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La heredera de Sangumí

(Romance original del siglo XII)

1835

Joan Cortada



Cubierta



Portada




Preámbulo


Juan Cortada y Sala (1805-1868)

La actividad literaria desplegada en Cataluña por la juventud romántica llevó a un florecimiento de las letras en la región que constituyó un auténtico renacimiento en el que se significaron numerosos autores. El retornar a las edades medias, que amaba preferentemente el romanticismo tradicional, encontró eco sonoro en Cataluña, donde el recordar aquellos siglos significaba unirse a un pasado, gloriosa de su historia, en el que la lengua catalana tuvo un largo esplendor. Movimiento regional, Renaixensa1 que inclinó desde un primer momento las mentes hacia el espíritu que informó las obras de Walter Scott, como encarnación de esa dorada edad que añoraban. Además del autor escocés, aunque no con tanta intensidad, se dejaron notar los ecos sentimentales de Chateaubriand y el dolorido pesimismo de Byron. Contribuyeron a ello no poco los artículos y publicaciones de El Vapor, que fundara en 1833 López Soler. Uno de los más destacados y fecundos escritores del grupo fue Juan Cortada, que nació y murió en Barcelona. Cuenta entre sus actividades las de hombre público, político, historiador, novelista y periodista. Dedicó bastante parte de su vida a los estudios históricos aplicándolos a la escritura de obras docentes y al reconstruir histórico de su pueblo. Fue activo periodista, colaborando en varios periódicos, desde los cuales se lanzaban al aire las ideas románticas al propio tiempo que se discutían las clásicas. Estudió en el Seminario Tridentino de Tarragona y Leyes en Cervera y Zaragoza. Fue agente fiscal de la Audiencia de Barcelona renunciando a este cargo para dedicarse de lleno a las letras. Los periódicos que durante mucho tiempo tuvieron su colaboración fueron El Diario de Barcelona y El Telégrafo, haciendo desde ellos popular el seudónimo de Aben Abulema y de Bejamín. Fue catedrático de Historia y Geografía en el Instituto de Barcelona y diputado por Tarragona en 1843. Tal fue su afición a las antigüedades, que llegó a reunir una notabilísima colección. Perteneció a las Sociedades Económicas de Amigos del País de Zaragoza, Palma de Mallorca y Barcelona, a la Academia de Buenas Letras de Barcelona, a la de Historia y Numismática de Madrid y a la Sociedad Arqueológica de Tarragona. Fue traductor de las historias de Inglaterra, Grecia, Italia, Suiza, Portugal, Países Bajos, Alemania, Austria, América. Tradujo -también obras literarias, como Historia de las vestales, La noya fugitiva (de Grossi, 1843), El desafío de Barleta, Indiana y Los misterios de París. Su tendencia docente se manifiesta con la publicación de los libros Lecciones de Historia de España, Cataluña y los catalanes, Utilidad del estudio de la Historia, Historia de España; y su tendencia moralista en Novelas morales; de educación social, en Urbanidad, Educación social. Tiene una obra sobre Viaje a Mallorca, otra sobre Pensamientos. Particularmente es

Retrato

Juan Cortada y Sala.

conocido por sus novelas históricas Tancredo en Asia, (Barcelona, 1833-34), La heredera de Sangumí (1835) , El rapto de doña Almodis (1836), Lorenzo (1837), El bastardo de Entenza (1838), y El templario y la villana (1840).

Tancredo en Asia, la primera de ésta serie histórica, subtitulada «Romance histórico del tiempo de las Cruzadas», lleva un prólogo en el que ataca abiertamente a las novelas contemporáneas, e invita a los ingenios españoles a que hagan gala de imaginación y sus dotes naturales para reconstruir aquellos siglos gloriosos de nuestro pasado. El autor dice que tomó como base histórica para esta ficción una versión de Histoire des Croisades, de Michaud, y se preocupó mucho de ceñirse con bastante exactitud a la Historia, no queriendo caer en lo maravilloso, de lo que se abusaba tanto por entonces. La obra resulta pobre de imaginación y falta de colorido.

Dice él mismo que, animado por el éxito obtenido por esta obra, escribió La heredera de Sangumí, que salió a la luz al año siguiente. Obsesionado por su amor a Cataluña, publica en 1836 El rapto de doña Almodis, hija del conde de Barcelona Berenguer III, que, más avanzada en su tonalidad romántica, nos proporciona buena dosis de melancolía, fatalidad, misterio y llanto, logrando algún colorido en ciertas descripciones. Hacia 1838 pone de manifiesto una actividad periodística notable, escribiendo breves artículos de costumbres. De por entonces son sus colaboraciones en el Diario de Barcelona con el seudónimo de Aben-Abulema, y posteriormente; de 1859 a 1868 en El Telégrafo y en La Imprenta con el de Benjamín. Su primera manera de hacer le acerca un poco a Larra y a Mesonero Romanos, rasgo que se acentúa más conforme pasa el tiempo. Posiblemente sus escasas dotes imaginativas le inclinaban más a aquel género que al de la novela histórica. Cuando en 1840 escribe El templario y la villana, crónica del siglo XIV, en la que acumula muchos datos históricos sobre los templarios, los derroteros de su afición literaria se encaminaban ya más al costumbrismo y a las obras didácticas.

Aun queriendo ser original en su estilo; la falta de imaginación aproximó mucho sus novelas históricas a su modelo escocés, sin dejar, desde luego, paso al influjo francés.




La heredera de Sangumí

La heredera de Sangumí fue publicada en su juventud, época en que sentía la necesidad de dar a conocer las grandezas pasadas de su región, unidas a las ideas caballerescas medievales que tantos rasgos admirables infundieran en los catalanes del siglo XII. Es llevado, como siempre, del afán de exactitud histórica, a extremos tales que roba, en ocasiones, interés al relato novelesco. Hace, sin embargo, buenas descripciones de sus personajes y de las escenas históricas, que como siempre, en todo lo que quiera parecerse mucho a la literatura caballeresca, resultan largas. Ciertas pinceladas pintorescas dan colorido a la novela, que no salió de la inflexibilidad que imprime la búsqueda del rigor histórico. Con todo ello resulta una obra muy romántica, sin que falten sus característicos cuadros de trágicos acontecimientos y desenlaces fatales.




Bibliografía


Biografía-Crítica

BOFARULL, Antonio: Guía-cicerone de Barcelona.

PEERS, E. Allison: Historia del movimiento romántico español. Madrid, 1954.

TORRES AMAT: Diccionario de escritores catalanes. 1830. Suplemento por Juan Corominas (Burgos, 1849) y Milá y Fontanals.

TUBINO, F. M.: Historia del renacimiento literario contemporáneo en Catalunya, Baleares y Valencia. Madrid, 1880.




Ediciones

La heredera de Sangumí. Romance original del siglo XII. Escrito en castellano por Juan Cortada. Barcelona, Herederos de Roca, 1835. 2 vols. en 8.º








Al lector

Cuando publiqué, mi primer romance histórico, titulado Tancredo en Asia, dije en el prólogo que la aceptación que tuviera aquel primer ensayo me indicaría si podrían o no ser bien recibidos otros escritos de su clase, y después de haber oído el juicio que la generalidad formó de aquella obra; doy a la luz La heredera de Sangumí. También ahora temo el público fallo; pero, sin embargo, la felicidad del primer viaje me hace desplegar las velas con la esperanza de llegar a seguro puerto.






Ella il sa ben s'io l'amo, e in lei men vivo.




ArribaAbajoTomo I


   Mente degli anni e dell'obblio nemica,
Delle cose custode e dispensiera,
Vagliami tua ragion.


TASSO.                


¡Musa celestial de la memoria! ¡Tú, que conservas los nombres de todos los nacidos, las proezas de los héroes, los sufrimientos de los justos y las iniquidades de los malvados; tú, que testigo de las revoluciones y de los delitos, recuerdas aún los destinos de los reinos y de los hombres, los ves todavía, los oyes, los admiras, los compadeces o los maldices! Déjame penetrar un instante en tu maravilloso archivo, ábreme el libro en que anotaste los antiguos sucesos de mi patria, una sola de sus páginas, aquéllas en que inscribiste los nombres del cuarto de los Berengueres, y del caudillo de los Agarenos alzados en Balaguer contra el hijo del generoso conde, que contento con la victoria depuso el acero para perdonar las vidas. Dame que pueda ver las celestes virtudes de Matilde de Sangumí y sus atroces padeceres; que descubra los hechos de armas de Gualterio de Monsonís, y sus virtudes también, y el ardor de su pecho y los extravíos de sus mocedades; y si eres bastante generosa conmigo, séame lícito echar una rápida ojeada sobre los últimos instantes que ondeó en Jerusalén el pendón de los infieles, y sobre los primeros años en que los cristianos, de todo el orbe, merced al heroico valor de los cruzados, tuvieron libre y seguro el camino de la ciudad de paz. ¿Y qué pudiera hacer yo sin tu divino auxilio? El reino de mi memoria no alcanza hasta aquellas edades lejanas; mis ojos no miraron los rostros de los héroes, ni mis progenitores los vieron, ni escucharon mis oídos sus palabras; no me sirvieron de ejemplo sus virtudes, ni mi corazón pudo corromperse con sus vicios. No, yo no los vi; tú sola, pues, eres capaz de retratarme fielmente, de revelarme su nacimiento, y cuál fue la suerte que le plugo prepararles al destino. ¡Muéstrame, pues, de tu eterno libro la página no más en que sus obras quedaron grabadas para siempre!

¡Y tú, dulce tormento de los días primeros, origen eterno de todos nuestros placeres y desdichas, hijo de la belleza, amor potente! Deja el regazo de tu hechicera madre, huye las encantadas playas de Citera, ven a mi ruego. Vierte algunas gotas de tu delicioso néctar en la amarga copa que va a derramar mi mano. Cruza siquiera cual una idea celeste y fugitiva por entre las crueles desgracias que agitaron la vida de Matilde y de Gualterio. Hallen un día de paz y de ventura entre tantos años de desdichas, una fragante rosa entre las agudas espinas que le desgarran, un soplo de cariñoso céfiro en medio del deshecho huracán que los combate y los aterra. Véante al menos cuando se crean próximos a la muerte, acompáñales hasta la tumba, y recoge tú, si es fuerza que lo exhalen, su débil y postrimer suspiro.

*  *  *

Cumplían ya más de cinco años que la ciudad de David y de Salomón estaban en poder de los cristianos, que resonaba por todos sus ángulos el bronce sagrado, no oído desde la conquista de Omar, que Godofredo de Bullón había empuñado el cetro con el modesto título de Defensor y Barón del Santo Sepulcro, y que Arnoldo de Rohes ocupó el primero la silla patriarcal de Asia. En Jerusalén, en Tarso, en Antioquía, en Edesa, eran celebrados los oficios divinos y con la aromosa nube del incienso y de la mirra se alzaban al cielo las alabanzas al Dios vivo: los cristianos que habitaron en la Cilicia, en la Capadocia, en la Siria y en la Mesopotamia, moraban ya de mucho tiempo en la ciudad de paz, conquistada por sus hermanos; el Asia estremecida no osaba alzar su vergonzosa y abatida frente, y el visir Afdal que en el año 1099 había visto desaparecer de las llanuras de Ascalona, como el polvo levantado por furiosa ventisca, las inmensas fuerzas que desde Egipto, de Bagdad y de Damasco se habían reunido bajo el estandarte de Mahoma, sólo entretenía a los conquistadores de la Siria y Palestina con los impotentes ejércitos que enviaba el califa y el sultán desde los márgenes del Nilo y de la Persia. Semejantes enemigos sólo ocupaban por algunos días a los invencibles héroes de la primera cruzada. El resto de la inmensa multitud de peregrinos que la había seguido y el del formidable ejército que la formaba, después de cumplido su voto habían regresado al Occidente a anunciar sus victorias, y a gozar de la paz que esperaban en la patria. Algunos caballeros menos ansiosos de disfrutarla, o más molestados por el afán de gloria, no tan pronto quisieron emprender su vuelta, y abandonar a una ciudad cercada de muchas otras defendidas por los infieles. De poco en poco, venciendo mil veces las fuerzas y las intrigas de éstos, sufriendo toda clase de males, y a costa de un valor a toda prueba, habían logrado invadir el territorio de Galilea, apoderarse de Tiberíada y de otras ciudades situadas cerca del lago de Genezaret, conquistara Jafa, a Ramla, a Neplusa, a Belén, a Arsur, a Cesares y a Jopé, e imponer crecido tributo a los emires de Ascalona y de Tolemaida. En una palabra, en la Tierra Santa imperaban exclusivamente los cruzados, y sólo algunos pueblos de corta importancia se habían librado hasta entonces de sus espadas. Sabias leyes y oportunos reglamentos habían fijado la propiedad y los derechos de cada individuo, de manera que en medio del tumulto de las armas, se gozaban en las ciudades, todas las dulzuras de la paz y de la tranquilidad. Algunos socorros venidos de Europa mantenían el esfuerzo de los caballeros que se quedaron en Asia; y los principados, los condados y la posesión de vastos territorios era el premio que se otorgó a sus afanes constancia. Había, sin embargo, otros que, orgullosos con el título de caballeros y llevados al Asia por la religión y por sed de gloria, no curaban de las riquezas, queriendo sólo señalarse en los combates, y llevar en ellos la estimada primacía.

Los cristianos habían dado la célebre batalla de Jafa, en que quedó muerto el emir de Ascalona y cinco mil musulmanes, resto el más precioso del ejército de los infieles; y a poco tiempo perdieron otra en las inmediaciones de Charan, en la Mesopotamia, en donde fueron sangrientamente derrotados por los guerreros de Mosul y de Maridin, que olvidaron antiguos resentimientos para unir sus fuerzas contra el común enemigo. Así, combatiéndose unos a otros y sufriendo los dos bandos pérdidas por entonces irreparables, manteníase su suerte en el mismo estado; y aunque sin firmar treguas, observábanlas de hecho a falta de ejércitos, a causa de intestinas discordias en ambos partidos, y por la imperiosa necesidad de algunos instantes de paz después de ocho años de tan sangrienta y encarnizada lucha. Tal era la situación de Asia a mediados de 1105.

Cuando se hubo logrado el objeto que armó la primera cruzada, ya hemos dicho anteriormente que la mayor parte de los guerreros había abandonado el Asia para regresar a la lejana patria. El número, sin embargo, de los que quedaron era muy crecido, y formaba todavía un ejército respetable; mas de poco en poco y desde aquella época fueron abandonando sucesivamente el país en que habían cogido tantos laureles y que quedaba regado con su sangre. La galantería, los lazos de parentesco, las obligaciones contraídas, y el deseo de renovar otra vez aquellas escenas que ofrecían las cortesanas sociedades del tiempo de la caballería; llamaban a los barones y señores a sus ciudades y castillos. La ausencia al Asia fue fatal para muchos de ellos la falta del señor y de los vasallos que le siguieron a la Tierra Santa, había despoblado las aldeas, y reducido a yermos los campos anteriormente cultivados; las rentas habían sufrido una terrible mengua, no podían los cruzados mantener la ostentación con que se presentaron en el país de sus conquistas, y sus deudas y próxima ruina les precisaban a volver a occidente con más prisa de lo que convenía a sus intentos. Obsequiados unos a su paso por Constantinopla, y adulados por Alejo Comneno, que los encomiaba en público, mientras les hacía la guerra en secreto, y después de haber corrido mil riesgos en los mares de Asia y, entre las islas del Archipiélago, llegaban a Europa rodeados de un prestigio que ni el valor acreditado nueve años antes en su patria, ni la antigüedad de su noble alcurnia, ni las ponderadas hazañas de sus esclarecidos progenitores, ni las riquezas que les hacían dueños hasta de la voluntad de sus vasallos, habían podido granjearles en ningún tiempo. La veneración y respeto que se profesaba a todo lo que pertenecía a la Tierra Santa, comunicábase con justo título a las personas que venían de ella después de haberla conquistado, al que se había bañado en el Jordán o había bebido las aguas de la fuente de Silbé; y como todos los caballeros trajeron consigo algunas reliquias, a las cuales dábase entonces muy subido precio, no pocos debieron a estos sagrados compañeros de su romería: la bienandanza que después disfrutaron. A todas las hazañas hasta entonces ejecutadas, eran preferidas las suyas en los dulces cantos de los trovadores; la galantería se complacía en tributarles obsequios las nobles y ricas doncellas recibían con predilección sus servicios; obtenían el respeto y la admiración de los jóvenes; eran presentados corno el modelo del valor y de la piedad, y sus consejos y determinaciones difícilmente eran contrariados. El amor, el aura popular, un famoso renombre y las consideraciones más exquisitas eran el premio que sucesivamente iban encontrando al pisar el patrio suelo.

