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ArribaActo II


Cuadro I

 

El mismo decorado. A la mañana del día siguiente. Muy temprano.

 
 

(En escena, ADELAIDA y MARIANA. Unos segundos en silencio. De pronto, Adelaida -viste bata de casa- se pone en pie. MARIANA se asusta.)

 

ADELAIDA.-  ¡No puedo más!

MARIANA.-  Pero, Adelaida, hija mía...

ADELAIDA.-  Te digo que no puedo más, mamá. Esta espera es superior a mis fuerzas. Toda una noche sin dormir, aguardando que estalle el escándalo de un momento a otro. Porque mi hermana está aquí desde ayer y, cuando quiera, cuando quiera, puede provocar la catástrofe. Además, para eso, solo para eso, ha venido de La Habana...

MARIANA.-  Sí, hija mía...

ADELAIDA.-  ¡Cómo debe de gozar en estos momentos! ¡Qué feliz debe ser sabiendo que me tiene en sus manos y que una sola palabra suya puede derribar lo que he levantado con tanto esfuerzo!

MARIANA.-  ¡Oh!

 

(Una pausa. ADELAIDA, que está paseando nerviosamente de un lado para otro, se detiene ante el espejo de la consola y se mira con ansiedad.)

 

ADELAIDA.-  ¡Mamá! ¿Tanto, tanto nos parecemos Juanita y yo al cabo de los años?

MARIANA.-  ¡Ay, hijita! Una barbaridad.

ADELAIDA.-  Bueno. Pero alguna diferencia habrá. Yo he perdido mucho en estos últimos tiempos. Aunque no se lo dicho a nadie, la verdad es, mamá, que ya me están saliendo unas canas. ¡Ah! Y aquí tengo una arruguita que casi no se nota... Mira.

MARIANA.-   (Muy emocionada.) No te desprecies más, hija mía, que me partes el corazón y, además, es inútil. Sois tan iguales, tan iguales, que yo misma no distinguiría a la una de la otra si os encontrara juntas...

ADELAIDA.-  ¡Dios mío!  (Con coraje.) Como siempre, como toda la vida...

MARIANA.-  ¡Sí!

 

(Se mira otra vez en el espejo y luego se vuelve hacia su madre.)

 

ADELAIDA.-  Entonces, esté donde esté Juanita, la que está allí soy yo. Porque todos la habrán confundido conmigo, con la Gobernadora...

MARIANA.-  ¡Sí!

 

(ADELAIDA, de pronto, sobresaltadísima, se queda mirando a su madre fijamente.)

 

ADELAIDA.-  ¡Mamá! ¿Dónde habrá pasado la noche?

MARIANA.-  ¡Adelaida! ¿Qué estás pensando?

 

(Entra RITA por el fondo. Muy emocionada, con mucho misterio.)

 

RITA.-  ¡Señora! Acaba de llegar una señora... Bueno, yo creo que no es una señora. Pero dice que viene de parte de doña Juanita...

MARIANA.-  ¡Que entre!

RITA.-  ¡Sí, señora!

ADELAIDA.-  ¡Dios mío! Al fin...

 

(Sale RITA. ADELAIDA y MARIANA, llenas de ansiedad, inician unos pasos hacia el fondo. Pero antes surge allí PEPA. Una buena moza, con sus percales y su mantón y su pañuelo a la cabeza. Guapa. Entra bulliciosamente.)

 

PEPA.-  ¿Se puede? ¿Cómo están ustedes? Una servidora...

 (Se detiene frente a ADELAIDA. Se sobresalta muchísimo y casi pega un grito.) ¡Mi madre!

ADELAIDA.-  ¡Ay!

PEPA.-  ¡La Virgen! Pero si esto hay que verlo para creerlo. Si parece la misma... (Una transición. Sin dejar de mirar a ADELAIDA, se planta en jarras y dice con mucho aire.)  Oye, tú. Te advierto que si eres la Juanita y me estás gastando una chufla, te vas a acordar de mí. Porque a la hija de mi madre...

ADELAIDA.-   (Horrorizada.)  ¡Mamá! ¿Qué dice esta mujer?

MARIANA.-  ¡Ay, Dios mío!

PEPA.-   (Una transición.) Usted perdone. Ya me doy cuenta de que usted es la otra. Pero así, al pronto... Como que, por mucho que había ponderado la Juanita el parecido, nunca creí que fuera tanto... ¡Hay que ver! Los ojos, la boca, la nariz. Todo, todo igual.  (De pronto.)  ¡Oiga! ¿Quiere usted ponerse de perfil?

ADELAIDA.-   (En un grito.)  ¡No! De perfil, no...

MARIANA.-  Por favor... ¿Quiere usted sentarse?

PEPA.-  ¡Quite usted de ahí! Ya me sentaré yo si quiero, que, conmigo, no hay que andar con cumplidos...

ADELAIDA.-  ¡Mamá! Esto es horrible. ¿Quién es esta mujer?

MARIANA.-  Eso... ¿Quién es usted?

PEPA.-   (Muy alegre.)  ¡La Pepa!

MARIANA.-  ¡Jesús!

PEPA.-  Aquí, en esta plaza, soy nueva. Pero pregunte usted por mí en América del Sur. Tengo dada más guerra...

MARIANA.-  Lo creo... ¿Y conoce usted a Juanita?

PEPA.-  ¡Digo!  (Riendo de bonísima gana.)  Esta sí que es buena. Pues no dice que si la conozco... Pero si desde hace diez años no nos hemos separado ni un día la una de la otra.

MARIANA.-  ¿De veras?

PEPA.-  Mire usted, señora. Una servidora es de Madrid, que, aunque me esté mal el decirlo, algo se me nota. Pero me largué muy joven a las Américas. Cosas de la vida, señora, que empuja mucho. Y ya llevaba yo lo mío en Montevideo cuando, un día, apareció por allí la Juanita. ¡Y cómo llegó! Desesperada estaba la pobrecilla. Con muchas penas y con mucho hambre...

ADELAIDA.-   (Muy bajo.) ¿Es posible?

JAVIER.-  ¡Digo! Pero si todavía se me saltan las lágrimas cuando lo recuerdo. Yo le abrí los brazos y le di amparo, como si fuera una hermana.  (Con evidente orgullo.) Yo, ¿sabe usted?, en aquella época estaba en muy buena posición. Trabajaba de camarera, en un café-cantante...

MARIANA.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  ¡Ay, mamá!

PEPA.-  Pero, al poco tiempo, nos quedamos las dos a la intemperie, con el día y la noche. Porque la policía cerró el café-cantante...

MARIANA.-  ¡Ay, Adelaida!

ADELAIDA.-  ¡Mamá! No puedo más...

PEPA.-  Desde entonces, lo que ha sido de la una, ha sido de la otra. Dos años en Montevideo, cinco en Méjico, vuelta a La Habana. ¡Lo que hemos rodado! Hoy bien, mañana regular. Y, al otro, que sea lo que Dios quiera. Nos hemos reído mucho... Y también hemos llorado lo nuestro. Pero siempre juntas. Y siempre con una palabra de cariño de la una para las penas de la otra. Como que ya no nos apañaríamos para vivir separadas. Claro que, como Juanita tiene ese genio y ese brío y ese aire, pues me domina y hace de mí lo que quiere. Ya ve usted. Un día me dijo: Pepa, volvamos a España. Y aquí nos tienen ustedes...

ADELAIDA.-  Comprendo. (Un silencio. Fríamente.)  ¿Y puedo saber a qué se debe su visita?

PEPA.-  Sí, señora. Pero espere usted, que ahora sí me apetece sentarme un poquito... (Y, en efecto, se sienta tranquilamente en el sofá.) 

MARIANA.-  ¡Ay, ay, Dios mío!

PEPA.-  Oiga. ¿Ustedes no se ponen cómodas?

ADELAIDA.-   (Nerviosa.) ¿Quiere usted hablar de una vez?

PEPA.-  Sí, señora.  (Un silencio.) Juanita me manda para decirles a ustedes que mañana nos iremos a Madrid y no la volverán ustedes a ver más...

MARIANA.-  ¿Qué?

ADELAIDA.-  ¿Es posible?

PEPA.-  Sí, señora. Pero antes...  (Se calla.) 

MARIANA.-  ¿Qué?

ADELAIDA.-   (Casi sin voz.)  ¿Hay una condición?

PEPA.-  ¡Pche! Un capricho de Juanita.  (Un leve silencio.) Durante todo el día de hoy, ella quiere ser la que es usted...

ADELAIDA.-  ¿Cómo?

PEPA.-  Sí, señora. Por un día, solo por un día, quiere que todos la confundan con usted. Quiere ser usted misma... La Gobernadora.

