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   Vedendo quivi comparir repente
L'insolite arme, sbigottir'costoro.


TASSO.                


En la ermita de San Pedro aguardan a Gualterio dos pajes, uno de los cuales es asiático y está a su servicio desde poco tiempo antes que emprendiera el viaje de vuelta a Europa. El sarraceno se halla en la tierna edad de dieciocho años, y su color que pudiera ser menos prieto, no rebaja la perfección de sus facciones, ni la belleza de su rostro.

Vestido con lujo, y contristado al parecer por algún pesar interno, tomárasele por el mismo Ganímedes arrojado de la mesa de los dioses, o por el huérfano de Saara perdido en el mundo, o por el paje de Citera, lamentándose de la ausencia de la extraviada diosa. La seductora idea que de él se forma al verle, está en abierta contradicción con su carácter, cuyas bases son la audacia, la crueldad y el orgullo. En medio de estos vicios, ama en extremo a Monsonís, y en las empresas de grandes riesgos siempre el caballero ha contado con su compañía, prefiriéndola a la de sus restantes servidores. Para lo que medita no era fácil hallar otra más a propósito, pues los objetos de la religión cristiana y los edificios destinados a su culto no sólo no le imponen respeto, sino que los mira con horror y desprecio como acérrimo sectario de Mahoma: así es que si abandona alguna vez el turbante para arreglar su vestido al de los otros pajes, en todo lo demás es tan musulmán como antes de salir de su patria.

-¡Ismael! -le dice Gualterio al llegar a la ermita-; apareja los caballos, y junto con Ernesto y Gerardo prepárate a seguirme.

-Oír es obedecer -contestó el paje-; y ayudado por sus compañeros pone en ejecución las órdenes de su señor.

Esperando éste que todo esté dispuesto para la marcha, da, entre tanto, precipitados paseos por delante de la ermita, y se ocupa en calcular el modo que más airoso podrá sacarle del proyecto, para cuya ejecución ha venido a este lugar solitario.

Si la oscuridad de la noche no ocultara a Gualterio, viérase en él a un joven de veintinueve años, de grande estatura y frente alta y despejada, siendo en todo lo demás tan conforme con su hermana Casilda, que bien se conocía a tiro de ballesta que debían el ser a una misma madre. Sus formas eran mayores y más abultados sus músculos, cual convenía a su gallarda talla; pero el color blanco, el cabello rubio, los ojos azules y brillantes, y la sonrisa de los labios eran los mismos que se observaban en el agraciado rostro de la hija de Romualdo. En el asalto de Jerusalén había rozado su mejilla derecha la punta de una saeta, cuya herida si bien fue poco considerable, dejó impresa debajo del ojo una estrecha cicatriz que no debía borrarse en toda la vida. La fuerza era uno de los dones con que la naturaleza le había favorecido; pero lejos de tener por ello un carácter orgulloso e insultante, portábase con todo el mundo como si no pudiera contar con aquel poderoso recurso, que en su tiempo decidía las más veces de la suerte de los hombres, y les procuraba duradera fama y universal respeto. Amable hasta con sus mismos criados, era generalmente querido, y con facilidad se le perdonaban los repentinos accesos de cólera que le encendían tal cual vez por causa liviana, en gracia de la prontitud con que eran disipados y del cariño con que trataba a la misma persona contra quien los dirigiera. Por lo demás, su carácter era bueno, aunque terco, y lo más notable de él fue siempre la infatigable constancia con que trabajaba para el logro del objeto que una vez se había propuesto. En tales casos nada le arredraba, y no contento con olvidar los peligros, se disponía a arrojarse en medio de ellos aun cuando supiera que debiesen costarle la vida. La intemperie, las vigilias, las privaciones de toda clase y las fatigas, no causaban más impresión en su físico que molestia a su ánimo; y después de haber salido rota quizá la armadura, se le vio tomar un caballo descansado, y fatigarlo a puro correr por entre peñascos y precipicios. La noche del mismo día en que los cristianos entraron en Jerusalén, herido en el rostro y en el pecho y después de pelear todo el día, no quiso tomar alimento ni descanso hasta que hubo pasado más de una hora probando el temple y la fuerza de cimitarras y espadas cogidas entre los despojos de los vencidos. Con harta dificultad dejose al fin catar la herida y desarmarse para dormir cómodamente. Dentro de aquella armazón robusta y dura palpitaba, sin embargo, un corazón tierno, amoroso hasta el entusiasmo, ardiente como un volcán, y susceptible de todas las impresiones dulces. La ausencia no había apagado ni una chispa del cariño que profesaba a Matilde, y al volver a Europa era con respecto a esto el mismo hombre que de ella se marchara. Conocía muy bien a Arnaldo, sabía de cuánto era capaz su ambicioso pecho, y por lo mismo al oír a Casilda, encendiose su sangre y juró vengarse y arrancar de su encierro a la heredera de Sangumí, aun cuando debiese morir en el empeño. Para lograrlo discurría a la sazón de que vamos hablando los medios de que era preciso echar mano.

Apenas había dado orden a Ismael para que ensillase los caballos, cuando llamándole a sí, le comunicó parte del proyecto. Nada respondió el musulmán; no hizo objeción alguna, ni aun con gestos dio señal de aprobar o de reprochar las ideas de su amo. Cuando éste quiso saber cómo opinaba el paje, breve en todos sus razonamientos, se contentó con decirle:

-Oír es obedecer, mi vida es de mi señor, y su voluntad el camino que debe recorrer este servidor suyo.

Bastole al caballero esta respuesta; le mandó retirarse indicándole que llamaría cuando fuera la hora de la partida, y siguió su paseo por delante de la ermita.

Ernesto de Otranto era muy querido de Monsonís, el depositario de los secretos de su corazón y de todos sus proyectos. Era valiente y estaba pronto a las órdenes de Gualterio; pero no tenía aquel arrojo ciego de Ismael, que ni inquiría las causas de los mandatos que se le daban ni calculaba sus resultados. El de Otranto era un compañero dispuesto a exponer la vida para defender la de su amigo, que se lanza a un riesgo cuyo resultado es incierto; Ismael era un perro de presa que al momento de ver al enemigo se precipita sobre él enseñándole todas sus armas, sin calcular, sin temer, sin esperar cosa alguna. Ernesto era un servidor, Ismael un esclavo. Las confianzas que el del Ciervo hacia al segundo no despertaban los celos del primero, porque, prescindiendo de que no los hay de mayor a menor, entendíasele que los secretos de que se hacía parte eran de carácter más noble. Con él se pensaba, se discutía, se tomaba tal vez consejo, cuando a Ismael sólo se le mandaba. Gerardo lo veía todo, sin envidiar a los otros dos; conocía su posición, y era feliz en ella; no obstante, gracias a sus buenas puntas de bellaco, divertíase quizá a costa del asiático, disputando con él por cosas que las más de las veces valían bien poco la pena de añascarse.

-¿Qué novedad tenemos Ismael? -le preguntó al entrar de nuevo en la ermita.

-Ninguna -satisfizo el árabe.

- Pues yo rastreo que ha de haberlas -observó Gerardo-; tu conferencia con el caballero así lo indica, pues ya sabemos que el amo nunca habla en balde.

-Tú al menos lo crees así -repuso el mozo con picaresca sonrisa.

-Y creo bien -siguió el otro-; mas si es cosa de secreto, guárdalo, enhorabuena, pues yo no trato de sacarte las palabras del buche. He preguntado para saber y nada más: ya te harás cargo de que tomaría mal siniestro si quisiera averiguar las cosas del señor de Monsonís.

-Tú no eres curioso -repuso Ismael-; sólo preguntas para saber.

-Cierto -insistió el cristiano-; pero los hombres como tú también afectan muchas veces secretos que no se les confían, así, como si dijéramos para darse alguna importancia.

Ya centelleaban los ojos del irritante paje, y a través de su cutis culumbrábase el color encendido de la ira.

-Si no te place -respondió a su interlocutor-, ya sabes lo que te toca; o calla, o arma tu brazo.

-¡Bravo, bravo! -atajole éste-: orgulloso y valiente, tienes dos bellas circunstancias para cuando estés armado caballero.

-Ahora mismo puedo hacer uso de entrambas -exclamó el hijo de Agar-, mucho más habiéndomelas con un igual mío.

-¡Igual tuyo! -exclamó Gerardo-: ¿Te olvidas acaso de que eres un perro descreído, un judío, un hereje y un demonio en carne humana?

Púsose de por medio Ernesto, y no hubiera quizá logrado calmar tan pronto la contienda a no venir en su auxilio la voz de Gualterio que impuso repentino silencio a todos.

-¡Los caballos! -gritó el de Monsonís-

Y en menos de dos minutos estuvieron los tres servidores fuera de la ermita con los cuatro bridones de la rienda.

-¡Ernesto! Ven a mi lado -continuó después de montar en el suyo-; y vosotros seguid y sírvaos de advertencia que no quiero más ruido que el de las pisadas.

Ordenáronse como acabada de mandárseles, y emprendieron la ruta que sólo sabía el hermano de Casilda.

Al pie de una colina y en el valle por donde se deslizan las aguas del río Cavo, a una legua del lugar de Castellbó, muy cerca de Pallarols, y en el territorio conocido con el nombre de Casovall, descollaba a principios del siglo XII el monasterio de monjas de Santa Cecilia. Debíase su fundación al piadoso Edifredo, quien después de haber vivido entre el estrépito de las armas a fines del siglo VII, en que sólo resonaba por Cataluña el clarín de las batallas, quiso retirarse a más pacífica vida, y combatir con la oración y la penitencia al enemigo de nuestras almas. Talado el espeso bosque y desmontadas las tierras del espacio que eligiera para su nueva morada, edificó en compañía de algunos otros varones aquella pasa de devoción y de recogimiento. Grande fue la importancia que en breve espacio adquiriera el monasterio, pues las larguezas de algunos magnates y las piadosas ofrendas con que le acudieron los catalanes, habían puesto a los monjes en el caso de tener pingües bienes, mozos, esclavos y aun por vasallos a pueblos enteros. Las señaladas mercedes que el rey Carlos Magno concedió a los ruegos del abad Edifredo (de que se ve una exacta relación en las patentes reales dadas en la villa de Tortuaria a los 25 de agosto del tercer año de su reinado), bastan para concebir una exacta idea de la consideración que disfrutaba. La rígida y monástica disciplina observada desde sus principios en el monasterio, fue relajándose de poco en poco, hasta que la infame simonía, extendida desde la mitad del siglo XI por el principado, perdió de todo punto la santidad y buenas costumbres de los monjes, cual en otras casas de religiosos sucedía. El insigne conde de Urgel, Armengol de Gerb, tan grande protector de la religión como inflexible contrario de la impiedad y del vicio, no pudo tolerar tales demasías, fáciles, además, de arraigarse en todo el territorio de su condado. Con el objeto, pues, de curar radicalmente estos males, que iban ya envejeciendo, llamó al obispo Amat, legado del Papa, suplicándole que se sirviera hacer las oportunas mejoras, de modo que no fueran más ejemplo de escándalo aquellas casas que debían darlo de la piedad y de las virtudes. Sus ruegos fueron escuchados; y venido a la ciudad de Urgel, empezó a entender desde luego en la reforma de los monasterios de San Saturnino, San Andrés y S. Lorenzo, y en particular del de Santa Cecilia. Como fuese éste el que más estragadísimo estaba y conviniera también en el condado una mansión donde pudieran recogerse las damas y señoras principales, extinguiose el oficio de abad y el de los otros monjes, convirtiendo la casa en monasterio de monjas del mismo orden de San Benito. A los ruegos de Armengol y de su esposa Lucía, concedió la venerable Eliarda, abadesa de San Pedro de las Puellas de Barcelona, algunas reliquias al de Santa Cecilia, en cuya compensación dispusieron los condes que aquel retiro de vírgenes quedase sujeto a la referida prelada. En 23 de julio de 1079 se verificó la traslación solemne, con asistencia de los condes y de otros muy principales caballeros, levantándose de todo un auto e instrumento público que minuciosamente explica el hecho y los antecedentes. Después de no pocos años aconteció (según tradición de los habitantes del país, conservada hasta nuestros días) el quedar una sola monja, por cuyo motivo, extinguiéndose la casa, se aplicaron sus rentas y bienes a la colegiata de Castellbó4, y perdiose para siempre aquel antiguo y célebre monasterio, del que sólo nos quedan solitarios y venerables restos. Asaz lejos todavía de este último y lastimoso estado, hallábase abundante en riquezas y gozaba de singular reputación en la época a que nos referimos. El país árido y montañoso sobre que fuera edificado, no permitía jardines ni anchurosas calles que desde mucha distancia pudieran dar al romero ventajosa idea del convento; mas la fama de sus crecidas rentas, de la nobleza de las señoras que buscaban en él un baluarte contra los peligros del mundo, y la rigidez de costumbres restablecida con la ausencia de los monjes, inspiraban cierta veneración y respeto, que tenía a las religiosas al abrigo de todo insulto y hasta al de la maledicencia. La aspereza de su situación hacíale, además, muy poco frecuentado; y, por lo mismo, la soledad y el silencio que en él perfectamente moraban detenían cualquier malvada intento, forzando a recogerse al espíritu más distraído. Una alta tapia, que partiendo desde dos de los cuatro ángulos del edificio iban a formar un espacioso cuadrilongo con una de sus fachadas laterales, indicaba el grandor del huerto, cultivado con esmero por el viejo Damián, cuya casita estaba incluida en el recinto y que era el único hombre que observase de cerca la ejemplar piedad de aquellas vírgenes.

A la humilde habitación del hortelano llegó nuestro caballero a los tres días de salir de su castillo, y a tiempo que había más de dos horas que desapareciera el sol del horizonte. Si el anciano labrador no hubiera estado en antecedentes, vanamente habría propuesto el del Ciervo los más ventajosos partidos; pero gracias a su curiosidad, no le cogió de sorpresa la visita de Monsonís, se puso de su parte a breve rato, y con tan inesperado auxilio se disponía el joven a llevar a cabo su arriesgada empresa. La noche era calurosa y serena, y brillaba con todo su resplandor el astro de la melancolía. Sus plateados rayos daban de lleno en las aguas del grande estanque que se veía en el centro de la huerta, haciendo algunas veces el suave movimiento de las aguas que desapareciera la imagen de las estrellas, reflejadas, otras, en lo más profundo de su seno. El aire no combatía las hojas de los árboles, de modo que reinara un absoluto silencio si el agorero graznido de una corneja, perpetua moradora de la torre de la iglesia, no se hiciera oír desde muy lejos anunciando al parecer borrascas o fatales acontecimientos. El cielo, sin embargo, no justificaba sus vaticinios, por más que coincidiese con ellos el incómodo graznido de las numerosas ranas que saltaron fuera del agua en aquella hora de seguridad y de reposo. El lento y breve toque de una campana advirtió entonces a las monjas que debían juntarse en el coro para dirigir al cielo la última prez de aquel día. Desde el lugar en que estaba escondido el caballero, oíase claramente el ruido de las puertas que cada religiosa iba entornando, y a encontrarse abiertas las ventanas pudiera divisar el débil resplandor de la linterna que alumbraba sus pasos al cruzar los corredores.

-¿Distinguís la voz de la señora -preguntó el hortelano- entre las que el eco trae a este sitio?

-No por cierto -dijo Gualterio-; el confuso murmullo que aquí llega no me permite hacer tal diferencia, mucho más cuando debe haber sufrido notable mudanza desde que no la oigo. Juzgo que éste es el momento propicio, recuerdo bien tus instrucciones, y te aseguro que no me perderé en ese laberinto de galerías. Supuesto que desde el coro van al refectorio, yo aguardaré en la sala inmediata a éste, y cuando pasen por el corredor de abajo, desde lejos les haré oír mi voz, y desvaneceré su temor indicándoles el motivo de mi venida.

-Por Dios, señor -replicó Damián-, que procuréis no asustarlas; la madre abadesa es mujer de mucho valor, y a ella debéis dirigiros, o a la señora, que conociéndoos al instante, podrá tranquilizar a las otras.

-No temas -le aseguró el del Ciervo-; ni trato de asustar ni de hacer traición a tu confianza: recibirás de mí mayor recompensa de la que ahora me han permitido las circunstancias, y la misma Matilde será contigo generosa por haber contribuido a sacarla de la fatal situación en que se halla, según dices tú mismo.

-No hay duda -observó el rústico-: en todos sus paseos por la huerta ha dado indicios de su pesar, y ya os he dicho su repetido encargo de que si casualmente pasase por la aldea inmediata un caballero de vuestra figura con un ciervo pintado en el escudo, le manifestase la violencia que en este lugar sufre y le sirviera para el logro de sus proyectos. Os conocí al veros, y sois, sin duda, el que ella aguarda, y no el otro caballero que con mucha frecuencia viene por acá, acompañado tal vez por él padre Asberto. Hace algún tiempo que la señora nada me habla de vos, y aun han pasado bastantes días sin verla; pero como la semana ha estado lluviosa en extremo, tampoco me admira que no haya venido a esparcirse por la huerta.

-Dices bien -razonó Monsonís-; las circunstancias no han auxiliado sus deseos; de todos modos, yo soy el cabal de quien te hablaba: así puedes estar seguro de mi secreto, de mi generosidad para contigo, y de la palabra y fe de caballero que te he dado de no entrar aquí sino con el objeto de saber por qué está en el monasterio Matilde, quién la ha traído, y cuánta precisamente tenga relación con su suerte. Ve a prevenir a los criados que estén dispuestos como les he mandado; y vuelve al momento a este sitio a esperar mi salida; que retardaré lo menos posible.

Marchose el hortelano, y Gualterio, penetrando con bastante trabajo por la ventana que aquel le indicara, se encontró en la parte interior del locutorio. Si las monjas no hubieran estado en el coro, el ruido que hizo su armadura bastara a empavorecerlas a todas; pero su devoción era demasiado fervorosa, harto fuertes sus voces, y mucha la distancia para que advirtieran cosa alguna. Sin embargo, el guerrero se mantuvo un rato quieto y aun agachado para observar si su introducción había sido notada; mas convencido de que no ocurría novedad alguna, emprendió el camino explicado por Damián, dirigiéndose hacia la sala inmediata al refectorio.

