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La gente nueva del fin de siglo

Dolores Thion Soriano-Mollá





Las múltiples conmemoraciones del centenario del 98 han impulsado la exploración de ignotos espacios socioculturales y literarios en torno a tan emblemática fecha. En la historia de las ideas y la crítica literaria han surgido de nuevo muchos de los nombres y títulos que tímidamente empezaban a citarse desde que Carlos Pérez de la Dehesa llamara la atención sobre las claves del «98». Todavía es pronto para establecer un balance de los nuevos trabajos sobre estos escritores e intelectuales valorados tanto como sugerentes precedentes que como insulsa prehistoria del 98. Ahora, defensores o detractores han detenido de alguna manera su atención sobre aquellas «caras ocultas» o «hijos del Cid», que cien años antes se presentaban simplemente como Gente Nueva1. En 1901, escribía Ernesto Bark en su libro Modernismo:

«Los desastres coloniales no han creado este anhelo de salir del marasmo, sólo han dado mayor empuje a las tendencias reformistas, extendiendo su acción de la literatura a las anchas esferas sociales y haciendo de una corriente determinada a determinados círculos intelectuales, un movimiento ampliamente nacional»2.



Estos juicios testimoniales de Bark han sido ya consignados por la historia y crítica actuales. Si admitimos que el desastre del 98, un hecho de la gran Historia no fue más que catalizador de aquellas «tendencias reformistas», obvio es que dirijamos nuestra mirada hacia la pequeña historia cotidiana o intrahistoria. Pasaremos del ámbito político al social, que envuelve como sugería Bark, la cultura y el arte. El espectro de sus protagonistas quedará compuesto por los ciudadanos, muchos de ellos anónimos, de esos «círculos intelectuales»: para nosotros y en esta ocasión, la Gente Nueva, la cual se proponía como portaestandarte de un Modernismo en el sentido lato de Modernidad.




¿Quién era la Gente Nueva?

Desde el Renacimiento apelativos como Gente Nueva, los nuevos, los novísimos se han ido sucediendo cada vez que algún individuo o grupo, normalmente de jóvenes, quería afirmar su existencia y delimitar un espacio político, cultural y artístico autónomo; un espacio disidente -diferente u original- respecto de las ideas, valores y prácticas en vigor. Para Azorín, Gente Nueva era la que constituía su nómina generacional. Ortega y Gasset tampoco desdeñaría el término refiriéndose a otros personajes. Unos años antes, Gente Nueva era también a la que Bark aludía en esas «tendencias reformistas» o a la que inmortalizaba Luis París en su libro Gente Nueva3, sin pretensiones agrupacionales o corporatistas. «¿Quién era pues esa Gente Nueva del fin de siglo?».

El primer indicio que hemos encontrado sobre la Gente Nueva remonta a 1884 durante el bienio conservador de Cánovas4. Fue un período de represión, agitado por los conflictos de la Mano Negra y las numerosas conspiraciones de la Asociación Militar Republicana5. En aquellas fechas, los primeros jóvenes que después se denominarían Gente Nueva eran la mayoría estudiantes en la Universidad Central de Madrid. En 1884, el discurso de apertura del curso fue pronunciado por el catedrático de historia y republicano Miguel Morayta Sagrario. En él, Morayta defendió la libertad de cátedra y sostuvo varias teorías materialistas, racionalistas y anárquicas opuestas a la constitución del Estado. Este discurso fue profusamente divulgado, suscitó amplios movimientos de opinión y las consiguientes excomuniones del episcopado español. Por su parte, los jóvenes estudiantes se sublevaron entre los 17 y 20 de noviembre. Estos motines universitarios, popularmente conocidos como «La Santa Isabel», fueron severamente reprimidos según las directivas marcadas por Fernández Villaverde, gobernador civil a la sazón. Los gritos de protesta de la Gente Joven, nacidos al calor de aquellas revueltas y sus primeros encarcelamientos, encontraron un cauce de expresión tan provocador como efímero en las páginas de la prensa. Para ello, fundaron su primer periódico Juventud Republicana rápidamente censurado por su entusiasmo radical. Le sucedieron también dentro del republicanismo La Discusión, La Tribuna Escolar, La Universidad y La Piqueta entre otros.

