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Acto segundo



La misma decoración.



Escena I



ISABEL y BALTASAR.



     BALTASAR. -¡Me parece un paso inútil!

     ISABEL. -Más inútil es no hacer nada.

     BALTASAR. -Efectivamente; pero te queda el recurso de mantener tu dignidad.

     ISABEL. -¡Ah! ¿Crees que la pierdo procediendo de este modo?

     BALTASAR. -No queda muy bien parada solicitando una entrevista del individuo que, desde su cuarto de conversión, no ha vuelto a poner los pies aquí ni siquiera para justificar su conducta.

     ISABEL. -Pues por eso mismo le llamo. No es el asunto de tan poca monta que no exija una explicación.

     BALTASAR. -¿Aun la quieres más terminante? Después de todo, yo consideraría como un beneficio esa ruptura.

     ISABEL. -Tú no te haces cargo de que la situación de mi hija ha cambiado completamente. Hace unos días ese rompimiento no hubiera producido más que un desencanto en sus ilusiones; hoy que es pobre, representa un obstáculo en su porvenir.

     BALTASAR. -Le queda su virtud por la que todavía habrá muchos que la quieran.

     ISABEL. -Sí; pero la virtud es un cuadro de colores sombríos que necesita una moldura dorada para que destaque.

     BALTASAR. -Te engañas si piensas reducirle. Ese cínico no es un malvado de inspiración; plantea problemas para encontrar soluciones fatales. Hace el mal por matemáticas.

     ISABEL. -Si tan empedernido tiene al corazón, me quedará al menos el recurso de echarle en cara su felonía.

     BALTASAR. -Pase como un natural desahogo de tu justa indignación. Pero también has mandado llamar a Quica, y eso, francamente, me parece una imprudencia.

     ISABEL. -¿Por qué? Alguna ventaja has de concederme sobre una mujer sin instrucción ni cultura.

     BALTASAR. -Además, su causa es la justa; tu misión de suplicante es la menos digna; te expones a recibir una contestación que te mortifique.

     ISABEL. -Baltasar; tú no has visto a Adela en mis brazos, desencajada, sin alientos, con el corazón, herido, pidiendo que le devolvieran a su Luis, a quien ama, con locura. Me he resuelto a dejarla en Aranjuez, porque de traerla a donde él está se me moriría de dolor, y vengo a representar mi papel como una verdadera artista, ya que a pesar mío tengo que tomar parte en la gran comedia.

     BALTASAR. -Si es a pesar tuyo, rechaza la escritura.

     ISABEL. -No puedo; la ha firmado mi hija por mí...



Escena II



DICHOS y QUICA.



     QUICA. -Vengo porque se me llama.

     ISABEL. -(Ella.)

     BALTASAR. -(Buen principio.)

     ISABEL. -Así es: tómese usted la molestia de pasar.

     QUICA. -Yo pensé que a las personas de clase las anunciaban los criados. Aquí, aunque sea mala la comparación se cuela uno como los perros en misa.

     ISABEL. -Prueba de confianza.

     BALTASAR. -O de que no han reconocido a usted; porque como no se ha traído las talegas...

     QUICA. -¿Eh?

     BALTASAR. -Pero en seguida voy a subsanar el error. ¡A ver: mayordomos, ujieres, pajes, todo el mundo a supuesto, que está aquí el premio gordo! (Vase dando órdenes.)

     QUICA. -¡Vaya un chiste!



Escena III



ISABEL y QUICA, aquella muy amable, como quien espera atraerse a la otra por la dulzura. Ésta zumbona, como conociendo el plan de su antagonista y complaciéndose en fomentar su error.



     ISABEL. -(Indicándole asiento.) Siéntese usted.

     QUICA. -(Tomando el del lado opuesto.) No; a la derecha, que es el sitio que se da a la visita. Ya me voy yo enterando de todos estos perfiles.

     ISABEL. -Es natural; en su nueva posición...

     QUICA. -¡Y qué cosas se ven desde esta altura!... Conque prontito; que hoy sueltan a Roque, y de aquí me marcho al Saladero, porque ya sabrá que tengo a mi marido en la cárcel por causas políticas.

     ISABEL. -¡Ah!

     QUICA. -Digo; así me han asegurado desde que me ha caído la lotería, y casi he llegado a convencerme de ello.

     ISABEL. -Privilegios de la fortuna que yo soy la primera en respetar. Por eso ardía en deseos de darle a usted una explicación, pues no quisiera que guardase usted un concepto equivocado de mí.

     QUICA. -Ya escucho. (Preparándose a la defensa.) (Vamos a ver cómo se explica; la espero con bayoneta calada.)

     ISABEL. -(Con fingida espontaneidad.) El día que vino usted a exponernos sus justas quejas, debí parecerle a usted una mujer egoísta.

     QUICA. -Comprendí que defendía usted sus intereses.

     ISABEL. -No, para mí no los hay más sagrados que los de la razón; pero sin que esto sea deprimirla a usted, su posición entonces era de tal naturaleza, que yo no podía, sin humillarte, dirigir cargos a Luis en presencia de usted.

     QUICA. -Es cierto.

     ISABEL. -Por eso tuve que aguardar a quedarnos solos; y una vez sin testigos, tan directamente lo hablé al alma, con tal vehemencia defendí la causa de usted, que la solución más satisfactoria ha coronado mis esfuerzos, y hoy puedo rehabilitarme a sus ojos presentándome ante usted como el principal agente de su ventura.

     QUICA. -Vaya. Pues se lo agradezco a usted mucho. (Trata de llevarme por el camino más largo; yo no tenga prisa. Pronto vendrá el pero.)

     ISABEL. -Pero...

     QUICA. -(Ya está allí.)

