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Acto tercero



La misma decoración.



Escena I



ISABEL mirando por el balcón.



     ISABEL. -Es la comitiva que llega a la iglesia. ¡Hasta la casualidad me pone el templo delante, para que vea cómo se derrumba el último baluarte de mis esperanzas! Ni un amigo de Luis entre los pocos convidados que se apean de los coches. ¡Qué alegría tan vergonzante! ¡Qué sello de especulación! Más que una fiesta parece eso un mercado. ¡Ah! Quica me ha visto; me hace señas... ¡Insolente! Me desafía con su triunfo; insulta mi desgracia... La desprecio. (Retirándose del balcón.) Sí: pero su bija reconquistará el prestigio, mientras la mía apenas si entre las carcajadas de la multitud podrá recoger, como limosna, alguna mirada de compasión. ¡Pobre Adela! (Viendo a BALTASAR.) ¡Ah! ¿Por fin te dejas ver?



Escena II



ISABEL, BALTASAR.



     BALTASAR. -No he querido turbar tus reflexiones hasta que la serenidad se restableciera tu espíritu y estuvieras en disposición de oírme antes de separarnos.

     ISABEL. -¡Separarnos! ¿Qué dices? Cuando más necesidad tengo de tu apoyo, cuándo con mayor empeño busco tu fortaleza para proseguir la obra de mi redención ¿pretendes abandonarme? ¡Ven, ven aquí y escucha con benignidad las expansiones de mi alma! (Se sientan.)

     BALTASAR. -Primero, déjeme pedirte perdón, Isabel.

     ISABEL. -¿Tú?

     BALTASAR. -¿Te sorprende?

     ISABEL. -La razón, la justicia arrojándose a los pies de... de una madre, a quien solo ese título puede justificar.

     BALTASAR. -Pero es que yo... no estoy seguro de mí.

     ISABEL. -¿Cómo?

     BALTASAR. -Sufro crueles tormentos. Cada vez que se reproduce en mi memoria la escena de ayer, dudo si esa madre alucinada, su fementida cómplice y el hombre, honrado, juguete de maquinaciones tan horribles, me da derecho a atropellar los deberes de la gratitud y a desatender los vínculos de la familia. Sin embargo, la voz de mi conciencia acaba por triunfar, y cien veces que me encontrara en el mismo caso, arrancaría a la víctima inocente de las garras del deshonor. Pero entre los ruidosos aplausos que mi propia satisfación me procura, descuella de repente la acusación de Eugenio, señalándome como un padre frío y calculador que cubre con el manto de la dignidad los números que traza con la conveniencia. Entonces pienso en mi hija, me miro por dentro y me pregunto si allá, en el fondo de mi conducta, no habrá un germen de egoísmo escondido traidoramente en algún pliegue del corazón. Y tengo miedo de mí; porque también en el escenario de la vida hay como en el teatro meritorios del arte, que trabajan sin sueldo creyéndose sacerdotes de un numen, cuando en realidad y sin sospecharlo sólo son tímidos aspirantes a una contrata ventajosa.

     ISABEL. -No Baltasar. No tienes por qué arrepentirte de un proceder que, acaso por lo violento, ha extirpado más heroicamente el cáncer que me corroía.

     BALTASAR. -¡Qué consuelo me prestan tus palabras!

     ISABEL. -Supuse que mi condición de madre me autorizaba a todo. Puedo jurarte que hice el mal, persuadida de que practicaba una virtud impuesta por la naturaleza. Por eso desafié tus iras y me defendí de ti como de un monstruo. Pero apenas ante mí amenaza vi aquella mujer plegarse a mis exigencias, posponer el decoro a la utilidad y, revolcándose en la abyección, reducir su altivez a encerrarse en el molde de mi capricho, me juzgué tan miserable juzgándome su cómplice, que así como ciertos cuerpos rebotan por la altura de que se desprenden, yo no he salido indudablemente del abismo, sino por el propio impulso de mi caída.