Cerca estaba de ella cuando cruzó a poca distancia suya una monja con un cesto lleno de panes, que indicaba debían servir para la cena de la comunidad. Por fortuna suya iba siguiendo con la voz el salmodio del coro, si bien no podemos asegurar que repitiera las mismas palabras, pues las religiosas de la clase a que pertenecía no suelen ni tienen obligación de saberlas. Al divisarla, detúvose repentinamente Monsonís, y sin ser visto, luego que hubo pasado siguió su ruta hasta llegar a la pieza donde resolviera colocarse. Alumbrábala una lámpara sostenida por un aro de hierro clavado en la pared, y su quieta llama permitía distinguir con bastante claridad los objetos. Un gran cuadro colgado encima de la puerta fijó las miradas de Gualterio, y no le fue difícil conocer que representaba el asalto de Jerusalén por los guerreros de la Cruzada. Por grande que fuese su sorpresa al tropezar con aquella imagen, mayores eran sin duda la atención y el placer con que la miraba: parecíale reconocer en los paladines pintados a todos los compañeros de sus fatigas, y en particular a Raimundo, conde de Tolosa, cuando seguido de los suyos corría adentro de la ciudad en la puerta de San Esteban, que acababa de romper a hachazos el pío Tancredo: veía a este jefe, cubierto de sangre y rota la armadura, penetrar por entre las filas de los musulmanes, blandir intrépido su espada, y ofrecer el ejemplo del valor y del arrojo; y más de una lágrima se asomó a sus párpados al recordar aquel día, y a los amigos que en el asalto perecieron.

-¡Oh tú, quien quiera que seas -decía entre sí mismo-, el que has eternizado nuestros trofeos! Yo te doy gracias por tu esmero en transmitirlos a la posteridad, y más ardientes te las rindo todavía porque quizá los ojos de Matilde se han clavado más de una vez en tu obra, y ha creído divisar entre los cruzados a su Gualterio. Sí, allí estaba yo con mis hermanos de armas, allí combatía, y la memoria de mi amada daba fuerzas a mi brazo, y entusiasmo a mi corazón; ella me conducía a la gloria, y derramaba gustoso mi sangre por la causa de la religión, y para hacerme digno de su mano; allí se vieron los valientes; allí se conoció el esfuerzo de los catalanes y su serenidad en el combate; yo los veo todavía; sí, he aquí a Guillermo de Queralt escalando la muralla sin que pueda detenerle la lluvia de piedras ni la tempestad de las flechas; no desconozco a Gerardo Ribelles, que deja caer el puente sobre la muralla, y se dispone a atravesarlo cuando todavía está colgante. ¡Oh tú, bravo Requeséns que yaces tendido en el foso! Yo te perdono las calumnias que alguna vez me levantaste; sí, te perdono de corazón. ¡Generoso Moncada!, has sido fielmente retratado, pues no caíste del caballo hasta que tu brazo no podía menearse por falta de sangre; recuerdo tus últimas palabras y entregaré a tu padre la espada que me encomendaste a todos os tengo presentes; allí, acá, sí, a todos os veo y os conozco y os hablo todavía. ¡Ínclitos compañeros! -exclamó ardiendo de entusiasmo y sin acordarse del lugar en que estaba-; toda la cristiandad ha agradecido vuestros trabajos, y si algunos habéis muerto, será eterna vuestra fama, y pasará a vuestros hijos la gloria que adquiristeis; no más yacerá...

Una punta de la capa mató la luz al levantar los brazos; repentinamente cesó el canto de las monjas, y el caballero, vuelto a su acuerdo, arrimose a un ángulo de la pieza, esperando el momento preciso de descubrirse.

En efecto, pareció a breve rato la respetable abadesa al frente de las súbditas; y su absoluto silencio, su paso grave y la seguridad con que las veía marchar hacia el refectorio, forzáronle mal de su grado a mantenerse oculto.

Y no sólo se contuvo, sino que deliberó un instante si llevaría a cabo su resolución, o si era más prudente retirarse otra vez sin dar aquel fatal susto a las piadosas vírgenes; pero se trataba de Matilde, de la felicidad de toda su vida, y el temor de las religiosas sólo podía ser instantáneo, porque al punto declararía su objeto. No extrañó no ver a su amada, pues ya Damián le había instruido de que no más se juntaba con la comunidad que para los actos de devoción. Resuelto, pues, a salir de una vez de tan penoso estado, detúvose un poco para dar tiempo a que comenzase la cena; apenas resonaba la voz de la novicia que leía de pie en el centro de la pieza, cuando, abriendo súbitamente la entornada puerta, cubierto con la armadura y con el yelmo se presentó en medio del refectorio. Imposible nos será explicar el efecto que su aparición produjo en todas las religiosas, y es fácil, además, que cualquiera se forme de ello una justa idea. Un grito general retumbó por las bóvedas de todo el monasterio, y los infinitos alaridos que siguieron no dejaban un instante de silencio. La joven lectora soltó el manuscrito de las manos, y fue corriendo y temblorosa hacia la testera de la mesa que ocupaba la superiora, a cuyo alrededor estaban cosidas las restantes hermanas. Vinieron al suelo muchos de los utensilios de las mesas, apagáronse algunas luces; veíase a una monja alzando las manos al cielo, acurrucábanse otras debajo de los asientos, cubríanse aquella el rostro con el velo, santiguábase esta sospechando que se hubiera presentado el mismo demonio en figura de caballero; y todas rogaban fervorosamente a Dios que de tal conflicto las sacara.

Gualterio, para quien el miedo era cosa desconocida, no pudo jamás figurarse causarles tanto espanto su presencia; y entonces se arrepintió de veras de haber dado aquel paso. A fin de asegurarlas tomaba mil actitudes suplicantes, dirigíales mil excusas y protestas; rogábales que se tranquilizasen y le escucharan; mas, aunque procuraba dulcificar su varonil voz, nunca se había oído cosa semejante en aquel lugar; y las monjas interpretaron sus palabras por amenazas. No sabiendo ya que hacerse, retrocedió hasta la misma puerta, puso la espada en el suelo con el menor ruido posible, y descubrió enteramente su cabeza, colocando el yelmo sobre un banco. Los rubios cabellos descendieron por su rostro y espalda, dio a su fisonomía el aire más pacífico que supo, juntó sus manos en acto suplicante, y tantas demostraciones lograron en fin, sosegar un poco e imponer silencio, a las atemorizadas religiosas.

Iba a aprovecharlo Monsonís para calmarlas, cuando la abadesa, que luego sospechó quién pudiera ser, y por lo mismo le fue fácil recobrar su valor y serenidad naturales, alzándose del asiento dirigile estas palabras:

-Ante todo, caballero, espero que me digáis quién sois, cómo os introdujisteis en este lugar, y con qué objeto habéis cometido tan execrable delito.

-Nada temáis, señora -repuso con sosiego el del Ciervo-: soy Gualterio de Monsonís; mi objeto es ver a Matilde de Sangumí, y ya podéis calcular que he penetrado aquí furtivamente. Me confieso culpable; pero si vos, respetable señora, me conocéis y os servís deponer el temor y escucharme a solas, sabréis las causas que he tenido para obrar de este modo y os parecerá más excusable.

-Realmente os conozco, señor de Monsonís -dijo la prelada-: vuestro rostro revela vuestra familia, y esta es una razón para que admire más semejante comportamiento. De un caballero cristiano mal podía temerse este atentado; y mucho menos de quien viene de conquistar los Santos Lugares, tan extraña falta de respeto hacia los que sirven de asilo a las vírgenes consagradas a la devoción y a la penitencia. No sé que podéis decirme que sea capaz de justificaros; sin embargo, quiero oíros, y aún me atreveré a señalar el camino que es forzoso adoptéis para expiar vuestra culpa. Cubrid otra vez el rostro, tomad la espada y seguidme.

Las religiosas, que habían vuelto a ocupar sus asientos, al oír la determinación de la superiora, trataron de resistirla, y levantándose todas a un tiempo se interpusieron entre ella y el caballero.

-No temáis, hermanas -les dijo con el tono de la seguridad-; conozco cuál es el objeto que trae acá al señor de Monsonís, y espero que se retirará tranquilamente: Venid al locutorio, y a vuestra vista podremos los dos hablar en secreto. Salieron todas; y precedidas por la abadesa y por Gualterio, se encaminaron al lugar indicado por la primera. Nuestros lectores podrán figurarse el chocante aspecto que presentaba nuestro paladín colocado al frente de dieciocho monjas. Con el yelmo en la mano, excedía en más de un palmo a todas ellas; y el crujido que a cada paso daba su armadura era tan extraño en aquel lugar, que hasta las bóvedas de los corredores se resistían a repetirlo, sin embargo, de resonar en ellas los pasos de las vírgenes, y el débil ruido que podían causar en el edificio. Depuesto ya el temor, caminaban tranquilas, y aun le iban perdonando a Gualterio el terrible espanto que las causara, en gracia de los trabajos que habría padecido en la conquista de la Tierra Santa. Mirábanle ya con algún respeto y aun con cierta envidia piadosa; y si dio alguna de ellas en la verdadera causa de su venida a aquel sitio, procuró desechar con prisa semejante idea, como sobradamente mundana, y ajena de su carácter y estado.

En un rincón del locutorio sentáronse los dos personajes, y el séquito restante se fue acomodando a calculada distancia para ver sin escuchar cosa alguna.

-Señor caballero -dijo la abadesa-: si mal no he comprendido vuestras palabras, el deseo de saber de Matilde de Sangumí os trae a esta casa.

-Precisamente, señora, éste es mi único objeto. Me consta que a pesar suyo está encerrada en este monasterio; y yo, su futuro esposo, vengo a reclamarla y resuelto a conducirla conmigo, si ella lo quiere.

-Tengo noticia -interrumpió la respetable monja- de las relaciones que median entre los dos, y os dispenso de una explicación que no corresponde ni a este lugar ni a mi carácter; pero en orden a la señora, debo deciros sin rodeos que hace dos días la sacó su hermano de este monasterio para llevarla a Barcelona. Por lo mismo, podéis retiraros y buscar a un sacerdote que os imponga la debida penitencia en expiación de vuestra falta.

Nada en el mundo había causado en Gualterio de Monsonís la impresión que produjeron en su ánimo las palabras que acababa de escuchar. Quedose inmóvil, respiraba apenas; tenía los ojos fijos en el suelo, y su voz quedó suspensa entre el alma y la boca, como el blando arroyo detiene su curso en el momento en que le toca el hielo de fría noche. La abadesa tuvo compasión de él, y con afectuoso lenguaje procuraba darle valor, y disponerlo a oír otra nueva que a su entender debiera causarle aún mayor quebranto.

-Tenéis razón, señora -dijo al fin Gualterio-: es forzoso consolarme; siento el trastorno que he causado a vos y a vuestras hermanas; y os pido me perdonéis y roguéis a Dios que me perdone; corro en pos de Matilde, y más quiero tener que arrancarla de las manos de Arnaldo que de este santo asilo.

Y se alzó al momento, encaminándose a la ventana por donde había entrado.

-Deteneos -dijo la superiora-: oídme un instante, no sea que otra imprudencia labre la desgracia de Matilde. Yo la amo con el mayor cariño; sé cuáles eran sus deseos; tengo noticias de los empeños que os ligaban y me consta por qué razón la han sacado del encierro en que la tenían contra la voluntad: vos sólo podéis aclarar la misteriosa conducta de su hermano, pero es indispensable que seáis ingenuo. Por encargo de Arnaldo se ha indicado a su hermana que durante la guerra de Asia habíais olvidado vuestras promesas, y estabais muy poco dispuesto a cumplirlas. Una carta escrita por vos a vuestro padre ha contribuido a que Matilde lo creyera, y a que, ofreciendo obedecer a Arnaldo, fuese sacada de este convento y llevada a Barcelona con el objeto de unirla a un principal caballero de la corte.

-¿Y queréis que me detenga? -exclamó, furioso, Gualterio.

-Os lo ruego todavía -repuso con calma la abadesa-; por vuestro interés y por el de Matilde os lo ruego encarecidamente; de una palabra vuestra depende la dicha de ambos.

-Decid, decid, señora -repetía Gualterio-. ¿Qué queréis saber?

-Solamente -contestole- si es cierto lo que de vos se ha contado a Matilde: vuestra fe de caballero me basta para dar crédito a cuanto queráis decirme.

-Pues fe de caballero os doy -dijo Monsonís- de que han mentido y han engañado a Matilde, y de que sólo el deseo de cumplir la que a ella tenía dada, fue capaz de hacerme abandonar los Santos Lugares, para cuya libertad he derramado mi sangre.

-Dios os lo recompense -exclamó la abadesa-. Os creo, Gualterio; me son notorias las intrigas de Sangumí y el objeto que lleva en ellas, y vos y Matilde sois dignos de mejor suerte de la que se os prepara. Salid de este monasterio, esperad la mañana en otro sitio, y acudid al locutorio a las nueve de ella, si queréis salvar a vuestra esposa.

-¿Pero cómo es posible -insistió el del Ciervo- que pierda el tiempo en estos lugares mientras ella es conducida a donde debe jurar olvidarme para siempre?

-Me intereso en vuestra felicidad -repitió la buena madre-: Creedme, señor caballero; aguardad hasta mañana; no urge el tiempo como pensáis, y espero convenceros de ello si seguís mis consejos.

A su pesar, hubo de salir Monsonís por la puerta que abrió la abadesa misma, aunque, si hemos de decir la verdad, juró vengarse de ella, si llegaba a ser víctima de su condescendencia. Volvió a la casita del hortelano, y las religiosas, ya seguras, entraron también en sus aposentos a convalecer del pasado espanto. No fue tranquilo el sueño de todas, pues la impresión que habían sufrido sus ánimos bastó para reproducir imágenes desagradables que turbaron el reposo de no pocas.

La misma impaciencia que sufrió Gualterio mientras transcurrieron las horas que faltaban para acudir al lugar de la cita, mortificó lo restante de la noche a la madre abadesa, cuya previsión le hacía presagiar resultados bien fatales. Enterada del poder y de la riqueza de las dos familias de Monsonís y de Sangumí, con noticias positivas del violento carácter y del acreditado valor de Arnoldo y de Gualterio, no dudaba ya del vivo cariño que éste profesaba a Matilde, por más que le quedasen recelos acerca de la conducta que tuvo en Asia. Espantábala este cúmulo de circunstancias, mucho más previendo, que, al fin, había de acarrear infinitos sinsabores a la infeliz joven, inocente causa de tan imprevistos azares.

Antes de la hora señalada, habló en el locutorio con el caballero del Ciervo, a quien después de haberle dado algunas instrucciones importantes, entregó una carta para el padre Asberto, personaje que ya conocen nuestros lectores, cuyo corazón nunca sondeara a fondo la sencilla y confiada monja.

-En vuestro castillo encontraréis al padre; haced lo que él os prevenga, pues aquel santo varón no puede indicaros cosa alguna que no sea para vuestro mayor bien.

No convenía Gualterio con la superiora, pues en su concepto sólo podía el religioso indicarle su mayor bien, si le daba consejos y medios de impedir la unión de Matilde con otro caballero, consiguiendo que fuera su esposa. A pesar de la vehemente ansia de verla y de que su corazón le insinuaba que marchase a Barcelona, no pudo resistir el ansia de abrazar a su padre, y el recelo de que por otro conducto supiese su llegada antes de presentárselo, lo cual se deja discurrir cuan grave pesar debiera haber causado al cuidadoso anciano. Gualterio, como buen hijo, no trató de desechar de sí esta idea, no obstante de temer muy mucho que aquella dilación pudiese perjudicar los intereses de su amor; pero el castillo estaba cerca de la capital, y desde él no sería difícil proporcionarse las noticias que a sus intentos conviniera.

Emprendió, pues, la ruta con poquísima tranquilidad de ánimo, que más y más le iba faltando en el camino, pues no dudó de que al llegar a oídos del conde Pedro Ansúrez; abuelo y tutor del de Urgel, que a la sazón se hallaba en Castilla su introducción en el monasterio, no dejaría de reputarla por un delito, y de hacer sabedor de ello, a fuer de gobernador de los estados de su pupilo, al príncipe de los catalanes.

Mientras con tales pensamientos seguía velozmente su viaje, el padre Asberto corrió al castillo de Monsonís, y previno a Romualdo, con el objeto que no ha mucho indicamos, le reveló todo lo acaecido y los sucesivos planes de Arnaldo en orden a su hermana. El encierro de ésta en Santa Cecilia había trastornado de todo punto al señor de Monsonís, y las nuevas que le trajo el monje, lejos de calmarle, acrecentaron su pesadumbre, y trajeron zozobras terribles a su corazón. Desesperábale la ausencia de su hijo, pues bien sabía que sólo él era capaz de estorbar aquella infame intriga, cuyo éxito, siendo cuál esperaba el caballero Verde, debía exasperar a Gualterio, y destruir para siempre la tranquilidad de su familia.

En tales circunstancias determinó dar cuenta de todo al conde de Barcelona y a algunos amigos de la corte para lograr que don Ramón Berenguer pusiera invencible estorbo a los inicuos planes de Arnaldo. Gozaba el señor de Monsonís de grande valimiento entre los magnates; sus servicios habían sido de mucha cuantía; y Berenguer III recordaba lo que hizo Romualdo en favor de su padre, sin olvidar cuánto podía esperarse de su poder y riquezas. Habíale ya distinguido con frecuencia en la corte y fuera de ella; más de una vez fue su huésped en el castillo, y hallábase seguramente dispuesto a complacer al respetable anciano que con tanta justicia acudía a su autoridad para poner un freno a la ambición y a la tiranía.

El padre Asberto, bien enterado de los proyectos del de Sangumí y de las resoluciones de Matilde, juzgó que no era posible que aquél los llevase a efecto con la celeridad que Romualdo temía; y así le aconsejó que aguardase algunos días para ver el giro que irían tomando los negocios. En tal disposición estaban las cosas cuando el afligido padre salió de repente de todos los cuidados con la llegada de Gualterio.

