increíble delirio de una madre. Tieso como un huso, don Modesto Guerrero lamenta el completo abandono en que su gobierno imprevisor deja al importante castillo de San Cristóbal, y el lector no puede menos de mirar con viva simpatía aquellas dos nobles ruinas, el castillo y su comandante. La buena Dolores, tipo de mujer del pueblo, sumisa, laboriosa, atenta al bienestar común, es como el alma de aquellas reuniones, en las que, sin embargo, rara vez se oye su voz, ni interviene su voluntad; pero está en todo; es el centro de aquella reducida esfera, el lazo que une a todas aquellas almas; es la esposa y la madre, la buena esposa y la buena madre, luz y calor del hogar doméstico. Para que aquella reunión de personajes amados del lector fuese completa, quisiéramos ver en ella alguna vez a la excelente patrona del comandante; pero mejor pensado, sin duda ha andado discreto el autor en apartar de aquel dulce cuadro de familia la figura triste y grotesca al mismo tiempo de Rosa Mística, como para indicar que la soledad y el aislamiento son el patrimonio fatal de esas pobres mujeres, gremio por lo común ridículo y casi siempre digno de lástima, a quienes el desdén de los hombres ha condenado, según la expresión vulgar, a vestir imágenes. Rosa Mística es un tipo excelente de la vieja soltera, carácter acre, rígido, descontento de los demás y de sí mismo, adusto en el fondo, y, sin embargo, tan cómico como los buenos caracteres de Sheridan, de cuyo género parece haberse inspirado el autor para la pintura de este personaje, uno de los mejores de su novela. Rosa Mística yendo a misa al lado de Turris Davídica es una deliciosa caricatura, cuyo espectáculo envidiamos a la gente alegre de Villamar.

La mayor parte de los personajes que figuran en el segundo tomo de La Gaviota, son distintos de los que entran en la composición del primero; en este concepto decíamos antes que la novela puede considerarse dividida en dos partes, sin más lazo común entre sí que la intervención en ambas de Stein y Marisalada. El primer tomo es como la exposición del carácter de estos personajes; el segundo es el campo en que vemos aquel carácter en acción. La pintura de la buena sociedad sevillana está hecha en los primeros capítulos, con una gracia y una verdad sorprendentes. Allí abundan los retratos; a algunos se nos figura haberlos conocido. Los más son verdaderos tipos característicos de los diferentes grados de nuestra sociedad, pintados con un talento de observación, una seguridad de crítica y una energía de colorido, que no desmerecían al lado de los más celebrados caracteres de Teofrasto y Labruyère. El general Santa María con su exagerado españolismo; Eloísa con su extranjerismo impertinente; la joven condesa de Algar, tan simpática y tan bella; Rita, la verdadera española de buen sentido; Rafael, la marquesa de Guadalcanal, son personajes a quienes, como decíamos en nuestro primer artículo, todos hemos conocido bajo otros nombres, o más bien a quienes estamos viendo todos los días en tertulias y paseos.

Nuestra alta aristocracia debe estar reconocida al autor por la poética personificación que nos presenta de ella en los dos nobles personajes del duque y la duquesa de Almansa, sobre todo el duque, «uno de aquellos hombres elevados y poco materiales, en quienes no hacen mella el hábito ni la afición al bienestar físico; uno de esos seres privilegiados que se levantan sobre el nivel de las circunstancias, no en ímpetus repentinos y eventuales, sino constantemente, por cierta energía característica, y en virtud de la inatacable coraza de hierro que se simboliza en el ¿qué importa? ¡Uno de aquellos corazones que palpitaban bajo las armaduras del siglo XV, y cuyos restos sólo se encuentran hoy en España!»

Ya hemos dicho que no nos parece bien el incidente de los amores de la Gaviota con el torero Pepe Vera. ¡Cómo desdicen todos los capítulos en que se desarrolla esta aventura del tono decorosamente festivo y sencillamente elegante de los capítulos anteriores, y más aún del sabor apacible y campestre, que da tan suave encanto a las escenas del convento, de la cabaña de Santaló y del pueblecito de Villamar! No parecen una misma pluma la que describe el cínico festín a que arrastra Pepe Vera a su degradada amante, y la que pinta con tan alta elocuencia los últimos momentos de Santaló, mártir del amor paternal, en uno de los capítulos mejor escritos del libro y que quisiéramos copiar aquí íntegro.