     BALTASAR. -Bien, Isabel, bien. La virtud muchas veces se extravía, porque no tiene quien le enseñe el camino.

     ISABEL. -¡Si supieras qué satisfacción experimento sobre no haber cambiado en nada mí situación!... No soy feliz; pero estoy tranquila. Pretextaré algo para desahuciar a Eugenio, y si no logro convencerle, le diré la verdad al oído; que no he de ser yo criminal porque mi hija haya dejado de ser buena.

     BALTASAR. -¡Ojalá hubieras pensado así antes!

     ISABEL. -No se adquiere la razón sino a costa de errores; hay que tocar el ejemplo para convencerse. Hace poco he asistido a un espectáculo que... (Levantándose y yendo al balcón con BALTASAR.) Sí; tú mismo puedes juzgar de él. Mira, es la ceremonia que concluye.

     BALTASAR. -Diríase el entierro de la decencia presidido por el espíritu de la prevaricación.

     ISABEL. -¡Y yo he estado a punto de provocar un acto semejante! ¡Qué vergüenza!

     BALTASAR. -Imagínate a tu hija paseando como un insulto su corona de azahar, no ceñida a la sien por el derecho del símbolo, sino pegada a la fuerza sobre la mancha de barro de su frente. Supón a aquel hombre, todo credulidad y honradez, despojando del falso velo del pudor a su compañera entre las carcajadas comprimidas de una multitud que, no viendo el producto de su criminal silencio en la ignorancia ajena, la celebra sin apercibirse estulta de que se está riendo de su propio delito. Y allá, en el fondo, una mujer que impasible respondo con frisos halagüeñas, dictadas por la ficción, a los epigramas sangrientos de los iniciados; que paga con una lágrima de carnavalesca gratitud las felicitaciones de la sinceridad; que premia la falta de la culpable con el pecado de la mentira; y que, mientras para justificar su conducta enseña al mundo con una mano su legítimo título de madre, está con la otra falsificando un testimonio de paternidad al hombre en cuyos brazos se arroja para, sarcásticamente, apellidarle hijo suyo...

     ISABEL. -¡Oh! ¡Calla!

     BALTASAR. -¿Qué prefieres?

     ISABEL. -Que tú me guíes.

     BALTASAR. -La línea recta es monótona, inflexible, dura; pero es la que conduce al bien por el camino más corto. Oigámosla. (Se abrazan.)



Escena III



DICHOS, CONCHA.



     CONCHA. -¡Cómo! ¿Abrazados? (Con alegría.)

     ISABEL. -Ya lo ves.

     CONCHA. -¿Habéis hecho las paces?

     BALTASAR. -Eternas.

     CONCHA. -¿Y ya no nos vamos de aquí?

     ISABEL. -¡Oh! ¡Nunca!

     CONCHA. -¡Qué gusto! Yo que venía tan triste a darte mi adiós. Déjame que te bese. No sé las causas que hayan podido motivar vuestro enojo.

     BALTASAR. -Ni trates de inquirirlas.

     CONCHA. -Pero abrigaba el presentimiento de que no es atreveríais a romper los vínculos de toda una existencia. De modo que Eugenio se casará...

     ISABEL. - Contigo.

     LOS DOS. -¿Qué?

     ISABEL. -Poco he de poder si no logro que sus ojos se abran a la luz y su corazón al cariño.

     CONCHA. -Si es a Adela a quien él ama.

     ISABEL. -Yo le haré que ame la virtud.

     BALTASAR. -Isabel, advierte...

     ISABEL. -Ha sonado la hora de las recompensas.

     CONCHA. -Y yo no le quiero...

     BALTASAR. -(¡Hija mía!)

     ISABEL. -Ya le irás cobrando estimación. Anda, restitúyelo todo a su primitivo estado; que no haya alteraciones que me recuerden lo que quisiera desterrar de mi memoria, y... confía en mí; que nada es tan agradecido como la salud después de haber pasado por las agonías de la muerte.

