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La generación del 900

Emir Rodríguez Monegal




Apunte preliminar

No obedece a un capricho de la moda literaria la aplicación del concepto de generaciones al grupo de escritores uruguayos del 900. Antes que la publicación sucesiva de textos capitales actualizara el tema, se había referido la expresión -y sin sospechar sus proyecciones metodológicas- a la literatura del período en el Proceso Intelectual del Uruguay de Alberto Zum Felde1. Es cierto que allí no se desentrañaba (quizá ni se intuía) la problemática del concepto. Pero no es menos cierto que se discernían empíricamente, y de manera discontinua, algunas generaciones en la historia literaria del país, al tiempo que se dibujaba el mundo histórico-cultural en que se desarrollaron.

Este trabajo pretende precisar el examen de Zum Felde, recurriendo con tal fin a las conclusiones aportadas por la reflexión metodológica más reciente, así como a la información que facilitan las investigaciones realizadas en los últimos años. Quizá no sea superfluo indicar que no pretende agotar el tema, de incalculable vastedad, y que, además, el autor posee clara conciencia de las limitaciones del procedimiento y, por consiguiente, del resultado.






I

Conviene advertir, desde ya, que aquí se intenta precisar -y legitimar así sea parcialmente- un concepto de generación literaria. Resulta, por tanto, marginal toda discusión sobre la trascendencia historiográfica del término, y no se entrará a dilucidar si (como quiere Ortega) es «el concepto más importante de la Historia y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos»2; o si (como opina Laín Entralgo) es sólo un «suceso histórico de contorno más o menos convencional»3. Tampoco se podrá considerar el tema, tan fascinante, de la no coetaneidad de las distintas artes -tema que ha generado las especulaciones de Pinder4-. Esto no significa que no se haya tomado posición en el problema; significa que tal discusión excede los límites naturales o propuestos del trabajo.

Algunas intuiciones, opiniones o teorías de los filósofos e historiadores permiten acceder a un concepto válido de generación5. Prescindiendo de algunos nombres importantes (el de Comte, el de Mannheim, por ejemplo) es posible trazar la evolución del concepto a partir de una afirmación de Stuart Mill: «In each successive age the principal phenomena of society are different from what they were in the age preceeding, and still more different from any previous age: the periods which most distinctly mark these succesive changes being intervals of one generation, during which a new set of human beings have been educated, have grown up from childhood, and taken possession of society»6. Prolonga allí Mill alguna indicación de Comte, señalando concretamente la existencia de las generaciones históricas, su comunidad de estudios y su ascenso al poder. En 1875 intenta en Alemania una definición. Wilhelm Dilthey (a quien ya preocupaba el tema desde su ensayo sobre Novalis, 1865): una generación es «un estrecho círculo de individuos que, mediante su dependencia de los mismos grandes hechos y cambios que se presentaron en la época de su receptividad, forma un todo homogéneo a pesar de la diversidad de otros factores»7. Por su parte, en 1923, Eduardo Wechssler señala: «A distancias desiguales, se presentan promociones nuevas, mejor dicho, los voceros y cabecillas de una nueva juventud que se hallan trabados íntimamente por supuestos similares, debidos a la situación temporal y, externamente, por su nacimiento dentro de un término limitado de años»8. Aquí la fecha de nacimiento aparece como elemento de caracterización, importante aunque externo, y enfrentada a la de promoción.

Ninguno de estos autores había alcanzado a construir una teoría de las generaciones y, además, sus observaciones aparecían inconexas, sin encontrar fundamento en una concepción total del mundo y de la historia. En 1923 se publicó la obra en que por vez primera expondría nítidamente Ortega y Gasset su idea de las generaciones: El tema de nuestro tiempo. Allí escribe: «Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en la historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada»9.

No cesará Ortega de elaborar el concepto que se enraíza en su concepción filosófica más profunda, donde hay que situarlo para alcanzar su plena intelección. Pero -y esto es muy típico de su política literaria- nunca lo explanará totalmente en un solo cuerpo. Y será necesario rastrearlo a través de unos quince textos dispersos a lo largo de treinta años, o remitirse a la exposición coherente y didáctica de Julián Marías. A la definición ya transcripta cabría agregar otras observaciones complementarias en las que abunda el libro citado10. Pero importa más ahora ver su desarrollo en trabajos posteriores, como por ejemplo uno de 1933 que establece la distinción capital (ya indicada por Pinder)11 entre contemporáneos y coetáneos: «Toda actualidad histórica, todo "hoy", envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres "hoy" diferentes, o dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras, y por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad. "Hoy" es para unos veinte años, para otros cuarenta, para otros sesenta; y eso, que siendo tres modos de vida tan distintos tengan que ser el mismo "hoy", declara sobradamente el dinámico dramatismo, el conflicto y colisión que constituyen el fondo de la materia histórica, de toda convivencia actual. Y a la luz de esta advertencia se ve el equívoco oculto en la aparente claridad de una fecha. 1933 parece un tiempo único, pero en 1933 viven un muchacho, un hombre maduro y un anciano, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes, y a la vez abarca los tres: es la unidad en un tiempo histórico de tres edades distintas. Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera -en el mismo mundo-, pero contribuimos a formarlo de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en la historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos»12. Cada generación, pues, no actúa sola sino en presencia de otras, contra otras.