ADELAIDA.-  ¡Ah!

MARIANA.-   (Con espanto.)  Pero... eso... no puede ser.

PEPA.-   (Con timidez.) ¡Anda! Pues para mí que es muy fácil. Con lo parecidas que son...

 

(Un silencio. ADELAIDA, sola, callada, avanza hacia primer término.)

 

ADELAIDA.-   (Bajo.) De manera que era eso...

PEPA.-  Sí.

 

(Otro silencio.)

 

MARIANA.-  Adelaida...

ADELAIDA.-  ¡Calla, mamá!

MARIANA.-  ¡Oh!

 

(ADELAIDA, sin volverse, se dirige a PEPA.)

 

ADELAIDA.-  ¿Y si me niego?

PEPA.-  Lo descubrirá todo...

ADELAIDA.-  Ya entiendo.  (Se calla.) Dígale usted a mi hermana que acepto su condición...

MARIANA.-   (Sobresaltadísima.) Pero, hija...

ADELAIDA.-  Dígale usted que durante todo el día de hoy le cedo mi puesto. Ella será la dueña de esta casa y la Gobernadora.  (Irritada.)  Vamos: ¿es que no me ha oído?

PEPA.-  Sí, señora... Entonces, ¿le digo que venga?

ADELAIDA.-  ¡Sí! Pero, por Dios, ¡márchese de una vez!

PEPA.-  Ya voy, señora, ya voy. Y ustedes dispensen si he molestado. Pepa Colmenares, para servirlas. ¡Maldita sea! En la que nos hemos metido. Con lo ricamente que estábamos en La Habana ahora que hay guerra...

 

(Sale por el fondo. Quedan en escena ADELAIDA y MARIANA.)

 

MARIANA.-  ¿Qué has hecho, Adelaida? Esto es una locura. Nadie sabe lo que puede pasar...  (Muy bajito.) ¿Y tu marido?

ADELAIDA.-   (Un silencio.) No me parece probable que advierta el cambio...

MARIANA.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  No te asustes, mamá. Este será un día como todos. Ahora, la doncella sirve el desayuno. Mi marido sale de su alcoba. Pronto llegará Florentino, su secretario. La Gobernadora vuelve de misa... Todo igual. Solo un cambio que no advertirá nadie: hoy la Gobernadora será Juanita.  (Se pone en pie airadamente.) Pero si ella cree que no sé lo que pretende con esta superchería...

MARIANA.-  ¿Que lo sabes?

ADELAIDA.-  ¡Claro, mamá! Cuando éramos niñas, nos adivinábamos el pensamiento la una a la otra casi sin hablar. Quizá era por eso por lo que no nos queríamos. Hace un momento, oyendo a esa mujer, he vuelto a tener, como entonces, el presentimiento de una diablura de Juanita. Y creo que no me equivoco. Pero si ella cree que voy a cruzarme de brazos...

MARIANA.-  ¡Adelaida!  (Muy asustada.) ¿Qué vas a hacer?

 

(ADELAIDA vuelve el rostro hacia su madre y la mira largamente, pero sin verla.)

 

ADELAIDA.-  Todavía no lo sé. Pero puedes estar segura de que no le será fácil salirse con la suya...

 

(Se va muy decidida por la embocadura de la izquierda. Queda sola MARIANA.)

 

MARIANA.-  ¡Hija! ¡Hijita! ¡Mi pobre Adelaida! ¿Qué va a pasar aquí?

 

(Por el fondo entra RITA, llevando una bandeja con servicio de desayuno.)

 

RITA.-  Con permiso de la señora... El desayuno.

MARIANA.-   (Indignada.)  ¡Déjame en paz!

RITA.-  ¡Oh!

 

(Doña MARIANA se va por la primera puerta de la derecha.)

 

¡Ay, Señor! (Deja la bandeja sobre la mesa redonda de la izquierda, cruza la escena, llega a la segunda puerta de la derecha y llama con los nudillos.) ¡Señor Gobernador!

BERNARDO.-   (Dentro.) ¡Voy!

RITA.-  El desayuno, señor Gobernador.

BERNARDO.-   (Dentro.)  ¡Je! Voy, voy...

 

(Se abre la segunda puerta de la izquierda y aparece DON BERNARDO de Arellano, Gobernador civil de la provincia, embutido en una gran bata. Es un caballero de alguna edad, reposado, tranquilísimo, muy jovial.)

 

¡Je! Buenos días, Rita...

RITA.-  Buenos días, señor Gobernador. ¿Su Excelencia ha descansado bien?

BERNARDO.-  ¡Ca! No he pegado un ojo...

RITA.-  ¿De veras?

BERNARDO.-  El discurso, ¿sabes? Siempre que pronuncio un discurso, me pongo malísimo. Una gaita. Y, claro, como anoche tuve que hablar en el banquete de la nueva promoción de húsares...  (Transición.) Claro que, eso sí, mi discurso tuvo un gran éxito. Al acabar, todos los húsares se pudieron de pie y, movidos por la fuerza de la frase, aplaudían y gritaban con un entusiasmo...

RITA.-  ¿Ah, sí?

BERNARDO.-   (Muy contento.)  Que sí, que sí...

RITA.-  ¿Y qué dijo, qué dijo Su Excelencia?

BERNARDO.-  Pues dije: ¡Viva España!

RITA.-  ¡Qué pico de oro!

BERNARDO.-  ¡Je!  (Modestamente.)  Sí, la verdad es que, aunque esté mal que yo lo diga, el discurso tuvo mucha intención política...

 

(En el fondo asoma FLORENTINO. Este FLORENTINO es un muchacho joven, bien vestido con cierta irremediable solemnidad. Lleva un cartapacio de papeles y unos cuantos periódicos.)

 

FLORENTINO.-  ¡Don Bernardo! ¿Da usted su permiso?

BERNARDO.-  ¡Mi querido secretario! ¡Adelante!

 

(Entra FLORENTINO. RITA sale por la segunda puerta de la izquierda.)

 

FLORENTINO.-  ¡Buenos días, don Bernardo! Ante todo, permítame usted que le felicite por su magnífico discurso de anoche.

BERNARDO.-  ¡Je! Muchas gracias. Por cierto: ¿fue usted el que dijo «bravo»?

FLORENTINO.-  ¡Sí, señor!  (Fervoroso.) ¡No me pude contener!

BERNARDO.-  Me pareció. ¡Je! Siempre que estoy pronunciando un discurso y oigo un ¡bravo! me digo: ya está ahí Florentino.  (Una transición.) ¿Y qué? ¿Tenemos mucho trabajo para hoy?

FLORENTINO.-  Bastante, sí señor. En el antedespacho hay una Comisión de patriotas, que están muy excitados con las últimas noticias de Cuba y vienen a ofrecerse al señor Gobernador... Dentro de un rato, a las once, inauguración de las obras del nuevo Hospital Provincial, donde la señora Gobernadora colocará la primera piedra en representación de su Majestad la Reina...

BERNARDO.-  ¡Qué barbaridad! Bueno. Y los periódicos. ¿Qué dicen hoy los periódicos?

 

(FLORENTINO hojea diversos periódicos, según los alude.)

 

FLORENTINO.-  Este pide que el Gobierno actúe con mano de hierro...

BERNARDO.-  ¿Qué periódico es ese?

FLORENTINO.-  La Libertad...

BERNARDO.-  ¡Ah! Esos demócratas... ¿Y qué dice La Razón, que es de derechas?

FLORENTINO.-  La Razón publica un manifiesto de la Junta de Damas Vigilantes de la Moral Pública que preside la señora Gobernadora. Un artículo que se titula «La filosofía de Balmes»10. Los ecos de sociedad. Y el santoral.

BERNARDO.-  Pues hoy viene muy distraído...

FLORENTINO.-  Sí, señor. Y, por último, aquí está El Radical...

BERNARDO.-  ¡Hola! A ver, a ver qué dicen los republicanos...

FLORENTINO.-  Para empezar, en primera plana, protestan por la suspensión de la velada de homenaje a los voluntarios de la provincia...

BERNARDO.-  ¡No!  (Indignado.)  Eso no es verdad. Yo no he suspendido la velada...

FLORENTINO.-  No, señor. La velada se suspendió por orden de la señora Gobernadora...

BERNARDO.-  ¡Ah! Mi mujer...

FLORENTINO.-  Sí, señor.

BERNARDO.-  Conque mi mujer... Caramba, caramba... (Y comienza a pasear de un lado para otro. De pronto, se detiene.)  ¡Florentino! ¿Qué más dice El Radical?

