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La gran comedia

Comedia en tres actos y en prosa

Enrique Gaspar



                 PERSONAJES ACTORES
 
ISABEL Srta. CALDERÓN
QUICA Sra. HIJOSA
CONCHA Srta. FERNÁNDEZ
BALTASAR Sr. ALTARRIBA
EUGENIO Sr. MORALES
LUIS Sr. CIRERA


All the world's a stage. And all the men and women merely players.
(Shakespeare (1): As you like.)


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Acto primero



Gabinete elegante en casa de ISABEL.



Escena I



ISABEL y LUIS, sentados. CONCHA corriendo al encuentro de BALTASAR que entra por el foro.



     CONCHA. -¡Hola, papá! ¿No sabes la gran noticia?

     BALTASAR. -¿Me han repuesto en mi destino?

     CONCHA. -¡Ojalá!

     LUIS. -Es una justa reparación que no debe hacerse esperar mucho.

     BALTASAR. -«Vuelva usted mañana,» como decía el gran Fígaro.

     ISABEL. -No: se trata de un asunto puramente de familia. Tengo la satisfacción de participarte que se acaba de fijar la fecha del matrimonio de mi hija con Luis.

     BALTASAR. -Vaya, pues recibe mi enhorabuena, ya que el casamiento es a gusto tuyo.

     ISABEL. -Gracias.

     BALTASAR. -El mal y el bien nunca vienen solos.

     ISABEL. -¿Y eso?

     BALTASAR. -Mujer, porque el enlace de mi sobrina coincide con la sentencia del tribunal, que te reconoce como heredera forzosa de nuestro difunto tío Gabriel.

     ISABEL. -¡Ah! sí.

     BALTASAR. -De modo que el bueno de Luis se encuentra con que no sólo realiza sus sueños de amor, sino que su elegida resulta hija única de una millonaria. Miel sobre hojuelas.

     LUIS. -(Impertinente.) Habrá usted de hacerme la justicia de creer que la sentencia no ha influido en mi determinación.

     ISABEL. -¡Qué susceptibilidad!

     BALTASAR. -Eso es cuenta de usted. Yo no digo otra cosa sino que a nadie le amarga un dulce. Por lo demás, dejo correr al mundo sin meterme nunca en él, a no ser que me atropelle en el camino; porque entonces el que sí me echo a un lado, o si no me deja apartarme lo empujo. Conque ¿cuándo es la boda?

     CONCHA. -El dos de Febrero.

     BALTASAR. -¿El día de la Candelaria?

     ISABEL. -Sí.

     BALTASAR. -¡Pues si eso se toca ya con la mano! Mañana es Nochebuena.

     CONCHA. -Voy a escribirle a Adela una carta de felicitación.

     BALTASAR. -No, Concha, que los médicos te han prohibido el trabajo mental.

     LUIS. -Puede usted evitarse la molestia; porque pienso, si, usted me lo permite, (A ISABEL.) ir a verla esta tarde a Aranjuez.

     ISABEL. -¿Cómo no? Es muy natural.

     BALTASAR. -Y dígale usted que vuelva pronto, que ya echo de menos sus diabluras.

     CONCHA. -Y yo su cariño. Empeñarse doña Gertrudis en que pase las pascuas con ella!

     ISABEL. -¡La quiere tanto!...

     BALTASAR. -Y no deben contrariarse los deseos de una señora que, aunque poco, piensa dejarle todo lo que posee.

     ISABEL. -¡Siempre cáustico!

     BALTASAR. -No, Isabel, sé justa; siempre de buen humor. Es lo único que le queda a tu pobre primo, y lo atesoro como un avaro para darle a este ángel alguna compensación en su monótona existencia. (Abrazando a CONCHA.)

     CONCHA. -¿Vas a entristecerme?

     BALTASAR. -¡Dios me libre!

     ISABEL. -Pues háblala de cosas amenas: por ejemplo, del día en que la casemos a ella también.

     BALTASAR. -Del día en que la... Pero, entendámonos: ¿es que ya hay moro en campaña?

     CONCHA. -¡Qué tontería!

     LUIS. -A esa edad es muy difícil que el amor no principie a reclamar sus privilegios.

     BALTASAR. -No hay que juzgar a los otros por sí mismos. Usted es todo corazón...

     LUIS. -(Machacas en hierro frío.)

     CONCHA. -Repito que es una broma...

     ISABEL. -Yo no aseguro que exista correspondencia mutua, porque él es respetuoso hasta rayar en tímido.

     BALTASAR. -Señores, ni nos hallamos en Tebas, ni en los tiempos en que se interpretaban enigmas. ¿Me quieren ustedes hacer el favor de hablar claro?

     CONCHA. -Nada: tía Isabel que se empeña en que yo estoy enamorada de Eugenio.

     BALTASAR. -¿De Eugenio? ¿Tú? ¿Y en qué se funda?

     ISABEL. -¡Ah! ¿No te llama la atención la frecuencia con que nos visita?

     BALTASAR. -De ningún modo; porque no ignorando lo muchísimo que os quiere, y siendo él la persona en quien tu tío Gabriel depositó su testamento reservado, encuentro lo más lógico que quien te instó a presentar tu derecho a la herencia por la desaparición de aquel instrumento, continúe visitándote con el carácter de asesor.

     ISABEL. -Yo no lo veo así. Puede que me equivoque; pero a fuer de madre, he adquirido la costumbre de penetrar en los secretos de las niñas, y lo que es la tuya... vamos, tiene algo más que simpatía por Eugenio. ¿Acierto? (A CONCHA con mimo.)

     CONCHA. -Me inspira la consideración que despierta un hombre de bien. (Cohibida.)