Este dichoso accidente, lejos de causar el mismo efecto en el monje, hízole comprender que no sería tan fácil convencer al hijo como lo fue al padre; mas la carta de la abadesa de Santa Cecilia calmó algún tanto sus temores; conociendo que por entonces era más acertado y provechoso atenerse al partido de la razón y de la justicia, resolvió de buena fe declararse a favor de la familia de Monsonís, auxiliarla con todos los medios imaginables, y abandonar al caballero Verde a sí mismo, sacando ventaja de las confianzas que aún pudiera arrancarle. Gualterio, resuelto a seguir sus consejos, convino en quedarse en el castillo mientras el malvado religioso iba a Barcelona a escudriñar y a inquirir para vender después al mismo a quien prometiera amistad y auxilio.

Llegada bien pronto a oídos del conde Ansúrez la nueva del clandestino y violento asalto del monasterio de Santa Cecilia verificado por Gualterio, dirigió quejas en nombre de su nieto Armengol al poderoso Berenguer, rogándole que impusiera al osado mozo la severa pena que su irreligiosidad merecía. Terrible sensación causole al conde el desusado atrevimiento de Monsonís; y determinó castigarlo ya por lo que en sí era, ya por las relaciones que mediaban entre el tutor del conde de Urgel y con este mismo; y ya para probarle el interés con que le hacía mirar sus cosas la alianza recientemente hecha entre ambos con el objeto que más adelante veremos.

Toda la corte supo el escandaloso suceso; y cuando llegó a la capital el padre Asberto, el nombre de Gualterio iba de boca en boca con admiración y horror de los buenos. Aunque allá en su corazón daba poquísima importancia al acontecimiento, fingió un pasmo y terror que aventajaba por sí solo al de la corte entera. Resuelta, más que nunca, a seguir la suerte de la casa de Monsonís; creyó que se le presentaba ocasión de demostrar su ingenio y de hacer valer su importancia, tomando sobre sí el arduo empeño de sacar a Gualterio airoso de aquel apuro. No se le ocultaban las recompensas que podía esperar de semejante triunfo; y halagado por mil lisonjeras esperanzas, puso manos a la obra desde el mismo día, haciendo que Arnaldo llevase al castillo a Matilde, y que se suspendiera por entonces la ejecución de sus planes, ya que la casualidad ofrecía un medio inesperado de alcanzar sin violencia el fin apetecido.

Crédulo el caballero, restituyose con su hermana a Sangumí, a esperar la llegada del monje, de cuya cuenta corría trazarle la senda por donde dirigiera sus pasos. Algunos dio el religioso al punto mismo, no poco favorables a Gualterio; y satisfecho de sus primeras intrigas, corrió otra vez a la casa de Monsonís, callando oportunamente las fatales nuevas que en orden al hijo corrían en la capital, pero no la vuelta de Arnaldo y de Matilde al castillo ni el poco fruto que de aquel viaje sacara el primero. Llamando aparte a Gualterio, revelole las noticias quede su pasada conducta había dado Arnaldo; y le convenció de que una entrevista con Matilde era el primer golpe que debía dar en pro de sus intereses. Esperaba conducir la cosa de manera que en el mismo día en que Monsonís se hallara en el castillo de su amada, llegasen a él los emisarios del conde de Barcelona, mandándole presentarse en la corte para dar cuenta de su conducta en Santa Cecilia. De este modo hacía triunfar por un momento al de Sangumí y le arrancaba una recompensa; mientras que aquel aparato, ruidoso e imponente, daba más subido precio al buen éxito que creía lograr después de las cosas del hermano de Casilda.

Urdida, esta infame trama volvió a Barcelona, dijo el lugar en donde se hallaría Gualterio a los ocho días; vio a Sangumí, le hizo prometer que desde luego se trasladaría solo a la corte para estar a la mira de los sucesos; presentose otra vez al joven amante, indicándole el momento favorable para encontrar a Matilde sola en el castillo; y de nuevo marchó a la capital a concertar planes, mover resortes y prevenir el feliz resultado de la acusación hecha por el conde Pedro Ansúrez.




   Se stata foste voi nel colle Ideo
Tra le Dive che Pari a mirar ebbe,
Venere gita lieta non sarebbe
Del pregio per cui Troja arse e cadeo.


PIETRO BEMBO.                


Casilda, a quien nada le ocultaba Gualterio, interpuso su mediación con el padre de ambos a fin de que diera permiso al joven para salir del castillo la mañana del día en que a su entender había indicado el padre Asberto. Resistíase Romualdo, so pretexto de que debía contarle una por una las batallas en que se hallara, las heridas recibidas, los trabajos y victorias de los cruzados, y en una palabra, todo lo que los caballeros cristianos habían hecho desde que salieron de su patria, hasta el momento en que el mozo dejó el Asia. Parecíale, además, una obligación de éste presentarse ante todo al conde don Ramón Berenguer, a ofrecer su persona para combatir en la lid que contra los moros se preparaba, y a manifestar su reconocimiento por la protección que en su ausencia dispensó la corte a su padre.

Los dos hermanos encontraron mil especiosos pretextos; y, finalmente, Romualdo dejó vencer su resistencia, y con su bendición despidió al hijo para que fuera a ejecutar los consejos del padre Asberto. Creídos todos por la palabra de éste de que Arnaldo se hallaba en Barcelona, no encargó Casilda a Gualterio la moderación ni el comedimiento que para tratar con aquel hubiera necesitado; y el hermano por su parte iba de seguro del buen éxito de su viaje, sin atinar ni uno ni otro en que aquel no era el día, establecido por el monje.

Con tales esperanzas salió el del Ciervo de su castillo sin más compañía que Ismael, cuya creencia religiosa hizo que no le mirara con buen ojo el piadoso Romualdo. No podía llevar con gusto que su hijo trajera a semejante hombre en calidad de paje, y causábale no poca repugnancia tenerlo en casa y verlo honrado con la confianza del paladín. Creyendo traslucir en esto alguna relajación de las costumbres del mozo, resolvió obligarle a que le despidiera después de dar fin a los negocios de mayor bulto que por entonces, absorbían la atención de todos.

Disipados por el sol los vapores de la madrugada, hería a los dos jóvenes en su viaje hacia la casa de Matilde el aire sutil y fresco del mes de diciembre, que helaba el rostro de Ismael, a quien, nacido y criado en un país ardiente, érale fuerza toda su imperturbabilidad para no plañirse de frío, cosa tan ajena de la plácida temperatura de su patria. Callaba, no obstante, porque naturalmente era taciturno y sufrido, y más que todo, porque traía a su memoria la paciencia y el silencio con que viera soportar a Gualterio el sol abrasador de la Frigia y Palestina. El paso de los caballos era levantado y poca la distancia del uno al otro castillo, así fue que, transcurridas apenas dos horas desde su salida del de Romualdo, se apeaban ya en el de Sangumí.

El padre Asberto había dado con anticipación las órdenes convenientes; y los criados, lejos de poner obstáculos a la entrada de Gualterio, le indicaron el lugar en que encontraría a la señorita. Dejados los corceles en el patio y al cuidado de Ismael, embocó el anheloso amante la escalera y atravesando galerías y salones puso finalmente los pies en la estancia inmediata a la que ocupaba su querida. Antes de penetrar en ella, detúvose un instante; y por la abertura de la mal entornada puerta oía y contemplaba embelesado a la heredera de Sangumí.

La estatura de esta joven no era alta, si bien estaba todavía más lejos de tocar en el extremo opuesto: dijérase al mirarla en pie que era la suya la verdadera talla de la mujer. La ligereza y la gracia eran calidades tan precisas en su figura, que sin ellas fuera Matilde un árbol sin ramas, un corazón sin afectos, un alma sin ideas. Doblábase su talle como la débil y tierna caña de las márgenes del lago, y la flexibilidad de todos sus miembros presentaba movimientos y giros superiores, al parecer, a todas las facultades. A la sazón producía bello contraste con la blanquísima garganta y tersa espalda su vestido de seda amarillo y guarnecido de ricas pieles, añadiéndole nueva gracia al tonelete de la misma tela y con iguales adornos que cubría la mitad superior de aquel ropaje. Las anchas y cortas mangas dejaban libres los brazos, que, cubiertos con finísimo terciopelo azul, movíanse ora con delicadeza, ora con fuerza, a merced de los sentimientos que la agitaban. Dos veces ceñía su talle un recio cordón de seda blanca y azul, que después de formar un flojo nudo por delante, colgaba en dos cabos hasta el extremo del vestido; rematando en igual número de grandes borlas, ordinario juguete del pajecillo que solía sentarse en el almohadón de los pies de su señora. El único ornato del negro y lustroso cabello que con rizadas madejas descendía por los costados de la cabeza, era una sencilla cadena de oro, pues cualquier otro no pudiera hacer más que rebajar su natural belleza; y no sé decir si hubiera sido más hermosa sin el recio collar de perlas que daba tres vueltas a su cuello, uniéndose por delante en airosa lazada. El rostro de la doncella no presentaba el aspecto de la robustez; al contrario, blanco como la flor del lirio, quizá se teñía a veces de rosa para expresar una sonrisa celestial y apacible como el deseo de la inocencia; pero comúnmente vagaba en él una sombra de tristeza, indicada por la seductora palidez que aumentaba el fuego de sus divinos ojos. En su semblante lindo, delgado y lleno de hechizos, distinguíase en particular el albor de los dientes, y el vivo carmín de sus virginales labios. Al ver a Matilde era forzoso concebir en la mente la idea de la dulzura, del cariño, de la amabilidad, de todos aquellos afectos tiernos que son la más inmediata emanación de los cielos; y sentía el alma una irresistible tendencia hacia aquel lánguido y precioso objeto que parecía formado por el Hacedor supremo con el designio de que inspirase el amor. A pesar de su apariencia suave y tranquila, traslucíanse ciertos indicios de un noble orgullo y majestad imponente, que ordenaban el respeto y tenían a raya al atrevimiento. Por otra parte, hervíale la sangre en las venas, exaltábase con vehemencia su espíritu; palpitaba su corazón con toda la fuerza de las pasiones, y poseía el secreto de inspirarlas. Amaba con delirio, y en los instantes de un cariñoso transporte, hubiera sido capaz de olvidar los cielos y la tierra para ocuparse sólo de su objeto.

Dentro pur foco, e fuor càndida neve5.


Reputárasela, al primer golpe de vista, por una criatura melancólica, apática, incapaz de conmoverse; mas quien la hubiese observado durante mucho tiempo, fácilmente conociera hasta dónde podían conducirla los violentos arrebatos de su imaginación y las vivas sensaciones de su pecho; sucedía con ella lo que el manso arroyo que corrió todo el año muellemente por angosto lecho, lamiendo las hierbas que lo decoran; y que de golpe, por causa lejana y que no hemos visto, sale de su cauce, brama estrepitoso, y arrebata cuanto encuentra al paso, aturdiendo más sus estragos por la ninguna razón que había de presumirlos. El arpa entre sus manos blancas y suaves a la par del plumón del cisne, creyérase ser el instrumento de la divinidad; y si abría la linda boca para expresar las sensaciones de su alma, percibíase el armonioso canto de los ángeles, y se trasladaba la imaginación del oyente a una morada, si no ya la de los cielos, otra al menos muy distante de la terrena. Su voz, ora brillante y aguda como sus pensamientos, ora débil y dulce al igual de su aspecto, ora tierna al par de su corazón; conservaba siempre el metal encantador y sonoro que le granjeó sublime fama e inmortal prestigio. Ya fuese que, imitadora servil de la leída música, sujetara a ella sus acentos; ya que adornase sus frases con repentinas variaciones; ya que en atrevida glosa o en inesperado trino se lanzara osada y repetidas veces desde el punto más grave a la entonación aguda; ya que vacilante diera al final de sus cantares gracioso y desconocido giro, siempre sorprendían la agilidad, las modulaciones y los infinitos registros de su dulcísima garganta. La cólera de los celos, el fuego de la guerra, la terneza del amor, la dulzura de la paz, todo en su boca se expresaba con propiedad; con entusiasmo, todo era amable, todo nuevo, todo arrebataba y rendía los corazones. Si es cierto que l as criaturas nacen todas con precisa disposición para alguna cosa, el cielo había criado a la divina Matilde para que expresara con el canto las pasiones todas de los Mortales.


   Con tal delicadeza
de oído la crió naturaleza,
y alma le dio tan dócil e inclinada
a sentir de la música el encanto6.



Víctima desde su infancia de un amor constante y puro, y del trato cruel de su irascible hermano, creyó que la partida de éste al Asia pudiera traerle días placenteros; mas la ausencia de la persona querida acibaró aquellos años de paz que se había prometido. Sumida siempre en el dolor, y afectada por las tétricas ideas que inspiraba la soledad del castillo, habíase hecho la tristeza el estado habitual de Matilde; pero era tan interesante, tan irresistible el embeleso de su melancolía, que bulliciosa y alegre a la par de Casilda, habría inspirado menos amor, menos cariño. ¡Dichoso quien fuera dueño de esa criatura celestial! Sentada a la sazón en rico taburete azul inmediato a la reja que daba al patio del castillo, hacía por inclinar el cuerpo al lado izquierdo para huir de un rayo de sol que penetraba por entre los hierros. Los dulces sonidos del arpa acompañaban su cantar, que era un famoso romance7, tipo de cuantos salían entonces de boca de los trovadores.

Resuelto Gualterio a sacar provecho de aquellos momentos, y no perdiendo de vista que en situación semejante podía ser sorprendido, abrió repentinamente la puerta, lleno de amoroso fuego, y se puso en medio de la sala, alzando la visera del rostro. Volviendo el suyo Matilde, reconoció a Gualterio, levantádose del asiento, y dejada el arpa se adelantó hacia él con paso tan vacilante que desmentía la firmeza y serenidad que procuraba aparentar en sus facciones.

-Detente -le dijo-, y antes de hablar una palabra, considera los riesgos que corres en esta casa, y las desgracias que tu presencia pueden traernos a entrambos.

-He aquí la razón -contestó el joven acercándose a ella- porque debemos entrambos abandonarla; ven Matilde, sigue los pasos de tu amante; yo te llevaré a donde los dos no tengamos más que temer de persona alguna; éste es el objeto de mi venida, y no creo que deba poner en duda la decisión tuya.

-Bien pudieras dejar de presentarte -interrumpió la de Sangumí-, si a ello te ha movido la causa que dices, y aun deberías haber recordado antes de hablar en tales términos, que ni tú puedes llevarme, ni puedo yo seguirte. ¿Discurres, acaso, conducirme al país de donde has venido? ¿Deseas, quizá, que sea testigo de los extravíos de tu juventud, de tus quebrantadas promesas? Si en tus viajes por Asia conociste alguna belleza capaz de abandonar su casa para entregarse a merced de un caballero sin más garantías que su confianza; al volver a Cataluña era un deber tuyo recordar las costumbres que en ella reinan, que respetan todas las doncellas honestas y que, particularmente, debe venerar Matilde de Sangumí. Retírate; mi hermano puede sorprenderte, y bien sabes los peligros que en ello correría tu vida y la seguridad mía.

A no estar Gualterio enterado por medio del padre Asberto de que Arnaldo denigró su conducta observada en Asia, el recibimiento de la virgen hubiera pasmado; pero fue allá con estos antecedentes y para reconciliarse con ella; y por lo mismo, esperó siempre quejas, lamentos y resistencias. Así, afectando toda la novedad y admiración que pudo:

-Si no te viera tan cerca -le dijo-, si por algún medio pudiese creer que mis sentidos me engañan, juzgaría que no eres tú la que me habla en este instante. Pero te veo, te conozco; mi corazón palpita de amor; el brillo de tus divinos ojos penetra en mi alma; y en el aire que aquí respiro percibo el dulce ambiente de tu existencia; no me queda duda: eres tú misma. La reconvención que me diriges en confusas palabras, la desprecio; no por ser tuya, sino porque es hija de la maldad y de la perfidia. Cualquiera que haya tratado de fascinar tu espíritu con este nuevo error, el que de tal modo ha querido turbar nuestra concordia y la dulce y antigua correspondencia de nuestros corazones, quien quiera que sea, ha mentido como un villano, y se lo haré bueno en donde y ante quien le plazca.

-Aquí mismo y ante Matilde -atajole el caballero Verde, que repentinamente se presentó en la estancia-. Yo lo he dicho, y yo lo sostendré; y ora sea por esta causa, ora porque te has introducido clandestinamente en mi castillo, ora porque has de presentarte ante el conde de Barcelona a dar cuenta de tu conducta, debes entregarte mi prisionero o ser víctima de tu resistencia.

La doncella, apoyada contra la reja, esperaba ver el resultado de aquel lance con el sobresalto que puede juzgarse, bien que no dejara de inspirarle confianza el ver a su hermano sin armas, y que no le seguía ninguno de los criados del castillo. Con la vista indicaba a Gualterio que tuviera comedimiento en sus palabras, a fin de no provocar la ira de Arnaldo, hacia cuyo rostro no se atrevía a dirigir los ojos.

-Te veo -dijo Gualterio-, estás en tu casa; y no te temo porque nunca he temido a nadie, y mucho menos a ti, como ya por experiencia lo sabes. Ésta es una ocasión feliz de probar cuál de los dos es el que tiembla; solos estamos, ve por la espada, y acabemos aquí el desafío que empezamos en Antioquía.

-Por el odio que te profeso -contestó Arnoldo- discurre tú mismo el gusto con que admitiría el ofrecimiento; pero eres un reo a quien persigue el príncipe de los catalanes y cuya cabeza está ya amenazada por la espada de la justicia; eres un mal caballero, un ladrón nocturno, un impío a quien nada detiene para lograr sus desvaríos; y nunca mi espada se ha teñido con la sangre de hombre alguno que estuviera mancillado con tachas tan deshonrosas.

-Reporta tu lengua -gritó colérico Gualterio-, si no quieres que justifique esos dicterios rompiéndote la cabeza contra el suelo de esta estancia. Si te ciega la cólera, si mi presencia en esta casa temes que sea bastante a desconcertar tus inicuos planes con respecto a Matilde, no te valgas, pues mi cólera es muy corta y la ira mueve pronto mis manos.