La vuelta dedos de aquellos célebres caballeros era lo que con más ansia se esperaba, a mediados del año 1105, en el país en que debemos fijar la escena. Ambos eran jóvenes, ambos valientes, ambos ricos y ambos nobles. Aunque amigos en la infancia, hacía más de ocho años que se aborrecían a muerte, y se creyera que no podía existir el uno donde el otro respirara. Sabíanlo sus vasallos, y con más impaciencia aguardaban por ello su vuelta, con el objeto de saber si aquel odio se había extinguido durante la santa conquista, o si las escenas de guerra lo habían todavía exasperado. El amor y la ambición eran das causas de este rencor mutuo que empezó desde que estas pasiones hallaron respectivamente cabida en el corazón de cada uno de ellos. No eran rivales; pero aun cuando lo hubieran sido no alimentaran en su pecho más vivo deseo de verter su sangre del que les devoraba. El carácter era tan igual en muchas cosas como distinto en otras. Gualterio, generoso, franco e incapaz de faltar a su palabra y al honor de caballero ni aun con sus enemigos, tenía toda la impetuosidad y osadía que al primer golpe de vista se descubrían en Arnaldo; pero afeaban algunas buenas cualidades de éste la ambición, la doblez y la volubilidad. Educado por una madre tierna y harto amante de sus hijos, no se cortaron en su niñez los gérmenes de tales vicios, mientras Romualdo había desarraigado, valiéndose de la dulzura y de la bondad que le distinguían, las nacientes pasiones que pudieran viciar el corazón de su hijo Gualterio. Criado este joven, que a la sazón tenía veintinueve años, en medio de la familia de Arnaldo, cobró desde la más tierna infancia un afecto hacia Matilde, que la edad y el corazón convirtieron en amor más adelante. Habían andado bien las cosas, y Gualterio era tiernamente correspondido, y las dos familias veían con gusto un nuevo lazo que debía estrechar más y más la antigua amistad que las unía; sólo hubiera faltado a la dicha de todos, que Arnaldo hubiese amado a Casilda; pero Gualterio nunca pudo conseguir que su hermana tomara una parte activa en los proyectos de las dos casas. Diez años antes que sucediera lo que vamos refiriendo, Arnaldo, por efecto de su carácter y poca cordura causó tan grave pesar a su triste madre, que al fin sucumbió al peso de aquel sentimiento. Exasperada por el hijo ingrato que ocasionaba su muerte, eligió por sucesora de los títulos y pingües bienes de la casa de Sangumí de que era heredera, a su hija Matilde, legando crecidas mandas a Gualterio si se unía para siempre con la heredera. Esta última disposición de la irritada madre fue el origen de todas las desgracias de la familia y del odio de los dos guerreros. Arnaldo, ambicioso y ufano con las ejecutorias y riquezas de su casa, no pudo soportar en manera alguna la idea de que se le privara de ellas; posponiéndolo a una hermana. En vano hizo ésta mil generosos ofrecimientos; en vano el anciano Romualdo le aseguraba que en nada le dejaría conocer la desheredación de su madre; inútiles fueron las palabras y renuncias de Gualterio; el burlado Arnaldo, altivo y rabioso, ni quería doblegarse a la última voluntad de la autora de sus días, ni deber cosa alguna a la generosidad de sus amigos ni de su hermana. El matrimonio de ésta era el único medio de que llegara a verificarse su desheredamiento, pues mientras ella permaneciera en la casa paterna, en vano hubiera reclamado los derechos con que su madre le había revestido. Así, pues, resolvió a toda costa estorbarlo, y dio a su hermana la elección entre renunciar para siempre la mano de Gualterio, o pasar su vida encerrada en un monasterio. Afligió a Matilde tan cruel alternativa; pero deseando sobre todo lo de este mundo la paz doméstica, estaba resuelta a sacrificar su amor permaneciendo soltera, cuando la predicación de la Cruzada en 1095 alarmó a todos los caballeros, y suspendió la decisión de su suerte. Arnaldo deseaba ir a ganar fama al Asia pero teníale indeciso el temor de que, aprovechando Gualterio su ausencia, se uniera a su hermana, y burlasen sus proyectos. Con el objeto, pues, de resolver a qué debía atenerse, trasladose al castillo de Romualdo, y le pidió una explicación que pudiese guiar sus determinaciones. Casi los mismos temores agitaban el ánimo de Gualterio. Deseaba ir a la Tierra Santa; pero recelaba que mientras durase aquella conquista, sacrificase Arnaldo a Matilde, y le fuera después imposible sacarla del claustro para hacerla su esposa. Romualdo acordó todos los puntos, y ambos caballeros partieron el mismo día para Barcelona con el objeto de reunirse allí con el ejército del conde de Tolosa, habiendo jurado ambos una tregua para mientras durase la guerra santa. Ya más de dos veces habían llegado a las manos los dos jóvenes, y aun se decía si Arnaldo había pagado asesinos para que quitasen la vida de Gualterio; mas al partir para el Asia ambos caballeros corrieron un velo sobre lo pasado, y marcharon firmemente resueltos a emplear todo su valor y fuerzas para combatir con los enemigos de Jesucristo. Matilde frecuentaba el castillo de Romualdo; y la buena Casilda consolaba los padeceres que inquietaban a su alma por la ausencia y los peligros del hermano y del amante.

Cuando se supo que Jerusalén estaba conquistada, y que los cruzados iban volviendo a Europa, renacieron todos los temores de Matilde, y al mismo tiempo sus esperanzas, porque veía próximo el desenlace de su dudosa suerte. Había ya más de un año que nada sabían de ninguno de los mozos, hasta que a principios de 1105, por algún rumor que no inspiraba la mayor confianza, se llegó a entender que estaban en Constantinopla de vuelta para Europa. Sin embargo, transcurrió la mitad de aquel año sin que pareciesen, ni tales voces se confirmaran.

Reinaba entonces sobre los catalanes el conde D. Ramón Berenguer, tercero de este nombre, hijo de D. Ramón Berenguer II, llamado Cabeza de estopa, a quien decíase que había muerto en una cacería y en el sitio dicho Gorch del Conde, situado en un colladito entre San Celoní y Hostalrich, su mismo hermano Berenguer Ramón, celoso de las mercedes que el padre de ambos, Ramón Berenguer; el viejo; hizo al otro en daño suyo. Durante la menor edad de Berenguer III, sus tutores, el dicho Berenguer Ramón; su tío; y el ilustre y principal caballero, Bernardo Guillermo de Queralt, con la ayuda y valimiento de otros magnates y ricos señores de la vieja Cataluña habían restaurado del poder de los moros gran parte de la llamada entonces Cataluña la Nueva. Recios trabajos y sangrientas batallas costó a los catalanes la conquista de esta parte de su tierra; pero los esfuerzos de los dos caudillos y de los que en tan grande objeto le prestaran auxilio, lograron, al fin, arrojar a los infieles de todo el Panadés, de la ciudad de Tarragona y hasta de su campo entero, encerrándolos mal de su grado en las ásperas sierras de Prades y en el célebre castillo de Ciurana, reputado en aquellos tiempos por fortaleza inexpugnable. Reedificada Tarragona, atrajo Berenguer Ramón a ella a los catalanes de todas partes con la concesión de recompensas, inmunidades y privilegios, logrando de este modo poblar de nuevo la ciudad, ensalzada un día por la voluntad de Dios, y arruinada en otros más aciagos en que le plugo castigar las demasías y vicios de los catalanes; desde el centro de los escombros alzaba otra vez su abatida frente, preparándose a ser el baluarte de los cristianos contra las armas de los moros. Tortosa, menos feliz, permaneció en poder de estos a pesar de los esfuerzos hechos durante tres años consecutivos por los catalanes, socorridos con la arreada y tropas de los genoveses, quienes levantaron finalmente el sitio haciéndose dueños de las tierras y castillos comarcanos.

Llegado el conde Berenguer III a la edad de quince años, en el 1097 había tomado orden de caballería, rigiendo ya por sí solo sus estados, y mostrando desde el principio dulzura en su trato, humildad en sus modales, largueza y cortesía con todos, e inflexibilidad con los malos; cualidades que bien pronto hicieron augurar a sus súbditos una época de paz y de ventura bajo el cetro de tan recomendable príncipe. En el mismo año concertó con el conde Artal de Pallas, hombre poderoso y de gran valor y conocimientos en la guerra, los medios que debían adaptarse para la conquista de Tortosa, que aunque puestos en ejecución desde luego, por mil contratiempos que estorbaron aquella empresa; no produjeron hasta el año 1120 el resultado que de ellos se esperaba. En 1104 contrajo su primer matrimonio, según las más probables conjeturas, con una hija de Rui Díaz de Vivar, conocido por el Cid Campeador. En 1105 disfrutaban ya los catalanes de paz y bienandanza y conocían cuánto vale un soberano, cuya justicia; a la manera que los rayos del padre de las luces, alcanza lo mismo al infeliz que al poderoso. Lleno el conde de previsión y de valor, arreglaba los planes que debían llevarle a las conquistas que tanto engrandecieron sus estados; mas no turbaba la tranquilidad de los súbditos con guerras prematuras, cuyas disposiciones ni estaban suficientemente meditadas, ni con oportuna sazón dispuestas. Muchos caballeros catalanes aún recorrían el Asia, o si ya volvieron, reclamaban sus primeros cuidados los propios intereses, que durante la ausencia habían sufrido considerable detrimento. Gerardo, conde de Rosellón, y su hermano Guillermo, conde de Cerdaña, con gran número de paladines y gentes de armas; el ilustre Arnaldo de Vilamala, que fue particular amigo de Godofredo de Bullón, dándole no pocas veces saludable consejo, el valiente barcelonés Azalidis, Guillermo de Canet y gran parte de la nobleza catalana habían pasado a combatir a los infieles en la Palestina, en unión de los muchos aventureros y soldados que años anteriores vinieran a España a doctrinarse en la ciencia militar, y a adquirir en ella la fama que no les prometía la quietud de su patria. Ni los que ya habían vuelto, ni los que permanecían en Tierra Santa para dar el último golpe a los musulmanes, cuyos restos amagaban siempre arruinar el nuevo reino de Jerusalén, podían socorrer por entonces al conde; y he aquí la sola razón por qué habiendo moros dentro de Cataluña no resonaba en ella el clarín de las batallas.

La industria catalana florecía ya en aquellos tiempos, y sus productos tenían subido valor en la India, proporcionando en cambio las exquisitas mercaderías de aquella parte. Era Barcelona ciudad de poco recinto; pero su hermosura; elegancia y poder hacíanla notable y muy frecuentada de los navegantes y mercaderes, griegos, pisanos, genoveses, sicilianos, egipcios, sirios y de muchos otros puntos de Asia y Europa. Podía considerarse entonces como el depósito de todo el Occidente, y las riquezas y mercancías que en ella hacinaba, el comercio derramaban por toda España la prosperidad, y la abundancia y el espíritu de actividad y de industria que ya desde remotos siglos la distinguía. Y no se limitaba a recibir las producciones que todas las naciones traían a su puerto, sino que sus galeras, ya famosas y en crecido número; surcaban todos los mares de Levante, y más de una vez hicieron respetar el pabellón de los Condes, y escarmentaron a los piratas de las Baleares. Sus fuerzas marítimas eran tan grandes y respetables, que en la conquista de Mallorca la armada de los písanos y otros cruzados aclamó universalmente al Conde por supremo jefe de la expedición; y ya mucho antes que Génova, Pisa y la reina del Adriático frecuentasen las costas de España, se habían hecho temer por sus fuerzas marítimas los príncipes de Barcelona. Tal era el brillante estado de poder y de opulencia que en el año 1105 distinguía a Berenguer III, llamaba a sus estados a todas las naciones, y hacía la felicidad y bienestar de Cataluña. Su rica y espléndida corte era al mismo tiempo la escuela del valor y de la galantería. Opulentos y validos magnates lucían, en ella sus galas, penachos y áureas cadenas; famosos paladines hacían ostentación de su gallardía, y honrábanse con celebradas proezas; noveles caballeros, oliendo todavía a perfumes, hacían brillar las numerosas sociedades, al paso que con los afeites y estudiada elegancia revelaban sus pocos años y escasos lauros; las armas eran propiedad de todo hombre; y cruzaban por las calles y plazas los bridones ricamente enjaezados. Entre aquella turba bulliciosa y activa, deslizábase quizá el mustio y humilde usurero que tenía a contribución a la mayor parte de los grandes, y que en su asquerosa y recóndita trastienda apuraba la aritmética para arreglar sus interminables cuentas, y dar pábulo a los ilimitados dispendios de sus infelices tributarios. El arpa de los trovadores2 resonaba en los magníficos salones de los grandes y poderosos, acompañando la dulce voz de los enamorados mancebos; hacíase alardosa muestra de la destreza en el manejo de toda clase de armas, y las bellas hijas del Mediterráneo premiaban a los paladines con los favores de su noble cariño, o con las preseas recamadas por sus mismas manos, y presentadas en su nombre por los hermosos y ataviados donceles.

Muchedumbre de pajes y escuderos que se agolpaban por todas partes, bastara, cuando otras señales no hubiera, para indicar la riqueza, el lucimiento y el genio guerrero de la morada de los Berengueres. Aplazábanse día y hora para corridas a caballo, proponíanse torneos, y se indagaba con escrupuloso cuidado si se celebraban lejanas justas3.

Hablábase con entusiasmo de la guerra de Asia; y los paladines que en ella se hallaron, al referir los trabajos pasados y las batallas conseguidas, movían el interés más vivo y el ansia de imitarlos. La apacible quietud de la noche era turbada por obsequiosas músicas, amorosas aventuras y ruidosos encuentros, y más de un guerrero veíase obligado a empuñar la cruz de la espada cuando iba a estrechar entre las suyas la suave y mórbida mano que sacaba por la reja la compasiva doncella. Convertíase en escena sangrienta la que debiera ser de amor, y hallaba quizá muerto a un valiente, en donde se esperaba encontrar una prenda de dulce y merecida correspondencia. Dispuestos siempre a medir sus armas, todos los lugares eran, buenos, y razonables los tiempos si se trataba de adquirir nombre, de señalarse en una proeza, o de lograr el favor de una hermosa de alto renombre. En una palabra, el amor y la gloria eran las dos grandes pasiones que agitaban a todos los grandes señores, respetable rango o conocida pujanza; entusiasmaban con singular viveza su genio; y hacían arder con violencia sus impávidos corazones.




   Per quanto io miri, alma non veggo: il passo
Onde la s'esce della reggia, é ingombro
Di guardie; ma son lungi, udir non ponno.


A.                


