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- IX -

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Han pasado algunos años.

Estoy lejos de Buenos Aires; en una ciudad cuyo nombre no interesa al lector.

Don Pío Amado y don Josef Garat, mis maestros, eran dos personajes singulares; singular era su escuela, singular la enseñanza, singular todo lo que los rodeaba. Don Pío era la bondad, la benevolencia personificadas; don Josef era la intransigencia, el mal humor, la ira misma. Reunidos, don Pío era la nota cómica del colegio, don Josef era la nota épica. Amábamos a don Pío y lo amábamos con toda el   —114→   alma; temblábamos ante don Josef y lo respetábamos a fuerza de malquererlo.

Don Pío, era todo gracia, dulzura y amabilidad; una cara sin pelo de barba, daba a su fisonomía una jovialidad perpetua y atrayente. De dulces maneras, lleno de cariño por los muchachos, nadie le temía, pero todos lo contemplaban. En medio de la extrema y plácida mansedumbre de don Pío, reinaba en el cierta tendencia innata a la excentricidad en lo que solía marcar rasgos positivos de talento, de observación y de estudio. Su rostro movible su cuerpecillo inquieto; sus ademanes de artista cómico, solían provocar entre los alumnos ciertas sonrisas de buen carácter, porque no era posible ver y oír a don Pio, sin encontrarse dominado por la idea, de que aquel hombre sincero hasta el fondo de su alma, representaba sin embargo una comedia.

Don Pío, no podía hablar de nadie sin extraerle toda su genealogía, sin hacer su retrato físico y su retrato moral, sin marcar el rasgo cómico o serio que podía tener, sin determinar el traje que usaba habitualmente, sin remontar en fin   —115→   hasta la biblia para presentarlo a propios y extraños.

En la enseñanza era lo mismo: aquel hombre de vida austera, correcta y arreglada, carecía de la noción del método como maestro. Cuando don Pío hacía la exposición, no terminaba nunca; comenzaba en Sesostris y pasaba más alla del año corriente; y en ella iba de todo, una recopilación de hechos y de datos, una enciclopedia de citas y de descripciones accionadas, cada una con su mímica y sus gestos particulares.

Nunca entraba sereno a la aula con las reservas y la gravedad propias del maestro, sino a saltitos acompasados, refregándose las manos si hacía frío o abanicándose con una pantalla de paja si hacía calor. Así, con ese paso, llegaba a la puerta de la clase, se paraba en su dintel, tomaba una posición de contradanza, miraba al centro, apuntando en el rostro una franca sonrisa; en seguida, como un muñeco de cuerda, movía el pescuezo, y con el cuerpo hacia la izquierda, distribuía su sonrisa en esa dirección para repetir después la misma operación   —116→   y derramar su tercer sonrisa sobre la derecha. Hubiérase dicho que no era el maestro el que entraba a clase, sino Fígaro mismo al cual sólo le faltaba la navaja y el platillo del barbero.

Don Josef en cambio era un Orestes. Alto, vigoroso, la cara roja como un pimiento, la nariz chica y encorvada, la cabeza mezquina pero bien puesta sobre los hombros. Don Josef pasaba la vida clamando contra todo lo que lo rodeaba; contra el país, contra sus hombres, contra las mujeres, contra los muchachos y contra don Pío, a quien tenía en poca cuenta en las situaciones normales.

Don Josef era oriundo de Cataluña y se vanagloriaba de haber nacido en el castillo Monjuich; de haber salvado la vida a varias personas, de haber presenciado un naufragio y de haber sido casi víctima del hambre de una tigra mansa; preciábase de haber conocido a la reina de España, Doña Cristina, de haberla visto comer una olla podrida en un día de toros. Hacía el sacrificio de confesarse descendiente de Don Gonzalo de Córdoba, pero no se prestaba   —117→   a pregonar mucho el parentesco, y lo repudiaba con majestad, por que no quería que nadie sospechase, que él aprobaba las rendiciones de cuentas de su poco escrupuloso antepasado. Vivía crónicamente colérico, sin que esto importe decir que no supiera interrumpir sus accesos para hablar con fruición de los tesoros de Potosí y de fortunas colosales como las de los cuentos de hadas porque el buen viejo tenía altamente desarrollada la nota de la codicia.

Pero cuando él levantaba la voz en clase, o fuera de clase, o con los tertulianos nocturnos que lo visitaban en el colegio, entonces temblaba la casa; buscaba la invectiva, la lanzaba al rostro del adversario y la sazonaba con vocablos de estofado, acabando por dominar el debate con sus gritos estentóreos. Dentro de ese cuerpo vigoroso de rica musculatura de atleta, en el fondo de ese carácter atrabiliario. disputador y pendenciero que amenazaba tragarse la tierra, se escondía un ser enteramente pusilánime. Don Josef era una liebre.

El colegio era un vasto edificio bajo, de muros   —118→   espesos y coloniales, de grandes patíos y espaciosa huerta en la que no faltaban las clásicas higueras de antaño. Aquel edificio era un convento por sus dimensiones e invitaba a la melancolía. Yo acababa de llegar solo, casi abandonado a mi suerte. Durante el viaje había hecho el inventario de mi pasado; había recordado la muerte de mi padre; mi orfandad; no tenía más compañeros ni más amigos que dos retratos mudos que llevaba siempre conmigo; el de mi padre y el de mi madre.

¿Quién era yo en el mundo? ¿Qué necesidad tenía de aprender nada? ¿Acaso no tenía razón el doctor Trevexo cuando fulminaba a toda una generación con su anatema contra los sabios? Nadie me amaba a excepción de Alejandro que era el único que había sentido mi partida de Buenos Aires. Todo lo que me rodeaba era nuevo y desconocido para mí: mi capital se componía de poco; mis ropas, mi catre y mis libros; todos mis compañeros tenían padres que velaban por ellos, que les escribían, que los regalaban. Sólo yo, acostumbraba de tarde en tarde a recibir dos letras de mi tío Ramón   —119→   en las que me anunciaba el envío de lo indispensable.

No importa, yo tenía voluntad, tenía animo y entereza, valor y constancia. Yo sabía que había de arribar; que habían de pasar para mí los días de vergüenza en que mis condiscípulos menores me adelantaban.

Era un muchacho de 15 años cuando entré al colegio y apenas sabía leer y escribir, pero trabajé con tesón y me abrí paso. Don Pío me amaba y don Josef, que había empezado por expresarme el más profundo desprecio, había pasado del indiferentísimo al entusiasmo con una facilidad extraordinaria. Yo comenzaba a ser su ídolo. De cuando en cuando, pensaba, que siendo yo como era un pobre diablo, sin padre, sin fortuna, era demasiada generosidad de su parte interesarse por mí como se interesaba, y me lo echaba en cara; pero cuando lo sorprendía con un progreso inesperado para él, o con un buen rasgo de conducta, entonces el buen viejo se exaltaba y pasaba los límites del entusiasmo en sus elogios.

El fuerte de don Pío era la astronomía. Daba   —120→   en el colegio un curso práctico de esa ciencia con un colorido de gestos y de movimientos rápidos y nerviosos, con los que él creía poner en evolución todo el sistema planetario.

La clase era para él su materia cósmica.

Entraba y distribuía sus astros en el lugar oportuno. Cada muchacho era un planeta, y trataba siempre de representar con él no sólo la situación de cada cuerpo celeste en el espacio, sino también su volumen, eligiendo los alumnos según las proporciones de cada uno y de cada estrella que debía figurar en el sistema.

Un muchacho entrerriano, grande como un patagón, cuyo desarrollo físico no guardaba armonía con su desarrollo moral, tenía invariablemente a su cargo el papel modesto de sol; le hacía abrir los brazos, y tomándolo por la cintura, mal gré, bon gré, lo colocaba en el centro de la clase. Buscaba en seguida al alumno más chico y lo ponía en un extremo del aro celeste discerniéndole el papel de luna. Era éste un bolivianito, diablo y travieso, que nunca se resignaba a hacer tranquilamente su papel de astro nocturno.

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En seguida ocupaban su sitio los planetas mayores y después los menores. Júpiter con sus lunas, Urano en la última línea del círculo, Saturno circundado por su anillo luminoso. En esta disposición, comenzaba a funcionar la máquina astronómica de don Pío; formado su ejército sideral, se paraba al lado del sol y exclamaba: «Yo soy la tierra» y el buen maestro, comenzaba a circular de lado alrededor del entrerriano que inmóvil y mudo en el centro del círculo, desempeñaba automáticamente el papel del padre del día.

A una voz de don Pío y terminadas las evoluciones, los planetas se dispersaban y volvían a ocupar sus bancos terminándose la lección de astronomía práctica.

Pero donde don Pío, era famoso, era en la descripción de las batallas del curso de historia. El entusiasmo bélico se apoderaba de él: no podía limitarse a citar fechas, nombres y hechos: era necesario hacer funcionar la caballería, la infantería y la artillería.

Abandonaba su cátedra, se ponía en medio de la clase, señalaba enemigo al frente, e inflando   —122→   la boca, hacía tronar los cañones sobre la línea imaginaria del ejército contrario.

-¡Boum! ¡Boum! -exclamaba, y con el rostro excitado por la refriega y el puño cerrado por la ira militar, caían los enemigos deshechos por la metralla y por las bombas, y don Pío, como un Murat, se levantaba jadeante, triunfante, sublime en el campo de la acción.

Había en el colegio un chicuelo que se llamaba Martín Roll que era la piel del diablo. Lo que no se le ocurría a Martín no se le ocurría a nadie. Era holgazán como una cigarra pero vivo como un rayo. -Don Pío lo reprendía con suavidad en vano. Don Josef lo anatematizaba y lo tenía concienzudamente clasificado de cretino y de imbécil. El título más bondadoso que Martín solía obtener de él, era él muy moderado de animal, que se lo daba con conciencia.

Pero si Martín no abría los libros, abría y registraba las conciencias; conocía a sus maestros a fondo, y a don Josef como a su faltriquera. Había descubierto que la condición predominante del carácter de don Josef era la avaricia, y ponía en juego todos aquellos medios que pudiesen   —123→   darle por resultado la explotación de este defecto.

En cambio, don Josef se quedaba aterrado con la prodigalidad escandalosa de Martín, quien, cada vez que volvía de su casa después de las vacaciones, traía tal surtido de regalos para toda la escuela, que el viejo avaro mortificado sin duda por aquel mal ejemplo y por el garbo con que Martín desparramaba sus presentes, acudía a sus pergaminos, recordaba a Gonzalo de Córdoba su antepasado, para repudiarlo por mal administrador y por derrochador, y terminaba por sacárselo de ejemplo a Martín para que reaccionase contra la prodigalidad y la dilapidación de la fortuna.

A pesar de tener caracteres opuestos habíamos congeniado con Martín. Sus padres vivían con holgura, y yo solía pasar en su casa una parte de las vacaciones. Pero si la alegría del colegio era Martín, la alegría de su casa era Valentina su hermana, una preciosa muchacha de diez y seis años que yo no podía tratar quince días, sin volverme al colegio con la cabeza llena de sueños y el alma llena de tristezas.

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No voy a perder mucho tiempo en contar idilios de juventud porque tengo la mano torpe y el corazón duro ya para narrar la historia vieja de los primeros afectos, Pero es que Valentina era muy linda cuando tenía 16 años y debe serlo todavía a pesar de los treinta que ha de haber cumplido. Mi maestro Josef, odiaba a los enamorados, a pesar de las libertades que se tomaba él con las sirvientas del colegio a quienes manoteaba demasiado con Martín, que le hacía la competencia con un éxito que el buen viejo no conseguía.