Para borrar la desagradable impresión que deja aquel cuadro de impuros amores, impresión tanto más desagradable cuanto el gran mérito literario de la pintura la hace más profunda, hemos tenido que volver a buscar en el tomo primero algunos de aquellos diálogos tan apacibles, algunas de aquellas descripciones tan ricas de encantadoras imágenes, de locuciones felicísimas, de pormenores llenos de gracia, de frescura y de novedad. ¿Pueden darse expresiones más pintorescas que estas? «Stein refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su llegada al convento, sus amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho interés, y la narración le inspiró el deseo de conocer a Marisalada y al pescador, y la cabaña que Stein estimaba en más que un espléndido palacio. Así es que en la primera salida que hizo, en compañía de su médico, se dirigió a la orilla del mar. Empezaba el verano; y su fresca brisa, puro soplo del inmenso elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. El fuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, en honra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez. Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas, que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada, que los ojos no alcanzaban a verla. El duque, algo fatigado, se sentó en una peña. Era poeta, y gozaba en silencio de aquella hermosa escena. De repente sonó una voz, que cantaba una melodía sencilla y melancólica. Sorprendido el duque, miró a Stein, y este se sonrió. La voz continuaba.

»-Stein -dijo el duque-, ¿hay sirenas en estas olas, o ángeles en esta atmósfera?»

No queremos multiplicar las citas: vale más que el lector mismo vaya a buscarlas en la novela, que le producirá, a no dudarlo, momentos de sumo recreo. No se asuste de la calificación de original que lleva al frente, pues aunque original y del día, es mejor que la mayor parte de las que nos vienen del otro lado del Pirineo; tiene tanto interés como ellas, y está escrita con más estudio y mayor conocimiento del corazón humano. Algunos acaso querrán saber, antes de leerla, quién es su autor, y esperarán a que por fin se lo digamos; pero es lo cierto que aun cuando supiéramos su nombre, nos guardaríamos muy bien de revelarlo. Nada más justo que respetar esos velos de misterio en que alguna vez se encubren las obras de la fantasía, verdadero pudor del ingenio, respetable como el de la inocencia. Por lo demás, ¿a qué esa curiosidad?, ¿qué importa el nombre del autor? Para nosotros, nada. Cuando nos encontramos en el campo una flor hermosa y fragante, nos recreamos mucho con su vista y con su aroma, sin curarnos nada de averiguar cómo se llama; cuando vemos un buen cuadro, cuando nos cae en la mano un buen libro, lo último que se nos ocurre es averiguar el nombre del autor. Pero hay personas que no saben ver ni pueden admirar las obras anónimas: sólo les inspiran desdén aun las mejores, si se les presentan desamparadas y huérfanas, rara manía, pero muy común y que se explica de muchos modos.