     ISABEL. -Como yo la quiero a usted de veras y me intenso por su suerte...

     QUICA. -(Si pudiera me mordería.)

     ISABEL. -No es justo que deje sin concluir mi obra. Quien hizo lo más, debe hacer lo menos.

     QUICA. -¡Alma generosa! Dios le premiará a usted el uso que da a su talento aconsejando a los que no tenemos aquí ni agua.

     ISABEL. -¿Quica; usted se ha parado a meditar con detenimiento todo lo que en su nuevo estado representa usted hoy en la sociedad?

     QUICA. -Así... a mi manera...

     ISABEL. -Está usted en el apogeo de la opulencia; en el pináculo de la fortuna, y en el deber por consiguiente de exigir para Carmen más vastos horizontes que los que su enlace con Luis le promete.

     QUICA. -(Ya pareció el peine.) Es verdad; pero vienen así las cosas...

     ISABEL. -Ahora atraviesan ustedes el momento de la brusca transición, y no hay nada que no les parezca, satisfactorio; pero así que con el tiempo venga la madurez, y esa pobre niña vea que otras que valen mucho menos han logrado partidos más brillantes... ¿No será un remordimiento para usted cada vez que ella le eche en cara la oscuridad en que la ha sumido su punible imprevisión?

     QUICA. -¡Caramba! Señora... Qué lejos alcanza usted...

     ISABEL. -No tal; sino que poseo más experiencia del mundo, y me duele que una familia honrada vaya por su buena fe a ser víctima de un engaño.

     QUICA. -(¡Cómo inciensa!)

     ISABEL. -Porque... venga usted acá, Quica. No hay que hacerse ilusiones: ¿cómo puede usted suponer que Luis se case por amor con Carmen, cuando, minutos antes de nuestra entrevista, acababa él mismo de fijar su boda con Adela?

     QUICA. -Se querían, es verdad.

     ISABEL. -Entrañablemente... mi hija; porque él es incapaz de profesar cariño a nadie.

     QUICA. -Nada, nada; que es el puro evangelio. Hoy no se le pregunta al prójimo de dónde viene, sino cuanto vale. Y el que yo haya barrido las escaleras, -porque eso no hay millones que me lo quiten-, no obsta para que Carmen con su educación y su fortuna pueda aspirar hasta a... un título.

     ISABEL. -No lo dudo.

     QUICA. -Figúrese usted... ¡Yo, marquesa madre! Y todo venía que ni de molde; de esta manera lograba usted que Luisico se casase con su chica.

     ISABEL. -(¡Eh!) ¿Yo?

     QUICA. -Digo... ¡si tan apasionada está!...

     ISABEL. -(¡Es astuta!) Sean los que fueren los sentimientos que Adela abrigue todavía por él, he inculcado en mi hija la dignidad suficiente para que sepa ahogarlos antes que faltar al decoro que lo impone su situación. Ese hombre ha concluido para nosotras, y crea usted, Quica, que me felicito de ello.

     QUICA. -(¡Qué aplomo!)

     ISABEL. -Ojalá se reconozca usted y llegue a persuadirse de que, al entrar en su familia, no le induce a Luis otro móvil que una soez especulación.

     QUICA. -Bien puede ser. Por eso sin duda lo ha precipitado todo; tanto que yo le digo: «No parece sino que te vas a morir.» Porque ya le hablo de tú; como va a ser mi yerno, ¿a qué andarnos con cortesías?

     ISABEL. -¿Si?

     QUICA. -En menos de dos semanas él nos ha procurado cuarto, un poco de dinero a cuenta del billete; porque de aquí a que se cobre... Ha dispuesto los preparativos, dispensado las amonestaciones y, en fin, que mañana es la boda.

     ISABEL. -¿Mañana? (Conmovida.)

     QUICA. -¿Se ha asustado usted?

     ISABEL. -Por el porvenir de Carmen que doy por destruido.

     QUICA. -¡Qué buen corazón!

     ISABEL. -No en vano vivieron ustedes diez años en mi casa; la he conocido pequeñita; la tuve en mis brazos...

     QUICA. -Y ahora ve usted que se ha hecho ya tan grande que... no puede usted con ella. (Riendo a carcajadas.)

     ISABEL. -¿De qué se ríe usted... tan a gusto? (Desconcertada.)

     QUICA. -Da usted, señora. (Desvelando la situación.)

     ISABEL. -¿Cómo?

     QUICA. -Bien dice don Baltasar que el mundo es un gran teatro; y para comedianta su prima.

     ISABEL. -En suma...

     QUICA. -Que lo mismo le interesa a usted mi suerte que la del Gran turco. Lo que usted busca es que yo lo ceda el yerno, porque... le hace falta. (Con intención.)

     ISABEL. -¿A mí? (Asombrada.)

     QUICA. -¡Ea! no más farsas; juguemos a cartas vistas. No son sólo las hijas de las porteras las que tienen prisa en casarse. (Con insultante ademán.)

     ISABEL. -(Exaltándose por lo que supone una impostura.) ¿Por qué infernal suspicacia se cree usted en el derecho de venirme a insultar?

     QUICA. -¿Pero aun tiene usted valor de fingir en mi presencia? Si lo sé todo. Resignación; los papeles se cambian.

     ISABEL. -(Con ira y clavándose las uñas en las manos.) ¡Miserable! ¿Dónde se ha forjado esa infame calumnia?

     QUICA. -No me haga usted reír. Pues qué; ¿no he visto yo la carta?

     ISABEL. -¿Cuál?

     QUICA. -La que el criado de Luis le ha llevado a mi casa hace un momento.

     ISABEL. -¿De mi hija?