     CONCHA. -Yo te convenceré.

     ISABEL. -En otra ocasión; ahora déjanos solos.

     CONCHA. -(¡Pobre Eugenio!) (Vase.)

     ISABEL. -¡Bendita criatura!

     BALTASAR. -¿Tú has pensado?...

     ISABEL. -He pensado que si existen hombres con la energía suficiente para gritarle a la sociedad: «Aquí hay un escollo,» debe haber mujeres con la equidad necesaria para decirle al mundo que corre ciego: «Alto, no la pises, coge esa perla.»

     BALTASAR. -¡Isabel! (Conmovido.)

     ISABEL. -¡No me pidas cuenta; te debo aún tanto!...



Escena IV



ISABEL, BALTASAR, QUICA y LUIS.



     QUICA. -(Obligando a entrar a LUIS.) Nada, nada; lo prometido es deuda. Conque... vamos adentro.

     ISABEL. -(Aparte a BALTASAR.) (¡Otra vez esa chusma!)

     BALTASAR. -(Ídem a ISABEL.) (Repórtate.)

     QUICA. - No quería venir; pero lo he recordado su promesa y la mía, y le he dicho: «Mira, Luis, que al hombre por la palabra... ¿Hay que devolver ese papel? Pues andando.»

     LUIS. -Sólo el cumplimiento de un deber... (Justificando su presencia.)

     ISABEL. -(Interrumpiéndole.) Seamos breves.

     QUICA. -No es de falta de brevedad de lo que ha pecado este asunto; hasta en la ceremonia tenía prisa el cura. Nos ha leído una epístola que, aunque yo no entiendo latín, apuesto algo a que la traducción es ésta: «Señores; San Pablo dice que ya están ustedes despachados.» Porque... acaba de efectuarse el casamiento.

     ISABEL. -Sí; ya sé.

     QUICA. -Es verdad, que estaba usted en el balcón.

     ISABEL. -Justo.

     QUICA. -Y la he saludado a usted.

     ISABEL. - Y yo no he respondido.

     QUICA. -También es cierto; pero por eso no ha dejado de casarse mi hija en San Sebastián y en la capilla de los cómicos.

     BALTASAR. -Para que el símbolo sea completo.

     QUICA. -¿Qué?

     BALTASAR. -No haga usted caso.

     QUICA. -Conque al volver a casa, como vivimos tan cerca, mientras Carmen se quita los perifollos... -porque no hay más que la familia a almorzar-, le he dicho a éste lo que ya he dicho; y, aunque se resistía, aquí estamos para que, como es justo, lo pida a usted perdón.

     ISABEL. -Yo le eximo de esa formalidad. Acabemos. (Con repugnancia.)

     BALTASAR. -Sí; no le robe usted los instantes. Para este señor el tiempo es oro.

     LUIS. -Si las frases de usted envuelven una maliciosa intención, yo las desprecio, como desprecio la fortuna de que me supone usted esclavo; y lástima tan sólo me inspira, por la mezquindad de sus sentimientos, el que es capaz de confundir los deberes de la conciencia con las satisfacciones del egoísmo.

     BALTASAR. -A mí me es igual. Usted dispense.

     QUICA. -Bien, Luisico, bien. ¡Con qué orgullo te oigo expresarte de ese modo! Me estaba haciendo falta una ocasión así para desahogar mi corazón. (Guiñando el ojo a ISABEL.)

     ISABEL. -(¿Eh?)

     LUIS. -Si se ve mi esposa rica por un azar de la suerte, no es en verdad su oro el que ha comprado mi cariño; y si pobre la amé, pobre la hubiera llevado al altar con la misma convicción.

     ISABEL. -(¡Qué audacia!)