Más adelante, precisará Ortega este concepto al señalar que «la más plena realidad histórica es llevada por hombres que están en dos etapas distintas de la vida, cada una de quince años: de treinta a cuarenta y cinco, etapa de gestación o creación y polémica, de cuarenta y cinco a sesenta, etapa de predominio y mando. Estos últimos viven instalados en el mundo que han hecho: aquéllos están haciendo su mundo. No caben dos tareas vitales, dos estructuras de la vida más diferentes. Son pues, dos generaciones y -¡cosa paradójica para las antiguas ideas sobre nuestro asunto!- lo esencial en esas dos generaciones es que ambas tienen puestas sus manos en la realidad histórica al mismo tiempo -tanto que tienen puestas las manos unas sobre otras, en pelea- formal o larvada. Por tanto, lo esencial no es que se suceden, sino, al revés, que conviven y son contemporáneas, bien que no coetáneas. Permítaseme hacer, pues, esta corrección, a todo el pasado de meditaciones sobre este asunto: lo decisivo en la idea de las generaciones no es que se suceden, sino que se solapan o empalman. Siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud de actuación, sobre los mismos temas, y en torno a las mismas cosas, pero con distinto índice de edad y, por ello, con distinto sentido»13.

De toda esta especulación analítica ha podido extraer Ortega, una concisa definición: «El conjunto de los que son coetáneos en un circulo de actual convivencia, es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital»14.

Quedan en pie, sin embargo, algunos problemas de distinta entidad. Ante todo el que se refiere a la precisión de la edad. Ortega aclara una confusión en que ha incurrido hasta Huizinga: no se trata de edad matemática, sino vital. «La edad es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir -por decirlo así; es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven, como se empieza a vivir y se acaba de vivir. [...] La edad, pues, no es una fecha sino una zona de fechas y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen el mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas»15.

Otro problema se refiere a la naturaleza de los cambios históricos. Ortega deslinda dos posibilidades: A) cuando cambia algo en nuestro mundo; B) cuando cambia el mundo. Cada generación postula un cambio en el mundo -cambio que no suele ser (salvo en caso, de crisis histórica) excesivamente pronunciado-. Lo que se modifica es la estructura de las vigencias. (Marías aclara: «Los usos sociales, las creencias, las ideas del tiempo se imponen automáticamente a los individuos; éstos se encuentran con ellos y con su presión impersonal y anónima; no quiere esto decir que forzosamente hayan de plegarse a los contenidos vigentes; pero tienen que contar con ellos, tienen que habérselas con ellos, para aceptarlos o para rechazarlos, y eso quiere decir tener vigencia»16).

Un tercer problema surge al determinar la duración de las generaciones. Escribe Ortega: «El sistema de vigencias en que la forma de la vida humana consiste, dura un período que casi coincide con los quince años. Una generación es una zona de quince años durante la cual una cierta forma de vida fue vigente. La generación sería, pues, la unidad concreta de la auténtica cronología histórica, o, dicho en otra forma, que la historia camina y procede por generaciones. Ahora se comprende en qué consiste la afinidad verdadera entre los hombres de una generación. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única»17.

Con estas consideraciones concluye la parte analítica de la teoría. Un último problema -determinar la serie histórica de las generaciones- pertenece ya a la empírica. Y aquí es donde se abandona el acento afirmativo, la posición sólida, para ingresar en el terreno de la hipótesis y, por consiguiente, de la polémica. Conviene advertir, ante todo, que Ortega no ha determinado la serie; ha esbozado sin embargo, una posible sucesión de generaciones, a partir del siglo XIX, y cuya fecha central (es decir, el año medio de cada período de quince) sería: 1812, 1827, 1842, 1857, 1872, 1887, 1902, 1917, 1932, 1947. Con esta hipótesis germinal -tan peligrosa para quien no sepa manejarla- se cierra por ahora su teoría que, como señala Marías, es la única que coloca en su verdadero lugar y da fundamento filosófico al problema de las generaciones18.

Dentro de cada generación histórica pueden deslindarse pedagógicamente varios grupos o unidades según el punto de mira que se elija: política, ciencia, arte, etc. Tal procedimiento resulta legítimo si no se pretende afirmar que en la realidad histórica ya se dan aislados, y, por el contrario, se independizan (con clara conciencia de artificio) las unidades políticas de las literarias, las científicas de las plásticas. Al aplicar, como se hace aquí, el método de las generaciones al estudio de un grupo literario, se conoce perfectamente el margen de convencionalismo, de arbitrariedad, que ello supone. Este margen aumenta rápidamente si lo que se intenta es determinar no una generación ideal, sino una específica: la uruguaya del 900. En efecto, cómo fijar la existencia de tal generación del 900 (por imprecisa que sea la fecha) si no es apoyándose en una serie histórica que -ya se ha visto- aún no ha sido determinada. Así planteado, parece insoluble el problema. Pero si del terreno teórico se pasa al empírico, no es imposible afirmar la existencia de un importante grupo de escritores -cuyas cabezas principales serían Viana, Reyles, Rodó, Vaz Ferreira, Herrera y Reissig, María Eugenia Vaz Ferreira, Sánchez, Quiroga y Delmira Agustini- que imperan hacia el 1900. Tal grupo parece postular la existencia de una generación literaria19. Del examen de su mundo, de sus vinculaciones, colectivas e interindividuales, se intentará extraer los elementos que permitan fundamentar esta existencia.