Pero Valentina, ¡oh! Valentina me había hecho olvidar aquella malsana aparición de Fernanda, porque era dulce como un rayo de luna y alegre como una aurora.

A los 17 años, qué diablo, me enamoré de Valentina y fui menos práctico que Martín; lo confieso. Los libros de estudio no me atraían mucho; leía a Lord Byron y a Musset; las Horas de Ocio y la Confession d'un enfant du Siècle me montaron la cabeza y me enfermaron el corazón. Le hice versos a Valentina y asistía   —125→   a oír la lección de matemáticas como quien asiste a un entierro.

El romanticismo es la adolescencia del arte; la malicia, esa diosa madura que observa el mundo con una mueca perpetua, se ríe de los poetas gemebundos y enamorados; pero la juventud sueña y delira, y creo que no hay hombre, por áspero y frío que sea su carácter, que no tenga en la memoria, así como un lejano paisaje, la escena en que han despertado sus primeros sentimientos.

¿Cómo no recordar, pues, todos aquellos libros de los primeros años? Las Escenas de la Vida de Bohemia y de Juventud de Murger; los primeros versos de Gautier, las poéticas novelas de Vigny. Al calor de esas páginas que sólo se escriben y se leen en una edad, yo había visto aparecer a Valentina como Mussette o como Francine, llena de poesía, con su carita jovial, sus ojos negros, su cabello castaño ondeado, sencillamente ataviada de cintas color rosa; la boca roja y fresca como las guindas; toda esta cabecita deliciosa, sostenida por una figura llena de distinción. Ella había salido al   —126→   encuentro de mi camino en el que sólo había encontrado hasta entonces seres indiferentes.

Yo no sé cómo amé a Valentina; pero cuando la veía; cuando ella me hablaba, la sangre no corría por mis venas; enmudecía y me abstraía en la muda contemplación de aquella criatura. Entonces, pensaba en mi mala suerte; pobre, sin padres, ni amigos, ni protectores; ¿qué esperanza, qué risueño horizonte podía iluminar mi porvenir? El estudio me entristecía; no tenía la cabeza robusta de mis compañeros que mordían y digerían el Vallejo como un manjar exquisito.

En mi cuarto, por la noche, leía furtivamente las novelas de Dumas, ese gran amigo de la adolescencia, ese encantador de los primeros años; y me adormecía entreviendo la poética figura de Ascanio u oyendo el ruido de las espuelas de D'Artagnan.

Una noche, durante la época de las vacaciones, Valentina se acercó a mi lado y con un acento lleno de gracia me dijo:

-¿Va a comer mañana en casa?

-Si usted me invita...

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-No, no lo invito, pero quiero que venga, me repuso con firmeza.

-¿Usted lo manda?... avancé yo extendiéndole la mano.

Valentina miró en rededor; nadie nos observaba; tomóme la mano y oprimiéndomela con la suya.

-Lo exijo, -me dijo a media voz.

-¡Valentina!...

-Adiós, me contestó; y antes de poder dirigirle la palabra, diome la espalda y corrió cantando hacia adentro como una locuela; me asomé a la sala y vi desaparecer su vestido blanco en las últimas habitaciones de la casa.

No sé cómo me encontré en la calle.

La noche era espléndida; sobre un cielo sereno se extendía el vapor majestuoso de la vía láctea, semejante a una gran veta de ópalo sobre una bóveda de zafiro. La luna, ya en sus últimos días, atravesaba el espacio como una galera antigua; la fresca y tibia brisa del mar llevaba en sus ráfagas unas cuantas nubes blancas. El alma del mundo inundaba el espacio. Alcé los ojos al cielo, y absorto en el espectáculo de la   —128→   noche me pareció ver pasar a Valentina como una visión por el éter, huyendo de mí como huían aquellas nubes.

¡Nunca la había visto tan linda!

Sentía en mi mano el calor de la suya y en mi oído sonaba todavía el acento misterioso de su palabra. Vagué aquella noche por la ciudad, y cuando el silencio invadió la población, yo no sé cómo me encontraba aún delante de los tres balcones de la casa de Valentina en muda contemplación, levantando castillos de España sobre esos andamios gigantescos que sólo los 17 años tienen privilegio para apoyar en el aire.

No dormí aquella noche, y vestido, echado sobre el lecho, esperé el nuevo día. A las nueve de la mañana entraba Martín a mi cuarto.

-¡Qué temprano te has levantado hoy! -me dijo.

-En efecto, he madrugado -le repuse.

¡Vaya un placer! ¿Vas a comer a casa?

-Si voy.

-¡Hola! ¿ya estabas prevenido? -me preguntó.

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-Sí, Valentina me invitó anoche.

-No ha podido resistir esa muchacha!... ¿Sabes por qué te ha invitado?

-¿Por qué? -le pregunté sin disimular mi curiosidad.

-No te pongas pálido... ¡No te va a envenenar hombre! -me dijo Martín; te ha invitado porque hoy es su santo.

-¿El santo de Valentina?... Pues no te puedes figurar como le agradezco que se haya acordado de mí...

-Y con razón, debes agradecérselo porque a mi padre no le gustan hombres en casa; figúrate que los únicos invitados son tú y don Camilo como novio presunto...

-¿Qué dices? -le pregunté dominando mi turbación con un esfuerzo supremo.

-Sí pues; mi padre y mi madre creen que don Camilo es el modelo de los novios.

-¿Y Valentina?...

-Valentina no toma nada con seriedad; cada vez que la embroman se ríe a carcajadas, y al pobre don Camilo le hacen tal efecto   —130→   las risas que se queda como un muerto de triste siempre que mi hermana se ríe de él.

Sentí toda la rabia ponzoñosa de los celos... ¿Valentina de otro?... Pero eso no era, ¡no sería posible! Yo vencería, arrasaría todos los obstáculos, me haría amar por ella y ningún hombre me arrancaría la soñada felicidad.

Llegó la tarde; me vestí, y con Martín, que había venido a buscarme, nos fuimos a su casa. Mi bolsa era algo más que escasa y tuve que emplearla toda en un ramo de jazmines, blancos como el papel en que escribo y perfumados como el naciente y casto amor que embriagaba mi alma.

Eran las cinco cuando entrabamos a lo de Valentina; ella nos esperaba en la puerta de calle con un vestido de gasilla blanco, cerrado por un cuellito plegado sobre el cual se destacaba su cabecita adorable y llena de inocente coquetería. Desde lejos nos divisó, y al vernos, desapareció de la puerta, apareciendo unos segundos después como si hubiese entrado para dar cuenta a sus padres de nuestra llegada. Martín y yo aceleramos el paso y llegamos   —131→   a la puerta de calle en la que sólo ella estaba esperándonos. Martín, le dio un beso en la frente y penetró precipitadamente sin darnos tiempo para seguirlo. Yo quise entregarle mi ramo calculando propicia la ocasión, pero ella no me dio tiempo.

-¡Qué olor a jazmines! ¿usted los tiene? ¡Ah qué lindo, qué lindo ramo! ¿Es para mí?

-Sí Valentina... le contesté.

-Gracias, ¡muchas gracias! ¿Sabe que no creía que usted vendría? -me dijo.

-¿Y por qué?

-Por nada, porque pensaba que no habría hecho caso a la broma de anoche.

-Sin embargo, usted me exigió que viniera...

-¡Ah! ¿lo tomó usted como sacrificio?

-¡Valentina!... ¡Si yo pudiera decirle todo lo feliz que usted me ha hecho!

-Entremos Julio, me repuso, poniéndose seria; y en ese momento la familia salía a recibirnos y Valentina, abrazando a su madre le decía:

-Mira qué flores mamá, ¿no es verdad que son divinas?

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-Valentina se había puesto el ramo en la cintura con una coquetería innata y alborotaba toda la casa mostrando mis flores como una maravilla.

-¿Qué te ha regalado don Camilo? -le preguntó Martín.

-Un álbum con su retrato. ¡Si vieras que caché está el pobre!

-Niña, no digas eso, le decía la madre.

-Sí mamá ¿por qué no lo he de decir? En vez de haberme dado alguna cosa útil, me sale ese zonzo dandome un álbum con su retrato, como si fuera tan buen mozo y tan joven.

Venga Julio, venga a la sala, agregó, se lo voy a mostrar; y llevándome casi de la mano, me condujo adentro y abriendo la primera hoja del álbum, me dijo...

-Vea, dígamelo con franqueza ¿se puede dar un hombre más caché...? -y prorrumpió en una carcajada...

En ese momento mismo, Martín entraba al salón.

-Mira que ahí está don Camilo, Valentina, no te rías, acaba de entrar.

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¿Sí? pues lo voy a ver para darle las gracias; y dejándonos en la sala atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los padres de Martín.

En efecto, don Camilo, podía ser excelente, pero no era el ideal de los novios; tenía sus bravos cuarenta años, una figura poco airosa y vestía con una ropa provinciana de dudosa elegancia. Pero en cambio, don Camilo era rico; tenía estancias y vacas, y prometía como yerno bajo el punto de vista de lo positivo. En la casa lo amaban y lo codiciaban; el padre de Martín y la señora no sabían qué hacerse con él.

Emparentado con familias de alta posición política, Don Camilo era por aquellas épocas, un programa luminoso para una muchacha de 16 años como Valentina, y el buen señor, persuadido de su valimiento, no se daba mucha pena en ofrecerse, porque sabía, que la ley de la demanda regía en su favor y que el podía elegir como en peras entre las más lindas muchachas de la época.

Pasemos por alto la comida; Don Camilo se   —134→   sentó al lado de la señora y Valentina me dio la silla inmediata a la suya.

Yo estuve hecho un necio durante toda la mesa; la alegría bulliciosa de Valentina, me llenaba de tristeza; aún me parecía que se burlaba de mí, cuando su boca, no muy correcta, por cierto, pero llena de gracia, dibujaba en su rostro aquella sonrisa que le era tan peculiar.

La cara inerte de don Camilo me despertaba un rencor profundo que se agravaba cada vez que la familia simulaba oír con asombro todas las insulseces que aquel tonto contaba.

Acabamos de comer y fuimos a pasar la tarde al jardín. Don Camilo, en un grupo, conversaba con los padres de Valentina; Martín, que se había separado de ellos porque era gran fumador, echaba, escondido entre los árboles, grandes bocanadas de humo. Valentina y yo mirábamos la noche que empezaba a caer, desde una glorieta formada por madreselvas y jazmines que quedaba a un extremo del jardín.

-¿Ha estudiada astronomía usted Julio? -me decía.

-No Valentina...

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-¡Qué ignorante!... me repuso.

-Pero Martín dice que don Pío les hace a ustedes un curso de astronomía práctica muy curioso.

-¡Oh! broma de Martín; usted ya sabe lo que es don Pío y lo que es Martín.

-¿Pero sabe, Julio, que debe ser muy curiosa esa explicación? -agregaba sonriendo Valentina.

Yo callaba entretanto; toda la sangre me subía a la cabeza.

-Vea, -me dijo-, dicen que aquella estrella es la estrella del amor... agregó señalando a Venus que titilaba como un diamante suspendido en el cielo.

- ¿Quién se lo ha dicho a usted, Don Camilo?... le pregunté.

-¡Ja! ¡Ja! ¿con qué tono me lo pregunta usted?... ¿Cree usted que don Camilo tiene tiempo para fijarse en el cielo?...

