Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

La generación poética de 1952

Ricardo Gullón





  —70→  

Desde la publicación, en 1932, de la primera Antología de Gerardo Diego, ningún libro de este género había suscitado tantos comentarios y discusiones como la reciente Antología consultada de la Joven Poesía española, editada por Francisco Ribes.

Ribes no es poeta, ni escritor, ni pertenece siquiera al mundo de las letras. Es «un amigo de la poesía y de los poetas», que tuvo la idea de sondear a unos sesenta poetas y críticos preguntándoles quiénes eran a su juicio, los diez líricos españoles más notables, entre los surgidos después de la guerra. Realizó la indagación con propósito de publicar luego una selección de poemas de los poetas escogidos por la mayoría de los consultados, para hacer así más fácil el acceso a esa «selva de nuestra producción poética» que por superabundancia asusta y retrae al público.

¿Cómo -se interroga Ribes- puede el lector común orientarse entre los centenares de poetas jóvenes y semi-jóvenes pululantes por revistas y ateneos, por recitales cafeteriles y juegos florales? ¿Cómo averiguar cuáles merecen la pena de ser leídos, si a juzgar por las recensiones y comentarios que se les dedican todos son herederos legítimos de Bécquer y Machado y pulsan con diestra mano la lira del mismísimo Garcilaso? Para resolver tales perplejidades, que el público suele zanjar encogiéndose de hombros y buscando una novelilla policíaca, pensó el consultante editar un breve volumen que ofreciera lo mejor de la poesía joven, señuelo para atraer al leyente e incitarle a ulteriores y más detenidas lecturas.

Vistas las respuestas, el editor decidió limitar a nueve el número de los poetas antologizados, por creer que entre la suma de sufragios (el que menos, un cincuenta por ciento) obtenida por nueve de ellos y la alcanzada por quien inmediatamente les seguía, la diferencia era mucha y el desnivel excesivo. El número diez de la lista quedaba en cambio a poca distancia de sus inmediatos seguidores, y con ellos constituía algo así como lo que, en términos deportivos, llamaríamos la segunda división.

  —71→  

Apareció, pues, el volumen, con versos de nueve poetas: Carlos Bousoño, Gabriel Celaya, Victoriano Crémer, Vicente Gaos, José Hierro, Rafael Morales, Eugenio de Nora, Blas de Otero y José María Valverde, que representan bien a las recientes promociones. Uno o dos de ellos pudieron ser sustituidos por sus equivalentes sin que el cuadro perdiera relieve, mas entre estos nueve se hallan con seguridad los cinco o seis mejores poetas de la generación última. Esto es algo, es mucho incluso, pero no bastante para impedir que el editor esté siendo atacado desde diversos frentes, unas veces por los excluidos y otras por los adversarios del procedimiento utilizado para la selección.

Yo lo consideré aceptable y participé en la votación. La Antología no resultó tan expresiva del período como pudo serlo de no haber excluido a los poetas difuntos, pues entre ellos se encuentra José Luis Hidalgo, autor del libro más impresionante de la pasada década: Los muertos. Aparte esta omisión y alguna otra de menor entidad, el tomito da idea bastante exacta de nuestra joven lírica y de las diversas corrientes manifiestas en ella, concretadas en los poemas y en las declaraciones sobre poesía y poética antepuestas a los versos de cada antologizado.

Les llamaremos «promoción del 52», por el año de su aparición colectiva. Como la de sus mayores, los poetas del 36, en una promoción escindida. Dos grupos principales distingo en ella, por sus tendencias más que por sus obras, pues el signo de la época y la comunidad de preocupaciones marcan en los poemas improntas que les confieren parentesco. Cuando hablo de grupos, no quiero delimitar en forma tajante sectores incomunicados, compartimientos estancos, sino simplemente facilitar una orientación provisional y sumaria de las direcciones en que trabajan estos poetas.

El primero de los grupos está integrado por hombres para quien la poesía es testimonio de la época y arma de lucha. «La Poesía -escribe Celaya- no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento, entre nosotros, para transformar el mundo. No busca una posteridad de admiradores. Busca un porvenir en el que, consumada, dejará de ser lo que hoy es». Y Victoriano Crémer: «No creo en la Poesía, aunque la ame. Como no creo en la mujer hermosa, aunque me enamore. Esta actitud es fundamental -yo, al menos, así lo creo- para el goce íntegro de la Poesía y de la Mujer. La contraria, o sea la entrega total, ciega y fatalista, me parece irracional». Ya se ve adónde apuntan estos poetas: a la poesía-servicio, a la poesía comprometida. Yo le preguntaría a Crémer si no ha pensado en la posibilidad de una entrega a la poesía, total sí, pero no ciega y fatalista, sino lúcida e inteligente, tal como fue ayer la de Rosalía o Bécquer y hoy la de Juan Ramón o Jorge Guillén.

  —72→  

En ese grupo figuran, aunque no tan extraordinariamente, Hierro, Blas de Otero y Nora. Hierro, dice: «Confieso que detesto la torre de marfil. El poeta es obra y artífice de su tiempo. El signo del nuestro es colectivo, social. Nunca como hoy necesitó el poeta ser tan narrativo, porque los males que nos acechan, los que nos modelan proceden de hechos». ¡Están tan lejos las torres de marfil! ¿Quién piensa en ellas, sino algún bobo, en el limbo de un candor ya incomprensible? Entendemos la protesta de Hierro contra la serenidad, que es muerte:


Serenidad, no te me entregues,
ni te des nunca,
aunque te pida de rodillas
que me libertes de mi angustia.



El poema de Blas de Otero: A la inmensa mayoría, indica, desde el título, la pretensión del poeta. Y Nora, por su parte, escribe: «Se discute mucho ahora sobre la poesía social. Es ridículo. Toda poesía es social». «Y humana». Afirmaciones que convendría precisar. ¿Qué poesía es concebible si no impregnada de humanidad y de acuerdo con el hombre eterno que alienta en cada poeta?

En el segundo grupo incluiría yo a Bousoño, Morales, Gaos y Valverde. No porque vivan menos ligados que los anteriores a su tiempo y a esa angustia sentida por Hierro, tan necesaria como aquel sufrimiento que al cesar dejó, en el verso machadiano, un hueco también doloroso sino porque para ellos la poesía tiene un valor permanente, ligado a la realidad, pero a realidades profundas y duraderas, no a la simple actualidad. Bousoño opina: «Sé poeta de hoy, ma non tropo. Quien quiere ser muy de hoy está en grave peligro de no ser poeta mañana. En el siglo XVIII fueron muy del momento las odas filosóficas de Meléndez Valdés y las excrecencias líricas de Jovellanos. Y en el XIX, Campoamor, Núñez de Arce y Bartrina eran de una actualidad sin par. Tanto, que en el siglo XX resultaron insoportables. En cambio, Bécquer y Machado, poetas menos frenéticamente de su tiempo, fueron gustados después y la emoción de sus versos sobrenadó en el oleaje de las escuelas posteriores».

Todo esto son opiniones. Los poemas vienen detrás y constituyen una reconfortante realidad. Teorías aparte, los poetas de 1952 ofrecen en la Antología consultada testimonios de vocación inspirada, oficio inteligente y sentimiento humano. Léanlos ustedes con cuidado, porque entre ellos figura probablemente el -o los- gran poeta de mañana.





Indice