     QUICA. -Cabal. Y como Carmen estaba presente, ha habido lo de: «Es suya.» «Que no.» «Que sí.» «Que me dejes leerla.» Y con un «no me quieres» y unos cuantos suspiros, la chica que no es manca ha abierto el papel y... ¡Vamos! que es una alhaja la niña de usted.

     ISABEL. -(Con el extravío de la desesperación.) ¡Dios mío! ¿Mi Adela encenagada?... (Llamando como si pidiera auxilio.) ¡Baltasar!...

     QUICA. -(Presintiendo su indiscreción.) ¿Pero... verdaderamente, usted no tenía conocimiento?...

     ISABEL. -Yo no puedo sola con este golpe. ¡Baltasar!...

     QUICA. -(¡Pues me he lucido!)



Escena IV



DICHAS y BALTASAR.



     BALTASAR. -¡Esas voces!...

     ISABEL. -Me vuelvo loca: tanto sufrimiento es superior a mis fuerzas.

     BALTASAR. -¿Qué pasa?

     ISABEL. -(Fuera de sí.) Que mi hija es la más envilecida de las mujeres...

     BALTASAR. -¿Qué? (Aturdido.)

     ISABEL. -Y Luis el más despreciable de los hombres.

     BALTASAR. -Pero eso es imposible; alguna impostura...

     ISABEL. -No; una carta de ella... interceptada por Carmen. ¡Es la desnuda realidad! (Cediendo al dolor se deja caer en una silla sollozando.)

     BALTASAR. -¡Trance terrible!

     QUICA. -Si yo hubiera imaginado que ustedes lo ignoraban... (Y después de todo: ¿que lo sepan, qué?)

     ISABEL. -(Rehaciéndose.) No; no puedo persuadirme. Aquí hay de por medio alguna malevolencia. Usted ha mentido.

     QUICA. -¡Señora! Eso nunca. Y si no, presente está quien puede decirlo. (Viendo aparecer a LUIS.)

     BALTASAR. -¡Luis!

     ISABEL. -¡Él! (Tratando de precipitarse sobre LUIS como una fiera.)

     BALTASAR. -¡Calma! (Conteniéndola.)

     ISABEL. -Sí... Más vale. (Dominándose.)



Escena V



DICHOS y LUIS.



     LUIS. -(Respetuoso a ISABEL.) Me manda usted venir...

     QUICA. -(Le había dado cita. ¡Qué tal si estaba en autos!)

     ISABEL. -Una sola pregunta. ¿Es verdad que después de haber merecido mi desprecio de mujer se ha procurado usted títulos a mi indignación de madre?

     LUIS. -¿Qué?

     QUICA. -Nada; que se me fue la lengua; que conté lo de la carta y que me ha puesto de embustera esta señora... como si no me hubiese caído la lotería.

     LUIS. -(¡Imprudente!) (Bajando la cabeza.)

     ISABEL. -(Convenciéndose de su desgracia.) ¿Calla usted? Por olvido siquiera, ¿ha quedado algún resto de honor entre sus torpes sentimientos?

     LUIS. -¡No me martirice usted!

     ISABEL. -¿Puedo esperar que rehabilite usted a mi hija?

     QUICA. -¿Eh? Poco a poco; la mía es primero.

     BALTASAR. -(A QUICA.) Déjele usted, señora, que aquilate el peso de su doble falta por la inclinación de su conciencia. Vamos; sume usted.

     LUIS. -(Humillado.) La mía, no por cálculo, sino por convicción, me dicta ser más clemente con la mayor desgracia.

     BALTASAR. -¿Y cuál es ella?

     QUICA e ISABEL. -Sí.

     LUIS. -La que privada del beneficio de la educación, sucumbe por carecer además de las luces del entendimiento.

     QUICA. -Bien, Luisico. (Abrazándole.)

     ISABEL. -¡Oh! ¡Si yo fuera hombre!... (Desesperada.)

     BALTASAR. -Harías lo que la prudencia me aconseja a mí mismo que lo soy y no asisto indiferente al espectáculo de tus desventuras. ¿Alcanzarías con la violencia lo que no logra la persuasión? (Aparte a ISABEL.) (No, Isabel: el escándalo sería el producto de tu conducta irreflexiva, y en tus circunstancias debes amordazar al dolor para que no le venda ningún grito.)

     ISABEL. -(Aparte a BALTASAR.) (Dices bien.) (A LUIS.) Al menos me de devolverá usted sus cartas.

     LUIS. -Señora...

     ISABEL. -¿Tampoco?

     LUIS. -No me juzgue usted torcidamente. La ira es mala consejera, y necesito precaverme de la de una madre que acaso adujese delito donde sólo existe complicidad.

     BALTASAR. -(¡Qué perversidad tan meditada!)

     ISABEL. -¡Qué... asco!

     QUICA. -(A LUIS.) ¿Pero nos puede causar algún perjuicio?

     LUIS. -El marido de Carmen cumplirá con este sagrado deber.

     ISABEL. -(A LUIS.) Basta. Salga usted de aquí.

     QUICA. -¡Pues no lo toma poco fuerte!

     ISABEL. -Y usted también.

     QUICA. -¿Eh?

     LUIS. -Respeto su justo enojo. (Retirándote.)

     QUICA. -Sí, hijo, sí; respetémoslo y vámonos piden. Pero... tenga usted más calma. No se desespere usted por usted por una travesura de muchachos... (Recordando a ISABEL en son de zumba sus propias palabras.)

     ISABEL. -¿Qué?

     QUICA. -En que después de todo la responsabilidad no es sólo de Luis. Adelica ha sido siempre una muchacha un poco ligera...

     ISABEL. -¡Quica!

     QUICA. -Y usted debió haberla educado con más severidad.

     ISABEL. -(¡Qué tormento!)

     QUICA. -Conque... ¡Pata! (Vase.)