Por nuestra parte, bástanos saber, y su obra lo dice, que el autor de La Gaviota es un talento de primer orden, no contaminado con los vicios literarios de la época, que son la impaciencia de producir, la pobreza de ideas, el desaliño en la forma, la inmoralidad en el fondo. No hay que dudarlo; el autor de La Gaviota es nuevo en el palenque de la publicidad literaria; apostaríamos algo bueno a que no ha escrito su novela para publicarla, y menos aún para venderla. Es imposible que la literatura sea un oficio para quien con tanto amor ha desarrollado un argumento tan sencillo y tan detenidamente estudiado. Bastarían para demostrarlo las escenas, ya alegres, ya tiernas y patéticas, generalmente alegres y patéticas al mismo tiempo, en que se describen con encantadora verdad de pormenores las bodas de Stein y la Gaviota, la salida de ambos para Sevilla en compañía del duque, la vuelta de Momo a Villamar con la falsa nueva del asesinato de Marisalada, la última entrevista de Stein con su noble amigo, y tantas otras, en cuya lectura, según la expresión de un poeta, la sonrisa se asoma entre lágrimas a nuestro rostro, como suele brillar un rayo de sol en medio de una lluvia de verano. Una imaginación gastada no puede concebir cuadros tan puros y tan lindos, ni derramar sobre ellos ese baño de suave melancolía, que les da tan irresistible atractivo. No es, pues, repetimos, un literato de oficio, como la mayor parte de los que entre nosotros, y más aún en Francia, escriben novelas, el desconocido autor de la que hemos examinado en este y en nuestro anterior artículo; más si se decide a cultivar este género y a publicar nuevos cuadros de costumbres como el que ya nos ha dado, ciertamente La Gaviota será en nuestra literatura lo que es Waverley en la literatura inglesa, el primer albor de un hermoso día, el primer florón de la gloriosa corona poética que ceñirá las sienes de un Walter Scott español.

EUGENIO DE OCHOA.








ArribaAbajoCapítulo I

Hay en este ligero cuadro lo que más debe gustar generalmente: novedad y naturalidad.


G. DE MOLÈNES                


Es innegable que las cosas sencillas son las que más conmueven los corazones profundos y los grandes entendimentos.


ALEJANDRO DUMAS                


En noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas con sus brazos, y desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aún más parda y más húmeda que ellas.

El interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los camisolines, chafados los sombreros. Los hombres, pálidos y de mal humor; los niños, abandonados y llorosos; los criados, atravesando con angulosos pasos la cámara, para llevar a los pacientes té, café y otros remedios imaginarios, mientras que el buque, rey y señor de las aguas, sin cuidarse de los males que ocasionaba, luchaba a brazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían resistencia, y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.

Paseábanse sobre cubierta los hombres que se habían preservado del azote común, por una complexión especial, o por la costumbre de viajar. Entre ellos se hallaba el gobernador de una colonia inglesa, buen mozo y de alta estatura, acompañado de dos ayudantes. Algunos otros estaban envueltos en sus mackintosh, metidas las manos en los bolsillos, los rostros encendidos, azulados o muy pálidos, y generalmente desconcertados. En fin, aquel hermoso bajel parecía haberse convertido en el alcázar de la displicencia.

Entre todos los pasajeros se distinguía un joven como de veinticuatro años, cuyo noble y sencillo continente, y cuyo rostro hermoso y apacible no daban señales de la más pequeña alteración. Era alto y de gentil talante; y en la apostura de su cabeza reinaban una gracia y una dignidad admirables. Sus cabellos negros y rizados adornaban su frente blanca y majestuosa: las miradas de sus grandes y negros ojos eran plácidas y penetrantes a la vez. En sus labios sombreados por un ligero bigote negro, se notaba una blanda sonrisa, indicio de capacidad y agudeza, y en toda su persona, en su modo de andar y en sus gestos, se traslucía la elevación de su clase y la del alma, sin el menor síntoma del aire desdeñoso, que algunos atribuyen injustamente a toda especie de superioridad.

Viajaba por gusto, y era esencialmente bueno, aunque un sentimiento virtuoso de cólera no le impeliese a estrellarse contra los vicios y los extravíos de la sociedad. Es decir, que no se sentía con vocación de atacar los molinos de viento, como don Quijote. Érale mucho más grato encontrar lo bueno, que buscaba con la misma satisfacción pura y sencilla, que la doncella siente al recoger violetas. Su fisonomía, su gracia, su insensibilidad al frío y a la desazón general, estaban diciendo que era español.

Paseábase observando con mirada rápida y exacta la reunión, que, a guisa de mosaico, amontonaba el acaso en aquellas tablas, cuyo conjunto se llama navío, así como en dimensiones más pequeñas se llama ataúd. Pero hay poco que observar en hombres que parecen ebrios, y en mujeres que semejan cadáveres.