-¿Cómo no? ¿No se ha fijado en usted!

- ¡Ay! ¡qué antiguo está Vd. Julio, por Dios!; eso es un requiebro... ¡Retírelo por Dios!... Y prorrumpió en una larga carcajada que me penetró en el pecho como un puñal.

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-Valentina; ¿es cierto que usted se casará con don Camilo? -le pregunté en voz baja pero resuelta.

-Eh, todo puede ser, pero lo que es por ahora no lo pienso,

-¿Puede ser, dice Vd.?...

-¿Y por qué no? Si no se presenta otro... me casaré con él...

-¿Sería usted capaz de casarse con un hombre a quien no quisiese...?

-Si él fuera capaz de casarse conmigo, ¿por qué no?

En ese momento la madre de Valentina se acercaba a nosotros; detrás caminaban su padre y don Camilo.

-Vamos a la sala nos dijo. Esta muy fresca la noche...

-¡Tan pronto, mamá!...

-Sí ven, tócanos algo...

Un momento después, Valentina dejaba caer sus manos sobre las teclas y tocaba el Clair de Lune, esa profunda melodía de Beethoven en que cada nota parece el suspiro melancólico de un coloso.

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Yo, de pie al lado de ella, miraba flotar sus manos sobre el teclado y buscaba la expresión de su rostro graciosamente inclinado, y de sus ojos, en los cuales se reflejaba instintivamente el sentimiento de aquellas frases sabias y poéticas a la vez que se elevan como los ecos de una plegaria... Por fin se extinguió la última nota y Valentina levantó la cabeza...

-¿Le gusta don Camilo? -preguntó dirigiéndose a su presunto novio.

-No... yo no entiendo mucho de eso, a mí me gusta mucho la zarzuela.

-¿Has visto un imbécil igual? -me dijo al oído Martín.

-Cállate, -repuso Valentina-, te puede oír.

Valentina se levantó del piano y se sentó a nuestro lado. Don Camilo, hombre de orden, se retiró temprano...

Mientras se despedía, yo había salido al balcón y allí me encontró Valentina que regresaba de saludarlo.

-Sabe Julio, me dijo, que lo noto muy triste y reservado conmigo hoy ¿qué tiene?

-En efecto, le contesté, como tomando una   —138→   actitud resuelta. Estoy triste y reservado...

-¿Puedo yo saber la causa de su tristeza y el objeto de la reserva?...

Iba a decirle todo lo que sentía; llegaron las palabras a mis labios, y debió traicionarme mi fisonomía, porque ella hizo un gesto en el que yo adiviné toda su recelosa curiosidad y la alarma con que me miraban sus grandes y húmedos ojos negros, pero en aquel instante, pensé en mi pasado, contemplé, con la rapidez del relámpago mi presente, y el honor, ese frío guardián de las pasiones, selló mis labios.

-No -repuse con firmeza.

¿No?... -me preguntó con una inflexión de voz llena de ternura y de resentimiento, ¿no?... -¡Ah! agregó..., quiera Dios que su reserva lo haga feliz.

Reaccioné, e iba en aquel mismo momento a revelarle todo lo que sentía por ella, cuando entraron Martín y sus padres, ¡y el desenlace que se había presentado tantas veces en aquel día quedó de nuevo trunco!

Era necesario partir; saludé a todos y tendí la mano a Valentina con efusión, pero ella dejó   —139→   caer la suya con indiferencia entre las mías, mientras que con la otra, desprendía de su cintura el ramo de jazmines ya marchito dejándolo caer sobre el piano.

Yo sentí oprimírseme el corazón, y cuando llegué a la calle, dos lágrimas, que me parecieron de sangre, brotaron de mis ojos y me corrieron por el rostro.



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- X -

Pocos meses después abandonaba el colegio donde había pasado años tan tristes. Martín, que ya había salido también, estaba con su familia en el campo y no pude por consiguiente despedirme de Valentina.

Mi tío me esperaba en Buenos Aires con una colocación en una casa de comercio; llegué a Buenos Aires, y encontré a mi tía tan mala como de costumbre; siempre dominada por la política, siempre tomando parte en todos los acontecimientos notables que tenían lugar.

Hacía seis años que no me veía, y sin embargo,   —141→   no me hizo el más mínimo cumplimiento ni el más pequeño agasajo a mi llegada.

Había engordado mucho y su temperamento sanguíneo se había desarrollado notablemente.

Mi tío era el mismo. El único que no estaba en la casa era Alejandro: el pícaro pardo había cumplido su promesa; -un día de un altercado tremendo con mi tía, desbocó los caballos al descender la violenta pendiente de la barranca de la Recoleta y volcó el landau en una zanja, lo hizo pedazos y maulló a mi tía que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los vestidos en un desorden inconveniente.

¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires! El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la república, había desaparecido de la escena pública ¡y sólo habían transcurrido veinte años! Los tenderos de aquella época, habían muerto o habían cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública. Mi tía Medea, había tomado parte en dos revoluciones chingadas y pertenecía a la oposición.

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El único puesto público que conservaba era el de la Sociedad Filantrópica, donde la fila de sus contemporáneas se había raleado notablemente. Una nueva generación política y literario había invadido la tribuna, la prensa y los cargos públicos.

Don Buenaventura pontificaba desde lejos, en el diario más grande de la América. La escuela literaria de la Flor de un día había hecho su época; hombres y libros nuevos dirigían el pensamiento argentino. El autor del Facundo revolcaba su temible maza desde las columnas del viejo Nacional; los salones se habían transformado; el gusto, el arte, la moda, habían provocado una serie de exigencias sin las cuales la vida social era imposible. Los cómicos españoles de antaño ya no entretenían como veinte años atrás; la aldea de 1862 tenía muchos detalles de ciudad; se iba mucho a Europa; las mujeres cultivaban las letras, Las golosinas de Gustavo Droz, de Halevy y aun de Maupassant, andaban en todas las manos femeninas, impresas en una forma adecuada para lectores sibaritas,   —143→   e ilustradas con todas las voluptuosidades artísticas del taller de Goupil.

La vieja moda, aquella que envolvía a las mujeres en verdaderas bolsas de tela, había desaparecido; ni los filósofos podían pasear de cuatro a cinco de la tarde en el invierno por la calle de la Florida, sin conmoverse ante los cuerpos de las mujeres del día, dibujados d'après nature por Mesdames Carreau y Vigneau, con damas de Génova y terciopelos de Venecia; Kitty Bell y Flora Campbell hacían los figurines; Sarah Bernhardt, los guantes. Worth firmaba los tapados como un pintor sus cuadros; en los colores mismos, se había operado una revolución; nada de celeste y blanco como antes, nada de color rosa: una mujer del gran mundo no estaba bien vestida sin llevar un medio color indeterminado en los siete de la paleta; oro y plata viejos, óxido y marfil antiguo.

Los troncos de los carruajes particulares eran arrastrados por yeguas y caballos de raza, de pelo satinado y reluciente, con cocheros más correctos que los del tiempo de Alejandro. No era chic hablar español en el gran mundo; era   —144→   necesario salpicar la conversación con algunas palabras inglesas, y muchas francesas, tratando de pronunciarlas, con el mayor cuidado para acreditar raza de gentil-hombre.

En fin, yo, que había conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semi-tendero, semi-curial y semi-aldea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas que perdía su tiempo en flanear en las calles, y en el cual ya no reinaban generales predestinados, ¡ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berrotarán!

Estas reflexiones me hacía yo todas las tardes al salir del escritorio de comercio de don Eleazar de la Cueva, el hombre de negocios más vastos y complicados de la República Argentina, que tenía vara alta con los gobiernos, con los bancos, con la Bolsa, con todo el mundo. Hombre manso y cristiano ante todo, muy devoto y muy creyente, dulce de maneras por lo general, y bastante bravo por lo particular cuando el caso lo permitía, don Eleazar de la Cueva, era una especie de astrólogo para sus negocios, por que todos ellos participaban de ciertas   —145→   formas nigrománticas, llenas de misterio, y se preparaban por procedimientos análogos a los que en lo antiguo se empleaban para buscar la piedra filosofal. Don Eleazar, sin ser hombre de mundo, sin ser hombre político, tenía cierta influencia política, sin ser hombre de partido tenía cierta intervención y participación en todos los partidos. En fin, en el mar humano, don Eleazar era corriente de fondo y no de superficie: arrastraba sin ser visto ni sentido.

Tenía don Eleazar un cuerpo de oso y una cabeza de leona mansa; su cutis fino y terso, a pesar de sus setenta años largos, daba a su rostro cierta capa de venerable distinción y de majestuosa ancianidad que imponían a primera vista. Los dependientes le temblábamos, sin embargo, porque era áspero y cruel con nosotros, y cuando sentíamos sus pisadas en el escritorio, no sólo guardábamos un profundo silencio, sino que volcábamos la cara sobre nuestras mesas y hacíamos lo posible por aparecer abstraídos en nuestra tarea.

Nada más curioso y original que el escritorio de don Eleazar; un edificio bajo y antiguo con   —146→   un vasto y desierto patio a la entrada, enlozado con grandes piedras color pizarra, perpetuamente húmedas y empañadas por una eterna capa de verdín. Frente a la puerta de la calle, tres cuartos, cada uno con tres puertas al patio. Desde la calle, aquella casa hacía el efecto de estar inhabitada; tal era el abandono de sus paredes y el estado de sus puertas despintadas, casi carcomidas, y tan antiguas, que algunos de sus tableros exteriores debían haber sido pintados en tiempo de Rosas, porque aunque sumamente descoloridos, se notaba que un día habían sido colorados. El único adorno de los cuatro muros que formaban el cuadrado del patio, era una guarda greco-romana de relieve, en la que la intemperie había hecho sus estragos sin que el dueño de la casa se hubiese preocupado de hacer restauraciones.

Por dentro, el escritorio del señor de la Cueva representaba exactamente su apellido; todo era en el vetusto, las mesas y las sillas; los estantes, llenos de rollos de papeles denunciaban un completo abandono.

Aquellas habitaciones habían sido empapeladas   —147→   un día, pero el papel se había caído; algunos jirones que quedaban colgaban todavía de las paredes, esperando la hora de caer por sí solos, sin que la mano del hombre los arrancara, porque don Eleazar, que en materia de negocios y especulaciones demostraba una actividad y un espíritu innovador a toda prueba, trataba a su escritorio por el procedimiento contrario. Aquel piso jamás había conocido alfombra ni escoba, y si alguno de sus dependientes hubiese tenido la ocurrencia de arrojar en él algunos granos de alpiste, la simiente habría florecido de un día para otro, ni más ni menos que con el riego cuotidiano que el sirviente gallego hacía para aplacar el polvo de la habitación.

Nada más caliente y sofocante que el escritorio de don Eleazar en el verano: nada más frío también en el invierno, en que teníamos que pasar la noche y el día escribiendo, de pie sobre las baldosas desnudas y húmedas del piso.

Mi tía Medea le había puesto ciertos inconvenientes a mi tío para que yo habitara en su casa, de modo que me fue necesario ocupar un cuarto   —148→   en la casa particular de un antiguo amigo de mi padre, que era un excelente viejo alegre y solterón que me había cobrado un franco cariño. De modo que cuando regresaba de lo de don Eleazar, encontraba en don Benito Cristal un verdadero amigo, con quien me desahogaba contra mi mala suerte y lamentaba el tiempo que mis tíos me habían hecho perder.