     ISABEL. -¿Y nada más?

     CONCHA. -¡Yo!...

     BALTASAR. -Eso sí; digno y caballero lo es como pocos.

     CONCHA. -Siento por él la veneración que merece la honradez.

     ISABEL. -¿Y nada más?

     BALTASAR. -¡Dala bola! ¿Qué más quieres que haga la pobre criatura?

     ISABEL. -Advierte, Baltasar, que yo hablo así llevada del mejor celo.

     BALTASAR. -No lo dudo, y te estoy muy reconocido; pero Concha posee el suficiente criterio para discernir que, si en merecimientos parecen formados tal para cual, la diferencia de fortuna abre entre los dos un abismo insondable.

     ISABEL. -Preocupaciones.

     LUIS. -La cotización de la virtud siempre está con tendencia al alza.

     BALTASAR. -Pero hay quien especula con su nombre, y lo parecería el que aspirase a unirse con un archimillonario la hija de un oficial cesante de la clase de terceros que, mientras mejora su suerte, tiene que vivir al abrigo de la munificencia de su generosa prima.

     ISABEL. -¡No hables de eso!

     BALTASAR. -Nada de castillos en el aire.

     CONCHA. -¡Yo, papá!...

     BALTASAR. -Ya sé que es ociosa la recomendación. Enamórate de un auxiliarcillo probo, inteligente y laborioso que junte su nómina a la de tu padre, cuando la vuelva a tener; y que te brinde con un porvenir en armonía con tu pasado. Sota, caballo y rey en la mesa; un sorbete el día del Corpus; galería alta en el teatro cada trimestre; un vestido nuevo por la Purísima, y mucho amor en el hogar, que es la única riqueza que resiste a todas las adversidades.

     ISABEL. -Pero si Eugenio...

     BALTASAR. -Eugenio es un potentado, y a los hombres ricos les sucede lo que a las casas buenas, que rara vez están desalquiladas. Puede tener ya comprometido el principal de la izquierda... (Aludiendo al corazón y reparando el efecto que hacen sus palabras en CONCHA.)

     CONCHA. -(Ah!) (Con amargura.)

     BALTASAR. -¿Qué?

     CONCHA. -Nada. (Disimulando.)

     BALTASAR. -(¡Infeliz! ¡Adora a quien no la corresponde!) (Con dolor reconcentrado.)

     ISABEL. -Pues hijo, yo...



Escena II



DICHOS, QUICA.



     QUICA. -¿Dan ustedes su permiso?

     ISABEL. -¿Quién?

     LUIS. -(¡La portera!)

     BALTASAR. -¡Ah! ¡Quica!

     ISABEL. -Adelante. ¿Ocurre algo?

     QUICA. -Dispénseme usted, señora, si vengo a incomodarla; pero estoy que se me puede ahogar con un cabello.

     ISABEL. -¿Qué le pasa a usted?

     QUICA. -¡Lo de siempre: cosas de mi marido, que me ha de matar a pesadumbres! ¿A qué iría a Segorbe el muy condenado? Allí lo conocí, porque yo soy de Segorbe, para servir a ustedes. Por eso me llaman Quica.

     ISABEL. -Bien, pero el hecho...

     QUICA. -El hecho es que los tiempos están muy malos, y gracias a que la familia es corta, padre, madre y una hija, porque el primero que tuve se me murió de tres meses. Entonces fue cuando le di el pecho a Eugenico.

     ISABEL. -Sí, ya...

     LUIS. -¡Ah! ¿Usted ha sido la nodriza de Eugenio?

     QUICA. -Cabal. Así ha salido él.-Pues vamos, yo con mi portería ayudo lo que puedo; la chica también saca para vestirse cantando en los coros del teatro Real, porque eso sí, la he criado como a una princesa; pero mi marido es el que con la reventa de billetes lleva todo el peso de la casa. Pues bien: como ahora dicen que anda eso tan perseguido, creo que anoche los sorprendieron y hubo camorra, palos y hasta me parece que alguna descalabradura. El resultado es que tengo a Roque incomunicado en la cárcel.

     ISABEL. -Pero es cuestión de cuarenta y ocho horas.

     CONCHA. -(Y que ya no le coge de nuevo.)

     LUIS. -Además, no han de faltar influencias para que lo excarcelen bajo fianza.

     BALTASAR. -Naturalmente. ¿Para qué es la amistad, sino para impedir que la justicia cumpla con su deber?

     QUICA. -Les agradezco a ustedes mucho la fineza, pero... no hay prisa. Cuanto más tiempo me lo guarden allí, mejor. Es cuando más paz tenemos. Sobre que a él no le va tan mal. Veinticinco duros ganó al monte en los tres días que estuvo la última vez en el Saladero.

     BALTASAR. -¡Digo si es ganga!

     ISABEL. -Entonces, ¿qué es lo que desea usted de mí?

     QUICA. -Verá uste. Hace poco me he puesto a cepillar su ropa, porque me he dicho: «Si me la pide, ya la tiene limpia, y si no, entre tanto descanso.» Y al sacudirle los bolsillos, que siempre los lleva llenos de tabaco en las costuras, me encuentro con un billete de lotería.

     ISABEL. -¿Premiado?

     QUICA. -Cá, señora; por vender. Yo me figuro ya lo que ha ocurrido: don Timoteo, un agente de bolsa que quiere mucho a la chica -él es quien la metió en el teatro-, nos toma todas las extracciones un número entero, y hasta me tiene ofrecido el año que le toque el premio gordo de Navidad, regalarme cinco mil duros para poner una lonja de ultramarinos; porque como sabe que el comercio es mi fuerte... Pues bien, se conoce que mi marido le ha reservado el billete según costumbre, pero él se marchó a Valladolid hace tres semanas y aun no ha vuelto. De modo que nos encontramos con dos mil reales sobre las costillas.