Sin embargo, mucho excitó su interés la familia de un oficial inglés, cuya esposa había llegado a bordo tan indispuesta, que fue preciso llevarla a su camarote; lo mismo se había hecho con el ama, y el padre la seguía con el niño de pecho en los brazos, después de haber hecho sentar en el suelo a otras tres criaturas de dos, tres y cuatro años, encargándoles que tuviesen juicio, y no se moviesen de allí. Los pobres niños, criados quizá con gran rigor, permanecieron inmóviles y silenciosos como los ángeles que pintan a los pies de la Virgen.

Poco a poco el hermoso encarnado de sus mejillas desapareció; sus grandes ojos, abiertos cuan grandes eran, quedaron como amortiguados y entontecidos, y sin que un movimiento ni una queja denunciase lo que padecían, el sufrimiento comprimido se pintó en sus rostros asombrados y marchitos.

Nadie reparó en este tormento silencioso, en esta suave y dolorosa resignación.

El español iba a llamar al mayordomo, cuando le oyó responder de mal humor a un joven que, en alemán y con gestos expresivos, parecía implorar su socorro en favor de aquellas abandonadas criaturas.

Como la persona de este joven no indicaba elegancia ni distinción, y como no hablaba más que alemán, el mayordomo le volvió la espalda, diciéndole que no le entendía.

Entonces el alemán bajó a su camarote a proa, y volvió prontamente trayendo una almohada, un cobertor y un capote de bayetón. Con estos auxilios hizo una especie de cama, acostó en ella a los niños y los arropó con el mayor esmero. Pero apenas se habían reclinado, el mareo, comprimido por la inmovilidad, estalló de repente, y en un instante almohada, cobertor y sobretodo quedaron infestados y perdidos.

El español miró entonces al alemán, en cuya fisonomía sólo vio una sonrisa de benévola satisfacción, que parecía decir: ¡gracias a Dios, ya están aliviados!

Dirigióle la palabra en inglés, en francés y en español, y no recibió otra respuesta sino un saludo hecho con poca gracia, y esta frase repetida: ich verstche nicht (no entiendo).

Cuando después de comer, el español volvió a subir sobre cubierta, el frío había aumentado. Se embozó en su capa, y se puso a dar paseos. Entonces vio al alemán sentado en un banco, y mirando al mar; el cual, como para lucirse, venía a ostentar en los costados del buque sus perlas de espuma y sus brillantes fosfóricos.

Estaba el joven observador vestido bien a la ligera, porque su levitón había quedado inservible, y debía atormentarle el frío.

El español dio algunos pasos para acercársele; pero se detuvo, no sabiendo cómo dirigirle la palabra. De pronto se sonrió, como de una feliz ocurrencia, y yendo en derechura hacia él, le dijo en latín:

-Debéis tener mucho frío.

Esta voz, esta frase, produjeron en el extranjero la más viva satisfacción, y sonriendo también como su interlocutor, le contestó en el mismo idioma:

-La noche está en efecto algo rigurosa; pero no pensaba en ello.

-¿Pues en qué pensabais? -le preguntó el español.

-Pensaba en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.

-¿Por qué viajáis, pues, si tanto sentís esa separación?

-¡Ah!, señor; la necesidad... Ese implacable déspota...

-¿Con que no viajáis por placer?

-Ese placer es para los ricos, y yo soy pobre. ¡Por mi gusto!... ¡Si supierais el motivo de mi viaje, veríais cuán lejos está de ser placentero!

-¿Adónde vais, pues?

-A la guerra, a la guerra civil, la más terrible de todas: a Navarra.

-¡A la guerra! -exclamó el español al considerar el aspecto bondadoso, suave, casi humilde y muy poco belicoso del alemán-. ¿Pues qué, sois militar?

-No, señor, no es esa mi vocación. Ni mi afición ni mis principios me inducirían a tomar las armas, sino para defender la santa causa de la independencia de Alemania, si el extranjero fuese otra vez a invadirla. Voy al ejército de Navarra a procurar colocarme como cirujano.

-¡Y no conocéis la lengua!

-No, señor, pero la aprenderé.

-¿Ni el país?

-Tampoco: jamás he salido de mi pueblo sino para la universidad.