D. Benito era un carácter. En la arrogancia de su porte se reflejaba toda la entereza de su alma. Amaba con delirio la verdad y podía decir con orgullo que no había nunca mentido en su vida. Era impetuoso, resuelto, intransigente en la defensa de todas las reglas de la gentil-hombría. La honradez acrisolada de su palabra no cedía en nada a la honradez de sus acciones y llevaba su culto por la virtud hasta la delicadeza de practicarlo en silencio sin proclamarla como el fariseo.

Sin embargo, don Benito tenía las debilidades mundanas de los galanteos y había luchado en vano por muchos años sin poder reaccionar contra ellas. Soltero, sin familia, no pensaba sino en sus buenas fortunas por el momento y   —149→   en su inocente partidita nocturna; pero con todo, desde el día que supo que yo estaba empleado en lo de don Eleazar, se preocupó por mi suerte, y día a día, al verme salir para mi empleo, me decía meneando la cabeza:

-Amigo, amigo, busque otro destino, ¡mire que esa casa de don Eleazar es peligrosa! Vale más correr el peligro de perder la camisa como yo, que exponerse a perder allí la honra.

Pero no era fácil salir de lo de don Eleazar, y además, el sueldo era bueno y el pago exacto. Se trabajaba; eso sí, se trabajaba noche y día, sin fin, sin tregua, pero ningún dependiente sabía lo que el otro dependiente hacía. D. Eleazar que vigilaba constantemente el trabajo, estaba allí para evitarlo. Sus negocios eran múltiples y complicadísimos: prestaba y tomaba prestado a tipos usurarios, según las circunstancias; su influencia en la Bolsa era tremenda y misteriosa a la vez; la mitad creía que estaba a la baja, la otra mitad aseguraba que jugaba ala alta; don Eleazar vivía en el escritorio y recibía allí a las gentes de todas clases, siempre con su aparente humildad, instalando ante todo   —150→   su probidad, su desinterés y su honor comercial ante el interlocutor, que por más prevenido que estuviese contra él, terminaba por escucharle y someterse.

D. Eleazar era ante todo un especulador; en su casa de comercio no se compraba ni se vendía sino papeles de bolsa. De cuando en cuando, para variar, solía comprar algún gran pleito, y con la paciencia y la tenacidad de un israelita perseguía su gestión por todas las instancias, hasta liquidar y desenredar la madeja litigiosa a fuerza de dinero y de procuradores traviesos y experimentados.

Cautísimo hasta el extremo, don Eleazar jamás escribía una carta de su puño y letra, limitándose a firmar lo que él dictaba, no sin tener la precaución de leer siempre antes de firmar el manuscrito que le presentábamos.

En el comercio, don Eleazar estaba considerado como un corsario. Atacaba y pillaba al enemigo, pero cuando no encontraba adversarios a quienes acometer o cuando él quería asegurar el éxito de una operación peligrosa, no tenía ningún género de inconvenientes en consumar   —151→   actos de verdadera piratería, sin perder el aspecto venerable y majestuoso de su fisonomía, y aun llorando y cubriendo sus gavilanadas con palabras de humildad que parecían salir del fondo de su alma.

Así, sucedía no pocas veces en épocas de agitaciones bursátiles, que detrás del corredor que partía a venderle sus títulos, salía por otra puerta un segundo con encargo de hacer la suba; y por la tarde, cuando uno y otro regresaban a dar cuenta de sus operaciones, don Eleazar tomaba la palabra y hablaba en el lenguaje y el acento de un varón santo y convencido:

-Así es, señor don Tomás, así es; ¡ya que ellos lo han querido, bien empleado les esté! ¡Ya usted sabe señor que a mí no me gusta hacer mal a nadie! Pero ¿qué puede hacer un hombre honrado en estos tiempos de tan mala fe? ¡Es menester resguardarnos! Vea usted señor; yo he hecho muchas obras de caridad en este país, cuando tenía cómo hacerlas; no hay uno de esos que me quieren arruinar, que no me deba todo lo que tiene! Yo he sido siempre el mismo con ellos; ¡dos fortunas he perdido por ayudarlos!   —152→   Dos fortunas señor, y sólo por necesidad me veo obligado a defenderme.

Y cuando don Eleazar llegaba al fin de su discurso, abría su caja de rapé, invitaba a su interlocutor, y en seguida, sacaba de sus profundas faltriqueras un largo pañuelo de la India con el cual se sonaba las narices y se cubría el rostro para hacer más expresivas sus lamentaciones.

En el orden interno del escritorio, don Eleazar era de una severidad que rayaba en crueldad; jamás una licencia, un respiro, un descanso para sus dependientes. Se trabajaba allí de día y de noche sin reposo, bajo la dirección inmediata de don Anselmo, el alter ego de don Eleazar; un mozo español de cuarenta años, sagaz, alerta y ladino para los negocios como un capeador para burlar el toro, y sin el cual, rara vez don Eleazar celebraba conferencias sobre negocios delicados e importantes.

D. Eleazar jamás se presentaba en teatros, bailes y paseos. Venía por la mañana de su quinta en su clásico cupé tirado por dos caballos gateados, mansos y tranquilos, que volvían a conducirlo por la tarde o por la noche si las   —153→   exigencias del trabajo reclamaban su presencia en el escritorio después de comer. Pero si don Eleazar no andaba en sociedad, su nombre y su influencia, se dejaban sentir en mil formas distintas: en las elecciones formaba siempre parte de los dos bandos sin dar su nombre y concurría eficazmente al triunfo de ambos partidos con sumas gruesas de dinero.

Él sabía bien que a los que saben negociar en política, esta buena madre, les devuelve el préstamo con capital e intereses compuestos; y como para él, lo mismo eran los nacionalistas y los autonomistas, los porteños y los provincianos, los federales y los unitarios, con todos promiscuaba, porque en la viña del señor, tanto valía para él ser judío como cristiano.

Una noche al retirarme tarde del escritorio, don Benito me esperaba en la puerta de la calle con evidentes manifestaciones de sobresalto.

-Y... me dijo al verme, ¿qué ha sucedido hoy en lo de don Eleazar?

-Nada, le contesté, el día ha sido como el de ayer, sin novedad.

-¿Sin novedad? Pero, ¿usted embroma o es tonto?   —154→   replicó mirandome fijamente al rostro.

-Mi costumbre de no bromear nunca, me obliga a confesar que soy tonto. No sé lo que sucede...

-Pero amigo, ¿qué no sabe usted que su patrón ha quebrado? -me preguntó.

-¿Quebrado? no puede ser, ¡imposible! ¿Quién se lo ha dicho?

-¡Pero si es voz pública! -me replicó don Benito, no se habla de otra cosa en la ciudad.

-Pues señor, yo no he notado lo más mínimo en el escritorio, y hoy ha sido sábado, ¡se ha pagado a todo el mundo!

-¡Hombre! ¿Esta usted seguro? -me repitió don Benito con asombro.

-Como que estamos hablando en este momento.

-Pues, sepa usted mocito lo que no sabe me dijo; y tomándome confidencialmente del brazo, me llevó a su cuarto, me hizo sentar y me refirió lo siguiente, después de haber encendido un cigarro habano:

D. Eleazar de la Cueva, como usted sabe, trae revuelta la Bolsa desde hace tres meses.

  —155→  

Lo mismo que un general, que con un ejército numeroso invade un país dilatado, él ha puesto en juego allí dos o tres millones de duros. Comenzó por comprar acciones de ***, monopolizó el mercado, se hizo dueño de todos los papeles, y conseguido esto, manteniendo siempre la demanda, trataba de vender a precios exorbitantes lo que había comprado a precio vil.

Pero don Eleazar ha encontrado la horma de su zapato; mientras sus agentes, divididos en dos bandos que operaban en sentido contrario, preparaban su golpe, él no contaba, con que en esta tierra del papel moneda, una nueva emisión es asunto de poca monta, y la cuerda tirante con que el tenía presos a sus deudores, se ha aflojado; la nueva emisión se ha hecho y he aquí que la baja más espantosa se ha operado.

En esta situación, don Eleazar ha resuelto no reconocer sus operaciones. Él tiene razón hasta cierto punto; exige fair play como los luchadores ingleses, En la casa de la Bolsa, todo es permitido como en la guerra: jugar públicamente a la alta y clandestinamente a la baja; lanzar un gato, dar una noticia de sensación,   —156→   asegurar que la guerra con Chile es un hecho, que nuestra escuadra está en un estado atroz, que nuestro ejército será derrotado en caso de una batalla: en una palabra, sembrar el terror sin consideración de ningún género por el patriotismo: pero jugar con armas de doble carga, no: ¡Eso no, eso nunca!... D. Eleazar en estas materias es correctísimo, y sobre todo, cuando en vez de ser él quien apunta, acontece que es contra el contra quien se vuelven las bocas de los cañones. Pero lo peor de todo, mi amigo, no es eso. Lo peor es que don Eleazar, aprovechando su desgracia, por que es capaz de aprovechar todo y sacar de todo provecho, ha resuelto no pagar a nadie. «A él lo sitian por hambre, pero él les cercena el agua y el pan, y con la misma cuerda con que lo ahorcan él procura ahorcar a sus adversarios».

-Quiere decir que yo me encuentro en la calle, le dije al oírle terminar su relación.

-¡Oh, no! ¿cree usted que don Eleazar es hombre de despedirlo por cosas de tan poca monta...? No. Su quiebra es una quiebra que no lo arruina ni lo lleva al tribunal; todo se   —157→   resuelve para él en no pagar; las deudas de Bolsa no son deudas, y en el caso de don Eleazar, ha pasado ni más ni menos lo que sucede en una casa mala de juego cuando se apagan las luces: cada jugador defiende con el puño lo que puede, y le aseguro, que su patrón sabrá defender lo suyo. No se alarme: no perderá el puesto.

-No me alarmo, don Benito, por tan poca cosa, le repuse riéndome a carcajadas. ¡Soy yo quien resuelvo no volver al escritorio de don Eleazar! No me cuadran ni el hombre ni el empleo.

-Hace usted bien amigo: eso le honra.

-No, don Benito; ni me honra ni me deshonra; no hago una quijotada, ni tendría derecho para hacerla. D. Eleazar se ha portado bien conmigo; me ha pagado religiosamente mis sueldos y ha tenido el buen gusto de no imponerme de sus negocios.

-¿Y qué va usted a hacer?

-No lo sé, pero mañana lo sabré. Desde luego disponga usted de mi cuarto: ¡tenemos que separarnos!

  —158→  

-¿Separarnos? ¡Jamás! me contestó el buen viejo irguiendo su noble cabeza y acompañando sus palabras con un gesto enérgico que denotaba el profundo sentimiento que le había ocasionado mi resolución. ¿Separarnos? nunca, me repitió: mire Julio... Mira hijo mío, agregó, déjame que te tutee, mis canas me dan derecho para ello ¿es cierto?

-Y como yo le hiciera un signo afirmativo, prosiguió conmovido:

Yo he respetado hasta hoy la resolución de tu tío, pero debo confesarte, que he sufrido al verte en casa de don Eleazar. Ese empleo no te corresponde y lo que no me explico es cómo Ramori te ha colocado allí...

-Mi tía, Vd. sabe...