FLORENTINO.-   (Prudente.) ¿Quiere usted que le lea el artículo de fondo?

BERNARDO.-  ¿Cómo se titula?

FLORENTINO.-  Se titula: «¿Quién manda en el Gobierno Civil?».

BERNARDO.-   (Un respingo.) ¡Porras!

FLORENTINO.-  ¡Don Bernardo!

BERNARDO.-  ¡Florentino! Eso... Eso está escrito con intención.

FLORENTINO.-  ¿Usted cree?

BERNARDO.-  ¡Sí! Yo sé muy bien leer entre líneas. ¡Léamelo todo!

FLORENTINO.-  Sí, señor. Ahora mismo... (Y, bastante nervioso, comienza a leer el artículo de El Radical.)  «Nosotros, los elementos avanzados de la provincia...»

BERNARDO.-   (Estentóreo.) ¡Basta! Pegue un salto y lea el final.

FLORENTINO.-  Sí señor. Como usted mande...  (Y vuelve a leer.)  «Nosotros, los elementos avanzados de la provincia...».

BERNARDO.-  ¿Otra vez? ¡Le he dicho a usted que lea el final!

FLORENTINO.-   (Apuradísimo.) Pero si es que se repite, don Bernardo...

BERNARDO.-  ¡Ah! ¿Sí?

FLORENTINO.-  ¡Claro! Es lo que pasa con los artículos de fondo: que como solo se lee el principio y el final, y el final es igual que el principio, pues no se entera uno de nada...

BERNARDO.-  ¡Continúe!

FLORENTINO.-  Sí, señor.  (Leyendo.) «Nosotros, los elementos avanzados de la provincia, únicos legítimos representantes de la soberanía popular, recogemos hoy esta pregunta que corre de boca en boca por las calles de nuestra ciudad: "¿Quién manda en el Gobierno Civil?"».

BERNARDO.-  ¡Alto!

FLORENTINO.-  Sí, señor.

 

(Don BERNARDO, con creciente indignación, va de un lado para otro.)

 

BERNARDO.-  Conque ¿quién manda en el Gobierno Civil, eh? ¡Ah, miserables, bergantes, calumniadores! ¿Creerán que no sé lo que se dice por ahí? Pues sí, señor, que lo sé. ¿Y sabe usted lo que se dice, Florentino? Pues se dice, ni más ni menos, que la que manda aquí es mi mujer... ¿Eh? ¿Qué le parece? ¡Ah! Pero esta vez han ido demasiado lejos. Y le aseguro a usted que se van a acordar de mí esos caballeros de El Radical. Vaya si se acordarán ¡Voy a meter en la cárcel a toda la Redacción con el Marqués a la cabeza!

FLORENTINO.-   (Con mucho apuro.) ¡No! Don Bernardo, no haga usted eso...

 

(DON BERNARDO se le queda mirando. De pronto, se deja caer en un sillón en primer término a la derecha y se encoge como un chiquillo. Habla con otra voz.)

 

BERNARDO.-  No... No lo haré. No podría. El Marqués tiene toda la razón.  (Un hondo suspiro.)  Sí, Florentino. La verdad es que aquí manda mi mujer...

FLORENTINO.-   (Con emoción.)  Vamos, vamos, don Bernardo...

BERNARDO.-  Cállese, hijo. ¿Quiere? Adelaida manda en esta casa y en toda la provincia, y mandará siempre donde esté porque ha nacido para mandar. Yo no. Yo no valgo... Ya ve usted. Yo he sido diputado, soy Gobernador, y es casi seguro que dentro de muy poco seré ministro. Y a lo mejor resulta que soy el salvador de España. Porque estas cosas nunca se saben...

FLORENTINO.-  Y que lo diga usted, don Bernardo...

BERNARDO.-  Bueno.

 

(En este instante aparece en la entrada del fondo una dama vestida elegantemente y hasta con cierta ostentación. Por su sonrisa, y por el brillo pícaro de sus ojos, parece JUANITA. Se queda allí, inmóvil, sin ruido, escuchando atentamente lo que sigue. BERNARDO y FLORENTINO, en primer término, de cara al público, no advierten su presencia.)

 

Pues la verdad es que delante de Adelaida no soy más que un pobre hombre. Me puede. Me domina. ¿Sabe? Y si supiera usted cuántas veces he sentido el anhelo de rebelarme a ese dominio...  (Un suspiro.)  Pero es inútil. No puedo. La quiero. Y, claro, ella lo sabe y se aprovecha. Y si al menos no fuera como es... Porque hay que ver cómo es mi mujer, Florentino. Tienes unas ideas... Es tan moral, tan moral, que llega hasta la crueldad. ¡Ah, querido muchacho! No hay nada tan inhumano como esa virtud ciega que no ve ni comprende. Las mujeres solo comprenden y son generosas cuando han pecado un poquito, aunque solo sea con el pensamiento... Pero, de Adelaida, ¿qué voy a decirle a usted? ¡Digo! Si mi mujer tuviera un mal pensamiento sería capaz de ponerse una multa.  (Con otra voz.)  Ya comprenderá usted, Florentino, que la vida al lado de una mujer como la mía es un tormento. Me tiene frito, hijo. Además, como es tan rígida y tan poco afectuosa... ¡Je! La última vez que me dio un beso fue hace tres meses. Y eso, porque me dolía la cabeza...

FLORENTINO.-  ¡Oh!

 

(Baja los ojos afectadísimo. FLORENTINO también está muy conmovido. Ella no se puede contener y avanza. Emocionadísima.)

 

JUANITA.-  ¡Pobrecito!

 

(El GOBERNADOR y FLORENTINO se vuelven de súbito y se quedan inmóviles.)

 

BERNARDO.-  ¡Adelaida!

FLORENTINO.-  ¡Señora!

JUANITA.-  ¡No! Ni una palabra más. No hace falta. Lo he oído todo. ¿Sabes? ¡Dios mío! Cuánto has debido sufrir. ¡Qué poca cosa son los hombres y qué pena dan! Bueno, pues se acabó... Desde hoy, aquí no manda nadie más que tú. ¿Me oyes?

BERNARDO.-   (Boquiabierto.)  ¿De veras?

JUANITA.-  ¡Sí! Tú, tú y nadie más que tú. Y tus deseos serán órdenes y todo el mundo te obedecerá, y tu mujer, la primera de todos. Porque así debe ser. ¡Pobrecito!  (Con muchísima ternura.)  ¡Qué vida tan triste! Ni un beso, ni una caricia, ni un poco de amor. ¡Ah! Pues eso también se acabó. ¡Huy! Ahora verás. Toma, toma, toma... (Se cuelga de su cuello, cariñosísima, y le besa varias veces con gran entusiasmo.) 

BERNARDO.-  ¡Adelaida!

JUANITA.-  Un momento.  (Y sonríe encantadoramente.)  Vuelvo. Vuelvo en seguida.

 

(Escapa y desaparece por la segunda puerta de la derecha. DON BERNARDO y FLORENTINO se miran de hito en hito.)

 

BERNARDO.-  ¡Florentino!

FLORENTINO.-   (Picadísimo.) Caramba, don Bernardo, eso de que la señora Gobernadora es poco afectuosa... Eso, vamos, eso se lo cuenta usted a otro...

BERNARDO.-  ¡Florentino!

FLORENTINO.-  Vamos, don Bernardo, que lo he visto yo con estos ojos que se ha de comer la tierra.

BERNARDO.-  ¡Florentino!  (Excitadísimo.) No sea usted idiota. Que esto no ha pasado nunca...

FLORENTINO.-   (Atónito.) ¿De veras?

BERNARDO.-  ¡Que es la primera vez! ¡Ay, Florentino, yo me voy a volver loco!

 

(Dentro se oye el ruido producido por algún cacharro que se rompe. Y un grito de RITA.)

 

RITA.-   (Dentro.)  ¡Ay!

BERNARDO.-  ¿Qué? ¿Qué pasa?

 

(Y cuando los dos avanzan sobre la puerta de la derecha, surge, como empujada por alguien, RITA. Pero viene contentísima.)

 

RITA.-  ¡Ay! ¡Ay, Virgen Santísima!

BERNARDO.-  ¡Rita!

FLORENTINO.-  ¿Qué? ¿Qué ha pasado?

RITA.-  ¡La señora!

BERNARDO.-  ¿Cómo?

RITA.-  La señora, que me ha llamado fresca, descarada y lagartona...

BERNARDO.-  ¡Oh!

RITA.-  Y además, me ha tirado del pelo. Y si me descuido, me da una bofetada. ¡Ay! Gracias a Dios.  (Con toda su alma.)  Porque la verdad es que aquí no se podía vivir...