     ISABEL. -No se apure usted, ya encontrará Roque manera de colocarlo, así que se halle en libertad.

     ISABEL. -¿Qué dice usted? ¡Pues si a estas horas estará acabándose el sorteo!

     BALTASAR. -Sí, hoy es la extracción.

     CONCHA. -(¡Pobre mujer!)

     ISABEL. -En ese caso... Es una contrariedad; tómelo usted con paciencia.

     QUICA. -Ande usted, señora; hágame usted la caridad guardárselo.

     ISABEL. -¿Yo?

     QUICA. -Mire usted qué número tan redondo y tan bonito. (Enseñando el billete.)

     ISABEL. -Me es imposible; tengo muchas atenciones que cubrir. ¿Por qué no recurre usted a Eugenio?

     QUICA. -Eugenio en primer lugar no juega nunca; y luego, que aunque supongo que no había de rehusarme este favor, no quiero abusar hasta el último extremo; porque aún no hace un mes me sacó de otro apuro. Vamos, don Baltasar, anímese usted; aquí está la suerte. (Brindándole con el billete.)

     BALTASAR. -¡Ay! ¡Quica! Si yo tuviese dos mil reales, ya no era usted más portera; la jubilaba con todo el sueldo.

     QUICA. -¿Y usted, don Luis?

     LUIS. -Lo siento, pero ya traspuse mi límite.

     BALTASAR. -¡Ea! hombre, aprovecho usted la suerte ahora que está de buenas. A ver si le caen a usted diez milloncejos y saca para el pan de la boda.

     QUICA. -(Con mal reprimida sorpresa.) ¿De la boda?

     LUIS. -(¡Imprudente!)

     QUICA. -¿Pero cómo? ¿El señor se casa?

     CONCHA. -Con mi prima.

     QUICA. -¿Con doña Adela?

     ISABEL. -Con mi hija, sí. ¿Qué tiene eso de particular?

     QUICA. -(A CONCHA, después de tomar una resolución.) Perdóneme usted si la suplico que nos deje solos: hay ciertas cosas que no las deben oír las niñas. (CONCHA se retira.)

     BALTASAR. -Ni los extraños, presumo. (Tratando de irse.)

     QUICA. -(Deteniéndola después de titubear.) No; usted es padre honrado y le necesito, para que me sirva de hombre bueno.

     ISABEL. -(¿Qué saldrá de aquí?)

     LUIS. -(Resolución.)



Escena III



DICHOS menos CONCHA.



     QUICA. -Señora: la gente ordinaria sabemos sentir las cosas, pero no acertamos a decirlas; ayúdeme usted a comprenderme. Don Luis no puede casarse con su hija de usted... porque... es preciso que se case con la mía.

     LUIS. -(¡Oh!)

     BALTASAR. -(Siempre lo tuve por un perfecto bribón.)

     QUICA. -Eso es; y muchas gracias, por haberme evitado el tenerme que explicar mejor.

     ISABEL. -Me ha dejado usted aturdida.

     QUICA. -No lo estoy yo menos desde que Carmen me ha contado esta mañana su abandono.

     ISABEL. -Deploro lo ocurrido; pero creo que no es a mí, sino a este caballero a quien debe usted dirigirse.

     QUICA. -Ya se me alcanza que ciertos asuntos no han de irse divulgando con trompeta; pero aquí está usted tan interesada como la que más. Y después, que yo me encuentro como el que ve entrar ladrones en su cuarto, que lo primero que se le ocurre, es gritar «a la guardia» En fin; que hable ese... caballero.

     ISABEL. -Sí, hable usted. Y si los compromisos que contrajo con Adela han de ser obstáculo para ulteriores propósitos, yo le eximo a usted de ellos en nombre suyo. (Todo esto dicho sin convicción y solo como quien cumple con un deber ineludible.)

     LUIS. -Me complazco en suponer que se expresa usted así por un acto de deferencia hacia esta señora, y sin convencimiento profundo de sus palabras.

     ISABEL. -¿Qué?

     LUIS. -Ni usted puede proponerme formalmente que prescinda de la felicidad de Adela y de la mía propia por una locura de la juventud, ni yo tomar en serio el que usted me juzgue capaz de casarme con la hija de... su portera.

     ISABEL. -Con todo...

     QUICA. -¡Pues hombre! ¿Y por qué no? Cuando está de por medio la honra de una familia sin tacha...

     ISABEL. -(Con el padre en la cárcel.)

     LUIS. -¡Vamos! No me obligue usted con esas pretensiones a agravar su situación, añadiendo a la ofensa, que reconozco, una sonrisa que en vano pugno por reprimir.

     QUICA. -¿Hase visto desfachatez como ella? Don Baltasar, hágame usted el favor de decirle todo lo que tengo aquí dentro, (Por la cabeza.) y que no me puede bajar a la boca.

     BALTASAR. -¡Ay! mire usted; yo asisto a esta función como simple público. Más aun: he sido convidado. Así pues, ni debo aplaudir ni silbar.

     QUICA. -Es claro: todos en contra mía.

     ISABEL. -Te suplico que des tu parecer. (A BALTASAR.) No quiero que, ni remotamente, llegue Quica a presumir por tu silencio que la dejamos sin defensa para valernos de nuestra superioridad.

     BALTASAR. -No, Isabel; mejor es que me calle.

     ISABEL. -¿Y por qué?

     BALTASAR. -No ignoras que yo hablo duro porque pienso recto, y sentiría ofender a alguien por ingerirme en lo que al fin y al cabo, ni me va ni me viene.