-Sí, que lo gobierna como a un trompo; pero esa no es una razón para que te descuide. Mira, me dijo, desde hoy yo me encargo de ti. ¡Qué diablos! Soy viejo pero tengo el alma joven todavía: seré tu padre y tu hermano al mismo tiempo. Tengo mala fama en el mundo; las mujeres como Misia Medea me aborrecen por que no creo en deidades políticas; y   —159→   los hombres como don Eleazar tampoco me pueden pasar porque no sé hacer negocios de los que ellos hacen. Viviremos juntos; de cuando en cuando oirás en mi cuarto alguna voz de mujer... ¡qué quieres!... Soy hombre... súfreme estos extravíos. Las mujeres me enloquecen, por eso he tenido el tino de no volverme loco por una sola: me he enloquecido por todas y no me he casado con ninguna; espero no caer en la tentación de hacerlo en los años que tengo. Soy risueño, despreocupado y franco: vivo sin misterios y tomo la vida tal como es. Allá en mis mocedades, he leído mucho; pero una sola lectura me ha aprovechado de todas las que he hecho: ahí está, junto a la cabecera de la cama: Rabelais.

Cuando tengas mi edad y hayas corrido el mundo verás que tenía razón: es el único libro que ayuda a bien morir, por eso lo abominan los jesuitas. No tengo hijos, o más bien dicho, no sé si los tengo, porque si lo supiera a ciencia cierta, no los negaría como padre, pero en la duda, tu bien sabes que es mejor abstenerse porque esto de tomar como propias las obras   —160→   de otros es un poco grave. Y yo huyo del ridícula sobre todo. No tengo ningún amigo de mi edad: mis amigos son los jóvenes de la tuya, vivo con ellos, enamoro con ellos y escandalizo también con ellos este salón porteño en que hay muchas mujeres lindas y tanto tonto que se las lleva.

Y al terminar, don Benito me estrechó fuertemente en sus brazos y contra su pecho y yo no pude contener las lágrimas que me saltaron a los ojos.

Al día siguiente me presenté en lo de don Eleazar de mañana. El patio estaba lleno de gente que cuchicheaba y accionaba con animación: las puertas del escritorio cerradas. Me acerqué y golpeé los cristales: al abrirme, don Anselmo que me reconoció, dos o tres de las personas del patio se arrojaron sobre la puerta del escritorio con la pretensión de entrar.

-Perdonen ustedes, no pueden ustedes entrar... les dijo Don Anselmo, y les dio casi con la puerta en las narices.

Y pude ver que uno de ellos levantaba el puño de la mano en actitud amenazante.

  —161→  

En dos palabras, di cuenta a don Anselmo de mi resolución de abandonar la casa.

-¿Vaya, vaya, a usted también lo ha picado la tarántula?

-A mí no me ha picado ninguna tarántula; ni quiero, ni tengo nada que ver con los que protestan afuera ni contra los que se encierran vengo a agradecer a don Eleazar el honor que me ha hecho y a comunicarle mi resolución. ¿Me quiere usted anunciar?

-No sé si podrá recibir a usted... me dijo don Anselmo moviendo la cabeza.

-Vea usted, si puede... quiero cumplir lo que yo considero un deber.

Don Anselmo pasó a la habitación contigua que era la de don Eleazar y después de un rato regresó.

- Dice don Eleazar que puede pasar, me dijo:

Yo entré resueltamente. No olvidaré nunca el cuadro que se presentó a mi vista. Casi en el medio de la habitación, junto a un escritorio elevadísimo, donde don Anselmo acostumbraba a escribir bajo el dictado de don Eleazar, sentado sobre un esqueleto de silla, estaba éste,   —162→   desayunándose, delante de una mesita muy poco más grande que el plato en que comía. Un sirviente gallego le servía sin pausas, plato tras plato, y don Eleazar comía con la gravedad de un oso que devora su ración, En un rincón de la pieza, de pie, tres hombres presenciaban esta colación matutina en completo silencio.

-Entre usted señor don Julio, ¿también nos abandona usted en los días de prueba?...

Yo expliqué las causas de mi renuncia procurando convencerlo de que ella era completamente extraña al reciente desastre comercial; pero don Eleazar conmovido, a pesar del apetito con que devoraba sus viandas, se daba maña para lamentarse con palabras que partían el corazón:

-Bien joven, puesto que usted lo ha resuelto, separémosnos: pero usted me hará justicia algún día...! ¡Vea usted la situación a que me veo reducido! ¡Todo lo he perdido! Desde hoy vivo de la caridad de mis parientes; si señor, de la caridad de la familia... Aquí me tiene usted preso; ¡yo preso en este país que he colmado de beneficios! ¡No ve usted señor que   —163→   hasta la autoridad se complota en mi contra! Vea usted señor, todos esos hombres que se acercan a los vidrios y que me amenazan, ¡me son completamente desconocidos! ¡Yo nunca he tenido trato con ellos! ¡No los conozco! ¡Y me persiguen señor! ¡me persiguen a muerte! ¡Vean ustedes a lo que estoy reducido! A no poder comer estos bocados en mi casa, ¡porque son hasta capaces de envenenarme! Y si no fuera por mi fiel Juan (exclamaba mirando expresivamente al gallego que le servía el almuerzo) sino fuera por él, ¡quién sabe lo que habría sido de mí!

Pero yo te recompensaré algún día... tú sabes que todo lo he perdido, que no tengo nada, ¡qué me es imposible por consiguiente satisfacer mis compromisos! Dilo Juan a todos; ¡es posible que a ti te crean...! Dígalo usted joven, asegúrelo, usted sabe mis negocios, todos son claros, tan públicos, tan legítimos... Ustedes lo saben, señores... ¡yo he sido víctima de gente (agregaba encarándose con don Anselmo que le contestaba con un signo afirmativo) sin ley ni principios...! Vd. lo sabe, don Anselmo,   —164→   Vd. sabe todos mis negocios, conoce mi casa... ¡No me es posible cumplir, y no lo siento tanto por mí, sino por tanta persona excelente a quien tendré que perjudicar, contra todos mis sentimientos...! ¡Vean Vds., vean Vds. cómo amenazan esos hombres! Se creería que yo me he quedado con algo de ellos...! Gracias, Juan, gracias, hijo mío, ¡sírveme el té, no tengo apetito...! ¡pruébalo tú primero, mira si tiene mal gusto...! ¡Ah señores, yo tengo la conciencia tranquila!

Y mientras don Eleazar se lamentaba, todos lo oíamos en silencio, como consternados por la horrible desgracia de ese hombre providencial que engullía como un tiburón, en medio de la catástrofe de su fortuna. Fueme necesario cortar de un golpe aquella eterna elegía y despedirme para siempre de ese antro en que había estado ocho meses.

¡Lo que es el mundo de malo! Al salir, los acreedores del patio, que echaban espuma por la boca, decían que don Eleazar había realizado 500.000 duros de ganancia y que ellos se quedaban en la calle. ¿Quién podía creerlo?



  —165→  
- XI -

Rigurosamente encorbatado de blanco, con un frac de Poole y un par de pumps de Thomas, don Benito penetraba una noche en mi cuarto, elegante y joven como un muchacho de 25 años.

Yo me vestía lentamente; aquella nche hacia mi estreno en el club. ¡El club!... No es necesario decir que es del club del Progreso de que hablo y que el baile en perspectiva es un baile de Julio: la gran atraction de la season porteña.

-¿Todavía en ese estado...? -me dijo al verme   —166→   complicado en los preparativos de la camisa; ¡es la una casi!...

-¡Ah! ¿qué cree Vd.? Es cosa sería preparar una camisa... recuerde Vd. que me estreno.

-¡Ca! un hombre elegante no se fabrica; nace... mírame, me dijo, cuadrándose en el medio del cuarto.

-Bueno, tenga paciencia, yo no soy usted... yo no soy elegante...

-Sí, ¿pero te cuadra Blanquita, no?... Y no supongo que te prenderás como un tendero para enamorarla; mira que es mujer tan suelta y liviana como la madre... y quiero que la conozcas.

-No embrome con Blanquita, ya sabe que Blanca no me cuadra y que yo tengo una novia en...

-Está bien, cásate con aquella, pero enamora a ésta... no seas tonto...

-¿Y si no me hace caso?

-¡Que no! La madre te adora y la madre es la protectora de esa criatura.

-¡Oh! Fernanda me conoce desde muchacho:   —167→   tenía veinte y cuatro años cuando yo tenía diez o doce, pero la hija...

-La hija es igual a la madre; ambas son mujeres de coraje y de avería, lindas como unas tórtolas y peligrosas como dos lobas.

Esta noche estarán radiantes, serán las reinas del baile, el señor Montifiori hará brillar su legación vacante.

-¡Montifiori!... ¿Qué clase de hombre es Montifiori?...

-Te lo diré después... vamos átate la corbata pronto.

-¿Va bien así? Muy grande el moño ¿no?...

-No; está bien, la mujeres no se fijan en eso; el pescuezo de los hombres les es indiferente. Bueno, pónte el frac; ¡excelente! Estás hecho un lord. ¡Si yo tuviera tu cuerpo y tus años y tú mi experiencia!

-¡Siempre el viejo proverbio, don Benito!... ¡Ah! no hay nada completo en el mundo.

Di una vuelta por mi cuarto, tomé mis guantes, puse el gas a media luz y salimos con mi viejo compañero. Hacía un frío de todos los diablos, pero el cupé de don Benito estaba a la   —168→   puerta; nos encerramos en él y empezamos a deslizarnos sobre los rieles del tramvay a todo trote. En cinco minutos estábamos en la cuadra del club del Progreso: tuvimos que esperar algunos minutos más, para que le llegara a nuestro carruaje el turno de acercarse y por fin bajamos en la puerta entre un grupo de hombres y mujeres que subían apresuradamente la escalera muellemente tapizada y adornada con flores y guirnaldas verdes.

¿Quién no conoce el club en una noche de baile? La entrada no es por cierto la entrada del palacio del Eliseo y la escalera no es una maravilla de arquitectura.

Sin embargo, para el viejo porteño que no ha salido nunca de Buenos Aires o para el joven provinciano que recién llega de su provincia, el club es, o era en otro tiempo, algo como una mansión soñada cuya crónica está llena de prestigiosos romances y en la cual no es dado penetrar a todos los mortales.

D. Benito conocía la casa desde su fundación y gozaba en ella de una influencia única. Al   —169→   entrar, jóvenes y viejos lo saludaron con cariño como un antiguo amigo.

El buen viejo, poniéndome el brazo izquierdo sobre la espalda, me condujo al kiosco de cristales donde nos sacamos los paletós y nos consultamos un momento la figura sobre los espejos.

En aquel momento la orquesta atacaba la última parte de las cuadrillas de Carmen...

Toreador, toreador en garde...

y la música de Bizet, saturada por decirlo así en la sangre misma de Merimée, distribuía al cuerpo de las mujeres que formaban los cuadros, los tonos calientes con que el joven maestro ha rimado ese extraño poema de amores plebeyos y bajas venganzas.

El salón, híbrido, y en el cual el gusto refinado de un clubman de raza tendría mucho que rayar, desaparecía ante la masa compacta de hombres y mujeres que lo llenaba.

Mi viejo amigo me dio el brazo y entramos juntos a ocupar nuestro lugar en aquel bouquet   —170→   porteño que Julio forma todos los años con la exactitud con que se celebra un aniversario.

Es en un baile del club del Progreso, donde pueden estudiarse por etapas treinta años de la vida social de Buenos Aires: allí han hecho sus primeras armas los que hoy son abuelos. La dorada juventud del año 52 fundó ese centro del buen tono, esencialmente criollo que no ha tenido nunca ni la distinción aristocrática de un club inglés ni el chic de uno de los clubs de París. Sin embargo, ser del club del Progreso, aún alla por el año 70, era chic, como era cursi ser del club del Plata, con perdón previo de sus socios.