 

(Y, más alegre que unas pascuas, se va por el fondo. DON BERNARDO, excitadísimo, se vuelve a FLORENTINO.)

 

BERNARDO.-  ¿Y ahora qué me dice usted?

FLORENTINO.-  Si no lo veo, no lo creo...

BERNARDO.-  ¡Florentino! ¿Qué ha pasado para que mi mujer haya cambiado de ese modo en unas pocas horas? Porque anoche, Adelaida era la misma mujer de siempre. De eso estoy segurísimo. Y hoy por la mañana, me la encuentro convertida en una criatura encantadora que da gritos, que le tira del pelo a la doncella y que me llena la cara de besos...

 

(Dentro se oye la risa fresca de JUANITA. DON BERNARDO se vuelve con una sonrisa de iluminado.)

 

¿Oye usted? Se ríe...

FLORENTINO.-  Sí, sí. ¡Se ríe!

BERNARDO.-   (Emocionadísimo.)  ¡Se ríe! ¡Adelaida se ríe! Esto no había pasado nunca... Es el colmo, el colmo. Deme usted un abrazo, Florentino...

FLORENTINO.-  Con mucho gusto, sí, señor...

 

(Y, por donde se fue, aparece JUANITA, que aún se viene riendo. Ya despojada de su sombrero.)

 

JUANITA.-  ¡Ay! ¡Qué contenta se ha puesto esa chica porque la he tirado del pelo! ¡Pobrecilla! Pero si es natural. Lo que la gente quiere es cariño, mucho cariño... ¡Ea! Pues para eso estoy aquí yo. Para querer a todo el que lo necesite...

FLORENTINO.-   (Ilusionadísimo.) ¿De verdad, doña Adelaida?

JUANITA.-  Pues claro que sí... (Y, muy airosamente, cruza entre los dos hombres, que la siguen con la mirada, fascinados, y llega hasta la mesa.) ¡Uf! Me muero de hambre...

 

(Se sienta y comienza a comer con auténtica voracidad. BERNARDO y FLORENTINO, juntos, al otro lado de la escena, la contemplan embobados.)

 

BERNARDO.-  ¡Je! Tiene hambre...

FLORENTINO.-  Ya, ya...

BERNARDO.-  ¿Tiene o no tiene gracia?

FLORENTINO.-  ¡Mucha! Muchísima gracia...

BERNARDO.-  ¡Y qué guapa está!

FLORENTINO.-  ¡Huy! No me lo diga, don Bernardo, no me lo diga...

BERNARDO.-  Está más bonita que nunca. Como que parece otra. Fíjese, Florentino, fíjese bien...

FLORENTINO.-  Pero si me estoy fijando muchísimo, don Bernardo. Como que no pierdo detalle...

 

(De pronto, JUANITA suelta una cucharilla y arma muchísimo ruido.)

 

JUANITA.-  ¡Puaf! ¡Qué asco de desayuno!

BERNARDO.-   (Muy solícito.) ¡Adelaida! ¿No te gusta el desayuno?

JUANITA.-  Ni pizca.  (Con enorme repugnancia.)  Chocolate, picatostes, mantequilla... ¡Cuántas porquerías! Donde estén un par de huevos fritos...

 

(Don BERNARDO, contentísimo, casi pega un grito.)

 

BERNARDO.-  ¡Florentino! ¡Tome nota! Desde mañana, huevos fritos para desayunar.

FLORENTINO.-   (Anotando.)  ¿Con patatas?

BERNARDO.-  ¡Sí!  (En la gloria.)  Con muchas patatas... ¡Dígaselo a la cocinera! ¡Vivo!

FLORENTINO.-  ¡Sí, señor! ¡Volando!

 

(Y sale aprisa por el fondo. Don BERNARDO se queda mirando a ADELAIDA emocionadísimo.)

 

BERNARDO.-  ¡Adelaida! Nunca te agradeceré bastante esta prueba de cariño...

JUANITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

BERNARDO.-  ¿Y cómo no? Desde que nos casamos te estoy diciendo que quiero para desayunar huevos fritos con patatas. Tú nunca has querido darme ese capricho porque decías que era una ordinariez. Y ahora, sin que nadie te lo pida, ahora... ¡Oh, Adelaida! Gracias. Muchísimas gracias.

 

(Ella alza los ojos y le mira con una gran ternura.)

 

JUANITA.-  ¡Dios mío! Pero qué niño eres, señor Gobernador...

BERNARDO.-  ¡Je! Yo, Adelaida... (Se calla. Está muy conmovido. Como no sabe qué hacer, marcha hacia la segunda puerta de la derecha y, antes de salir, se vuelve y se la queda mirando intensamente.) ¡Adelaida!

JUANITA.-  Sí...

BERNARDO.-  Dime...

JUANITA.-  ¿Qué?

BERNARDO.-  Dime que no estoy soñando...  (Transición, rápido.) No. No digas nada. Porque si es un sueño... Si es un sueño, no quisiera despertar.

 

(Entra don BERNARDO en su habitación. Queda ella sola todavía sentada ante la mesa. Mira en torno, se mira a sí misma. No sabe si reír o llorar. Con otra voz.)

 

JUANITA.-  ¡Dios mío! Pero ¿qué es esto?

 

(Y, de bruces sobre la mesa, rompe en una risa nerviosa, mezclada de lágrimas. Entra doña MARIANA, por donde se fue, tan campante.)

 

MARIANA.-  Mira, Adelaida. He estado pensando muy seriamente sobre la situación y lo mejor será que no perdamos la calma. Ya sabes, querida, que, cuando hace falta, yo soy muy, muy serena y muy... Todo eso. ¿Comprendes? Escúchame, Adelaida, hijita. Cuando venga esa pécora de Juanita, si es que se atreve...

 

(Su hija, que la está mirando con los ojos brillándole de gozo, rompe a reír.)

 

JUANITA.-  ¡Mamá!

MARIANA.-  ¿Eh?  (Estupefacta.) ¿Qué? ¡Adelaida! ¿Por qué te ríes? (Se le queda mirando fijamente y de pronto da un grito.)  ¡Ayyy! ¡Juanita!

JUANITA.-   (Riendo.)  ¡Mamá!

MARIANA.-   (Aterrada.) ¡Eres tú! ¡Tú! Tú, aquí. Por fin. Te has atrevido. ¡Vete, Juanita!

JUANITA.-  ¡Quia!

MARIANA.-  ¡Vete! Te lo pide tu madre. Te lo pide por lo más sagrado...

JUANITA.-  Ya es demasiado tarde. (Y marcha decidida hacia la segunda puerta de la derecha.) 

MARIANA.-  ¡Juanita! ¿A dónde vas?

JUANITA.-  ¡Mamá! Me espera mi marido...

MARIANA.-   (Horrorizada.) ¡Juanita!

JUANITA.-  ¡Ah! Y te advierto que está loco por mí...

 

(Entra en la segunda de la derecha. MARIANA se queda espantada.)

 

MARIANA.-  ¡No! Eso, no. ¡Escucha! (Va a la puerta. Pero la otra ha cerrado por dentro. Y llama.)  Juanita... Óyeme. (Vuelve al centro de la escena, desolada.)  ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar aquí? (Cruza la escena, va a la embocadura y llama. Nadie responde.)  ¡Adelaida! ¡Adelaida! (Va a la primera puerta de la derecha y la entreabre y llama.)  ¡Adelaida! ¿Dónde estás? (Tampoco responde ADELAIDA. Entonces, se dirige al fondo, siempre llamando.)  ¡Adelaida! ¡Adelaida!

 

(Muy servicial, surge RITA en el fondo.)

 

RITA.-  ¡Señora! ¿Busca usted a doña Adelaida? Pues me parece que está en su alcoba con el señor Gobernador...

MARIANA.-   (Aterrada.) ¡¡No!! Esa es la otra...

RITA.-  ¿Cómo?

MARIANA.-  ¡Sí! La que está ahí es Juanita...

RITA.-  ¿Qué...? ¿Qué dice?

MARIANA.-  Adelaida, Adelaida, hija mía...

 

(Y se va por la embocadura. RITA, sola, se lleva las manos a la cabeza.)

 

RITA.-  ¡Virgen! Era la otra...

 

(Suena dentro la campanilla de la puerta de entrada. RITA sale casi en volandas.)

 

¡Voy! ¡Voy!

 

(Sale por el fondo. Un instante de soledad en la escena. Se abre la segunda puerta de la derecha y aparece don BERNARDO, ya de «chaquet» y chistera. Viene satisfechísimo, frotándose las manos de felicidad.)