II

En su estudio sobre las generaciones literarias establece Petersen ocho factores básicos que las forman. Aunque no pueda aceptarse que todos forman (o determinan) la generación, y aunque sea necesario afinar en casi todos los casos el criterio interpretativo, puede resultar provechosa la aplicación del esquema al grupo del 900. Hay que evitar, sin embargo, confundirlo con la prueba del 9 de las generaciones20.


1. Herencia

El grupo del 900 presenta un ejemplo ilustre: Carlos y María Eugenia Vaz Ferreira. No costaría señalar en el genio de cada uno los rasgos comunes, atribuibles presuntamente a la herencia familiar: la limpia inteligencia, la lograda profundidad, la tendencia a la especulación. Podrían apuntarse también las notas disyuntivas: una organización más lúcida, más nítida, en la problemática del filósofo; una irresistible vocación metafísica, de caracteres angustiosos, en la poetisa. El caso de los hermanos Vaz Ferreira no es único. Podría recordarse en otro plano a Héctor y César Miranda, a Daniel y Carlos Martínez Vigil21. Por otra parte, no debe concederse demasiada importancia a este «factor» que confunde generación con genealogía.




2. Fecha de nacimiento

Los mayores del grupo (Viana y Reyles) nacen en 1868; en 1886, la menor, Delmira Agustini22. Queda establecida así una zona de fechas que abarca diez y ocho años. Apoyándose en esta diferencia, bastante considerable, sostuvo Vaz Ferreira, en conversación privada, que le parecía inadecuado hablar de una generación. El lapso podría reducirse algo si se atiende a una advertencia, sumamente pertinente, de Ortega: «... las mujeres de una generación son constitutivamente, y no por azar, un poco más jóvenes que los hombres de esa generación, dato más importante de lo que a primera vista parece»23. Habría que tener en cuenta, además, la precocidad de Delmira, que le permitió incorporarse desde 1902, aunque puerilmente, al movimiento literario de sus mayores24.




3. Elementos educativos

Un rasgo sumamente característico de este grupo es que (con excepción de Vaz Ferreira) sus integrantes no fueron universitarios. En otra oportunidad he señalado este divorcio, indicando que las vinculaciones de sus componentes con la Universidad fueron tenues y azarosas. En efecto, la mayoría de ellos, no logró títulos universitarios. (Algunos no aspiraron; otros los menospreciaron). Y aunque es cierto que sus nombres pueden resultar lateralmente vinculados a la Universidad -Rodó fue algunos años catedrático de Literatura; Reyles fue maestro de conferencias- esos enlaces casuales parecen acentuar más la falta de un vínculo directo, central25. Frente a la cultura universitaria floreció a fines del siglo la cultura adquirida paciente o penosamente en el libro, con entusiasmo y distracción en la mesa de café y en el exaltado ambiente de los cenáculos. Los escritores del 900 fueron en realidad autodidactas26.

La comunidad de lecturas es, por otra parte, muy visible, especialmente si se discierne dentro de la unidad los subgrupos que la integraban y que se deshacían y recomponían incesantemente. Un ejemplo: hacia 1900, por sus lecturas y hasta por algunos desplantes personales, Roberto de las Carreras y Herrera y Reissig pudieron incorporarse a una corriente anarquista en la que militaban ya Sánchez y Vasseur; de éstos los aislaba la posición estética o el ostentoso dandysmo de las actitudes. Todo esto no significaba, por otra parte, que extrajeran idéntica enseñanza de los mismos autores. Baudelaire fue para Herrera una influencia formativa (no sólo de su arte, sino de su personalidad). Rodó vio en él, en cambio, una fuente para la comprensión de cierta sensibilidad exquisita, de alguna invención poética, de la exaltación dionisíaca -que, también, estudió en Nietzsche27-. En este mismo Nietzsche se apoyó Reyles para combatir, en La muerte del cisne, la prédica arielista28. Lecturas comunes, es cierto, aunque no común asimilación.

Podrían rastrearse otros elementos que, en definitiva, contribuyen a la formación de una concepción colectiva del mundo. Uno, sobre todo, merece decirse: el periodismo. En él se formó Sánchez. (Recuérdese su primera obra importante: Cartas de un flojo, 1897). A él aportaron por largos períodos o aisladas incursiones mucho de lo mejor de su vida y de su obra, Viana, Rodó, Herrera y Reissig, Quiroga. Incluso podría afirmarse que llegó a ser, en algunos casos, deformativo. Lo fue de Viana, a quien la falta de rigor y la dura necesidad redujeron a la fabricación de relatos en serie; lo fue de Rodó, cuyos menesteres periodísticos malograron o entorpecieron tanta creación.