La entrada era cosa ardua: no entraba cualquiera: era necesario ser crema batida de la mejor burguesía social y política para hollar las mullidas alfombras del gran salón o sentarse a jugar un partido de whist en el clásico salón de los retratos que ocupa el frente de la calle Victoria.

En esta última sala, larga y fría como un zaguán, que ha sido empapelada cien veces por lo menos de verde o celeste claro y que ha consumido   —171→   cincuenta distintas partidas de tripe de lo de Iturriaga, ha nacido una generación de la cual van quedando muy escasos representantes. -Allí ha mordido la maledicencia urbana a los jugadores trasnochadores, a los maridos calaveras, a la juventud disoluta y disipada, y cada mordisco de mamá indignada ha hecho los estragos de la viruela en el retrato moral de las víctimas. La maledicencia de la gran aldea es como la calumnia del Barbero de Sevilla: del venticello pasa al huracán y ay de aquel que se encuentre envuelto en la ráfaga!

El club del Progreso ha sido la pepinera de muchos hombres públicos que han estudiado en sus salones el derecho constitucional; literatura fácil que se aprende sin libros, trasnochando sobre una mesa de ajedrez; y yo no sé por qué se me ocurre, que algunos de los retratos de los hombres de Mayo que presencian aquel grupo de pensadores, hacen una mueca cada vez que un pollo acompaña un discurso sobre la libertad del sufragio, ¡con un golpe que asienta sobre el damero una reina jaqueada por la chusma de los peones sobrevivientes!

  —172→  

¡Falta allí el retrato del padre Castañeda! ¡Y sobre todo falta el espíritu! ¡También veinte, treinta años de hacer lo mismo!

Hasta ahora muy poco, la biblioteca no era muy copiosa que digamos! Mucha Memoria, mucho Registro Oficial, pero a condición de no encontrarse nunca cuando se pedían; y en la mesa de lectura, todos los diarios porteños, vacíos y estériles como sábanas de monja, luciendo el artículo editorial al frente, extenso riel de plomo en que para valerme de una figura bíblica, se fatigan los caballos de la imaginación. En la mesa de lectura el Illustrated London News y la Revue (casi sería inútil agregar des Deux Mondes si no habláramos en el club); la Revue en que M. de Mazade produce el artículo burgués que en un tiempo firmaron Forcade y Lanfrey y algunos diarios franceses que casi siempre sirven de adorno, como esos ramos secos que se pudren en las salas por olvido de los sirvientes. A pesar de esto, ¡cualquiera creería que allí se lee... nada de eso! Allí se conversa: en el grupo de muchachos alegres y espirituales que entra a las 12 de la   —173→   noche, repitiendo la última nota de Tamagno, no falta un ejemplar de denso burgués pantagruélico, gastrónomo noctámbulo, engordado y enriquecido por el vientre libre de sus vacas, que se hace servir allí mismo, un chorizo por noche, mientras que con el profundo desden del bruto feliz, descuidado el traje, pelado a la mal-content, mira todo lo que lo rodea con satisfecha apatía, llevando la mano al renegrido cabello y dragándose la caspa de aquella mollera inerte con la uña afilada del índice.

No falta tampoco el idiota de la aldea, magín descompuesto, candidato de pillos, víctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobre filantropía, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo que sufre de perlesía intermitente, mientras la pupila del otro se le sale como el caroso de un durazno prisco.

Ni el Tenorio de suburbio que no se modifica; que se viste hoy como ayer, con abalorios de altar mayor y prendas de precio fijo; sano, insulso, inofensivo, olvidado por los buenos y mortificado por los que todavía creen que es   —174→   de buen tono zaherir o burlarse de los inocentes.

Y entre esta sociedad híbrida e incolora como la Memoria de un ministro, mi amigo don Benito, cuya acrisolada y noble honradez, se confunde por el positivismo contemporáneo con el sueño de un iluso, solía de repente estallar con noble sarcasmo, sintiendo probablemente cuán estériles han sido las desgracias del pasado y cuán injustamente ha repartido el destino sus favores en el presente.

Pero el club es el club; y aquella noche, los violines, riendo bajo la cuerda de los arcos trasmitían la alegría y el entusiasmo singular de la música a todos los semblantes.

De pie, delante de la puerta que da paso a la gran escalera del comedor, yo seguía el vuelo espiralado de las parejas impelidas por el soplo caliente de un wals de Metra. No sé por qué esos wals fascinadores, de cumplidas y ondulantes frases, que parecen dibujadas en el éter por la batuta mágica del maestro, me produjeron una profunda melancolía, trayéndome al recuerdo unos versos en que Hugo contempla a través   —175→   de los cristales empañados por el frío de la noche, el cuerpo de su amada enlazado por el brazo de un rival feliz.

¡Pero qué variado espectáculo!

Cuanta mujer ideal y atrayente, bajo la trama cariñosa de esas telas modernas, cómplices de la carne y del contorno que este siglo materialista teje con alas de pájaro o pétalos de flores exóticas. Cuánto ser grotesco de fealdad repugnante, de doloroso raquitismo, brincando sin gracia, marcando la nota chillona del ridículo.

¡Cuánto contraste!

¡Cuánta cara foránea, ahorcada por cuellos anticuados, encorbatada de raso tórtola, bizantinamente enfracada, con pantalón en forma de caño y botines de brasilero guarango!

¡Cuánto gallo viejo sin púas, forcejeando contra el tiempo en vano, con las armas débiles de los untos! ¡Cuánto ser insípido, abriendo la boca satisfecha y marchitando con su trato insoportable a tanta mujer linda y atolondrada que busca su ideal sin encontrarlo!

¡Cuánta mamá achatada por la gente que   —176→   pasa, sirviendo de mojón en los sofás de lampas crema!

¡Cuánto marido tolerante que entrega su mujer a la garra de los halcones y que se ubica en el buffet con el sentido práctico de un convencido!

¡Cuánto viejo fatuo, teñido de pies a cabeza prendido como un paje, que apesta a menta desde lejos y que instala sus pretensiones intolerables ante cualquier mujer bonita para que el mundo le cuaje el sabroso renombre de afortunado!. ¡Cuánto muchacho alegre y filósofo, pollos de la aldea, que conocen la aldea y que toman la partida con el buen humor de los descreídos!

El baile estaba en su apogeo cuando sentí en torno un murmullo. Dos mujeres del gran mundo entraban al salón y las parejas se abrían para darles paso. Don Benito acompañaba a una de ellas y la otra, contra la más estricta regla de nuestros salones caminaba sola al lado Don Benito vino derecho adonde yo conversaba con un grupo de amigos.

-¡Julio! -me dijo con la más perfecta y aristocrática   —177→   urbanidad, Fernanda. Y dándose vuelta y señalando a la más joven, repitió, como toda presentación, ¡Blanca!

¡Me incliné reverenciosamente y al levantar los ojos, vi la imagen doble de mi compañera de teatro diez y ocho años ha!...

-Me parece que nosotros somos viejos amigos, me dijo Fernanda... Y como queriéndome dar confianza agregó... -¡Pero usted es un hombre!

-¡Señora... Señorita!...

Y a una finísima mirada de don Benito, imperceptible casi, yo extendí mi brazo y Blanca se colgó de él con franco y dulce abandono.

No podía darse un retrato más semejante a Fernanda. Para mí, Blanca era una verdadera resurrección del pasado; la misma aparente frialdad de la madre, la misma palidez casi mate; los grandes y sombreados ojos de Fernanda; y un busto, que dejaba ver un escote en el que los nervios preponderaban sobre la carne. Por último, un brazo que podía ser un tanto largo pero que bajo el fino y suelto guante de piel de Suecia tenía yo no sé que encanto voluptuoso,   —178→   mil veces más ático y más puro que el que revela un pie bien calzado cubierto por una media de seda oscura.

El vestido de Blanca era una antítesis con su serena palidez: una pollera corta de tul de seda color fuego estrecha, determinaba como un calco las líneas misteriosas del cuerpo, dejando ver bajo el ruedo un zapato de raso del mismo color sumamente escotado en el que aparecía el más bello y atractivo pie de mujer.

Una bata de terciopelo fuego encerraba apenas el misterio de su pecho, dejando adivinar las líneas audaces de sus senos altos y erguidos como los de la Venus de Milo. En la cabeza dos peinetas de oro de una sencillez irreprochable sostenían su cabello rubio mate, y fuera de las numerosas cadenas de pulseras que rodeaban sus brazos, ni una sola alhaja, ni una sola flor, ni un solo adorno, lucían en aquella mujer.

-Que espléndido wals, me dijo, bailemos, yo no resisto...

La enlacé estrechamente y la imaginación debió traerme, como una brisa en aquel momento, el suave perfume de Fernanda. Blanca   —179→   reclinó su mejilla sobre mi hombro, el muelle contacto de sus senos estremeció mi pecho, toméle la mano con fuerza y rodeando su talle flexible y admirable, la danza lasciva nos arrebató en su torbellino. Blanca bailaba como una inglesa de la vieja estirpe; sin reservas pero también sin el grosero materialismo de una mundana; de vez en cuando, los vaivenes ondulantes del wals, en que los cuerpos se deslizan con la música, nos unían involuntariamente, y yo sentía ese estremecimiento inexplicable que produce la lucha de la timidez con la de la audacia cuando el cuerpo de una mujer joven y linda toca y calcina esta miserable arcilla humana de que están hechos todos los seres desde Satanás hasta San Antonio.

El wals tocaba a su término; mi compañera se me había entregado completamente. En el mareo embriagador de sus últimos giros, columbré el rostro de don Benito, que del brazo de Fernanda nos miraba con una sonrisa mefistofélica, en el momento en que el eco de los violines se apagaba y Blanca caía fatigada voluptuosamente sobre un sofá que la sostuvo y   —180→   balanceó un instante en sus muelles y flexibles elásticos.

-Pero usted valsa como nadie... ¡Yo no podría valsar con otro después de haber valsado con usted!

-Y bien señorita, la cuenta es muy sencilla, bailemos todos los wals...

-¡Oh! ¿Y los compromisos?... -me dijo con cierta petulancia altiva.

-Es muy sencillo: los viola usted, le repliqué con igual tono.

-¡Me cuadra! está hecho el trato.

En ese instante nos detenía un joven grueso, de lentes, rosado, rubio y lindo como un retrato al pastel, con un ambiente de insignificancia que se aspiraba de lejos.

-¡Muy buenas noches señorita! ¿Quiere usted darme el próximo wals?

-No me es posible doctor Bello, estoy comprometida, contestóle Blanca con indiferencia.

-¿La cuadrilla?...

-Me fatiga bailar cuadrillas, replicóle en el mismo tono.

-¿Entonces los lanceros...?

  —181→  

-Menos doctor...

-¿Entonces que quiere usted darme? -preguntó aquel desgraciado e incómodo pretendiente.

-Nada, -se apresuró a contestar don Benito que en ese mismo instante llegaba a nuestro grupo.

El joven doctor tragó saliva lastimosamente, pero Blanca, reaccionando con generosidad en su favor, le dijo:

-Pasearemos esta mazurca; y señaló la pieza perdida en el epílogo del programa que comenzaba.

Seguimos con Blanca; paseamos la pausa y atravesamos el gran salón, en dirección al salón punzó de la calle Victoria. Al entrar a él un grupo de hombres, entre los que estaba mi tío Ramón, saludó a mi compañera con lisonjas y elogios. Blanca se detuvo.