En semejante escena gemía y suplicaba la joven, interponiéndose entre los dos coléricos jóvenes; mas Arnaldo, cogiéndola por el brazo, con recio manotón la tiró contra uno de los taburetes. Todo lo olvidó en aquel punto el amante; rechinó los dientes, y arremetiendo a su contrario asentó tan terrible puñada en la cabeza, que Arnaldo, después de bambolearse un momento, vino al suelo absolutamente desvanecido. Satisfecho el de Monsonís y observando aquel favorable instante, corrió precipitado hacia su querida; y arrebatándola en sus robustos brazos la llevó de aquel lugar, y en el caballo la condujo al castillo de su padre, enteramente privada de movimiento.

Casilda, prodigándole todos los socorros imaginables, pudo, al fin, tranquilizarla y prometerle cuantos consuelos podía esperar de su amistad sincera. Vuelta en sí Matilde, recordó al punto todo lo sucedido; y no le fue difícil adivinar cómo se hallaba en brazos de su compañera de la infancia. Trastornada, sin embargo, con el temor, la agitación y el viaje que hizo sin advertirlo, su débil y atenuada naturaleza sentía un abatimiento terrible; y ante todo necesitaba de reposo, si en tales circunstancias era posible tenerlo; por esto Casilda, afectuosa, tierna, activa y dispuesta a complacer cual siempre, la condujo a su habitación, y logró que conciliara un sueño tranquilo que, restaurando sus fuerzas, ajustase las extraviadas ideas de su mente.

Dejándola al cuidado de una doncella, fuese para Gualterio con el fin de saber todos los pormenores de aquel suceso, que ella juzgaba mucho más sencillo de lo que realmente había sido. Romualdo sesteaba muy ajeno de las novedades de su casa; y así los dos hermanos pudieron con toda seguridad discurrir los medios de salir con bien de aquel enmarañado negocio. Era probable que Arnaldo se presentase luego a reclamar la joven; y así dio su amante las disposiciones necesarias para que no se le permitiera la entrada: los dos hermanos, sin temer ya cosa alguna, trasladados a la sala que describimos al principio de esta obra, hablaron, pensaron, discurrieron y aun disputaron muy a su sabor como unas dos horas, a lo menos. Cuando la señorita supo cuál se portó el del Ciervo, no las tuvo todas consigo, porque receló algún engaño del monje, supuesto que Gualterio tropezó con Arnaldo en su castillo cuando, según las promesas del padre Asberto, debía hallarse en Barcelona: nunca se le ocurrió a la bulliciosa doncella, y menos al mozo, que padecieron la equivocación de un día. A no cruzarse esta inadvertencia, todo hubiera salido a pedir de boca; mas no respondiendo a tiempo esta rueda al impulso que recibió del monje; su prematuro movimiento hubo de trastornar el regular curso de las otras, y la máquina entera se resintió de la falta de exactitud de una de las partes. Nuestros jóvenes, creyendo haber seguido en un todo los consejos del religioso, y visto su mal resultado, maldecían al intrigante que urdió toda la tela; y por esta vez le maldijeron bien injustamente, y le pagaban muy mal los desvelos y el trabajo que se había tomado para dejarlo todo oportunamente dispuesto.

-¿Y cómo nos conducimos ahora? -expuso Casilda, cuando ya su hermano acabó la relación de los anteriores acontecimientos- ¿Qué piensas hacer de Matilde?

-Lo que otro cualquiera en lugar mío -satisfizo el joven-: desengañarla, sacarla del error en que está en arden a mi conducta, jurarla que la amo como siempre y hacerla mi esposa. ¿Qué otra cosa quieres, ni que más hay que hacer aun cuando quisiera echar por otro camino?

-Todo ello está bien pensado -opinó Casilda- y mejor dicho; mas su pronta ejecución no sé yo si será tan expedita como crees. Ante, todo, hemos de contar con nuestro buen padre, hacerle una relación de lo ocurrido en el castillo de Sangumí; decirle que está aquí Matilde, exponerle tu proyecto, y oír su dictamen que, o yo me engaño mucho, o no será tan lisonjero como tú desearías.

-¿Y por qué no? -observó el amante-: ¿acaso no está enterado de todo, no conoce las infames miras de Arnaldo, la opresión que sufre mi querida, y la celeridad con que debemos asir la bella ocasión que se presenta? ¿No ha bendecido mil veces nuestro amor; no da a mi amada el nombre de hija; no prometió a su madre, en los últimos momentos de su vida, que nos uniría cuando yo fuera digno de su mano? ¿Y no me reputa ya merecedor de tanta dicha?

-En nada de cuanto has hablado -razonó Casilda- encuentro yo dificultad alguna; pero sí la tengo, y muy grande, en que padre quiera apoyar el logro de los deseos de todos en un rapto, pues esto es finalmente lo que tú has hecho en el castillo.

-Poco a poco, hermana -interrumpió Gualterio-: rapto le llamarías con razón si yo me hubiera llevado a la joven a pesar suyo y atropellando por todo; pero estoy seguro de que Matilde aprobará mi conducta, y en este caso concurre la voluntad suya, y ya no hay rapto; convén, pues, conmigo en que no das a este suceso su nombre verdadero.

-Yo no entiendo de sutilezas ni de palabras -observó la hija de Romualdo-: lo cierto es que tú has sacado a la heredera de Sangumí de su casa sin previo consentimiento suyo; y los antecedentes son tu entrada clandestina, tu desafío, y el tender a su hermano, quizá malherido; en todo lo cual yo veo una cosa que no me gusta, un proceder nada laudable; llámale violencia, rapto o como mejor te parezca.

-Pero Casilda -insistió el cruzado-; tú no quieres hacerte cargo...

-Deja, deja -atajole ella-: deja que lo sepa padre, y verás cómo le da un nombre poco agradable, y cómo estará muy lejos de aprobarlo. Nosotros no adelantaremos nada, porque nuestra opinión no ha de decidirlo; ello es preciso que padre lo sepa, lo apruebe, o a lo menos lo tolere y permita luego que pases tú adelante en eso de casarte. Hasta aquí convenimos entrambos; y lo más prudente será que cuando haya descansado Matilde, vaya yo a prevenirla para que reciba tu visita, y que después, mientras tú procuras desengañarla, haga yo írselo contando a padre, y sacarle su aprobación. Creo que por esta vez cumplirás mejor tu comisión que yo la mía; y a fe que no sé cuál de las dos es de mayor importancia.

Al decir estas palabras marchose Casilda sin escuchar las nuevas razones con que su hermano quería probarle no haber hecho nada más allá de la esfera natural de las cosas, ni que fuese digno de reprobación. Dentro de poco veremos si el escrupuloso Romualdo fue del dictamen de su hijo.

-El modo de presentarte, el tono con que me saludaste y estas calurosas demostraciones -decía el señor de Monsonís a la doncella-, me indican que traes alguna solicitud de cuyo buen éxito no estás segura.

Efectivamente, había entrado la niña con cierto ademán gracioso en extremo, mostrábase tierna, hacía mil preguntas dirigidas a demostrar interés por su padre; pero todo con una oficiosidad que no se le escapó al buen viejo, no porque Casilda no fuese cariñosa y atenta siempre, sino que esta vez echó mano de cuatro zalamerías reservadas para casos semejantes, y que el padre reputaba por presagios de alguna demanda.

-Es cierto, querido padre mío -contestó la hija-: traigo no una sino muchas solicitudes; y aún añadiré, que creo mi viaje perdido, pues no accederéis vos a ellas. Es tanto lo que pienso pedir que no bastará vuestra mucha bondad para otorgarlo.

-Pues, en este caso -observó oportunamente el anciano-, pudieras omitir la diligencia.

-De ningún modo -opuso Casilda-; si bien sospecho que mis deseos no serán cumplidos, quiero que vos los sepáis, ya que toda la vida os enseñé mi corazón.

-Yo me guardaré muy bien -observó Romualdo- de averiguar si esa proposición es cierta con la generalidad con que la has sentado; pero conviniendo en ello, estoy esperando tu solicitud para saber esas gracias tan extraordinarias que no he de concederte.

-Al decirlas -expuso la joven- os parecerán de poca monta, mas al resultado me atengo. Sólo os pido que perdonéis a mi hermano.

-¿A tu hermano? -preguntó el padre- ¿Pues en qué ha faltado?

-¿Pero le perdonáis? -insistió ella.

-¿Qué es lo que ha hecho? -repitió Monsonís.

-Mucho y nada -satisfizo la hija-: fue al castillo de Sangumí, y se ha traído a Matilde.

-¿De grado o a la fuerza? -interrogó de repente el señor.

-No se sabe.

-¿Cómo no se sabe?

-Porque la cogió desmayada, y en tal estado ha venido hasta aquí; y por lo mismo no es posible asegurar si ella lo hubiera o no consentido estando de acuerdo.

-¡Casilda! -dijo su padre con tono severo- Explica esos enredos pronto, con claridad, y sin rodeos.

Este imperioso lenguaje turbó un poco a la doncella, pero tomando una actitud respetuosa, con voz humilde expuso menudamente todo lo acaecido; y acabó su narración alzando una mirada tierna y suplicante al anciano. Entrevió éste en el rostro de su hija las facciones de la difunta madre; enterneciose su pecho, y hasta hizo un movimiento para abrazarla; pero se contuvo al discurrir que la cosa era más seria de lo que parecía; y después de un momento de silencio, dijo con entereza:

-Perdono a Gualterio con tal que ahora mismo acompañe a su castillo a la señorita de Sangumí.

-¡Padre mío! -exclamó Casilda, echándose en brazos del anciano.

Y éste, no pudiendo resistir a aquella demostración de cariño, besó su frente, la estrechó con ternura en sus brazos, y llorando de placer:

-¿Qué quieres, hija mía? -le preguntó- ¿Qué quieres?

-Nada, nada -contestó ella, que veía aquella disposición favorable a sus intentos-: nada quiero; he conseguido la mitad de lo que deseaba, y voy a llevarle vuestra contestación a Gualterio.

Y al punto dio la vuelta, y con afectada prisa iba a salir de la estancia, en cuya puerta estaba su hermano oyéndolo todo y dispuesto a entrar cuando fuese ocasión oportuna. Romualdo hizo llegar otra vez a su hija, y quiso saber de ella lo demás que no se atrevió a pedirle. Conociendo lo precioso de aquel tiempo y que mientras duraran las lágrimas del padre sería su corazón más flexible, suplicole que revocase la orden de restituir a Matilde a su castillo, disponiendo, por el contrario, su unión con el cruzado. Semejante demanda túvola por muy intempestiva el anciano; y se disponía a negarse redondamente a ella, cuando el mozo se dio prisa a detener las palabras asomadas ya a los labios del padre, entrando en la sala, echándose a sus pies, y pidiéndole su bendición.

-Yo te bendigo -dijo Romualdo-; pero al instante has de obedecer mis órdenes.

Casilda imitó a su hermano, y gemían ambos para enternecerle, y el mancebo, además, sin alzar las rodillas del suelo exclamaba con entusiasmo:

-¡Padre mío! Vos me disteis palabra de hacerme feliz; vos se lo prometisteis a la madre de Matilde a quien llamáis vuestra hija; y vos conocéis el malvado corazón de Arnaldo; él la sacrificará a su ambición; y no esperéis que vuestro hijo sobreviva al desconsuelo de perderla. Me mandasteis que me hiciera digno de su mano; pues bien ¿no lo soy todavía? ¿No os he enviado las espadas que arranqué a los infieles muertos por mi brazo? ¿No derramé mi sangre, esta sangre que ha salido de vuestras venas, en defensa de la religión, para obedeceres, para conservar el lustre de nuestra familia, imitando vuestro ejemplo? ¿No he sufrido el hambre y la sed, y el calor, y la lluvia, y las enfermedades y todos los males de la vida, sin quejarme, para que me considerarais acreedor a la unión de la que vuestra voluntad misma me destinaba? ¿No estuve ocho años sin ver el respetable rostro de mi padre, sin besar su mano, sin recibir su bendición santa? ¿Qué más he de hacer, padre mío? Mandadme, decídmelo: mi sangre, mi vida son vuestras, disponed de vuestro hijo.

-Obedéceme, pues -dijo Romualdo con voz balbuciente y derramando copioso llanto-: obedéceme, Gualterio, ¡será bendecido el que obedezca siempre a su padre!

-Obedecerá, obedecerá -razonó entonces Casilda- no lo dudéis, obedecerá; sólo siente que no le concedáis un día para consolar a Matilde, para jurarle que la ama, para vencer su enojo si está irritada, para prometerla su protección. Suspended la orden, padre mío; dilatadla hasta mañana, os lo ruego por mi madre, de quien os queda en mí una imperfecta imagen; por mi madre que tanto anhelaba la felicidad de sus hijos.

-Basta, basta, queridos hijos míos -exclamó Romualdo-, alzad, venid a mis brazos, vosotros seréis mi consuelo; vosotros me obedeceréis siempre. Idos, idos, necesito estar solo; me habéis conmovido vivamente, dejadme llorar; tú, Casilda, vuelve dentro de un rato, y tú hijo mío, habla con Matilde, tranquilízala, y dile que mañana antes de volver a su castillo, quiero hablarle. Tú no conoces toda la imprudencia del paso que has dado; a mí toca remediarlo yendo mañana, si es que puedo, a entregar esa joven al señor de Sangumí.

Salieron apenas de la estancia, cuando Casilda, satisfecha de su obra, dijo a Gualterio:

-Ya lo ves; me he portado lindamente, y he cumplido mi encargo.

-Sí -contestó el mozo-; pero debes convenir en que mi aparición le ha dado la última mano. ¡Cómo nos ama nuestro padre! Es muy bueno, mucho; y por lo mismo será preciso obedecerle. ¡Pero tener que dejar a Matilde mañana! ¡Tan pronto!

-Eso allá lo veremos -dijo Casilda.

-¿Cómo allá lo veremos? -preguntó, pasmado, el del Ciervo-; yo he prometido obedecer y lo haré.

-No trato yo de que resistas a la voluntad de nuestro padre -expuso la hermana-; todo lo contrario; soy de dictamen que debes obtemperarla; pero, sin embargo, te repito que allá lo veremos. Tú serás un grande hombre para dar tajos y reveses, al menos así lo dicen; pero de materias como las que tratamos, es preciso confesar que entiendes poquísimo o nada. Conseguida la demora de un día, ¿no te parece oportuno llamar al señor cura, hacerle sabedor de todo lo ocurrido, rogarle, conjurarle que disipe este nublado, y se interese con padre para arreglar las cosas por medio de un parlamentario, sin necesidad de que Matilde salga de aquí hasta saber la disposición del enemigo?

-¡Mujer, mujer! -interrumpió Gualterio-: tú pareces el capitán de un ejército, según las operaciones que vas disponiendo; mas ello es que tu plan me gusta, y ahora mismo voy a mandar a Ramón para que manifieste nuestros deseos al señor cura.

-Yo misma le daré el encargo -atajole la señorita-, pues tú lo echarías a perder tal vez con una sola palabra.

En efecto, vino Ramón, recibió instrucciones y marchó a ejecutarlas. Como este negocio al parecer estaba ya concluido, a puros ruegos de Gualterio iba Casilda a disponer a la de Sangumí para que recibiera a su hermano, cuando se le ocurrió que éste no le había contado lo de su expedición a Santa Cecilia. Las distracciones que por lo común padecía, y los sucesos ocurridos, no le dejaron acordarse de semejante cosa; y el joven por su parte estaba tan distante de referirla espontáneamente, que cuantas veces su hermana abría la boca, creyendo ser interrogado, temblaba de verse en el caso de satisfacer su curiosidad; mas por entonces no hubo remedio. Casilda volvió atrás exigiéndole de todo una minuciosa explicación, que hubo de dar el amante, si bien fue rebajando cuanto pudiera sonarle mal a la niña, y cargando la mano en la humildad de su presentación, en la prontitud con que se tranquilizaron las monjas, en el buen carácter de la respetable abadesa, y en todo lo que contribuyera a poner el hecho de buen aspecto; no obstante, con franqueza, diremos que la hija de Romualdo, lejos de dejarse seducir, tuvo grandísimo y muy fundado temor de las resultas, y aseguró tremendas desazones para su padre, pesadumbres de cuantía para sí, y no pocos sufrimientos para el atrevido galán que tan a deshora turbó el silencio, y quebrantó la clausura de un monasterio de vírgenes. Sus propósitos no fueron despreciados por Gualterio, en quien causó una impresión el vaticinio de Casilda que cuantos discursos hizo durante el viaje en orden a aquel suceso.

Por entonces convinieron los dos en guardar silencio; y la doncella fue a preparar a Matilde, mientras el hermano departía con el cura acerca del modo como podría reducirse al señor de Monsonís. Deseábalo de veras el buen sacerdote; pero no le pareció tan asequible la empresa como juzgaba el caballero. Fiado, no obstante, en su elocuencia y en la justicia que a su modo de ver asistía al hijo, presentose al padre, en el punto de avisar Casilda a Gualterio para que fuera a verse con su querida. Ya estaba en la puerta de la estancia, cuando las voces del cura que alborotaban todo el castillo le llamaron al aposento de su padre, a quien sus añejas dolencias y la agitación que su ánimo había padecido en aquel día, tenían en un estado imponente: perdido el conocimiento, y casi pudiera decirse en un acceso de delirio, buscaba a sus hijos, llamábalos por sus nombres, y les rogaba que no le dejaran. Los criados todos, Santiago, el cura, Casilda, Gualterio; el escudero y los pajes de éste, los colonos y cuantas personas en la casa había, rodeaban el lecho del doliente, bañándolo con su llanto: por orden del hijo retiráronse todos menos la señorita y el cura; y Romualdo al volver en sí tuvo el consuelo de mirar alrededor de su cama a los dos jóvenes que eran el objeto de su solicitud aun entre los ensueños de su enajenación mental.

Por más que Gualterio amase, era harto crítico el estado de su padre para alejarse de él un instante. Calmose el buen anciano, concilió un sueño tranquilo, y al despertar, a la mañana siguiente, vio todavía a sus hijos cerca de sí, y tuvo un placer que cabe sólo en el corazón de un padre. Aliviado notablemente en sus males les obligó a que fuesen a descansar; y sus repetidas instancias no se atrevieron a resistirlas los dos jóvenes.