Desde más de una hora el clamoreo de las campanas traía alborotada a la aldea entera. Aunque había sólo tres, y dos de ellas de poco tamaño, pudiera creerse que legaban al menos a una docena a juzgarse por las personas que acudieron a la torre. El campanero, que cuidaba también de enterrar a los muertos; podía contar a la sazón con veinte ayudantes, que aunque todos muchachos, lucían su destreza y desplegaban sus fuerzas para hacer voltear las tres campanas con más prisa de lo que convenía a los intereses de la iglesia. Rotas ya las cuerdas a puro tirar de ellas, empujaban el yugo con la mano, y el pobre campanero no podía hacerse respetar de aquella bulliciosa turba, que entre clamoreos y gritos despreciaba sus voces y amenazas. Los que no podían tomar parte en la faena, asomados a los ventanales invitaban con gestos a otra cuadrilla que estaba en la plaza contemplando con gusto y envidia las apresuradas vueltas de las campanas. A cada instante se presentaban nuevos adalides, que llegando de refresco, daban más violento impulso al ruidoso bronce, y acrecían el mal humor del atrabiliario Tadeo. Salían las viejas a las ventanas colgando en ellas los tapetes de las mesas y los cubrecamas, mientras las jóvenes con los trajes más vistosos y relucientes que con el trabajo de todo el año habían adquirido, corrían a la calle para ocupar los bancos colocados en las puertas por los galantes mancebos. Oíase en un ángulo de la plaza el monótono ruido del tamboril y el alegre sonar de vocinglera dulzaina; y todo anunciaba un día de grande fiesta, y la salida de esperada procesión que iba a recorrer la aldea. Todos los ojos estaban fijos hacia la puerta de la parroquia, y algunos pequeños grupos de personas de los dos sexos y de todas edades puestos en pie en varios puntos de la plaza; constituían aquella porción de forasteros, que por no tener en el lugar casa amiga en que hospedarse, les era forzoso ver la función desde la calle, haciendo rostro a los recios empujes con que la multitud los magullaba. Uno que otro viejo regañón y venerado en el pueblo mandaba despejar el paso, y sacudía lindos bofetones y menudeados cañazos a los chiquillos que cruzaban corriendo por su lado, y más de una vez hacían bambolear sus mal seguros pasos. El traje de todos los concurrentes era el mismo, sin más diferencia que la que notamos siempre entre las escogidas galas de la juventud, y la sencillez y limpieza de la edad madura; sólo algún mayor aseo y gusto en las hechuras indicaban la presencia de algún artesano en medio de la muchedumbre agricultora; por lo demás, ningún vestido se veía que denotase persona de rango diferente; sólo en el balcón de una casa, un sí es no es más alta y espaciosa, se columbraban hasta tres voluminosas matronas más prolijamente ataviadas, que cualesquiera sin temor de equivocarse reconociera a la legua por las esposas del médico, del boticario y del barbero.

Puso fin a tanta algazara la salida de la procesión que acababa de arreglarse en la iglesia. Precedíanla doce mancebos vestidos con caprichosos, y coloreados trajes, y formando una danza, cuyo objeto era imitar las batallas de los moros con los cristianos en los campos de Castilla, los cuales de tanto en tanto se paraban para recitar alguna trova, en cuya composición tenía fama de extremado un estudiante hija del lugar, y que a la sazón vino a la casa de los padres. Seguían la danza dos banderas ya muy anejas, que se contaba habían sido de los infieles; y detrás de ellas y formando dos hileras viéronse hasta catorce doncellas vestidas de blanco y con el pelo tendido, formando el cortejo de la imagen de la Madre de Dios colocada sobre los hombros de otras cuatro compañeras. Aunque en la aldea no había más sacerdotes que el cura y el hijo de Tadeo, al olor de la fiesta acudieron otros tres comarcanos, dos de los cuales, a fuer de buenos cantores, habían dirigido el coro durante la misa mayor. En la procesión, dos de los curas vecinos en clase de asistentes llevaban el Gremial, y servían de compañeros al del pueblo, que colocado en el centro tenía en sus manos una venerable reliquia de la patrona Santa Eulalia; el hijo de Tadeo procuraba mantener el arreglo de la procesión, y el otro cura servía de guía a los labradores que con sendas velas acompañaban la reliquia, e iban cantando el himno de dicha Virgen:


Virginis laudes canimus pudicae
Mille quae sertis redimita frontem.



El estudiante de que hemos hacho mención, el médico, el boticario y el barbero llevaban el palio, y nadie se hubiera creído más digno de contribuir tan de cerca a la religiosa ceremonia. Detrás de los sacerdotes veíanse dos criados ricamente vestidos y que alumbran con sendas hachas por orden del señor del lugar, cuyos achaques no le permitían asistir al acto pío como solía hacerlo todos los años. Ellos hubieran cerrado la procesión a no presentarse accidentalmente al salir de la iglesia un peregrino que se colocó detrás de todos, llevando en la una mano el bordón, y en la otra un ancho sombrero a propósito para guarecerle de los rayos de sol. Este personaje atraía sobre sí las miradas de todos los espectadores, y su figura reclamaba con justo título distinción semejante. Su alta talla y las buenas proporciones de su corporatura bastaran a presentarlo como un hermoso modelo de la especie humana, si la encorvada cabeza, casi enteramente calva, y la luenga y clara barba no mostraran a tiro de ballesta que habían desaparecido la robustez de sus miembros y la fuerza de su marchita musculatura. Es cierto que las mangas del capotón le ocultaban enteramente las manos, y que sólo se le veía la mitad superior del rostro; mas el paso calmoso y poco firme, y su posición inclinada a la tierra hacían adivinar los estragos que en su atlético cuerpo debía de haber causado el transcurso de muchos años. Fijas sus miradas en el suelo e incapaz de distraerse, no eran bastantes a hacerle volver la cabeza las exclamaciones de las mujeres, ni la curiosidad de que era objeto. Recibía en el sombrero las limosnas que le daban sin haberlas pedido, y sólo una inclinación de cabeza denotaba que no eran indiferentes aquellas espontáneas larguezas. En vez de adornar con conchas la esclavina de su capotón, como lo vemos en nuestros días, sólo se notaban en ellas algunas crucecitas hechas de cedro cortado en el mismo Líbano. En los términos que hemos dicho, dio la procesión la vuelta acostumbrada por la aldea; y regresó a la iglesia en el mismo orden con que había salido media hora antes.

Los últimos rayos del sol de otoño herían el gallo que descollaba en la punta, de la torre, cuando finalmente cesó el ruido de las campanas y todos los lugareños se dirigían a sus casas para esperar la hora del baile a que el señor les convidaba en la plaza del castillo. Los cuatro eclesiásticos y el estudiante entraban en la casa del cura acompañados de éste, y el sacristán, corría los cerrojos en las puertas de la iglesia para marcharse a cenar con su familia. El peregrino, que salió el último, rogole que le dijese si por aquella noche le darían hospedaje en el castillo que descollaba en la vecina altura.

-¿Quién en el pueblo os lo negará al ver el traje que vestís? -habló el sacristán-; y mucho menos en el día en que habéis llegado; yo, desde luego, os ofrezco mi casa, en la que, si no opulencia, tendréis al menos cena de fiesta mayor, y cama en que reposar cómodamente.

-Os lo agradezco -contestó el peregrino-; pero me han dicho mucho bien del señor de aquesta aldea, y tengo deseos de conocerle.

-Nada más fácil; yo mismo os acompañaré si antes me permitís llegar a mi casa a advertirles que no les alarme mi tardanza.

Y sin esperar la respuesta cruzó la plaza, metiose en la primera calle y entró en su casa, y explicado el motivo que retardaría su vuelta, estuvo al lado del forastero en menos, de cinco minutos.

-A la verdad -siguió, continuando la conversación empezada y emprendiendo el camino hacia el castillo-; no os han engañado; es el señor algo regañón algunas veces, sobre todo si le atormentan las jaquecas que suelen menudearle como los trabajos al pobre, y se pone de un humor insufrible si se le habla de cierto acontecimiento muy ruidoso que de un mes a esta parte tiene aturdidas a todas las gentes de los pueblos circunvecinos; por los demás, tiene un carácter muy bueno, se complace en remediar todas las desgracias ajenas, y trata con dulzura y compasión a sus vasallos, cosa poco común en los señores de estos tiempos.

-Con estas noticias -razonó el forastero-, bien me parece que puedo esperar una acogida favorable.

-En cuanto a eso no hay duda -repuso el lugareño-; y aun casi os aseguraría que tendrá un gusto particular en alojaros.

-Pues qué -interrogó el romero-, ¿suele hacerlo con los peregrinos?

-Eso no pudiera yo deciros -satisfizo su guía-, porque vos sois el segundo que veo en mi vida; pero como presumo, que venís de Jerusalén, y hace ocho años que marchó allá su hijo primogénito con el conde de Tolosa, Raimundo, y desde mucho tiempo nada ha sabido de él, desea el buen anciano recibir noticias; y si se las podéis dar y explicarle algo de las batallas y sufrimientos de los cristianos, vuestra morada en el castillo no será tan corta como la de los otros pobres viajeros que en él se albergan frecuentemente.

-Algo podré decirle de los cruzados -observó el peregrino-, pues en realidad vengo de Asia y seguí al ejército desde Constantinopla; pero ignoro si me será dado satisfacer mis deseos en orden a lo que más debe interesarle.

-Mirad, mirad -atajole el sacristán- cómo ya se encienden las hogueras que deben alumbrar la plaza del castillo. En él da el señor un baile a los jóvenes de la aldea y todo el pueblo concurrirá a esta diversión prometida hace ocho meses. ¿Veis aquella galería elevada que desde aquí parece estar sobre la puerta?

-Sí, y aun me parece que diviso en ella alguna persona.

-Ciertamente -continuó el sacristán-, ésos son los criados del castillo que arreglan algún cómodo asiento para su amo y algunas otras personas que en su compañía presidirán quizá la fiesta. Démonos prisa, pues la cosa va muy adelantada, y yo he de volver abajo para traer acá a mi familia. No es poca suerte el que hoy todo esté abierto, pues a ser otro día, fuerza nos era esperar que se hiciesen mil ceremonias, se bajaran puentes y se abrieran ferradas puertas para vernos en la plaza -en la cual estaban a la sazón los dos interlocutores.

-¡Santiago, Santiago! -gritó el guía.

Y a una de sus voces vino un antiguo criado del castillo, que no era la persona que menos se respetaba en la aldea. Expúsole el objeto de su venida, y le indicó al peregrino, que se había detenido al adelantarse el otro hacia Santiago. Éste, oída la relación, entrose en el castillo, mientras el sacristán se despedía del viajero diciéndole que estuviese seguro de ser admitidos y acompañado al aposento que se le destinara.

Sólo el romero en el anchuroso patio y apoyado contra el robusto brocal de un pozo que había en el centro, registraba con curiosas y rápidas miradas la forma, el grandor y toda la planta del edificio. Elevábase éste a mucha altura, formando un perfecto y espaciosísimo cuadro rodeado de altas murallas en que se distinguían numerosas almenas, y defendido, además, por cuatro robustas torres que indicaban sus ángulos. Cual si no bastase haber construido la muralla entre dos anchos fosos que no tenían más paso que un estrecho puente levadizo, sobre el foso exterior había otro muro más bajo, pero capaz de resistir imprevisto y repentino choque de la parte de afuera. Como por sola ceremonia se veían a la sazón sobre él puente y en las torres algunos centinelas que ni molestaban con preguntas a los transeúntes ni impedían el paso a persona alguna. Su traje tosco y sus rostros curtidos por el sol y por las injurias de la inclemencia bastarán para atemorizar a la primera ojeada al que no tuviera costumbre de verlos; pero en la aldea a todos los conocían por sus nombres, y a nadie inspiraban más que cierto respeto indefinible, debido, sin duda, a la consideración del magnate a quien servían; así, vemos a los muchachos de la casa jugar con la mayor seguridad con los corpulentos mastines; sin más prevención que la que naturalmente inspiran su aparente robustez y fuerzas, mientras el forastero se horroriza a su aspecto y tiembla por su vida. Observábalos el peregrino, y era a su vez objeto de las miradas de todos ellos. La luna iba muy cerca del astro del día, y en el instante en que hablamos sus tibios resplandores ya sólo herían las cúspides de las torres y almenas. No se hallaba de falta su luz en el patio, pues ardían en él bien provistas hogueras, cuyo efecto no era menos que el de las espléndidas luminarias de nuestros salones.

Salió Santiago, e hizo señal al forastero para que se acercara. Siguiole al momento, y fue introducido en una espaciosa sala, en cuyas paredes veíanse, colgadas con abundancia espadas, capacetes, escudos, lanzas, en una palabra, armas de ofensa y defensivas de todas clases, tamaños y metales, interpoladas con grandes cuadros cuya mayor parte eran retratos de los antepasados, y los demás representaban objetos piadosos. Nadie había en la pieza; y al entrar en ella Santiago indicó al peregrino que se sentara, mientras salía el señor del castillo. Aunque la noche era templada, ardía en un ángulo del salón anchurosa chimenea, cuyo reflejo unido al de dos lámparas pendientes del altísimo techo, era la única luz que alumbraba aquella espaciosa estancia. No descubría el forastero más que dos asientos cubiertos de terciopelo y fabrica dos con tanta comodidad que bien pudiera aguardarse sobre ellos la siguiente mañana. Lejos de atreverse a ocupar ninguno permaneció en pie cerca de la puerta, esperando que se presentara el anciano y noble señor del castillo y de la aldea.

Después de largo rato entró un criado llevando un escaño muy bajo y nada cómodo, y pocos pasos tras él se presentó el esperado personaje. Dos criados lo sostenían por los sobacos, y cuatro tremendos alanos iban dando a su alrededor mil saltos y ladridos que suspendieron de repente al divisar al huésped, a quien parecían dispuestos a arremeter furiosamente.

-¡Quietos! -gritó el amo; y al momento se colocaran tras él marchando con gravedad y sin perder de vista al nuevo morador de su casa-. Acercaos, peregrino -le dijo el anciano-; sentaos cerca o apartado del fuego-, según mejor os plazca, y decidme ante todo, si venís fatigado y si tenéis necesidad de descanso.

-No tal -dijo el romero-; he andado poco en este día, y no es todavía la hora que suelo entregarme al reposo.

-Entonces podéis venir a presenciar el baile, y después de él satisfaréis, sin duda, a las preguntas que yo os haga.

-Procuraré complaceros; y, en cuanto al baile, dispensadme, os ruego, de asistir a él, porque, a la verdad, es cosa poco análoga al traje que visto.

-Dejad de verle si no os gusta; el bueno de Santiago os dará conversación mientras yo no puedo hacerlo; y diciendo estas palabras volvió a salir para colocarse en el asiento desde donde debía presidir la danza de los aldeanos.

Su llegada se esperaba sólo para romperla; así fue que al presentarse sonaron a la vez los doce instrumentos que componían la orquesta, y empezaron a lucir la ligereza y soltura de miembros los alegres mancebos cogidos a sus respectivas parejas. No haremos la descripción del baile, porque no nos queda duda de que con distinta música y con compás más pesado o más vivo harían entonces los aldeanos a cortísima diferencia de lo que vemos en nuestros días. Tal vez había en ellos más gracia o más soltura; pero a este defecto suple ahora el mayor gusto en el aire y en los grupos. La señorita del castillo se presentó a poco rato; y su vista dio nueva ardor a todos los danzantes, a los cuales animaba su jovial sonrisa y su aprobación bulliciosa. Sin embargo, cansada muy presto de aquella algarabía, rogó a su padre que fuesen a la sala grande a oír la relación del peregrino, y a saber nuevas de su hermano Gualterio.

-Ya extrañaba yo -le dijo su padre- cómo no mostrabas tu impaciencia; pero vamos; pues esta vez también yo participo de ella; y apoyándose en su hija y en el mayordomo fue a acomodarse enfrente de la chimenea, y Casilda ocupó su lado en el otro asiento igual al de su padre.

Todos los criados salieron a una indicación del amo; sentose el peregrino, y los perros, después de haber gruñido en voz baja como para indicar su vigilancia, se tendieron de barriga en el suelo cerca del anciano, colocando el hocico sobre sus pies, según tenían de costumbre.