-¡Ah! papá ¿qué haces?... y dirigiéndose a los demás les estrechó francamente la mano, mientras yo hacía una reverencia.

Era en efecto el doctor Montifiori, el marido de Fernanda; un ex-diplomático de un país híbrido como la Herzegovina o el Montenegro:   —182→   no importa. Mientras nos detuvimos yo lo observaba.

El doctor Montifiori era un personaje de edad reservada pero con aire de garçon. Sabía llevar con cierta elegancia negligente la ropa que vestía y se conocía que el gusano había vivido siempre dentro de seda. Corríase que al casarse con Fernanda, veinte años atrás, el doctor Montifiori había enajenado su interesante personalidad en cambio de la belleza de su esposa y ocupado una legación en no sé dónde.

Corríase también que aquel lion, a pesar de su edad, había sido el enfant gâté y el bon papá de esas famosas golondrinas que vuelan en invierno a medio día en sus carretelas por el Bois, custodiadas por un lacayo impertinente y acompañadas por perros microscópicos de esas razas artificiales con que el sibaritismo parisiense falsifica las nobles obras del creador.

El doctor Montifiori se movía por el salón como una góndola con proa de ánade: tenía un abdomen formado sin duda por las golosinas de los banquetes de embajada, a los que concurría invariablemente a pesar de su retiro. Sus rubicundos   —183→   cabellos y sus patillas inglesas, incluso su bigote recortado como el de los banqueros de Lombard Strect, debían el brillo de su lustre a las caricias de un pan de cosmético en constante ejercicio sobre la mesa de toilette. No hay duda, el doctor Montifiori vivía teñido desde los pies hasta la cabeza. Como todos los viejos dandys, después de tragar sus píldoras de salud, entregaba su figura a los afeites milagrosos de Guerlain, y como si se sumergiera en la fuente de Juvencio, se bañaba con precauciones en agua tibia y perfumada, dormía como los donceles de César en lecho de plumas y su medio siglo largo, necesitaba después de sus encantadas soirées, que el edredón de los sibaritas cubriera y protegiera sus miembros fatigados como los de Júpiter, después de sus transformaciones.

Montifiori era un epicúreo, y por eso, el salón de Fernanda era renombrado por el gusto y por el eximio buen tono que perfumaba todos sus detalles. Acostumbrado a sentarse diariamente en una mesa verdaderamente ática como manifestación culinaria, Montifiori pasaba con razón por un gourmet de estirpe, por un paladar   —184→   maestro para catar unas becas a au madère, servida sobre un plato de Saxe. -Y así, aquel gran vividor, acostumbrado a mirar los zafiros y rubíes de sus anillos de oro mate al través del diáfano cristal, lleno con los topacios líquidos del Sauterne, y a saborear la nube perfumada del tabaco de Cuba, debía sufrir mucho, cuando mi tía Medea, a quien frecuentaba, lo sentaba a su mesa a comer aquellos platos dignos sólo de su robusta pepsina de ñandú.

Montifiori, como todo hombre del gran mundo, con marcada tendencia al europeísmo, hablaba con bastante afectación el francés y murmuraba el inglés con una increíble adivinación del acento peculiar de este idioma. Estaba en todos los golpes de petit mots, sabía sacar partido de esas reducciones híbridas de las palabras, que los parisienses consiguen hacer con los dientes superiores y la nariz indicando apenas las expresiones hasta casi llegar a formar una charla de monosílabos breves, rápidos, fugaces y casi eléctricos, que hacen la desesperación de todos los que han aprendido el francés por el Ollendorf.

  —185→  

Al lado de Montifiori contemplaban el baile dos caballeros más, el viejo ministro de estado doctor don Bonifacio de las Vueltas, político ducho, orador brillantísimo y eficaz, gran brujuleador de cámara y ante-cámaras, fina inteligencia, blanca erudición, débil y bondadoso, embrollón como una modista de alto tono, pero de una intachable honradez privada. Se balanceaba a su lado con movimientos de odalisca otro personaje diminuto, que a una fisonomía árabe despejada, de ojo poético y penetrante, reunía ciertos antítesis morales y físicos que revelan un prisma de nuestra raza sud-americana. Su palabra elocuente, un tanto enfática y voluptuosa, se apretaba, al salir, entre los dientes y los labios, al mismo tiempo que llevaba ambas manos al vientre y se contoneaba delante de las señoras como un palomo que corteja a la paloma dando vueltas en el borde del mechinal. Era sin duda aquel uno de los finos artistas de la palabra y de la frase según se decía; había caído de las más altas posiciones, y mi tía lo abomina como todo el partido de la gran política que no   —186→   lo conocía sino por el apodo que se le daba y que no es del caso mencionar.

-Señorita Blanca, presento a usted mis más sumisas manifestaciones de respeto y admiración, dijo el doctor de las Vueltas, entreabriendo su boca como un pimpollo.

-¡Oh! doctor tantas gracias... contestó Blanca.

-Es usted la reina del baile. Lleva usted mis parabienes ¡Blanca... aaah!. está usted espléndida... ¡aaah!, -decíale el compañero de don Bonifacio, arrullando al rededor de Blanca.

-¡Oh, déjenle doctor que lo felicite por su folletín de El Nacional, qué linda, qué linda página!

-¿Lo ha leído usted? ¡Linda era en efecto!... ¡qué lastima que mis ex-ministros no sean capaces de juzgarla, son todos unos civilistas... aaah! -dijo el doctor, mirando al señor de las Vueltas con marcada intención.

Montifiori a su turno conversaba con el doctor de las Vueltas a propósito de un caballero de   —187→   las provincias que había pasado atufado y sin saludar al grupo.

- Pero algo debe tener con usted querido Montifiori, porque conmigo cultiva la más cordial amistad.

-En efecto, decía un gallo viejo de monocle que formaba parte del grupo, Il a l'air bien farouche.

-Ja, ja, mis buenos amigos; es el doctor Escañote de Corrientes, un incorruptible, me detesta, ¿y saben ustedes por qué? Una noche en París, este señor, que se había instalado con toda su prole en un mal hotel de cuarto orden, hacía la cola en la boletería de Variétés donde se daba la Femme á papá, una mononería de cosas cochonas en que Judic hace caer la baba. El buen señor, sin conocer las reglas de la cola, pretendió saltar su turno y pujar para romper la muchedumbre el muy sot; ¡claro! se armó un alboroto. Ese pobre señor tenía la desgracia de no hablar una palabra de francés, e interpelado por los agents de ville contestaba con el acento peculiar de su provincia.

«¡No me lleven así!... soy forastero, correntino,   —188→   de la República Argentina!...». y qué sé yo qué otras cosas.

De repente, malheur! me divisa, me conoce entre la ola de la muchedumbre y me grita: -«¡Señor Montifiori! ¡paisano, compatriota, venga a salvarme, me quieren llevar a la Comisaría!». Figúrese usted, doctor, yo iba en aquel momento nada menos que del brazo de ese espléndido Prince de Trois Lunes, un homme charmant, comme cicérone!; salíamos de Bignon, ¡era imposible codearme con aquel rastaquouère guaraní! El príncipe notó sin embargo mis señas y me decía: -«Comment! c'est un de vos compatriotes qui vous appelle, n'est-ce pas? ¿Qué podía yo contestarle?... Bah! non pas, mon cher prince, c'est un parvenu, je ne le connais pas!».

-¿Y cómo concluyó el incidente? preguntó el señor del monocle.

-Pero muy sencillamente, cenando nosotros en el Café Anglais y mi correntino durmiendo en la Comisaría!

-¡Ja! ¡ja! y todos a una reían de la espiritual aventura de Montifiori.

  —189→  

-¿Y qué es de tu mama, Blanca? no la veo... -le preguntó a su hija.

-Ahí anda, con don Benito... -contestóle su hija haciendo un gracioso movimiento de cabeza.

-¡Joven y linda como la hija! Mater pulchra, filia pulchrior! exclamó el doctor, embozando en su rostro moreno una sonrisa afectada y contoneándose siempre con las manos sobre el vientre.

-Bien jóvenes, díjoles Blanca, yo tengo sed, quiero tomar un helado; señor don Ramón, agregó dirigiéndose a mi tío; lléveme usted a tomar un helado. ¿Me permite usted que lo abandone por su tío?

-Con tal que el próximo wals sea mío... le contesté.

-¡Oh! ¡bien claro! tenemos un compromiso formal, me contestó, y soltándome el brazo, lo entregó coquetamente a mi tío Ramón y ambos se retiraron del grupo.

- ¿No es cierto que mi hija es charmante? dijo el doctor Montifiori al verla retirarse.

-Es una señorita, mi querido doctor, llena   —190→   de atractivos y usted me permitirá que le reitere mis más entusiastas felicitaciones y placeres sinceros, contestóle el doctor de las Vueltas, empleando el tono más melifluo de su voz.

-Es una nereida, una verdadera hurí, tiene la hermosura de Dido y el paso de una diosa... exclamó el otro doctor entusiasmado.

-Nosotros no tenemos papel que desempeñar en este baile... Mucha mamá demodada; y no es posible glisarles nada a las jóvenes sin que se ofendan. Por eso, mi querido de las Vueltas, es que yo amo la mujer fácil... ¡Variedades...! Anoche Fleur d'Eglantier estuvo apetitotísima en la chansonette... Quelle chatte

-¿Sí? ¿y qué cantaba?

-¡Oh, mon cher! cantaba Mon Oscar... estábamos en el avant-scène, con los attachés de la legación turca, y la muy ricotona me cantaba a mí sólo todos los couplets... ¡la sala ardía de envidia!... Yo estaba irreprochable... mis zapatos barnizados, mis guantes amarillos, un sobretodo de cuellos de silk-   —191→   skin... ¡en fin, espléndido! Subimos en mi cupé clarence y cenamos en el café de París soberbiamente... unas armoricains y un homard, ¡que sólo ese Sempé es capaz de proporcionar en esta tierra imposible! Qué mujer tan flirtante... Me llamaba Mon petit Pichonot!

En ese instante mi tío Ramón regresaba con Blanca del buffet.

-Comienza nuestro wals, señorita y yo lo reclamo. Tío, usted se queda con sus amigos y me devuelve la compañera ¿no es así? -le dije a mi tío Ramón.

-Te la entrego siempre que ella lo consienta, me contestó; y como Blanca se desprendiera sonriendo de su brazo, mi tío la dejó hacer y nos alejamos de nuevo de aquel grupo, que formaba uno de los más interesantes cuadros del salón.

El wals recomenzaba; entramos al gran salón y nos perdimos en el mar de danzantes. Blanca había pasado de su interesante palidez a un encarnado suave, que revelaba la excitación involuntaria que provocan en la mujer la música y el baile.

  —192→  

El último wals lo había bailado con un ímpetu y un ardor de 20 años. Sus ojos claros, melancólicos y un tanto estáticos por lo general, se habían alumbrado con un fuego intenso; su boca entreabierta delataba esa seductora molicie que invade todo el organismo delicado de la mujer en las horas fugaces de la fiesta.

Nos sentamos en un sofá al concluir la pieza que habíamos bailado, y como yo tratara de guardar cierta distancia respetuosa, dejándose caer sobre el respaldo del asiento, e inclinando la cabeza graciosamente, -me dijo:

¿Por qué tan lejos? Acérquese Vd. más... tome mi abanico, deme aire, me sofoco...