Gualterio pensó aprovechar el poco tiempo que le quedaba, pues el cura no pudo decir ni una palabra a Romualdo de los negocios de su hijo: por lo mismo, no había otro recurso que devolver a Matilde a su castillo. Lleno, pues, de amor, y considerando venida la hora, corrió ligero al aposento de su amada. Ésta acudiera también durante la noche a la estancia de Romualdo; pero cuando éste hubo recobrado el conocimiento, la hizo retirar, insinuándole que al día siguiente le hablaría de sus asuntos con Gualterio. No se atrevió el joven a decirle una palabra en situación semejante; pero si su querida observara solamente sus ojos, no le fuera difícil comprender lo que en su alma pasaba; mas la señorita se creía ofendida, y ni una sola vez dirigió la vista hacia aquél que con tanta ansiedad lo anhelaba. Preparada de antemano por Casilda, no manifestó sorpresa al presentársele su amante, antes por el contrario le indicó que se sentara, disponiéndose por su parte a oír todo cuanto quisiese decirle. A la verdad le creía infiel y perjuro: pero ¡cuán grato fuera a su corazón que Gualterio se justificase y apareciera a su vista como ella esperó encontrarle pocos días antes! La afabilidad y propicia disposición de la joven dieron no pocas esperanzas a nuestro héroe, cuyas circunstancias y el íntimo convencimiento de su inocencia le auguraban un completo triunfo. Sentose con aire tranquilo, y mirando con ternura a su amiga le dijo:

-No creía, mi querida Matilde, que llegase el caso de presentarme a tus ojos con la apariencia de un perjuro, y precisado a justificarme, sin saber todavía si será bastante mi recto proceder a conseguirlo. Después de una ausencia de ocho años, cuando venía hacia la patria creyendo hallar abiertos para recibirme los brazos de mi padre, de mi hermana, y de la que debía ser mi esposa, veo desvanecidas mis esperanzas con respecto a ti sola; y ya puedes discurrir el doloroso pesar que esto me causa. Tú siempre fuiste buena, Matilde, siempre sencilla, candorosa; tu rostro se ha variado sólo para embellecerse; pero en sus facciones reconozco todavía los mismos rasgos que en otro tiempo indicaban aquellas hermosas prendas de tu corazón; por lo mismo, tú eres buena, sencilla y candorosa cual entonces. Tú no has sospechado la mentira, porque jamás tuvo entrada en tu alma; no has conocido el engaño que nunca usaste, y aun creíste quizá que el transcurso de tantos años podría variar las circunstancias, y disminuir el encono de tu perseguidor. Así la maldad logró fascinar tu espíritu, la calumnia se ha introducido en tu corazón, abriendo en él una herida, que si no logran cicatrizar mis palabras, debe causar la desgracia de entrambos. Háblame, pues, con la sencilla franqueza que solías; dime qué delitos son ésos que me echan en cara; y sabiendo la acusación, podré, no lo dudes, podré desvanecerla, y aparecer a tus ojos como desearía que me vieras.

Este lenguaje no dejó dudas a Matilde de que Gualterio se había preparado oportunamente para presentarse a ella; y a serle posible hubiera juzgado que traía arreglada una historieta a propósito para quedar justificado; mas no pudo creerle capaz de engañarla; y esperó oír la verdad de todo lo que hizo en Asia. No obstante, advertida de que había de rechazar a un hombre dispuesto de antemano, pensó ser breve, prudente y reservada.

-Lo mismo que tú deseabas -le dijo- creí yo que sucedería a tu llegada. Pensaba abrazarte cual debía hacerlo con el amigo de mi infancia, con el hombre que mi madre y la elección propia me destinaron para esposo; y me disponía a verificarlo, cuando la presencia de Arnaldo, a quien esperaba que precedieras, me colmó de pesar y de temores. Presentose como se había marchado, iracundo, altanero, ambicioso y ufano de que tu conducta justificase su oposición a nuestro enlace. Encerrome en el monasterio de Santa Cecilia, y en él supe tus extravíos; te perdoné, corno debía; juré no estorbar jamás tu felicidad; y en recompensa bien pudieras, al menos, haberme dejado tranquila en casa, ya que había conseguido calmar a mi hermano hasta el punto de prometerme paz para lo sucesivo.

-¿Y tú creíste -le preguntó Gualterio -que realmente hubiera olvidado mis promesas, que ya no te amase, que un instante sólo fuera capaz de desear otra cosa que poseerte? Te lo juro, Matilde mía, y tú sabes si miento; sola tú puedes ser la querida de mi corazón; tú sola ser mi esposa. Estoy inocente; la perfidia de tu hermano forjó las calumnias que debían finalmente lograr su objeto.

-Yo sé que en otro tiempo no mentías citando hablabas con Matilde -observó ésta-; mas hoy, también te lo juro, Gualterio, hoy no sé si puedo creerte. Asegúrame que tu pecho no se ha mudado; pruébame que ninguna mujer del país de donde vienes cautivó tu corazón; y el mío te amará cual te amó hasta recibir tan amargas nuevas. ¿Por qué te detenías en Constantinopla? ¿De qué paje le hablabas desde allá a tu padre? ¿Por qué en tu presencia sostuvo Arnaldo lo que de su orden vino a contarme el padre Asberto?

-¿El padre Asberto?- exclamó Gualterio- ¿El monje que ya en nuestra infancia era mirado con horror por tus padres?, ¿ése ha sido el emisario de tu hermano? ¡Oh Matilde! ¿Y semejante elección no bastó a convencerte de que Sangumí sólo podía hacer uso de la perfidia? Esta sola circunstancia me justifica; pero no quiero que ella te baste; en la corte delante del conde de Barcelona, emplazaré a tu hermano; allí se presentarán los caballeros que han sido en Asia nuestros hermanos de armas; ellos han visto todas mis acciones, y con tantos testigos de mi inocencia la ciudad entera sabrá quién es Gualterio de Monsonís. Sabrá el conde las disposiciones de tu madre; sabrá los inicuos planes de Arnaldo; y su inalterable justicia pondrá término a tantos pesares. Y si, descubierta la calumnia; triunfa tu amigo ¿podrá esperar que Matilde abra sus brazos, le reciba en ellos, e imprima en su frente el ósculo de la concordia?

-¡Ay de mí! -contestó la virgen-: Supongo que eres inocente, que me amas, que me quisiste siempre, entonces...; iba a seguir la oración comenzada, pero la contuvo el ruido de gentes y armas que oyó en la sala inmediata.

El del Ciervo se fue por la puerta y apenas llegado a ella, vio a tres guerreros que le intimaron y dieron a leer la orden del conde D. Ramón Berenguer III para que inmediatamente se pusiera en camino con ellos, y se le presentase en Barcelona. Gualterio leyó con serenidad el mandato; y conociendo que toda pregunta sería inútil, explicó a Matilde la novedad que ocurría, rogole que se tranquilizase, dobló una rodilla para besar con entusiasmo su mano; y al frente de los tres guerreros, con paso firme salió de la estancia sin volver el rostro hacia su amante, que de pie en medio de ella, y extendiendo los brazos hacia la puerta:

-¡Dios mío! -exclamaba en aquel instante-: ¿qué será de Matilde?




   Su nombre ensalza, su valor y esfuerzo
por quien se vieron rotas y vencidas
las escuadras de Agar, que el dogma siguen
del fementido esposo de Cadiga.

MORATÍN.                




Arnoldo de Sangumí, que temió dejar sola a su hermana sabiendo cuán inmediato estaba el de Monsonís lejos de atemperarse en esta parte a las instrucciones del padre Asberto, no marchó a Barcelona, sino que, rabioso de lo acaecido con Gualterio en el día anterior, iba a salir para trasladarse al castillo de su contrario con el fin de vengar la recibida ofensa, cuando se ofrecieron a su vista los tres guerreros que se dirigían a la casa de Romualdo; sospechando el objeto de la comisión, mantúvose de atalaya; y a pocas horas vio por sus propios ojos cómo nuestro joven y sus conductores enderezaban el viaje para la residencia de los condes. Entonces mismo tomó el caballo, y adelantándose a la comitiva por distinta ruta, entró en Barcelona cuando los otros distaban todavía gran trecho de sus murallas; fuese a encontrar al padre Asberto, contole lo que viera; y a persuasión del monje, esperó tranquilo el resultado de aquel acontecimiento.

Aunque sólo tres se presentaron en la sala, seis eran, no obstante, los hombres que escoltaban a Gualterio, entre quienes no le fue posible distinguir al jefe, pues el traje era uno mismo, y no se guardaban mutuamente las consideraciones que pudieran indicar en uno u otro señalada primacía. Ismael, que sin rastrear una palabra de semejante suceso, seguía la cabalgadura con no poca pesadumbre, comprendió, al bajar su amo del castillo, que mal de su agrado se marchaba, y, por tanto, empuñando la daga en un momento favorable, le preguntó en árabe si era preciso atravesar con la punta el corazón de alguno de los guerreros.

-Sigue como servidor pasivo -le había contestado Monsonís.

Y estas palabras no sólo le hicieron tener a raya sus naturales ímpetus, sino que ya no se curó de penetrar el objeto de aquella gente, de aquel aparato y de aquel viaje.

A su pesar, no obstante, iba recorriendo la conducta observada por su amo desde que entraron en Europa; y por fuerza hubo de tropezarse con el monasterio de Santa Cecilia, pues bien se le alcanzaba que no debía ser cosa recibida entre los cristianos introducirse en la vivienda de mujeres solas y reclusas. Ayudábale a discurrir de esta suerte el recuerdo de que en su país la habitación de las personas del sexo bello se cerraba hasta a los varones de la misma familia, cuanto más a los otros que no podían ir a ella con fin laudable. Fijo, pues, en esta última idea, no sancionó la osada tentativa de su señor, sin que por esto se sintiera menos dispuesto a deshacerse de los guardas a la indicación más pequeña.

Entre tanto, calculaba Gualterio el resultado que pudiera tener aquel negocio; y sus discursos, a la verdad, no eran bastantes a tranquilizarle. Calmado de pronto su amoroso entusiasmo, y lejos ya de Matilde, miraba la cosa en su verdadero punto de vista y sin pretender alucinarse: conocía toda la gravedad de su falta; y, sabiendo de antemano la justiciera rigidez del conde de Barcelona, por más que los planes del padre Asberto le hubieran lisonjeado un momento, la sorpresa de Arnaldo tan opuesta a las promesas del monje, demostraba que los cálculos de éste no tenían toda la exactitud que juzgó en sus principios; parecíale que de industria hubiera tratado de engañarle; y esta idea que hirió vivamente su imaginación, y el deber en parte al religioso el mal recibimiento y las sospechas de Matilde, le hicieron concebir tan rencorosa ira, que podía ser fatal al intrigante. Como amén de todo esto, fue interrumpido, cuando aún necesitaba de un instante para justificarse y convencer de su inocencia a la heredera, temía, con justa razón, que las reiteradas falsedades del hermano dieran al través con su comenzado trabajo; que la duración de su ausencia, cuyo motivo se ocultaría a su querida, la forzara a ceder al rigor del ambicioso Arnaldo; y que quedase así destruida para siempre la felicidad de entrambos.

En medio de tan tristes reflexiones seguía presuroso su viaje, y plañíase asaz fundadamente de su suerte, que después de ocho años de trabajos le había preparado tan imprevisto golpe, y puéstole en situación de donde no sería fácil salir para buen camino. Con el objeto de descubrir terreno, y entrever con más datos el destino que le aguardaba, creyó prudente arriesgar alguna demanda a sus conductores. Dirigibles, pues, la palabra en estos términos:

-Si no está prohibido el hablarme, compañeros de viaje, y podéis satisfacer mi natural curiosidad, quisiera me dijerais qué cosa ha dado motivo a la orden con que don Ramón Berenguer me llama a la Corte.

-Nada más sencillo -respondió uno de ellos-: podemos hablar con vos, y aun estamos ordenados para deciros que la razón de ordenaros parecer ante el venerable8 conde es una queja de Pedro Ansúrez, abuelo y tutor del de Urgel, sobre cierto asalto nocturno ejecutado por vos en el monasterio de Santa Cecilia.

-Razón justa y causa cierta -habló Gualterio-; no tengo reparo en confesar mi falta, y asimismo se lo diré a mi soberano, cuando tenga el honor de ser presentado en su palacio; y, sin embargo, el conde podía creer que un caballero de mis circunstancias no necesitaba que la fuerza armada le obligase a cumplir con los preceptos de su príncipe, pues voluntariamente pareciera yo al momento ante su presencia.

-No dudaba de ello quien nos envía -opuso el mismo guerrero-; y nuestro objeto no es conduciros a la fuerza, sino escoltaros para que no seáis ofendido en el camino. No carecéis de enemigos, y por lo mismo es voluntad del conde que en un viaje hecho por su orden no pueda en modo alguno aconteceros la menor desgracia,

-Agradezco -razonó el caballero- la solicitud del señor de los catalanes: pero pudiera quejarme de esta medida que más redunda en agravio mío que en otra cosa. Bien debe constarle al conde que en otras partes he viajado en donde los riesgos eran seguros; y, sin embargo, he vuelto a mi patria, sin faltarme ningún miembro de los que llevé de ella; mas si así lo ha dispuesto, sea enhorabuena; vayamos juntos porque, al fin y al cabo, todos llevamos la misma ruta, y es igual ir con mi paje o en compañía de seis valientes. Ismael -añadió hablando en árabe con el asiático- ¿Qué te parece de todo esto?

-Vuestro servidor -dijo el mozo- os ve tranquilo, y por lo mismo nada teme.

-Haces bien -siguió el cruzado-: tú siempre arreglas los movimientos de tu corazón por los de mi rostro; y si sigues esta conducta, bien puedes fijarte en el gesto que pongo ahora, pues venga lo que viniere, no pienso alterar mis facciones en mucho tiempo.

-Así sea -contestó Ismael-: vuestro servidor se complacerá en ella; pero, ¿me será lícito haceros una pregunta?

-Y cuantas quieras -habló el del Ciervo-; y aun desearía que fuesen muchas, pues en algo hemos de ocupar el tiempo.

-Pluguiérame el saber -continuó el paje- la razón de dejaros llevar por seis hombres contra vuestro gusto, cuando en mi patria no dudabais echaros sobre un centenar aun antes de inquirir lo que os querían.

-No voy contra mi gusto, Ismael, pues si tal fuese te hubiera encargado que me dieses cuenta de uno o dos mientras me entendía yo con los cuatro o cinco restantes. ¿Te parece si saliéramos airosos de semejante empeño?

-A una señal vuestra cumpliré la parte que juzguéis corresponderme -satisfizo el hijo del desierto.

Y mientras decía, sus dedos tentaban ya el mango del puñal asomado entre el calzón y la faja, indicando al mismo tiempo, con rápidas vueltas de ojos, los dos guerreros que serían, en caso necesario, sus primeras víctimas.

- Por ahora -dijo Monsonís-; no has de tomarte ese trabajo; sigamos nuestro camino, pues escrito estaría, según tú dices, que al llegar a mi patria habían de acontecer todos estos contra tiempos.

-Sí, escrito estaba -exclamó enfáticamente el sarraceno-; y escrito está cuanto ha, de suceder a vos y a vuestro servidor y a todos los vivientes.

En estos y otros razonamientos, ora con el asiático, ora con sus conductores, fue entreteniendo el viaje nuestro paladín hasta llegar a Barcelona.

De ella había salido el conde; y mientras esperaba en el palacio su vuelta, presentose el padre Asberto, con el objeto de augurarle un feliz éxito en sus cosas.

-Padre -le dijo Gualterio, después de haberle escuchado-: os aconsejo buenamente que salgáis de mi vista, pues si llegase a olvidarme de vuestro carácter y del lugar en que estamos, acabaríais tal vez entre mis manos la detestable vida que hace mucho debiera haber cortado la cuchilla de un verdugo.

El sitio no era a propósito para altercados, y el monje, seguro por otra parte de que Gualterio cumpliría su palabra si despreciaba el consejo, se retiró del palacio, maldiciendo los pasos dados ya a favor del orgulloso mozalbete.

Hacia mitad de la tarde, el confuso sonar de trompetas indicó que estaba cerca el conde de Barcelona. En efecto, presentose luego con aquel aire de dignidad y de triunfo que le distinguía, con aquel gesto afable que daba valor a quien solicitaba sus mercedes y con aquel rostro apacible y risueño, que era indicio de la popularidad de su carácter. No era un hombre hermoso; pero la gracia de su fisonomía, la vivacidad de los ojos y la sonrisa de los labios, hacían sumamente agradable su figura. Vestido a la sazón con un sencillo traje de caza, refrenaba con atrevida destreza un caprichoso y alborotado corcel, que ufano al parecer con la carga; hacía continuo alarde de su pujanza y de su brío, no obstante de que el conde, sin dar al parecer grande importancia a sus ligeros y arriesgados juegos, hacíale conocer con mañoso disimulo que no iba descuidado. Llevaba la cabeza descubierta, y sus largos cabellos flotantes a merced del aire, que hacía más violento la rapidez de su carrera. Seguíale escogido cortejo de magnates, y tras ellos vistosa y elegante cabalgata de escuderos, pajes y soldados, que servían a su persona y a las de sus más allegados cortesanos. Brincando ligera entre los caballos, aturdía con reiterados ladridos la numerosa tropa de perros de todas castas que acompañaran a la caza al príncipe y a su comitiva.

Resonaban por las calles las vivas aclamaciones de los catalanes por la vuelta de don Ramón; y aplaudíase su singular garbo, su extremada habilidad en regir el argénteo freno; y la gracia con que iba correspondiendo a la festiva algazara. A otros menos diestros hubiérale sido difícil desmontar sin riesgo, porque el bullicioso potro no quería en manera alguna reposarse; mas el conde, sin advertir siquiera su inquietud obstinada, echó pie a tierra antes que los pajes tuviesen lugar de coger las riendas.

Gualterio, desde lo alto de la escalera, veía con gusto aquella escena; y diera cualquier cosa para acreditar entre tantos caballeros su antigua fama de jinete.