     QUICA. -Por eso, no señor; y al que le pique que se rasque.

     LUIS. -Uno mis ruegos a los de esta señora para que no se crea que trato de eludir mi responsabilidad.

     BALTASAR. -¿Ustedes lo quieren?

     QUICA. -Nada, nada; y muy clarito.

     BALTASAR. -Corriente. ¿Ha estado usted muchas veces en el teatro?

     QUICA. -Muchas.

     BALTASAR. -¿De modo que lo conoce usted bien?

     QUICA. -Hasta el foso.

     BALTASAR. -Pues ha de saber usted que el mundo no es más que un vastísimo escenario en el que los hombres y las mujeres, por supuesto, viven representando una gran comedia.

     ISABEL. -No todos.

     BALTASAR. -Es cierto: la justicia reclama excepciones. Hay algunos que no se ponen nunca el colorete; pero a los infelices les pasa en el teatro social lo que a los espectadores de buena fe en los teatros reales, que toman las pelucas por verdaderas calvas, y los venenos de guardarropía, por filtros envenenadores, y vuelven a su casa afligidísimos, mientras los cómicos cenan tranquilamente con el producto de su credulidad.

     QUICA. -¿Y eso, que tiene que ver con mi hija? Ella es de ópera.

     BALTASAR. -Paciencia. ¿No ha visto usted cómo, por ganarse la nómina, tal individuo que hoy hace de hombre inflexible y honrado, imita mañana a un ser abyecto sin noción alguna de moral? Pues lo mismo acontece en la gran comedia humana. Sus artistas, que tampoco trabajan de balde, ejecutan toda clase de papeles para cobrar el sueldo porque los ha ajustado su egoísmo.

     QUICA. -¡Ah! Ya lo voy comprendiendo.

     BALTASAR. -Y ahora lo entenderá usted mejor. No hace todavía tres meses dio usted a toda la vecindad una escena cómica, despidiendo de la portería a gritos y escobazos a un oficial de carpintero que parece que también debía casarse con la muchacha. (ISABEL y LUIS sonríen.)

     QUICA. -¡Calumnia!

     BALTASAR. -Usted misma nos lo contó, añadiendo que no accedía a la boda reservaba usted a Carmen para más altos destinos.

     QUICA. -¿Se la había de entregar yo a aquel descamisado?

     BALTASAR. -Bueno. Poco tiempo después se apercibe usted de que Luis solicita a la chica; porque usted no lo ignoraba.

     QUICA. -Tenía sospechas.

     BALTASAR. -No regateemos. Y en lugar de decirse: «Esto no puede ser.» exclama usted: «¿Quién sabe?» y cierra los ojos; pero al abrirlos le viene usted a pedir que la haga su suegra sin acordarse de que es la escoba del zapatero lo que usted cree blandir por cetro de su dignidad. Y como las situaciones falsas resultan contraproducentes, los que característica la aplaudieron a usted, drama matrona la silban.

     QUICA. -En fin, al grano.

     BALTASAR. -Que es una desgracia; pero que hay fatalidades de las que debe huirse, porque de antemano se prevé, que no tienen más solución que la conformidad.

     QUICA. -Pues, señor, aquí puede decirse eso que dicen por ahí... «Te traje por hombre bueno y me has salido hombre malo.»

     LUIS. -Yo me permitiré aconsejarle a usted un poco de discreción.

     QUICA. -Usted no tiene que aconsejarme nada.

     ISABEL. -Calma, Quica; no se exaspere usted así por una travesura de muchachos.

     QUICA. -Señora...

     ISABEL. -En la que, después de todo, la responsabilidad no es sólo de Luis.

     LUIS. -Indudablemente.

     QUICA. -¿Cómo?

     ISABEL. -Carmen ha sido siempre una niña un poco ligera.

     QUICA. -Adelante.

     ISABEL. -Y usted debió haberla educado con más severidad.

     QUICA. - Así, así: cébese usted en el vencido.

     BALTASAR. -Pero no haga usted caso; si mi prima tampoco siente lo que dice.

     ISABEL. -¿Eh?

     BALTASAR. -A cada cual su turne. ¿Cómo he de suponer yo en ti, que eres madre y persona ilustrada, tal ausencia de sensibilidad y de criterio que desconozcas lo grave y aflictivo de la situación de Quica? Si por un momento, lo que Dios no permita nunca, los papeles se trocasen...

     ISABEL. -¡Oh, Jesús! ¡Calla!

     BALTASAR. -Pondrías a Luis de bribón que no habría por dónde cogerlo. Pero como, por el contrario la boda te seduce, Luis es a tus ojos un hombre a quien disculpa la juventud, Carmen una criatura consecuente con su veleidad y Quica una madre sin energía.

     LUIS. - A mí me parece que esta señora procede con muy buen sentido y como todas en su caso.

     BALTASAR. -Como muchas, tal vez; como todas no. Y yo en su caso, le negaba a usted rotundamente la mano de Adela.

     TODOS. -¡Ah!

     BALTASAR. -Porque el pasado de usted es una espina que ha de estar siempre clavada en el corazón de su esposa, y no es garantía para su felicidad el que un hombre a quien se le imputa semejante falta, no tenga una frase de consuelo para aquellos a quienes ha ofendido, y se limite a rechazar con burlas sus pretensiones por la superioridad de su clase. Lo que me da derecho a creer que si la víctima fuese la primogénita de un duque o la heredera de una pingüe fortuna, sacrificaría usted sin esfuerzo el amor de mi sobrina a un arrepentimiento de circunstancias.

     ISABEL. -¡Por Dios!...