-¿Pero tendréis recomendaciones?

-Ninguna.

-¿Contaréis con algún protector?

-No conozco a nadie en España.

-Pues entonces, ¿qué tenéis?

-Mi ciencia, mi buena voluntad, mi juventud y mi confianza en Dios.

Quedó el español pensativo al oír estas palabras. Al considerar aquel rostro en que se pintaban el candor y la suavidad; aquellos ojos azules, puros como los de un niño; aquella sonrisa triste y al mismo tiempo confiada, se sintió vivamente interesado y casi enternecido.

-¿Queréis -le dijo después de una breve pausa- bajar conmigo, y aceptar un ponche para desechar el frío? Entre tanto, hablaremos.

El alemán se inclinó en señal de gratitud, y siguió al español, el cual bajó al comedor y pidió un ponche.

A la testera de la mesa estaba el gobernador con sus dos acólitos; a un lado había dos franceses. El español y el alemán se sentaron a los pies de la mesa.

-Pero ¿cómo -preguntó el primero- habéis podido concebir la idea de venir a este desventurado país?

El alemán le hizo entonces un fiel relato de su vida. Era el sexto hijo de un profesor de una ciudad pequeña de Sajonia, el cual había gastado cuanto tenía en la educación de sus hijos. Concluida la del que vamos conociendo, hallábase sin ocupación ni empleo, como tantos jóvenes pobres se encuentran en Alemania, después de haber consagrado su juventud a excelentes y profundos estudios, y de haber practicado su arte con los mejores maestros. Su manutención era una carga para su familia; por lo cual, sin desanimarse, con toda su calma germánica, tomó la resolución de venir a España, donde, por desgracia, la sangrienta guerra del Norte le abría esperanzas de que pudieran utilizarse sus servicios.

-Bajo los tilos que hacen sombra a la puerta de mi casa -dijo al terminar su narración-, abracé por última vez a mi buen padre, a mi querida madre, a mi hermana Lotte1 y a mis hermanitos. Profundamente conmovido y bañado en lágrimas, entré en la vida, que otros encuentran cubierta de flores. Pero, ánimo; el hombre ha nacido para trabajar: el cielo coronará mis esfuerzos. Amo la ciencia que profeso, porque es grande y noble: su objeto es el alivio de nuestros semejantes; y el resultado es bello, aunque la tarea sea penosa.

-¿Y os llamáis...?

-Fritz Stein -respondió el alemán, incorporándose algún tanto sobre su asiento, y haciendo una ligera reverencia.

Poco tiempo después, los dos nuevos amigos salieron.

Uno de los franceses, que estaba enfrente de la puerta, vio que al subir la escalera el español echó sobre los hombros del alemán su hermosa capa forrada de pieles; que el alemán hizo alguna resistencia, y que el otro se esquivó y se metió en su camarote.

-¿Habéis entendido lo que decían? -le preguntó su compatriota.

-En verdad -repuso el primero (que era comisionista de comercio)-, el latín no es mi fuerte; pero el mozo rubio y pálido se me figura una especie de Werther llorón, y he oído que hay en la historia su poco de Carlota, amén de los chiquillos, como en la novela alemana. Por dicha, en lugar de acudir a la pistola para consolarse, ha echado mano del ponche, lo que si no es tan sentimental, es mucho más filosófico y alemán. En cuanto al español, le creo un don Quijote, protector de desvalidos, con sus ribetes de San Martín, que partía su capa con los pobres: esto, unido a su talante altanero, a sus miradas firmes y penetrantes como alambres, y a su rostro pálido y descolorido, a manera de paisaje en noche de luna, forma también un conjunto perfectamente español.

-Sabéis -repuso el otro- que como pintor de historia voy a Tarifa, con designio de pintar el sitio de aquella ciudad, en el momento en que el hijo de Guzmán hace seña a su padre de que le sacrifique antes que rendir la plaza. Si ese joven quisiera servirme de modelo, estoy seguro del buen éxito de mi cuadro. Jamás he visto la naturaleza más cerca de lo ideal.