     QUICA. -(Con ironía.) Esto se llama un hombre. Pues... nada, hijo mío, que no te mortifique esa espina. Puedes presentarte ante el mundo con la cabeza muy levantada sin que tan negra nube empañe tu felicidad; porque... sin rodeos: Carmen no tiene un cuarto.

     TODOS. ¿Cómo?

     LUIS. -No me explico... (Atónito.)

     QUICA. -No cuenta más que con la posición que tú le procures con tu trabajo; porque los diez millones volaverunt.

     BALTASAR. -¿Algún error de guarismo?

     QUICA. -No señor; el mismo de la tablilla.

     ISABEL. -¿Entonces?...

     QUICA. -Que al marcharse a Valladolid don Timoteo, el agente de Bolsa, le dejó a Roque el encargo de comprarle el billete y avisarle el número. Yo, que no lo sabia, lo tomé (Guiñando de nuevo el ojo a ISABEL y BALTASAR.) inocentemente por nuestro... y... vamos, que no se ha hecho la miel para la boca... ¡Ay, Jesús! ¡Qué cosas le hace decir a una la desesperación!

     ISABEL. -(Aparte a QUICA.) (¡Ah! ¡Entiendo!)

     QUICA. -(Aparte a ISABEL.) Ya estamos vengadas.

     BALTASAR. -¡Justicia de Dios!

     LUIS. -(Aturdido.) ¿Pero Roque no la previno a usted?...

     QUICA. -¿Antes de la boda? Pues ya lo creo; tu padre político es muy honrado y quería contártelo todo; pero el pobre no anda muy fuerte en delicadezas ni finuras. Y yo que en este punto tengo más alcances, le dije: «Aquí lo que conviene es callar, porque una de dos; o el chico se casa con la muchacha porque la quiere, en cuyo supuesto lo mismo le da pobre que rica, o solo se une a ella por... cumplir como una persona decente; y en tal caso puede arrepentirse y retroceder. Ahora bien; si tú le declaras que el premio gordo se ha evaporado, es poner a Luis, tan caballero, tan digno, tan meticuloso, en el trance de casarse con nuestra hija sin amarla, sólo porque no le echen en cara que la abandona en la pobreza.» Y efectivamente, le convencí y me felicito da ello; porque estoy segura de que has de profesar a Carmen un afecto mucho más profundo, altera que esos millones ya no lo sirven de estorbo a tu proverbial hidalguía.

     LUIS. -(¡Oh!)

     QUICA. -Anda, hijo mío, anda a ver a tu mujercita que estará impaciente.

     LUIS. -Si... voy. (Petrificado.)

     QUICA. -Y no te apures por el porvenir; la lonja de ultramarinos no me ha de faltar; ya me ha autorizado don Timoteo a que alquile la tienda; de modo que tú comerás más barato que nadie en Madrid; porque, como puedes suponer, tu suegra te dará los comestibles a precio de factura; es decir, si pagas al contado: el crédito se acabó. Pero vete, hombre, vete, que no pareces un marido acabado de sacar del horno. Ahora mismo te sigo yo. (Empujándolo hasta la puerta.)

     LUIS. -(¡Miserables!) (Vase.)



Escena V



DICHOS, menos LUIS.



     ISABEL. -(A BALTASAR.) ¡Qué lección tan dura!

     BALTASAR. -¡Y qué merecida!

     QUICA. -Ya se habrá usted convencido, señora, de que no es tan malo lo que hay aquí dentro. (Por el corazón.) Y en cuanto a comedias, don Baltasar, convengo en que no sirvo para dama matrona; pero, vaya, que en las características, aún consigo hacerme aplaudir.

     BALTASAR. -Sobre todo, cuando la representaciones a beneficio de usted.

     ISABEL. -Pero ese hombre se ha ido, y la carta...

     BALTASAR. -Es verdad, no la ha dado.

     QUICA. -Pues poco infierno lleva él en la cabeza para pensar en otra rosa que en las pesetas, en los duros, y hasta en las latas de salmón y frascos de pepinillos que entran en diez millones de reales. Descuide usted, que yo se, la pediré. (EUGENIO entra.)