     LUIS. - Observo con extrañeza que no pierde usted la ocasión de atribuir a todos mis actos miras interesadas.

     BALTASAR. -Pues sí señor, ya que la oportunidad se presenta, confesaré que, en mi concepto, no lo impulsa a usted a entrar en esta familia, más móvil que el interés.

     ISABEL. -¡Oh!

     LUIS. -¡Don Baltasar!

     BALTASAR. -Tengo muchos más años que Adela estrechos vínculos. Además, ¿no se me ha exigido decir lo que sintiera? Pues yo lo he hecho. Ahora dejen ustedes que me vuelvan tranquilamente a mi butaca a ver el espectáculo, y no se extrañen de mi impasibilidad, porque como la obra me es muy conocida, ninguna de sus situaciones me produce efecto. (Sentándose.)

     QUICA. -¿De modo que está usted resuelta a casarlos?

     ISABEL. -¿Pero qué más se me exige? Ya le he dejado a Luis su libertad de acción; si él no quiere hacer uso de ella, ¿voy, sin conseguir evitar uno, a causar dos males destruyendo las ilusiones de mi hija?

     QUICA. -¿Y usted qué responde? (A LUIS.)

     LUIS. -Nada. (Con desdén.)

     QUICA. -No puede ser menos. Corriente: yo haré que ponga impedimento la justicia.

     LUIS. -Carmen es mayor de edad, y aquí no hay víctima, sino cómplice.

     ISABEL. -(¡Qué depravación tan refinada!)

     QUICA. -¡Buenas están las leyes! Pero, en fin, a dónde ellas no alcanzan, llegará Roque, y así que vuelva de la cárcel, él se encargará de echarle a usted la bendición a muchas gracias. Perdonar el mal rato, y... ¡a vivir, tropa! Que ustedes lo pasen bien. (Vase.)



Escena IV



ISABEL, BALTASAR, LUIS.



     LUIS. -Yo también dejo a ustedes. (Consultando el reloj.) La hora del tren se acerca.

     ISABEL. -(Cumpliendo con una obligación impuesta por las circunstancias.) Luis, no he querido humillarle a usted con mis reconvenciones delante de una criada: pero ahora que estamos solos, sepa usted que con su conducta me ha procurado un verdadero disgusto.

     LUIS. -¡Isabel!... (Imitándola a no tomarlo en serio.)

     ISABEL. -No venga usted con disculpas que me son sobrado conocidas. Lo único que tengo que añadir es que ha decaído usted notablemente en mi afecto. Así, pues, y en bien de todos, medite usted a solas con su conciencia cuál es el camino que en tal caso debe seguir un hombre de honor.

     BALTASAR. -(Otra farsa impuesta por la situación. Ni a tiros cede mi prima el yerno.)

     LUIS. -Ese lenguaje la enaltece a usted mucho; pero abrigo la esperanza de que así que el tiempo haya dado lugar a la reflexión, la lógica se sobrepondrá a ese plausible sentimiento de delicadeza.

     ISABEL. -No obstante...

     LUIS. -Lo pensaré. (Zumbón.) Hasta luego. Don Baltasar... (Despidiéndose.)

     BALTASAR. -Buen viaje y expresiones.

     LUIS. -Gracias. (Vase.)



Escena V



ISABEL, BALTASAR, después CONCHA.



     ISABEL. -Vamos, no dirás que soy una actriz encargada de representar el papel que me han repartido mis miras personales.

     BALTASAR. -«Mi capitán, mi capitán, un prisionero,» gritaba un recluta. «A ver, traémelo aquí,» repuso el jefe. «No puedo, señor, porque me tiene cogido de una oreja y no me quiere soltar...» Y así haces tú, prima mía, le echas un discurso, después de estar convencida de que no se casa con Carmen, y pregonas de buena fe que tratas de traerlo al buen camino, cuando sabes que es Luis el que te tiene cogida la voluntad.

     ISABEL. -Vaya, contigo no hay medio de entenderse.

     CONCHA. -(Que aparece, disimulando su sobresalto.) ¿Estáis solos?

     ISABEL. -Sí. ¿Qué ocurre? ¡Pareces inquieta!

     BALTASAR. -¿Te sientes mal, Concha?

     CONCHA. -No; es que ha venido tu abogado. (A ISABEL.) Y por si aún no se había ido Quica, lo llevé al despacho de papá.

     ISABEL. -¿Pero es asunto tan urgente?

     CONCHA. -Sí, dice... que trae muy malas noticias.

     BALTASAR. -¡Ah!

     ISABEL. -¿Qué? ¡Baltasar, vente conmigo. Jesús, que vuelco me ha dado el corazón! (Vase.)

     CONCHA. -¡Está arruinada!... (Al oído de su padre.)

     BALTASAR. -¿Sí? Pero, hija mía, tu salud, es antes que todo, no te sobrecojas. ¡Pobre Isabel! (Sigue a su prima.)



Escena VI



CONCHA, EUGENIO.



     CONCHA. -¡Arruinada!... ¡Dios mío! Ella tan buena... Eugenio. (Enjugándose las lágrimas.)

     LUIS. -¿La encuentro a usted llorando? No pregunto más; se sabe todo.

     CONCHA. -Pero ¿cómo ha sido?

     EUGENIO. -Una fatalidad. El testamento cerrado que don Gabriel otorgó y que, por no haber aparecido a su muerte, permitió a Isabel entrar en posesión de su fortuna como heredera forzosa, ha sido encontrado al fin, y la desgraciada no tiene más remedio que despojarse de sus bienes.

     CONCHA. -¡Qué horror!

     EUGENIO. -Y lo que más me aflige, es que, por un sarcasmo de la suerte, soy yo el llamado a privarla de la herencia.