Escena VI



ISABEL y BALTASAR.



     ISABEL. -¡Baltasar! (Sollozando.)

     BALTASAR. -Es triste, pero lógico. Cuando hay cambio de papeles es preciso soportar las consecuencias de la situación dramática.

     ISABEL. -(Sujetándose la cabeza.) Siento aquí una mezcla confusa de odio, de perdón; de envilecimiento, de cariño. Cuando reflexiono que los esfuerzos de toda la existencia de una madre, de quien no ha recibido sino ejemplos de virtud, se han ido a estrellar contra las sonrisas de un extraño -a quien ha dado el derecho de pisotearla sin haber como yo velado su agonía, dirigido su inteligencia, cultivado su corazón. Siento algo así como celos y envidia que no deja paso en mi alma más que al sutil veneno del enojo. Pero al recordarla a mis pies, pálida como un cadáver, buscando en mi apoyo alivio a lo que yo juzgué la pérdida de una ilusión, y era el peso de una falta, llorando casi niña un dolor que exige la fortaleza de una mujer, la clemencia reclama su imperio y acaba por sobreponerse a todo; porque... (Enternecida.) cuanto más desgraciada la miro, más hija mía me parece.

     BALTASAR. -¡Pobre Isabel! Por Dios, que Concha no se aperciba.

     ISABEL. -Sería marchitar su inocencia. ¿Pero qué resolución tomar? ¡Porque hay que hacer algo por esa desventurada! ¡Qué arcanos los de la naturaleza! Delinque una hija y es la madre ofendida la que más se afana por su redención...

     BALTASAR. -Concha viene; ¡seca tus lágrimas!

     ISABEL. -¡Qué feliz eres, Baltasar!



Escena VII



DICHOS y CONCHA.



     CONCHA. -¿No hay nadie con vosotros?

     BALTASAR. -No.

     CONCHA. -Entonces la ocasión es oportuna.

     ISABEL. -¿Traes alguna nueva?

     CONCHA. -Sí; pero esta vez no es dolorosa. Diríase que la Providencia, que me eligió para el daño, me reserva ahora para la compensación.

     ISABEL. -¿Qué es ello?

     CONCHA. -Antes prepárate, porque también matan las grandes alegrías.

     BALTASAR. -(La presiento.)

     CONCHA. -(Con mimo a ISABEL.) Ya no se llora más; se acabaron las aflicciones.

     ISABEL. -Sí.

     CONCHA. -¡El azar te ha despojado de una fortuna! El cariño viene a ofrecerte otra. Adela perdió, felizmente, un amor interesado, y Dios lo envía un marido modelo de abnegación.

     ISABEL. -Pero... ¿qué dices?

     BALTASAR. -(¡Hija de mi alma!)

     CONCHA. -(Con júbilo mezclado de un resto de pasada amargura, que se trasluce cada vez que acentúa más su sacrificio.) Que, sin perjuicio de confirmar el acto con la solemnidad debida, tengo la satisfacción inmensa de pedirte la mano de mi prima para Eugenio.

     ISABEL. -(Mirando a BALTASAR.) ¿Para Eugenio?

     CONCHA. -¡Sí!

     ISABEL. -(Aparte a BALTASAR con pena.) (¡En qué circunstancias!)

     BALTASAR. -(Aparte a ISABEL.) (El destino se divierte a veces en burlarse de la humanidad.)

     ISABEL. -Concha...

     CONCHA. -No me arguyas, porque no tienes ninguna razón valedera que oponer.

     ISABEL. -Varias.

     CONCHA. -A ver una.

     ISABEL. -En primer lugar que tú le amas.

     CONCHA. -¿Ya volvemos a la manía? Eso no es verdad.

     BALTASAR. -¡Cuidado! No se miente.

     CONCHA. -¿Queréis que así sea? Bueno; pero voy a demostraros que poseo más lógica que vosotros. Suponiendo que mi afecto le perteneciese ¿había de ser obstáculo para la felicidad de Adela el que yo le amase, si él no me ama a mí?...

     BALTASAR e ISABEL. -¡Ah!

     CONCHA. -Ya veis que vuestra causa está perdida. (De cuando en cuando se cruzan miradas significativas entre ISABEL y BALTASAR.)

     ISABEL. -Además, el asentimiento en nuestras circunstancias tendría las apariencias de una especulación.

     CONCHA. -Lo mismo se le ocurre a él. Teme solicitar el cariño de Adela, por si alguien presume que lo compra. Pero yo que leo en el alma de todos, dirimo el asunto y a ti no te toca más que decir amén.

     ISABEL. -(¡Qué hermosa es la inocencia!) (Aparte a BALTASAR.)

     BALTASAR. -(Ídem a ella.) (¡Y qué poca recompensa alcanza!)

     CONCHA. -Conque... ¿estamos de acuerdo?

     ISABEL. -No insistas.

     CONCHA. -¡Qué obstinación!

     ISABEL. -Concha, yo doy por sentado que Eugenio la quiere.

     CONCHA. -Mucho.

     ISABEL. -Pero mi hija está aún bajo la influencia de su... aflicción, y no es posible que, aunque alcance a agradecerlo, se resuelva a aceptar el porvenir que se la ofrece.

     CONCHA. -¡Pues esa objeción sí que es de peso! ¿Me hubiera hecho yo cargo de la embajada sin la conformidad de los poderdantes?

     ISABEL y BALTASAR. -¿Cómo? (Con extrañeza.)

     CONCHA. -Necesito que me perdonéis, porque se trata de un verdadero complot.

     ISABEL. -Habla.