4. Comunidad personal

Puede destacarse un hecho singular: sólo dos de los principales creadores del 900 nacen fuera de Montevideo (Viana en Canelones, Quiroga en Salto). Pero éstos también acuden a la capital a estudiar y se vinculan con los montevideanos. Hay que contemplar, sin embargo, las desviaciones o excentricidades. Tres de ellos (Viana, Sánchez, Quiroga)29 vivieron parte considerable de su vida en la Argentina. Allí crearon obras, allí fueron reconocidos o consagrados. También Reyles residió algún tiempo en Buenos Aires -residencia que alternaba con dilatados viajes a Europa.

Esta vinculación entre Montevideo y Buenos Aires -que ha pretextado, con mayor o menor fundamento, la anexión de algunos de los escritores citados a la literatura argentina- se robustece por las visitas que todos, sin excepción, han realizado a la Argentina. Y contribuye a subrayar la necesidad, ya denunciada por muchos, de integrar el estudio de nuestras letras en el de la literatura rioplatense. Aún es posible ampliar -el objetivo, ya que si se pretendiera alcanzar la precisión, habría que establecer un cuadro del 900 proyectado sobre una perspectiva hispanoamericana30.

No se logra la comunidad personal, la conexión interindividual, por el solo hecho de vivir en la misma ciudad. En las publicaciones literarias, en los cenáculos, en el trabajo compartido del aula, en los periódicos, hay que buscar los puntos de contacto. Este grupo del 900 conoció las revistas bajo sus más diversos aspectos, desde la audaz y aislada empresa juvenil que fue la Revista del Salto (1899-1900), hasta la más conservadora (por eso mismo más duradera) Vida Moderna (1900-1903)31. Tampoco faltaron los cenáculos, de signo poético (como el Consistorio del Gay Saber o la Torre de los Panoramas) o de actitud anárquica (como el Polo Bamba y el Centro Internacional de Estudios Sociales). Esta necesaria diversidad denuncia la ausencia de un centro rector, al tiempo que muestra el agrupamiento sucesivo y cambiante de los principales valores.

No toda conexión era del tipo cordial. Y aunque no faltaron claros ejemplos -la amistad no desmentida entre Delmira y María Eugenia Vaz Ferreira- hubo, hay siempre, guerrillas; hubo polémicas y hasta desafíos caballerescos; hubo hostilidad y deliberada indiferencia32. Todo esto no podía afectar la unidad del grupo, por motivos que Pinder ha denunciado nítidamente: «La unidad de problema, como fórmula para una comunidad generacional, no excluye en modo alguno la tensión ni los antagonismos más vigorosos: antes bien hasta requiere la posibilidad de su existencia. Pues sólo implica una unidad en cuanto a la tarea impuesta, mas no una unidad en cuanto a la solución»33. Más importante que las ocasionales discrepancias es estar frente al mismo sistema de vigencias.

Otro elemento de vinculación (y de antagonismo) fue la política, que entre 1895 y 1905 llevó varias veces a las armas a los partidos tradicionales. En la nota sobre «Rodó y algunos coetáneos» se aporta un ejemplo concreto de divergencia política dentro del mismo partido. También podría recordarse el caso (citado por García Esteban) de la intervención de Sánchez y Quiroga en los dos bandos que se enfrentaron en 189734; la vinculación de Rodó y Reyles a través del club Vida Nueva fundado en 1901 por el último. Estas conexiones de tipo político tienden a incorporar el grupo a la generación de la que ha sido aislado por el análisis, y, por intermedio de ellas, es posible lograr un más exacto conocimiento del lugar que le corresponde en el ámbito histórico.




5. Experiencias de la generación

Para este grupo la experiencia fundamental fue el Modernismo. El cambio en la sensibilidad vital (que reclama Ortega) estaba indicado explícitamente por el contenido de Prosas Profanas y Los raros (ambos de 1896). Los jóvenes del 900 captaron ese cambio y apuntaron en sus primeras obras su ansia de nuevas fórmulas, de nuevas rutas, de nuevos maestros. Léanse, sucesivamente, el prólogo de las Academias, el estudio de Rodó sobre el mismo texto (La Novela Nueva) y la hermosa anticipación: El que vendrá (todos de 1896). Se recoge allí, en variantes estilísticas, una misma situación.

Reyles expresa la ambición de crear un arte «que no sea indiferente a los estremecimientos e inquietudes de la sensibilidad fin de siglo, refinada y complejísima, que trasmita el eco de las ansias y dolores innombrables que experimentan las almas atormentadas de nuestra época, y esté pronto a escuchar hasta los más débiles latidos del corazón moderno, tan enfermo y gastado»; también señala su respetuoso apartamiento de las fórmulas galdosianas, que han engendrado «obras verdaderamente hermosas, pero locales y epidérmicas, demasiado epidérmicas para sorprender los estados de alma de la nerviosa generación actual y satisfacer su curiosidad del misterio de la vida»; subraya su voluntad de estudio, no de entretenimiento, y afirma: «la novela moderna debe ser obra de arte tan exquisita que afine la sensibilidad con múltiples y variadas sensaciones, y tan profundo que dilate nuestro concepto de la vida con una visión nueva y clara»; para concluir con arrogancia, hablando en nombre de su generación: «Tengo mi verdad y trataré de expresarla valientemente, porque yo, asombrado lector, humilde y todo, pertenezco a la gloriosa, aunque maltrecha y ensangrentada falange, que marcha a la conquista del mundo con un corazón en una mano y una espada en la otra».