 

BERNARDO.-  ¡Qué mujer! Pero ¡qué mujer!

 

(Se va hacia el fondo. Sale por la izquierda de la entrada. Otra vez queda la escena sola durante unos instantes. Y al cabo, por la derecha del fondo, surgen en escena, ligeritas, graciosas, tan saladas como siempre, TERESA y ROSITA. Y, según su costumbre, avanzan al unísono, muy dispuestas, y recitan.)

 
TERESA
Volverán las oscuras golondrinas
de tu balcón sus nidos a colgar

ROSITA
Y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán...

 

(Las dos, al ver la estancia vacía, se interrumpen, justamente defraudadas.)

 

TERESA.-  ¡Oh! Pero si no hay nadie...

ROSITA.-  ¡Qué rabia!

LAS DOS.-  ¡Mamá!

 

(Y las dos al tiempo vuelven corriendo al fondo, al tiempo que irrumpe doña MARGARITA.)

 

MARGARITA.-  ¿Qué ocurre?

TERESA.-  ¡Que no hay nadie!

MARGARITA.-  ¿Nadie?

ROSITA.-  ¡Nadie!

 

(Doña MARGARITA y las niñas avanzan con cautela, mirando en derredor.)

 

MARGARITA.-  ¡Dios mío! ¿Se habrá enterado ya el Gobernador de que le engaña su mujer?

TERESA.-   (Con apuro.) ¡Ay, Rosita!

ROSITA.-  ¡Ay, Teresita!

TERESA.-  Jesús, Jesús, Jesús...

 

(Doña MARGARITA, como tomando una decisión, se sienta en el sofá.)

 

MARGARITA.-  ¡Ea! Pues yo no me marcho de aquí hasta que lo averigüe. ¡Niñas!

LAS DOS.-  ¡Mamá!

 

(Y las dos avanzan dócilmente hacia su madre.)

 

MARGARITA.-  ¿Estáis seguras de que lo que visteis ayer ocurrió realmente y no fue una fantasía vuestra? Mirad que si es una mentira como otras veces...

 

(TERESITA y ROSITA se agitan nerviosísimas y hablan a la vez. Pero ahora no coinciden en sus expresiones. Y, claro, no se entiende nada.)

 

TERESA.-  Te lo juro, te lo juro, te lo juro...

ROSITA.-  Lo he visto yo, lo he visto yo, lo he visto yo...

MARGARITA.-  ¡A callar!

LAS DOS.-  Sí, mamá...  (Transición.) 

MARGARITA.-  ¿Y fue aquí mismo?

TERESA.-  Sí, mamá. La señora Gobernadora estaba aquí... (Y corre y se planta al lado de la consola.) 

MARGARITA.-  ¿Y el capitán?

ROSITA.-  Aquí. (Y va y se sitúa muy cerquita de su hermana.) 

MARGARITA.-  ¿Y de verdad, de verdad, la besó?

TERESA.-  ¡Huy! ¡Que si la besó!

ROSITA.-  Más fuerte...

TERESA.-  Con una pasión...

ROSITA.-  Y un...

MARGARITA.-   (Alarmada.)  ¡Niñas!

LAS DOS.-  ¡Mamá!

MARGARITA.-  ¡A callar!

LAS DOS.-  Sí, mamá...

 

(MARGARITA, en el sofá, piensa un ratito y luego reacciona.)

 

MARGARITA.-  Claro que, naturalmente, a veces, las apariencias engañan. Después de todo, pudo ser un atropello de un desaprensivo. Las mujeres decentes siempre estamos expuestas a eso...

 

(Las dos niñas dan un paso hacia su madre, muy ilusionadas.)

 

TERESA.-  ¿Nosotras también?

MARGARITA.-   (Muy madre.)  Sí, hijas mías. Hay cada bárbaro por ahí...

TERESA.-   (Muy interesada.) ¿Dónde?

MARGARITA.-  ¡Niña!  (Un silencio. Luego se vuelve hacia sus hijas. Muy bajito.)  ¿No fue un atropello?

ROSITA.-  No, mamá.

TERESA.-  Te digo que fue un adulterio grandísimo...

MARGARITA.-  Callad, callad, hijas mías. ¡Qué horror! Pero si aún no puedo creerlo. Ella, Adelaida, la inflexible, la que nos tenía a todos en vilo; la Presidenta de todas las Juntas, la mujer del Gobernador. Ella, engañando a su marido como una...

LAS DOS.-  ¡Mamá!

MARGARITA.-   (Moderándose.) Como una de esas mujeres que engañan a sus maridos... ¿Qué va a pasar ahora, cuando la gente se entere? Porque esta es una ciudad pequeña y aquí las noticias corren que vuelan. Y, naturalmente, no es lo mismo un escándalo en Madrid que un escándalo en provincias.

 

(Suena dentro la campanilla de la puerta de entrada.)

 

TERESA.-  ¡Ay, Rosita!

ROSITA.-  ¡Ay, Teresita! ¿Tú crees que el Gobernador la matará?

TERESA.-  Pues mira: papá dice que no. Y cuando él lo dice...

 

(Por el fondo entra RITA, precediendo a JAVIER, que viste de uniforme, como en el acto anterior.)

 

RITA.-  Por aquí, señor...

JAVIER.-  Gracias...

 

(TERESA y ROSITA, al ver aparecer a JAVIER, corren muy agitadas y se refugian junto a su madre, una a cada lado.)

 

LAS DOS.-  ¡Mamá!

MARGARITA.-  ¿Qué?

TERESA.-  ¡Es él! ¡El capitán!

MARGARITA.-  ¡Jesús! ¿Es posible?

LAS DOS.-   (Como un eco.)  ¡Sííí...!

 

(JAVIER y RITA, entre tanto, ya han cruzado la escena y se encuentran junto a la primera puerta de la derecha.)

 

JAVIER.-  Dile que no tengo prisa. Puedo esperar.

RITA.-  Sí, señor.

JAVIER.-   (Sonriendo.) ¡Ah! Y ya puedes empezar a tratarme con más confianza, ¿sabes? Porque desde hoy me verás mucho por aquí. Para el caso, como si fuera de la familia...

 

(MARGARITA, TERESITA y ROSITA tienen que taparse la boca para sofocar un grito.)

 

LAS TRES.-  ¡Ay!

TERESA.-  ¿Has oído, mamá?

MARGARITA.-   (Espantada.)  Pero este hombre es un cínico.

RITA.-  Mucho gusto, señor...

 

(RITA abre la primera puerta de la derecha para que pase JAVIER y luego marcha hacia el fondo. Sale. MARGARITA y sus hijas han pasado hacia la izquierda. JAVIER, al volverse para salir, las descubre y sonríe.)

 

JAVIER.-  Buenos días, señora. Lamento que no estemos presentados. Javier Castellanos, a sus órdenes. ¿Estas señoritas son hijas suyas?

MARGARITA.-   (Secamente.) ¡Sí!

JAVIER.-  Muy bonitas. Muy graciosas. Y muy... (De pronto, las mira fijamente. Y se alegra muchísimo.) ¡Hola! Pero si resulta que son iguales. ¡Ellas también!

MARGARITA.-  ¿Cómo?

JAVIER.-   (Transición.) No, no, nada. No he dicho nada. Una tontería. Usted perdone. He tenido mucho gusto. Capitán Castellanos...

 

(Y sale por la primera puerta de la derecha. Apenas ha salido, TERESITA y ROSITA se agitan como dos pajaritos piando. Dentro suena otra vez la campanilla.)

 

LAS DOS.-  ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá!

MARGARITA.-  ¡A callar!

 

(En el fondo aparece PEPITO, muy sofocado.)

 

PEPITO.-  ¡Margarita!

MARGARITA.-  Pepito...

 

(PEPITO acude sucesivamente a TERESITA y a ROSITA.)

 

PEPITO.-  ¡Rosita! ¡Teresita!

TERESA.-  ¡Al revés!

ROSITA.-  ¡Yo soy Rosita!

TERESA.-  Y yo, Teresita...

PEPITO.-  ¡Huy! ¡Maldita sea! No acierto nunca...

MARGARITA.-  ¿Qué ocurre, Pepito? ¿Por qué está usted tan excitado?

PEPITO.-  Pero ¿es que no saben ustedes la noticia? Se dice que la Gobernadora...

 

(Dentro se oye la campanilla, que resuena de nuevo, y voces confusas de RITA y el MARQUÉS.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

MARQUÉS.-   (Dentro.)  ¡No, no y no! ¡No intente usted detenerme!

RITA.-   (Dentro.) Pero señor Marqués...

 

(Aparecen los dos en la entrada del fondo.)