Romualdo era un setentón que no se doblaba todavía al peso de los años; aún no le tenían asaz marchito algunos achaques crónicos; entre los cuales aquejábanle, sobre todo, los dolores de reumatismo que solían atacarle las piernas. En su juventud se había dedicado a la profesión de las armas, y en más de una lid hizo morder la tierra al paladín enemigo. Conservaba con religioso cuidado las coronas que habían ceñido sus sienes en tres batallas de rivalidad feudal; y nunca dejó transcurrir un día sin clavar los ojos en el acero arrancado a un barón valiente que se atrevió a disputarle la mano de la madre de Casilda. Su carácter era sumamente bondadoso: amigo de derramar beneficios en todas partes, no le habían hecho arrepentir de su proceder las ingratitudes que frecuentemente, sacó de ellos. Indulgente con los dos hijos que le había dejado su esposa, que murió al darle a Casilda; perdonaba con facilidad sus travesuras, estimando en la una el vivo retrato de su madre, y viendo en el otro el mismo valor, y afición a las armas que constituyeran en otros días su carácter.

Al publicarse la Cruzada, no vaciló un momento a poner a su hijo en campaña, y armó treinta vasallos para que le siguiesen a Palestina. Desde entonces, solo en el castillo, ocupaban sus horas la lectura, el arpa de Casilda, y los paseos por sus dilatadas posesiones cuando sus males no le sitiaban en casa. Había transcurrido más de un año sin que nada supiera de Gualterio, y este accidente le traía bastante cuidadoso. Algún tiempo antes enviole el atrevido mozalbete tres espadas quitadas a otros tantos caballeros que había muerto en el sitio de Jerusalén al tiempo de escalar sus murallas; y aquel presente, consolándole de su ausencia, envanecía su paternal orgullo. Con ansia esperaba saber qué había sido de él en los últimos acontecimientos de la guerra, y la venida del peregrino creyó que pudiera traerle algún consuelo o una noticia cruel capaz de costarle la vida.

Casilda frisaba en los diecinueve años. Tenía poca talla, pero un cuerpo bien formado y lleno de gracia y de soltura disimulaba aquel pequeño defecto. Rubia y pintada, siempre su blanca tez con el carmín más puro, demostraba en el rostro la tranquilidad de su corazón, que se traslucía, además, en sus brillantes ojos azules y en la sonrisa que nunca huía de sus labios. Viva, joven y feliz, no despreciaba la menor ocasión de divertirse, y sabía hacerlo con cualquier pretexto. Era la mujer más rica de la aldea por las circunstancias de su familia, y al mismo tiempo la más pobre por su carácter y su genio: jamás infeliz alguno se acercó a ella sin experimentar algún rasgo de su largueza, y todas las muchachas del pueblo tenían prendas que ella había llevado, y que les daba al verlas rotas y andrajosas. Con semejante índole era querida de todo el lugar y el ídolo de su padre, y si bien se tomaba la libertad de regañar, a todo el mundo, nadie la hacía caso, porque sus enfados eran como los fuegos fatuos que aparecen, brillan, no dañan, y expiran. Los pesares no tenían entrada en su alma: sólo se acordaba de haber tenido un verdadero disgusto que la hizo llorar algunas veces, y fue la muerte de la anciana Marta, antigua dueña, servidora ya de su madre. Como la buena señorita tenía sendos ribetes de supersticiosilla, más de cuatro noches la amedrentó su fantasía representándole a la vieja Marta como una aparición de allende, y en tales casos santiguábase mil veces y rezaba Padrenuestros a toda prisa para aplacar la airada fantasma de aquella a quien hizo rabiar veces sin cuento. La ausencia de Gualterio causábale a Casilda alguna pesadumbre; pero lo que de algún tiempo le daba ratos de malísimo humor era el ruidoso acontecimiento que, según el sacristán dijera al peregrino, traía muy alborotadas a las gentes del vecindario, haciendo menudear las jaquecas del señor de la aldea. Casilda mandaba a todas las personas del castillo, incluso a su mismo padre, quien se complacía en darle gusto y en prevenir todos sus deseos. Nunca había amado, ni a la sazón amaba tampoco; así su pecho tenía aún aquella dulce calma de la infancia, y su carácter no había sido alterado por la fatal pasión, que es el primer patrimonio de la juventud.

Sentada en el instante de que hablamos cerca de la chimenea, y examinando curiosamente y sin reserva al peregrino, escuchaba con atención la plática de este con Romualdo. Revolvía de cuando en cuando la lumbre, pisaba las manos de los perros, o jugaba con el bastón de su padre, aun que sin perder una palabra de cuantas se proferían.

El anciano fue el primero en romper el silencio, dirigiéndose a su huésped.

-¿Hace mucho tempo que habéis salido de Asia? -le dijo.

-Cuatro meses -contestó el peregrino.

-¿Salisteis de Europa con el ejército de los cruzados -continuó aquél- le habéis seguido siempre, llegasteis a Jerusalén, o cuándo fuisteis al Asia?

-Salí con el ejército, estuve con él, vi la Ciudad Santa, y vuelvo cuando ya se retira.

-¿Conocisteis a los principales jefes del ejército? -interrogó el señor- ¿Podéis darme noticias de Godofredo de Bullón, del conde de Cerdaña, del de Tolosa, del ínclito Vilamala, de Tancredo, de su amigo Boemundo, príncipe de Tarento, y de algunos otros?

-Y aun de todos puedo deciros -insistió el romero-; y no sólo de los personajes que vais nombrando, sino también de otros de menor cuantía.

-Dos solos me interesan vivamente -observó el padre de Casilda-; y, a la verdad, deseo saber de la suerte de ambos.

-Yo os la diré -persistió su interlocutor-, pues no duda que el uno de ellos será vuestro hijo Gualterio, llamado el Caballero del Ciervo, y el otro vuestro vecino Arnaldo, por sobrenombre el Caballero Verde.

-Precisamente; pero, ¿cómo sabéis vos -añadió el anciano- que tengo yo un hijo, y que, además de la suerte de éste, puede llamar mi atención la del Caballero Verde?

-A los dos los conozco -expuso el huésped-; a los dos vi romper lanzas en la plaza de Antioquía, cuando por muerte de la hija del soldán de Rum y de Kerbogá, no pudo verificarse el desafío de éste con Tancredo; y puedo añadiros que la victoria quedó a favor de vuestro hijo, desde cuya época estimase en más entre los cruzados catalanes la mezcla del blanco azul que corona el yelmo de vuestro hijo, que el color verde que brilla en el del caballero Arnoldo. Entereme entonces de quiénes eran; supe su patria y sus familias, y aun llegaron a mi noticia algunos pormenores que aclaraban cuál era la causa de mantenerse cierto espíritu de rivalidad entre los dos paladines.

-No es ésa la vez primera -replicó Romualdo- que mi hijo le ha vencido. No lejos de este sitio pudiera enseñaros un lugar en donde le hizo botar del caballo, pero yo le mandé jurar a su partida que se olvidaría de todos los resentimientos para consagrar exclusivamente su valor a la causa de Jesucristo y tengo la más grande pena al saber que ha faltado a su promesa; pero, ¿cuál era su suerte al salir vos de Asia? Decidlo sin titubear, y si debéis darme una noticia aciaga, creed que estoy preparado a oírla.

-Vivía -habló el huésped-, y aún casi os asegurara que ahora vive; al menos todas las apariencias están a favor de esto. Acabada la guerra, y quedando solo en Palestina los desdichados restos de los vencidos musulmanes, ningún caballero, a excepción de los que juraron morir en Asia, dejó de apresurar su marchó hacia la patria. Unos se embarcaron en los puertos de Siria para venir directamente a Europa; tomando otros por tierra la ruta de Constantinopla. De estos últimos fue Gualterio; y hace tres meses que le dejé en la capital del imperio griego, en donde le detenía la grave enfermedad de un paje árabe que le siguió desde Nicea. Arnaldo, embarcado en la escuadra genovesa que estaba anclada en el puerto de San Simón, debe de haber llegado a las costas de Francia, y aún le sobra tiempo para hallarse en Barcelona.

-¿Y por qué, pues, no ha enviado noticias suyas mi hijo -observó el padre- por alguno de los caballeros que desde Constantinopla han llegado a la corte de los Berengueres?

-Quizá ha llegado él mismo -atajole el huésped-, y no querrá que otra le preceda en daros tan dulce nueva.

-Podrá ser así -discurrió Romualdo-, y casi vengo a creerlo; pero, decidme, ¿era temida su espada entre los sarracenos?

-Y aun entre los cruzados -exclamó el romero-; pocos se hubieran atrevido a medir sus fuerzas con el Caballero del Ciervo, y es imposible que no haya llegado hasta aquí la fama de sus hechos.

-Algo hemos sabido -habló el satisfecho padre-; pero yo deseo tener relaciones exactas, pormenores que me satisfagan, y noticias que ni en un ápice discrepen de la verdad.

-Ésas os daré yo tan circunstanciadas como podáis desearlas -siguió el desconocido-; pero la noche está muy adelantada, vuestra edad reclama el reposo, y si me lo permitís añadiré que mi relación pudiera en tal hora seros pesada.

-El peregrino está en lo cierto -observó Casilda-. Mañana, en presencia del señor cura, que tanto quiere a Gualterio, podremos saber todas esas cosas, y es hora más propia que la presente; pues si una se duerme después de oír contar batallas y muertes, que no podrán faltaren historia semejante, se suena toda la noche esas tremendas escenas; y luego se muere una de miedo aun después de despierta.

-Bueno, bueno -interrumpiola su padre-; quédese la relación para mañana, y aloja a nuestro huésped en la sala baja, donde no le molestarán los criados que madrugan.

-Yo os acompañaré a vuestra estancia y conduciré después a la suya al peregrino, si tiene la bondad de esperarme -dijo Casilda.

-Antes -respondió el desconocido- recibiré en ello una merced señalada.

Y saludando a Romualdo que marchaba, por segunda vez se quedó solo en la misma pieza.

-No hay remedio -decía consigo mismo-: es indispensable revelar este misterio a la señorita, y descubrir terreno. El tiempo urge: si nosotros hemos llegado antes, según parece, el golpe es seguro; y cuando venga el exasperado caballero ya no podrá trastornar lo hecho. Todo depende de la actividad, y en este punto nadie me aventaja.

Los pasos de Casilda que resonaban dentro de la estancia no le dieron lugar a más discursos, y se levantó del asiento para ser conducido a la habitación que se le destinase, hacia la cual íbalos alumbrando un criado con una antorcha en la mano. Llegados a la estancia y mutuamente despedidos, aún permanecía indecisa Casilda, cual queriendo saber del romero alguna cosa.

No se le ocultó a éste la incertidumbre de la doncella; y como para su objeto le era forzoso hablarle a solas, le preguntó si tenía qué mandarle.

-Que mandaros nada tengo -satisfizo Casilda-; pero sí quisiera haceros una sola pregunta.

-A la cual satisfaré con gusto -dijo el huésped.

Y la joven mandó a Ramón que fuera a esperarla al pie de la escalera.

No le hubo de saber muy bien semejante orden al concienzudo criado, según la poca prisa que se dio en obedecerla; nada regular le parecía tal confianza, y aun allá para sus adentros jurara que si viviese, la buena Marta, no permitiera tal cosa.

Cuando calculó la hija de Romualdo que ya no podían ser oídos, dirigiose al forastero con las siguientes palabras:

-De vos deseo que me digáis, sin rodeos, si mi hermano vive o si ha muerto. Hablad la verdad; mi corazón está dispuesto para una amarga noticia.

-Vive -respondió el interlocutor-; está seguro y en Europa.

- ¿Pues por qué no se lo dijiste a mi padre? -insistió Casilda.

-Ante todo, señorita -repuso el desconocido-, ¿puedo yo hablaros con franqueza y revelares un secreto?

-Sí podéis -expresó la hermana de Gualterio-; y contad con mi reserva.

-De este modo -prosiguió el peregrino-, os diré, en primer lugar, que yo estoy muy distante de ser lo que parezca.

No bien hubo acabado de pronunciarlo cuando la doncella retrocedió dos pasos, y estuvo a pique de dar un grito que hubiera trastornado todo el castillo, produciendo resultados de no poca importancia.

-No temáis -persistió el desconocido-; aseguradme que nadie nos oye; os daré noticias, que no deben seros sino muy gustosas. No receléis cosa alguna; mis palabras y mi conducta no desmentirán el traje que, al parecer, os inspira seguridad; antes bien, me tendréis mucho más sumiso a las órdenes vuestras, que debo obedecer ciegamente.

Más tranquila la joven y muerta de curiosidad, salió del cuarto, dio unos cuantos pasos en el corredor, echó la vista por una reja: que daba al patio, aplicó el oído hacia todos lados. Y vuelta al peregrino:

-Hablad con entera confianza -le dijo-; no veo a persona alguna, y las guardias que rodean el castillo están demasiado lejos para oír una siquiera de vuestras palabras.

Dejó el forastero el bordón; echó fuera la esclavina, despojose del capotón, arrancó la postiza barba, y levantó la especie de peluca que le cubría hasta las cejas, apareciendo un afiligranado mozalbete de veintidós años, de rostro aunque no hermoso, alegre y decorado con negros y espesos bucles. A primera vista descubríase en su cuerpo toda la soltura propia de sus pocos años, con cierta gracia, además, que no hubo de desplacerle a la tímida doncella. Ante su persona se inclinó con respeto el galante mancebo, y le dijo estas palabras:

-Aquí tenéis, señorita, pronto a cumplir todos vuestros mandatos, a Ernesto de Otranto, paje que ha sido del famoso Tancredo; y que en el día tiene el honor de haber ascendido a escudero de su señor y hermano vuestro, el ínclito caballero Gualterio de Monsonís.

Algo resentida la hija de Romualdo al ver que el desconocido era un escudero, cuando ella esperó topar, por lo menos, con un hidalgo paladín, y recordando con disgusto lo obsequiosa que con él anduvo, tomó cierto aire de altanera superioridad, que no le era natural; y con el verdadero acento del orgullo ofendido:

-¿Cómo has osado -le dijo- detener en este sitio a una persona de mi clase, engañar con tu traje y tus palabras al señor de Monsonís, y admitir sin resistirlo los obsequios que por ningún título pueden competerte? Alza tu humillada cabeza, y responde cual debes a mis preguntas.

-Señora -contestó Ernesto, con tono dulce, y humilde-; he cumplido estrechamente los preceptos de mi señor, a pesar de lo que se resisten a mi corazón la falsedad y la superchería.

-¿Y cuándo ha podido dictarte esos preceptos -opuso Casilda-, en dónde, con qué objeto y de qué manera?

-De la misma con que los he cumplido -expresó el escudero-; con el objeto de que vos le auxiliéis en sus proyectos, me los dictó en el monte que conduce a la ermita de San Pedro, y la hora era a media mañana.

¿Y qué -interrogó, precipitada, la hija del castillo-: está Gualterio tan cerca de nosotros?

-En dicha ermita -satisfizo el joven-; y en ella espera la respuesta de la comisión con que para vos me ha mandado a esta casa.

-¿Y está solo en aquel lugar terrible? -interrumpió Casilda.

-Un caballero nunca está solo cuando atiene sus armas y su caballo -dijo Ernesto.

-¡Dios mío! -exclamó la joven-; apresúrate, pues, a explicar tu encargo, que pudieras haber dicho desde luego, y ahorráramos tanto tiempo inútilmente perdido.

-Los deseos de mi señor -expuso Ernesto- son llevarse de su castillo a la noble señora Matilde de Sangumí en la próxima noche. Para ello es indispensable el auxilio de algunos de los guardias de vuestro padre; y me ha hecho venir desde la ermita con el objeto de que las enviéis, y para saber al mismo tiempo las nuevas que hay de esta tierra del caballero Arnaldo de Sangumí.

-Sólo al mismo Gualterio -respondió Casilda- pudiera yo contestar a tales preguntas, y además, ninguna cosa me justifica que tú seas, como dices, su escudero.

-Esta cadena -repuso Ernesto, sacando una de oro- bastará para aseguraros que él me envía, y que me es lícito saber la contestación que podéis dar a sus demandas.