Por su parte Rodó sienta el principio de una literatura universal, apuntando que la intención de Reyles «parecerá punible a los que defienden, como el sagrado símbolo de la nacionalidad intelectual, el aislamiento receloso y estrecho, la fiereza de la independencia literaria, que sólo da de sí una originalidad obtenida al precio de la incomunicación y la ignorancia candorosa; parecerá punible a los huraños de la existencia colectiva, a quienes es necesario convencer de que la imagen ideal del pensamiento no está en la raíz que se soterra sino en la copa desplegada a los aires, y de que las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu, y de que la patria intelectual no es el terruño»; asimismo amplía la perspectiva del novelista al exclamar: «rumbos nuevos se abren a nuestras miradas, allí donde las de los que nos precedieron sólo vieron la sombra, y hay un inmenso anhelo que tienta cada día el hallazgo de una nueva luz, el hallazgo de una ruta ignorada, en la realidad de la vida, en la profundidad de la conciencia».

A estas palabras cabría agregar las de los dos párrafos de El que vendrá en que explana su esperanza mesiánica: «Entretanto, en nuestro corazón y nuestro pensamiento, hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aun a ningún labio, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre [...] Todas las torturas que se han ensayado sobre el verbo todos los refinamientos desesperados del espíritu, no han bastado a aplacar la infinita sed de expiación del alma humana. También en la libación de lo extravagante y de lo raro han llegado a las heces, y hoy se abrasan sus labios en la ansiedad de algo más grande, más humano, más puro. Pero lo esperamos en vano. En vano nuestras copas vacías se tienden para recibir el vino nuevo: caen marchitas y estériles en nuestra heredad las ramas de las vides, y está enjuto y trozado el suelo del lagar... [...] El vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serle inspirados por la virtud de una palabra nueva. Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros ni un abandono ni una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y "blanda almohada"; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La Duda es en nosotros un ansioso esperar; una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia... Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido»35.

La sensibilidad aquí expresada encuentra su ámbito en el Modernismo.

Por Modernismo (aclaro) no debe entenderse únicamente la revolución poética promovida por Rubén Darío en las dos últimas décadas del siglo XIX. Una interpretación tan limitada -en la que incurrió parcialmente Salinas36- no parece adecuada. Se puede compartir, en cambio, la interpretación amplia de Federico de Onís: «El modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy»37. Más amplia aún, aunque ya no utilizable aquí, es la de Juan Ramón Jiménez: «El "modernismo", aceptado en nombre o no por los que le dieron motivo y razón, el auténtico "modernismo" que, como un río, corría bajo su propio nombre con destellos ideales y espirituales posibles para él, fue, es, seguirá siendo la realidad segura con expresión accidental mejor o peor, de un cambio universal ansiado, necesitado hacia 1900, repito: un reencuentro fundamental de fondo y forma humanos o más que humanos (ya Nietzsche, actual y universal por escritura y espíritu, fue un "modernista" en su Alemania)»38.

El Modernismo aparece incorporando simultáneamente a la literatura nacional un conjunto de corrientes que en las letras y el pensamiento europeos (como ha señalado el mismo de Onís) se presentaban desvinculadas y, a veces, antagónicas: Parnaso y Simbolismo, en poesía; naturalismo y psicologismo en novela y teatro; positivismo e idealismo en filosofía; socialismo y anarquismo en sociología39. Entendido esto así, parece imposible seguir refiriéndose a una escuela modernista, y sí, únicamente, a un movimiento modernista40; lo que explicaría, al mismo tiempo, la diversidad de actitudes que una mirada superficial denuncia en el grupo del 900: junto al laborioso (y malo) análisis psicológico del primer Viana, la sutileza de Rodó; junto al crudo naturalismo de algunos dramas de Sánchez, la barroca arquitectura de ciertos poemas de Herrera y Reissig. Ya Salinas había señalado oportunamente (contra la empecinada confusión de Baroja) la distinción capital entre generación y escuela literaria: «... las escuelas literarias no son otra cosa sino las distintas soluciones que una generación ofrece a un único problema»41.




6. Caudillaje

En sentido absoluto no hay ningún caudillo en el grupo, lo que, por otra parte, está de perfecto acuerdo con el culto de la propia personalidad, con el individualismo acrático, del Modernismo. Hay, en cambio, un modelo o paradigma, ante quien oscilaron los escritores del grupo entre la aceptación plena y el desvío consciente: Rubén Darío. Y no sólo para los poetas; también fue maestro de prosistas: de Víctor Pérez Petit, cuyos Modernistas (1903), continuaron (quisieron continuar) la línea de Los raros; de Rodó, que dedicara un libro a la exégesis de Prosas profanas, aunque más tarde -en su condición de varón americano- llegara a presentarse casi como antagonista42.