 

MARQUÉS.-  ¡Atrás! Necesito comprobar si la Gobernadora ha pasado o no ha pasado la noche en casa. Si la Gobernadora ha pasado la noche fuera de casa, la República Federal está al caer...

PEPITO.-  ¿Usted cree?

MARQUÉS.-  ¡Sí! La Monarquía no podrá resistir este golpe tan duro...

TODOS.-  ¡Oh!

 

(El MARQUÉS se yergue todo lo que puede y se encara solemnemente con RITA. Muy en tribuno.)

 

MARQUÉS.-  ¡Ciudadana!

RITA.-   (Apuradísima.)  ¡Ay, señor Marqués! Eso sí que no...

MARQUÉS.-  Conteste, ciudadana. Es el pueblo soberano quien pregunta. ¿Es cierto o no es cierto que la señora Gobernadora ha pasado la noche en el Hotel Europa, donde también se aloja el capitán Castellanos?

MARGARITA.-   (En un grito.) ¡Marqués!

MARQUÉS.-  ¡Señora!

MARGARITA.-   (Dolidísima.) Las niñas...

TODOS.-  ¡Oh!

LAS DOS.-  Pero, mamá...

MARGARITA.-  ¡Silencio!

 

(Y se dirige al fondo, seguida de las dos niñas y de RITA. Desde allí se vuelve.)

 

¡Marqués! Quien puede contestar a su pregunta mejor que nadie es el propio capitán Castellanos, que está en ese salón. Porque, para que usted se entere, ese hombre entra aquí como si fuera de la familia... ¡Vamos!

 

(Y, con mucha dignidad, sale por el fondo con RITA y sus hijas. El MARQUÉS y PEPITO se quedan atónitos, mirándose mutuamente.)

 

MARQUÉS.-  ¡Cómo! ¿Que está ahí el capitán?

 

(PEPITO escapa hasta la primera puerta de la derecha, la entreabre y mira al interior.)

 

PEPITO.-  ¡Sí! Ahí está.

MARQUÉS.-  ¡Que salga!  (Con entusiasmo.)  ¡Que salga ese valiente!

PEPITO.-  ¡Chiss! Capitán...

 

(Asoma JAVIER por la derecha. Muy prudente.)

 

JAVIER.-  Buenos días. ¿Me llaman ustedes?

MARQUÉS.-  ¡Sí!

 

(Y avanza hacia JAVIER, con los brazos abiertos. Emocionadísimo.)

 

¡Hijo!

JAVIER.-   (Estupefacto.)  ¡Caramba!

MARQUÉS.-  ¡Venga usted a mis brazos! Apriete fuerte. ¡Fuerte!

 

(JAVIER se conmueve.)

 

JAVIER.-  Pero qué simpáticos y qué buenos son ustedes conmigo. ¡Hay que ver! No sé cómo agradecerles...

MARQUÉS.-  ¡Hijo! Mucho esperábamos de usted. Pero tanto y tan pronto... Nunca, nunca lo hubiéramos creído.

PEPITO.-  Lo que decía mamá esta mañana: ¿qué tendrá ese hombre?

JAVIER.-   (Asombradísimo.)  ¿De veras decía eso su señora mamá?

PEPITO.-  ¡Claro! Y con muchísima razón. Porque, vamos, ha sido llegar, ver... y lo demás. Cuando se enteren en el Casino, le van a dar un banquete.

JAVIER.-  ¿A mí?

PEPITO.-  ¡Claro!

JAVIER.-  Un momento, señores... ¿Puedo saber a qué se refieren ustedes?

 

(El MARQUÉS y PEPITO se miran, se guiñan y sonríen divertidísimos.)

 

MARQUÉS.-  ¡Je!

PEPITO.-  ¡Marqués!

MARQUÉS.-  ¡Pepito!

PEPITO.-  Y todavía lo pregunta...

MARQUÉS.-  Ya, ya...

 

(Los dos se ríen. Se vuelven hacia JAVIER y le contemplan con muchísima ternura.)

 

PEPITO.-  ¡Qué fresco!

MARQUÉS.-  ¡Qué granuja!

JAVIER.-  ¡Oiga!

MARQUÉS.-  ¡Chiss! Ni una palabra. (Se vuelve y mira en torno, precavido.) Lo sabemos todo, perillán.

JAVIER.-  ¿Todo?

PEPITO.-  ¡Todo!

JAVIER.-  Pero ¿qué es lo que saben ustedes?

MARQUÉS.-  ¡Chiss! Sabemos que esta noche, en el Hotel Europa, ha tenido usted una entrevista con cierta dama...

JAVIER.-  ¡Ah! Era eso...

PEPITO.-  ¡Claro!

MARQUÉS.-  ¡Je!

 

(JAVIER, ceñudo, con disgusto, se sienta en el sofá.)

 

JAVIER.-  Lo siento. Creí que este secreto era solo mío.  (Con ansiedad.)  ¿Y también saben ustedes quién es ella?

PEPITO.-  ¡Toma!

MARQUÉS.-  ¡Hombre! Pues no faltaría más...

 

(JAVIER baja la cabeza y sonríe.)

 

JAVIER.-  ¡Pobre mujer! Y pensar que cuando me lo confesó todo ella creía que no lo sabía nadie... Porque no me negarán ustedes que el caso es muy curioso.

MARQUÉS.-  Le diré. Como que, ¿quién lo iba a pensar?

 

(PEPITO, que no puede más de curiosidad, se sienta presuroso en el sofá junto a JAVIER.)

 

PEPITO.-  Y entre caballeros, capitán. ¿Cómo fue?

 

(JAVIER le mira largamente y sonríe. Es muy feliz.)

 

JAVIER.-  ¿Que cómo fue? Pero si ni yo mismo lo sé...

PEPITO.-  ¿Oye usted, Marqués?

JAVIER.-  Un milagro. Yo llegaba de Madrid después de un escándalo. Un escándalo más, en una vida llena de azares y de locuras. Yo soy uno de esos hombres que, buscando un poco de paz, viven siempre en guerra. La paz en el amor cuesta tantas batallas inútiles... Venía decidido a hundirme en el sosiego de esta provincia; dispuesto a morir de aburrimiento, si era preciso. Pero, de pronto, surgió ella... Apenas la vi, me di cuenta de que no era una más. Y anoche, en el Hotel Europa, ya estaba seguro. Porque la verdad es que no es lo que parece. ¡Oh, si ustedes supieran! Debajo de esa apariencia hay una mujer que no conoce nadie. Dulce, buena, generosa, apasionada.  (Con entusiasmo.)  ¡Oh! Es extraordinaria.

 

(PEPITO, que le escucha embelesado, se revuelve muy mohíno.)

 

PEPITO.-  ¡Maldita sea! Siempre tiene que venir uno de Madrid a descubrirnos las delicias de la localidad...

MARQUÉS.-  Bien, capitán. Pero lo que no acabo de explicarme es su presencia de hoy en esta casa, después de lo que ha pasado anoche... La verdad, me parece excesivo.

JAVIER.-   (Sencillamente.) ¡Hombre! Lo natural en estos casos es contárselo a la familia...

 

(PEPITO y el MARQUÉS casi pegan un salto.)

 

LOS DOS.-  ¿Cómo?

JAVIER.-  ¿Por qué se asombran ustedes? Ya les he dicho que no se trata de una aventura más. Vengo decidido a llevármela para siempre...

MARQUÉS.-   (Boquiabierto.) ¿Qué...? ¡Repita eso!

PEPITO.-   (En un grito.) ¡¡Marqués!!

JAVIER.-  Nada, nada. Lo tengo muy pensado. Hablaré con doña Mariana y, si no se hace cargo, se lo contaré todo al Gobernador.

PEPITO.-  ¿Al Gobernador?

MARQUÉS.-  ¿Será usted capaz?

JAVIER.-  Ya lo creo. Y estoy seguro de que el Gobernador se pondrá de mi parte.  (Sonríe con evidente experiencia.)  Entre hombres...

 

(El MARQUÉS y PEPITO se miran excitadísimos.)

 

MARQUÉS.-  ¡Pepito!

PEPITO.-  ¡Marqués!

MARQUÉS.-  ¡Este hombre es único!

PEPITO.-  ¡Es un genio!

JAVIER.-  Pero...

 

(Por el fondo asoma con cautela MARGARITA.)

 

MARGARITA.-  ¡Chiss! ¿Era o no era verdad? Porque las niñas no pueden más de curiosidad...

MARQUÉS.-  ¡Sí! ¡Era verdad!  (Con gran entusiasmo.)  ¡Todo era verdad!

MARGARITA.-   (Horrorizada.)  ¡Jesús!