     CONCHA. -¿Usted?

     EUGENIO. -YO, que daría la mitad de lo que poseo por ver a todos ustedes felices.

     CONCHA. -¿Y qué va a ser de nosotros? Porque desheredada mi tía, mi pobre padre y yo quedamos a merced de la caridad pública.

     EUGENIO. -No se abandone usted a la desesperación. Dios es grande, y sus virtudes de ustedes muchas para que Él no las recompense. Vamos, seque usted sus lágrimas, sentémonos aquí, y oiga usted una confesión que ya no me cabe en el pecho. (Se sientan.)

     CONCHA. -Escucho. (Emocionada.)

     EUGENIO. -¿Usted cree que, (Con timidez.) A mí me sea lícito enamorarme de una niña sin herir su delicadeza ni marchitar sus ilusiones?

     CONCHA. -(¡Ah!) (Con reprimido gozo y tomando para sí las frases de EUGENIO.) ¿Por qué no?

     EUGENIO. -Porque así como la mayor parte de los ricos imaginan que su dinero les autoriza a todo, a mí se me figura que voy a deprimir siempre con el mío a los que son menos que yo. Y en esta circunstancia concreta, temo hasta ofender al amor, presentándome en su templo vestido de oro, como si fuese a un mercado.

     CONCHA. -Si la persona objeto de esa preferencia, es, como debe presumirse, digna de tal honra, bendecirá los beneficios que reciba, sin descender jamás a contarlos.

     EUGENIO. -¡Es usted un ángel! ¡Pero aún hay más! Mi juventud no es alegre ni bulliciosa: tiene el bello de una vejez prematura provocada por la orfandad de afectos que me envuelve. Y no sé hasta qué punto me autorice el cariño a privar de las sonrisas de la existencia a una criatura, para quien el despertar del primer sueño puede constituir un desengaño.

     CONCHA. -La formalidad del carácter no excluye la dicha en el matrimonio: y la mujer que amó a su marido le sacrificará gustosa los efímeros planes del mundo por los tranquilos y duraderos goces del hogar.

     EUGENIO. -¡Cómo se hermanan nuestros sentimientos! Pues bien: ¿a qué ocultarlo si ya lo han debido ustedes comprender en mí? Amo, amo apasionadamente, y me decido a romper el silencio antes de que se estrechen más los lazos que unen a Luis con Adela.

     CONCHA. -¡Ah! (Levantándose, espantadas al recibir el desengaño.)

     EUGENIO. -¿Qué?

     CONCHA. -Nada. (Dominándose.) Que al identificarme con la situación de usted, di al olvido que hoy acaba de fijarse la boda de Luis con mi prima.

     EUGENIO. -¡Siempre tarde! Y sin embargo, no me abandona la esperanza. He llegado a fingirme que ese casamiento obedece a una imposición de Isabel y no a un acto espontáneo de su hija; porque... no son los celos los que me impulsan a hablar así, pero Adela no puede amar, si lo conoce, al hombre a quien va a unirse.

     CONCHA. -Sí... acaso.

     EUGENIO. -Y ya ve usted que no es sólo mi felicidad, es la suya la que arriesga en la partida.

     CONCHA. -Tiene usted razón.

     EUGENIO. -Una cláusula testamentaria, dictada por antiguos odios, me prohíba ceder en favor suyo ni de su madre los bienes que acabo de heredar. Además de que aunque nada me lo vedase, ¿podría yo ofrecerlos, sin humillarlas, un donativo que tendría las apariencias de una limosna?... Mientras que... llamándose mi mujer...

     CONCHA. -¡Oh! Es preciso que lo sea.

     EUGENIO. -Pero mi situación se ha vuelto hoy más difícil que nunca. Yo no puedo hablar sin conocer sus inclinaciones, sin penetrarme, de que ella no ve en mí un licitador soberbio, sino un amigo leal que viene a relevarla de un sacrificio. Concha, ayúdeme usted a sondear su corazón; ¡sea usted mi cómplice en tan buena causa!

     CONCHA. -¡Cómo! ¿Usted quiere, que yo?... (¡Dios mío!) (Rompe a llorar.)

     EUGENIO. -¿Qué? Ese llanto...

     CONCHA. -Me lo arranca la desesperación del temor que abrigué por la suerte de las personas a quienes tanto debo.

     EUGENIO. -¡Oh! ¡No! (Presintiendo la verdad.)

     CONCHA. -La alegría de saber que Adela va a ser venturosa... y que yo, ¡yo más que nadie habré contribuido a la obra de su eterna felicidad!

     EUGENIO. -Concha, la satisfacción del bien ajeno no se parece en nada a las lágrimas del sufrimiento propio.

     CONCHA. -¿Qué?

     EUGENIO. -Usted no me dice la verdad.

     CONCHA. -Sí, sí. Alguien viene. Adiós.

     EUGENIO. -Pero...

     CONCHA. -Confíe usted en mí. (Vase precipitadamente.)

     EUGENIO. -(Después de una breve pausa.) ¡Señor, que no se confirme tan horrible sospecha!



Escena VII



EUGENIO, BALTASAR.



     BALTASAR. -Siempre se halla al amigo fiel, allí donde se necesita un consuelo.

     EUGENIO. -Temo, no obstante, mortificar hoy con mi presencia. Vamos a lo que más importa. Don Baltasar, ¿su hija de usted ama a alguien?

     BALTASAR. -Esa pregunta...

     EUGENIO. -Pues bien; más claro: ¿me ama?

     BALTASAR. -¿Por qué lo dice usted? (Cohibido.)