Por otra parte, parece evidente el intento del mismo Rodó, de Herrera y Reissig, de imponer su jefatura. Desde el noble magisterio de Ariel pretendió el joven crítico no sólo adoctrinar a la «juventud de América», sino también a su propia generación, ya que la labor de porvenir que esbozaba le competía también a ella; tampoco puede ignorarse el propósito que abrigó Herrera de implantar desde la Torre de los Panoramas, una dictadura poética. La parte de broma que hubiera en sus decretos o en su actitud de Imperator, no excluía la firme voluntad de encauzar en un sentido determinado la nueva poesía uruguaya43. Y si se enfoca colectivamente el problema -si se contempla el conjunto y no sólo las figuras capitales- parece indudable que tanto Rodó como Herrera ejercieron una jefatura intelectual o poética sobre sus contemporáneos44.




7. Lenguaje generacional

Nada resulta hoy más evidente. Por encima de la variedad de estilos, se acusa la unidad de estilo. Su lenguaje es el del Modernismo, con lo que la voz implica de renovación de los medios expresivos, de transformación idiomática, de imaginería verbal. Esta circunstancia no estatuye la uniformidad; por el contrario, cada uno usó el lenguaje común, acentuando ciertos efectos o borrándolos; ajustando el ritmo de todos a su propio pulso, a las necesidades de su escritura.




8. Anquilosamiento de la vieja generación

El testimonio, ya invocado, de Reyles y de Rodó demuestra que la inquietud de los jóvenes no hallaba eco en la obra de sus mayores. Esto no significa que hubiera que romper, por medio de la violencia, con la generación anterior. Hasta es posible señalar en una primerísima etapa un acuerdo cortés que se evidencia, por ejemplo, en el tono general de la Revista Nacional (1895-97)45. De esa misma etapa es la afirmación, tan conciliadora, del joven Rodó: «Para quien las considera con espíritu capaz de penetrar, bajo la corteza de los escolasticismos, en lo durable y profundo de su acción, las sucesivas transformaciones literarias no se desmienten: se esclarecen, se amplían; no se destruyen ni anulan: se completan»46.

Por otra parte, algunas figuras de la vieja generación continuarán alternando con los jóvenes. Destaco dos: Zorrilla de San Martín, Acevedo Díaz47. Todo esto resulta normal ya que es éste un período de gestación y, por consiguiente, para los jóvenes es tanto más deseable la interacción de ambas generaciones.

No menos cierto es, sin embargo, que la publicación de El extraño de Reyles (1897), del Rubén Darío de Rodó (1899), de Los arrecifes de coral de Quiroga (1901) y la fundación de la Torre de los Panoramas (hacia 1901), significaban un rompimiento con la anterior generación, los primeros actos que conducían a la toma del poder. Esto puede confirmarse, también, en las obras colectivas, en el programa de presentación de las revistas juveniles, desordenada profesión del descontento y del deseo de renovar el ambiente, que asoma detrás de los convencionalismos del género. Así, por ejemplo, la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales expresará en su Programa la voluntad de «sacudir el marasmo en que yacen por el momento las fuerzas vivas de la intelectualidad uruguaya». En el primer número de La Revista traza Herrera y Reissig el cuadro del momento: «... la Literatura [...] es entre nosotros o bien un feto que está por nacer, o un pantano que se pudre en la más vergonzosa estagnación, sin que una sola corriente trate de darle vida y sin que sea posible asegurar que, en tiempo no lejano, llegue a ser considerada como el más ridículo de los mitos. [...] Pero, de todos modos y en cualquier época los literatos han sido considerados y estimulados honrosamente y, aquellos tiempos, no lejanos, en que los triunfos del orador y del poeta llenaban de aplausos las salas en que se verificaban los certámenes, forman raro contraste con estos días de enervamiento y frivolidad, en que no existen centros literarios, y en que se fundan footballs, presenciándose, al revés del triunfo de la cabeza, el triunfo de los pies, y, mientras el Ateneo, no es, en realidad, sino un bello cadáver de arquitectura que luce su robusta mole frente a la estatua de la Libertad». Y hasta Vida Moderna -tan conciliadora, en verdad- no vacila en declarar: «Y a eso venimos; a sacudir el marasmo en que viven los hombres de pensamiento [aunque añade:] y a recoger con el respeto y la veneración que merecen, los frutos, de los que a pesar de todo luchan, de los que trabajan en la sombra, de los que se agotan en estériles esfuerzos, condenadas sus obras a no ver jamás la luz»48.

Al reseñar el ensayo de Petersen señala sagazmente Marías que de los ocho factores indicados, tres se refieren directamente a la vida colectiva (fecha de nacimiento, elementos educativos, anquilosamiento de la vieja generación) y apuntan a los mismos elementos que indicaba Ortega bajo el nombre de zona de fechas y vigencia; dos se refieren a la vida interindividual (comunidad personal, experiencia de la generación); otros dos, al grupo abstracto, en este caso literario, que se estudia (caudillaje, lenguaje generacional); el primero, en fin, es de carácter biológico. De aquí cabe deducir fácilmente -y el examen realizado lo confirma- que únicamente los indicados en primer término apuntan a elementos decisivos en la determinación de las generaciones.