 

(Y en el acto surgen las niñas, más revoloteantes que nunca.)

 

LAS DOS.-  ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá!

 

(Se abre la segunda puerta de la derecha y, en el umbral, aparece... Una gran dama, vestida con un traje negro de ceremonia. Por su empaque, por su majestad, parece ADELAIDA. Una nueva ADELAIDA que sonríe.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

MARGARITA.-  ¡Adelaida!

PEPITO.-  ¡Señora!

 

(ADELAIDA avanza unos pasos, dichosísima.)

 

ADELAIDA.-  ¡Mis queridos amigos! ¡Qué alegría verlos aquí tan de mañana! ¡Chiss! Ni una palabra. Ya sé de qué se trata. Pero está todo resuelto.  (Muy contenta.) Mi marido ha decidido, por fin, autorizar la velada de homenaje a los voluntarios de Cuba...

TODOS.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  De manera que pónganse de acuerdo con mamá para continuar los ensayos de la obra y todos los demás preparativos. Y, a propósito, ¿no podría yo colaborar con vosotros, Margarita? Me gustaría tanto. ¿Eh? ¿No habría un papelito que yo pudiera hacer?

MARGARITA.-  ¿Tú? Pero, Adelaida...

ADELAIDA.-  Sí, sí. Yo misma. ¿Qué te parece?  (Ríe suavemente.) Después de todo, ¿por qué no podemos divertirnos un poquito? La alegría también es una virtud. ¿Te extraña que hable así, yo, Adelaida, la austera Gobernadora? Pues no te asombres demasiado. Resulta que llega un momento en el que una comprende lo que no ha comprendido nunca. Y entonces es como si se descubriera por primera vez el mundo y la vida y todo... Estoy más contenta, Margarita, más contenta... ¡Ah! Se me ocurre una idea. Tengo que salir, porque he de acompañar a mi marido a la inauguración de las obras del Hospital. La Reina ha querido que, en su nombre, ponga yo la primera piedra. Es tan cariñosa conmigo Su Majestad... Pero vuelvo en seguida y todos ustedes se quedan a almorzar con nosotros.  (Ríe.) ¡Silencio! No admito negativas. ¡Orden de la Gobernadora! (De pronto, suspende su risa porque descubre a JAVIER. Sorprendida.) ¡Ah! ¡Caballero!

JAVIER.-  ¡Señora!

 

(Todos los demás, con los ojos muy abiertos, siguen atentísimos el diálogo.)

 

ADELAIDA.-  ¿Nosotros nos conocemos?

JAVIER.-  Solo nos hemos visto un momento, señora. Ayer, cuando visité a doña Mariana. Pero es muy natural que la señora Gobernadora no recuerde...

ADELAIDA.-  ¡Ah! Sí... El capitán Castellanos.

JAVIER.-   (Saludando.) ¡A la orden de la señora Gobernadora!

ADELAIDA.-  Bueno. Pues usted también almuerza con nosotros. Le dejo en manos de estos amigos que sabrán hacerle los honores de la casa. Vuelvo, vuelvo en seguida...

 

(ADELAIDA sale por el fondo. Todos la siguen con la mirada, en silencio. Después, MARGARITA, las niñas, el MARQUÉS y PEPITO, que han formado un grupo a la derecha, se miran atónitos. Un silencio. JAVIER, tan tranquilo, al otro extremo, sonríe muy satisfecho.)

 

JAVIER.-  Verdaderamente, tengo que reconocer que la Gobernadora no es lo que me habían dicho... Ni muchísimo menos. La verdad, señores, a mí me parece una mujer encantadora.

MARQUÉS.-  Un momento, un momento, capitán. (Se acerca. Muy bajito.)  Pero ¿no es ella?

JAVIER.-   (Sorprendido.) ¿Cómo?

MARQUÉS.-  ¿No es ella la dama del Hotel Europa?

 

(JAVIER se pone en pie, estupefacto.)

 

JAVIER.-  ¿Quién? ¿La Gobernadora?

PEPITO.-  ¡Claro!

JAVIER.-  Pero, señores, ¿cómo se les ha ocurrido a ustedes semejante locura?

TODOS.-  ¿Qué?

MARQUÉS.-  Pero, capitán, todas las apariencias...

JAVIER.-  ¿Qué está usted diciendo?  (De pronto.) Pero ¿entonces no saben nada? ¡Oh! Y decían que estaban en el secreto.  (Transición.) ¡Caballeros! ¡Señora! Discúlpenme. He de hablar con doña Mariana...

 

(Y sale, muy decidido, por la primera puerta de la derecha. Todos están boquiabiertos. Un silencio.)

 

MARQUÉS.-  ¡Pepito! No era verdad...

PEPITO.-  Ya, ya lo veo, señor Marqués...

MARQUÉS.-  ¡Hijo! Me parece que hoy es un mal día para la República Federal...

 

(Y, muy compungido, seguido de PEPITO, sale por la primera puerta de la derecha. Quedan en escena MARGARITA, TERESA y ROSITA. Un silencio, durante el cual MARGARITA, dando golpecitos con un pie en el suelo, señal de inequívoca irritación, mira a sus hijas con una tremenda severidad. Las dos niñas están muy asustadas.)

 

LAS DOS.-  Pero, mamá...

MARGARITA.-   (Imponente.)  ¡A callar!

LAS DOS.-  ¡Oh!

TERESA.-  ¡Ay, Jesús!

MARGARITA.-  ¡He dicho que a callar! Mentirosas, más que mentirosas. Conque habíais visto a Adelaida besando al capitán. ¡Embusteras!

LAS DOS.-  Pero mamá...

MARGARITA.-  ¡Calumniadoras! ¡Ah! Pero esta vez habéis ido demasiado lejos. A la noche hablaré con vuestro padre y mañana ingresaréis internas en el convento de Santa Dominica...

LAS DOS.-  ¡Mamá!

MARGARITA.-  ¡A callar! (Marcha hacia la primera puerta de la derecha. Desde allí, se vuelve.)  Me avergüenzo de vosotras.

 

(Y sale. Las dos niñas rompen a llorar desconsoladísimas.)

 

TERESA.-  ¡Ay, Rosita!

ROSITA.-  ¡Ay, Teresita!

TERESA.-  Pero si esta vez era verdad...

ROSITA.-  Más verdad que nada...

 

(Las dos están sentadas en el sofá, muy juntitas y llorosas.)

 

TERESA.-  ¡Ay, Rosita! ¡Al convento de Santa Dominica!

ROSITA.-  ¡Ay, Jesús!

 

(Lloran. De pronto, las dos se van calmando poco a poco.)

 

TERESA.-  Porque, si no era ella, ¿quién iba a ser?

ROSITA.-  ¡Eso!

TERESA.-  Otra cosa es lo que nos pasa a nosotras, que todos nos confunden.

ROSITA.-  ¡Eso!

TERESA.-  Y lo que hace la una parece que lo hace la otra. Siempre que mamá te pilla dándole un beso a un pretendiente, a mí me suelta una bofetada...

ROSITA.-  Eso es verdad...

TERESA.-  Y como eres tan besucona...

ROSITA.-  Hija, que no lo puedo remediar. Pero a veces es al revés. Acuérdate. Cuando se te declaró Serafín, le tuve yo que decir que no, porque a ti te daba mucha pena del pobrecito...

TERESA.-  Sí, sí. Pero como si no. Porque ahora, como está muy rabioso, para darte achares a ti, se me va a declarar otra vez.

 

(Un nuevo silencio. Las dos se quedan muy pensativas. Luego se miran sorprendidas.)

 

¡Rosita!

ROSITA.-  ¡Teresita!

TERESA.-  Si la Gobernadora estaba aquí besando al capitán y no era ella...

ROSITA.-  ¡Sííí...!

TERESA.-  Y si la Gobernadora ha pasado la noche en el Hotel Europa y tampoco era ella... tiene que haber otra. Otra igual, igualita que ella.

ROSITA.-   (Ya nerviosísima.) ¡Sííí....!

 

(Se ponen en pie y se miran absortas.)

 

TERESA.-  ¡Rosita! ¿Será posible?

ROSITA.-  Jesús, Jesús, Jesús... ¿Se lo decimos a mamá?

TERESA.-  ¡No! Antes tenemos que estar muy seguras.  (De pronto.)  Se me está ocurriendo una idea.

ROSITA.-  ¿La misma que a mí?

TERESA.-  ¿Sí?

ROSITA.-  ¡Sííí...!

TERESA.-  ¡Ay, Rosita!

ROSITA.-  ¡Ay, Teresita!