-Repito -insistió con altivez la doncella- que sólo a mi hermano daré las explicaciones que tú te atreves a pedirme. Si es cierta tu calidad y tu mensaje, bien puedes mañana salir de este castillo con un pretexto cualquiera, y hacer que por la noche se presente el mismo Gualterio. Sólo él sabe el modo de penetrar sin ser visto; y yo le aguardaré hasta la medianoche en el aposento que él ocupaba. Si tus palabras son ciertas, mañana veré a mi hermano y aun soy capaz de olvidar mi clase para oír de tu boca que no te ofenden mis sospechas; pero si la falsedad ha salido de tus labios, sábete que nadie irritó jamás impunemente a la familia de Monsonís; y que su venganza te alcanzará doquier que te retires.

Nuevas protestas iba a añadir el doncel para convencer a Casilda; pero ésta, al decir las últimas palabras, salió precipitada de la estancia, encerrándose en su cuarto, después de haber despedido al criado que aún la aguardaba al pie de la escalera.

-«Nada de lo que está pasando he dejado yo de preverlo -razonaba Ernesto ya solo-; nunca me figuré que esta niña me creyera por mi palabra, y aun temí que enseñándole la cadena del caballero me tomara por un traidor o un ladrón. He aquí un día perdido y todos los planes trastornados; y ahora, además, es preciso discurrir el medio de marchar mañana sin hacerme sospechoso al anciano Romualdo, que espera saber de mí nada menos que todos los sucesos de la Cruzada. ¿Y quién es capaz de dormir ni de descansar un instante en medio de estos contratiempos y dificultades?

De manera bien distinta se ocupaba, entre tanto, la recelosa señorita del castillo. Cuanto más el desconocido se había empeñado en probar que verdaderamente era escudero de su hermano, tanto más lo había ella dudado. Y, en efecto, ¿no era raro que, después de un año que nada cierto se sabía del caballero; apareciese como por ensalmo en las mismas paredes del castillo, y más todavía, que no quisiera presentarse a su padre? Y si nada sabía de Matilde ni de Arnaldo, ¿qué cosa podía moverle a robarla de su casa? Y si ya no ignoraba los últimos acontecimientos, ¿cómo salir ahora con un proyecto tan inútil y descabellado? Cada vez se convencía más y más la temerosa virgen de que se encerraba allí algún misterio impenetrable para ella, pero bastante para hacerla temblar por su vida, por la de su padre y por la del hermano. Mil veces estuvo tentada de llamar a Santiago, hacer prender al romero, revelar a Romualdo lo sucedido, y desatar sus terribles dudas; sin embargo, el rostro del doncel estaba de acuerdo con sus palabras; su voz tenía no sé qué de apacible y persuasivo que, contra las apariencias que lo condenaban, prevenía a su favor desde luego, y hubiérale sido doloroso causar alguna pesada desazón a aquel joven, si en realidad era inocente.

Gualterio, esperando ansioso el éxito de la embajada de su escudero, no sosegaba más que éste; había salido de la ermita, y se llegó al castillo, con la esperanza de traslucir algunos preparativos de la empresa que meditaba; mas el lúgubre y absoluto silencio que en él había, desesperaba su impaciencia, ya sobradamente, exasperada con la tardanza de Ernesto, que debía venir a encontrarle pasada la medianoche. Volviose mohíno hacia la ermita; y las palabras del devoto que la habitaba no podían tranquilizar su espíritu ni calmar su impaciencia. Pero, ¿qué mucho si no lo habían descubierto sus intentos, y por lo mismo ignoraba aquel pío varón la clase de consuelos que pudieran convenirle?

En situación tan embarazosa pasaron los tres aquella noche, sin hacer más que vanos cálculos y desacertadas conjeturas.




   Che la cagion ch'io vesto piastra o maglia,
Non é per guadagnar terre, ne argento,
Ma sol per farne beneficio altrui;
Tanto più a belle donne, como vui.


ARIOSTO.                


Inútiles eran a la sazón los esfuerzos del padre Asberto y vanos todos los recursos de su elocuencia. Otras veces se había visto en lances en su concepto iguales al presente: a sus palabras procuraba darles alguna unción, hacerlas verdaderamente consoladoras y capaces de conmover al hombre más obstinado, pero érale fuerza torcer la voluntad, lidiar contra el carácter y contra la inocencia vilmente calumniada, y el religioso nada sabía por entonces de todo esto. Víctima por su parte del engaño y de la perfidia, su objeto no era otro que convertir a una pecadora, hacerle amable y llevadera la expiación a que se la destinaba, llevar la conformidad a su exasperado corazón, y nada conseguía. Pero, ¿cómo pudiera adelantar cosa alguna si no se entendían, y casi pudiera decirse que no deseaban entenderse los dos interlocutores?

Empeñado el monje en reducir a una mujer, en su opinión extraviada; y esta mujer peleando por convencerle de su inocencia, difícil era que pudiesen coordinar sus razonamientos, acordar sus pareceres y venir a un resultado mismo.

-La reclusión en este lugar -decía el padre Asberto a la joven- conozco que debe seros molesta; cuando a la voluntad no dirige nuestras resoluciones, cuando se nos contraría la elección, y, como vos, nos vemos obligados a abrazar un partido que nos desplace, la pesadumbre, la tristeza, acaso la desesperación, son indispensables. Mas, ¿quién en esta cuitada vida tiene facultad para obrar siempre según sus deseos? Si fuera posible que oyerais a todas las criaturas, ¡cuán reducido sería el número de aquellas que eligieron su actual destino! Forzadas unas por reveses de fortuna, arrastradas otras par la razón de estado, sacrificadas éstas a la injusta voluntad de quien las manda, y víctimas aquellas de la ambición, de la ingratitud, de la venganza o de otra pasión cualquiera, todas lloran su estado, quejándose de su suerte, y la conformidad desciende raras veces hasta su alma. Vos os halláis en este caso; pero esa melancolía en que os obstináis, esa desrazonable altivez con que desoís mis consejos, creedme, hija mía, sólo sirven para exasperaros doblemente, sin mejorar vuestro estado. Tres meses os señalan para vivir en este sitio. Pues, bien, transigid con la suerte, haced por pasarlos con la tranquilidad posible, y sacaréis mejor partido de esta desgracia. Ofrecedle a Dios este padecimiento continuo, y semejante sacrificio será acepto al Padre de las misericordias, y bastará para expiar vuestros deslices.

-¿Será posible, oh padre -repuso con dulzura la joven-, que no salgáis de ese error con que han logrado fascinaros? ¿No podrán mis palabras convenceros de que soy inocente? No os engaño; aquí veis a una víctima de la ambición, y nada más; y vivid persuadido de que vos, si ya no os cubrís con el velo de la hipocresía, lo sois también de la falsedad más infame. Expliquémonos de una vez, si deseáis que, al fin, nos entendamos. Mi lenguaje será el de la verdad que he usado siempre, leeréis en él mis inclinaciones, mi carácter, mis deseos, todos los sentimientos que son capaces de moverme; pero no veréis lo que os han dicho. En silencio sufriría mi triste suerte si creyera que su término está señalado para de aquí a tres meses; pero también en esto han abusado tal vez de vuestra credulidad: este monasterio debe ser mi prisión perpetua; y semejante idea, la seguridad que tengo de que tal es el destino que me espera, trastorna mi alma y abaten absolutamente mis esfuerzos.

-A la persona que, como vos -dijo el monje-, está avezada a vivir en medio del bullicio y esplendor del mundo, servida por cien criados, en el seno de la opulencia, obsequiada de barones y magnates, mal deben parecerle, forzosamente, las paredes de una celda y las murallas de un monasterio; pero del mismo modo que vuestros ojos se acostumbrarán a ver siempre los propios objetos, así el corazón y la fantasía sabrán reducirse poco en poco al estrecho recinto de esta morada, se distraerán vuestras primeras ideas, y la conformidad y el arrepentimiento pueden traeros aún días de calma que en vano buscaríais entre los objetos que habéis perdido.

La figura del padre Asberto era repugnante al primer golpe de vista. No había en él otra cosa regular que la talla. Era delgado, pálido, y llevaba cubierta la cabeza con pelo ajeno, liso, caído por todos lados hasta por encima de la frente, y de color impropio de su edad que frisaba en los sesenta. Su cabeza inclinada al suelo, y su andar torcido y contoneado indicaban la falsedad y la hipocresía que siempre supo encubrir con exterioridades políticas y religiosas. Sus ojos bizcos despedían torcidas y malignas miradas que no era posible fijar con acierto el punto adonde iban dirigidas, teniendo de esta manera la doble manera de estudiar la fisonomía de todos, sin que nadie estuviera seguro de ser el objeto de sus investigaciones. Bajo el aparente velo de la probidad y de la rectitud, jamás perdió medio de mortificar al que tenía la desgracia de necesitarle; y sí absolutamente no le era posible negarse a las ajenas demandas, retardaba el acceder a ellas por el solo placer de causar pesares y zozobras al que las considerase pendientes de su voluntad. Complacíase en el daño de los otros, y su mayor placer era el causarla. Con tan maquiavélicas arterías consiguiera ejercer algún prestigio en casi todos los individuos de su corporación, pudiendo contar siempre con una deferencia a su voto que le hacia más osado y exigente. Ufano de pertenecer a una familia de oscura nobleza, creíase con derecho a las humillaciones de los otros, y las exigía imperiosamente, no por sí, como solía decir él mismo, sino por la representación que tenía en el mundo.

Ya en otro tiempo fueron conocidas sus perversas calidades y sufrió un largo destierro; mas perdonole la existencia una piedad mal entendida, y la mudanza de circunstancias y la caída de los que le habían quitado la máscara, lo trajo de nuevo a su patria, y le dio ocasión de vengar los ultrajes recibidos en las personas afectas al bando de sus contrarios. De todos éstos había formado un nominal catálogo, que pudiera servirle de norte para dirigir con acierto sus sangrientos tiros; y en el dorso de dicha lista leíanse los nombres de las víctimas en que ya se había cebado. Suspicaz, malicioso, ávido de hallar siempre faltas que vituperar, aparentaba favorecer al mismo a quien cruelmente perseguía. Si Gualterio, que le detestaba desde mucho tiempo, hubiera tropezado con él fuera de la corte, o la igualdad de condiciones le permitiera retarlo a sangriento combate, estorbárale para siempre de emponzoñarse en sus semejantes. Durante la juventud había manejado las armas; mas los pocos años de Gualterio, el rencor que le profesaba y la razón que le asistía, prometíanle un seguro triunfo sobre la edad madura y la mal disfrazada cobardía del perverso monje. Conocíalo toda la ciudad por un hombre detestable, y el odio universal con que era mirado, lejos de arredrarle, aguzaba su malignidad y complacía su corazón, porque al causar algún daño estaba seguro de que la víctima era un enemigo suyo. Como más antiguo del monasterio, accidentalmente fue prelado algunas veces, y en todas ellas consiguió la memoria de estas circunstancias con algún rasgo de su aborrecible carácter. Al momento que se presentó a Matilde, inspirole todo el horror que la bondad y la inocencia sienten hacia el malvado; y se preparó a contestarle con el tesón y la entereza que distinguen a la persona vilmente calumniada. Hasta entonces sólo pudo contenerse; mas al oír las últimas palabras del monje encendiósele el rastro, creyó que él tenía parte en su persecución, e incapaz ya de frenar su justa ira:

-Cesad de una vez -le interrumpió con voz sonora e imponente firmeza-; oiré vuestras palabras mientras sólo se dirijan a hacer más llevadera mi actual desgracia; pero en el instante en que la palabra arrepentimiento salga de vuestros labios, oiréis el lenguaje del honor ultrajado. Aquí recuerdo todavía quién soy; sé por qué motivo se me ha conducido a este sitio, y os añadiré también que ni vos ni mis perseguidores lograréis encerrarme en él para siempre. Mientras empuñe el cetro de Cataluña Ramón Berenguer Terceto, no desaparecerá la justicia de esta tierra; y mientras palpite bajo la cota de malla el intrépido corazón de Gualterio de Monsonís, no será jamás que muera víctima de la infamia Matilde de Sangumí. Sí; bien podéis clavar en vuestra mente mis palabras; aún tengo amigos fuera de esta aborrecible morada; aún se blandirán más de dos lanzas en favor mío; y sólo un cobarde y oculto asesinato pudiera hacer triunfar a los ingratos y traidores que me oprimen.

Al oír el padre Asberto tal razonamiento, dijérase casi que temblaba y que en su interior se confesó vencido por el valor y decisión que al proferirlo manifestó la ilustre doncella. Conociendo ésta el efecto que había causado, y cuánto convenía no malograr un instante precioso, sin deponer su ceño ni moderar el alto tono de su voz penetrante, prosiguió dirigiendo la palabra y acercándose de cada vez más al aturdido religioso:

-¿Qué habláis de arrepentimiento y de expiaciones? ¿Qué delitos han mancillado la pureza de mi corazón? ¿Qué manchas empañaron hasta ahora mi inocencia? Ante todo el mundo puedo yo alzar la frente y descubrir el rostro con orgullo; tuve un amor puro, es cierto, lo tengo todavía; lo alimento hoy más que nunca y con todo el fuego de mi pecho, porque él me ha de arrancar de entre tantos martirios: temblarán los cobardes a la vista del guerrero que ya en otro tiempo les cubrió de infamia; acrecerá su brazo la mengua que les causó antes de ahora; y libre la inocencia, no se vengará, porque no sabe hacerlo; pero triunfará a sus ojos, y ellos se ocultarán para que se olviden su humillación y su impotencia.

Y al acabar estas palabras, cerró por dentro la puerta, dejando a la parte de afuera al padre Asberto que, asombrado y colérico al oírlas, se había retirado hasta salir de la celda.

-Ya no me cabe duda de que es culpada -decía consigo mismo, mientras cruzaba corredores para bajar al patio y salir del monasterio-. Ese lenguaje altanero la ha descubierto enteramente, y todos los esfuerzos que ha hecho a fin de probar su inocencia, sólo han servido para demostrarme que quizá es mayor su crimen de lo que me han contado. Confiesa que le ama todavía, en él funda toda su esperanza, y me convenzo de que el noble señor de Sangumí, llevado del amor fraternal y con el objeto de no echar un negro borrón sobre el esplendor de su antigua e ilustrísima familia, ha ocultado otros deslices de más gravedad que el que ha llegado a mi noticia. El entero y perfecto conocimiento del mal es indispensable para aplicar oportuno y eficaz remedio; y conviene ante todo ver al caballero Arnaldo, contarle lo que acabo de oír, y saber de él cuanto ha dado lugar al encierro de su hermana.

Y, efectivamente, con estos deseos y con este objeto salió del monasterio, y marchó hacia la casa en que se hospedaba el caballero. Éste no se hallaba en ella; pero el monje, que quería hablarle a toda costa, resolvió esperarle a pie firme para disipar tantas dudas y tomar en él negocio dirección más certera. Dejémosle en el mismo sitio, y trasladémonos otra vez al castillo de Monsonís.




La bella donna che contato amavi
Subitamente s'é da noi partita.


PETRARCA.                


Impaciente Romualdo por saber los acontecimientos de la Cruzada de boca de una persona que los había presenciado, abandonó el lecho con más prisa de lo que acostumbraba; hizo llamar a su hija y al peregrino, y juntados en la misma sala que la noche antecedente, preparose para hacer mil preguntas y oír otras tantas contestaciones.

Casilda, incierta y deseando traslucir por el rostro del huésped sus internos combates, aguardaba con ansia ver el partido que abrazaría, mientras Ernesto iba a proponer lo que finalmente decidiera. Conociendo la inoportunidad de las dilaciones y que ante todo era preciso salir del apuro, se dirigió a Romualdo con estas palabras:

-La narración que esperáis oír de mí debe de ser larga y circunstanciada: tendré un verdadero placer en hacérosla, pues también me cabe el interés más grande al recordar los hechos de los caballeros cristianos; pero yo calculaba que no querríais oírla tan temprano, y que pudiera cumplir la palabra que de visitarle esta mañana di, antes de mi venida al castillo, al cenobita que mora en la ermita de San Pedro. Bien sabéis que el santuario sólo dista media legua de este sitio, y yo os prometo estar de vuelta dentro de hora y media, si me permitís llegar a darle noticia del empeño que con vos tengo contraído desde anoche.