     ISABEL. -¿Quién?

     QUICA. -Eugenio.

     TODOS. -¡Ah!



Escena VI



DICHOS, EUGENIO.



     EUGENIO. -(A ISABEL.) ¿Puedo merecer de usted unos minutos de audiencia?

     QUICA. -¿Reservada? (Tratando de irse, cuyo movimiento secunda a BALTASAR.)

     EUGENIO. -Al contrario. (Deteniéndose.) Necesito que me oigan cuantos asistieron a la escena de ayer: unos para que me justifiquen; otros para que sepan que no les guardo rencor; todos para que me perdonen en lo que les haya ofendido. (Se sientan a una indicación de ISABEL. QUICA hace lo mismo; pero se acuerda de su posición y se levanta.)

     QUICA. -(¡Ay! No. Yo vuelvo a viajar en tercera. clase.)

     ISABEL. -(¡Quédate, te lo ruego!) (A BALTASAR.)

     BALTASAR. -(¡Sea por ti!)

     EUGENIO. -¿El hombre, señora, no se resuelve tan fácilmente a prescindir de la felicidad cuando se ha forjado la ilusión de poseerla. Así pues, no le cause a usted extrañeza si vuelvo a insistir en la demanda. ¿Ha reflexionado usted con detenimiento sobre las consecuencias de su negativa? ¿Debo esperar que revoque usted la sentencia que ayer fulminó sobre mí? Dígnese usted responderme como si se hablara a sí misma.

     ISABEL. -Eugenio, mi hija no será, nunca la esposa de usted.

     QUICA. -(Aparte a BALTASAR.) (¿Se ha arrepentido? ¡Es natural; si lo que ella se proponía no se hace entre cristianos!)

     BALTASAR. -(Aparte a QUICA.) (¡Calle la hereje, que tiene el tejado de vidrio!)

     QUICA. -(Éste siempre da en el blanco.)

     EUGENIO. -Pero, Isabel, usted no puede, por un sentimiento de delicadeza, por una preocupación injustificada, destruir la suerte de su hija. ¿Si mañana le pide a usted cuentas?...

     ISABEL. -Se las daré.

     EUGENIO. -Si es un castigo que usted me, inflige por haberme hecho, en un instante de alucinación, el eco de malévolas sugestiones, tanto rigor me parece excesivo.

     ISABEL. -Es una decisión en la que todo influye, y que nada conseguirá torcer.

     EUGENIO. -Es usted implacable. Pues bien, ya que no hay manera de atenuar a sus ojos mi desesperada resolución, yo acudo al tribunal de la clemencia, ante el cual, y sin más defensor que mi honradez, me presenta espontáneamente reo convicto.

     ISABEL. -¿Usted? ¿De qué crimen? (Levantándose.)

     EUGENIO. -Del de rebelión.

     TODOS. -¿Cómo?

     QUICA. -(¿A que la ha sacado por justicia? No puede; es menor.)

     EUGENIO. -Faltábame el tiempo ayer para volar en busca de Adela y exponerle los tormentos que había sufrido mi alma. Al ver su llanto, su desesperación, la elocuente sinceridad de sus protestas de cariño, comprendí el sacrificio que usted se imponía, rechazando mi fortuna por decoro a su pobreza, y resolví que mi propia mano adjudicase el premio a tamaña abnegación.

     ISABEL. -¿El premio? ¿Cuál?

     EUGENIO. -Esta mañana hemos ido a orar juntos en la iglesia. Allí le hemos pedido a Dios que iluminara nuestro entendimiento, que fortificase nuestra fe, que protegiese nuestra voluntad. Y en el momento en que el sacerdote hacía descender su bendición sobre los fieles, nosotros la hemos recibido de rodillas a sus pies, consagrando con nuestro juramento una unión que es ya eterna ante la ley divina e indisoluble para la justicia humana.