Llegado apenas Berenguer al sitio en que le esperaba el hermano de Casilda, inclinose éste respetuosamente, y le dijo en tono humilde, pero decoroso y noble, al mismo tiempo:

-¡Señor! Gualterio de Monsonís tiene el honor de presentarse a vos, en justo obedecimiento del recibido mandato.

-Yo te saludo, caballero del Ciervo -le contestó el conde; y volviéndose a sus cortesanos-: Éste es -continuó- el hijo de mi amigo Romualdo de Monsonís, el joven Gualterio, cuyo brazo ha acreditado su valor así en las batallas a campo abierto contra los infieles de Asia, como defendiendo los muros de Antioquía, y asaltando los de Jerusalén. Sígueme Monsonís, pues aunque no me acompañaste en la diversión, no por esto dejarás de disfrutar de los resultados: generalmente, come más caza el que ha muerto menos; y estoy seguro de que entre los oyentes hay quien puede justificar mi proposición.

Y al decir esto se fue entrando por el palacio, hasta su estancia, seguido de cuatro pajes.

Los demás caballeros, y entre ellos nuestro héroe, aguardaban en la sala inmediata que se presentara otra vez el conde, haciendo relación, en voz baja, de los lances de la cacería, del infatigable correr del príncipe y de la sobrada confianza con que se arrojaba al peligro. Sentole bien a Gualterio el recibimiento de don Ramón Berenguer; y no podía combinarlo con la terminante orden que le mandaba presentársele al momento.

Solía el conde admitir a la mesa a todos sus compañeros de caza; y esta vez aumentó el del Ciervo el número de los convidados. Reinaba en tales reuniones toda la franqueza compatible con el carácter del príncipe y el respeto de súbdito, el cual nunca era olvidado a pesar de la festiva alegría a que daban lugar las apacibles chanzas del magnate. Acordándose luego de haberse sentado a la mesa de lo que dijo a Monsonís poco antes, llamó la atención de los convidados con estas razones.

-Caballeros, yo senté no hace mucho una proposición que de pronto me pareció arriesgada; mas la senté por reputarla cierta, y esperaba que alguno me ayudase a sostenerla; pero como nadie ha salido en mi auxilio, será forzoso manifestar la razón en que la fundo. ¿Opinas tú, Godofredo de Giralt -preguntó dirigiéndose a un caballero de mediana edad, de regular talla, de faz rolliza y apelmazada, y de robusta corporatura- si tendré alguna bastante sólida en qué apoyarme?

-Ya, ya, señor conde -contestó Giralt algo picado-; cuando hablasteis allá fuera ya me figuré que se dirigía a mí la estocada; pero ya sabéis señor, que temiendo meter la hoz en mies ajena, no suelo responder si la pregunta no es directa. Ahora que tiene ya este carácter, puedo contestar la certeza de la proposición, diciendo que yo no soy quien come mejor que caza; y añadiré que en otro tiempo cazaba mejor que comía, siendo en parte causa de este cambio vuestro reiterado empeño de que coma y no cace.

-¿Y reputas -insistió Berenguer- por inoportuno mi empeño?

-Ninguna de las cosas de mi señor -observó Godofredo- puede a mí parecerme inoportuna; mas con su permiso deseo que cuando se hable de mi buen apetito se apunten también las causas que lo han excitado. Con esta añadidura, ni el venerable conde dirá cosa que no sea muy cierta, ni yo pasaré plaza de comedor tan a secas como se pretende.

-Muy enhorabuena -continuó don Ramón-; tendremos presente esta exacta advertencia para cuando venga el caso; y no será hoy, a no cambiar las cosas, pues hasta ahora no te vemos comer con el exceso que notamos otras veces.

-Todo lo contrario -repuso el súbdito algo amoscado-: sepa el señor conde que como poquísimo, gracias al ejercicio sobradamente activo de este día.

-¿Serás tú acaso -interrogole el príncipe- el caballero que nos han dicho haber andado largo rato a pie porque se le escapó el bridón después de haberlo desmontado a su pesar y de un modo poco agradable?

-No, señor -contestó repentinamente Giralt-; no soy yo, ni jamás lo ha conseguido ningún caballo, sin embargo de haberlo no pocos intentado; y ya sabéis que sólo a una persona cedo en eso de regir las riendas de un corcel.

-¿Qué te parece del desafío, Gualterio de Monsonís?- dijo el conde, dirigiéndose al huésped.

-Estoy cierto -satisfizo éste- de que el caballero Giralt encontrará un competidor; y si quiere olvidar por un momento su clase, podría presentarle otro.

-¿Y quiénes son? -exigió, con altanería, Giralt.

-El uno soy yo -dijo Gualterio- y el segundo un paje mío que está abajo en la plaza.

-Os admito a vos -dijo Godofredo- y también al paje; vamos al momento.

Y alzándose del asiento se fue para Gualterio que se disponía a seguirle.

-¿Qué es esto? -exclamó, con voz imperiosa, el conde-: ¿olvidasteis, caballero del Ciervo, que estáis aquí de nuestra orden, y que sin otra orden, nuestra también, no podéis moveros de este sitio?

-Señor -dijo, deteniéndose, el joven-: perdonadme, os suplico, pues con la seguridad de salir con victoria me ponía en el caso de presentarme al momento con este nuevo lauro.

-La obediencia a tu príncipe -gritó don Ramón- es el más noble con que puedes decorar tu frente. Sentaos caballeros -añadió, viendo que algunos se habían alzado-; ésta interrupción y este tono sólo se dirigen a Gualterio de Monsonís, y él sabe bien la causa.

-Si es preciso que la exponga -platicó éste-, como se le ha indicado no ha mucho al caballero Giralt en orden a las razones en que se apoyaba la proposición sentada por el señor conde, lo haré al momento.

No pudo menos de reírse Berenguer al oír este oportuno y picaresco recuerdo de la voracidad de Giralt; hizo una señal a éste para que no contestara como iba a hacerlo; y volviéndose a Monsonís:

-Este negocio -le dijo- lo hemos de ventilar a solas y hoy mismo.

Este incidente pareció haber turbado la alegría del convite; y por lo mismo reanudola el humor festivo del príncipe, dirigiéndose alternativamente a unos y otros con graciosas chanzas, a las que solía acomodar ingenioso giro, cuando según su dictamen pudieran agriar a alguno, o dar margen a indebidas llanezas. Levantose al fin de la mesa, y despidió a los convidados, mandando a Gualterio de Monsonís que estuviese dispuesto para cuando de su orden se le llamara.

En el trato del conde había visto éste repentinas mudanzas, extremada franqueza, gravedad oportuna, momentos de afable amistad, y otros de rigidez inesperada; y de todo ello dedujo que era hombre capaz de conservar su puesto, de divertirse hasta el punto en que temía degradarse, y que por ningún estilo toleraría a quien abusase de sus condescendencias. Así resolvió ser muy cuerdo en la conferencia que le aguardaba, bien que sin perder un dedo de terreno ni ceder de su carácter, aun cuando debiera costarle la vida. Dio disposiciones para alojar a Ismael y acomodar a los caballos; y volviose a la sala del banquete, esperando ser llamado.




   ... Cuerdo respeta
su reposo y el tuyo, y no imprudente
salgas al paso a pesadumbres nuevas.


CIENFUEGOS.                


Alzábase soberbia en aquel siglo la ciudad de Balaguer, edificada en el campo de Almata y próxima al río Segre, cuyas copiosas y limpias aguas, derramándose por dilatado territorio, esparcían la frondosidad y la abundancia. Célebre ya en los tiempos de la antigua Roma, el transcurso de más de mil años, lejos de hacer en ella la triste metamorfosis que entre otras, habíale dado mayor extensión, más hermosura y grande importancia. Descollaba en un extremo de ella el magnífico y espaciosísimo castillo y palacio, residencia del conde Armengol de Urgel, su soberano, que la ganó por fuerza de armas a los infieles, a fines del siglo anterior, cuando ya tenía el sobrenombre de Aldabas por haber arrancado con sus propias manos las de las puertas de Córdoba, a pesar de la resistencia de los moros. Algunos de los potentados que le ayudaron en la conquista habían establecido también en ella su morada; y en las calles, plazas y mansiones de aquellos magnates notábase más de un remedo de la opulencia y las riquezas que se ostentaran por doquiera en la corte de los Berengueres. Murió el anciano conde en el año 1092 dejando a su hijo, otro conde Armengol de Mollerusa, que era a la sazón un niño y estaba en Castilla bajo la tutela, como antes dijimos, de su abuelo materno, Pedro Ansúrez. Habitaban los moros en Balaguer; porque la piedad del conquistador no quiso quitarles la vida, ni arrancarlos de sus hogares, contento con exigirles los censos, parias y tributos concertados, consiguiendo de esta manera que no le faltaran pobladores a la ciudad, ni brazos a su campiña.

Alentados los moros con la menor edad y ausencia del conde niño, y viendo las cosas gobernadas por manos extrañas, pues el tutor seguía al pupilo lejos de la patria, alzáronse contra los cristianos y contra su señor natural, negándole las parias y vasallaje que le debían, y resistiéndose a reconocer y dar obediencia al noble Ansúrez. En tal conflicto, los catalanes de Balaguer y de su territorio acudieron al ilustre tutor, quien lejos de mirar con indiferencia tan escandaloso desacato, reuniose con ellos y juró vengar el ultraje que acababa de recibir su poderoso nieto. Conociendo no ser bastantes para contrarrestar a los moros de Balaguer y de su comarca los esfuerzos de los súbditos que imploraban su autoridad, procurose y consiguió la alianza del rey de Aragón, de Pamplona y de Navarra, a quien hizo ventajosísimos pactos para que le ayudara a sujetarlos. Estas diligencias, sin embargo, no produjeron el efecto que de ellas esperaba el conde Ansúrez, porque carecía aquel rey de las tropas necesarias para llevar a cabo la nueva conquista. Conocida por el tutor de Armengol la falta de recursos de don Alonso, y considerando, además, que la ciudad de Balaguer era fortaleza muy respetable, tanto por sus medios de defensa, como por los abundantes y fáciles socorros que podía recibir de los moros de Lérida, Tortosa y Zaragoza, entendió que la reunión de numerosa hueste y la prontitud de la ejecución eran, quizá, los únicos medios de recobrar la corte de los condes de Urgel, reduciendo a la obediencia a los ingratos vencidos.

En tales circunstancias, y sabiendo cuántas eran por entonces las fuerzas del conde de Barcelona don Ramón Berenguer, resolvió acudir al mismo, a fin de que supliese el menguado poderío del rey de Aragón. Admitió gustoso el de Barcelona la demanda de Ansúrez; y convino en los conciertos que le propuso el abuelo de Armengol, iguales a los ofrecidos anteriormente a don Alfonso y cuyas ventajas correspondían a la importancia del objeto, y a los fastos y sacrificios para la empresa indispensables. La cesión de varios castillos y de una parte de la ciudad hecha a favor de nuestro conde, era justa recompensa del trabajo y dispendios que empleara en la conquista; pues guisada cosa parecía que reportara razonable provecho quien sintiera crecido daño.

Los preparativos de esta guerra ocupaban a Berenguer III y a la corte toda en la época en que, llamado por el príncipe, se presentó en ella Gualterio de Monsonís a dar razón de la conducta observada en el monasterio de Santa Cecilia. Sabíalo el mozo, y por ello le era doblemente sensible el castigo que se le impusiera, pues le privaba de barajarse en un negocio hecho de molde para acreditar con cuánta justicia se ponderaba el ardor bélico y la constancia desplegados por él mismo en Asia; mucho más, teniendo la ventaja de combatir contra igual clase de enemigos, y de poder emplear los medios con que reportó señaladas victorias en la Tierra Santa. Alimentaba, sin embargo, la esperanza de conciliarlo todo, pues si la pena debía de ser algún duradero encierro, pensó solicitar del conde la licencia de juntarse con los combatientes, dejando para después de hecha la conquista el cumplimiento del castigo.

A la sazón, paseábase por la sala en que lo dejamos no ha mucho, bien ajeno a la verdad de todo lo que hemos dicho, y ocupado exclusivamente en la memoria de Matilde, y de la fatalidad que interrumpió su coloquio en el instante de mayor interés. No dudaba de que hubiera logrado convencerla; mas la inoportuna orden del conde habíale robado aquella favorable ocasión, que tal vez muy tarde o nunca volviera. Un paje de Berenguer atajó sus reflexiones, llevándole la orden de presentarse al príncipe.

El traje de este era entonces bien distinto del que antes le viera Gualterio. Rico ahora, magnífico, adecuado a la clase de tan alto personaje, no hacía, sin embargo, notable mudanza en su rostro; a lo menos Monsonís creyó entrever en él la misma mezcla de rigidez e indulgencia, de franqueza y de gravedad que le chocara desde un principio; afirmose, por tanto, en la resolución de ser cuerdo; sin, empero, sufrir cosa alguna que pudiera menguar su reputación o su jerarquía. Al entrar Gualterio en la estancia, saludole afectuosamente el soberano, aunque sin indicarle que se sentara; y el joven contestó al saludo con aire de desembarazo y de deferencia, de seguridad y de respeto, o mejor diremos como debiera hacerlo un valiente en sus circunstancias. El príncipe rompió el silencio:

-¿Eres tú -le preguntó- Gualterio de Monsonís, conocido por el Caballero del Ciervo?

-Sí, señor -satisfizo éste.

-¿Es cierto que te has introducido, de noche y furtivamente, en el monasterio de religiosas de Santa Cecilia, en el condado de Urgel?

-Es cierto.

-¿Y sabes la expiación que reclama semejante atentado?

-La ignoro.

-¿Y si fuese la muerte?

-La sufriría.

-¿Y sufrirás cualquiera otra?

-Como no redunde en mengua de mi religión, de mi honor, de mi familia, ni de Matilde de Sangumí, estoy pronto a cumplirla, cualquiera que ella sea.

-¿Y con qué objeto fuiste al monasterio de Santa Cecilia?

-Para ver a Matilde, saber si estaba allí de grado o por fuerza, y llevarla conmigo, en el segundo caso.

-¿Y con qué derecho? -interrogó, con imperioso acento, el conde.

-Con el de esposo -contestó Gualterio.

-Tú no lo eres todavía -repuso don Ramón-, y lo prueba la violencia que usaste, pues no necesitabas de ese medio si tuvieras sobre ella el dominio que esa calidad atribuye. Tú violaste el asilo de las vírgenes consagradas a Dios; lo violaste con el objeto de cometer un rapto, tú atentaste a los derechos de Arnaldo de Sangumí, bajo cuya custodia está su hermana Matilde; tú pretendes hacerla tu esposa contra la voluntad de aquel caballero; y nunca será, mientras me llame yo conde de Barcelona, que nadie se atreva a tanto. Dame, pues, cuenta de tu conducta, de los motivos que la guiaron, de la razón en que pretendes apoyar tan escandalosos desacatos; y mide y pesa tus palabras, pues será ejemplar el castigo si no logras justificarte.

El rostro de Berenguer era severo, traslucíase en sus facciones cierto gesto de mal cubierto enojo capaz de arredrar a otro que hubiera tenido menos valor y menos razones para sincerarse que el del Ciervo. Alcanzósele a éste el serio carácter que el interrogatorio tomaba; y, por lo mismo, conociendo que sólo una completa demostración de su inocencia podía desvanecer el ceño del príncipe, resolvió no callar cosa alguna de cuantas pudieran conducirle a buen resultado. Expuso las antiguas relaciones de su familia con la de Sangumí; el afecto que naciera entre él y la joven Matilde desde la edad más tierna; la aprobación obtenida de los padres de ambos; la irregular conducta de Arnaldo con respecto a su madre; la última disposición de ésta; los esfuerzos hechos desde entonces por el hermano de su querida para distraer al uno del otro; el concierto concluido entre los dos mozos al marchar a Asia; el encierro de Matilde, a fin de impedir que Gualterio la viese a su retorno; las injurias con que ante ella le había calumniado Arnaldo; las intrigas del padre Asberto; la sorpresa en el castillo de Sangumí y su resultado; y la conducción de la heredera a la casa de su padre. Ni una sola vez le interrumpió el conde, si bien por sus gestos y movimientos dedujo el cruzado la sensación producida por cada uno de los accidentes que refería.

Oído el fin de la historia, alzose el magnate, y acercándose a Gualterio:

-¿No habéis faltado a la verdad -le preguntó- en cosa ni en circunstancia alguna de las que acabáis de explicarme?

-Si otro que no fuera el venerable conde de Barcelona -respondió, con aire sobrado altanero el joven, me dirigiera esta pregunta-, contestárale yo con la punta de la espada.

-Y con la punta de la espada -gritó súbitamente el magnate- te hiciera yo arrepentir de esa intempestiva jactancia si fueras un igual mío.

-Los dos somos caballeros -exclamó Monsonís.

-¿Quién te armó tal? -interrogó el conde.

-Vuestro tío y tutor don Berenguer Ramón -satisfizo el guerrero.

-No puedes tú teñir la espada en la sangre de su sobrino y pupilo -observó el príncipe-, ni me es a mí lícito quitar la vida a quien mi tío y tutor confirió la orden. Tu desmedida altivez hubiera podido hacerme olvidar mi clase y mi carácter; pero agradece a ese lazo que nos une -le añadió en voz baja- el que no reprima tu descortés y desusada insolencia.

Reconoció Gualterio su falta de respeto y la generosidad del caballero soberano; e inclinando la vista al suelo y en actitud más comedida, esperaba en silencio la resolución de Berenguer. Satisfecho éste de la humilde postura del caballero, y arrepentido, además, de haberse dejado llevar un momento de su ardor juvenil, quedose también en silencio, y en tal estado permanecieron ambos un corto espacio. Gualterio, sin embargo, creyó no haber hecho bastante, y desvanecido ya el primer arrebato de ira excitado por la pregunta del conde, y movido de su bello carácter, acercósele otra vez; y con la mayor sumisión y respeto le dijo:

-Perdonad, señor, si un momento...

-¿Que te perdone? -atajole el soberano-. ¿Qué tenemos nosotros que ver con que dos caballeros se hayan disputado?: Yo creo que ni el conde de Barcelona, ni Gualterio de Monsonís han tomado parte en sus desavenencias.