     CONCHA. -El mismo día de la ruptura de Luis, Eugenio me acababa de confiar sus cuitas. La comparación entre aquellos dos hombres, todo cálculo y maldad el uno, nobleza y honradez el otro, me impresionó tan hondamente que, en lugar de asociarme al dolor de mi prima, le escribí una carta dándole la más calurosa enhorabuena por el oportuno desenlace de su situación.

     ISABEL. -¿Sí?

     CONCHA. -Entonces, con una habilidad... de que no me creía susceptible, empecé por exponerle los méritos de mi protegido; seguí patentizándole, en el concepto de una suposición, la diversa suerte que le esperaba de haber encaminado sus inclinaciones de aquella parte. «¿Quién sabe,» me atreví a aventurar, «si una mano generosa no podría convertir aun en risueños tus nublados horizontes?» Y aquí indicando tímidamente la aspiración de Eugenio, acentuandola un poco después, desarrollando por último, en toda su magnitud el cuadro de su pasión correspondida; de párrafo en párrafo, de pliego en pliego, acabé por producir una obra tan elocuente, que, según confesión de Adela, más que en el afán de la ajena dicha parecía haber bebido la inspiración en mis propios sentimientos.

     BALTASAR. -(¡Corazón de oro!)

     ISABEL. -¿Y ella te contesta? (Temerosa.)

     CONCHA. -No en seguida. Necesitaba reflexionar.

     ISABEL. -(Temiendo descubrir en su hija una veleidad punible.) ¿Y qué dijo?

     CONCHA. -Se felicitó conmigo de su desengaño; hizo, como yo presumía, el elogio de las virtudes de Eugenio; pero objetaba que con la desaparición de sus bienes y ante la conducta de su prometido, un deber de delicadeza le aconsejaba declinar tamaña honra así por respeto a su afección perdida como por decoro a su pobreza.

     ISABEL. -(A BALTASAR con satisfacción.) (¡Ah! ¡Todavía tiene dignidad!)

     CONCHA. -Por fortuna la índole confidencial de la carta, lo arrancó más espontáneas revelaciones; y depositando en mí sus íntimos pensamientos, me hizo saber con el sencillo lenguaje del candor, que había accedido a su boda con Luis, más por obedecer a tus consejos maternales que por vocación suya.

     ISABEL. -¿Eh? (Bruscamente desengañada y comprendiendo el alcance de la astucia de su hija.)

     CONCHA. -Que nunca le había amado realmente, mientras había sentido por Eugenio una admiración que no acertaba a explicarse, y que se consideraría la mujer más feliz si, desaparecidos los escrúpulos de su resistencia, lograba llevar alguna vez su nombre sin detrimento de la dignidad.

     ISABEL. -(Indignada.) ¿Eso ha escrito mi hija?

     BALTASAR. -(No te vendas.) (A ISABEL.)

     CONCHA. -Inútil es añadir, que en cuanto recibí su confesión se la comuniqué a Eugenio; quién, ebrio de alegría, corrió en busca de Adela, oyó de sus labios la confirmación de sus esperanzas, y hoy mismo... va a venir a pedírtela por mujer.

     ISABEL. -(Tomando una resolución.) Concha. Déjame a solas con tu padre.

     CONCHA. -¿Quieres reflexionar? Enhorabuena; pero la solución está prevista.

     ISABEL. -¡Oh! Eso...

     CONCHA. -Advierte que he garantido el éxito de la misión.

     BALTASAR. -No te obstines.

     CONCHA. -(A ISABEL.) Déjame pagaros del único modo que puedo los beneficios que nos concedéis.

     ISABEL. -(Besándola.) ¡Ángel bueno! Anda, anda.

     CONCHA. -(¡Dios mío! Ahora ya no me exijas más: he traspuesto el límite de mis fuerzas.) (Vase.)



Escena VIII



ISABEL y BALTASAR.



     ISABEL. -Pero... ¿qué monstruo tengo yo por hija?

     BALTASAR. -No; no te mima la suerte.

     ISABEL. -¿Cómo se alberga tanta doblez en un corazón tan tierno? ¿Quién le ha enseñado a vestir de júbilo el semblante cuando lleva de luto el alma? ¡Si me confundo! ¡Si concibo aún menos que su liviandad el aplomo con que ha mentido amor a otro hombre, sin temer que el remordimiento pudiera trocar en mueca su sonrisa ni hacerle traición la sinceridad de la juventud! ¿Qué dominio de sí misma! ¡Qué fortaleza en sus resoluciones! ¡Qué prematura podredumbre de sentimientos!...

     BALTASAR. -No te arrebates, Isabel.

     ISABEL. -Tienes razón: se interesa uno por las causas dignas; lo que no merece estimación se desprecia. ¡Pero... soy muy desgraciada!... (Rompiendo a llorar.)

     BALTASAR. -Te compadezco.

     ISABEL. -La he perdido para el corazón. (Recobrando su calma con una resolución violenta.) ¡Ea! que se case y que Dios la haga muy dichosa.

     BALTASAR. -(Asombrado.) ¿Eh? ¿Que se case has dicho?

     ISABEL. -¿Y bien?

     BALTASAR. -¿Con Eugenio?

     ISABEL. -Pues es claro.

     BALTASAR. -¿Y tú ceñirás la corona simbólica; lo vestirás los atavíos de la virtud; imprimirás con tus labios en su frente el sello con que la madre legaliza ante el esposo la legitimidad de la pureza? Si tal haces, no tienes razón en llamar monstruo a tu hija. Llámala hija tuya.

     ISABEL. -¿Pues qué quieres? ¿Que me convierta en su delator? ¿Que vaya pregonando su falta? ¿Que la separe yo misma del altar, cuando no ha de haber nadie tan osado que la acuse? Yo no sé cómo vosotros comprendéis cómo vuestro; para nosotras el deber consiste en ser madre.