Poco le gustó a Romualdo esta intempestiva demanda; pero no desconociendo la razón en que se apoyaba, aunque con mal disimulado disgusto acordó su licencia. Entonces más que nunca sospechó Casilda del forastero, pues creía que realmente trataba de marcharse; mas no queriendo causar una desazón y susto a su padre, vio en tranquilidad la partida del disfrazado escudero.

En efecto, salió este a toda prisa, y antes de media hora estaba ya refiriendo a su amo los sucesos que le habían acontecido.

-Vuelve inmediatamente -le dijo Gualterio-: dile que esta noche estaré en el aposento que ocupé antes de mi marcha, y que acuda a aquel lugar si quiere abrazar a su hermano.

Y con esta contestación volvió el de Otranto a la casa de Monsonís. Hallando la primera a Casilda, le refirió la respuesta del cruzado, con lo que pudo calmar algún tanto las zozobras de la señorita.

Salió Romualdo de su aposento, preparándose a escuchar al fingido romero, juntamente con Casilda, que lejos de dudar ya de cuanto el escudero la dijera, quiso oír sus palabras, saber los hechos del mozo, y la manera como había llegado hasta su casa tan sin noticias de todos. Varios inconvenientes se cruzaron para que no pudiera asistir a aquella reunión el cura que había sido invitado, y que en realidad profesaba un sincero cariño al joven Gualterio.

Ernesto refirió circunstanciadamente la reunión de todos los cruzados en Constantinopla, el juramento y pleito homenaje prestado por la mayor parte de ellos al emperador Alejo Comneno, y la resistencia que a semejante acto opusieron unos pocos caballeros, entre los cuales hallábase el heredero de Monsonís.

-¡Honor eterno a Tancredo, a mi hijo Gualterio y a los que supieron imitarlos! -exclamó con entusiasmo y casi levantándose del asiento el anciano Romualdo- ¿Y quién obligaba a los cruzados a degradación semejante? A la cabeza de un ejército de seiscientos mil hombres, ¿qué podían temer del menguado poderío, ni de la astuta política del emperador griego? Él era quien debía humillarse ante las fuerzas de Occidente, y suscribir gustoso a la alianza que le proponían. Pero continuad, peregrino -añadió; calmando su súbito fuego-, y no extrañéis que me irrite esa conducta, pues aun que la supe a su tiempo, no puedo recordarla sin interna desazón y manifiesta pesadumbre.

Describió enseguida el romero el sitio de Nicea, la derrota del soldán de Rum, expuso las intestinas desavenencias entre los jefes de la Cruzada, las nuevas intrigas del emperador, y la entrada del ejército de los fieles en la capital de la Bitinia. Dijo de la paz que logró restablecer el legado Ademaro y la salida de todos los cristianos para ir en busca de Palestina. En este pasaje fue preciso interrumpir la relación para satisfacer a las innumerables preguntas de Romualdo, que quería saber los nombres de todos los capitanes, las fuerzas de cada división; deseaba tener noticias muy circunstanciadas del terreno, de las armas, del número y de la disposición de las tropas. De todo le daba minucioso conocimiento su huésped, quien prosiguió la historia pintándole la batalla de la Dorilea, la derrota del primer ejército de los fieles, la oportuna ayuda del segundo, y la victoria con que el cielo coronó finalmente las fatigas de sus campeones.

Diole noticias de las fuerzas de los sarracenos, de su táctica, de su numerosa caballería; nombrole a los principales jefes, le hizo sus retratos; y tan detenida y agradablemente seguía la serie de los sucesos, que el buen anciano lo escuchaba rebosando de contento, y la atolondradilla Casilda más de una vez había olvidado todo lo sucedido la noche anterior con el escudero para arrimar hacia él su asiento y oírle más de cerca. Advertíalo todo el sagaz Ernesto, y se esmeraba cada vez más en sus exposiciones para llamar mejor la atención del padre y entretener a la hija. Movido con tales estímulos, explicó la marcha de los cruzados hasta llegar a la Frigia quemada, presentando en ella con exactitud y vivos colores el triste cuadro que ofrecía el campo de los fieles agobiados por el hambre, la sed y el ardor del abrasado clima en que se hallaban.

Derramaba lágrimas el tierno Romualdo y Casilda sentíase el corazón estrecho; y con la mayor ansia esperaba poder enjugar su llanto con el feliz hallazgo del agua y la abundancia de víveres. Efectivamente, consolose al ver socorrida la necesidad de tantos millares de hombres, y los siguió gustosa hasta penetrar con ellos en Antioquía.

Aquí el historiador, variando el tono de la voz, escogió otro lenguaje para ofrecer a los ojos de sus oyentes la risueña pintura de la abundancia, de la alegría y de los placeres. Nadie se acordaba, según él dijo, de los males pasadas ni se temían los venideros; gozábase de lo presente con afán y con abuso; y nada se discurría para llevar a cabo la empresa hasta entonces sólo comenzada. Aplaudió Romualdo el entusiasmo religioso y guerrero de Tancredo, que como un espíritu de más alta categoría, sacudió la general pereza, abandonando la holganza y corriendo a buscar en Cilicia los peligros y la gloria.

-Mucho quiero yo a ese Tancredo -dijo Casilda-: su carácter me encanta, tiene firmeza; valor y galantería; y sobre todo, no se deja arrastrar por el mal ejemplo de sus compañeros, ni pierde jamás de vista el objetivo que le hizo abandonar su patria.

-Decid también que era enamorado -añadió Ernesto-, y que pocos han querido como él quiso a la hija del soldán Rum. Otro día podré referiros su historia; vamos con él mientras recorre la Cilicia, en tanto que el ejército cristiano permanece en Antioquía entre la holganza y los deleites.

Y seguidamente refirió la conquista de Tarso y de Malmistra, la envidia que supo destilar su veneno en el corazón de Balduino, las extravagantes pretensiones de este joven, la batalla que sus soldados tuvieron con los de Tancredo, y, finalmente, la reconciliación entre los guerreros y entre las tropas que les seguían. Refirió la reunión de Tancredo con el resto del ejército de Antioquía, la marcha de todos los cruzados, su trabajoso paso por la montaña del Diablo, y cómo finalmente descubrieron la Siria. Detúvose aquí el romero para dar a sus oyentes una idea del país a que iba a introducirlos, de su riqueza, de su fertilidad, de los objetos piadosos que encerraba, y de las antiguas glorias que hacían célebre su territorio. Díjoles de la ciudad de Antioquía; explicó cuántos musulmanes la defendían y quién era su jefe; revisto asimismo el ejército de los fieles, y expuso con toda viveza las ventajas y desventajas que obraban a favor de cada partido, acabando por colocar a los cristianos sitiando a la capital de Siria.

Al llegar a este punto de su narración quiso dar a Casilda alguna noticia de los amores de Tancredo con la hija del soldán de Rum. Oyolo con gusto la curiosa joven; y aunque con alguna displicencia lo escuchaba también Romualdo; pero como a éste le interesaban más los hechos de la Cruzada y los de su hijo, a lo mejor hubo de interrumpir a su huésped.

- Disimulad, peregrino -le dijo-; también yo gusto de saber lo que de Tancredo vais refiriendo; pero bien quisiera que no olvidarais que tenía un hijo en la Cruzada y que sus cosas deben llamar precisamente mi atención más que las de otro cualquiera.

-Mi padre está en lo cierto -exclamó al momento Casilda-: hablad de Gualterio. Sí, contadnos todo lo que tenga relación con él; en otro momento satisfaréis mi curiosidad.

-Eso haré yo de muy buena gana -observó el forastero-; pero si hablé de Tancredo fue para obedecer a las insinuaciones de la señorita, y si antes de referir las hazañas y trabajos de vuestro hijo, sigo, oh noble Romualdo, la marcha de todo el ejército, es porque juzgo más regular daros primero una idea general del país, de los enemigos, de los cruzados, de las batallas, conquistas y padeceres, para después descender naturalmente a hechos particulares, cuya importancia pudierais estimar con dificultad sin los previos conocimientos que he creído indispensables.

Cogió Ernesto el hilo de su narración hablando de la indisciplina y excesos de los cruzados, de los choques de sus partidas con los árabes errantes que infestaban los alrededores de Antioquía; pintó enseguida el hambre y la peste del campamento, la deserción dulas tropas, la del ermitaño Pedro, das penas impuestas a los díscolos, y la reforma que se hizo en las costumbres; representó con brillantes colores la embajada del soldán de Egipto; repitió las palabras con que en el consejo se rechazaron sus ofertas, y la última resolución de los cristianos. Dio fin al sitio de Antioquía desplegando el plan de Boemundo y la traición de Firous; dijo la entrada de los cruzados, y tocó rápidamente las muertes y el destrozo de aquella noche fatal para los musulmanes.

No quiso pasar en silencio la llegada de Kergobá con el formidable ejército que sitió a los latinos en la ciudad después de tres días de poseerla, ni tampoco hizo gracia a sus oyentes de la batalla dada entre los dos bandos, ni el de la total derrota que sufrió el de los infieles. Con la prisión de Tancredo, el asalto de Cesárea, su fuga debida al valor y estratagema de Licea, y la vuelta de ambos amantes a la ciudad, ocupó un buen rato la atención del señor de Monsonís y de su alegre hija. Entretúvoles enseguida con la prisión de Malek, sin omitir los incidentes del canje que se trataba entre los dos contrarios ejércitos; y, finalmente, expuso con verdadero tono de sorpresa y de disgusto la imprevista llegada a Antioquía de David y Kerbogá, con el objeto aquel de recobrar a su hijo, y de batirse éste con Tancredo. El casamiento de Licea, su muerte, la de Kerbogá y el dolor del héroe, bajo cuyas lecciones se doctrinaba en el ejercicio de las armas, hubieran sido sus últimas noticias, si Romualdo no le obligara a seguir la marcha de los campeones de la Cruz, no sólo hasta Jerusalén, sino hasta el instante en que dejó el Asia su hijo, por no ser necesaria su espada en la Tierra Santa. Mas como el de Otranto no gustaba mucho de detenerse minuciosamente en cosas en que por desgracia había sufrido más de un golpe y más de dos caídas, pasó con rapidez por todos los sucesos, y puso pronto a los cristianos en Jerusalén, con una prontitud que no esperaba el bueno de Romualdo. Descrita en globo la batalla de Ascalona, dio luego fin a su historia hasta el punto en que, ganada Tolemaida, resolvió Gualterio de Monsonís volver a Europa. Aquella era la época en que el escudero entró al servicio del Caballero del Ciervo, gracias a la recomendación de Tancredo, quien había hecho voto de no salir jamás de Asia.

Ernesto maldecía en su interior la duración de su historia y el interés que tomaba en ella Romualdo, quien hubiera deseado más batallas, más choques, más embajadas y desafíos, y sobre todo más calma y minuciosidad en el cuentista; y Casilda trocara de buena gana las tres cuartas partes, de las batallas, por otros tantos lances como la sed de la Frigia, la llegada de David y Kerbogá a Antioquía, y antes de todo, para saber cuatro cosas de los amores de Tancredo; por entonces, sin embargo, no había esperanzas de poder llenar sus deseos.

El viejo Monsonís, para quien todo lo contado por el romero no eran sino preludios del hecho que más le interesaba, comenzó a interrogarle acerca de su hijo Gualterio. Aunque al oír tal demanda resolvió el peregrino resumir y hablar aprisa, no pudo escapar de contarle las acciones en que se había hallado, los cascos que abolló, las lanzas que le rompieron, y los paladines que había derribado. Sonriose el buen anciano oyendo las travesuras de su hijo; y cuando le contaba el romero algún hecho de importancia y de honra, envanecíase, y en sus gestos y facciones creyérase que él mismo tuvo en el lance una parte activa.

Casilda no era indiferente a la relación, pues quería con ternura a su hermano, participaba del orgullo de su padre, y hacíale gracia la buena parla del mozalbete. Por fin se acabó el interrogatorio, y el señor, satisfecho en un todo, regaló a Ernesto una cadena de oro, rogándole que por algún tiempo se hospedase en el castillo; mas el joven escudero, seguro de que dentro de pocas horas tomaría alguna resolución su señor Gualterio, admitió el ofrecimiento por solo aquel día, del cual a la sazón había corrido ya muy considerable parte.

El antiguo y dilatado castillo de Monsonís podía considerarse como un pequeño pueblo. Moraban en el mismo el padre, la señorita y su numerosa servidumbre; había aposentos en uno de sus ángulos, destinados a los veinte hombres que componían, como si dijéramos, la guardia de honor de Romualdo, de quienes ya vio alguno nuestro peregrino en la noche de su arribo; alojábanse en otro extremo gran número de colonos y dependientes de la casa, que aunque menos allegados a ella, gozaban del derecho de recogerse dentro de sus muros; y los cazadores, los pastores y todos los demás que accidentalmente llegaban allí a pasar la noche, podían contar siempre con un regular y cómodo asilo. En éstos y otros rasgos de generosidad y beneficencia distinguíase Monsonís de todos los señores de su clase, y con tales virtudes se había granjeado un prestigio que no pocas veces le proporcionaba señaladas ventajas y repetidas consideraciones. El castillo era naturalmente triste y lúgubre; sólo la multitud de gentes que de continuo hormigueaban por todas partes era capaz de rebajar la idea de melancolía que inspiraba su aspecto; mas cuando todo el mundo se había ya encerrado en su aposento, era, a la verdad, no sólo tétrico, sino imponente y pavoroso. Tal vez fuera preferible que sus inmensos corredores estuvieran absolutamente a oscuras, pues la moribunda lámpara que a medianoche ardía en ellos colgada del altísimo techo, sólo servía para entrever confusamente el horror de su aspecto y la tristeza de su soledad, y para trazar fugitivas y vacilantes sombras de cualquier objeto que cruzara por ellos.

Cuando la pusilánime Casilda se acordó de que debía atravesarlos casi todos a fin de ir al lugar de la cita con su hermano, y tuvo presente que éste penetraría hasta allí por un camino subterráneo que daba fuera de las murallas del castillo, comenzó a sentir un terror inexplicable, y no se creyó con bastante espíritu para arrostrar tan terrible arriesgada prueba. Por otra parte, Gualterio no quería que se supiese su venida, y, por lo mismo, era preciso dar ella sola aquel paseo tremendo, durante el cual temía quedarse muerta. Sólo el peregrino pudiera acompañarla; mas tampoco se atrevía a echar mano de este recurso por razones que no es necesario exponer, ni dejarán de adivinar los jóvenes de ambos sexos.

En esta incertidumbre no sé decir a qué se atuviera si nuestro escudero, avisado de antemano por su amo, no le hubiera ofrecido espontáneamente su compañía. Vaciló de nuevo Casilda, aceptó y rehusó la oferta más de dos veces; procuraba convencerse de que tendría valor para ir sola; conocía que se engañaba a sí misma; y, al fin, después de largos debates con su corazón, quiso ponerse a cubierto de un mal seguro arrostrando un peligro que no lo era. Aplazáronse para la sala de la chimenea, y antes de media hora, después de vencidas todas las dificultades para evadirse de los criados, se presentó nuestra señorita en la sala en que el joven Ernesto, depuesto el traje de peregrino, la aguardaba. Encendió una antorcha que trajo Casilda, y siguiendo muy de cerca sus trémulos pasos, iba alumbrándola, mientras le hablaba de cosas indiferentes y bien ajenas del lugar y circunstancias en que se veían.