     EUGENIO. -¡Ah! sí, es cierto. ¡Miserable! Acabo de hacerle añicos el corazón.

     BALTASAR. -¡Por Dios, Eugenio! ¡Usted sabe que Concha padece una aneurisma; que cualquiera impresión dolorosa me la puede matar!

     EUGENIO. -No aumente usted mi confusión. Y yo le he pintado con los más vivos colores mi pasión por Adela. Hasta le he exigido que me preste apoyo para penetrar en el afecto de su prima, guiado por su generosa mano. ¡Pobre criatura!

     BALTASAR. -¡Eugenio, yo no miento jamás! No sé nada de positivo: pero presumo que no se equivoca usted. Creí poderme vanagloriar de ir destruyendo poco a poco el castillo de sus ilusiones, que usted, tan brusca como inocentemente, ha hecho caer en ruinas.

     EUGENIO -¡Oh! Si al corazón se le pudiese mandar...

    BALTASAR. -Ya hace tiempo que he sorprendido en el de usted esa profunda herida que trata de encubrir: de otra suerte no me hubiera puesto a extirpar del de Concha las raíces de su amor, con ese doloroso tacto del que opera sobre su hijo. ¡Porque si río en medio de mi amargura, es por ella; simpatizo aún con la vida, porque imagino que con mis cuidados puedo prolongar la suya, y por verla feliz iría yo hasta el crimen! (Exaltado.)

     EUGENIO. -¡Don Baltasar!...

     BALTASAR. -Perdone usted en el hombre los arrebatos del padre.

     EUGENIO. -Silencio. Isabel.



Escena VIII



DICHOS, ISABEL, viendo a EUGENIO, a poco LUIS.



     ISABEL. -¡Ah! ¿Usted aquí? No es muy generosa la entrevista.

     EUGENIO. -Señora... (Entra LUIS.)

     BALTASAR. -¿Cómo? ¿Ha perdido el tren? (Al ver a LUIS.)

     LUIS. -(Azorado.) ¡Al dirigirme a la estación, he tenido conocimiento de una triste nueva, que... no quisiera ver confirmada!

     ISABEL. -Desgraciadamente no deja duda.

     LUIS. -(¡Ah!)

     ISABEL. -Pero es muy extraño, en verdad, que un documento de esa importancia haya permanecido oculto tanto tiempo, siendo encontrado al fin entre los papeles de un antiguo servidor de su padre de usted. (A EUGENIO.)

     LUIS. -No sé dame otra explicación satisfactoria, sino que, cuando el incendio de mi casa, se puso en salvo el archivo, y al restituir los legajos debió quedar ese por inadvertencia de nuestro honrado mayordomo.

     ISABEL. -Y ha sido preciso que ese criado muera repentinamente para que en el inventario judicial aparezca el testamento, se convoque a los testigos, y con su apertura se me prive de una herencia que usted me arrebata.

     EUGENIO. -¿Yo?

     BALTASAR. -(¡Qué injusta es la ira!)

     LUIS. -Pero la sentencia del tribunal que reconoce a usted por heredera, es definitiva y produce ejecutorio.

     BALTASAR. -No señor: Isabel no percibe más que el usufructo, y no puede entrar en posesión de sus bienes hasta espirar el plazo que, para averiguación del paradero de la disposición testamentaria, ha creído deber señalar la ley.

     LUIS. -Con todo; aún puede litigarse.

     ISABEL. -Es inútil. El plan ha estado tan bien concebido como llevado a efecto.

     EUGENIO. -Pero... ¿duda usted de mí?

     ISABEL. -Creo firmemente que ha servido usted de cómplice al testador en sus odios contra mi difunto marido.

     TODOS. -¡Cómo!

     ISABEL. -Instituye a usted por heredero; dispone, para destruirnos toda esperanza, que si muero usted sin sucesión antes que él o renuncia la herencia, se destine su fortuna a la fundación de una obra pía. ¡Y por un refinamiento de crueldad aguarda usted a que yo me forje la ilusión de tener asegurado el porvenir de mi hija, para hacer valer su derecho y sumirnos en la miseria!

     TODOS. -¡Oh!

     EUGENIO. -El dolor le trastorna a usted el juicio.

     ISABEL. -No; la persuasión de un desengaño.

     EUGENIO. -No me obligue usted, para vindicarme, a revelar mis más ocultos y delicados sentimientos.

     ISABEL. -¿Algún nuevo subterfugio?

     EUGENIO. -¡Esto es espantoso! Yo no quiero desmerecer en la estimación de nadie y menos de usted a quien tanto considero, y cuyas invectivas perdono, en atención, a su amargura. Sí; conocía confidencialmente la disposición de don Gabriel en favor mío, y los rencores por su familia. Y no destruí el testamento por si su conservación podía ser favorable a mis propósitos; pero lo oculté yo mismo bajo segura custodia, para que entrase usted en posesión de la herencia y no abrigara usted temor alguno sobre la suerte de su hija, víctima inocente de las ajenas discordias.

     TODOS. -¡Oh!

     EUGENIO. -¡La fatalidad no me ha dejado concluir mi obra! (Sollozando.)

     ISABEL. -¡Eugenio, estoy confundida!

     BALTASAR. -(¡Alma grande!)

     LUIS. -(¡Arruinada!)

     BALTASAR. -Ahora usted va a ser el apoyo de los desvalidos. (A LUIS.)

     LUIS. -Conozco mis deberes. (Se oyen gritos dentro muy desaforados que da QUICA.)

     ISABEL. ¡Esas voces!...

     EUGENIO. -Con efecto...

     BALTASAR. -¡Algo ocurre! (Se dirigen todos al foro donde aparece CONCHA.)

     ISABEL. -¿Qué pasa?