     ISABEL. -¡Jesús! ¡Qué horror! (Cayendo en una silla y cubriéndose el rostro con las manos.)

     BALTASAR. -(Auxiliándola.) ¡Isabel!

     QUICA. -(Aparte a BALTASAR.) (¡Este es el mundo!)

     BALTASAR. -(Aparte a QUICA.) (No; este es el desenlace.) (Todos quedan consternados.)

     EUGENIO. -Encuentro mi delito monstruoso: pero el corazón de una madre no se agota nunca para el perdón. Desde el altar vengo a implorar el mío. Mis labios no se han posado aún sobre la frente de la esposa, para dejarle a usted el santo privilegio de besar por última vez a la hija.

     ISABEL. -¡Ven, Baltasar, sácame de aquí! ¡Yo me muero! (ISABEL se apoya en BALTASAR y en QUICA.)

     QUICA. -Apóyese usted en mi brazo.

     BALTASAR. -(Aparte a ISABEL.) (¡Ten fortaleza!)

     EUGENIO. -¡Madre mía! (Queriendo besarle la mano.)

     ISABEL. -¡Ah! Eso... yo. (Rechazándola y besando la de EUGENIO.)

     EUGENIO. -(Conmovido.) ¿Qué?

     BALTASAR. -Vamos. (Vanse los tres.)

     EUGENIO. -Sí; me otorga su gracia. Ese beso en mi mano significa que la gratitud se sobrepone al cabo al enojo. Dios es justo con los que proceden bien.



Escena VII



EUGENIO, CONCHA, inquieta y con las huellas del sufrimiento en el semblante.



     CONCHA. -¿Solo?

     EUGENIO. -Sí.

     CONCHA. -¿No nos oirán?

     EUGENIO. -Concha ¿qué emoción es ésa que la embarga a usted?

     CONCHA. -La que experimenta el delicuente cuando se queda solo con su conciencia.

     EUGENIO. -¿Y qué daño puede haber inferido a nadie usted que es la bondad misma?

     CONCHA. -¡Oh! Sí, muy grande. ¿Pero no es cierto que toda falta encuentra disculpa cuando se comete para producir un bien? Porque mi fin es laudable, mi intención digna. Pongo al cielo por testigo.

     EUGENIO. -¡Vamos! Calma, y ábrame usted su corazón, si me juzga digno de ello.

     CONCHA. -Si es usted a quien busco.

     EUGENIO. -Hable usted.

     CONCHA. -Hace un momento me hallaba yo en mi cuarto sumida en muy hondas reflexiones; Luis pasó por delante de la ventana sin apercibirte de mi presencia, y al llegar al extremo de la galería, le vi hablando con el criado en un tono tan confidencial, que me inspiró recelos. Por fin traspuso la puerta, y: «Toma» le dijo dándole un papel con mal reprimida cólera. «Devuélvele esto a tu ama.» Desapareció; pero el criado, creyéndose sin testigos, se permitió leerlo, -no estaba cerrado-, entre sonrisas y gestos de asombro. Entonces la indignación me puso delante de él; y arrebatándole la carta, lo mandé retirarse afeándole su conducta.

     EUGENIO. -Bien hecho.

     CONCHA. -Sí; pero lo que sigue destruye el mérito de mi obra. La carta no era para Isabel.

     EUGENIO. -¡Ah!

     CONCHA. -Venía dirigida a Luis por Adela.

     EUGENIO. -¿Por Adela?

     CONCHA. -Y... ¡Dios mío!... ¡Qué caro se paga un mal proceder! Acudió a mi memoria la acusación de mi padre, el amor de usted por mi prima, la bajeza de aquel hombre; y luchando entre mi deber y el deseo de saber la verdad en beneficio de todos... la leí. Esto es inicuo: y sin embargo, yo no quería hacer daño a nadie; ¡lo juro! (Sollozando.)

     EUGENIO. -En suma... (Inquieto.)