     BALTASAR. -Porque no se os ha de mentir ese título. Pero los que como Eugenio pueden ir a la paternidad seguidos del escarnio, tienen el derecho de exigir de las madres, no que lo parezcan, sino que lo sean.

     ISABEL. -Profesas un puritanismo impropio de nuestros tiempos; hoy se es más flexible.

     BALTASAR. -¿Más flexible con el hombre que se despoja de lo suyo para dároslo a vosotras, y que se complace sin retribución en la ventura ajena? Menos puritano con quien ahoga su cariño para no turbar vuestra alegría mientras os ve felices, y así que sufrís os ofrece el corazón como emisario de sus tesoros? Y aunque fuese un extraño. No, Isabel: si te resuelves a representar esa comedia, a mí que no me toque ni el papel de comparsa; porque hasta como personaje mudo puedo comprometer la situación.

     ISABEL. -¿Serías capaz de vendernos?

     BALTASAR. -Venderos, nunca; pero no dejarme comprar, siempre.



Escena IX



DICHOS y QUICA.



     QUICA. -Aquí estoy yo.

     BALTASAR. -¿Cómo?

     ISABEL. -¿Usted en mi casa?

     QUICA. -Y tanto.

     ISABEL. -Pero...

     QUICA. -No haga usted aspavientos. Aún tiene usted que agradecerme el que me haya decidido a venir dejándome la dignidad en la portería. Conque... al grano.

     ISABEL. -(¡Cuánta humillación!)

     QUICA. -Volvía yo en coche con mi marido del Saladero, cuando en la red de San Luis veo a Eugenio que subía en su carruaje. «Aquí tienes al reo de Estado,» le grito al pasar haciendo sacar a Roque la cabeza por la ventanilla. «Sea enhorabuena» nos contesta. Y ya estaba arrancando su tronco en dirección contraria a la de nuestra aleluya, cuando poniéndose las manos en la boca y asomándose al cristal: «Quica,» me dice; «te participo que me caso con Adela.»

     ISABEL. -¡Ah!

     QUICA. -Mire usted, en seguida me sentí un bochorno que me puso la cara como una amapola. Me quise bajar; pero Eugenico ya iba lejos, porque aquellas yeguas en tomando el trote hágase usted cuenta de que son un ferro-carril! Roque me lo conoció, y, vamos, como ya no tengo secretos para con él...

     ISABEL. -¡Imprudente!

     QUICA. -Puede usted confiar en su reserva, señora; es muy decente mi esposo, aunque me esté mal el decirlo. La noticia le montó en cólera, y poniéndose a manotear: «Esto no quedará así,» exclamó; «el trago no es para dado de frente, pero yo soy un hombre de honor y le voy a escribir un anónimo.»

     BALTASAR. -¿Cómo?

     ISABEL. -¡Qué infamia!

     QUICA. -¡Qué! ¿podía yo calmarte? Al cabo lo conseguí prometiéndole que vendría a hablar con usted para impedir que esa boda se lleve a efecto. Conque, aquí estoy y usted dirá.

     ISABEL. -Lo que digo es que no sé qué derecho se atribuyen los extraños de ingerirse en mi vida privada, pidiéndome cuentas que ni quiero ni debo dar.

     QUICA. -¿Cómo? ¡Señora! ¿Pues qué?... ¿Eugenio no es casi un hijo para nosotros? Si usted casase a la muchacha con Perico el de los palotes yo me haría la muerta; porque como reza el cantar: «Cada cual cuide de sigo, tú de tigo y yo de migo.» Pero con él ni soñarlo; y si usted se obstina, hasta lo pongo en los periódicos. Es un deber de conciencia. ¿No, don Baltasar? (Éste elude la contestación.) ¿Calla usted? Me lo explico; pero quien calla otorga.

     BALTASAR. -(Aparte a ella.) (Convéncete, Isabel.)

     ISABEL. -¿Y de qué tengo yo que convencerme? Harto necia he sido dando crédito por un instante a insidiosas maquinaciones.

     LOS DOS. -¿Cómo?

     ISABEL. -Que en todo esto no hay más que un ruin espíritu de venganza, una grosera calumnia urdida para manchar nuestra reputación e impedir que mi pobre Adela disfrute del beneficio que la depara su desengaño. ¿Dónde está esa carta? No existe. Y si no, ¿por qué no se me entrega?

     QUICA. -Eso quisiera usted para arrebatárnosla.

     ISABEL. -¿Yo?

     QUICA. -Justo, porque su hija de usted es menor y, sin ese testimonio, podría jurársele una mala partida a Luis. Ya me lo ha explicado él. Pero descuide usted, que mañana es la boda; y desde el altar prometo traer aquí a mi yerno para restituir la misiva y que usted se convenza cuando nosotros no tengamos ya nada que temer.

     ISABEL. -¡Egoístas!

     BALTASAR. -¿Nosotros?

     ISABEL. -Nadie penetra en mi situación para disculpar mi conducta. Ninguno vuelve los ojos hacia su hija para preguntarse lo que haría en mi caso. Todos evocan el deber, porque no necesitan de la clemencia. Pues bien; lucharé sola. Apelo al tribunal de las madres.

     BALTASAR. -A mí no me toméis como testigo.

     QUICA. -Pues yo declaro; paro en contra.

     ISABEL. -¡Monstruos!

     BALTASAR. -¿Tú nos acusas?

     QUICA. -Y está muy persuadida de que la ofendemos.

     ISABEL. -¡Quica!

     QUICA. -Como en las comedias, lo mismo. En poniéndose una corona de cartón ya creen los cómicos que son reyes de verdad.

     BALTASAR. -Vuelve en ti.

     ISABEL. -Calla, ingrato.

     BALTASAR. -¿Ingrato? (Herido.)

     QUICA. -Aquí está Eugenio.