Escena IX



DICHOS, CONCHA, luego QUICA.



     CONCHA. -Quica, que sin duda ha perdido la razón. ¡Viene gritando como una loca! Trae un papel en la mano...

     TODOS. -¿Eh?

     CONCHA. -Aquí está. (QUICA se presenta ebria de alegría.)

     QUICA. ¡A ver! ¡Que se me abran de par en par las puertas! ¡Que bajen la cabeza los criados cuando pase mi persona! ¡Ya no soy Quica, la mujer del Chato! ¡Soy doña Francisca Martínez, la señora de don Roque Perales! ¡Vaya! ¡Y me puedo sentar delante de ustedes! (Sentándose.)

     BALTASAR. -Pero serénese usted.

     ISABEL. -¿Qué es ello?

     QUICA. -¡Que tengo el mejor marido del mundo y ahora mismo que voy en un coche a comérmelo a besos! Y si no me lo dejan sacar a buenas de la cárcel, compro a los carceleros, al juez, y si es necesario, al presidente del Consejo de Ministros...

     EUGENIO. -¿Estás loca?

     QUICA. -¡De alegría, de satisfacción! Eugenio, si te falta algo, aquí está tu ama que ya es tan rica como tú.

     TODOS. -¿Cómo?

     QUICA. -Si para corazonadas no hay como mi Roque. No vendió el billete... y miren ustedes esto. (Enseñando el billete de la lotería y la lista que tiene en la mano.) Quince mil seiscientos noventa y cinco. ¡Dos millones y medio de pesetas!

     TODOS. -¿Qué? (Con asombro.)

     LUIS. -No hay duda. (Cerciorándose.)

     QUICA. -Quinientos mil pensantes míos y remíos.

     LUIS. -(¡Diez millones!)

     ISABEL. -(¡Qué contrastes los de la fortuna!)

     CONCHA. -Sea enhorabuena, Quica.

     BALTASAR. -Cuando da Dios, da de veras.

     EUGENIO. -Ahora a conservarlos.

     QUICA. -¡Pues no que no! En cuanto compré la lista me corriendo como un corzo, porque me figuré la satisfacción tan grande que les iba a dar a ustedes. (Con retintín.)

     TODOS. -Sí.

     QUICA. -Pero me voy al momento a contárselo a todos, y a alquilar un cuarto; porque lo que es a la portería no vuelvo yo ni para cenar esta noche. Y me he de abonar a los teatros, y me paseará por el Retiro en carretela descubierta, seguida de mozalbetes a caballo junto al estribo; porque novios los va a tener ahora así mi hija. (Señalando con los dedos.) ¡Digo! ¡Con diez millones! Le va a salir a real cada uno... Conque gracias por la enhorabuena. Ya vendré a ofrecerles a ustedes mi nueva casa... Agur. Vaya, acompáñeme usted hasta la puerta, como se hace con las señoras. (A ISABEL.)

     ISABEL. -¿Eh?

     QUICA. -El dinero del mes se lo puede guardar para alfileres de la boda de Adela. (A ISABEL.)

     ISABEL. -¡Quica! (Enojada.)

     QUICA. -No haga usted caso: ya soy rica y tengo el derecho de decir lo que me dé la gana. Y si no acomodo, me despide usted. ¿Estamos? Que revienten ustedes de salud. (Da un respingo y vase.)



Escena X



DICHOS, menos QUICA.



     ISABEL. -¡La muy osada!

     BALTASAR. -¡Déjala!

     EUGENIO. -¡Sufre la embriaguez de la riqueza!

     CONCHA. -¡Pero qué suerte la suya!

     EUGENIO. -El dinero no constituye la felicidad. (BALTASAR reparando en LUIS, que está sumido en hondas meditaciones.)

     BALTASAR. -¿Qué tiene usted? ¿Se ha quedado usted pensativo?

     ISABEL. -Está usted pálido. ¿Se siente usted mal?

     ISABEL. -No. Medito a mis solas que mientras el oro es en unos germen de la más espontánea alegría, es en otros torcedor agudo, si no obstáculo para el cumplimiento de sus más sagradas obligaciones.

     ISABEL. -¡Cómo! No entiendo.

     LUIS. -Mi posición, señora, es muy delicada. Con todo, prefiero el lenguaje de la sinceridad.

     BALTASAR. -(¡Hola!)

     LUIS. -¿Quién, que no abrigue un alma superior capaz de comprender el rudo combate que sostengo, dejará de atribuir el grito de mi conciencia a una especulación miserable, indigna de un hombre de honor?

     ISABEL. -¿Su honor? ¿El grito de su conciencia? (Aturdida.)

     EUGENIO. -(¿Qué dice?) (A CONCHA.)

     CONCHA. -(No sé.) (A EUGENIO.)

     LUIS. -Los severos cargos que con tanta razón me ha dirigido usted, (A ISABEL.) no hace mucho, (Recalcándolo.) han logrado despertar en mi alma los mal dormidos remordimientos.

     ISABEL. -¡Ah!

     LUIS. -Júzgueme la gente como quiera. Usted me ha salvado, y yo, al recoger la palabra que tan generosamente se me ha devuelto, salgo de aquí debiéndole a usted la ventura de aquella pobre niña y la paz de mi existencia. Adiós. (Vase.)

     BALTASAR. -(¡Qué cínica audacia!)

     ISABEL. -Pero... ¡Dios mío!... (Anonadada.) ¿Qué es esto?

     BALTASAR. -Nada. Un nuevo actor, que por quinientos mil duros acaba de firmar la escritura para representar los papeles de hombre de bien. Tendrá éxito.



FIN DEL ACTO PRIMERO

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