III

¿Es posible extraer del examen cumplido la convicción de que el grupo del 900 vivía en un mismo mundo de vigencias; de que los problemas se les planteaban del mismo modo a sus integrantes? Se ha visto que pese a claras diferencias (por radicales que parecieran ser), en lo fundamental -zona de fechas, vigencias compartidas, actitud polémica frente a la generación anterior- evidenciaban una postura común. Incluso podría anotarse en todos una misma posición frente a la creación literaria o intelectual, independiente de la tendencia en que militasen. Todos la concibieron desde un plano universal, levantando el punto de mira, incorporando su obra a la gran tradición literaria occidental (y no meramente española). Ni siquiera aquellos que practicaron con voluntad el regionalismo (Viana, Quiroga, Sánchez, Reyles) se redujeron a un estrecho nacionalismo. Intentaron -aunque no siempre pueda asegurarse que lograron- trascender las limitaciones de lo regional. Quiroga en Los desterrados, Sánchez en Barranca abajo, levantaron luminosos ejemplos. En otro orden, puede asegurarse que Rodó construyó su americanismo a escala universal49. Vaz Ferreira repensó, desde esta latitud, la problemática del 900. Herrera y Reissig -cuyo exotismo nadie puede ignorar- esbozó en un curiosísimo discurso de 1909 la armonización de lo primitivo gauchesco con lo primitivo helénico, señalando los términos de una alianza que la muerte le impidió quizá tentar50.

Esta interpretación (es claro) no agota el problema. Apenas ayuda a concebir los fundamentos sobre los que podrá reamarse un examen detenido. Habría que proceder ahora a la reconstrucción del proceso histórico de la generación, trazando, en primer término, el cuadro total de las vigencias, señalando luego las distintas etapas por las que pasa (desde su período de gestación hasta la retirada), para extraer entonces sus rasgos más característicos, su intransferible figura. Tal empresa -que no podría prescindir del estudio de la generación histórica entera- excede los límites de este trabajo. Sólo es posible apuntar aquí -y a modo de anticipo- las líneas fundamentales de tal labor.

Nada cabe agregar a lo enunciado ya con respecto a la experiencia generacional, sobre todo si se tiene en cuenta la necesaria referencia (allí indicada) al completo estudio de Carlos Real de Azúa sobre el Ambiente espiritual del 900. Pero es imprescindible completar aquellas precisiones con el trazado de las etapas en que se realiza esta generación.

La proximidad de los años de nacimiento permitía establecer empíricamente una zona de fechas cuyos topes serían 1865 y 1880. Tomando como base este período, cuya fecha central (de nacimiento) es 1872, puede establecerse una segunda etapa (1880-1895) en la que la generación se educa y forma y una tercera (1895-1910) que corresponde en este caso al período llamado de gestación, es decir, el momento en que la generación accede a la vida pública, señala una actitud de revisión de valores e intenta imponer su sistema de vigencias. Es un momento polémico, que apunta contra la anterior generación51. La fecha central de esta etapa (1902) es la central de la generación, que debiera llamarse, con mayor precisión, la generación de 190252. Una cuarta etapa (1910-1925) muestra a la unidad ya en el poder, cumpliendo su gestión y enfrentándose con una generación más nueva que la combate e intenta suplantarla. La última etapa (1925-1940) señala la retirada, que no es lícito entender en términos absolutos.

De las cinco etapas fijadas empíricamente dos revisten particular importancia: la tercera y la cuarta. En esta generación se da un caso singular: la más intensa no es esta última sino la etapa anterior. En efecto, en los quince años que corren desde 1895 se producen y publican algunas de las obras capitales del grupo. El período se abre con los libros, inmaduros o precursores, de un Roberto de las Carreras: Al lector (1894) y Sueño de Oriente (1899); con las más ambiciosas narraciones de Viana: Campo (1896), Gaucha (1899) y Gurí y otras novelas (1901); con las Academias modernistas de Rey les: Primitivo (1896), El extraño (1897), El sueño de Rapiña (1898); Vaz Ferreira renueva la enseñanza y las concepciones vigentes con la Psicología experimental (1897); Rodó publica trabajos significativos, de joven madurez: La vida nueva (1897), Rubén Darío (1899) y Ariel (1900). Entre 1903 y 1905, estrena Sánchez, vertiginosamente sus mejores piezas: M'hijo el dotor (1903), La gringa (1904), Barranca abajo, Los muertos, En familia (1905). Los poetas aparecen algo retrasados. Los arrecifes de coral (1901) de Quiroga es obra inmadura y agria; señala, además, una vocación errónea. Tampoco facilitan las primeras obras de Herrera y Reissig una imagen cabal de su poesía; habrá que esperar a Las Pascuas del Tiempo (1901), a Los Maitines de la noche (1902), a La Vida (1903), para descubrir las posibilidades del gran lírico -aunque su mejor producción se logre más tarde aún, entre 1904 y 1909. Tampoco puede olvidarse el extraordinario florecimiento de las revistas en éste período, desde la perdurable Revista Nacional (1895-97) hasta la fugaz Nueva Atlántida (1907).