Pudo distraerse la doncella; y fue reanimando su espíritu hasta el punto de afirmar sus pasos, que restallaban claramente en medio de la soledad y del silencio de la noche. En el momento en que puestos delante del aposento donde iban a introducirse, con la mohosa llave tentaba ya Casilda el agujero de la cerradura, resonó dentro del cuarto un ruido terrible e inmediato, retumbando con fragor estrepitoso por los ángulos de las bóvedas que tenían sobre la cabeza los dos nocturnos compañeros. Casilda, llena de espanto, dio un agudo grito, se volvió repentinamente para guarecerse tras del escudero, tropezando con el brazo de éste le hizo caer la antorcha; y hubieran quedado ambos en la oscuridad más profunda, sin un rayo de luz que por la cerradura salía de dentro del cuarto y acabó de horrorizar a Casilda. No las tenía todas consigo el joven Ernesto; mas conociendo lo apurado de las circunstancias, y por otra parte no falto de valor, se acordó de que una hermosa estaba bajo su protección, y de que la hermosa era la hermana de su señor.

-No temáis -le dijo-: dadme la llave; tengo conmigo el puñal que cortó más de una vida, y voy a penetrar en la estancia.

-¡No, por todos los santos del cielo! -clamó, cogiendo su mano, la doncella-. Seguid sin abandonarme; quizá podré todavía atinar con el camino para volver al lugar del que salimos. ¡Dios mío! -gritó enseguida-: ¡Salvadme de este peligro, volved los ojos hacia mí, venid a mi socorro!

Y mientras decía, tiraba reciamente del brazo del escudero, comunicándole el temblor de su cuerpo y el hielo de su mano. Descendíanle ardientes lágrimas por el rostro, y su frente bañada con sudor tan frío como su sangre, hubiera ofrecido con la luz el aspecto de la agonía. Iba a repetir Ernesto sus instancias, cuando entrambos oyeron que desde dentro del aposento pronunciaba una voz el nombre de Casilda, y el escudero conoció que era la de Gualterio.

Recibió, pues, la llave, abrió la puerta y los dos hermanos se precipitaron el uno a los brazos del otro. Al penetrar Gualterio en el aposento había soltado la trampa que tapaba el camino subterráneo por donde vino, y aquel descuido fue causa del estruendo que Casilda creyó le costaba la vida. La luz que vieron era de la linterna que alumbró al cruzado; mas como el súbito ruido trastornara de todo punto a su hermana, no le ocurrió la natural idea de que sólo él podía estar en aquel sitio. Segura entonces y protegida, se entregó al placer de ver de nuevo al compañero de su infancia y de abrazarle. No le negó el joven las demostraciones del puro y vivo cariño que le profesaba; y concediole también un buen rato para que le manoseara, le reconociese por todas partes, y le hiciera aquella multitud de preguntas que todos hacemos en lances semejantes.

El mismo ejecutó otro tanto; y aun parecía que el hablar con la doncella y el recibir noticias de su padre le habían hecho olvidar el principal objeto de la cita. Tan cierto es que cuando más lleno de amor está el corazón de un joven sufre también sus distracciones, y se entrega con placer a aquellas dulces escenas de familia que sólo en sueño pueden hallarse.

Satisfechos por de pronto ambos hermanos, permanecieron de repente en silencio, y dirigiéndose miradas de inteligencia comprendía Casilda lo que iba a preguntarle Gualterio, y entreveía éste en las facciones de su hermana algún siniestro amago de nueva desapacible. Quisiera que sin necesidad de preguntarle se explicara la doncella; y deseaba ésta que él lo exigiese, pues como sólo podía comunicarle novedades desagradables, no osaba hablar hasta verse precisada a ello. A buen seguro que si pudiera traerle noticias gratas, hubieran quedado cumplidos muy pronto los deseos del caballero.

-Háblame de ella al fin -dijo el mancebo-: ¿Me ama? ¿Me ha olvidado? ¿Teme la vuelta de su hermano? ¿Accederá a mis ansias? ¿Me considera ya digno de poseerla? Habla, Casilda; tu silencio es fatal. Habla de una vez. Soy hombre y nada me arredra. ¿Ha muerto acaso Matilde?

No -dijo al punto Casilda-: vive, te ama, te juzga digno de ella; pero tu tardanza ha puesto entre vosotros una barrera que no puede salvarse.

-Asalté los muros de Jerusalén; me arrojé en medio de cien mil infieles -contestó el guerrero empuñando la cruz de su espada-; y no hay cosa en el mundo que no sea capaz de ejecutar para conseguir su mano. Di. Ernesto es fiel y callado; habla sin reserva.

-Pues bien -repuso Casilda-: no te exasperes; y escucha. De un momento a otro esperábamos, hace cinco meses, tu vuelta, y temíamos la de Arnaldo; pero, desdichadamente para todos él vino primero, y desapareció Matilde el mismo día. Este acontecimiento se hizo público y aturdió a todas las aldeas vecinas, mucho más cuando Sangumí no se ausentó del castillo; pero al fin, por las investigaciones de nuestro padre y de otras personas, hace ya tres días que hemos sabido de tu querida fue encerrada, por disposición de su hermano, en el monasterio de Santa Cecilia, comprendido en el condado de Urgel.

-¿Y qué? -la interrumpió el cruzado, irguiendo su cabeza y encendiéndose en cólera-. ¿Crees tú que las paredes de todos los monasterios sean capaces de detenerme? Matilde es mía, ella quiere serlo; y yo la sacaré de ese encierro, como la sacaría de las entrañas de la tierra, si tal fuera preciso para unirme con ella. Sólo deseaba saber su actual morada; me bastan las noticias que me has dado y te juro que dentro de pocos días la verás en este castillo; tu hermano la traerá en sus brazos, tú la recibirás en los tuyos, y gozará años de paz, después de los repetidos pesares con que le plugo al cielo acrisolar sus virtudes.

Y al decir estas palabras, iba a emprender otra vez su viaje subterráneo, si Casilda, previendo todos los desastres que debían nacer de su resolución atropellada, no le hubiera detenido.

-¿Qué es lo que vas a hacer? -le dijo, llorando- Tu empresa me horroriza; con ella vas a irritar a Dios y a los hombres. ¡Ay de ti si intentas alguna violencia contra el sagrado lugar en que mora Matilde! ¡Detente por Dios, Gualterio! Elige por mediador a nuestro padre; muévante a compasión su ancianidad y sus dolencias: no quieras que le terminen la vida los disgustos que tu proyecto le prepara.

-¡Casilda, Casilda! -le contestó el del Ciervo- ¡Feliz tú que no has amado nunca; feliz tú, cuya paz no turbó hasta ahora la borrasca de las pasiones! En este instante, querida hermana mía, yo no veo más que a Matilde; ella es víctima de una injusta violencia; y yo, como su esposo y como caballero, tengo la obligación de correr a su socorro; sí, correré, la libraré de la esclavitud; y cuando ya nada tenga que temer, elegirá ella misma su destino. Marcha a tu estancia; sírvate Ernesto de compañero hasta ella, y vuelva luego a mi lado para seguirme. En breve sabrás el resultado de mi tentativa; y, entre tanto, cubra estos sucesos el silencio más profundo.

Otra vez quiso detenerle Casilda; pero el amante le atajó la palabra, besando su mejilla y empujándola dulcemente afuera del aposento. Acompañola el de Otranto, y sin escuchar los encargos que le hacía la señorita, tornó en un vuelo a donde le aguardaba el caballero, y saliendo con él del castillo marcharon juntos hacia la ermita de San Pedro.

Cuando la hija de Romualdo discurría seriamente acerca de los resultados que pudiera traer el proyecto de su hermano, afligíase en gran manera, y se entregaba al desconsuelo. El silencio que le era forzoso guardar por entonces amargaba la situación, pues ni podía auxiliar al intrépido mozo, ni oponer un estorbo a sus intentos, ni menos ir a la presencia de Romualdo sino llevando en los labios su natural alegría que a la sazón acababa de desvanecerse. ¡Feliz el hombre que en medio de sus desdichas tiene al menos el placer de llorar a solas, de clamar al cielo con libertad y sin testigos! ¡Feliz al menos quien sin rebozo deja traslucir en el semblante las señales de sus interiores sufrimientos!




   Lasciala sola ancor finché piaugendo,
Si sfoghi alquanto: tu non sai qual nuova
Sciagura, il cor le opprima.


MAFFEI                


-Es preciso que volváis allá, respetable padre -decía Arnaldo al hipócrita monje, después de oír la relación de la conferencia que tuvo con Matilde-: y debe ser ahora mismo, porque de otro modo esa infeliz joven acabará por desesperarse. Creyendo que me habíais entendido, fui breve en mis expresiones, y lo siento. ¿Qué otro delito pudiera cometer mi hermana? ¿Y os parece excusable en una doncella entablar relaciones con un joven caballero de la corte sin el consentimiento de la familia y cuando su mano estaba destinada a Gualterio de Monsonís? No sólo ha faltado a la fe que le juró mucho antes de nuestra partida, sino que, olvidando su jerarquía, sus deberes y sus promesas, ha dado entrada en mi castillo a ese afiligranado doncel, cuyo nombre no os es conocido.

-Hasta aquí nada nuevo decís -replicó el padre Asberto-: todas estas instrucciones me las disteis antes de marcharos, y con ellas fui a reconvenir a vuestra hermana y a insinuarla la suerte que le aguardaba; pero su desusada cólera y su atrevida lengua han cerrado mi boca, y ni aun esto he podido decirle. El otro medio que me habéis propuesto presenta más asequible vuestro proyecto: con él se hiere su amor propio, humíllase su orgullo, y su carácter, lejos de resistir este golpe, le hará renunciar voluntariamente a Gualterio, quedando vencido de este modo uno de los principales inconvenientes. Esta vez no dudo conseguir mi objeto y poder llenar vuestros deseos contribuyendo al honor de tan ilustre familia; y dando esta muestra de cuanto le debo por los beneficios que tiene dispensados al monasterio.

-Por menguados los reputará vuestro agradecimiento -dijo Arnaldo- en comparación de los que os aguardan si podéis gloriaros de que sea obra vuestra el conducir a mi hermana por la senda del honor y de la virtud. Mas no perdáis esta obra de misericordia y dadme a besar, os ruego, vuestra mano.

-Dios os bendiga -dijo el padre Asberto, después de habérsela alargado-, toque el corazón de Matilde, y rasgue la venda que cubre sus ojos.

-Estoy dispuesta, padre, a escuchar cuanto queráis -dijo la señorita, al presentarse otra vez el monje-; y aun os ruego perdonéis el modo injusto con que os he tratado esta mañana, pues vos sólo cumplís una misión que os han encargado. Poco generoso es, por cierto, dirigir a vos las reconvenciones que sólo debiera sufrir el que os envía; mas antes que expongáis el objeto de esta segunda visita, oíd al menos dos palabras. Yo no he cometido el delito que me achacan; no he deshonrado mi clase, no falté a ninguno de los deberes de una doncella noble, y sólo soy la víctima infeliz de la ingratitud y de la ambición. Teniendo a la vista estos principios, hablad cuanto os plazca, seguro de que mi boca no se abrirá para interrumpiros.

-Así debe ser, hija mía -siguió muy satisfecho el religioso-; oídme: quizá mis palabras penetrarán en vuestra alma, y vuestros oídos no serán ya sordos. Os obstináis en negar vuestras culpas, y forzosamente renunciaría por ahora a la esperanza que me animaba de que suscribiríais al arrepentimiento si no estuviera ya en disposición de reconveniros con más exactitud y mejores datos que esta mañana. En este instante lo sé ya todo; el joven Gerardo de Roger es quien ha seducido vuestro corazón; y aunque juzgo que su triunfo no fue fácil, no por esto os creo menos culpable. Se le separará de la corte, no le veréis tal vez nunca más; y de esta manera, si no por vuestro interés mismo y por convencimiento, lo olvidaréis al menos por el ningún fruto que sacaríais de acordaros de su amor. Aquí vuestro corazón se convertirá a Dios; él os dará fortaleza y con mis consuelos espero que se borre de vuestra alma la imagen de un hombre, cuya cuna ni procederes le hacen digno de Matilde de Sangumí. ¿Nada tenéis que responderme?

-Sólo -dijo la joven- que cada vez os entiendo menos, pues ni conozco a Gerardo de Roger, ni comprendo de modo alguno vuestros enigmas; sin embargo, podéis dispensaros de disfrazarlos, pues estoy segura de que los nombres y los hechos que profiera vuestra boca han sido creados en la imaginación de quien me persigue a mí y os engaña a vos. Os añadiré también cuánto os importa guardaros de la espada de Gualterio de Monsonís, pues podrá saber que vos contribuís a mi desdicha, y difícilmente persona alguna de cuantas lo verifiquen quedaran libre de su venganza. Proseguid, y no haya miedo que os moleste con preguntas.

-Lo haré -continuó el monje-, mucho más cuando vuestras últimas palabras me han indicado el camino por donde debo dirigirme. Acabáis de hablar de Gualterio de Monsonís, y siento atosigar vuestro corazón con una nueva para vos inesperada, pero que no debe sorprenderos, pues si no le habéis dado el ejemplo sois tan reprensible como él mismo. Mientras le hubieseis mantenido la palabra que de la unión de ambos tenía recibida, era a la verdad muy justo que confiarais en él y contaseis un defensor contra quien os persiguiera; pero vuestros extravíos le autorizan para abandonaros, y los suyos le determinarán a ello con más prontitud, pudiendo cohonestar su proceder con vuestra inconstancia. Bien deberíais extrañar que, habiendo regresado de Tierra Santa todos los caballeros que han hecho la guerra en ella, sólo Gualterio de Monsonís no se presentase en su patria, sin embargo del tiempo transcurrido desde la llegada de vuestro hermano, en cuya compañía se marchó y sabíamos que volvía. Nada indica que estéis cuidadosa por saber su paradero; mas yo quiero decíroslo. Y explicaros la inesperada causa de su retardo. No es él, por desgracia, el único caballero a quien la fragilidad humana ha hecho olvidar el santo objeto que le movió a abandonar sus hogares; y que no pudo ver con indiferencia las hijas del mundo que los cruzados iban conquistando. Esta falta ha sido tan general, que pocas conciencias dejarán de sentirse, cargadas con esta opresora culpa. Sin embargo, vuestro Gualterio, más entusiasta, más constante o más enamorado, no ha sabido desprenderse con la facilidad que los otros de la joven que, o seductora o seducida, le sigue hace dos años; y le tenéis hoy en Constantinopla entregado a los deleznables placeres de la vida en brazos de una mahometana, distraído no sólo de vos, sino de su patria, de su padre, y quizá, quizá, hasta de su religión misma. Rodeado de todas las ilusiones del amor y de la lisonjera acogida que en la capital del Imperio griego se le ha dispensado, su exaltada imaginación se detiene sólo en lo presente, huyendo de recordar lo pasado y de volver los ojos hacia lo venidero. En medio de la riqueza, de los halagos y de un afecto criminal, de poco pudiera servirle el recuerdo de su triste patria, de la soledad de su castillo, y del reservado y candoroso amor de la que debía ser su compañera. Su alma fogosa no podía llenarse con estos objetos fríos y tranquilos: el movimiento, el ardor, las violentas pasiones de las beldades que conoció en aquel mundo han llenado su alma, y hecho desaparecer de ella todos los afectos anteriores. Tales son la distracción y las ocupaciones del que llamáis vuestro defensor.

-No es la verdad sacrosanta la que sale en este instante de tu boca -gritó, repentinamente, Matilde, dirigiéndose airada hacia el monje, cubierto su rostro de mortal palidez, y alzados los párpados superiores hasta tocar con la frente-: miente tu labio y miente quien te ha enviado. Tus seguridades no penetran en mi corazón, porque mi corazón conoce a Gualterio. ¿Qué prueba me darás de esas injurias? ¿Quién ha visto lo que refieres?

-Os la daré -dijo el monje, con hipócrita calma-: una carta de Gualterio a su padre bastará para convencer a vuestro ánimo, aunque en ella se cubra la verdadera causa de su permanencia en Constantinopla con un pretexto que nadie ha creído, ni vos misma creeréis tampoco cuando renazca la serenidad en ese turbado espíritu. Leed, y juzgad a Gualterio.