 

(Y, muy juntitas y alborotadas, salen las dos por la primera puerta de la derecha. La escena está sola durante unos segundos. Un gran silencio. Y, por la entrada del fondo, asoma, muy prudente, con muchas precauciones, PEPA. Mira minuciosamente en torno. Y ya convencida de que no hay nadie, regresa al fondo y llama.)

 

PEPA.-  ¡Chiss! Pasa...

 

(En el fondo, asoma, con cierta prevención, JUANITA. Viste como vestía en el primer acto, cuando marchó.)

 

JUANITA.-  ¿No hay nadie?

PEPA.-  ¡Nadie!

JUANITA.-  ¿Nos habrán visto?

PEPA.-  Descuida.

JUANITA.-  ¡Qué silencio!

 

(JUANITA avanza unos pasos muy despacio.)

 

PEPA.-  ¡Pche! La gente pudiente, que es muy callada, ya se sabe... Bueno, ya estarás a gusto. Ya te has salido con tu capricho. Ahora, entras en la alcoba de tu hermana, te vistes con su mejor traje... Ponte uno escotado, que eso nos favorece a todas... Después, te colocas todas las joyas que encuentres. Porque para una vez que las vas a llevar... Vuelves aquí, tiras de esa campanilla, empiezan a entrar criados y señorones para hacerte el «rendevú», y ya eres la Gobernadora por todo el día. Lo que hace falta es que todo salga bien, maldita sea mi estampa. Porque el capricho se las trae...

 

(Y marcha decidida hacia el fondo. JUANITA la llama.)

 

JUANITA.-  ¡Espera!

PEPA.-  ¿Qué?

JUANITA.-  No te vayas todavía, Pepa. No me dejes sola.

 

(PEPA, que se ha detenido en el umbral de la puerta del fondo, la mira con mucha extrañeza y luego avanza hacia ella.)

 

PEPA.-  Pero, chica, Juanita, ¿qué te pasa?

JUANITA.-  ¿A mí? Nada. ¿Qué puede pasarme?

PEPA.-  Oye. ¿Es que tienes miedo?

JUANITA.-  ¿Miedo yo? Tú estás loca. He venido de La Habana solo para vengarme de mi hermana. Para hacerle una trastada de la que se acuerde toda la vida. Traigo todo el coraje y toda la rabia que he guardado durante muchos años. ¡Y aún me preguntas que si tengo miedo! Nunca he tenido miedo a nada. Y bien lo sabes tú...

PEPA.-  Entonces, ¿qué mosca te ha picado? Porque tú no eres la misma de ayer...

JUANITA.-  ¿De veras?

PEPA.-  ¡Toma! ¿Me vas a engañar a mí? ¿A la Pepa?

 

(JUANITA, que está sentada en el sofá, se la queda mirando y acaba echándose a llorar.)

 

JUANITA.-  ¡Pepa!

PEPA.-  Pero, Juanita, mujer...

JUANITA.-  ¡Pepa! No sé lo que me pasa. No me conozco. Si yo fuera la de siempre, lo menos que haría ahora, al verme entre estas paredes, sería pegarle fuego a la casa. Pero no puedo, Pepa, no puedo. Y no sé por qué. Y me da un coraje...

PEPA.-  Huy, huy, huy...

JUANITA.-  ¿Qué estás pensando?

PEPA.-  Mírame a los ojos, Juanita. Cuando tú has cambiado desde anoche, es que ha pasado algo muy gordo. ¿No tendrá la culpa el capitán?

 

(JUANITA baja los ojos, muy ruborizada.)

 

JUANITA.-  ¡Qué cosas tienes!

PEPA.-   (En jarras.)  Oye.

JUANITA.-  ¿Qué?

PEPA.-  ¿Qué pasó anoche cuando el capitán entró en tu cuarto en el Hotel?

JUANITA.-   (Muy bajo. Sonriendo.)  Nada.

PEPA.-  ¿Me lo juras?

JUANITA.-  Por estas...

PEPA.-   (Un suspiro.) No tienes remedio...

JUANITA.-  Al principio, el pobre se creyó que todo serían facilidades. Es más granuja...

PEPA.-  Como todos.

JUANITA.-  Claro que él no tiene la culpa. Debe de estar muy mimado por las mujeres. Después, de pronto, se convirtió en un caballero. Pero con unas finuras, Pepa, y unas delicadezas como no he visto en ningún hombre. Y me oía callado. Y me miraba fijamente a los ojos. Y si yo me reía, él se reía. Y si yo lloraba, a él se le saltaban las lágrimas. Unas lágrimas pequeñitas, como son las lágrimas de los hombres, ¿sabes? Y yo hablaba, y hablaba tan feliz y tan contenta. Y él, embelesado, que daba gloria mirarle. Se lo conté todo, ¿sabes? Todo. Desde aquel día que me escapé de casa hasta hoy... Ni un rincón de mi pensamiento le he ocultado. Ni un día de amarguras de tantos como hemos pasado. Y cuando se fue, Pepa de mi alma, cuando se fue, me di cuenta de que se me había metido en el corazón sin que yo pudiera evitarlo...

PEPA.-  ¡Qué ladrón!

JUANITA.-  Y por eso, ¿comprendes? Por eso ahora te parezco otra. Y por eso ya no me importa nada, ni siquiera el odio que le tengo a mi hermana. Porque solo me importa él, mi Javier. Y porque sé que si él supiera que estoy aquí y a lo que vengo, no le gustaría...

PEPA.-   ¡Chica! ¡Juanita! No llores más...

 

(Aparece MARIANA por la embocadura de la izquierda, que se dirige a JUANITA, muy decidida.)

 

MARIANA.-  ¡Chiss! ¡Adelaida!

JUANITA.-  ¡Mamá!

MARIANA.-  ¡Chiss! Habla más bajo. ¡Adelaida! Te estoy buscando desde hace muchísimo rato. No sabes lo que ocurre... ¡Ha venido Juanita!

JUANITA.-  ¿Qué dices?

MARIANA.-  ¡Sí! Ha venido Juanita. Y está ahí, encerrada en tu propia alcoba... Y no sé lo que va a pasar, Adelaida, no sé lo que va a pasar.

JUANITA.-  ¿Qué dices, mamá? ¡Juanita soy yo!

PEPA.-  ¡Mi madre!

MARIANA.-   (Estupefacta.)  ¿Cómo? ¿Que tú eres Juanita?

JUANITA.-  ¡Sí!

MARIANA.-  ¡Dios mío! Entonces, ¿quién es la otra?

JUANITA.-  ¿Cómo? ¿La otra?

MARIANA.-  ¡Sí! La que estaba aquí hace un momento. (De pronto, cae en la cuenta. Un grito.)  ¡Jesús! Dios nos asista. ¡Era Adelaida!

JUANITA.-  ¿Cómo?

MARIANA.-  ¡Era Adelaida, que se ha hecho pasar por ti!

JUANITA.-  ¿Qué? ¿Que Adelaida se ha hecho pasar por mí?

MARIANA.-  ¡Sí!

PEPA.-  ¡Qué frescura!

JUANITA.-  ¡Ah, no! Pues eso sí que no. Eso sí que no se lo aguanto. Ahora verás. Ahora es cuando nos vamos a reír todos. Y de esta sí que se va a acordar. Lo juro por estas...

MARIANA.-   (Aterrada.)  ¡Hija! ¡Juanita!

JUANITA.-  ¡Pepa!

PEPA.-  ¡A la orden!

JUANITA.-  ¡Ahora van a saber quién soy yo! Ahora sí que tengo fuerzas...

 

(Se abre la puerta de la derecha y aparece JAVIER. Todas se quedan inmóviles. Él sonríe.)

 

JAVIER.-  ¡Juanita!

 

(JUANITA se transforma. Todo su coraje se derrumba. Avanzan el uno hacia el otro.)

 

JUANITA.-  ¡Javier! ¡Chiquillo!

 

(JAVIER la recoge entre sus brazos.)

 

JAVIER.-  ¡Juanita! ¡Querida!

JUANITA.-  ¡Javier! Tú no me confundes con ella. ¿Verdad? Tú no me confundes...

JAVIER.-  ¡No! Para mí, ni siquiera te pareces.

JUANITA.-  ¿Por qué?

JAVIER.-  Porque te quiero...

 

(Doña MARIANA, que no comprende nada, está atónita.)

 

MARIANA.-  Pero, capitán, ¿qué es esto?

 

(JAVIER se vuelve hacia ella, sonriente.)

 

JAVIER.-  Es muy sencillo. Lo comprenderá usted en seguida. ¡Señora! Tengo el honor de pedirle la mano de su hija Juanita...


 
 
TELÓN