Comprendió el hermano de Casilda todo el valor de estas palabras; y con el silencio supo indicar cuanto las admiraba. Ambos interlocutores tomaron su primera posición; y permanecieron callados.

-No son las tuyas -dijo don Ramón a breve rato- las primeras noticias que me han llegado del maligno carácter y dolosas intrigas de Arnaldo de Sangumí: yo interpondré mi autoridad para trastornarlas; sin embargo, por grande que sea la razón que te asiste, no basta a sincerar tu conducta ni me es dado no castigarte. El conde de Urgel es el ofendido, y a mí toca reparar la falta con un servicio en pro del mismo que sea capaz de dejarle satisfecho. Dentro de tres días partirás con el ejército que va en su auxilio para sujetar a los moros de Balaguer; y mientras llega la hora, no debes salir de la torre del vizconde en que te encerrarán de mi orden. Entrarás en el cuerpo de los paladines aventureros que han querido tomar parte en esta pugna; mas si no te acomoda tal partido, no le faltan a mi autoridad otros medios de convencerte de que ni la clase ni los lauros, pondrán jamás a nadie a cubierto de mi justicia.

-Señor -contestó Gualterio-: casi pudiera quejarme de la excesiva piedad con que se me trata, pues la pena impuesta estímola por galardón, no por castigo; mas supuesto que así lo ordenáis, no será en vano que haya peleado ocho años contra los infieles, ni dejaré desairada la inapreciable gracia recibida hoy de vuestro magnánimo pecho.

-Las pruebas que des de tu valor en esta campaña me indicarán hasta qué punto he de interesarme en tus negocios, y dictar mis mandatos a fin de que Matilde de Sangumí sea tu esposa. De mi cuenta corre dar conocimiento a tu padre de mi resolución y de las causas que la motivan; por lo mismo, no dirás de ti a persona alguna; y sólo se te permitirá en la torre la compañía de tu paje.

De tal modo separáronse los dos jóvenes, harto satisfechos el uno del otro; y Gualterio, acompañado de Ismael, se presentó en la torre del vizconde, en donde había ya anticipada disposición de alojarlos. Viendo el asiático que los encerraban, sintió oprimírsele el corazón; y después de haber reconocido con la vista su nueva morada, mantúvose en pie en un rincón de ella, cruelmente acongojado. Nacido en el desierto, y libre toda su vida, por huir de la esclavitud que le amenazaba en su patria pasó al servicio de Gualterio; y el verse preso cuando más libertad esperaba, trastornó de tal modo sus ideas, que estuvo a pique de derramar copioso llanto y de proferir amargas quejas; pero su amo callaba, y el servidor era incapaz de interrumpir su silencio.

Gualterio, por el contrario, habiendo sacado de aquel negocio un partido que no esperó en manera alguna, bendecía la generosidad del conde, y el momento en que resolvió introducirse en Santa Cecilia. Tan sólo causaba alguna inquietud en su pecho la prohibición de dar noticias suyas mientras estuviese en la torre del vizconde, pues la infeliz Matilde ignoraría su paradero hasta que Romualdo quisiese hacerla sabedora de las nuevas que Berenguer se encargó de escribirle. Sin embargo, consolábase fácilmente de este pesar, porque en breve saldría de su encierro para correr a las armas; oiríase su nombre entre los ya ilustres de otros caballeros que debían marchar a la conquista; y Matilde sabría, al menos por la fama pública, su situación, sus andanzas, y quizá también sus proezas. Pensaba, además, llevar consigo a Ernesto de Otranto y a Gerardo, encargando a Ismael cuando fuese a llamarles una arriesgada misión para el castillo de Sangumí. Con este arreglo de cosas acabó de tranquilizarle, y de creer que sus asuntos iban encaminados a mejor fin de lo que pudiera prometerse en la mañana de aquel mismo día.

No se le ocultó a nuestro caballero el quebranto del asiático, cuyo gesto macilento y mal oculto coraje revelaban las desagradables ideas de su menté.

-¿Qué es eso, Ismael? -le dijo- Parécesete triste en demasía, y que por esta vez no arreglas los movimientos de tu corazón por los de mi rostro.

-A la verdad, señor -respondió melancólicamente el mozo- que después de nuestra llegada a Europa dijérase que nos persigue algún genio maléfico. Sorprendidos acá, expuestos allá, presos por los caminos; y, por último, encerrados en un castillo, sin saber, al menos por mi parte, la suerte que nos aguarda.

-¿Y piensas acaso -interrogó Gualterio- que no podamos burlarnos de la suerte?

-Señor -satisfizo el paje-, yo nada pienso, pues confieso que el estar encerrado entre cuatro paredes ha embotado todas las facultades de mi alma; en campo libre nada me arredra; pero al verme encarcelado no sirvo para cosa alguna.

-¿Y qué se hicieron tu conformidad y sufrimientos?- insistió el hermano de Casilda-: escrito estaba que perderías la libertad, y, por lo mismo, no debe sorprenderte esta desgracia.

-No me sorprende -observó el árabe- ni me acobarda; pero me anonada más que la ira de Mahoma.

-Sospecho que si te oyeran tus paisanos habían de llamarte blasfemo.

-Y contestárales yo que no sé lo que me hablo, lo que pienso, ni lo que deseo.

-Consuélate, buen Ismael, no estaremos aquí muchos días; y lo mejor de todo es que al salir vamos a ponernos en marcha para la guerra.

-¿Al Asia? -interrogó al punto el mahometano.

-No, no; aquí mismo, y no lejos de Barcelona: volveremos a nuestros anteriores trabajos; y me alegro, porque ya iba durando mucho esta holganza a que no puedo acostumbrarme.

Brillaron como los rayos los ojillos del sarraceno al saber que se trataba de guerra; y como se disipa la niebla de su patria al primer rayo de sol de la mañana, así se desvanecieron las arrugas de su frente y la sombría palidez de su semblante.

-Esto ya es otra cosa -exclamó alegre-. Para lograr un bien justo es sufrir algunos males, y si el resultado de este encierro ha de ser una guerra, lo tengo por más llevadero que la libertad con paz eterna.

Tal era el carácter cruel del mozalbete; todo cuanto oliera a matanza, a destrucción, a desdichas, satisfacía las ansias de su alma, y halagaba las inclinaciones de su corazón. Criado entre las hordas de los árabes errantes, dados al pillaje y al asesinato, salió un excelente discípulo de tan infernal escuela; el amor y la lealtad a toda prueba hacía su amo eran las únicas virtudes que poseía; todos los demás movimientos de su pecho, todos sus deseos, todas sus obras, procedían de vicios y de inclinaciones a cual más perversa. Gualterio lo conocía perfectamente; pero como no era capaz de separarse en el más pequeño ápice de sus mandatos, la previsión y cautela del amo tenían a raya las fatales disposiciones del paje. Contento éste con las oídas noticias, esperó ansioso el día de salir de la torre, sin que hasta entonces profiriera su boca queja alguna, ni se observase en él la menor señal de impaciencia.

Venido el tercer día fue puesto en libertad Gualterio; y al pie de la torre, en la misma plaza del palacio de los condes, encontró, no sólo sus caballos, sino a Ernesto de Otranto y a Gerardo, a quienes hizo venir Romualdo, al noticiársele la determinación tomada con respecto a su hijo por don Ramón Berenguer.

Tal previsión y afán de complacerle no le gustó seguramente al caballero, pues de este modo se le quitaba el plausible recurso que hubiera tenido para enviar a Ismael al castillo de Sangumí. Antes de coger el caballo, quiso presentarse al príncipe, quien le recibió como a un amigo, manifestándole el disgusto de su padre al saber la arriesgada travesura del mozo, si bien ahora quedaba tranquilo, esperando que en la próxima guerra lavaría aquí la tacha impresa entonces sobre su conducta. Enviábale el buen anciano a su paje y al escudero con ellos la bendición paternal; y Casilda también le remitía tres hermosas plumas para nuevo adorno de su yelmo. Nada habló el conde de Matilde; mas el del Ciervo, incapaz de sosiego mientras no supiera, noticias de ella, iba a arriesgar alguna pregunta dirigida a este objeto, cuando Berenguer, comprendiendo su intento, le salió al paso con una severa mirada:

-Tu conducta en esta guerra -le dijo- me indicará hasta qué punto eres digno en mi consideración en favor tuyo y de la hija de Sangumí. Hasta entonces debo considerarte como quien espía una falta muy grave con un castigo leve, generosamente impuesto por su soberano.

No tuvo Gualterio valor para replicar al magnate; y aguardó en silencio sus órdenes.

-No saldrás de palacio -continuó- hasta la madrugada de mañana: entonces, junto con los aventureros que en este lugar deben reunirse, seguirás el camino del anciano Vilamala, jefe de vuestra hueste. Creo que en la compañía habrá algunos amigos tuyos, pues más de dos de tus hermanos de armas de Asia han venido a ofrecerse para combatir contra los moros. No hay necesidad de decirles que tu ida es forzosa; basta que tu príncipe lo sepa. Si alguno te hablase quizá dula andanza de Santa Cecilia, bien puedes contestarle que el conde de Barcelona no la ignora, y la perdona.

-Todo va de bien en mejor -decía para consigo Gualterio-; dentro de un par de días sabrá Matilde que yo formo parte de los valientes destinados a escarmentar a esos perros de Balaguer; y dejará de estar incierta en orden a mi fortuna. Empuñemos la espada y creámonos de nuevo trasladados al Asia, y lejos de mis padres y de Matilde y de todo lo que de cerca me pertenece. He aquí otra vez a mi escudero y a mis pajes y mi caballo de batalla y todo lo que me acompañó a la Tierra Santa; y tampoco faltarán, según dice el conde, algunos de los camaradas que conmigo, combatieron. Mi padre está ya tranquilo, me envía, su bendición y me perdona; Casilda gusta de que su hermano alcance glorioso renombre; ella consolará a Matilde como lo hizo antes de ahora; le asegurará que la amo, que jamás dejé de quererla, y que sólo su amor y su mano pueden hacer mi ventura. Esta guerra repútola más bien por una diversión que otra cosa; y así, dentro de un mes estoy de vuelta en mi castillo; el conde toma a Matilde bajo su protección, acaba de cerciorarse de cuanto le he dicho, y su autoridad la hace mi esposa.

En tales reflexiones pasó nuestro caballero la mayor parte de la noche, y el sueño que vino a confundirse con ellas hacia la madrugada, fue bien presto turbado por el sonar de bélicos instrumentos, y por el bullicio de personas y caballos que se hallaban ya reunidos en la plaza. Dejó el lecho Gualterio; y asomose a una ventana a ver a sus nuevos compañeros de armas. La infantería saliera de Barcelona dos días antes, y a la sazón sólo se presentó en aquel sitio la gente de a caballo, que estaba dividida en dos cuerpos. Componíase el primero de unos doscientos hombres al sueldo del conde, que permanecían montados porque el príncipe estaba ya en la sala de armas dispuesto a partir con ellos.

Constaba el segundo de unos setenta caballeros, nobles todos y conocidos ya por sus anteriores hechos, que se mantenían a sus propias expensas, y acudieran en parte de otros pueblos sujetos a Berenguer, sin más motivo que coadyuvar a las intenciones de éste, y adquirir nueva fama en la oportuna ocasión que para ello se había presentado: dábaseles el nombre de aventureros. Regía brioso corcel a su frente el respetable anciano Vilamala, cabeza de una dilatada, noble y rica familia, cuyas pasadas hazañas le habían ganado universal prestigio e ilustre nombradía. A su lado iba el primogénito, amigo intimo de Gualterio, y que con éste y con su padre hizo toda la guerra de Asia. Llegados ambos a Barcelona pocos meses antes, no dudaron volver a la fatiga de las armas apenas se presentó favorable coyuntura. En su escuadrón podían contarse como unos veinte caballeros de los que sufrieron el sol de Palestina; y a la verdad no era difícil conocerlos entre los otros, ya fuese por el color atezado que adquirieran en ella, ya por la cruz del pecho, ya por cierto continente más marcial que se les notaba a la legua, ya finalmente por una soltura que al primer golpe de vista los distinguiera de los demás, sin que pudiese fijarse la causa.

La vista de aquella hueste conmovió vivamente al del Ciervo desde el primer instante; mas al divisar a sus antiguos camaradas, y en particular a su querido Vilamala, corrió presuroso hacia la plaza; y trepando por entre los caballos abrazole con cariño, besó su rostro más de diez veces, y aun derramaron una lágrima ambos amigos, pues, desde la toma de Naplusa, en que Vilamala se había separado del grande ejército de los cruzados para recorrer el valle de Genezaret, nada había sabido el uno del otro, y entrambos estaban respectivamente cuidadosos de su suerte.

-¡Henos aquí reunidos otra vez! -exclamó Gualterio-; y reunidos para hacer la guerra a los infieles, aunque en distinto campo.

-¿Pues qué -le preguntó su amigo-, vienes tú con nosotros? ¿Has querido también tomar parte en esta escaramuza?

Semejante demanda desconcertó un poco al de Monsonís, pues aunque gustoso hubiera ido a aquella guerra, sin embargo, hacíalo por mandato de su soberano y como en castigo de grave falta.

-Voy, sí -satisfizo a su amigo-; voy en tu misma tropa, como aventurero; pero en mejor sazón te explicaré el motivo que acá me conduce.

Atropelladamente se contaron ambos lo que de ellos había sido desde la entrada en Naplusa, hablose de los posteriores lances de armas, del viaje a Europa, de su llegada a Barcelona; díjose de Matilde y de Arnaldo; se pronunció el nombre de Cecilia, futura esposa de Vilamala, y aun el de cierta joven asiática que trajo algo distraído a uno de los dos; y mucho más se hubiera dicho, preguntado y satisfecho, si el repentino tocar de los instrumentos no anunciara la salida del señor de los catalanes. Montó Gualterio a caballo, colocándose el último de los aventureros, tras los cuales velase numerosa comitiva de escuderos y de pajes.

En medio de aquel bélico estruendo y de las aclamaciones de un inmenso gentío, presentose el conde de Barcelona, armado de pies a cabeza y oprimiendo el lomo de un poderoso caballo de batalla; que siete años atrás bebiera por la primera vez en las aguas del caudaloso Guadalquivir. Dio el conde tres rápidas vueltas alrededor de todos los caballeros; saludó afectuosamente a sus jefes, correspondiendo también a los vivas del pueblo; y puesto a la cabeza de su gente, desenvainó la espada, y salió de la plaza y de la ciudad, seguido de sus guerreros. Enderezaron el camino hacia el condado de Urgel9, concertado ya de antemano con el conde Pedro Ansúrez el punto de reunión de sus tropas con las que condujera Berenguer, para desde allí dirigirse juntos a la conquista de la ciudad objeto de la empresa. Continuaba Gualterio en el mismo sitio que espontáneamente eligiera, con la esperanza de que su valor le abriría la senda para acercarse más al anciano Vilamala, a quien no dudaba que el conde había revelado parte de sus secretos. Los tres servidores seguían a su amo; y a cada paso se aumentaba el placer de Ismael, porque a cada paso se iban acercando al teatro de las batallas.




   Ah! se per me nel core
Qualche tenero affetto avesti mai,
Placa il tuo sdegno, e rasserena i rai.


METASTASIO.                


-Ambrosio te acompañará, Rogerio mío; sólo has de ver a la señorita, haciéndote sordo a las preguntas de los criados. Nadie puede negarte el paso, y si no la encuentras en su estancia, el bueno de Santiago te conducirá a ella; déjate de correr por el camino, no sea que acontezca alguna desgracia; Ambrosio ha de guiar el caballo; tus fuerzas, hijo mío, no bastan todavía a gobernarlo. Entrega este pergamino a Casilda, y oye la contestación que te diere, apréndela de memoria, dísela a Ambrosio, y de ésta manera él te ayudará a recordarla.

-No tengáis cuidado, señora -respondió el niño a Matilde-; correremos poco, y al momento estoy de vuelta con la contestación: yo os la recitaré del modo mismo que la reciba de la señorita. Consolaos, señora, el mensaje tendrá buen resultado; y entonces ya no lloraréis más.

-Sí, sí, hijo mío, no debo llorar; ve, ve, vuelve cuanto antes; mas procura, sobre todo, librarte de cualquier tropiezo.

Y diciendo estas palabras pasaba la mano por el rostro del pajecillo decorado con negros y lustrosos rizos.

Hijo el muchacho de una mujer que fuera en otro tiempo dueña en el castillo de Sangumí, entró en él a la edad de cuatro años para pasar con el tiempo y en clase de paje al servicio de la madre de Matilde. La prematura muerte de aquella hubiera sido la orden de despedida de Rogerio, a no encargar muy particularmente a su hija que no le abandonase nunca, ni le obligara a salir de la casa. La compasiva y buena Matilde cumplió con singular gusto los deseos de su madre; y quedose Rogerio en el castillo, si no como un verdadero paje, pues las costumbres del siglo no le permitían tenerlos a una señorita, al menos haciendo las veces de tal y aun llevando el nombre, que recibiera antes de la muerte de la señora de Sangumí. Rayaba a la sazón de que vamos hablando en los trece años, si bien nadie se los echara al verle: sencillo, ingenuo, hermoso, callado y más quieto de lo que prometía su infancia, era el niño mimado de la casa, pues aun cuando Arnaldo odiase en él una memoria de su madre, queríale entrañablemente la señorita, de quien dependía en un todo. Sentía sólo que iba acabándose el tiempo de ser tan dichoso, pues dentro de muy pocos años fuérale indispensable separarse de Matilde para servir a algún caballero, sufriendo las duras y largas pruebas consideradas como requisito necesario para acreditar la aptitud de recibir a su vez la orden.