-Así sois todos los artistas: ¡siempre poetas! -respondió el comisionista-. Por mi parte, si no me engañan la gracia de ese hombre, su pie mujeril y bien plantado, y la elegancia y el perfil de su cintura, le califico desde ahora de torero. Quizá sea el mismo Montes, que tiene poco más o menos la misma catadura, y que además es rico y generoso.

-¡Un torero! -exclamó el artista-, ¡un hombre del pueblo! ¿Os estáis chanceando?

-No, por cierto -dijo el otro-; estoy muy lejos de chancearme. No habéis vivido como yo en España, y no conocéis el temple aristocrático de su pueblo. Ya veréis, ya veréis. Mi opinión es que, como gracias a los progresos de la igualdad y fraternidad los chocantes aires aristocráticos se van extinguiendo, en breve no se hallarán en España, sino en las gentes del pueblo.

-¡Creer que ese hombre es un torero! -dijo el artista con tal sonrisa de desdén que el otro se levantó picado, y exclamó:

-Pronto sabré quién es: venid conmigo, y exploraremos a su criado.

Los dos amigos subieron sobre cubierta, donde no tardaron en encontrar al hombre que buscaban.

El comisionista, que hablaba algo de español, entabló conversación con él, y después de algunas frases triviales, le dijo:

-¿Se ha ido a la cama su amo de usted?

-Sí, señor -respondió el criado, echando a su interlocutor una mirada llena de penetración y malicia.

-¿Es muy rico?

-No soy su administrador, sino su ayuda de cámara.

-¿Viaja por negocios?

-No creo que los tenga.

-¿Viaja por su salud?

-La tiene muy buena.

-¿Viaja de incógnito?

-No, señor: con su nombre y apellido.

-¿Y se llama?...

-Don Carlos de la Cerda

-¡Ilustre nombre, por cierto! -exclamó el pintor.

-El mío es Pedro de Guzmán -dijo el criado-, y soy muy servidor de ustedes.

Con lo cual, les hizo una cortesía y se retiró.

-El Gil Blas tiene razón -dijo el francés-. En España no hay cosa más común que apellidos gloriosos: es verdad que en París mi zapatero se llamaba Martel, mi sastre Roland y mi lavandera madame Bayard. En Escocia hay más Estuardos que piedras. ¡Hemos quedado frescos! El tunante del criado se ha burlado de nosotros. Pero bien considerado, yo sospecho que es un agente de la facción; un empleado oscuro de don Carlos.

-No, por cierto -exclamó el artista-. Es mi Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno: el héroe de mis sueños.

El otro francés se encogió de hombros.

Llegado el buque a Cádiz, el español se despidió de Stein.

-Tengo que detenerme algún tiempo en Andalucía -le dijo-. Pedro, mi criado, os acompañará a Sevilla, y os tomará asiento en la diligencia de Madrid. Aquí tenéis una carta de recomendación para el ministro de la Guerra, y otra para el general en jefe del Ejército. Si alguna vez necesitáis de mí, como amigo, escribidme a Madrid con este sobre.

Stein no podía hablar de puro conmovido. Con una mano tomaba las cartas y con otra rechazaba la tarjeta que el español le presentaba.

-Vuestro nombre está grabado aquí -dijo el alemán poniendo la mano en el corazón-. ¡Ah! No lo olvidaré en mi vida. Es el del corazón más noble, el del alma más elevada y generosa, el del mejor de los mortales.

-Con ese sobrescrito -repuso don Carlos sonriendo-, vuestras cartas podrían no llegar a mis manos. Es preciso otro más claro y más breve.

Le entregó la tarjeta, y se despidió.

Stein leyó: El duque de Almansa.

Y Pedro de Guzmán, que estaba allí cerca, añadió:

-Marqués de Guadalmonte, de Val-de-Flores y de Roca-Fiel; conde de Santa Clara, de Encinasola y de Lara; caballero del Toisón de Oro, y Gran Cruz de Carlos III; gentilhombre de cámara de Su Majestad, grande de España de primera clase, etc.



IndiceSiguiente