     ISABEL. -(Aparte a ellos, amenazadora.) No, me obliguen ustedes a llegar hasta el heroísmo de la desesperación.



Escena X



DICHOS y EUGENIO.



     EUGENIO. -Para nadie es ya un secreto la realización de mis esperanzas; puedo por lo tanto abandonarme a la expansión delante de ustedes.

     ISABEL. -En efecto... hemos sabido... (Coartada.)

     QUICA. -Sí; todo.

     EUGENIO. -Aguardo impaciente, señora, que dicte usted mi sentencia.

     ISABEL. -(Mirando con recelo.) ¿Yo? (Vete.) (Aparte a BALTASAR.)

     QUICA. -(Oyendo la frase anterior y deteniendo bruscamente a BALTASAR.) No se va.

     BALTASAR. -(Aparte a QUICA.) (¡Por Dios! Va a apercibirse.)

     QUICA. -(Que se aperciba.)

     ISABEL. -(¡Oh!) Me parece que una cuestión tan íntima no es para tratadla delante de testigos.

     EUGENIO. -¿Quién es aquí extraño a mis proyectos? Déjeme usted hacer a todo el mundo partícipe de mi alegría.

     QUICA. -(¡A mí no me arrancan de este sitio; pues poco interés tengo yo!...)

     EUGENIO. -¿Y bien? (A ISABEL.)

     ISABEL. -En mis circunstancias es muy difícil dar a usted una contestación terminante. Recibo un alto honor con la preferencia de que hace usted objeto a mi hija... (Amenaza de QUICA y transición en ISABEL.) Pero... Adela es pobre

     EUGENIO. -Así la quiero más. ¿No es rica en virtudes? (Movimiento inevitable de BALTASAR. EUGENIO se apercibe y lo dirige estas palabras de consuelo.) Perdone usted, excelente padre, el daño que le infiero a pesar mío.

     QUICA. -(¿El daño? ¡Ah! Sí: su hija que está enamorada de él.)

     BALTASAR. -(Aprovechando el pretexto para eludir su presencia.) Es verdad; sufro mucho y no son estos instantes para acibarados por el cuadro de ninguna aflicción.

     EUGENIO. -(Deteniéndole.) Seré prudente; pero no me niegue usted su concurso.

     QUICA. -Tiene razón. ¿A qué andar con rodeos? La cosa hay que ultimarla sobre el terreno. Sí o no, como Cristo nos enseña.

     ISABEL. -(Enjugándose las lágrimas.) (Qué suplicio.)

     EUGENIO. -¿Llora usted?

     ISABEL. -¿Cómo evitarlo? Hay gente tan empedernida... Le rodean a uno tantos enemigos...

     EUGENIO. -Los conozco, señora, y no valen las lágrimas que usted vierte por ellos.

     TODOS. -¡Cómo!

     EUGENIO. -A mí también me han alcanzado sus rigores. Pero ¿cuándo la felicidad no ha ido acompañada de la envidia?

     ISABEL. -Es cierto.

     EUGENIO. -Más si han pensado torcer mis inclinaciones, no han hecho sino avivarlas con el anónimo que he recibido.

     TODOS. -¡Ah!

     QUICA. -(No pudo contenerse Roque.)

     EUGENIO. -Porque sólo la mentira se esconde para herir, y del traidor no pueden esperarse más que villanías.

     QUICA. -(¡Villanías! Él que pensaba que era un rasgo de caballero...)

     EUGENIO. -La virtud de Adela está por encima de todas esas ruindades a las que usted debe contestar, como yo, con la sonrisa del desprecio.

     BALTASAR. -(Y a esto se le engaña...)

     QUICA. -(Pobrecito.)

     ISABEL. -¡Alma grande!

     EUGENIO. -No; es un sentimiento de justicia. Cualquiera en mi caso haría lo propio. Pregunte usted a cuantos nos rodean. ¿No es verdad, don Baltasar, que más honrada que ella no hay ninguna?

     ISABEL. -(¡Dios mío!)

     BALTASAR. -Me había usted asegurado que sería clemente conmigo...

     QUICA. -Pero ahora el caso es otro. No se le pide a usted más que una opinión.

     ISABEL. -(¡Sierpe maldita!)

     BALTASAR. -Déjenme ustedes salir. Me ahogo.

     QUICA. -(Deteniéndole.) Sin hablar nunca; o tomo yo la palabra.

     EUGENIO. -¡Esa obstinación!... ¿Sería usted tal vez de los que la acusan? (A BALTASAR.)

     BALTASAR. -Eugenio, por piedad.

     EUGENIO. -Isabel, oblíguele usted a explicarse.

     ISABEL. -Yo... no comprendo...

     EUGENIO. -Quica, tú que me has dado tu sangre; tú que no debes mentirme; sácame de esta horrible confusión.

     BALTASAR. -Eso vale más.

     EUGENIO. -¿Qué? (Volviendo al lado de BALTASAR para dar cabida al aparte de las dos mujeres.)

     ISABEL. -(Aparte a QUICA.) (Si profiere usted una frase que la comprometa; si nos hace usted traición, destruyo el casamiento de Carmen con Luis.)

     QUICA. -(¿Cómo?) (Aterrada.)

     ISABEL. -(Siguiendo el aparte.) (Interpongo impedimento. La ley me protege. Adela es menor. Elija usted.)

     QUICA. -(¡Diantre!)

     BALTASAR. -Que hable ella. (Por QUICA.)

     EUGENIO. -Pronto; restaña mi herida.

     QUICA. -(Mucho me interesa éste; pero mi hija es primero.)

     EUGENIO. -La verdad.

     QUICA. -¿La verdad? Pues hombre, eso no se pregunta. Adela pasa con justicia por un modelo de perfecciones.