Enviábalo entonces la heredera al castillo de Monsonís a saber por Casilda el destino de Gualterio, ya que apenas salido éste de su casa, Romualdo condujo a la suya a la hermana de Arnaldo, en cumplimiento de su promesa; y volvió al castillo a esperar las noticias que el conde de Barcelona le diera de la prisión y suerte de su hijo. Sus esperanzas no se frustraron, pues Berenguer le dio de todo exacta cuenta, y Monsonís, perdonando los extravíos del mozo en gracia de su valor y de la empresa en que iba a tomar parte, le envió su bendición y a los servidores venidos con él de la Tierra Santa. El pobre anciano, no obstante, quedó vivamente afligido por la falta de Gualterio a quien deseaba tener a su lado, ya por el gusto de verle cerca después de tan larga ausencia, ya por saber sus hechos en Asia, y arreglar finalmente con Arnaldo el enlace de los dos amantes. Trastornole de todo punto el imprevisto accidente que le participaba el conde; y a la triste Casilda érale forzoso olvidar sus propios quebrantos, a fin de atender con preferencia al consuelo de su infeliz padre.

Cumpliendo la orden de su señora bajó Rogerio al patio del castillo en donde le aguardaba Ambrosio; y ambos a caballo y pasando ya el puente levadizo, emprendían su viaje, cuando se les apareció súbitamente el caballero Verde.

-¿Adónde vais? -interrogó con gesto altivo e iracundo tono.

-Yo voy -contestó el niño- a cumplir un mensaje de mi señora; y Ambrosio viene a acompañarme por su mandato, con el fin de que ningún daño me suceda.

-Mis criados no han de cuidarte a ti -repuso Arnaldo- ni tú debes salir del castillo sin orden mía; volved inmediatamente adentro; y tú, villano -siguió, encarándose con Ambrosio-, marcha a tus quehaceres y déjate de tomar parte en los mimos de la señorita hacia ese mocoso; si no deseas que te abra la cabeza o te plante una argolla.

El pobre vasallo volvió al instante las riendas; pero el atrevido doncel, sin curarse de obedecer a Sangumí, espoleó el caballo para tomar el camino de Monsonís. Pero tenía que habérselas c n Arnaldo, quien irritado de semejante temeridad, corrió tras él, y cogiéndole por un brazo lo tiró desde el caballo al suelo sin causarle, afortunadamente, grave daño. Alzose Rogerio lloroso, corriendo a guarecerse a la estancia de Matilde.

-¿Qué tienes, hijo mío? -le dijo ésta, acariciándole-. ¿De dónde vienes tan cubierto de polvo? ¡Ah!, sin duda has echado a correr, contra lo que te previne, y el caballo te ha tirado. No llores, hijo, no llores; ven siéntate aquí en la almohada.

Mas el inconsolable paje contó, entre sollozos, la sorpresa de Arnaldo, y el modo con que le tratara.

-¡Qué barbaridad! -pensó la joven consigo misma-, ¡cuán cruel me parece maltratar de tal modo a un inocente niño!

Indicole este sencillo hecho la disposición de su hermano, quien quizá sólo castigara a Rogerio por llevar un encargo suyo, y auguró de tal lance bien tristes sucesos.

Efectivamente, no se equivocaba. Arnaldo hizo en Barcelona cuanto puede imaginarse, a fin de perder a Gualterio, o alcanzar al menos que fuese encerrado por largo tiempo, con el objeto de reducir mientras tanto a su hermana, burlando al enamorado mozo; pero la tentativa a su entender más oportuna fue precisamente la que trastornó todos los planes hasta entonces bien ejecutados. Persuadido de cuán preferible es siempre hablar por sí mismo que hacer este encargo a un tercero, presentose al conde, afeando la conducta de Monsonís, y consiguiendo casi un severo castigo. Esta oficiosidad mal solapada hízole discurrir al soberano; y al volver de la caza, durante la cual le hablara Arnaldo, había llamado a tres magnates de toda su confianza para tomar noticias de este hombre, y traslucir cuál podría ser el motivo que le indujera a solicitud semejante. Bien ajeno estaba el del Ciervo de creer al príncipe en un consejo del cual dependía su suerte, cuando, después de la comida, aguardaba a ser llamado. Las circunstancias y hecho que supo entonces el conde justificaron las concebidas sospechas; y así pensó ser indulgente con el culpable, y aun tomar una parte activa en sus cosas cuando el cumplimiento de la expiación que pensaba ordenarle le hiciera digno de ser protegido. Este resultado, triunfo verdadero para el hermano de Casilda, exasperó de todo punto a Sangumí; y fijo en sus primeras determinaciones resolvió definitivamente disponer de la mano de Matilde a su antojo, mientras durase la ausencia del confiado amante. El mozo Gerardo de Roger, de quien le habló a aquella joven el padre Asberto en el monasterio de Santa Cecilia, no era un personaje fingido, sino un caballero de Barcelona de calidades tanto o más perversas que Arnaldo. Roger había vuelto de Asia, en donde hizo la guerra con Sangumí, luego de lograda la conquista de Jerusalén. Ciertas rivalidades y piques en el asedio de aquella ciudad despertaron en su pecho odio perpetuo contra Gualterio; y a fuer de amigo del Verde, y poseyendo un corazón del mismo temple, no reparó en decirle de este rencor y de las causas que lo motivaron. Este joven reputolo Arnaldo hecho de molde para sus planes; le ofreció rica dote y la mano de Matilde, y Roger con el solo objeto de burlar a Gualterio, juró ser hermano de Arnaldo, ora disputando la posesión de la doncella a todo trance, ora valiéndose del primero y más fácil medio que se ofreciera. Vuelto Sangumí a Cataluña le hubo de recordar Roger su promesa; y por más que aquel desease cumplirla, no les fuera tan asequible salir airosos con su proyecto, si la atolondrada resolución del caballero del Ciervo de sacar a Matilde del monasterio, y de los acontecimientos que fueron su consecuencia no dejaran el campo libre a los avenidos mozos.

El fin de Arnaldo al indicar al padre Asberto que le hablara a Matilde de Gerardo como de una persona querida de antemano, era el irla acostumbrando a aquella idea, y hacer cundir la nueva de estos amores para que al venir Gualterio supiera la infidelidad de su amada, y la abandonase. Quiso preparar las cosas de manera que Matilde creyese las distracciones del cruzado en Asia, y éste las de su futura esposa en Europa. Para dar el último golpe a este plan infame llegaban juntos al castillo, en el momento en que de él salía el paje con Ambrosio.

Al presentarse Arnaldo a su hermana con aire solícito y cariñoso, sorprendiola mientras acariciaba al lloroso Rogerio, y le dijo con toda la ternura que en él cabía:

-Perdona, querida hermana, si he castigado a ese niño, pues no parece regular que me falte impunemente a la obediencia. Tú eres demasiado buena y dejas atrevérsete a todos; esas condescendencias harán orgulloso a Rogerio, a quien alguna vez a ti misma te perderá el respeto.

Y luego, volviéndose al paje:

-Si aspiras a ser un día caballero -le dijo-, no debes llorar por una caída de caballo; éste será tu más pequeño tropiezo en los combates.

-Es muy niño, hermano mío -observó Matilde-. Criado cerca de mí siempre, le traté con dulzura, y más que la caída le afligen, sin duda, tus palabras; déjale llorar, pues a su edad la naturaleza exige este desahogo.

-Tú lo deseas -repuso con dulzura Sangumí-, y nada quiero replicarte; mándale que se retire, pues me trae aquí un negocio de grande importancia.

Apenas a la orden de su señora hubo salido el paje, cuando Sangumí, sentándose al lado de ella, le cogió amorosamente la mano.

-Tu hermano ha tenido el gusto de prevenir tus deseos -hablola-. Sospecho que enviabas a Rogerio a saber de Gualterio; y yo, conociendo cuánto importa a tu felicidad su suerte, te traigo cuantas nuevas puedan interesarte. Monsonís ha sido condenado a un encierro de seis años en la torre del vizconde; y al influjo y a los ruegos de muchos amigos es deudor de la indulgencia con que le ha tratado el soberano. Gloriome de no haber hecho mérito de tu rapto y conducción a su castillo, cuyo atentado conocí que debiera exasperar al príncipe, y traer mayores males sobre tu infiel amante. Estos accidentes, y la violencia usada contigo en esta misma sala te habrán convencido de que se ha hecho indigno de enlazarse con nuestra familia, cuyas glorias quedarían contaminadas con su admisión en ella. Tú misma eres testigo de los excesos de ese joven, y viste hasta qué punto ha justificado la mala fama que le precedía. La escandalosa profanación del monasterio de Santa Cecilia, su furtiva entrada en esta casa, el modo poco decoroso con que en ella se condujo, y, finalmente, tu rapto, son, Matilde mía, no juveniles deslices, no perdonables faltas, sino delitos contra la religión, contra las buenas costumbres y contra los derechos de un dueño. No lo desconoce Gualterio; pero, ¿creyeras tú que en la misma corte, en la mesa en la cual le dio un lugar la nobleza y generosidad del conde, tuvo valor para insultar y aun desafiar al respetable Godofredo de Giralt, irritando con semejante proceder al mismo soberano en el acto de admitirle entre amigos? No lo dudes; Gualterio cree hallarse todavía en Asia, en donde su carácter impetuoso y altanero ha dejado señales que no se borrarán nunca. La misma joven a quien amaba con ternura ha sufrido graves pesadumbres por sus arrebatos; y cuando estaba ya dispuesta a convertirse a nuestra religión por amor suyo, la dejó abandonada, maldita de los suyos, en una tierra extraña, cercada de cuantos riesgos corren la juventud y la hermosura privadas de todo auxilio. ¡Tanto pudieron en ese hombre las relajadas costumbres de oriente, y los fatales y harto numerosos ejemplos de algunos de sus camaradas! Yo hiciera agravio a tu bello corazón y recto juicio si llegase a dudar que olvidando a ese desleal y malvado, atenderás a tus verdaderos intereses y a los de tu familia; para evitar algún lance funesto creí oportuno colocarte en Santa Cecilia; llamaste crueldad a mi previsión; mas por fortuna te desengañaste, y por medio del padre Asberto me pediste salir del monasterio. Tus deseos se vieron pronto cumplidos; y desde entonces acá las acciones de Gualterio te han probado la justicia de mi resolución, y la certeza de las noticias que te hice dar de su conducta en Asia. La autoridad del conde, lejos de ver con indiferencia tanto desacato, hermanando su natural indulgencia con el rigor indispensable, ha castigado a Monsonís con el encierro. Compadezcámoslo, hermana; fue nuestro compañero en los juegos de la infancia, amigo y hermano de armas mío, y el esposo que te destinó una madre querida; pero ya que con su conducta ha roto el ingrato tantas y tan dulces vínculos, no nos ensangrentemos contra él, y muévanos a lástima la cruel pesadumbre de su anciano y venerable padre, y de la inocente y candorosa Casilda. Después de maduras reflexiones sobre todo lo dicho -continuó Arnaldo, con más afectuoso tono-, teniendo a la vista tu clase, las riquezas de nuestra familia y la edad tuya, creo llegado el caso de darte un esposo digno de ti y de nuestra casa; un esposo capaz de conocer el precioso bien que traslado a sus manos, de estimarlo en su valor real y de tratarlo con la consideración y delicadeza debidas a mi bella y amable hermana. Este esposo no ha sido elegido en un día. Amigo mío también desde la infancia, hermano de armas, noble, rico, bello y estimable, reúne a estas prendas aquella bondad de corazón, aquel afectuoso cariño, aquella igualdad y mansedumbre de carácter indispensables en quien aspire a tu enlace. Idolatra de las bellas calidades que en ti conoció casi desde la cuna, sintiérase dispuesto a alimentar la esperanza de poderse un día llamar tuyo, si los empeños que te unían a Monsonís no pusieran freno a su lengua y férreo dique a las ansias de su pecho. Las distracciones de Gualterio en Asia, de que fue testigo, reanimaron su muerta confianza, y le dieron valor para dirigirse a mí implorando mi mediación para si tu electo esposo no se hacía más digno de la suerte que le estuvo destinada. Así lo acreditan los hechos. Gualterio relajado en oriente y criminal en su patria, ha incurrido en la desgracia del príncipe, y en el desprecio de los demás súbditos; su nombre, borrado de entre los caballeros, mancillada su conducta con un borrón indeleble, mal pudiera prometerse en castigo de sus locuras la preciosa mano de una doncella, cuyas prendas la hacen digna de unirse a un soberano. En este concepto, al destinarte por esposa del joven caballero Gerardo de Roger, no temo oposición por tu parte, ni pudieras con justo título manifestarla.

El discreto lector que haya sabido por un momento convertirse en la heredera, adivinará con facilidad los varios efectos excitados en su ánimo por la estudiada arenga del hermano. Veíanse en ella hechos tan ciertos como dolorosos para el corazón de Matilde; mas, ¿podría convencerse de que Gualterio la hubiese olvidado? ¿Y tenía pruebas para estar segura de su amor? Todo lo contrario; lo sucedido desde su llegada a Europa era público; y lo de Asia había motivos para sospechar que no carecía de certeza. ¡Si el amante hubiera podido justificarse, aun cuando sólo fuera a medias, la enamorada joven, harto dispuesta a creerle, dejárase seducir por sus palabras! Mas la fatal casualidad, viniendo a interrumpir su coloquio en el más crítico momento, dejola en la incertidumbre suscitada por la última conversación con el padre Asberto.

Mientras el anterior discurso de Arnaldo, todo esto habíalo su hermana recordado no una sola vez, sin perder, no obstante, ninguna de las reflexiones adoptadas por aquel para convencerla. Su candor y la dificultad de persuadirse de la infamia y de la vileza de los demás, la hicieron creer algunos momentos que Sangumí le hablaba el lenguaje de la verdad y del amor fraternal; mas el recuerdo de la conducta observada con ella en otro tiempo, trastornaba la inclinación primera. Combatía reciamente su corazón, su memoria, su credulidad y su amor; dudaba de todo más la idea de enlazarse con otro hombre, ni por asomo la había jamás concebido: o dar la mano a Gualterio, o encerrarse para siempre en el monasterio de Santa Cecilia, era la alternativa entre la cual debía escoger, descartando con horror cualquiera término medio entre estas dos extremos. De la misma manera se lo manifestó a su hermano con la dulzura natural de su carácter, y que constituía uno de sus principales embelesos. Nada de esto esperaba ni quería Sangumí; y como quien resolviera definitivamente casar a Matilde con Roger, cuanto se apartase de este fin irritábale del mismo modo, pues su hermana no podría pronunciar los solemnes votos en el claustro antes de saber la verdadera suerte del caballero del Ciervo.

La contestación de la joven encendió su enojo; e incapaz de representar por más tiempo papel tan ajeno de su índole; convirtiose otra vez en Arnaldo, y alzándose furioso exclamó con voz terrible y exasperado acento:

-¿Hasta cuándo será que tú, mujer débil y fascinada, te opongas a mis resoluciones? Cien mil sarracenos no pudieron detenerme, ¿y piensas tú salir con victoria de una lid conmigo? Aquí mismo, en este instante has de renunciar a Gualterio y al monasterio, y prometerme dar tu mano al caballero que con sobrada razón la solicitada.

A sus gritos penetró en la estancia Roger; y su rostro y su aire petulante y atrevido acabaron de despavorir a la desgraciada joven. Quiso, no obstante, probar si le sería repugnante a Gerardo tomar una esposa que le detestaba y cuyo pecho gemía por otro enlace; y dejando a un lado las palabras de dulzura y de persuasión cuya importunidad conocía, tuvo valor para dirigirse alternativamente a los dos mozos, con estas palabras:

-Ni tú puedes disponer de mi mano a tu antojo, ni puedo yo dársela a ese caballero. Mí edad, mis circunstancias y el ningún derecho que sobre mí tienes, me dejan libre para disponer de mí según me plazca. Ese caballero, además, no puede ser mi esposo, pues yo amo al joven Monsonís; he jurado unirme con él o morir en el claustro; le di mi corazón, le amaré toda la vida, y a la sola vista de ese amigo tuyo, conozco cuánto me es imposible sentir jamás hacia él afecto alguno capaz de contentarle.

Roger permaneció inmutable a esta clara manifestación del odio que inspiraba a Matilde; y como no sabía contestarla, dejolo a cargo de Arnaldo, quien, ardiendo en ira, cogió la muñeca de su hermana, y apretándola cruelmente:

-Serás su esposa -le decía- a pesar tuyo y de todo el mundo, serás su esposa. Acércate. Roger, trae acá tu mano; estrecha la de mi hermana.

Y mientras lo decía las juntaba una a otra, magullando entre los dedos de la férrea manopla aquel mórbido y tierno brazo cárdeno por la opresión, y ensangrentado al mismo tiempo.

Matilde, no pudiendo resistir el atroz tormento que sofocaba su existencia, deshecha en llanto y con voz débil y bastante a conmover al más encrudecido ánimo, exclamaba:

-Por todos los santos del cielo, hermano mío, por nuestra madre, ten piedad de esta infeliz, calma tu furor si alguna vez pudiste amarme, y suelta esta mano si no quieres verme expirar a tus plantas.

-Jamás, jamás, obstinada mujer; júrame ser esposa de Gerardo, o no te suelto aún cuando tu mano quedara separada de tu brazo.

-Pues nunca lo juraré -gritó Matilde desesperada-. Rompe mi brazo y acaba mi vida, mas no esperes triunfar de mi constancia; ceba en mí tu crueldad infame; despedázame si quieres, y al morir juraré amor eterno a Gualterio de Monsonís.

Y acabando estas palabras sucumbió a la agitación y al dolor, y cayó desfallecida sobre un taburete.

Arnaldo fuera de sí y echando fuego por los ojos arrancó la espada de la vaina, y habría atravesado sin remedio el pecho de su hermana, si Roger no contuviera su brazo.

-Detente -le dijo- si la matas no conseguimos nuestro objeto; déjala que viva, y algún día se acabará su constancia.

Herido por esa reflexión atroz aunque oportuna, volvió Arnaldo la espada a su lugar, enjugó con el vestido de Matilde las manoplas teñidas en la sangre que brotaba del magullado brazo de aquella desdichada, y salió con Roger, enviando a Elena para que la socorriera. Aquella interesante y desventurada joven, sin fuerzas ni sentidos, habíase caído al suelo desde el asiento en que primero estuvo tendida, y sufría entonces una espantosa convulsión capaz de dar fin en pocos instantes a su apesarada y delicadísima existencia. Todos los socorros eran en vano; y yacía sobre su lecho rodeada de los criados, que la adoraban, y próxima a acabar para siempre sus tormentos.



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