Cuando el hijo de Romualdo estuvo cerca del castillo de su padre había dirigido a éste una carta figurándola escrita en Constantinopla con el objeto de que, esparciéndose la noticia de que estaba allí, no tomara Arnaldo ninguna resolución en orden a su hermana, y pudiera él con más seguridad presentarse súbitamente y hacerla su esposa. Por desgracia, el pergamino, en vez de ir a parar a las manos de Romualdo, cayó en poder de Arnaldo; y como quien sabía que Gualterio no estaba sino muy cerca de Barcelona, sospechó el verdadero motivo que le había inducido a mentir de esta manera, encerró a Matilde para precaver toda sorpresa, y puso el escrito en manos del padre Asberto, a fin de que hiciera de él provechoso uso para su objeto. Leíanse en la carta las siguientes palabras: «Mi escudero Ernesto de Otranto podrá deciros de mi salud y de mi bienandanza. Yo mismo pensaba daros esta nueva y recibir vuestra paternal bendición; pero la enfermedad de un joven paje hijo de Nicea, y a quien por su fidelidad y respetuoso cariño profesa un verdadero afecto, me detendrá por algún tiempo en esta capital. Separado de su familia, de su patria y sin más amparo que el mío, no he tenido valor para dejarlo en esta tierra, ni él podía tampoco seguirme: Yo espero que se restablecerá pronto; mas, sin embargo, si así no fuere; no os dé pena mi tardanza.»

-Tenéis razón -dijo Matilde, después de leído este trozo de la carta y de haber reflexionado un momento-; la indisposición de un paje no era capaz de detener a un caballero como Monsonís lejos de su patria, su familia y de su querida, si lo fuera yo todavía. Tenéis razón -repitió con el acento del despecho, aunque con aparente calma-, él supo engañarme, y la herida que hoy ha penetrado en mi alma no se cicatrizará nunca, ni dejará de emponzoñar todos los instantes de mi vida. Tomad la carta; no quiero retener este testimonio de su ingratitud y de su inconstancia; soy harto infeliz en el seno de mi familia, y no necesito que acibaren más mi existencia las cosas y los recuerdos que pertenecen a otra. Decid a mi hermano cuán encarecidamente le ruego que me saque de este monasterio. Desaparecieron los motivos que le podían inducir a ocultarme; y en la corte, en el castillo que me vio nacer, o lejos de la patria si lo quiere, podré quizá acabar más tranquilamente mis días. Goce Gualterio toda clase de felicidades; en este mismo instante le perdono, pues a mí tocaba conocer que una ausencia tan larga debía hacerle olvidar por fuerza un amor que él reputó tal vez por mero afecto de la infancia. Sea dichoso en este o en otros climas, olvide enteramente a Matilde, y nunca jamás perturbe sus placeres una queja de mis labios.

Y al proferir las últimas palabras cayose en el taburete que tenía tras de sí, y prorrumpió en deshecho llanto. Conmoviose el duro corazón del monje; le prodigó los consuelos de la religión, y ya creía haberla tranquilizado, cuando la heredera de Sangumí, volviendo la cabeza hacia él, le dijo en tono desabrido:

-Id, padre Asberto; el oficio de consolador le pega muy mal a vuestro carácter y a vuestra lengua: no era posible escoger a otro hombre más dispuesto a traerme una nueva que debía hacerme desgraciada para siempre; mas no sois a propósito para confortar mi triste espíritu. Id en buena hora, y Dios os perdone como os perdona Matilde; lograd que salga yo de este encierro, y al menos el recuerdo de esta merced endulzar a algún tanto la horrible memoria que de otro modo debe quedarme de vos toda la vida. Salid, padre, salid de esta estancia -añadió con imperio-: vuestra misión está cumplida. Alzad la triunfante cabeza, y colocadme en el número de vuestras víctimas.

Bien quería el religioso disculparse con aquella desgraciada; pero no le permitió hablar; y lanzándole una mirada llena de odio y de desprecio, salió ella de la habitación y fue a llorar en el seno de la compasiva abadesa, que más de una vez había enjugado ya sus lágrimas.

-Cumpliré mi palabra -decía Arnaldo a su enviado-: sabréis hasta dónde llega mi generosidad, y nunca me consideraré desquitado con vos. Por fin la habéis hecho conocer la razón, se ha desengañado, y por mi parte quiero también complacerla. Yo espero que no me abandonareis hasta dar cima a nuestra empresa, pues no es tampoco justo que Matilde, decidida ya a no dar la mano a Gualterio, renuncie por esto a todo otro matrimonio. Muchísimos son los caballeros de la corte que tendrán a grande honor enlazarse con nuestra familia; y ya veis que son bien pocas las que se expondrían a perder en ello.

-¿Y quién no conoce -dijo el lisonjero monje- la antigüedad, la nobleza y los pingües bienes de vuestra casa, a cuya sucesión, según la fama pública, es llamada vuestra hermana?

-Os equivocáis -repuso inmediatamente el Caballero Verde- o, por mejor decir, no habéis hecho la distinción que es la base en que se fundan las disposiciones de mi madre. Si Matilde se hubiera casado con Gualterio, no hay duda alguna de que entraba en la universal herencia de mi casa; pero cesando esta condición, precisa y única, bien claro se echa de ver que no le corresponde semejante gracia. Ella lo sabe también; y yo mismo se lo he repetido mil veces, pues por ningún título tolerara yo que en lo más mínimo se faltase a la última voluntad de mi querida madre. Por esto, y debiendo Matilde elegir un esposo, fuera crueldad de parte mía no deferir a sus deseos: supuesto que ama a Gerardo de Roger, dele en buena hora su mano, y las riquezas mías suplirán en buena hora las que no puede traer ese joven honrado. Su nobleza, más bien olvidada que oscura, renacerá juntándose con la nuestra; y pues Matilde no ha podido ser esposa de Monsonís, viva al menos en compañía de un hombre que supo inspirar algún interés a su corazón. Él la quiere, es mi hermano de armas, y yo soy capaz de echar a un lado los escrúpulos que me quedaban, sólo para convencer al joven Monsonís de que la noticia de sus extravíos han llegado antes que él a Europa y de que todo su valor y sus riquezas no han sido bastantes para inclinar el corazón de mi hermana hacia un ingrato.

Podemos asegurar a nuestros lectores que esta píldora no la tragó el padre con la facilidad que creyera Arnaldo, ya porque era bien sabido el modo con que había tratado a su madre y las causas que ésta tuvo para ordenar su testamento, según vimos anteriormente, ya porque la generosidad que ahora fingía en pro de Roger chocaba directamente con todo lo que hasta entonces manifestara al religioso. Pero a la sazón no era cosa de replicar a Arnaldo, antes sí de ceder a cuanto dijera, ya que podía hacer mucho bien al monasterio.

-Perdonadme señor de Sangumí -díjole su interlocutor al momento-, si estaba yo en ese equivocado concepto, y no puedo menos de celebrar esta ocasión que me hace rectificarlo. Atendida, pues, la voluntad de vuestra madre, Matilde a mi parecer no será la sucesora de sus títulos y bienes porque el Caballero del Ciervo, por lo que se ve, ha ganado más en culpas que en indulgencias en la Tierra Santa; sin embargo, yo creo que vuestra hermana le ha de hacer ascos a cualquier caballero que pretenda por ahora ser su esposo. A pesar de su ingratitud e inconstancia; ama al señor de Monsonís, y no le olvidara en dos días: me parece algo terca la señorita, y calculo que el trabajo empleado para convencerla de su infidelidad es muy poco, si se compara con el que ser a preciso para hacerla entrar en la segunda parte de ese vuestro plan, lleno de madurez y de prudencia.

-Mucha hemos de tener nosotros -expuso el Verde- para conseguir mi objeto, y desde luego- resuelvo retardar su ejecución algún tiempo; mas creo indispensable no olvidarlo, ni despreciar la ocasión favorable de darle a entender mis deseos absolutamente encaminados a su felicidad venidera. Vuestra sabiduría, oh padre, vuestra elocuencia, vuestra honradez, vuestra acreditada madurez, han de ocuparse en esto con ahínco. Se trata del honor de mi casa, de dar a Matilde un esposo que, sin mengua de ninguna de las dos partes, pueda convenirla, y se trata del bien de vuestro monasterio, al cual le quedará de Arnaldo de Sangumí una eterna memoria, capaz de probar que no ha sido ingrato a uno de sus individuos.

-Si se tratara -observó el monje- de mi interés, desde ahora os rogaría que suprimierais la última de las razones manifestadas; pero no me es posible desatender las ventajas de mi monasterio, y os confieso que vuestras promesas me llenan de consuelo. Bien notorias tenemos ya de las cristiana largueza de vuestros respetables padres, y sería una injuria suponer que su noble hijo ha de separarse de las huellas que le dejaron trazadas. Esto mismo me obliga más y más a no olvidar los verdaderos intereses de una casa y familia a la que tanto debemos, y justo es que contéis conmigo para cuanto pueda contribuir a tan laudables objetos.

-Estoy bien seguro de vuestra cooperación -contestó Arnaldo-; y os he dado una prueba de ello eligiéndoos para un asunto de tal importancia; así espero que cuanto antes os trasladéis a mi castillo para discernir de común acuerdo el modo de llevar a cabo mis planes.

Despidiéronse con mutuas demostraciones de amistad estos dos personajes, que recíprocamente se detestaban y hacían lo posible para engañarse.

-Sírvame cuando le necesito -decía el de Sangumí-; yo sé que es un hombre detestable que tiene mal corazón, y que no le guía más que el interés; pero mientras pueda serme útil, fuerza es sacar partido de esos mismos defectos. Lo tengo ya comprometido, lo he hecho odioso a mi hermana, lo será igualmente a Gualterio, y si me conviene lo perseguiré yo también en compañía de ambos, so pretexto de haber usado falsamente de mi nombre, si acaso dijo a Matilde que la desengañaba por encargo mío. A lo menos gozo con la idea de haberle engañado; conocerá algún día que los hay más ladinos que él; y si las cosas no anduvieran a mi gusto o supiese volver contra mí la pelota que le he arrojado, no es difícil deshacerse de su persona en la época en que vivimos.

Al mismo tiempo se encaminaba muy satisfecho hacia su monasterio el hipócrita religioso.

-Estos caballeros -discurría para sus adentros- se figuran que todos los hombres están bajo las órdenes suyas. Por de pronto, ya sabe Matilde que no fui más que un enviado de su hermano, y creo muy oportuno dar noticia de cuanto pasa al anciano Romualdo de Monsonís para que me vaya poniendo en buen lugar con el atolondrado de su hijo. Estos jóvenes son terribles y más los que vienen de Asia, en donde han estado siete años mandando a su gusto, y disponiendo de las vidas ajenas a fuer de conquistadores. Sin embargo, no sé a punto fijo lo que hay de cierto en todas estas cosas. Ello puede ser que la señorita de Sangumí haya contraído relaciones amorosas con el mozalbete de quien me ha hablado Arnaldo, porque al fin la niña ya tiene sus veinte años y un querido ausente no es gran dique para el tierno corazón de una joven; y no hay dificultad en creer que Gualterio, lejos de despreciar el tiempo en sus andanzas, haya enamorado no a una sino a cien mahometanas. Esto ni más ni menos puede haber sucedido; pero no es imposible que todo ello no pase de un embuste forjado por el tal Arnaldo con el objeto de trastornar el casamiento de su hermana y alzarse con todos los bienes de la casa. Al anciano Romualdo no puedo hablarle ni una palabra de las calaveradas de su hijo, porque si luego resultasen calumniosas, no saldría yo muy bien librado de semejantes enredos; en lo que no hay obstáculo es en insinuarle los amores de Matilde, suponiendo no haber llegado a mi noticia con mucha reserva, y que no llevo más objeto que ponerle al corriente de lo que pasa, para que, como interesado en cuanto pertenece a su hijo, averigüe, inquiera, y tenga al fin exacto conocimiento de este enmarañado negocio.

Con tales ideas, y formado ya su diabólico plan, sólo pensó el padre Asberto en trasladarse al castillo de Monsonís, pasando antes por el monasterio a fin de dar cuenta de su persona, pedir nueva licencia al prelado, y disponerse con más calma, meditación y espacio a llevar a cabo sus intrigas. Más impaciente Arnaldo habíase dirigido el mismo día al monasterio de Santa Cecilia; pero con mengua del prestigio que le daban su alcurnia y sus riquezas, y a pesar de que su fina política descendió a los ruegos, no pudo conseguir que la respetable abadesa le dejara ver a su hermana.

-Respetad su dolor, noble caballero -decía la compasiva señora-, Matilde está verdaderamente afligida, y necesita un desahogo de algún tiempo para con menos alteración detenerse a contemplar el cambio de su suerte. Las noticias que en vuestro nombre le trajo el padre Asberto han causado profunda herida en su pecho, y a la verdad que si conociera mejor el mundo o escuchara mis consejos, no le daría seguramente tanta importancia, pues tengo por falso lo del caballero de Monsonís que se ha contado en estos días. Es un joven muy noble, muy cristiano, y si ha padecido algún extravío, él arreglará su conciencia, y se acordará de sus promesas.

Cada palabra de la monja arrancaba una secreta maldición a Arnaldo; pero disimulando su disgusto, contestó con serenidad:

-¡Ojalá fuese así!, respetable señora; pero he sido testigo de su conducta, y os aseguro que aun cuando arrepentido de veras, volviera con pretensiones a la mano de Matilde; opondría yo toda la resistencia imaginable, pues amo demasiado a esa joven para dejarla a merced de un hombre cuyos defectos me obliga a callar la caridad cristiana.

-Hacéis bien -le interrumpió la abadesa-; y este silencio tiene doble mérito, porque se trata de un hombre a quien no os une la amistad que tuvisteis en vuestros primeros años. Ha habido al menos entre ambos algunas escenas que no indican mucho cariño, siendo un indicio de ello el hecho de haberos venido vos dejándolo a él en Constantinopla.

-En cuanto a nuestra amistad, señora -repuso Arnaldo-, creed que media la misma de siempre; sólo la emulación de las armas, el deseo de la gloria habrá presentado tal vez las apariencias de alguna rivalidad entre los dos; pero en el fondo somos amigos y nos queremos y en orden a haberle dejado en Constantinopla, su posición no le permitía seguirme, ni era justo que tardase yo más en dar la vuelta a mi patria.

-¿Y vos pensáis -preguntó la abadesa- llevaros a Matilde y disponer de su mano antes de esperar la venida de Gualterio, o antes al menos de saber lo que resuelva para más adelante?

-¿Y pensáis vos -preguntó a su vez el de Sangumí- que estoy yo en el caso de hacer que dependa la suerte de Matilde de la voluntad de Monsonís? Hay en la corte mil jóvenes caballeros, nobles, ricos, incapaces de cederle en valor a ese paladín enamorado, que aspirarán a la mano de mi hermana, y si ella lo quisiere, la disputarán a muerte en campo libre.

-No permita Dios que tal suceda -exclamó la buena religiosa-; no quiera el cielo que nadie se mate por casarse con esa señorita, y en cuanto a ella me parece que tampoco lo desea. Por lo demás, no puedo yo dudar que Matilde es digna de enlazarse con las primeras familias de Cataluña; sólo quisiera, señor, que no precipitaseis este paso, y que ante todo explorarais la voluntad de esa joven.

-Lejos de mí -protestó el Verde-, nadie la obligará; y aun para tratar formalmente de negocio de tanta importancia, estoy resuelto a esperar una insinuación de su parte, tan lejos de conducirme precipitadamente.

La campana llamó a las monjas a sus piadosos ejercicios, y puso fin a este razonamiento del que no quedó satisfecho ninguno de los dos interlocutores. Traslucía la abadesa todo lo que realmente se maquinaba, y no era difícil para Arnaldo conocer que se entreveían sus secretos y sus intrigas, preparándose una resistencia que no había temido. Sin embargo, inspirábanle confianza su poder y sus riquezas, y más que todo, el despotismo y la tiranía con que resolvió vencer la obstinación de la heredera.



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