El segundo indicio data también de 1884. En Italia se había erigido un monumento a la memoria del renacentista Giordano Bruno que levantó animadas polémicas. Giordano Bruno era una figura emblemática por el radicalismo de sus ideas y su pensamiento panteísta. Se le consideraba el precursor del evolucionismo y de la teoría del progreso indefinido. Rendir homenaje a un sabio antiguo, víctima de la Inquisición y del oscurantismo reaccionario legitimaba las posiciones disidentes y rebeldes de la juventud y perpetualizaba la irremediable pugna entre Gente Vieja y Gente Joven, liberales y conservadores, tradicionalistas y progresistas. En Madrid, la redacción del periódico La Universidad organizó una reunión en el teatro Alhambra en honor de Giordano Bruno. En este homenaje participaron los hermanos Sawa, Manuel Paso, Nicolás Salmerón y García, Ricardo Yesares, José Fraguas, Rafael Delorme, Ricardo Fuente, Rafael Torromé, Luis París, Rafael de Labra, García Mayoral, Joaquín Abatí, José Ortiz de Pinedo entre tantos otros personajes de la que empezaría a denominarse a sí misma la Gente Nueva6.

Distantes estamos todavía del 98, pero, observamos ya cómo se inicia un movimiento de erosión del sistema canovista, y cómo nacen esas tendencias reformistas a las que aludía Bark y que el mismo Azorín reconoció. Dichas tendencias surgen desde la disidencia progresista, sobre todo republicana, que intenta atraer a sus filas a una juventud que se siente determinada por la crisis y la decadencia, cuando no «la desesperación de la impotencia»7. Como testimoniaba Luis París:

«Así van; pero esos jóvenes también amaron la luz, y en la Universidad, el Estado les hablaba de la Metafísica y de la Teología, o de Krause, Kant y Hegel, del derecho divino y de la Ley escrita, y los sujetaba al potro y desgarraban sus carnes y emponzoñaba su espíritu y les engañaban y les mentían con una enseñanza escolástica y falsa. Y los hombres políticos de su tiempo les demostraban que es más cómodo cobrar y venderse que combatir y morir de hambre; y el Papa les bendecía desde las solemnidades de sus jubileos, y el Rey, les saludaba desde los almohadones de su carruaje»8.



En nombre de los grandes valores, del honor y amor sincero a la patria y a la democracia, estos jóvenes encarnarán las guerrillas minoritarias del progreso y de la reforma, en política y literatura. De la ampliación de aquella primera nómina tendríamos noticia unos años después, tras la aprobación de la ley de asociaciones. Concretamente, hacia 1890, parte de esta Gente fundó la Agrupación Demócrata-Social y su homónimo periódico, y a partir de 1897 hasta 1903, se conocería como el grupo Germinal9. En los periódicos y revistas culturales progresistas del fin de siglo, se presentan como la «joven España»10 y «la vanguardia del progreso»11. Su propósito era derrocar a los viejos, sus ideas, creencias y usanzas en todos los ámbitos de la existencia humana. De entrada, juventud versus vejez constituyen una irreductible oposición, respaldada por las nociones de continuidad y progreso de un concepto dinámico de la historia y por los últimos resquicios del evolucionismo darwinista y el determinismo positivista.

Los múltiples nombres que se anunciaban Gente Joven o Gente Nueva pertenecen a las clases medias: estudiantes, profesores, escritores polígrafos y profesionales liberales que asentarán sus posiciones como intelectuales, sobre todo a partir del affaire Dreyfus12. Añadiremos algunos a los ya citados: Pompeyo Gener, Juan Salas Antón, Luis Bonafoux, Rosario de Acuña, José Nakens, Mariano de Cavia, Federico Degetau, Carlos Fernández Shaw, José Zahonero, Federico Urrecha, Joaquín Dicenta, Juan B. Amorós, Emilio Ferrari, Eduardo López Bago, Rafael Altamira, José Ortega Morejón, José Verdes Montenegro, Ciro Bayo y Segurola, Emilio Fernández Vaamonde, Alfredo Calderón, Felipe Trigo, Vicente Colorado, Manuel Laranjeira, Francisco Maceín, Ernesto Bark, Urbano González Serrano, Eduardo Benot. Ahora bien, en esta inacabada lista, en la que «no es el tiempo el que da o quita juventud»13, cabe incluir a la mayoría de los periodistas y colaboradores de la prensa progresista, y obviamente, los entonces más jóvenes Martínez Ruiz, Pío y Ricardo Baroja, Ramiro de Maeztu, Benavente y Valle Inclán... En suma, en edades precoces o en la madurez tardía, la Gente puede apostillarse «joven» o «nueva», ya que para ello no infiere la edad biológica:

«Jóvenes son todos aquellos que tengan dentro del pecho un corazón liberal; los que entiendan la existencia como un sacrificio fecundo para el porvenir; los enamorados del ideal que tuvo poder bastante para remozar a Fausto. Los pocos años no son la juventud. Pidal era ya un fósil a las pocas horas de ser engendrado, Larra si continuase viviendo sería tan muchacho como cuando le apuntó el bozo»14.



Jóvenes de espíritu, este era el único distingo que reunía tan dispares nombres del fin de siglo puesto que la única definición del concepto de joven se establecía por simple negación de su contrario: lo viejo15, el enemigo imprescindible para justificar la existencia y dar coherencia a tan heterogéneo grupo. Por otra parte, ser joven implicaba en esta «época de crisis, de elaboración de nuevas formas y de ciegos tanteos»16, buscar la novedad y la originalidad, excitar la curiosidad y la sorpresa. Es decir, ser irremediablemente nuevo, Gente Nueva, que vuelve definitivamente las espaldas a todas las esferas de la tradición.

Sin duda alguna, fueron las publicaciones de espíritu germinalista -como Germinal, Don Quijote, Alma española, El Progreso, El País...- las que mejor canalizaron ese concepto de Gente Nueva. Nuevas, jóvenes y míticas fueron las prometedoras apostillas de personajes, secciones y titulares: Ideas nuevas, Arte nuevo, Hombres nuevos, e incluso una Vida Nueva para una España Nueva.

La Gente Nueva se propone como una gran bandera abierta a todo tipo de tendencias y escuelas resueltas a luchar por la República democrática en política y una nueva estética en el arte. Frente a ellos, en los grandes rotativos y revista de prestigio -como La Ilustración Española y Americana, La España Moderna, Gedeón, Gente Vieja17...- la Gente Vieja encarnará definitivamente la reacción, el ultramontanismo, el catolicismo, el conservadurismo y la monarquía en política, el realismo o naturalismo espiritualista en literatura y la crítica de Clarín, el más representativo «policía de las musas castellanas»18. Esta oposición dialéctica fue utilizada con eficacia por la Gente Nueva en la oratoria propagandística y demagógica en los artículos de la prensa y creaciones literarias. ¿Quién no recordará sin una mueca nauseabunda a todo lo viejo, animalizado por el bestiario más repugnante y de peor especie o las espeluznantes metáforas corporales que desde el Barroco simbolizaban la decadencia del Imperio? La Gente Vieja, por citar un ejemplo, encarna un variopinto muestrario de gangrenas, cegueras, cánceres y castraciones. A este fresco de la geriatría nacional, de cuerpos enfermizos como metonimia de la senectud y la senilidad en la tradición, se oponen las metáforas palingenésicas y prometeicas de la juventud, su vitalidad y «sangre nueva», semillas, auroras boreales, titanes y leones «viriles», de «manos vigorosas» y «cerebros de hierro». Las barbas y luengas melenas, con sus diferentes cargas simbólicas también eran admitidas19.

La eterna controversia entre Gente Vieja y Gente Joven o Nueva quedó así perpetualizada en el fin de siglo, aunque en realidad ambos conceptos fueron representando realidades mutantes y en contacto. No sólo existieron los viejos y los jóvenes o nuevos. Estos segundos pronto se escindieron en rebeldes y conformistas. Los rebeldes, siguieron siendo Gente Nueva, agitadores de ideas y vanguardia intelectual. Los conformistas, eran los «buenos muchachos», estudiantes y creyentes discretos, los «nuevos luises» o «eunucos de sangre blanca»20. Nuevos y viejos encontraron en sus mutuos campos a los novísimos, acuñados en ambos terrenos para designar a los de menor edad entre ellos21. A través de los estereotipos de esta diatriba se construyó la imagen de mundo finisecular escindido en dos esferas irreconciliables. Era una imagen hasta cierto punto falsa, pues no faltaron los puntos de contacto entre ellos. Pero, era la imagen bipolarizada de una España que vive anclada en la tradición y otra afanada en conducirla hacia los nuevos derroteros de la Modernidad.