     CONCHA. -Eugenio, usted no puede imaginar el dolor tan agudo que se siente al ver rasgado el velo de su inocencia por una mano amiga.

     EUGENIO. -¡Concita, no entiendo!... ¡Por favor! (Con zozobra creciente.)

     CONCHA. - Yo no he de ser nunca su mujer de usted... (Convulsa y como justificando su determinación.)

     EUGENIO. -¿Cómo?

     CONCHA. -No es posible por lo tanto que atribuya usted a mis palabras ni una intención egoísta, ni un propósito interesado...

     EUGENIO. -¡Jamás!

     CONCHA. -Porque... no le amo a usted.

     EUGENIO. -Adelante. (Con ansiedad febril.)

     CONCHA. -¡Pero anhelo su felicidad como la mía propia; y mi nombre de la justicia, en descargo de mi conciencia, en merecido tributo a su honradez, caigo aquí a sus plantas suplicándole por lo que haya para usted de más sagrado, por la bendita memoria de su madre, que no se case usted nunca con Adela!

     EUGENIO. -¿Por qué? ¡Pronto! (Delirante.)

     CONCHA. -Porque es una mujer envilecida.

     EUGENIO. -¡Jesús! (Tapándose la cara con las manos.)

     CONCHA. -(Haciendo lo mismo.) ¡Ella delinque, y la vergüenza es para nosotros!

     EUGENIO. -Las pruebas... ¡Esa carta!

     CONCHA. -¿La romperá usted luego?

     EUGENIO. -Sí. (En este instante aparece BALTASAR y queda escuchando.)

     CONCHA. -Júreme usted que no se lo dirá a nadie.

     EUGENIO. -Lo juro. Venga.

     CONCHA. -Aquí está. (Dándosela. EUGENIO la lee como su sentencia de muerte.)

     EUGENIO. -¡Arde en mis manos!

     CONCHA. -Le enveneno a usted el alma; pero es preferible que execre usted a Adela, hija indigna, a que no pueda perdonarla esposa culpable.

     EUGENIO. -(Abatido.) ¡No deja duda mi deshonra!

     CONCHA. -¿Su deshonra?



Escena VIII



DICHOS, BALTASAR.



     BALTASAR. -(A su hija.) ¡Desgraciada! ¿Qué has hecho? Eugenio es su marido.

     CONCHA. -¡Él! (Trata de lanzar un suspiro; pero no puede producir más que una aspiración, y cae desplomada sobra su padre con la boca abierta y los ojos fijos y abiertos como la sorprendió la muerte.)

     BALTASAR. -¿Qué es esto? ¡Concha! (Llevándola a un sillón.) No responde.

     EUGENIO. -¿Se ha desmayado?

     BALTASAR. -No... ¡Sé ha muerto! (Con el espanto de la sorpresa.)

     EUGENIO. -¿Qué?

     BALTASAR. -(Cerrándole la boca.) ¡No respira! (Bajándola los párpados.) ¡No ve! (Poniéndole la mano sobra el corazón.) ¡No late! (Llamándola con un horroroso grito, como si con la voz quisiera alcanzar aún en su carrera aquel espíritu que se ha separado de su envoltura.) ¡Hija mía! No me oye... ¡Ya estoy solo! (Rompiendo a llorar.)

     EUGENIO. -¡Usted sin hija! ¡Yo escarnecido! ¡El vicio triunfante!... Si no existiese la conciencia, habría para dudar de Dios; porque, ¿cuál es la recompensa de los hombres de bien? (BALTASAR cierra el puño crispado como si estrujase en él a la humanidad, y pronunciando como un reto la frase que sigue con el sarcasmo y la amarga decepción que destila la acusadora idea que envuelve.)

     BALTASAR. -¡En la GRAN COMEDIA humana, alguien tiene que pagar a la compañía! ¡Nosotros somos los empresarios!



FIN DE LA OBRA.

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