Los últimos años ofrecen una asombrosa producción. Cabe señalar, por lo menos, las siguientes obras: cuatro de Vaz Ferreira: Problemas de la libertad (1907), Moral para intelectuales (1908), Pragmatismo (1909) y Lógica viva (1910); la dostoievskiana Historia de un amor turbio y Los perseguidos (1908) de Quiroga; Motivos de Proteo (1909) de Rodó; Los peregrinos de piedra (1910) de Herrera y Reissig53; los Cantos de la mañana (1910) de Delmira Agustini; La muerte del cisne (1910) de Reyles; Macachines (1910) de Viana. Este mismo esplendor se compensa, cruelmente, con la desaparición en 1910 de Herrera y Reissig y Sánchez54. La muerte no tiene para ambos el mismo significado: Florencio fallece en el colmo de su fama, impuesto ya su teatro; Julio Herrera muere en plena lucha, negado por muchos, exaltado ilimitadamente por otros. Para el primero este período no fue sólo de gestación; para el segundo, la gestión la realizaría la propia obra, cuya influencia sobre la generación siguiente no cesó de crecer, hasta convertirse en voz directriz para la poesía ultraísta55.

La cuarta etapa ofrece también su cosecha de muertes. Después de la culminación de Los cálices vacíos (1913) y antes de publicar Los astros del abismo, muere asesinada, en 1914, Delmira. Rodó explana su magisterio en El Mirador de Próspero (1913), pero fallece (1917) antes de completar Proteo. (Editores póstumos, no siempre bien intencionados, se encargan de El camino de Paros, 1918, y del incompleto Epistolario, 1921). Hacia el final del período, mueren María Eugenia Vaz Ferreira (1924), que alcanzó a preparar una rigurosa autoantología: La isla de los cánticos, y Javier de Viana (1926) que, con criterio simétricamente opuesto, abundó en títulos de irritante, de reiterada mediocridad, convirtiéndose en el best-seller de la generación. Por otra parte, mucho antes de su muerte había perdido el narrador toda auténtica significación literaria; mientras que los últimos años de María Eugenia estuvieron ensombrecidos por la locura.

El grupo quedó, reducido a tres figuras mayores (Reyles, Vaz, Quiroga). En esos años alcanzan plena madurez. Quiroga publica sucesivamente: Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1913), El salvaje y Las sacrificadas (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y Los desterrados (1926). Vaz Ferreira recogerá su enseñanza viva en algunos libros ocasionales, sin sistematizar nunca su pensamiento: Sobre la propiedad de la tierra (1918), y Estudios pedagógicos (1921-22). Reyles publica El terruño (1916), los Diálogos olímpicos (1919) y El embrujo de Sevilla (1921). El éxito resonante de esta última novela no puede disimular, sin embargo, que su autor estaba ya agotado como creador y que casi todas sus novelas son intentos, no siempre afortunados, de dilatar un suceso ya ejecutado como cuento56.

Este período de gestión no alcanzó la significación necesaria precisamente por la ausencia irreemplazable o por la neutralización de tantas figuras. Por su parte, la guerra del 14 -y su desorientada postguerra- ejemplificarían un cambio en la sensibilidad vital que habría de clausurar, en gran medida, la vigencia de toda la generación.

En la última etapa escasean los títulos. Quiroga publica una mala novela (Pasado amor, 1929) y un volumen de cuentos desiguales (Más allá, 1935); Vaz Ferreira dos obras significativas: Sobre feminismo (1933) y Fermentarlo (1938), Reyles cuatro: El gaucho Florido (1935), Incitaciones (1936), Ego Sum y A batallas de amor... (ambas de 1939, póstumas). Gracias a editores perfectibles realiza Rodó una fugaz reaparición: los Últimos Motivos de Proteo (1930). En 1937 se suicida Quiroga; Reyles muere al año siguiente; Vaz Ferreira los sobrevive y se sobrevive, aportando un luminoso ejemplo de longevidad en una generación que estuvo retaceada por la muerte.

La temprana desaparición de muchos de sus creadores más significativos reduce la actuación colectiva de esta generación -no la aislada de cada individuo- a un lapso de unos treinta años: 1895-1925. Esto si afectó a su obra -producida intensamente, en breve espacio- no afectó a su vigencia. Por el contrario, la generación que debió enfrentarla y que la sucedió, no sostuvo una actitud iconoclasta. Prolongó, dentro de lo posible, con ejemplar docilidad, su enseñanza poética e intelectual. (El único realmente negado fue Rodó, quizá por lo mismo que su obra poseía mayor densidad, comprometía más ancho campo. Pero hoy es posible advertir que esa negación dejó intactos los fundamentos éticos y estéticos de su obra).

Esta misma aquiescencia de los herederos podría explicar la impostergable necesidad que todos sienten ahora de proceder a la revisión de valores de este grupo literario, de esta generación del 900. Como una contribución a esa tarea se han trazado estos apuntes.





 
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