De la modernidad o modernismo de los hijos del fin de siglo

Cierto es que las oposiciones dialécticas y evolucionistas tales como juventud versus vejez o tradición versus modernidad son inherentes a la existencia humana. Su manifestación en la cultura hispánica remonta, como ya estudiaba José M. Maravall a la transición entre la Edad Media y el Renacimiento españoles y propiciaron el advenimiento de la España Moderna22. A finales del siglo XIX, estas controvertidas nociones permitirían, como hemos estudiado, la aparición de la Gente Nueva, la cual tuvo conciencia de su presente histórico, se sintió heredera de un legado caduco en una sociedad en plena transformación. Su alternativa no fue otra que la ruptura y la propuesta de lo que más tarde se denominó contra-cultura23. Puesto que formaron una gran bandera, bajo el concepto de Gente Nueva se encarnaron todas las propuestas de alteridad. Naturalistas radicales o científicos, positivistas, panteístas, decadentes, estetas, místicos, simbolistas, parnasianos, republicanos socialistas, anarquistas, librepensadores, proletarios de levita, melenudos y bohemios... todos eran Gente Nueva, de la periferia a la capital, de París a Barcelona y Madrid. Sin distinciones políticas ni literarias, todos formaron un frente común porque representaban la «protesta de los jóvenes contra los viejos, del espíritu contra la forma, del progreso contra la reacción» bajo la bandera del Modernismo, entendido éste como Modernidad o alternativa a la tradición24. Así también lo expresaba Manuel Machado:

«Modernista. La palabreja es deliciosa. Representa sencillamente el último gruñido de la rutina contra los pobres y desmedrados innovadores. De modo que aquí no hay nada moderno, pero hay modernismo. Y por modernismo se entiende... todo lo que entiende. Toda la evolución artística que de diez años, y aún más, a esta parte ha realizado Europa y de la cual empezamos a tener vagamente noticias»25.



Cierto es que la Modernidad no es un concepto sociológico, ni propiamente histórico que se pueda definir con precisión. La Modernidad responde de manera confusa a un momento de evolución histórica y cambio de mentalidades, sin leyes ni características absolutas. Modernidad es una idea-fuerza, por utilizar un término de la época, que penetra en las mentalidades contemporáneas en un presente. La Modernidad convierte las crisis, la tensión y el conflicto en valores trascendentes, en un modelo cultural, una moral y un mito referencial. Por ello, parte de la Gente Nueva, que se consideraba moderna -o modernista- participaba en la búsqueda de ese nuevo modelo de sociedad, que Bark y los republicanos progresistas auguraban a través de la República Social y la República de las Letras.

De su extenso proyecto sociopolítico, apuntaremos tan sólo que, en nombre del Modernismo y del Reformismo, deseaban encauzar la cuestión social hasta convertirla en «el lazo de unión de las tendencias altruistas»26. Precisamente, según Bark, «los literatos modernistas son todos socialistas y su mayoría con Dicenta, Benavente y otros, son socialistas literarios o anarquistas»27. A estos proletarios intelectuales atribuía la misión de propagar la cultura y las ideas modernas para crear un movimiento de opinión que despertase el alma y el pensamiento español a la vida moderna28. Recordemos que fueron múltiples las empresas fundacionales de periódicos y revistas como única vía de acceso al difícil mundo editorial. Estas publicaciones periódicas, sin protectores ni mecenas, estaban condenadas a la muerte antes de ver la luz por las penurias económicas que atravesaban.