Obedecí maquinalmente, y al acercarme rocé con suavidad su rodilla, que se adivinaba a través de la veste y sentí su contacto tibio y carnal.

-Más cerca, abaníqueme usted... así... ¡oh! ¡ahora se respira!... y suspiró con toda el alma; y al suspirar, las curvas de su seno se desprendieron un instante del tul que las cubría y volvieron a dibujar su sobrio pero voluptuoso busto.

  —193→  

Yo me había acercado a mi compañera todo lo que el buen gusto lo permite.

Felizmente en aquel momento se organizaba una cuadrilla, y la fila compacta de las parejas nos cubría de las miradas de todo el mundo. Hay veces que un baile es más solo que un desierto. La música rompía en seguida y Blanca y yo, en nuestro sofá, gozábamos de la ventaja, de que nadie se preocupara de nosotros.

-¿Y su padre? ¿hace mucho tiempo que murió?... -me preguntó con un acento lleno de ternura.

-Veinte y dos años, cuando yo era un niño... -le contesté.

-Es triste sin padre y sin madre, tan joven...

-Muy triste Blanca.

-Y tanto más cuanto que usted no tiene fortuna y la fortuna es hoy indispensable en Buenos Aires. Sin fortuna la vida debe ser abominable. Al menos, yo no la concibo.

-¿No cree usted en el amor...?

-¿Solo? -me observó vivamente.

-Sí, -le dije mirándola con fijeza.

  —194→  

-¡No! me contestó ella con indiferencia... ¿quiere ser mi amigo? ¿Quiere guardarme una confianza?... Yo soy una mujer rara, extraña. Yo no he amado nunca y no sé si lo que he sentido alguna vez, puede llamarse amor; pero jamás, aun amando mucho, no me casaría nunca con un hombre pobre. Tengo horror, miedo, por la pobreza...

-Es triste, -le repliqué; ser de un hombre a quien no se ama, debe ser algo terrible en la vida...

-No lo creo. Se puede amar al mando, amarlo como a un amigo... al fin, el marido no es otra cosa a la vuelta de diez años. ¿Cómo concibe que don Ramón, su tío, esté enamorado de misia Medea? ¡Imposible!

-¡No, Fernanda! Pero si usted se casa con un hombre a quien no ama ¿cómo puede cerrar su alma para siempre, usted flor del mundo al fin?...

-¡Pero, no cerrándola, amigo mío!... Yo no sé si algún día me enamoraré, pero si tal cosa sucediera, soltera o casada, yo seguiría el imperio de mis pasiones...

  —195→  

-¿Casada, también?... le pregunté, aproximándome todo lo más posible.

-¡Casada, también! -me contestó; y su aliento me embriagó el rostro. Aquella mujer estaba enloquecedora en aquel momento.

La noche, aunque de julio, era tibia, y los balcones que dan a la calle del Perú estaban entreabiertos: nosotros estábamos sentados cerca del tercer balcón. Una pareja de esas que se forman con una mamá aburrida y un acompañante de compromiso, vino a sentarse a nuestro lado y nos consagró una mirada de indiscreta curiosidad. Yo aproveché la ocasión para invitar a Blanca a que abandonásemos el campo al enemigo y ella aceptó. Al pasar junto a la puerta del balcón, exclamó:

-¡Qué espléndida noche! y se detuvo un instante sobre el marco de la puerta; -¡hace un calor tan insoportable en la sala!

-En efecto, la noche es soberbia, le dije; ¡salgamos al balcón! -agregué acompañando mi palabra con una ligera presión en el brazo que tenía enlazado con el mío.

Nos criticarán... -me repuso. Este mundo   —196→   no ve bien estas cosas... pero a mí no me importa nada de él, salgamos; -agregó resueltamente y tomando ella misma la hoja de la puerta la abrió y juntos entramos al balcón.

Eran las tres de la mañana, la luna en menguante ya, iluminaba los techos de la ciudad dormida, la calle estaba solitaria, los faroles de gas con su luz roja titilaban, formando desde la esquina del club hasta el Retiro una senda que parecía alumbrada por candilejas.

Al entrar al balcón, alguna pareja nos había entrecerrado de nuevo las puertas y desde afuera, donde imperaba la sombra, hacia un contraste raro aquella sala profusamente iluminada en la que las diferentes tintas de los trajes, la música y el bullicio, producían un movimiento variado y constante.

-Nos han encerrado, -me dijo Blanca... ¡es original!...

- ¿Tiene usted miedo de estar sola conmigo... -le pregunté.

¡Miedo, yo! jamás lo he tenido... ¿qué podría temer de usted?...

-¿De mí...? nada, sino que la admiración   —197→   que usted me inspira me hiciera aprovechar este momento para cometer una locura.

-¿Qué locura? me dijo, echándose para atrás con una sonrisa llena de voluptuosidad.

-Ésta... -le contesté; y avanzando sobre el espacio del balcón hasta el rincón en que termina la reja, la impulsé suavemente, le saqué en un segundo uno de sus guantes, le tomé la mano, la llevé a mi boca, la rodeé con mis brazos el cuello y la cubrí de besos mudos e intensos que ella rehuía apenas, riendo entrecortadamente con cierta frialdad irritante.

El reloj del Cabildo golpeó en aquel momento las tres de la madrugada y el eco de la campana se extinguió en el silencio de la noche.

-Sabe que tengo un hambre devorador y que siento frío, -me dijo, entremos; y su rostro, al pronunciar estas palabras no reflejaba la más mínima impresión por lo que acababa de suceder.

-Blanca, -le dije, ¿me ama usted?...

-No lo sé, -me repuso, ¿Para qué quiere saberlo? ¡Aunque lo amara, no me casaría con usted...!

  —198→  

-¿Por qué?

-Porque usted no tiene nada. Yo soy una mujer que amo mucho el mundo y el lujo... Necesito un marido que sea capaz de proporcionarme todos mis gustos... Deje que se presente, y entre tanto, ámeme, siga amándome, le daré todo mi corazón, añadió riendo a carcajadas. Y cambiando de tono y como adoptando una resolución, -añadió: tengo hambre ¿lo oye usted? ¡lléveme a cenar!

Salimos del balcón y entramos de nuevo a la sala, Yo tenía la sangre en la cabeza, pero aquella mujer estaba fría como una lápida. En la escalera del comedor encontramos a don Benito que paseaba a Fernanda todavía.

-¿Qué tal, hijita mía, le dijo Fernanda pasándole la mano por la cara, te diviertes?

-¡Ah!, mucho, mucho mamá, replicóle Blanca.

-¿Y usted señor don Benito?... Sabe que tengo que darle las gracias por el compañero. Es un maestro; baila el wals admirablemente...

-¿Nada más que el wals? -preguntó con sorna don Benito.

  —199→  

-¡Oh, nada más! Ninguna mujer chic baila otra cosa... ¿No es verdad mamá?

-¿Por qué no?... Las cuadrillas son de regla en un baile.

-¡Para nosotros no! Nosotros hemos pasado las últimas en el balcón...

-¿Qué dices Blanca? -preguntó Fernanda con un acento de sorpresa.

-¡Sí, mamá, en el balcón!

Don Benito me miraba con una sonrisa llena de picardía y yo hacía un esfuerzo supremo para contener mi emoción. Pero Blanca con una resolución repentina me arrastró fuertemente del brazo que me tenía asido y me sacó del descanso de la escalera en que nos habíamos detenido.

-Vaya, ¿qué tiene de particular? -preguntó Blanca retirándose y mirando a la madre... ¿Tiene algo de malo lo que hemos hecho? y encogiéndose de hombros con un movimiento brusco, agregó con una carcajada:

-¡Vamos a cenar!

Entramos al comedor que todos conocemos: un gran salón al cual le falta mucho para estar bien puesto. Aquella noche, Canale, como   —200→   de costumbre, había formado la gran mesa en herradura con mesas centrales, y sobre ella, había levantado los mismos catafalcos de cartón y pastas de azúcar de todos los años. Se cena execrablemente en el club del Progreso y el adorno de la mesa tiene mucho de los adornos de Iglesia: los jamones en estantes de jalea, los pavos y las galantinas cubiertas por todas las banderas del mundo. En fin, allí se sienta uno con la indiferencia con que Raúl y Nevers se sientan en el banquete de papel pintado del primer acto de los Hugonotes.

El mozo se nos acercó y nos dio la carta. Blanca pidió bisque y nos hizo servir champagne. Era hija del padre; las delicadezas de la mesa la seducían más que otras cosas. Devoró el primer plato y agotó la copa con ansia. Nos habíamos sentado en un extremo de la mesa; las flores y los adornos centrales nos cubrían de los vecinos del frente. Yo me había aproximado a Blanca lo suficiente para atenderla, pero ella, no sé si con intención o sin ella, cerró la distancia aproximando lo más posible su asiento al mío.

  —201→  

-Vd. no bebe nada me dijo... ¿tiene miedo de perder la cabeza?

-No... si usted la perdiera, me gustaría perderla con usted, -le repuse.

-¡Yo!... sería inútil; tengo la cabeza muy fuerte para el champagne... Bebamos otra vez... ¡bebimos por nuestra amistad!

Yo levanté la copa junto con ella y juntos apuramos su contenido.

-Vd. es una mujer de hielo, -le dije.

- ¿Yo? ¡qué disparate! usted no me conoce, yo lo que soy es una mujer caprichosa... ¿Cree usted que con una mujer de hielo habría usted hecho lo que ha hecho esta noche? No... el día que yo llegue a amar, amaré como ninguna.

-¿A mí?

-No lo sé, a cualquiera; a usted si es capaz de hacerme feliz, a otro si usted no lo es...

En aquel momento comenzaba a amanecer; el primer albor del día dibujábase tras de las torres de San Francisco y el horizonte empezaba a teñirse débilmente de tintas rojas. Nos levantamos de la mesa y nos acercamos a los cristales   —202→   a admirar aquel cuadro sublime ante el cual empalidecían las luces del baile. Blanca estaba apoyada en mi brazo y dejaba caer su cuerpo débilmente sobre el mío.

-Es linda la madrugada, -le dije, oprimiéndola con pasión...

-¡No! -me repuso... la noche me gusta más... Vámonos, tiemblo de que el sol me sorprenda en la calle; y arrastrándome con fuerza bajamos la escalera y me obligó a conducirla al toilette.

-Adiós... -le dije estrechándole la mano.

-Adiós, -me replicó apretándome la mía en que quedaron impresos sus dedos finos y nerviosos.

Al dar vuelta me encontré con don Benito que acababa de abandonar a su compañera,

-Y... ¿qué tal Blanca?

-Fría como un mármol, le dije.

-¡Ah hijo mío! -me contestó, la hija es como la madre, una estatua que uno puede estrechar, besar y robar, pero una estatua; no se mueve nunca sin música...

-¿Qué música? -le pregunté.

  —203→  

-¡Inocente! la libra esterlina; una partitura que no admite rivalidades de escuela; y poniéndome el sobretodo en el brazo, y armando el claque, sacóme fuera y metióme en el cupé que comenzó a rodar apenas sonó el golpe de la portezuela.

La fatiga me rindió aquella noche pero no pude descansar. La imagen de Blanca, me atraía involuntariamente: veíala andar y detenerse burlonamente en mi camino como dándome tiempo para alcanzarla y cuando creía tenerla cerca, la visión desaparecía dejando en mi sueño el surco luminoso de su vestido rojo que parecía disolverse en el aire en deslumbrantes e impalpables copos de fuego.