     TODOS. -¡Ah!

     BALTASAR. -¿Sueño?

     QUICA. -Y el que llevase en lenguas su fama, si no es un loco, abriga de seguro miras particulares. (Me han cogido por el lado flaco. Allá ellos se las compongan.)

     EUGENIO. -Gracias, señor.

     BALTASAR. -(Arrebatado por el enojo y dirigiéndose a EUGENIO o ISABEL respectivamente.) ¿Y usted la cree? ¿Y tú callas? ¿Y todavía permanece muda mi conciencia? ¡Oh! No. Sobre todos los sentimientos de gratitud; sobre todas las preocupaciones sociales está el deber, está la razón, está la justicia. Y cuando se los vilipendia, cuando se los escarnece, cuando se los estrangula para que no griten, es fuerza acudir en su auxilio y rehabilitarlos, si no se quiere que la honradez acabe por ser en el mundo la vergüenza de los que la practican.

     EUGENIO. -La causa está fallada en mi ánimo, y esas declamaciones sólo contribuyen a empeorar la situación de usted.

     BALTASAR. -No alcanzo...

     EUGENIO. -Como Quica ha dicho muy bien, únicamente un fin egoísta puede conducir a ese extremo. Y aunque a usted le disculpe su exagerado amor de padre; aunque yo haya oído de sus labios que por su hija iría usted hasta el crimen, francamente, no le creía a usted capaz de descender a ese abismo.

     BALTASAR. -¿Que yo le separo a usted de Adela para atraerlo a Concha? ¿Pero es esto posible? ¿Es real el espectáculo a que asisto? El amor sacándose los ojos para no ver la evidencia; el verdugo convirtiéndose en víctima; la impostura poniéndole a traición a la rectitud el disfraz del crimen para que se la confunda por la espalda. Pues bien; mírenme ustedes de frente; reconózcanme; soy yo. Y acuso sabiendo que corro a la miseria; y delato ante mí hija moribunda, porque ni el hambre ni la muerte han de obligarme jamás a hacer pactos con la deshonra.

     EUGENIO. -¡Esa convicción!... (Titubeando en su fe.)

     BALTASAR. -Mentida. Soy un ingrato.

     EUGENIO. -¿Ese enojo?

     BALTASAR. -Fingido. Aquí no hay más que un impostor.

     EUGENIO. -Pero...

     ISABEL. -(Con aires de dignidad.) ¡Eugenio! ¿Se atreve usted a sus pechar?

     EUGENIO. -Señora...

     ISABEL. -Basta. Es usted indigno de mi hija. Ahora yo se la niego a usted.

     BALTASAR. -¡Cómo espolea su deseo!

     EUGENIO. -¡Oh! ¡No! (Suplicante.)

     QUICA. -(Aparte a EUGENIO.) (Si hasta el anónimo es obra suya.)

     EUGENIO. -Perdón, Isabel, perdón; ya no dudo.

     BALTASAR. -(Fuera de sí.) Artistas del egoísmo; farsantes de la conveniencia; cómicos del inmundo yo: representad vuestro papel; desprecio vuestros oropeles, me burlo de vuestro talco, pisoteo vuestra guardarropía y os escupo a la cara envuelto en los harapos sin ficción de mi decencia.

     ISABEL. -(Siento que el valor me abandona.)



Escena XI



DICHOS y CONCHA.



     CONCHA. -¡Padre!... ¿Esos gritos?

     BALTASAR. -Alma mía; salgamos de aquí.

     CONCHA. -¿Por qué?

     EUGENIO. -Se mancilla la honra de Adela. (A CONCHA.)

     CONCHA. -(Horrorizada.) ¡Jesús! ¿Y quién es el infame que así la ultraja?

     QUICA. -Su padre de usted.

     CONCHA. -¿Tú? (Anonadada.)

     EUGENIO. -Hasta su propia hija le vende.

     BALTASAR. -(Abrazando a CONCHA.) ¿Y qué entiende ella de vicios si es toda bondad; y la virtud es como el sol, que no puede saber lo que son tinieblas, porque en cuanto las toca se le vuelven luz?

     TODOS. -¡Ah!

     EUGENIO. -Isabel, concluyamos.

     ISABEL. -(Conmovida y vencida por la situación.) Sí, concluyamos. (No puedo más.) Adela no será nunca la esposa de usted. (Pausa.)

     EUGENIO. -(Tras una resolución.) Entonces yo sé lo que hacer me toca. Adiós. (Vase.)

     ISABEL. -(A BALTASAR.) ¡Ya estarás satisfecho! ¡Oh! No tienes entrañas. (Vase.)

     QUICA. -Es usted de piedra. (La sigue.)

Escena XII



CONCHA y BALTASAR.



     BALTASAR. -¿Y las tenéis vosotros, miserables reptiles que no vomitáis más que veneno, y a quienes hay que aplastar la cabeza para librar al mundo de vuestra ponzoña?

     CONCHA. -Cálmate.

     BALTASAR. -¿Y le hacéis cargos al hombre que lleva la agonía en el alma, el infierno en la frente y la desesperación en los brazos? (Por su hija a quien estrecha convulsivamente.)

     CONCHA. -(Suplicante y pasándole la mano por la frente como si quisiera evitarle la locura.) ¡Padre mío! Serénate. Si no por ellos por mí...

     BALTASAR. -(Rehaciéndose brusca transición inspirada en el cariño de su hija.) ¿Por ti? Ya estoy tranquilo. Tienes razón. Todo eso no es más que una comedia. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Los actores; que salgan!... (Queda aplaudiendo frenéticamente como si asistiera a un éxito teatral, mientras su hija cae a sus pies, abrazándole las rodillas.)



FIN DEL ACTO SEGUNDO.

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