Los derroteros de la Gente Nueva o Modernista, como se ha apuntado, fueron múltiples y variados porque obedecían a conflictos y respuestas individuales. Sólo así podía existir un yo personal dentro del personaje colectivo capaz de inventar o buscar desde diferentes frentes lo moderno, o sea, lo innovador, lo original o extraño. Y ello, dentro o fuera de las fronteras, en las nuevas tendencias europeas y cosmopolitas o en la sorpresa de una nueva lectura de lo que ya se consideraba pasado o clásico, todo podía ser modernista. Los mismos literatos que defendieron el naturalismo científico como bandera contra la anquilosada estética y trillados temas de los escritores consagrados, experimentaron con nuevas formas y temas: desde el teatro social, la novela regeneracionista, psicológica, impresionista o simbolista, hasta los nuevos ritmos, metros e imágenes o la transición tanto hacia los «ismos» europeos como hacia los estilos castizos y autóctonos de un arte que fue reconocido como nuevo y moderno:

«¿Se escribe un castellano evocador de nuestros clásicos? Se es modernista. ¿Se prefiere la prosa detallada y compuesta de los decadentes transpirenaicos? Se es modernista. ¿Se hacen cuentos de melancolía intensa y soñadora? Se es modernista. ¿Crítica Social? Modernista. ¿Versos recargados de imágenes? Modernista. ¿Poesías sencillas y tiernas? Modernista y siempre modernista»29.



Traductores y creadores, todos ellos con una capacidad creativa muy desigual, afirmaron la individualidad del «genio» creador, veneraron y sacralizaron el arte desde sus personales experiencias. Héroes individuales y colectivos, decadentes, místicos, agnósticos, apolíticos u revolucionarios, cada especie nueva o moderna ocupó el rango de protagonista para inmortalizar artísticamente su experiencia de crisis y sus propuestas de transformación.

Las censuras a las ideas heteróclitas de estos «jóvenes párvulos de las letras azules...»30 y las acusaciones de ignorantes, vagos e inconscientes, perezosos, impetuosos dinamiteros de «palabras gruesas» y «ataques furibundos»31 que recibían de la Gente Vieja responden a los tópicos tradicionales empleados en toda querella generacional y reproducen los antiguos mitos sobre la prudencia y la sabiduría totalizadora y absoluta que se acumula con la experiencia.

Tampoco faltaron los juicios morales y éticos, sobre el anticlericalismo y el ateísmo, el goce del placer y otras desviaciones amorales, considerados producto de la falta de elevación espiritual, de la osadía o las vidas irregulares y bohemias de algunos de ellos. Socialmente, parte de los modernos individualistas, que manifestaban la diferencia antiburguesa y vivían atraídos por la aventura y experiencia total de libertad eran considerados proscritos y marginales. Sin embargo, la Gente Nueva o modernista defendía una concepción de la existencia como «acción y reacción», variedad y riqueza; y así lo manifestaba el joven Maeztu cuando, al negar la inconsistencia que se les atribuía, contestaba:

«Ustedes, hombres de una sola idea, no pueden comprender que se vivan todas las ideas... ¡no tener una idea fija es tenerlas todas, es amarlas todas! Y como la vida no es una sola cosa, sino que son varias y, a veces, muy contradictorias, solo éste es el eficaz medio de percibirla en todos sus matices y cambiantes, y sólo ésta es la regla crítica infalible para juzgar y estimar a los hombres»32.



Puesto que la movilidad y la mutabilidad son característica esenciales de la Modernidad es, este modernismo o frente común de la Gente Nueva pronto se escindió, demostrando su natural existencia fenoménica. Finalmente, la Gente Nueva empezó a anatemizar entre sí, y por lo tanto, a perder fuerza como grupo de presión y de oposición. Las distinciones políticas y artísticas de estas gentes modernas no tardarían en acuñarse, cuando empezaron a llegar algunos más jóvenes que rechazaron cualquier compromiso o activismo político. Eran los últimos modernistas, los decadentes o estetas, los «melenudos», «los hijos del rey Lear», los cuales, aunque sus compañeros no se dieran cuenta, también estaban construyendo una imagen -un imaginario- de la Modernidad, ya desde perspectivas nuevas y distintas33. Así, aquella Gente Nueva que se dijera «vanguardia del progreso», aquellos republicanos-socialistas y radicales, fueron considerados por estos «hijos del Rey Lear» como unos trasnochados activistas y soñadores idealistas. Sin duda alguna, las circunstancias estaban cambiando y el concepto de Modernidad fluctuando. Poco a poco, la Gente que fue Vieja fue dejando de existir, llevándose con ella la oposición que fue razón de ser y energía primera de la que había sido Gente Nueva. Pero, estos son ya tiempos de otros hombres, que a su vez, también se dijeron hombres nuevos y modernos.





 
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